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PROYECCIONES POSTMODERNAS

I. POSTMODERNIDAD Y MODERNIDAD

Marxismo y postmodernidad: esta combinación suele parecer extraña o paradójica y, en cierto sentido, extremadamente inestable, de tal modo que muchos concluyen respecto a mi propio caso que, al haberme «convertido» en un postmoderno, debo de haber dejado de ser marxista en un sentido relevante (o, en otras palabras, estereotípico). Y es que ambos términos (en plena postmodernidad) acarrean toda una carga nostálgica de imágenes pop; así, el término «marxismo» se sedimentaría en fotografías amarillentas de la época de Lenin y la Revolución Soviética, y el término «postmodernidad» sugeriría inmediatamente una vista panorámica de chabacanos hoteles nuevos. Acto seguido, el vertiginoso inconsciente conforma a toda prisa la imagen de un restaurante de tipo nostálgico, pequeño y reproducido a conciencia (decorado con viejas fotografías y en el que unos camareros soviéticos sirven lentamente mala comida rusa), oculto en un flamante alarde arquitectónico rosa y azul.

Si se me permite una nota personal, diré que en cierta ocasión, de una forma rara y cómica, se me convirtió en un objeto de estudio: un libro que publiqué hace años sobre el estructuralismo motivó cartas, algunas considerándome un portavoz «destacado» del estructuralismo y otras un «eminente» crítico y adversario de este movimiento. En realidad, yo no era ni lo uno ni lo otro, pero mi condición de «ninguno» tuvo un carácter relativamente complicado e inusual que a la gente le fue difícil comprender. En lo que respecta a la postmodernidad, y a pesar del esfuerzo que me costó en mi primer ensayo sobre el tema explicar que tan imposible —intelectual o políticamente— era aclamar la postmodernidad como «desaprobarla» (signifique esto lo que signifique), los críticos de vanguardia se apresuraron a identificarme con un vulgar sicario marxista, mientras que algunos camaradas de buen corazón concluyeron que, siguiendo el ejemplo de tantos predecesores ilustres, había terminado perdiendo los estribos y me había hecho «postmarxista» (para cierto lenguaje, esto significa ser un renegado y un chaquetero; para otro, alguien que prefiere cambiar antes que luchar).

Muchas de estas reacciones parecían confundir gusto (u opinión), análisis y valoración. Yo creía que nos interesaba mantener separadas estas tres cosas. El «gusto» (en el amplio sentido que le dan los media, o sea, como preferencias personales) correspondería entonces a lo que noble y filosóficamente se solía llamar «juicio estético» (el cambio de los códigos y la caída barométrica de la dignidad léxica es, como poco, un índice del desplazamiento que ha sufrido la estética tradicional y de la transformación de la esfera cultural en los tiempos modernos). El «análisis» es esa combinación, peculiar y rigurosa, de análisis formal e histórico que constituye la tarea específica del estudio literario y cultural; si lo precisamos diciendo que es la investigación de las condiciones históricas de posibilidad de las formas específicas, quizá podamos dilucidar por qué cabe decir que estas perspectivas gemelas (que en el pasado se solían ver como irreconciliables o inconmensurables) constituyen su objeto y son, por tanto, inseparables. En este sentido, el análisis puede entenderse como un conjunto de operaciones muy distinto del periodismo cultural que se articula en torno al gusto y la opinión; y sería importante precisar ahora la diferencia existente entre este periodismo —con su indispensable función de reseñar— y lo que llamaré «valoración». Ésta ya no se plantea si una obra es «buena» (como el antiguo juicio estético), sino que intenta mantener vivas (o reinventar) las valoraciones de tipo sociopolítico que se cuestionan la calidad de la vida social mediante el texto o la obra de arte individual, o bien aquellas otras valoraciones que aventuran un juicio sobre los efectos políticos de corrientes y movimientos culturales de manera menos utilitaria y con más simpatía hacia la dinámica de la vida cotidiana que los imprimaturs e índices de tradiciones anteriores.

En lo que se refiere al tema del gusto (y como habrán advertido los lectores de los capítulos anteriores), escribo, en términos culturales, como un consumidor relativamente entusiasta de la postmodernidad, al menos de algunos aspectos suyos: me gusta la arquitectura y gran parte del arte visual reciente, sobre todo la nueva fotografía. La música no está mal para escucharla, ni la poesía para leerla; la novela es la más débil de las nuevas áreas culturales, y la superan considerablemente sus homólogos narrativos del cine y el vídeo (al menos, a la alta novela literaria; sin embargo, las narrativas subgenéricas son muy buenas y, por supuesto, todo esto ocurre de muy distinto modo en el Tercer Mundo). La comida y la moda también han mejorado mucho, así como, en general, el mundo de la vida. Mi impresión es que se trata básicamente dé una cultura visual conectada por medio del sonido —pero en ella el elemento lingüístico (para el que hay que inventar un término más fuerte que «estandarización», y que además está revestido del peor tipo de lenguaje-basura, como «estilo de vida» o «preferencia sexual») es descuidado y flojo, y carecerá de interés si no le aplicamos ingenio, riesgo y una intensa motivación.

Todo esto son gustos, que dan paso a opiniones; poco tienen que ver con el análisis de la función de una cultura así, ni con el modo en que ha llegado a ser lo que es. En todo caso, es probable que las opiniones tampoco sean satisfactorias de esta forma, ya que lo segundo que desea saber la gente (por el evidente motivo contextual) es cómo comparar esto con un antiguo canon modernista. La arquitectura, en general, ha conocido una gran mejora; las novelas son mucho peores. La fotografía y el vídeo son incomparables (el segundo, por una razón obvia); y también somos afortunados por contar con una pintura y una poesía nuevas interesantes.

Sin embargo, la música (después de Schopenhauer, Nietzsche y Thomas Mann) debería conducirnos a algo más interesante e intrincado que la mera opinión. Para empezar, sigue siendo un indicador de clase fundamental, el índice de ese capital cultural que Pierre Bourdieu llama «distinción» social: de ahí las pasiones que siguen despertando los gustos musicales intelectuales o populares, de élite o de masas (y las teorías correspondientes, Adorno por un lado y Simón Frith por otro). A la vez, la música también incluye la historia de manera más rigurosa e irrevocable, puesto que, al ser un estímulo de fondo y anímico, transmite nuestro pasado histórico junto con el privado o existencial, sin que podamos descoserla de la memoria.

Con todo, la relación crucial entre música y postmodernidad pasa sin duda por el propio espacio (en mi análisis, uno de los rasgos distintivos, incluso constitutivos, de la nueva «cultura» o dominante cultural). Se puede considerar la MTV como una espacialización de la música o, si se prefiere, como la revelación ejemplar de que la música ya estaba profundamente espacializada en nuestro tiempo. Las tecnologías de lo musical, bien fueran las de la producción, la reproducción, la recepción o el consumo, ya apuntaban a conformar un nuevo espacio sonoro en torno al oyente individual o colectivo: también en música, la «representacionalidad» —en el sentido de alinear las butacas y observar fijamente el escenario que se despliega ante nosotros— ha sufrido su crisis y su desintegración histórica específica. Ya no se ofrece un objeto musical para su contemplación y degustación; se conecta un contexto y se hace música espacial en torno al consumidor. En esta situación, la narrativa ofrece mediaciones múltiples y proteiformes entre los sonidos en el tiempo y el cuerpo en el lugar, coordinando un fragmento visual narrativizado —un fragmento de imagen marcado como narrativa, y que no tiene por qué proceder de ninguna historia que ya se haya oído— con un acontecimiento de la banda sonora. En lo postmoderno sobre todo, es crucial distinguir entre la narrativización y cualquier segmento narrativo específico como tal: no hacerlo lleva a confundir relatos y novelas «anticuadamente realistas» con aquellos otros supuestamente modernos o postmodernos. El relato, no obstante, es tan sólo una de las formas que puede revestir la narrativa o la narrativización; y merece la pena contemplar la posibilidad de que quizás hoy baste con el mero intento de producir un relato, como en las reseñas de libros imaginarios de Lem (cuando le preguntaron a Ken Russell por qué se había ido a la MTV, vaticinó que en el siglo XXI ninguna película de ficción duraría más de quince minutos). El efecto que ejerce la MTV sobre la música no es, por tanto, invertir aquella difunta forma decimonónica llamada «música de programa», sino más bien clavar los sonidos (utilizando, sin duda, lo que Lacan llama «puntos de almohadillado»[*]) al espacio visible y a los segmentos espaciales: aquí, como en la forma del vídeo en general, el antiguo paradigma —que a la luz de un punto de vista genealógico surge a posteriori como precursor del vídeo (pero no como su influencia principal)— es la animación. El dibujo animado —sobre todo en sus aspectos más delirantes y surreales— fue el primer laboratorio donde el «texto» ensayó su vocación de mediador entre la visión y el sonido (recuérdese la obsesión populachera de Walt Disney con la música culta), y acabó por espacializar el tiempo.

Así pues, empezamos a progresar en el intento de convertir nuestros gustos en «teoría postmoderna» cuando cobramos distancia para atender al propio «sistema de las bellas artes»: la ratio entre las formas y los media (de hecho, la figura que han adquirido los propios media al sustituir tanto a la forma como al género), el modo en que el mismo sistema genérico, como reestructuración y nueva configuración (por mínimo que haya sido el cambio), expresa lo postmoderno y, a través suyo, el resto de cosas que nos están ocurriendo.

Pero este tipo de descripciones no sólo parece implicar una comparación obligatoria con lo moderno, sino que también reintroduce preguntas suscitadas por el tema del «canon»: ciertamente, sólo un crítico o un periodista cultural muy anticuados se interesarían por probar lo obvio, que Yeats es «más grande» que Paul Muldoon, o Auden que Bob Perelman —a menos que la palabra grande sea una mera expresión de entusiasmo, y entonces quizás haya ocasiones en que deseemos probar lo contrario—. Aquí, la réplica es muy diferente: ni siquiera se puede «comparar» de forma realista la «grandeza» de los «grandes escritores» dentro de un único paradigma o período.

La idea de Adorno de una guerra intestina entre las obras individuales, mónadas estéticas que se repelen entre sí, es sin duda la que mejor se corresponde con la experiencia generalizada de la mayoría de la gente, y explica por qué es intolerable que nos hagan decidir si Keats es mejor que Wordsworth, o medir el valor del Centro Pompidou con la escala del Guggenheim, o la preeminencia de Dos Passos sobre Doctorow, por no mencionar la cuestión de Mallarmé y Ashbery.

Sin embargo, realizamos comparaciones de este tipo y parecemos disfrutar del proceso, por poco sentido que tenga; así pues, sólo se puede concluir que estas comparaciones y rankings compulsivos deben de significar otra cosa. En efecto, ya expuse en otro lugar[1] que en el inconsciente político de una época tales comparaciones —tanto de obras individuales como, más generalmente, de estilos culturales— son en realidad la figuración y la materia prima expresiva de una comparación más profunda entre los modos de producción que se enfrentan y juzgan unos a otros mediante el contacto individual entre el lector y el texto. El ejemplo de lo moderno/postmoderno, sin embargo, muestra que esto también es válido para las fases de un único modo de producción, en este caso para enfrentar la fase moderna (o imperialista, o de monopolio) del capitalismo con su fase postmoderna (o multinacional).

Toda la enumeración de rasgos puramente culturales se reduce a esta catacresis, o metáfora de cuatro términos: improvisamos una tesis acerca de la superioridad cualitativa de la producción musical de los principados alemanes del siglo XVIII sólo para censurar o vitorear la creación comercial-tecnológica del nuestro. Esta comparación manifiesta es la tapadera y el vehículo de otra latente, en la que intentamos elaborar el sentimiento de lo cotidiano en el ancient régime para, en el siguiente paso, reconstruir el sentimiento que hay en el presente respecto a lo peculiar y específico, lo original y lo histórico. De este modo, a guisa de historia especializada seguimos haciendo historia general o universal, cuyo destino es terminar siendo teoría postmoderna, como dejó claro la serie de operaciones brechtianas de distanciamiento que señalábamos antes. Éstos son, pues, los términos y las condiciones para discutir sobre las respectivas «grandezas» de Mahler y Phil Glass, o Eisenstein y la MTV; pero se extienden mucho más allá de lo estético o lo cultural como tales, y se vuelven significativos o inteligibles sólo cuando alcanzan el terreno de la producción de la vida material y los límites y posibilidades que ésta le impone (dialécticamente) a la praxis humana, incluida la praxis cultural. Ahora, lo que está en juego es la alienación sistémica relativa y la relación dialéctica entre los límites de la base y las posibilidades de la superestrutura, en el seno de cualquier sistema o momento sistémico dados: su coeficiente interno de miseria y el resuelto potencial de transfiguración corporal y espiritual que también ofrece o conquista.

Para la modernidad, esto equivale a toda una investigación en sí misma, de la que aquí sólo avanzamos unos cuantos apuntes iniciales. En cuanto a la sensación que hay en lo postmoderno respecto al «final de lo moderno», se trata de una cuestión completamente distinta que, además, es constitutiva (y no tiene que ver necesariamente con el modernismo histórico, ni tampoco con la modernidad histórica). Un segundo conjunto de rasgos conforma este tema, que a veces se confunde con la «comparación» ética y estética entre la modernidad y la postmodernidad y que tampoco admite la comparación socioeconómica que se propone a continuación.

Los «clásicos» de lo moderno se pueden postmodernizar o transformar en «textos», cuando no en precursores de la «textualidad»: ambas operaciones son relativamente diferentes, ya que, en cualquier caso, los precursores —Raymond Roussel, Gertrude Stein, Marcel Duchamp— siempre encajan incómodamente en algún canon modernista. Son los casos ejemplares, y a veces las pruebas oculares, de la identidad entre modernismo y postmodernidad, porque en ellos la menor modificación, la más mínima perversión al recolocar las sillas, convierten a los que debieran ser los valores estéticos más clásicos del modernismo en algo incómodo y remoto (¡pero más cercano a nosotros!). Es como si fueran una oposición dentro de la oposición, una negación estética de la negación; contra el ya anti-hegemónico arte minoritario de lo moderno, representaron su propia rebelión aún más minoritaria y privada que, por supuesto, se volverá canónica a su vez cuando lo moderno se congele y se convierta en un conjunto de museos llenos de corrientes de aire.

Sin embargo, en cuanto a los modernos de la pauta dominante, aquellos que hacen cola pacientemente para conseguir una sala en este museo, parece posible someter a muchos de ellos a una reescritura concienzuda en el texto postmoderno (dudo en equiparar este proceso con la adaptación de una novela a la pantalla, sobre todo porque uno de los aspectos del cine postmoderno es la creciente escasez de estas adaptaciones cinematográficas). Pero no cabe duda de que hoy estamos reescribiendo el modernismo de otra manera, al menos en lo que atañe a ciertos escritores cruciales: es bien sabido que, aparte de ser un realista, Flaubert también se convirtió en un modernista cuando Joyce se lo aprendió de memoria, y que después se convirtió, de pronto, en algo parecido a un postmoderno en manos de Nathalie Sarraute. Respecto a Joyce, Colín MacCabe nos ha configurado hoy uno nuevo, un Joyce feminista y criollo o multiétnico muy acorde con los tiempos y al que estaríamos dispuestos a aclamar como postmoderno. Por mi parte, he intentado invocar a un Joyce del Tercer Mundo y antiimperialista, más consistente con una estética contemporánea que con una modernista[2]. Pero ¿pueden reescribirse así todos los clásicos de antaño? El Proust de Gilíes Deleuze ¿es un Proust postmoderno? El Kafka de Deleuze es sin duda un Kafka postmoderno, un Kafka de la etnicidad y los microgrupos, en gran medida un Kafka del Tercer Mundo y de la minoría dialéctica, a tono con la política postmoderna y los «nuevos movimientos sociales». Pero ¿se puede recuperar a Eliot? ¿Qué ha sido de Thomas Mann y André Gide? Frank Lentricchia ha mantenido vivo a Wallace Stevens a lo largo de esta decisiva transformación climatológica, pero Paul Valéry se ha esfumado sin dejar rastro, cuando internacionalmente ha sido una figura central del movimiento modernista. Lo sospechoso del tema y de las cuestiones que suscita es su extraordinario parecido de familia con las consabidas discusiones en torno a la naturaleza de lo clásico, el texto «inagotable», susceptible de ser reitiventado y utilizado de nuevas maneras por generaciones sucesivas —algo así como un gran palacio señorial que los herederos vuelven a decorar una y otra vez, pudiendo instalar la última moda parisina o la tecnología japonesa—. Mientras, los que no han sobrevivido prueban que la «posteridad» realmente existe, incluso en nuestra propia época postmoderna de los media; los perdedores son un componente crucial del argumento, porque documentan el necesario carácter de pasado que tiene el pasado, al mostrar que no todos sus «grandes libros» encierran ya interés para nosotros. Esta aproximación encubre convenientemente aquellas partes del problema que de nuevo lo identifican con el antiguo dilema historicista, y nos impide aprender algo sobre nuestra propia postmodernidad a través del aburrimiento que inspiran los «clásicos» modernistas que ya no podemos leer. Pero el aburrimiento es un instrumento muy útil para explorar el pasado y conducirlo a un encuentro con el presente.

En cuanto a los otros que sí sobrevivieron —al precio de una cierta renovación o «inmaculación»[3], una cierta Umfunktionierung (Flaubert ha de leerse mucho más despacio, por ejemplo, con el fin de deshacer el hilo del relato y convertir las oraciones en los momentos de un «texto» postmoderno)—, evidentemente tendrán algo que decirnos sobre una situación de «modernidad» que seguimos compartiendo. Tenemos, en efecto, que declinar el adjetivo raíz en tres sustantivos diferentes (más allá del «modernismo» propiamente dicho está el sustantivo, menos familiar, «modernidad», y después «modernización»), no sólo para comprender las dimensiones del problema, sino para apreciar los enfoques tan dispares que le han dado las diversas disciplinas académicas y tradiciones nacionales. «Modernismo» ha llegado tan sólo recientemente a Francia, al igual que «modernidad» a nosotros los norteamericanos; «modernización» pertenece a los sociólogos, el español tiene dos palabras distintas para movimientos artísticos («modernismo» y «vanguardismo»), etc. El asunto de un léxico comparativo tendría cuatro o cinco dimensiones, registrando la aparición cronológica de estos términos en los distintos grupos lingüísticos, así como el desigual desarrollo que cabe observar entre ellos[4]. Una sociología comparativa del modernismo y sus culturas (una sociología que, como la de Weber, siguiera comprometida con medir el extraordinario impacto del capitalismo sobre culturas hasta ahora tradicionales, el daño social y psíquico infligido a las que ahora son antiguas e irrevocables formas humanas de vida y percepción) aportaría por sí sola un marco adecuado para repensar hoy el «modernismo», siempre que trabajara en las dos aceras y cavara su túnel desde ambas direcciones; en otras palabras, no sólo se debe deducir el modernismo de la modernización, sino también escrutar las sedimentaciones de la modernización dentro de la propia obra estética.

También debería ser evidente que es el hecho de la relación misma lo que cuenta, y no su contenido. Los distintos modernismos han sido reacciones violentas contra la modernización tanto como repeticiones de sus valores y tendencias, a través de su insistencia formal en la novedad, la innovación, la transformación de formas antiguas, la iconoclasia terapéutica y el trabajo en torno a las nuevas y maravillosas tecnologías (estéticas). Si, por ejemplo, la modernización tiene algo que ver con el progreso industrial, la racionalización, la reorganización de la producción y de la administración por canales más eficaces, la electricidad, la cadena de montaje, la democracia parlamentaria y la prensa barata, tendremos que concluir que al menos una tendencia del modernismo artístico es antimoderna y surge como protesta violenta o velada contra la modernización, que ahora se concibe como progreso tecnológico en el sentido más amplio. Estos modernismos antimodernos suponen a veces visiones pastorales o gestos ludditas, pero son ante todo simbólicos y, sobre todo a finales de siglo, implican eso que a veces se identifica con una nueva ola de reacciones antipositivistas, espirituales e irracionales contra el progreso o la razón triunfantes e ilustrados.

Perry Anderson me recuerda, sin embargo, que a este respecto el rasgo más profundo y fundamental compartido por todos los modernismos no es tanto su hostilidad hacia una tecnología que, de hecho, algunos (como los futuristas) aclaman, sino más bien su hostilidad hacia el mercado. El carácter central de este rasgo queda confirmado por el hecho de que se invierte en las diversas postmodernidades; éstas, si bien son aún más salvajemente dispares entre sí que los modernismos, al menos comparten una sonora afirmación (cuando no una celebración directa) del mercado como tal.

En mi opinión, el hecho de que la experiencia de la máquina sea aquí, en cualquier caso, un indicador crucial, se puede deducir del ritmo de las olas sucesivas del modernismo estético: una primera gran ola a finales del siglo XIX, articulada en torno a formas orgánicas y que el symbolisme ejemplifica de modo privilegiado; una segunda que recibe su impulso a partir del cambio de siglo y que se caracteriza por los indicadores duales del entusiasmo hacia la tecnología de la máquina y la organización en vanguardias de tipo paramilitar (el futurismo sería la forma más intensa de este momento). Deberíamos añadir a éstas el modernismo del «genio» aislado, que a diferencia de los dos movimientos periódicos (con sus respectivos énfasis en la transformación orgánica del mundo de la vida y en la vanguardia y su misión social) se organiza en torno a la gran Obra, el Libro del Mundo: escritura secular, texto sagrado, misa ritual definitiva (el Livre de Mallarmé) para un inconcebible nuevo orden social. Y probablemente también debiéramos hacerle sitio (aunque no tan tarde como él lo hace) a lo que Charles Jencks ha llamado «modernismo tardío». Este término agrupa a los únicos supervivientes de una concepción propiamente modernista del arte y el mundo tras la gran ruptura política y económica de la Depresión, cuando, bajo el estalinismo o el Frente Popular, Hitler o el New Deal, una nueva concepción del realismo social asciende al rango de dominante cultural transitoria a causa de la ansiedad colectiva y de la Guerra Mundial. Los últimos modernistas de Jencks son aquellos que persisten en la postmodernidad, y la idea tiene sentido arquitectónicamente; un marco de referencia literario, sin embargo, desprende nombres como Borges y Nabokov, Beckett, poetas como Olson o Zukovsky y compositores como Milton Babbitt, que tuvieron la mala fortuna de cubrir dos eras y la suerte de hallar en el aislamiento o en el exilio una cápsula del tiempo en la que prolongar formas intempestivas.

Debemos añadir algo sobre el más canónico de estos cuatro momentos o tendencias, el de los grandes demiurgos y profetas (Frank Lloyd Wright con su capa y su sombrerito, Proust en su habitación acorchada, la «fuerza natural» Picasso, el sino excepcional del «trágico» Kafka, todos ellos tan idiosincráticos y excéntricos como los mejores protagonistas de las clásicas historias de detectives). Y ello, porque hay que frenar la opinión de que, a la luz de la experiencia de la moda y el comercio postmodernos, la modernidad todavía fue un tiempo de gigantes y poderes legendarios que hoy nos es inaccesible. Si el tema postestructuralista de la «muerte del sujeto» significa algo socialmente, es la muerte del individualismo emprendedor y orientado hacia lo interno, con su «carisma» y su panoplia categorial de pintorescos valores románticos como, sobre todo, el del «genio». Vista así, la extinción de los «grandes modernos» no es necesariamente una ocasión para el pathos. Nuestro orden social es más rico en información y más culto, y socialmente más «democrático», en el sentido de la universalización del trabajo remunerado (siempre me ha parecido que el término brechtiano de la «plebeyización» era políticamente más adecuado y sociológicamente más exacto para designar este proceso nivelador, al que la gente de izquierdas no puede sino dar la bienvenida); este nuevo orden ya no precisa profetas y visionarios de tipo modernista y carismático, ni entre sus productores culturales ni entre sus políticos. Tales figuras carecen hoy de magia y sortilegio para los sujetos de una edad corporativa, colectivizada y postindividualista; así pues, se les dice adiós sin remordimientos, como hubiera dicho Brecht: ¡pobre de aquel país que necesite genios, profetas, Grandes Escritores o demiurgos!

Lo que debemos retener históricamente es el hecho de que hubo un momento en que existió este fenómeno; una perspectiva postmoderna de los «grandes» creadores modernistas no debería rebatir la especificidad social e histórica de aquellos «sujetos centrados» de los que hoy dudamos, sino más bien aportar nuevas maneras de comprender sus condiciones de posibilidad.

Este proceso se inicia al considerar a los nombres que antaño fueron célebres no ya como caracteres que desbordan la realidad o como grandes almas, sino más bien (sin antropomorfismo, y por oposición a él) como carreras. Es decir, como situaciones objetivas en las que un joven artista ambicioso en torno al cambio de siglo podía concebir la posibilidad objetiva de convertirse en el «mayor pintor» (o poeta, o novelista, o compositor) «de la época». La posibilidad objetiva no se encuentra ahora en el talento subjetivo como tal ni en una riqueza o una inspiración internas, sino más bien en estrategias de carácter casi militar, basadas en la superioridad de la técnica y el territorio, en la valoración de las fuerzas contrarias, en una sagaz maximización de los recursos específicos e idiosincráticos de cada cual. Sin embargo, esta aproximación al «genio» (que ahora asociamos al nombre de Pierre Bourdieu[5]) debería distinguirse claramente de un ressentiment demoledor o desmitificador, como el que parece que sintió Tolstoi ante Shakespeare y, mutatits mutandis, ante el papel de los «grandes hombres» de la historia en general. A pesar de Tolstoi, creo que seguimos admirando a los grandes generales (junto a sus homólogos, los grandes artistas[6]), pero la admiración se ha desplazado desde su subjetividad innata a su talento histórico, a su capacidad de aquilatar la «situación actual» y evaluar sobre el terreno su potencial sistema de permutaciones. Tengo la impresión de que ésta es una revisión propiamente postmoderna en el terreno de la historiografía biográfica, que sustituye de modo característico lo vertical por lo horizontal, el tiempo por el espacio, la profundidad por el sistema.

Pero la desaparición del Gran Escritor en la postmodernidad obedece a una razón más fuerte. Se trata simplemente de lo que a veces se llama «desarrollo desigual»: en una edad de monopolios (y sindicatos), de una colectivización cada vez más institucionalizada, siempre hay algo que se queda rezagado. Algunas partes de la economía siguen siendo enclaves arcaicos, artesanales; otras son más modernas y futuristas que el futuro mismo. A este respecto, el arte moderno extrajo su poder y sus posibilidades a partir de su condición de páramo y vieja reliquia en el seno de una economía modernizante: glorificó, vitoreó y dramatizó viejas formas de producción individual que el nuevo modo de producción estaba a punto de desplazar y borrar de otros lugares. La producción estética ofreció la visión utópica de una producción en general más humana; y en el mundo de la etapa capitalista del monopolio fascinaba ofreciendo la imagen de una transformación utópica de la vida humana. Sin ayuda ninguna, Joyce produce en sus habitaciones de París todo un mundo, él solo y sin estar en deuda con nadie; pero los seres humanos de las calles exteriores a aquellas habitaciones carecen de toda sensación comparable de poder y control, de productividad humana; del sentimiento de libertad y autonomía que viene cuando, como Joyce, se pueden tomar o al menos compartir las propias decisiones. Como forma de producción, entonces, el modernismo (incluidos los Grandes Artistas y productores) transmite un mensaje que poco tiene que ver con el contenido de las obras individuales: es lo estético como pura autonomía, como satisfacción transfigurada de lo artesanal.

Así pues, debemos considerar que el modernismo corresponde singularmente a un momento desigual del desarrollo social, o a lo que Ernst Bloch llamó «simultaneidad de lo no simultáneo», «sincronía de lo no sincrónico» (Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen)[7]: la coexistencia de realidades pertenecientes a momentos históricos radicalmente distintos —artesanías junto a grandes cártels, tierras agrícolas con factorías Krupp o con la planta Ford al fondo. Pero una demostración menos programática de la desigualdad la aporta la obra de Kafka, de la que Adorno dijo en cierta ocasión que se alzaba como reprimenda definitiva ante quien pensara sobre el arte en términos de placer. Creo que se equivocaba, al menos desde una perspectiva postmoderna; se puede hacer una refutación mucho más amplia partiendo de las descripciones de aspecto perverso de Kafka como «humorista místico» (Thomas Mann) y como escritor alegre y chaplinesco, si bien es cierto que si recordamos a Chaplin mientras leemos a Kafka, tampoco Chaplin parece ya lo mismo.

Por tanto, debe añadirse algo más respecto al tema de lo placentero e incluso de la naturaleza feliz de las pesadillas de Kafka. Benjamin observó que al menos dos interpretaciones vigentes de Kafka debían desecharse de una vez por todas: una era la psicoanalítica (el complejo de Edipo de Kafka; ciertamente, lo tenía, pero sus obras apenas son obras psicológicas como tales); la otra era la teológica (si bien no hay duda de que la idea de salvación está presente en Kafka, nada tiene de sobrenatural, como tampoco la salvación en general). Quizás hoy podamos añadir la interpretación existencial: la condición humana, la ansiedad y similares ofrecen también temas y observaciones de sobra conocidos que, como ya se habrá advertido, no se pueden considerar muy postmodernos. Y también debemos evocar brevemente lo que solía concebirse como la interpretación «marxista»: El proceso como representación de la maltrecha burocracia de un Imperio austrohúngaro al borde del colapso. También esta interpretación tiene mucho de verdad, excepto la sugerencia de que el Imperio austrohúngaro fuera en algún sentido una pesadilla. Por el contrario, además de ser el último de los imperios arcaicos, también fue el primer estado multinacional y multiétnico: cómodamente ineficaz en comparación con Prusia, humano y tolerante si se comparaba con los zares; en suma, no era en absoluto un mal apaño, y constituye un fascinante modelo para nuestro propio período postnacional, aún dividido por los nacionalismos. La estructura K.-y-K. cumple un papel en Kafka, pero no exactamente el que sugiere la interpretación de la «burocracia-como-pesadilla» (el Imperio como un anticipo de Auschwitz).

Volviendo a la idea de la simultaneidad de lo no simultáneo, de la coexistencia de momentos distintos de la historia, lo primero que se advierte al leer El Proceso es la presencia de la rutina moderna, casi corporativa, de la semana laboral y empresarial: Joseph K. es un joven banquero (un «ejecutivo asociado» o un «empleado de confianza») que vive para su trabajo, un soltero que pasa sus tardes libres en una taberna y cuyos deprimentes domingos lo son aún más cuando recibe invitaciones de colegas de la empresa para acudir a insoportables reuniones socio-profesionales. De pronto, algo muy distinto irrumpe en esta aburrida modernidad organizada —y es, precisamente, esa arcaica burocracia legal que se asocia con la estructura política del Imperio—. Así pues, hallamos aquí una coexistencia muy sorprendente: una economía moderna, o ál menos modernizante, y una estructura política anticuada, algo que la gran película de Orson Welles El proceso captó vividamente mediante el propio espacio: Joseph K. vive en el peor tipo de anónima vivienda moderna, sin rasgos propios, pero acude a un tribunal sumido en un astroso esplendor barroco (cuando no en antiguas habitaciones de tipo vecinal); el espacio entre ambos lugares está lleno de escombros vacíos y solares vacantes que anuncian un futuro desarrollo urbano (terminará muriendo en uno de esos espacios en ruinas). Los placeres de Kafka, los placeres de la pesadilla en Kafka, ¡proceden de que lo arcaico anima la rutina y el aburrimiento, y de que una anticuada paranoia jurídica y burocrática irrumpe en la semana laboral vacía de la era corporativa y, al menos, provoca que algo ocurra! La moraleja podría ser que es mejor lo peor que nada en absoluto, y que las pesadillas son un alivio bien recibido a la semana laboral. Hay en Kafka una sed del puro acontecimiento como tal, en una situación donde es tan excepcional como un milagro; en su lenguaje, hay una avidez por registrar, con una notación económica casi musical, los más sutiles temblores del mundo de la vida que pudieran traicionar la más mínima presencia de algo que «está teniendo lugar». Esta apropiación de lo negativo mediante una fuerza positiva —es más, utópica— que se presenta bajo un disfraz de lobo no nos es psicológicamente desconocida; por ejemplo, y por citar una enfermedad más postcontemporánea, es bien sabido que la profunda satisfacción que le producen al paranoico su paranoia y sus delirios de persecución y espionaje ¡reside en la tranquilizadora certeza de que todos le miran siempre!

Así pues, tanto en Kafka como en otros lugares, la peculiar yuxtaposición de futuro y pasado, en este caso la resistencia de arcaicas estructuras feudales a las irresistibles tendencias modernizantes (de organización tendencial y supervivencia residual de lo que aún no es «moderno» en otro sentido), es la condición de posibilidad del modernismo y de la producción de sus formas y mensajes estéticos, que quizá no tengan ya nada que ver con la desigualdad de la que brota.

La paradójica consecuencia es que, en tal caso, lo postmoderno debe categorizarse como una situación en la que la supervivencia, el residuo, el vestigio, lo arcaico, se ha borrado finalmente sin dejar huella. En lo postmoderno, pues, el propio pasado ha desaparecido (junto con el conocido «sentido del pasado» o historicidad y memoria colectiva). Allí donde siguen en pie sus edificios, la renovación y la restauración les permiten transferirse por completo al presente a modo de esas cosas tan distintas y postmodernas llamadas simulacros. Ahora todo se organiza y se planea; la naturaleza se ha olvidado triunfalmente, junto a los campesinos, el comercio pequeño-burgués, la artesanía, las aristocracias feudales y las burocracias imperiales. La nuestra es una condición modernizada de modo más homogéneo; ya no tenemos que soportar la vergüenza de las no-simultaneidades y de las no-sincronías. Todo ha llegado a marcar la misma hora en el gran reloj del desarrollo o de la racionalización (al menos desde la perspectiva de «Occidente»). En este sentido, podemos afirmar o bien que el modernismo se caracteriza por una situación de modernización incompleta, o bien que la postmodernidad es más moderna que la propia modernidad.

Podríamos añadir, por tanto, que lo que se ha perdido en lo postmoderno es la modernidad como tal, en el sentido de la palabra de algo específico y distinto del modernismo tanto como de la modernización. En efecto, nuestros viejos amigos la base y la superestructura parecen imponerse de nuevo fatalmente: si resulta que la modernización es la base, y el modernismo la forma que reviste la superestructura como reacción a ese desarrollo ambivalente, entonces quizás la modernidad caracterice el intento de obtener un fruto coherente de su relación. De ser así, la modernidad describiría cómo se siente la gente «moderna» respecto a sí misma; parece que la palabra no tiene que ver con los productos (culturales o industriales) sino con los productores y los consumidores, y con cómo se sienten al producir los productos o bien viviendo entre ellos. Este sentimiento moderno consistiría ahora en la convicción de que nosotros mismos somos, de alguna manera, nuevos, de que comienza una nueva era, de que todo es posible y nada puede volver a ser igual; tampoco queremos que nada sea otra vez lo mismo, queremos «volverlo nuevo», librarnos de todos los viejos objetos, valores, mentalidades y modos de hacer las cosas y, de alguna manera, transfigurarnos. «Il faut être absolument moderne»[*] exclamó Rimbaud; hemos de ser, de algún modo, absoluta y radicalmente modernos, y esto significa (supuestamente) que también nosotros tenemos que volvernos modernos; es algo que hacemos, no sólo algo que nos ocurre. ¿Nos sentimos hoy así, en plena postmodernidad? Sin duda, no sentimos que estemos viviendo entre cosas e ideas polvorientas, tradicionales, aburridas y antiguas. El gran arrebato poético de Apollinaire contra los antiguos edificios de la Europa de 1910, y contra el espacio de la propia Europa («A la fin tu es las de ce monde ancien!»: ¡por fin estás harto y cansado de este mundo anticuado!), probablemente no exprese el sentimiento contemporáneo (postcontemporáneo) ante el supermercado o la tarjeta de crédito. La palabra nuevo ya no es nueva ni prístina. ¿Qué sugiere esto sobre la experiencia postmoderna del tiempo, del cambio o de la historia?

En primer lugar, implica que estamos utilizando el «tiempo» o la «experiencia vivida» histórica y la historicidad como una mediación entre la estructura socioeconómica y la valoración cultural e ideológica que hacemos de ella; también, como un tema que privilegiamos provisionalmente para orquestar nuestra comparación sistémica entre los momentos moderno y postmoderno del capital. Más adelante, desarrollaremos esta cuestión en dos direcciones: primero, en torno a la sensación de diferencia histórica, única frente a otras sociedades, que una cierta experiencia de lo Nuevo (en lo moderno) parece alentar y perpetuar; y, segundo, analizando el papel de las nuevas tecnologías (y su consumo) en una postmodernidad que evidentemente no demuestra ningún interés en seguir tematizando y valorando lo Nuevo como tal.

Por el momento, concluimos que la viva sensación de lo Nuevo en el período moderno sólo fue posible debido a la naturaleza mixta, desigual y transicional de aquel período, cuando lo viejo coexistía con lo que entonces estaba naciendo. El París de Apollinaire incluía a la vez mugrientos monumentos medievales y abigarradas viviendas renacentistas, pero también automóviles y aviones, teléfonos, electricidad y la última moda en ropa y cultura. Esto último se conoce y siente como nuevo y moderno sólo porque también están presentes lo viejo y lo tradicional. Una manera de contar la historia de la transición desde lo moderno a lo postmoderno consiste entonces en mostrar cómo, a la larga, la modernización triunfa y cancela por completo a lo viejo: la naturaleza queda abolida, junto con el campo y la agricultura tradicionales; incluso los monumentos históricos que han sobrevivido se convierten, arreglados, en rutilantes simulacros del pasado, y no en su supervivencia. Ahora todo es nuevo; pero, de la misma manera, la propia categoría de lo nuevo pierde así su significado y se convierte en una especie de supervivencia modernista.

Pero quien dice «nuevo» o lamenta la pérdida de su concepto en una edad postmoderna también invoca fatalmente al espectro de la Revolución, ya que su concepto encarnó una vez la visión última del Novum que, convertido en absoluto, se extendía por los resquicios y detalles más ínfimos de un mundo de la vida transformado. El recurso inveterado a un vocabulario de revolución política, y la adopción (a menudo narcisista) por parte de la vanguardia estética de los símbolos de sus homólogos políticos, sugieren la existencia de una actitud política en la forma misma de los modernismos que arroja una sombra de duda sobre sus tranquilizadoras ideologías académicas, que nos enseñaron una y otra vez que los modernos no eran políticos, ni siquiera muy conscientes socialmente. En efecto, se decía que su trabajo representaba un nuevo «giro interno» y la apertura de una nueva y profunda subjetividad reflexiva: el «carnaval del fetichismo interiorizado», dijo en cierta ocasión Lukács. Y, ciertamente, el ámbito y la diversidad de los textos modernistas les hacen parecer contadores Geiger que captan todo tipo de nuevos impulsos y señales subjetivas, transcribiéndolos de nuevas maneras y mediante nuevos «mecanismos de registro».

También podemos alegar razones contra esta impresión mediante pruebas empíricas y biográficas de las simpatías de los escritores. Para empezar, Joyce y Kafka eran socialistas; incluso Proust era un dreyfusiano (aunque también un esnob); Maiakovskii y los surrealistas eran comunistas; Thomas Mann era, en algunos aspectos, al menos progresista y antifascista; sólo los angloamericanos (junto con Yeats) eran auténticos reaccionarios del más oscuro cuño.

Pero cabe esgrimir algo más fundamental si se parte del espíritu de las obras mismas, y en concreto de un escrutinio renovado de la misma celebración modernista del yo que los críticos antipolíticos adujeron para apoyar cierta concepción del subjetivismo de los modernistas (en esto, fueron mano a mano con la tradición estalinista). Quiero proponer, no obstante, la idea alternativa de que la investigación introspectiva que emprende el modernismo de los impulsos más profundos de la conciencia, e incluso del propio inconsciente, siempre estuvo acompañada de un sentido utópico de la transformación o transfiguración inminente del «yo» en cuestión. «¡Debes cambiar tu vida!», le dice paradigmáticamente a Rilke su torso griego arcaico; y D. H. Lawrence rebosa presagios de este crucial nuevo cambio de mareas del que, sin duda, habrán de emerger nuevas personas. Lo que ahora hemos de comprender es que esos sentimientos, expresados en relación con el yo, sólo podían surgir como correlatos de un sentimiento similar respecto a la sociedad y el propio mundo de los objetos. Y que ese mundo de los objetos, en los avatares de la industrialización y la modernización, parezca temblar al borde de una transformación también crucial y hasta utópica, es lo que permite sentir que el «yo» está a punto de cambiar. Porque éste no es sólo el momento de la taylorización y de las nuevas fábricas; también señala el advenimiento de la mayor parte de Europa a un sistema parlamentario donde los nuevos pero vastos partidos de la clase obrera representan su papel por vez primera y se sienten, sobre todo en Alemania, a punto de obtener la hegemonía. Perry Anderson ha defendido de modo convincente que el modernismo en las artes (aunque rechaza la categoría de modernismo por otras razones) se relaciona íntimamente con los vientos de cambio que soplan desde los nuevos y grandes movimientos sociales radicales[8]. El modernismo no expresa esos valores como tales; más bien, surge en el espacio que éstos abren, y sus valores formales de lo Nuevo y de la innovación, junto con su sentido utópico de la transfiguración del yo y del mundo, deben considerarse en gran medida (en sentidos que aún están por estudiar) como ecos y resonancias de las esperanzas y el optimismo del gran período dominado por la Segunda Internacional. En cuanto a las obras, los ejemplares ensayos de John Berger sobre el cubismo[9] ofrecen un análisis más detallado de cómo esta nueva pintura, de aspecto muy formalista, está imbuida de un espíritu utópico que será aniquilado por los terribles usos a que se somete la industrialización en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial. Este nuevo utopismo es sólo en parte una glorificación de la nueva maquinaria, al igual que el futurismo; se expresa mediante una gama de impulsos y un entusiasmo que, en última instancia, rozan la inminente transformación de la sociedad.

Todo esto presenta un aspecto muy distinto si se examina sincrónicamente: en otras palabras, el sentimiento que abriga la gente postmoderna respecto a lo moderno empezará ahora a decirnos más acerca de la propia postmodernidad que del sistema al que suplantó y derrocó. Si el modernismo se concebía a sí mismo como una prodigiosa revolución en lo referente a la producción cultural, la postmodernidad, sin embargo, lo hace como una renovación de la producción en cuanto tal, tras un largo período de osificación y de morar entre monumentos muertos. A posteriori, resulta ahora que la propia palabra producción —esa paja tan zarandeada por el viento durante los años sesenta, aunque en aquel momento tendía a designar los proyectos ascético-formalistas más vacíos y abstractos (como los «textos» tempranos de Sollers)— ha significado algo después de todo, y que ha señalado una auténtica renovación de la cosa que se suponía que significaba.

Creo que debemos hablar ahora del alivio de lo postmoderno en general, de la estruendosa desobstrucción de impedimentos y de la liberación de una nueva productividad que al final del período moderno estaba tensa y congelada, bloqueada como un músculo agarrotado. Esta liberación fue mucho más significativa que un simple cambio generacional (habiéndose sucedido una serie de generadores durante el reinado paulatinamente canónico de lo propiamente moderno), aunque también afectó a la opinión colectiva de lo que eran, para empezar, las «generaciones». Nunca se subrayará simbólicamente lo suficiente el momento (en la mayoría de las universidades de Estados Unidos, a finales de los años cincuenta o comienzos de los sesenta) en que los «clásicos» modernos entraron en el sistema escolar y en las listas de lectura de las universidades (antes leíamos a Pound por nuestra cuenta; los departamentos de Inglés sólo llegaban, a duras penas, hasta Tennyson). Esto supuso, a su manera, una especie de revolución de consecuencias inesperadas, que forzaba el reconocimiento de los textos modernos a la vez que los desactivaba, como si fuesen antiguos radicales a quienes por fin se les designa para el gabinete.

Respecto a las otras artes, sin embargo, la canonización y la influencia «corruptora» del éxito habrá de asumir, obviamente, formas muy distintas. En arquitectura, por ejemplo, parece claro que el equivalente al ingreso en la Academia es la apropiación por parte del Estado de formas y métodos modernistas, la readaptación que una burocracia estatal expandida (que a veces se identifica como la del «estado del bienestar» o socialdemocracia) hace de formas utópicas, degradadas a la condición de formas anónimas de construcción a gran escala de viviendas y edificios de oficinas. Los estilos modernistas reciben entonces la impronta de esta connotación burocrática, de modo que romper con ella radicalmente produce cierta sensación de «alivio», aunque lo que la sustituye no sea ni la utopía ni la democracia, sino simplemente las construcciones privado-corporativas de lo postmoderno en el postestado del bienestar. La sobredeterminación está aquí presente hasta el punto de que la canonización literaria de lo moderno también expresó una prodigiosa expansión burocrática del sistema universitario en los años sesenta. Tampoco deberían subestimarse en ninguno de los dos casos las presiones activas que ejercen sobre tales desarrollos las exigencias populares (y la demografía) de corte más auténticamente democrático o «plebeyo». Lo que debemos inventar es una concepción de la «sobredeterminación en la ambivalencia», que dote a las obras de asociaciones a la vez «plebeyas» y «burocráticas», con la confusión política (en absoluto inesperada) que le es inherente a esta ambivalencia.

Pero ésta es sólo una imagen para referirnos a algo que precisa un debate más general y abstracto —a saber, la reificación—. La palabra probablemente dirija nuestra atención por un camino hoy equivocado, puesto que «la transformación de las relaciones sociales en cosas» que tan enfáticamente designa se ha convertido en una segunda naturaleza. Mientras, esas mismas «cosas» han cambiado hasta volverse irreconocibles, hasta el punto de que bien podríamos encontrarnos con personas que en un momento y una era tan amorfos como los nuestros defendieran la deseabilidad de lo cosiforme[10]. En todo caso, las «cosas» postmodernas no son como las que Marx tenía en mente, incluso la «cash nexus» de las prácticas bancarias actuales es mucho más fascinante que cualquier «catexis libidinal» a lo Carlyle.

La otra definición de la reificación que ha sido importante en años recientes es la «supresión de los rastros de la producción» del objeto, de la mercancía así producida. Estos términos contemplan el asunto desde el punto de vista del consumidor: sugieren la clase de culpa de la que se libera la gente si es capaz de no acordarse de todo el trabajo invertido en sus juguetes y en su mobiliario. La finalidad de que nos rodeemos de nuestro propio mundo de objetos, de paredes y de un espacio recogido o de un silencio relativo es olvidarnos por un rato de esos innumerables otros; no queremos pensar en las mujeres del Tercer Mundo cada vez que nos sentamos ante el procesador de textos, ni en todas las personas de clase baja y sus vidas de clase baja cuando decidimos utilizar o consumir otros productos de lujo: sería como tener voces dentro de nuestra cabeza, y, de hecho, todo esto «viola» el espacio privado de nuestra intimidad y de nuestro cuerpo extenso. Por eso, no cabe duda de que, para una sociedad que quiere olvidarse de la clase, la reificación (en el sentido de empaquetamiento para el consumidor) es muy funcional. El consumismo como cultura implica mucho más, pero este tipo de «supresión» es, con toda certeza, la precondición indispensable sobre la que se pueden construir todas las restantes.

Evidentemente, la reificación de la cultura es una cuestión bastante distinta, ya que los productos de la cultura están «firmados»; al consumir cultura no deseamos —o cuando menos no necesitamos— olvidar al productor humano T. S. Eliot, Margaret Mitchell, Toscanini o Jack Benny, ni siquiera a Sam Goldwyn o Cecil B. de Mille. El aspecto de la reificación que quiero subrayar en este ámbito de los productos culturales es el que genera una separación radical entre consumidores y productores. La especialización es un término demasiado débil y no-dialéctico para esto, pero cumple la función de desarrollar y perpetuar en el consumidor una profunda convicción de que la producción de un producto dado —atribuible sin duda a otros seres humanos en sentido genérico— es algo que supera todo lo concebible; no es algo por lo que el consumidor o usuario sienta ninguna simpatía social. A este respecto, es un poco como el sentimiento que los no intelectuales y la gente de clase baja siempre han tenido respecto a los intelectuales y lo que hacen: ven cómo lo hacen y no parece muy complicado, pero ni siquiera con la mejor voluntad del mundo lo acaban de entender, no ven por qué nadie querría hacer cosas de este tipo, por no decir que desconfían de que posean una idea clara de lo que hacen. Ésta es una auténtica subalternidad gramsciana: el profundo sentimiento de inferioridad frente al otro cultural, el reconocimiento implícito de su superioridad innata, ante la cual la ira concreta, el antiintelectualismo o el desprecio y el machismo de la clase obrera son sólo reacciones secundarias, sobre todo a mi inferioridad, antes de transferirse a lo intelectual. Quisiera sugerir que lo que hoy sentimos respecto a la cultura de modo más general se asemeja a esta subalternidad (en otro contexto, Gunther Anders habló de vergüenza prometeica, de un prometeico complejo de inferioridad ante la máquina[11]).

Esta postura cultural es menos dramática que el antiintelectualismo, porque tiene que ver con cosas más que con personas; y por eso hay que tratar de disminuir el nivel de la representación. Una psicología social marxiana debe insistir, por encima de todo, en los concomitantes psicológicos de la producción. La razón de que la producción (y lo que, en términos generales, puede llamarse lo «económico») sea filosóficamente anterior al poder (y a lo que, en términos generales, puede llamarse lo «político») reside en primer lugar en la relación entre la producción y los sentimientos de poder. Pero es preferible y más persuasivo decirlo a la inversa (sobre todo, porque nos ayuda a evadir la retórica humanista): a saber, insistiendo en lo que le ocurre a la gente cuando se bloquean sus relaciones con la producción, cuando pierde su poder sobre la actividad productiva. La impotencia es en primer lugar eso, el empañamiento de la psique, la pérdida gradual de interés en el yo y en el mundo externo, en gran analogía formal con la descripción freudiana del duelo; la diferencia es que nos recuperamos del duelo (Freud indica cómo), pero la condición de no-productividad, al ser un índice de una situación objetiva que no cambia, debe abordarse de una manera diferente que, reconociendo su carácter persistente e inevitable, disfrace, reprima, desplace y sublime una impotencia persistente y fundamental. Por supuesto, esa otra manera es el propio consumismo, como compensación a una impotencia económica que también es una carencia absoluta de todo poder político: la llamada apatía del votante se puede apreciar sobre todo en aquellos estratos que carecen de medios para distraerse mediante el consumo. Añadiré que el modo en que este análisis adquiere (objetivamente, si se quiere) el aspecto de la antropología o de la psicología social debe incluirse de nuevo en el fenómeno que estamos describiendo: esta apariencia antropológica o psicológica no es una mera función de un dilema represen-tacional básico ante el capitalismo tardío (que abordaremos más adelante), sino que además es el resultado de que nuestras sociedades no hayan conseguido ninguna clase de transparencia; de hecho, casi equivale a este fracaso. En una sociedad transparente donde nuestras diversas posiciones en la producción social estaban claras para nosotros y para todos los demás —de modo que, como los salvajes de Malinowski, podíamos coger un palo y dibujar un esquema de la cosmología socioeconómica sobre la arena de la playa— no sonaría ni psicológico ni antropológico referirnos a lo que le ocurre a la gente que no tiene ni voz ni voto respecto a su trabajo: ningún utópico o «habitante de ningún-lugar» pensaría que estamos poniendo en juego hipótesis sobre el Inconsciente o la libido, o presuponiendo fundacionalmente una esencia o una naturaleza humanas; quizás tendría un eco más médico, como si se hablara de una pierna rota o de una parálisis del lado derecho. Sea como fuere, quiero hablar así de la reificación, en calidad de hecho: en el sentido de que un producto nos impide incluso que participemos cordialmente con la imaginación en su producción. Surge ante nosotros incuestionado, ni siquiera podemos imaginarnos haciéndolo con nuestras propias manos.

Ahora bien, esto no significa que no podamos consumir el producto en cuestión, «derivar placer» de él, volvernos adictos, etc. Es más, el consumo en sentido social es la palabra adecuada para lo que de hecho le hacemos a este tipo de productos reificados, que nos ocupan la mente y gravitan sobre el hondo vacío nihilista que deja en nuestro ser la incapacidad de controlar nuestro propio destino.

Pero ahora quisiera limitar de nuevo este enfoque, para que podamos comprenderlo más concretamente en relación con el modernismo y con lo que la postmodernidad significó «originalmente», cuando se liberó del modernismo. Sostendré que, en efecto, las «grandes obras modernistas» se reificaron en este sentido, y no sólo convirtiéndose en clásicos escolares. Su distancia de los lectores, al ser monumentos y esfuerzos del «genio», también tendía a paralizar la producción general de formas, a dotar a la práctica de todas las artes de la alta cultura de una alienante cualificación de especialista o experto que bloqueaba a la mente creativa, con una torpe inhibición que intimidaba la producción fresca de una manera profundamente modernista y autolegitimadora. No fue hasta después de Picasso cuando las improvisaciones extraordinariamente desinhibidas de éste se vieron como actividades únicas del estilo y el genio modernista, inaccesibles a otras personas. Aun así, casi todos los «clásicos» modernistas querían aparecer como ejemplos del desbloqueamiento de la energía humana; la contradicción del modernismo yacía en que ese valor universal de la producción humana sólo podía acceder a la representación mediante la firma única y limitada del visionario o profeta modernista, quedando así nuevamente vetado para todos excepto para los discípulos.

Así pues, éste es el alivio de lo postmoderno: se erradicaron los diversos rituales modernistas y se le franqueó el acceso a la producción de la forma a todo aquel que quisiera darse el gusto, pero pagando el precio que ésta impone; esto es, la destrucción preliminar de los valores formales modernistas (ahora considerados «elitistas»), así como de categorías afines fundamentales como las de obra o sujeto. El «texto» es un alivio después de la «obra», pero no se debe intentar burlarlo para terminar produciendo una obra al amparo de la textualidad. El carácter lúdico de la forma, la producción aleatoria de nuevas formas o la gozosa canibalización de las antiguas no nos sitúan en una disposición tan relajada y receptiva como para que, por una feliz casualidad, surja pese a todo la «gran» forma o la forma «significativa». (En cualquier caso, es posible que sean el lenguaje y las artes lingüísticas quienes paguen el precio de esta nueva libertad textual, ya que se repliegan ante la democracia de lo visual y de lo auditivo). El estatus del arte (y también de la cultura) ha tenido que modificarse irrevocablemente con el fin de asegurar las nuevas productividades, y no puede volver a cambiarse a voluntad.

II. SOCIEDAD

Todo esto es molienda para la producción de la retórica populista de la postmodernidad, lo que equivale a decir que rozamos la frontera entre el análisis estético y la ideología. Al igual que ocurre con muchos populismos, es aquí donde surgen las confusiones más dañinas en torno a la cuestión, precisamente porque sus ambigüedades son reales y objetivas (o, como observó Mort Sahl respecto a la elección Nixon-Kennedy, «después de pensarlo mucho, pienso que ninguno puede ganar»), Y es que lo que se dijo en la sección anterior sugiere que la dimensión cultural y artística de la postmodernidad es popular (si no populista), y que desbarata muchas de las barreras que el modernismo parecía ponerle implícitamente al consumo cultural. Por supuesto, lo engañoso de esta impresión es la ilusión de la simetría, ya que, mientras duró, el modernismo no fue hegemónico y distaba de ser una dominante cultural; proponía una cultura alternativa, de oposición y utópica, cuya base de clase era problemática y cuya «revolución» fracasó. Más bien, si se prefiere, cabe pensar que cuando la modernidad accedió finalmente al poder (como los socialismos contemporáneos) ya se había sobrevivido a sí misma, y la consecuencia de esta victoria postuma pasó a llamarse «postmodernidad».

Pero las afirmaciones de popularidad y las apelaciones a la «gente» son muy poco fidedignas, ya que siempre nos encontraremos a gente que rechace la definición y niegue que está implicada en el asunto. Así, los microgrupos y las «minorías», las mujeres y también el Tercer Mundo interno, así como segmentos del externo, a menudo rechazan el concepto de postmodernidad por considerarlo una tapadera de algo que, en esencia, es una operación cultural de clase mucho más reducida que sirve a las élites de blancos y varones de los países avanzados. Esto, evidentemente, también es cierto, y más adelante analizaremos la base y el contenido de clase de la postmodernidad. Pero no es menos cierto que la «micropolítica» correspondiente a la aparición de todo este espectro de prácticas políticas de pequeños grupos, desvinculadas de la clase, es un fenómeno profundamente postmoderno, o si no la palabra carece por completo de significado. En este sentido, la descripción fundacional y la «ideología de trabajo» de la nueva política (tal y como se expone en la obra fundamental Hegemonía y estrategia cultural, de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau) son abiertamente postmodernas y se deben abordar en el contexto más amplio que hemos propuesto para este término. Laclau y Mouffe atienden en menor medida a la tendencia a la diferenciación y al separatismo, a la fisión infinita y el «nominalismo» que se dan en la política de grupos pequeños (no parece del todo correcto seguir considerándola sectaria, pero sin duda hay un paralelismo grupal con los diversos existencialismos en lo que atañe al nivel de la experiencia individual). Esto se debe a que conciben la pasión por la «igualdad» de la que surgen los grupos pequeños como el mecanismo que también los forjará en alianzas y bloques hegemónicos gramscianos (a través de la «cadena de equivalentes», el poder expansivo de las ecuaciones de identidad). Lo que conservan de Marx, pues, es el diagnóstico que hizo de su propio tiempo considerándolo como el momento en que la doctrina de la igualdad social se había convertido en un hecho social irreversible; pero al omitir la explicación causal concreta de Marx (es decir, que este desarrollo social e ideológico es consecuencia de la universalización del trabajo asalariado[12]), esta concepción de la historia enseguida tiende a transformarse en la más mítica concepción del «corte» radical de la modernidad y de la diferencia radical entre las sociedades occidentales y las precapitalistas, o calientes y frías.

La aparición de los «nuevos movimientos sociales» es un extraordinario fenómeno histórico que se complica con la explicación que muchos ideólogos postmodernos creen poder proponer; es decir, que los pequeños nuevos grupos surgen en el vacío que deja la desaparición de las clases sociales y en los escombros de los movimientos políticos organizados en torno a ellas. Nunca he tenido claro cómo se puede esperar que desaparezcan las clases, exceptuando el único y singular escenario del socialismo; pero la reestructuración global de la producción y la introducción de tecnologías radicalmente nuevas —que han dejado sin trabajo a los obreros de las viejas fábricas, han desplazado nuevos tipos de industria a zonas inesperadas del mundo y han reclutado fuerzas de trabajo diferentes en muchos aspectos de las tradicionales, desde el género hasta la cualificación y la nacionalidad— explican por qué tanta gente ha estado dispuesta a pensarlo, al menos durante un tiempo. Así pues, los nuevos movimientos sociales y el proletariado global de reciente aparición son fruto de la prodigiosa expansión del capitalismo en su tercera fase (o fase «multinacional»); ambos son, en este sentido, «postmodernos», al menos en los términos del enfoque de la postmodernidad que aquí se ofrece. Al mismo tiempo, queda un poco más claro por qué la concepción alternativa (la de que los pequeños grupos son, de hecho, el sustituto de una clase trabajadora en vías de desaparición) pone la nueva micropolítica a disposición de las más obscenas loas al pluralismo y la democracia capitalistas contemporáneos: el sistema se felicita a sí mismo por producir cada vez más sujetos estructuralmente no utilizables. Lo que realmente se debe explicar aquí no es la explotación ideológica, sino más bien la capacidad del público postmoderno de concebir a la vez estas dos representaciones absolutamente incompatibles y contradictorias: la tendencia a la pauperización de la sociedad norteamericana (clasificada bajo el lema de «la droga») y la retórica autocomplaciente del pluralismo (que, en general, se activa en contacto con el tema de las sociedades socialistas). Toda teoría correcta de lo postmoderno debería registrar este progreso histórico de una conciencia colectiva esquizofrénica, y más adelante yo mismo propondré una explicación a este fenómeno.

Así pues, el pluralismo es la ideología de los grupos, un conjunto de representaciones fantasmagóricas que vertebran tres pseudoconceptos fundamentales: la democracia, los media y el mercado. Pero no se puede modelar ni analizar esta ideología adecuadamente a no ser que entendamos que sus condiciones de posibilidad son ciertos cambios sociales reales (en los que los «grupos» desempeñan ahora un papel significativo), y sin señalar y especificar de algún modo la determinación histórica del concepto ideológico de «grupo» (bastante distinta a la del período de Freud o de LeBon, por ejemplo, por no hablar de la antigua «masa» revolucionaria). El problema, tal y como lo expresa Marx, es que

como en la realidad, así también en la mente, el sujeto… está ya dado, y que las categorías sólo expresan, en consecuencia, formas de ser, determinaciones existenciales, a menudo sólo aspectos particulares de esta sociedad determinada, de este sujeto, y que, por lo tanto, incluso desde un punto de vista científico ella no empieza en modo alguno en el momento en que se empieza a hablar de ella en cuanto tal[13].

Hay que relacionar entonces la «realidad» de los grupos con la colectivización institucional de la vida contemporánea. Por supuesto, ésta era una de las profecías fundamentales de Marx: que dentro del «tegumento» de las relaciones individuales de propiedad (propiedad privada de la fábrica o empresa) estaba aflorando toda una nueva red de relaciones colectivas de producción sin relación alguna con su concha, cáscara o forma. Como los tres deseos del cuento de hadas, o las promesas del diablo, este pronóstico se ha cumplido plenamente, con modificaciones mínimas que lo tornan irreconocible. En un capítulo anterior esbozamos las relaciones de propiedad en la postmodernidad; baste decir ahora que, en sí misma, la propiedad privada sigue siendo esa cosa anticuada, polvorienta y monótona cuya verdad solíamos vislumbrar cuando viajábamos por las viejas naciones-estado y observábamos, con aquel «horror gris» de Mr. Bloom que marchita la piel, las formas más vetustas del comercio británico o de las empresas familiares francesas (Dickens ha quedado como la imagen reminiscente más valiosa e imperecedera de la exfoliación jurídica de estas entidades, inconcebibles excrecencias cristalinas, como una suerte de Antártida cancerosa). La «inmortalidad» y la sociedad por acciones no contribuyen a que esto cambie; pero no entenderemos el espíritu y el impulso de la imaginación de las multinacionales en la postmodernidad (que en la nueva escritura como el cyberpunk determina una orgía del lenguaje y la representación, un exceso del consumo representativo) a menos que concibamos este aumento de la intensidad como una pura y simple compensación, como una manera de convencerse uno mismo y de hacer de la necesidad, más que una virtud, un auténtico placer y una jouissance, convirtiendo la resignación en emoción y volviéndonos adictos a la funesta persistencia del pasado y su prosa. Sin duda, hoy en día éste es el terreno fundamental de la lucha ideológica, que se ha desplazado desde los conceptos a las representaciones y en la que la emoción del negocio multinacional y la singular opulencia del mundo de la vida yuppie poseen (para el libidinoso ojo de la mente) un atractivo que excede con creces el encanto decimonónico de los argumentos de los Hayek y los Friedmann acerca del mercado.

La otra cara de esta realidad tendencial, la social (la organización y colectivización de ios individuos tras el largo período de individualismo, atomización social y anomia existencial) quizá se comprenda mejor con ayuda de la vida cotidiana. Esto es, será mejor atender a las nuevas estructuras de los grupos de oposición y de los «nuevos movimientos sociales» antes que al lugar de trabajo o a la empresa, de cuyos «hombres de la organización» y nuevo conformismo de oficina ya dejaron constancia Whyte y C. Wright Mills en los años cincuenta, cuando eran temas de discusión pública y «crítica cultural». No obstante, el proceso es más evidente y comprensible como tendencia histórica objetiva, ya que afecta por igual a ricos y pobres, y a ambos lados del espectro político. Esto se puede demostrar fácilmente si se observa que en la sociedad postmoderna han desaparecido los viejos tipos de soledad: no sólo los patéticos inadaptados y las víctimas de la anomia (compilados y catalogados abundantemente desde el naturalismo hasta Sherwood Anderson) no se hallan ya en los resquicios y grietas de un orden social antaño más natural y con más cabida, sino que, además, los rebeldes solitarios y los antihéroes existenciales, mediante los cuales la «imaginación liberal» solía agredir al «sistema», también han desaparecido (junto al propio existencialismo), y sus representantes anteriores son hoy los «líderes» de diversos groupuscules. Ningún tema actual de los media ilustra esto mejor que los «vagabundos» (conocidos también, con el eufemismo de ios media, como «los sin techo»). Lejos ya de ser bichos raros y excéntricos solitarios, desde ahora constituyen una categoría sociológica reconocida y acreditada, objeto del análisis y el interés de los expertos, y son claramente susceptibles de una potencial organización si es que no están ya, de hecho, organizados en el mejor estilo postmoderno. En este sentido, aunque el Gran Hermano no nos observe siempre desde todas partes, el Lenguaje sí lo hace; el lenguaje de los media y el lenguaje especializado o experto que infatigablemente intenta clasificar y categorizar, transformar al individuo en grupo etiquetado, acosar y expulsar los últimos reductos de aquello que —en Wittgenstein o en Heidegger, en el existencialismo o en el individualismo tradicional— era lo único y lo innombrable, la mística propiedad privada de lo inefable y el horror indecible de lo que no admite comparación. Todo el mundo es hoy organizable, aunque no esté organizado: y la categoría ideológica que se sitúa lentamente en su sitio para abarcar los resultados de esta organización es el concepto de «grupo» (que, por un lado, se diferencia claramente en el inconsciente político del concepto de clase, pero, por otro, también del de estatus). Alguien dijo una vez que en Washington D.C. uno se encuentra con individuos sólo aparentemente, pues en realidad todos ellos resultan ser en última instancia grupos de presión. Cabe aplicar esto mismo a la vida social del capitalismo avanzado en general, sólo que hoy todo el mundo «representa» a varios grupos a un mismo tiempo. Esta es la realidad social que las corrientes psicoanalíticas de izquierdas han analizado en términos de «posiciones del sujeto», pero éstas sólo se pueden entender como las formas de identidad que permite la adhesión al grupo. Asimismo, se corrobora la incisiva idea de Marx de que la aparición de formas colectivas (universales o abstractas) fomenta el desarrollo del pensamiento histórico y social concreto con más vigor que las formas individuales o individualistas (que funcionan para ocultar lo social): así, de repente sabemos que los vagabundos (e incluimos esto en la definición que de ellos hacemos) son consecuencia del proceso histórico de especulación del suelo y aburguesamiento en un momento concreto de la historia de la ciudad postcontemporánea, y que los «nuevos movimientos sociales» se deben a la expansión del sector estatal en los años sesenta y portan en la conciencia este origen causal, a modo de emblema de identidad y mapa de estrategia y lucha políticas.

(No obstante, debemos subrayar que con la percepción, hoy más extendida, de la correlación entre la consciencia y la adhesión al grupo se ha logrado algo fundamental: algo así como la versión postmoderna de la teoría de la ideología inventada o descubierta por el propio Marx, que postulaba una relación constitutiva entre la consciencia y la adhesión de clase. No hay duda de que en el nuevo desarrollo postmoderno sigue habiendo progreso, conforme disipa toda ilusión final respecto a la autonomía del pensamiento. Pero disipar estas ilusiones puede descubrir un paisaje absolutamente positivista donde lo negativo se ha esfumado por completo, bajo la firme claridad de lo que se ha llamado «razón cínica». En mi opinión, el método para evitar que una sana sociologización de lo cultural y lo conceptual se desintegre en los pluralismos consumistas más obscenos del capitalismo tardío consiste en adoptar la misma estrategia filosófica que asumió Lukács para desarrollar el análisis de la ideología de clase —a saber, generalizar el análisis de los vínculos constructivos entre el pensamiento y el punto de vista de una clase o grupo, respectivamente, y proyectar una auténtica teoría filosófica del punto de vista que destaque en un primer plano el punto generativo de producción o de transferencia entre la conceptualidad y la experiencia colectiva).

Lo que hoy se llama a veces «profesionalismo» es, evidentemente, una intensificación más de este sentido «históricamente nuevo» de la relación entre la identidad de grupo y la historia, que en un sentido extraño también conlleva su propio cumplimiento. Por ejemplo, un análisis histórico de las disciplinas impide que éstas aspiren a una correspondencia con la verdad o con la estructura de la realidad, porque delata el oportunismo con que se readaptan a cualquier tema candente, considerándolo un problema o una crisis inminente (el tema de la postmodernidad es justo una de estas crisis). Así, Dangerous Currents de Lester Thurow acaba retratando a los economistas como profesionales que han tenido que abrirse paso desde un área tópica de problemas a otra, de tal manera que el propio campo de problemas parecía disolverse en el proceso; mientras tanto, Stanley Aronowitz y sus colegas han descubierto que (a pesar de la demora en las disposiciones institucionales académicas y de la persistencia de la ilusión ontológica de que los departamentos de ciencia, tomados en conjunto, modelan de algún modo el mundo físico) casi toda la investigación en ciencias duras implica uno u otro tipo de física. Así, por ejemplo, las ciencias de la vida ajenas a la biología molecular son hoy tan pretéritas como la alquimia[14].

Por supuesto, de nada sirve distinguir entre los orígenes y la validez e insistir con paciencia en que el hecho de que se pueda ver que algo ha surgido históricamente no es un argumento contra su contenido de verdad (como tampoco su baja en el índice bursátil académico refleja su falsedad esencial). No sólo sigue habiendo una fuerte sensación de que la historia (y el cambio) es lo opuesto a la naturaleza y al ser, sino que además se considera que lo que parece tener causas humanas y sociales (muy a menudo económicas) es lo contrario a la estructura de la realidad o del mundo. En consecuencia, se desarrolla una suerte de pensamiento histórico que interpreta todo esto como una especie de pánico que se retroalimenta; y basta con mencionar lo inmencionable —que todas estas ciencias atraviesan una evolución histórica— para que aumente el propio ritmo de esa modificación histórica, como si destacar la ausencia de un terreno o fundamento ontológico equivaliera a perder de repente todas las amarras que tradicionalmente habían mantenido la disciplina en su sitio. Ahora, de pronto, en pleno debate sobre su existencia, el canon empieza a desaparecer furiosamente de los departamentos de Inglés, dejando detrás un gran cúmulo de escombros de la cultura de masas y todo tipo de literatura no-canónica y comercial —una suerte de «revolución tranquila» incluso más alarmante que las de Quebec y España, donde los regímenes semifascistas y clericales, bajo el caluroso impacto de la sociedad de consumo, se convirtieron de la noche al día en espacios sociales al estilo de los alegres años sesenta (también esto parece inminente en la Unión Soviética hoy, y de pronto pone en tela de juicio todas nuestras ideas acerca de lo tradicional, de la inercia social y del lento crecimiento de las instituciones sociales según Edmund Burke). Sobre todo, comenzamos a cuestionarnos la dinámica temporal de estas cuestiones, que, o bien se ha acelerado, o siempre fue más rápida de lo que podía registrar el anterior ojo de la mente.

Asimismo, esto es precisamente lo que ha ocurrido en el mundo del arte, y confirma el diagnóstico de Bonito Oliva[15] del final de la modernidad como final del paradigma histórico o de desarrollo del modernismo, en el que cada posición formal construía dialécticamente sobre la anterior y creaba un tipo completamente nuevo de producción en los espacios vacíos o a partir de las contradicciones. Pero la perspectiva modernista podría ver esto con un cierto pathos: todo se ha hecho ya; la invención formal o estilística es imposible, el arte ha terminado y la crítica lo sustituye. Desde el lado postmoderno de la barrera las cosas no ofrecen este aspecto, y el «final de la historia» significa, simplemente, que todo vale.

Quedan entonces los grupos y las identidades que parecían corresponderles. Precisamente porque la economía, la pobreza, el arte y la investigación científica se han vuelto «históricas» en cierto sentido nuevo (sería mejor llamarlo neohistórico), los vagabundos, economistas, artistas y científicos no han desaparecido; antes bien, la naturaleza de su identidad grupal se ha modificado y se ha vuelto aparentemente más cuestionable, como elegir una moda. Y, en efecto, es casi seguro que la neohistoria, al no contar con otros cauces por donde canalizar las corrientes cada vez más veloces de su río heraclitiano, se dirigirá a la moda y al mercado, que ahora se conciben como una profunda realidad económica y ontológica, tan misteriosa y fundamental como antes lo fuera la naturaleza. La explicación neohistórica deja a los nuevos grupos en su sitio, elimina las formas ontológicas de la verdad y ayuda, aunque sólo sea de boquilla, a una instancia más secular y determinante, al anclar sus hallazgos en el mercado antes que en las modificaciones del capitalismo. El regreso a la historia que hoy se observa en todas partes exige un escrutinio más atento a la luz de esta perspectiva «histórica» —ahora bien, no es exactamente un regreso, sino que se trata de incorporar la «materia prima» de la historia y dejar fuera su función, como una suerte de nivelación y apropiación (en el sentido en que no hace mucho se dijo que los actuales artistas alemanes neoexpresionistas eran afortunados por haber tenido a Hitler)—. Pero el análisis más sistémico y abstracto de esta tendencia —hacia una organización colectiva que engloba tanto a los negocios como a sus clases marginadas— asigna la condición última de posibilidad sistémica de toda aparición grupal de este tipo (lo que solía llamarse sus causalidades) a la dinámica del propio capitalismo tardío.

Ésta es una dialéctica objetiva que a menudo ha repelido a los populistas y que se ha repetido, con mayor estrechez, a modo de paradoja o paralogismo: los nuevos grupos como otros tantos mercados para nuevos productos, como nuevas interpelaciones para la imagen publicitaria. ¿Acaso no es la industria de la comida rápida la solución inesperada —como en filosofía, su cumplimiento y abolición todo en uno— al debate en torno al salario asignable al trabajo del hogar? ¿Acaso las cuotas para minorías no son, ante todo, un reparto de segmentos de tiempo televisivo, y no será que la elaboración de nuevos productos específicos para cada grupo es el reconocimiento más auténtico que una sociedad de negocios puede ofrecerles a sus otros? Entonces, y en definitiva, ¿no dependerá la lógica del capitalismo del derecho por igual al consumo, como antes lo hiciera del sistema salarial o de un conjunto uniforme de categorías jurídicas aplicables a todos? O, por otro lado, si el individualismo realmente ha muerto, ¿acaso el capitalismo tardío no está tan hambriento y sediento de la diferenciación luhmanniana y de la producción y proliferación infinitas de todo tipo de nuevos grupos y neoetnicidades, como para que podamos considerarlo como el único modo de producción verdaderamente «democrático» y, sin duda, el único modo «pluralista»?

Aquí deben distinguirse dos posturas, y ambas son erróneas. Por un lado, para una «razón cínica» adecuadamente postmoderna (y en el espíritu de las preguntas retóricas anteriores) los nuevos movimientos sociales son simplemente el resultado, los concomitantes y productos, del propio capitalismo, en su fase final y más libre de restricciones. Por otro lado, para un populismo radical-liberal tales movimientos deben contemplarse siempre como victorias locales y dolorosos logros y conquistas de pequeños grupos de personas en lucha (que, a su vez, expresan la lucha de clases en general, tal y como ésta ha determinado a todas las instituciones de la historia, incluyendo en gran medida al propio capitalismo). En dos palabras, y hablando en plata, ¿son los «nuevos movimientos sociales» consecuencias y efectos secundarios del capitalismo tardío? ¿Son nuevas unidades generadas por el propio sistema en su interminable autodiferenciación interna y autorreproducción? ¿O son, precisamente, nuevos «agentes de la historia» que nacen resistiéndose al sistema, formas de oposición a éste que lo fuerzan, contra la dirección de su lógica interna, a sufrir nuevas reformas y modificaciones internas? Pero esta oposición es falsa, y sería igual de satisfactorio decir que ambas posiciones son correctas; el tema crucial es un dilema teórico que ambas reproducen, a saber, el de una aparente elección explicativa entre las alternativas de la instancia de acción y el sistema. Sin embargo, en realidad no hay tal opción, y ambas explicaciones o modelos —absolutamente inconsistentes entre sí— son también inconmensurables y se deben separar con rigor y, a la vez, utilizarse de manera simultánea.

Pero quizás la alternativa entre las instancias activas y el sistema sea el viejo dilema del marxismo —voluntarismo versus determinismo— envuelto ahora con un nuevo material teórico. Así me lo parece a mí, pero el dilema no se circunscribe a los marxistas; ni tampoco su fatal reaparición es particularmente humillante o vergonzosa para la tradición marxiana, puesto que los límites conceptuales que delata parecen más cercanos a los límites kantianos de la mente humana. Pero del mismo modo que identificar el dilema base-superestructura con el viejo problema mente-cuerpo no desacredita ni reduce necesariamente al primero, sino que más bien replantea el segundo en términos de una previsión distorsionada e individualista de lo que resulta ser una antinomia social e histórica, también aquí la identificación de formas filosóficas precursoras de la antinomia entre voluntarismo y determinismo las reescribe genealógicamente como versiones previas de ésta. En el propio Kant, claramente, esta «versión previa» es la superposición y coexistencia de los dos mundos paralelos del nóumeno y el fenómeno; pero, si bien parecen ocupar rigurosamente el mismo espacio, sólo uno (como las ondas o las partículas) puede ser «captado» por el ojo de la mente en un punto dado. Así pues, la libertad y la causalidad en Kant repiten una dialéctica absolutamente comparable a ésta de las instancias activas y el sistema, o —en su forma práctica política o ideológica— voluntarismo versus determinismo. Porque, en Kant, el mundo fenoménico está «determinado» en la medida en que las leyes reinan en él con suprema autoridad y no toleran ninguna excepción. Tampoco sería la «libertad» tal excepción, puesto que evoca una inteligibilidad por completo distinta y simplemente no cuenta en el sistema causal, ni siquiera como inversión o negación de éste. En ese sentido la libertad, que caracteriza en igual medida al mundo humano y social cuando sus individuos se comprenden como algo en sí mismos, sólo puede entenderse como un código alternativo a las realidades, que también son —en otro mundo— causales (en realidad, esa comprensión no puede ser conceptual, pero las resonancias kantianas del período existencia-lista de Sartre sugieren cómo sería esto, aunque el punto central del noumenon es, precisamente, que no se puede «parecer» a nada). Kant mostró que no podemos aspirar a usar estos códigos juntos ni coordinarlos de ninguna manera significativa; y, sobre todo, que sería inútil (y metafísico) encadenarlos en una «síntesis». No sugirió exactamente, en mi opinión, que estuviésemos por tanto condenados a alternar entre ambos; pero ésa parecería ser la única conclusión posible.

Un precursor aún más temprano de esta versión kantiana de lo que parece ser la antinomia del cambio histórico y la praxis colectiva reconduce nuestra atención hacia un rasgo muy diferente del dilema, ya que esta versión —más activamente ética que la de Kant (quien sólo presupone la existencia y posibilidad de una conducta correcta)— intenta, con bastantes problemas, reconciliar la «causalidad», o el «determinismo», con la posibilidad misma de la acción. Por supuesto, el debate de la predestinación[16] presenta contradicciones mucho más dramáticas que las formas burguesas y proletarias posteriores, y más seculares, que hemos abordado en Kant y Marx; la torpeza de sus «soluciones» le es más incómoda a la mente moderna. Aun así, no hay duda de que cierta concepción de la pansincronía divina, de la previsión providencial o la predestinación absoluta de todos los actos de la historia, es la desconcertante primera forma con que las personas («occidentales») intentaron concebir la lógica de la historia como un todo, y formular su interrelación dialéctica y su telos. Preguntarme, por tanto, cómo puede concordar siempre la necesidad de mis actos futuros con mis obligaciones activas para conseguir que éstos se realicen de la forma correcta equivale a la misma ansiedad a la que habrán de enfrentarse más adelante los activistas políticos, cuando parezca que una doctrina de la necesidad e inevitabilidad históricas amenaza con minar su determinación militante. El equivalente de la conocida reductio ad absurdum de James Hogg (en la que uno de los elegidos concluye que es libre para cometer cualquier crimen o barbaridad que se le pase por la cabeza[17]) sería entonces —mutatis mutandis— la figura, aparentemente más respetable, del Kathedersozialist, o quizás los «renegados» y revisionistas de la Segunda Internacional.

No obstante, es posible que los ideólogos del debate de la predestinación encontrasen una «solución» que, bien pensado, no es ni por asomo tan ridicula como cabría suponer, y que además es auténticamente dialéctica o constituye, como poco, un admirable salto creativo de la imaginación filosófica. «Los signos externos y visibles de la elección interna»: la fórmula posee el mérito de incluir y reconocer una libertad a la que burla y aventaja en un solo gesto. Su rigor conceptual resuelve sus problemas descalificándola, a la vez que la eleva a un nivel superior: mi libre elección de la acción correcta no me capacita para ser uno de los elegidos ni me da derecho a la salvación, pero es el signo y la marca externa de ésta. Mi libertad y mi praxis están, pues, arropadas por el más amplio esquema «determinista», que para empezar ya prevé mi capacidad para este angustioso encuentro con la libre elección. La distinción posterior entre lo individual y lo colectivo puede verter alguna luz sobre esta anticuada maquinaria de clarificación, ya que explicita un poco más la manera en que la propia condición de posibilidad del compromiso y la acción individuales se da dentro del desarrollo de lo colectivo. En ese sentido, jamás hay una alternativa entre el voluntarismo y el determinismo (que es exactamente lo que los teólogos querían discutir): mi compromiso con la praxis no es, por tanto, una prueba en contra de la doctrina de las circunstancias objetivas (esté o no «madura» la situación) sino que, por el contrario, da testimonio de esta última desde el interior y la confirma; de igual modo, el voluntarismo «pueril» o suicida la confirma a la inversa, al ser por su parte un producto de las circunstancias sociales tanto como lo es la praxis colectiva. Es evidente que la distinción no resuelve nada desde el punto de vista individual o existencial, porque, como la «astucia de la razón» de Hegel o la «mano invisible» de Adam Smith (por no hablar de la Fábula de las abejas de Mandeville), de lo que se trata es, por encima de todo, de seguir a nuestra propia naturaleza y pasión. Podemos atisbar en qué punto el «determinismo» o una lógica colectiva de la historia gira en torno a estas elecciones y pasiones y las reinserta en un nivel superior, si creemos no sólo que tales pasiones y valores son sociales, sino que la misma propensión a que una lógica de las circunstancias nos desmoralice y disuada, nuestra tendencia a apropiarnos de ella como excusa y coartada de la pasividad y de una retirada contemporizadora, también es social; por eso, se incluye en la perspectiva más amplia aunque siga siendo una elección libre en el sentido individual. En otras palabras, nuestra reacción a la necesidad es una expresión de libertad.

Al mismo tiempo, parece que las dos versiones que hemos analizado, la teológica y la dialéctica, engañan al presente y a sus angustiosas elecciones al cambiar la perspectiva y dirigirla a los finales mismos del tiempo: la teología, desplegando todo hacia adelante a partir de un principio donde ya está todo predicho; la dialéctica, que «levanta el vuelo al atardecer», pronunciándose sobre la necesidad histórica de lo que ya ha tenido lugar (si ocurrió así, fue porque tenía que ocurrir así). Pero lo que tenía que ocurrir incluía todas las formas de la acción individual, en gran medida las convicciones que albergaban estas formas sobre su propia libertad y eficacia. Esta fábula se puede aplicar, quizás a la inversa, a la Revolución Cubana. Como se sabe, el antiguo Partido Comunista de Cuba no participó hasta el último momento, debido a su estimación de la «posibilidad histórica objetiva». Podemos deducir una lección superficial sobre el efecto debilitador de creer en la inevitabilidad histórica y en las capacidades vigorizantes de ciertos voluntarismos. Sin embargo, desde una perspectiva más amplia se ha sostenido[18] que, fuera cual fuera el cálculo inmediato y la decisión práctica del partido en aquel momento, su labor entre los trabajadores cubanos durante las décadas anteriores había desempeñado un papel de incalculable valor para la victoria revolucionaria final, de la que no fue inmediatamente responsable. La creación de una cultura y una conciencia revolucionarias —en los términos de la imagen de Marx del «topo de la historia»— es una forma de instancia activa tanto como la lucha final: pero también forma parte de las circunstancias objetivas y de las necesidades históricas que, desde un ángulo práctico más inmediato, parecen incompatibles con la acción y las instancias activas.

Por supuesto, estas «soluciones filosóficas» (que, como dijimos, proceden por diferenciación de códigos y modelos incompatibles, y que intenté reformular en la doctrina de los niveles en The Political Unconscious) siguen residiendo en el mundo fenoménico y pueden, por tanto, transformarse en pretextos filosóficos: toda ciencia es también y necesariamente ideología a la vez, ya que no podemos sino adoptar la postura del sujeto individual respecto a lo que en vano intentó situarse más allá de las perspectivas de la subjetividad individual. No obstante, la propuesta encierra una relevancia inmediata para el tema de los «nuevos movimientos sociales» y su relación con el capitalismo, porque ofrece la posibilidad simultánea de sostener un compromiso político activo junto a una desengañada actitud de realismo y reflexión sistémicos, en lugar de una elección estéril entre ambas cosas.

Asimismo, si objetamos que el dilema filosófico o antinomia sólo tiene validez para el cambio absoluto (o revolución), y que estos problemas desaparecen cuando las aspiraciones se reducen a reformas puntuales y a las luchas cotidianas de lo que podemos llamar, metafísicamente, una suerte de política local (donde las perspectivas sistémicas ya no se sostienen), habremos identificado el tema básico de la política de lo postmoderno, así como el factor central del debate de la «totalización». La política antigua procuraba coordinar luchas locales y globales, por así decirlo, y conferir al motivo local inmediato de la lucha un valor alegórico, a saber, representar la lucha global y encarnarla en un aquí-y-ahora que, de este modo, se transfiguraba. La política sólo funciona cuando cabe coordinar estos dos niveles: si no, por un lado, se distancian y entablan una lucha abstracta (incorpórea y fácilmente burocratizable) por el estado y en torno a él; y, por otro, derivan en una serie interminable de temas de vecindario cuya «mala infinitud» reviste en la postmodernidad (donde es la única forma que queda de política) algo del darwinismo social de Nietzsche y de la euforia heredada de una revolución metafísica permanente. A mi modo de ver, esta euforia es una formación de compensación en unas circunstancias en las que, de momento, la política auténtica (o «totalizante») ya no es posible; es necesario añadir que lo que se pierde en su ausencia, la dimensión global, es precisamente la dimensión de la economía, o del sistema, o de la empresa privada y el afán de lucro, que no se pueden desafiar a escala local. Creo que, en attendant, será políticamente productivo (y seguirá siendo una forma modesta de política auténtica por derecho propio) estar muy atentos a síntomas como la mengua de la visibilidad de esa dimensión global, atender a la resistencia ideológica al concepto de totalidad, así como a esa navaja epistemológica del nominalismo postmoderno que corta las evidentes abstracciones del sistema económico y la totalidad social, tal que a una anticipación de lo «concreto» le sustituye lo «meramente particular», eclipsando lo «general» (con la forma del propio modo de producción).

No obstante, que los «nuevos movimientos sociales» sean postmodernos, en cuanto efectos y consecuencias del «capitalismo tardío», es casi una tautología sin ninguna función valorativa. Es más probable que lo que a veces se define como nostalgia de un antiguo tipo de política de clases sea, por lo general, una simple «nostalgia» de la política tout court: dada la manera en que los períodos de intensa politización, y los períodos consiguientes de despolitización y retirada, se amoldan a los grandes ritmos económicos del boom y quiebra del ciclo de los negocios, describir este sentimiento como «nostalgia» es poco más o menos tan correcto como considerar que el hambre del cuerpo antes de cenar es una «nostalgia de la comida».

Quizás podamos disentir de las formulaciones programáticas de algunos ideólogos de la política postmoderna en el contenido de las afirmaciones, más que en su forma. La ejemplar descripción de Laclau y Mouffe del funcionamiento de la política de alianzas —estableciendo un eje de «equivalencia» a lo largo del cual se alinean los partidos— nada tiene que ver, como ellos mismos señalan, con el contenido de los temas en torno a los cuales se construye la equivalencia. (Tienen en cuenta, por ejemplo, la posibilidad teórica de que, en una coyuntura específica y única, «lo que ocurre en todos los niveles de la sociedad… [pueda estar] absolutamente determinado por lo que ocurre en el nivel de la economía»[19]). Obviamente, la equivalencia se aglutinará a menudo en torno a temas que no son relativos a la clase, como el aborto o la energía nuclear. Lo que afirman los «nostálgicos de la política de clases» en tales circunstancias no es que estás alianzas sean «incorrectas», signifique esto lo que signifique, sino que, en general, no son tan duraderas como las que sí se organizan alrededor de la dase; o, mejor dicho, que tales alianzas se convierten en fuerzas y movimientos más duraderos si se desarrollan en la dirección de la conciencia de clase. Puesto que desafortunados adalides postmodernos me han acusado en ocasiones de «desaprobar» los movimientos que no se basan en la clase (y me han recomendado en su lugar la Rainbow Coalition)[20], quisiera indicar aquí que la experiencia Jackson es ejemplar a este respecto, ya que pocas veces emite Jackson un discurso que no «construya» la experiencia de la clase trabajadora como mediación en torno a la cual la equivalencia de la coalición encuentra su cohesión activa. Y esto es, precisamente, lo que significa la retórica de la política de clases y el lenguaje de la totalización, operación que Jackson casi ha reinventado para nuestros días en el ámbito político.

Respecto a la «totalización» misma (que, evidentemente, los postmodernos consideran como uno de los más sórdidos vicios residuales, al que hay que erradicar de la salud y el estado físico populista de la nueva era), los individuos, como Humpty Dumpty, no pueden hacer que signifique lo que ellos quieren que signifique. A la luz de la doxa actual («totalizar no dignifica sólo unificar, sino más bien unificar sin perder de vista el poder y el control; y, como tal, este término apunta a las relaciones ocultas de poder tras nuestros sistemas humanistas y positivistas de unificar materiales dispares, sean estéticos o científicos»)[21], sólo podemos revisar pacientemente la historia real del mundo —de modo similar a como se rescatan las historias de las minorías o de las clases marginadas que han caído en el olvido— y después dejarla sin más.

El término —una acuñación sartreana vinculada al proyecto de la Crítica de la Razón Dialéctica— debiera distinguirse claramente desde el principio de esa otra palabra estigmatizada, totalidad, a la que volveré más adelante. En efecto, si a veces parece que la palabra totalidad sugiere que se puede disponer de una panorámica privilegiada del todo, que también es la Verdad, entonces el proyecto de totalización implica exactamente lo contrario y adopta como premisa la imposibilidad de que los sujetos humanos individuales y biológicos se imaginen tal posición, y mucho menos la adopten o consigan. «De vez en cuando», dice Sartre en algún sitio, «se hace una recapitulación parcial». Desde una perspectiva o punto de vista, y por muy parcial que sea, la recapitulación marca al proyecto de totalización como respuesta al nominalismo (discutiremos esto más adelante, con una referencia concreta a Sartre). Lo primero que debemos tener en cuenta respecto a las totalizaciones de la modernidad y las «guerras contra la totalidad» de la postmodernidad es precisamente esa situación social e histórica concreta, antes de que encontremos posibles respuestas para ella.

Si el significado de una palabra es su uso, el mejor modo de comprender la «totalización» en Sartre es a través de su función: englobar y hallar un mínimo denominador común para las dos actividades gemelas de la percepción y la acción. Un Sartre más joven había combinado ya estas actividades a través de uno de sus rasgos dominantes bajo el concepto de negación y nihilización (néantisation), ya que para él tanto la percepción como la acción eran formas a través de las cuales el mundo existente era negado y convertido en otra cosa (las complicaciones que encierra afirmar esto sobre la percepción —o cognición— son parte de la carga de su gran libro temprano Lo imaginario, donde, por ejemplo, la percepción de los sentidos se caracteriza por la fuerte consciencia de que el color o la textura es sobre todo no yo, no conciencia). La «nihilización», pues, era ya para el Sartre de El ser y la nada un concepto totalizador, por así decirlo, porque intentaba unir los ámbitos gemelos de la contemplación y la acción procurando disolver al primero en el segundo. Esto se reforzó más adelante con el término equivalente de «praxis», que también engloba percepción y pensamiento (excepto para algunos intentos burgueses —curiosamente, especializados en ambas áreas— de escapar a esa humillante sumisión). Una imagen reminiscente y debilitada de la psicología de la Gestalt nos ayudará ahora a concretar las ventajas de considerar la nueva palabra «totalización» como equivalente de la «praxis» misma. No se puede negar que el concepto se elabora, en parte, para acentuar la unificación inherente a la acción humana; y también para destacar que lo que antes se llamaba negación también se puede ver como la forja de una nueva situación —la unificación de un constructo, la interrelación de una nueva idea con las antiguas, la obtención activa de una nueva percepción, bien sea visual o auditiva, su conversión forzada en una nueva forma—. Hablando con rigor, totalizar en Sartre equivale a ese proceso por el que un agente, impelido activamente por el proyecto, niega el objeto o artículo concreto y lo reincorpora al más amplio proyecto-en-curso. Filosóficamente, y a menos que se produzca una auténtica mutación de la especie, es difícil ver cómo la actividad humana en la fase tercera, o postmoderna, del capitalismo podría eludir o evadir esta fórmula tan general, si bien la intención de algunas imágenes ideales de la postmodernidad —sobre todo la esquizofrenia— es claramente criticarla e impedir que ésta las asimile o las subsuma. En cuanto al «poder», también está claro que la praxis o totalización siempre apunta a asegurarse el frágil control o supervivencia de un sujeto aún más frágil, en un mundo que es absolutamente independiente y no se somete a los caprichos ni a los deseos de nadie. Quizás quepa argumentar que quienes carecen de poder no lo desean, que «la izquierda quiere perder» (como dijera en cierta ocasión Baudrillard), que en tan corrupto universo el fracaso y la debilidad son más auténticos que los «proyectos» y las «recapitulaciones parciales». Pero dudo de que mucha gente comparta esta opinión; sin duda, para merecer una admiración plena esta actitud tendría que absolutizarse hasta el extremo en que lo hace el budismo, y, sea como fuere, es obvio que tampoco es ésta la lección que extraemos de la campaña de Jackson. Respecto a las terribles imágenes de 1984, son aún más absurdas en el período Gorbachov que antes; y proclamar de un tirón la muerte del socialismo y airear mensajes espeluznantes sobre su totalitaria sed de sangre es, como poco, una operación difícil y contradictoria.

Por ello, parece más plausible interpretar la hostilidad hacía el concepto de «totalización» como un rechazo sistemático de las ideas e ideales de la praxis como tal, o del proyecto colectivo[22]. En cuanto a su aparente cognado ideológico, el concepto de «totalidad», veremos más adelante que debe comprenderse como una forma filosófica de la idea de un «modo de producción», noción que, desde el punto de vista estratégico, a lo postmoderno le interesa evitar o excluir.

Pero debemos decir una última palabra sobre algunos de los disfraces más filosóficos de estas disputas. La «totalidad» y la «totalización», usadas indistintamente, se toman por signos no ya de un estalinismo de la mente sino de una supervivencia propiamente metafísica repleta de ilusiones de verdad, un bagaje de primeros principios, un apetito escolástico por el «sistema» en su sentido conceptual, un anhelo de clausura y certeza, una creencia en la noción de centralidad, un compromiso con la representación y otros antiguos modos de pensar. Es curioso que, a la vez que los pluralismos de nuevo cuño del capitalismo tardío y en pleno declive palpable de toda praxis o resistencia política activa, tales formalismos absolutos empiecen a abrirse camino. Éstos diagnostican la supervivencia del contenido dentro de una operación intelectual dada, como signo delator de una «creencia» en sentido antiguo, como una mancha que deja tras de sí la persistencia de axiomas metafísicos y presuposiciones ilegítimas que, siguiendo el programa básico de la Ilustración, aún no se han suprimido. Está claro (en gran medida, por su cercanía a John Dewey y a cierto pragmatismo) que el propio marxismo debe de sentir una gran inclinación a desafiar presuposiciones disimuladas que, no obstante, considera que son ideología, al igual que desenmascara el privilegio que se le da a cierto tipo de contenido al identificarlo como «reificación». En todo caso, la dialéctica no es exactamente filosofía en ese sentido, sino más bien esa otra cosa extraña que es la «unidad de teoría y práctica». Su ideal (que implica, como es de sobra conocido, la realización y abolición de la filosofía en un solo gesto) no es inventar una filosofía mejor que, al contrario de las famosas leyes de la gravedad de Gödel, se proponga librarse por completo de las premisas, sino más bien transformar el mundo natural y social en una totalidad significativa de manera que la «totalidad» en forma de sistema filosófico ya no sea necesaria.

Pero hay un argumento existencial que a menudo se oculta y presupone en estas actitudes antiutópicas, hoy ya convencionales, desencadenadas por toda una serie de términos estigmatizados, desde la «identidad» tal y como la plantea la filosofía de la Escuela de Frankfurt hasta el lenguaje emparentado de la «totalización» (Sartre) y la «totalidad» (Lukács) al que ya nos hemos referido aquí; también, y no en menor medida, el propio lenguaje de la Utopía, que ahora se considera generalmente una palabra clave de la transformación sistémica de la sociedad contemporánea. Este argumento oculto hace que el término final o clave de todos los temas afines sea una u otra variante de la idea de «reconciliación» (Versöhnung), que sigue siendo esencialmente hegeliana: esto es, la ilusión de la posibilidad de una reunión final entre un sujeto y un objeto radicalmente rotos o alejados entre sí, o incluso de una nueva «síntesis» entre ellos (el término delata su deuda con las versiones esquemáticas y resumidas que de Hegel ofrecen los manuales). Así pues, este sentido de la «reconciliación» se asimila a una u otra ilusión o metafísica de la «presencia», o a su equivalente en otros códigos filosóficos postcontemporáneos.

El pensamiento antiutópico, por tanto, implica aquí una mediación crucial que no siempre explica. Sostiene que la ilusión social o colectiva de la utopía, o de una sociedad radicalmente distinta, está viciada sobre todo porque está transida de una ilusión personal o existencial que, a su vez, está viciada desde el comienzo. Según este argumento más profundo, que la metafísica de la identidad funcione por doquier en la vida privada es lo que le permite proyectarse a la política y a lo social. Por supuesto, este razonamiento (bien sea implícito o explícito) delata una vieja concepción de clase media según la cual lo colectivo y lo político es irreal, un espacio sobre el que se proyectan peligrosamente obsesiones subjetivas y privadas. Pero, a su vez, esta idea es efecto de la ruptura entre la existencia pública y la privada en las sociedades modernas, y puede asumir formas familiares y de bajo nivel tales como describir el movimiento estudiantil en términos de revuelta edipica. Sin embargo, el pensamiento antiutópico contemporáneo ha erigido argumentos mucho más complejos e interesantes sobre esta base aparentemente agotada y poco prometedora.

Asimismo, las secuelas políticas de este primer movimiento que condena la visión política en virtud de la ilusión existencial piden respuestas de otra índole que no abordaremos aquí. La más importante de estas conclusiones es que el pensamiento utópico —aunque en apariencia sea benigno, si no ya totalmente ineficaz— es en realidad peligroso y aboca, entre otras cosas, en los campos de Stalin, Pol Pot y (recién redescubiertas durante el período del bicentenario) las «masacres» de la Revolución Francesa (que a su vez nos remiten inmediatamente al pensamiento siempre vital de Edmund Burke, que nos advirtió de la violencia que estaba destinada a surgir de la hubris de todo intento humano de alterar y transformar el tejido orgánico del orden social vigente).

Pero a menudo coexiste con ésta una «conclusión» muy diferente: el temor o fantasía libidinal de que la sociedad utópica, la utópica «reconciliación de sujeto y objeto», sea de algún modo un lugar de renuncia, de vida simplificada, de erradicación de la emocionante diferencia urbana y donde muten los estímulos sensoriales (aquí, el miedo a la represión sexual y al tabú se expresa explícitamente); un lugar, por último, donde se regrese a las simples formas aldeanas «orgánicas» de «idiotez rural», y donde se haya amputado todo lo que de interesante y complejo tiene la «civilización occidental». Este temor o ansiedad frente a la «Utopía» es un fenómeno ideológico y psicológico que merece una investigación sociológica por sí mismo. En lo que atañe a su expresión intelectual, sin embargo, el fallecido Raymond Williams la ha despachado sucintamente respondiendo que el realismo social no será más simple que el capitalismo, sino mucho más complicado; y que imaginarse la vida diaria y la organización de una sociedad en la que, por vez primera en la historia humana, los seres humanos ejerzan un control absoluto sobre sus propios destinos, impone a la mente exigencias de una dificultad que intimida a los sujetos del actual «mundo administrado», y que a menudo, comprensiblemente, les aterrorizan.

Pero expresarlo en estos términos equivale también a recordar que es el ideal socialista el que finalmente intenta poner fin a la metafísica y proyectar los primeros elementos de una imagen de una «era humana» hecha realidad, donde la «mano oculta» de Dios, la naturaleza, el mercado, la jerarquía tradicional y el liderazgo carismático habrán desaparecido definitivamente. Así pues, una de las contradicciones de las posturas antiutópicas contemporáneas (y no es la menor) consiste en que aquello que, muy correctamente, se tilda de metafísico en las ilusiones existenciales de la reconciliación y la presencia se «proyecta» sobre un ideal político secular que, de hecho, por vez primera desea dar por terminada la autoridad metafísica a escala de la sociedad humana.

Sin embargo, el contenido filosófico del pensamiento antiutópico debe localizarze en lo que hemos denominado paso intermedio, a saber, la combinación de la «identidad» con una u otra forma de «reconciliación» dialéctica, a la que volvemos ahora. Irónicamente, la fuerza de este punto del argumento es relativamente dialéctica, ya que lo que recalca en general no es la experiencia inmediata de la reconciliación o de la presencia —cuya auténtica existencia pocos sostendrían, excepto algunos místicos—, sino más bien el daño infligido por la ilusión de su posible existencia futura o, lo que viene a ser lo mismo, más bien su presuposición lógica, su implicación en nuestros conceptos de trabajo. Así pues, por empezar con este segundo peligro, conceptos como «sujeto» y «objeto» estarán viciados porque parecen suponer la idea (y por tanto se basan lógicamente en ella) de la «reconciliación» entre sujeto y objeto, idea que es ilusoria. De este modo, quienes manipulan tales conceptos «dialécticos» —digan lo que digan después sobre las posibilidades concretas de reconciliación (y los lectores de Adorno no se van a sentir muy a gusto con esta línea argumentativa)— no obstante perpetúan, por implicación lógica, la síntesis «fundacional» oculta en algo que parece cumplirse así en un esquema casi narrativo o, incluso, histórico —un momento de «unidad primigenia» anterior a la separación de sujeto y objeto y reinventado al final del tiempo, cuando sujeto y objeto son «reconciliados» de nuevo—. Surge así una tríada nostálgico-utópica que se identifica adecuadamente como «visión de la historia» marxista: una edad dorada antes de la caída, esto es, antes de la disociación capitalista, que puede localizarse donde se quiera, en el comunismo primitivo o en la sociedad tribal, en la polis griega o renacentista, en la comuna agrícola de cualquier tradición nacional o cultural anterior al poder estatal; luego, la «edad moderna» o, en otras palabras, el capitalismo, y, después, cualquier imagen utópica a la que queramos apelar para sustituirla. Pero, si no me equivoco, la idea de una «caída» a la civilización, a lo moderno, a la «disociación de la sensibilidad», es más bien un rasgo de la crítica de derechas al capitalismo anterior a Marx, cuya versión más conocida por los humanistas es la concepción de la historia de T. S. Eliot; la concepción marxista de una multiplicidad de «modos de producción» vuelve prácticamente impensable esta narrativa nostálgica sobre la tríada.

En el caso de Adorno y Horkheimer, por ejemplo, la originalidad característica de su idea de una «dialéctica de la ilustración» es que excluye todo comienzo o primer término y describe específicamente la «ilustración» como un proceso «siempre-ya-en-marcha», cuya estructura radica, precisamente, en que genera la ilusión de que lo que la antecedió (que también era una forma de ilustración) era el momento «original» del mito, la unión arcaica con la naturaleza, siendo la vocación de la ilustración «propiamente dicha» el borrarla. Por tanto, si se trata de contar un relato histórico hemos de leer a Adorno y Horkheimer como si plantearan una narrativa sin comienzo en la que la caída, o disociación, siempre está ya ahí. Sin embargo, si decidimos releer su libro como un diagnóstico de las peculiaridades, límites y patologías estructurales de la visión histórica o de la propia narrativa, podemos llegar a la muy distinta conclusión de que parece que la extraña imagen reminiscente de la «unidad primigenia» se proyecta siempre a posteriori sobre cualquier presente que el ojo histórico localice como su pasado «inevitable», que se esfuma sin dejar rastro cuando la visión frontal se desplaza sobre ella.

La influyente versión que de todo esto sostiene Derrida, articulada en torno a la propia versión primordial de Rousseau, es más sutil y compleja que el análisis que hemos esbozado antes, al incluir el propio lenguaje que utilizó el utopista para evocar un estado que, por definición, carece del lenguaje. Aquí, la confusión conceptual o el error filosófico (cuestiones de la «conciencia» y el pensamiento) se han sustituido por las fatalidades de las estructuras oracionales, a las que no se les puede obligar a hacer lo que el «pensador» utópico necesita, esto es, obtener algo radicalmente distinto de su habla y escritura presentes. A su vez, puesto que ese «presente» del hablar y del escribir es ilusorio (ya que las oraciones deben moverse en el tiempo según las leyes del círculo hermenéutico), apenas se puede recurrir a él para que ofrezca una imagen adecuada de un presente o de una presencia situados en alguna otra parte del «tiempo». La concepción de Derrida de una suplementariedad se ha incluido a menudo entre el arsenal antiutópico de armas y discusiones polémicas; quizá sea preferible ver si no se podría leer de otro modo, como un conjunto de consecuencias extraíbles de la propia oración.

No obstante, cuando se vuelve a proyectar desde el ámbito lingüístico sobre el existencial a modo de una suerte de «ideología» derridiana, esta postura ante la «reconciliación» se combina con otras versiones en una especie de ética de la temporalidad cuya mejor expresión se da en un viejo lenguaje sartreano (a pesar de que la enérgica ruptura entre el estructuralismo emergente y la fenomenología sartreana oscureció la herencia sartreana, por no decir que la ocultó). En El ser y la nada, por ejemplo, la «presencia» o la reconciliación entre sujeto y objeto se orquesta como el anhelo ineludible pero imposible (del «ser-para-sí» o conciencia) de incorporar la plenitud estable del «ser-en-sí» de las cosas: lo que constituye la conciencia en primer lugar es ese preciso anhelo de absorber el «ser» sin convertirse directamente en una cosa o, en otras palabras, morir. Toda la temporalidad humana es arrastrada por este espejismo de la plenitud de la reconciliación sujeto-objeto que, aunque situada justo ante nosotros, está sin embargo fuera de nuestro alcance: y la ventaja de la terminología fenomenológica de Sartre es que extiende este drama mucho más allá de lo meramente epistemológico o estético y muestra cómo funciona, tanto en los intersticios y micrologías de la vida cotidiana como en las instancias y conflictos metafísicos más elevados. Así, el hecho mismo de beber con sed un vaso de agua despliega una espectral inminencia de la plenitud de la sed saciada, que se aleja entonces en el pasado sin lograr realizarse.

El espejismo del ser, que también rige nuestras ambiciones y gustos, nuestra sexualidad y nuestros modos de tratar a otras personas, nuestro ocio y nuestro trabajo, inspira un diagnóstico y una ética de fácil traducción a una versión «textual» o deconstructiva: el esfuerzo de imaginar un modo de vivir que pudiera evitar radicalmente estas ilusiones que ya Sartre consideraba metafísicas: una vida en el tiempo capaz de prescindir del anhelo de convertirse en el «en-sí-para-sí» («lo que las religiones llaman Dios»), y que alcanzase incluso a la microestructura de nuestros gestos y sentimientos mínimos. Este ideal ético de una existencia humana anti-trascendente (que Sartre llama «autenticidad» y que sus propias secuelas filosóficas fragmentarias fueron incapaces de desarrollar plenamente en términos de una existencia puramente individual) es, sin duda, una de las concepciones más excelsas de todas las de la Ilustración postnietzscheana, que le sigue el rastro a la religión, la metafísica y la trascendencia hasta los espacios y acontecimientos de aspecto más secular de un mundo moderno tan sólo en apariencia «ilustrado». Guarda una relación mucho más estrecha con el enfoque derridiano de lo metafísico que con el concepto de Ilustración de Adorno. Si bien éste siente una clara admiración hacia Sartre, rechaza sin tregua el enfoque individual del pensamiento y el análisis existenciales, que considera inseparables de la obra de su gran adversario político y filosófico, Heidegger.

Pero lo que merece la pena preguntarse hoy ante este planteamiento aparentemente utópico e irrealizable de una existencia auténtica o «textualizada» en plena postmodernidad es si no se habrá realizado ya socialmente en algún sentido, y si no será precisamente una de las transformaciones de la vida cotidiana y del sujeto psíquico designadas por el término postmoderno. En tal caso, la crítica a las sombras y los rasgos metafísicos que persisten en la modernidad se transforma paradójicamente en una reproducción del triunfo postmoderno sobre los restos metafísicos de lo moderno, y exigir que se destierre toda ilusión respecto a la identidad psíquica o el sujeto centrado, perseguir el ideal ético de un buen vivir «esquizofrénico» y molecular y abandonar inexorablemente el espejismo de la presencia, quizás sea más una descripción de nuestro actual modo de vida que su rechazo o subversión. La vida de Adorno terminó en el umbral de este «nuevo mundo», que concibió sólo de manera intermitente y profética; pero su postura ante la imposibilidad de la trascendencia y la metafísica sigue siendo instructiva, aunque sólo sea para dejar claro que el lamento por la pérdida de estas cosas no tiene por qué ser conservador o nostálgico: porque Adorno no vio en la pérdida de la vocación metafísica y especulativa de la filosofía un programa para restaurarla sobre el modo del «como si», sino más bien un supremo síntoma histórico de la tecnocratización de la sociedad contemporánea.

Ahora bien, cabe extraer otra conclusión de este largo excursus sobre las presuposiciones existenciales del pensamiento antiutópico contemporáneo, pues éste sugiere que, en vez de fundir la metafísica individual y existencial de la presencia, de la plenitud o de la «reconciliación», con la voluntad política de transformar el sistema social, debemos romper el vínculo entre ambas. La premisa sin analizar de este nuevo conservadurismo fue que la visión política de una sociedad radicalmente diferente era, de algún modo, una proyección de la metafísica personal de la identidad, y por tanto debía rechazarse junto con esta última. Política e ideológicamente, sin embargo, la situación es, de hecho, la contraria; y el proyecto de desmantelar las ideas políticas del cambio social (o, dicho de otro modo, las «Utopías») utiliza precisamente el poder de la crítica filosófica de la metafísica existencial. Pero no hay motivos para pensar que estos dos niveles guarden algo en común; por encima de todo, el antiutopismo afirma su «identidad» sin discutirla, pero no es necesario dotar al ideal utópico de una sociedad plenamente humana e inmensamente más compleja de ninguno de los anhelos e ilusiones que desenmascara la crítica existencial. Las ansiedades últimas que conlleva tal sociedad son materialistas y biológicas: la revelación de la historia humana como una vertiginosa secuencia de generaciones que mueren y como un escándalo mental generalizado de la demografía, cosas éstas que Adorno consigna en el ámbito de lo natural más que en el de la historia humana. Pero los textos fundacionales de ese ámbito no son Tomás Moro ni el «Gran Inquisidor» de Dostoievski, sino probablemente algo más cercano a «Josefina la cantante» de Kafka, o quizás a los clásicos del budismo.

Así pues, la ideología de los grupos y la diferencia no le asesta un duro golpe a la tiranía, ni filosófica ni políticamente. Pero, como sugiere Linda Hutcheon, quizás su blanco se halle en otra parte, quizás en esa otra cosa algo distinta (que, sin embargo, Tocqueville seguía identificando con la «tiranía») que es el consenso:

Lo importante de todos estos desafíos asumidos por el humanismo es que cuestionan la idea de consenso. Cualesquiera que fuesen las narrativas que una vez nos permitieron pensar que podíamos definir sin problemas y de modo universal el acuerdo público, ahora se han puesto en tela de juicio debido al reconocimiento de las diferencias —en la teoría y en la práctica artísticas—. En su formulación más extrema, el resultado es que el consenso se convierte en la ilusión del consenso, bien se defina en términos de la cultura de una minoría (educada, sensible, elitista) o de masas (comercial, popular, convencional), ya que ambas son manifestaciones de la sociedad del capitalismo tardío, burguesa, postindustrial y de la información, una sociedad donde la realidad social se estructura en torno a discursos (en plural) —o al menos esto es lo que la postmodernidad intenta enseñar[23].

Pero, si esto es así, se ha producido un cambio imperceptible en los objetivos sociales y políticos y se ha sustituido un modo de producción por otro. La «tiranía» significaba el ancien régime; su análogo moderno, el «totalitarismo», remite al socialismo. Pero «consenso» designa hoy a la democracia representativa, con sus votaciones y sondeos a la opinión publica; y, al estar objetivamente en crisis, es lo que los nuevos movimientos sociales desafían ahora políticamente, sin que ninguno considere ya que apelar a la voluntad de la mayoría y al consenso sea especialmente legítimo, ni mucho menos satisfactorio. A continuación dedicaré unas líneas, por un lado, a la idoneidad de la ideología general o retórica de la diferencia para articular estas luchas sociales concretas, y, por otro, a la representación implícita más profunda (o modelo ideológico de la totalidad social) que perpetúa y en la que se basa la lógica de grupos —un modelo que también encierra, como he sugerido en un capítulo anterior, un intercambio de energía metafórico con los otros dos sistemas postmodernos característicos (¡o representaciones!): los media y el mercado.

Para empezar, el propio concepto de la diferencia es una peligrosa trampa; como poco, es pseudodialéctico, y su imperceptible alternancia con su opuesto —la Identidad, a veces indistinguible— se halla entre los más viejos juegos de lenguaje y pensamiento de las (diversas) tradiciones filosóficas. (¿Es la diferencia entre lo Mismo y lo Otro igual a la diferencia entre lo Otro y lo Mismo, o es diferente?). Mucho de lo que pasa por vehemente defensa de la diferencia es, por supuesto, mera tolerancia liberal, una postura cuyas ofensivas complacencias son de sobra conocidas pero que, al menos, tiene el mérito de suscitar la embarazosa pregunta histórica de si la tolerancia de la diferencia, como hecho social, no será ante todo el fruto de la homogeneización y estandarización sociales y una anulación de la auténtica diferencia social. Entonces, éste es el lugar que claramente le corresponde a la dialéctica de la neoetnicidad; podría pen-sarse que hay una «diferencia» entre condenar a alguien a identificarse como miembro de un grupo, y elegir de manera más opcional el emblema de la pertenencia a un grupo porque su cultura se ha llegado a valorar públicamente. En otras palabras, la etnicidad —la neo-etnicidad— tiene en lo postmoderno algo de fenómeno yuppie y, por tanto, y sin demasiadas mediaciones, es una cuestión de moda y de mercado. Por otra parte, reconocer la Diferencia puede suponer también, en estas circunstancias, una especie de ofensa, como el no-judío que, al identificar a los judíos, desencadena involuntariamente, a pesar de sí mismo, todas las viejas señas del antisemitismo. El espejismo —más intenso en los años sesenta que hoy— que presentan los grupos neoétnicos sigue siendo la envidia cultural del colectivo de éxito: el «groupie», una suerte de caricatura del traidor a la clase, es aquél que une su suerte a la de un colectivo que concibe como más unido y antiguo que el suyo. El contenido de clase del fenómeno persiste, ya que un rasgo de la dinámica social del capitalismo (y quizá de otros modos de producción) es que en un primer momento, y antes de que haya una reacción de pánico que provoque la cohesión, la clase dominante será socialmente menos compacta y se entregará más al individualismo y la anomia que las clases subordinadas, a quienes la necesidad económica mantiene unidas. Si la premisa fundamental de toda psicología social marxiana reside en la atracción y la fuerza de gravedad casi ontológicas del colectivo logrado como tal[24], se sigue inmediatamente la envidia y la nostalgia de las élites ante la gente más auténtica de las clases inferiores (y un efecto parecido se puede reconocer en el fenómeno de los movimientos espaciales del imperialismo y el turismo entre la metrópolis y el Tercer Mundo). No obstante, parece que este especial atractivo de la etnicidad está hoy en decadencia, quizás porque hay demasiados grupos y porque su vínculo con la representación (casi siempre de tipo mediático) está más claro y socava las satisfacciones ontológicas de la ficción en cuestión.

Por otro lado, si la «diferencia» es un dudoso eslogan político lleno de dificultades internas (por ejemplo, prolonga correctamente la defensa que se hacía en los años sesenta de lo que a veces recibe la horrible denominación de «temas relativos al estilo de vida», hasta que en el último momento se desvía hacia un antisocialismo como el de la Guerra Fría), idéntica desconfianza merece la «diferenciación», sin duda el instrumento sociológico fundamental para comprender lo postmoderno (y, ante todo, clave conceptual de la ideología de la «diferencia»). Ésta es la profunda paradoja que encierra el intento de comprender la «postmodernidad» en forma de periodización o de abstracción totalizadora: la aparente contradicción entre el intento de unificar un campo y explicitar las ocultas identidades que lo atraviesan, y la lógica de los impulsos de ese campo que la propia teoría postmoderna define abiertamente como lógica de la diferencia o de la diferenciación. Si lo que tiene de históricamente único lo postmoderno se reconoce como mera heteronomía y como aparición de todo tipo de sistemas aleatorios e inconexos, entonces —al menos, éste es el hilo del argumento— el esfuerzo por comprenderlo como un sistema unificado ha de ser algo perverso. El esfuerzo por lograr una unificación conceptual es, como poco, sorprendentemente inconsistente con el espíritu de lo postmoderno: ¿no deberíamos desenmascarar este esfuerzo y descubrirlo como un intento de «vencer» o «dominar» a lo postmoderno, de reducir y excluir su juego de diferencias, e incluso de imponer una nueva conformidad conceptual a sus sujetos plurales? Pero, dejando fuera el género del verbo, todos queremos «vencer» a la historia por cualquier medio posible: escapar de la pesadilla de la historia —que los seres humanos conquisten las «leyes», por otra parte aparentemente ciegas y naturales, de la fatalidad socioeconómica— sigue siendo la voluntad insustituible del legado marxista, cualesquiera sean los lenguajes en que se exprese.

Pero la idea de que una teoría unificada de la diferenciación tiene algo de equivocada y contradictoria también obedece a una confusión entre niveles de abstracción: un sistema que produce constitutivamente diferencias sigue siendo un sistema, y no hay por qué suponer que la idea de este sistema deba ser de un tipo «como» el del objeto al que intenta teorizar, al igual que no se supone que el concepto de perro tenga que ladrar ni el de azúcar saber dulce. Se piensa que algo precioso y existencial, algo frágil y único de nuestra propia singularidad se perderá irreversiblemente cuando descubramos que, simplemente, somos como todos los demás. En tal caso, que así sea; mejor que nos enteremos de lo peor. Obviamente, esta objeción es la forma primaria del existencialismo (y de la fenomenología), y más bien debe explicar cómo surgen estas angustias. Me da la impresión de que las objeciones al concepto global de postmodernidad en este sentido recapitulan, en otros términos, las objeciones clásicas al concepto de capitalismo —algo poco sorprendente a la luz de la perspectiva que aquí sostenemos, que reitera la identidad entre postmodernidad y capitalismo en la última mutación sistemática de éste—. Y es que esas objeciones giraban básicamente en torno a alguna forma de la siguiente paradoja: a pesar de que los diversos modos de producción precapitalistas fueron capaces de reproducirse a través de varias formas de solidaridad o cohesión colectiva, la lógica del capital es, por el contrario, una lógica dispersa y atomista, «individualista», una antisociedad más que una sociedad, cuya estructura sistemática (por no hablar de su reproducción) sigue siendo un misterio y una contradicción en los términos. Dejando de lado la respuesta al acertijo (a saber, el mercado), cabe decir que esta paradoja es la originalidad del capitalismo, y que las fórmulas verbalmente contradictorias que necesariamente nos encontramos al definirla apuntan, más allá de las palabras, a la cosa misma (y también dan paso a ese peculiar invento nuevo que es la dialéctica). Tendremos ocasión de retomar este tipo de problemas en lo que sigue; por ahora, baste decir todo esto de modo más rudimentario señalando que el concepto mismo de diferenciación (cuyo desarrollo más minucioso debemos a Niklas Luhmann[25]) es, a su vez, un concepto sistemático; o, si se prefiere, que convierte el juego de las diferencias en un nuevo tipo de identidad a escala más abstracta.

Todo esto se complica aún más con la obligación intelectual y filosófica de distinguir entre la diferencia inerte o extrínseca y la oposición o tensión dialéctica: una diferenciación que produzca el primer tipo de diferencia meramente externa dispersa los fenómenos de manera aleatoria y «heterogénea» (dicho con otro término cargado y valorado en la postmodernidad). Pero este tipo de distinción (el negro no es blanco) es cualquier cosa excepto «lo mismo» que una oposición cuyo ser dependa de su opuesto (las personas negras no son personas blancas), y debe por tanto analizarse en términos de una conceptualidad dialéctica donde siga reinando la noción central de la contradicción (que carece de equivalentes en los sistemas analíticos).

Filosóficamente, estas paradojas son casi el terreno central del postmarxismo y el lugar de su regresión estratégica a Kant y al kantismo. Aquí, lo que está en juego (como bien refleja la obra del más brillante de estos pensadores, Lucio Colletti) es el retroceso de Hegel y Marx a causa del descrédito conceptual de la contradicción y de la oposición dialéctica. Desde la impresión —casi universal en el «marxismo occidental»— de que no era probable que la dialéctica ocurriese «en la naturaleza», y de que la transformación ilícita que hizo Engels de las diferencias inertes, externas, naturales y físicas (el agua no es un cubo de hielo) en oposiciones dialécticas (base de gran parte del «materialismo dialéctico») era filosóficamente chapucera e ideológicamente sospechosa, hasta la convicción de que las «oposiciones dialécticas» ni siquiera están «en la sociedad» y de que la dialéctica es un engaño, no hay lo que se llamaría un «mero paso», porque implica la apostasía política, la vergüenza y hasta la traición; pero, sin duda, es el paso filosófico fundamental de lo que se llama postmarxismo.

Aun así, siempre nos interesará separar los niveles y distinguir entre sí temas afines que a menudo parecen entrecruzarse en la postmodernidad. Entre otras cosas, la versión modernista del tema de la diferencia pone en primer plano un aspecto básico de éste, al insistir en el corte radical entre Occidente y el resto, entre lo moderno y lo tradicional, como veremos más adelante (según este rasgo, cabe decir que el propio marxismo es uno de los modernismos —quizás el único—).

Pero de la versión social de la diferencia de grupos (así como de los debates filosóficos sobre la diferencia que hay entre la contradicción y la oposición) también hemos de desenmarañar las formas estéticas y psíquicas (o psicoanalíticas) dominantes que reviste este tema, en gran parte porque a menudo es posible identificar errores políticos y categoriales como transferencias ilegítimas desde lo estético mismo. La estética de la diferencia —lo que a menudo se llama textualidad o textualización— destaca en un primer plano una modificación perceptual en la aprehensión de los artefactos postmodernos, a la que en el capítulo inicial llamé «relación de la diferencia»; más adelante ofreceré un análisis espacial más incisivo de este nuevo tipo de percepción. En cuanto al sujeto psíquico y sus teorías, éste es el ámbito colonizado por la idea de Deleuze-Guattari del ideal esquizofrénico —el sujeto psíquico que «percibe» sólo por medio de la diferencia y de la diferenciación, si es que puede concebirse tal cosa—; claro está, concebirlo es construir un ideal que es, por así decirlo, la tarea ética —por no decir política— de su Anti-Edipo. Creo que no se puede subrayar suficientemente la posibilidad lógica de un tercer término, además del viejo sujeto centrado y cerrado del individualismo de la interioridad y del nuevo no-sujeto del yo fragmentado o esquizofrénico: el sujeto no-centrado que forma parte de un grupo orgánico o de un colectivo. En efecto, la forma final de la teoría sartreana de la totalización irrumpe en el intento de teorizar tal grupo y las posiciones de sujeto que hay en él. Al mismo tiempo, aunque la teoría y la retórica de las múltiples posiciones de sujeto sea atractiva, siempre deberá completarse insistiendo en que las posiciones de sujeto no surgen en el vacío, sino que son los roles que ofrece uno u otro grupo ya existente y que surgen por la interpelación del grupo. Por tanto, sea cual sea la tregua o alianza que queramos establecer entre las diversas posiciones de sujeto de cada uno (excluyendo ex-profeso la posibilidad «maldita» de intentar unificarlas), lo que en última instancia entra en juego es cierta tregua o alianza más concreta entre los distintos grupos sociales reales que esto conlleva.

En cuanto al influyente modelo de Althusser de la «interpelación» (aunque hoy esté algo pasado de moda), debemos observar que se trataba ya de una teoría orientada hacia el grupo, puesto que la clase como tal nunca puede ser un modo de interpelación, sino sólo la raza, el género, la cultura étnica y similares. (No es casual que los ejemplos de Althusser sean religiosos. Siempre se puede mostrar que el fundamento más profundo de la retórica de la diferencia implica fantasmas culturales —en sentido antropológico— que a su vez están autorizados y legitimados por las ideas de la religión, que en todo momento y lugar es el «pensamiento del otro» en un sentido extremo). Sólo en el cine (en I Vitelloni de Fellini, para ser precisos) hay jóvenes tarambanas adinerados que gritan a las cuadrillas de obreros «¡abajo con los trabajadores!» desde la ventanilla de un coche que pasa a toda velocidad. Pero es en la realidad donde la afiliación grupal se convierte diariamente en un distintivo vergonzoso y en un reproche de inferioridad. O quizás debería decirse esto de un modo más complicado: que la conciencia de clase como tal —algo que pocas veces se ha conseguido y que en la historia social se ha logrado sólo con muchos esfuerzos— expresa el momento en que el grupo en cuestión domina el proceso interpelativo de una manera nueva (distinta del habitual modo reactivo), de tal modo que, aunque sea por poco tiempo, se vuelve capaz de interpelarse a sí mismo y dictar los términos de su propia imagen especular.

No obstante, en lo que sigue no ahondaré en estos registros del tema. Más bien, me centraré en el problema complementario (que anticipa ya al de la cartografía cognitiva) de la responsabilidad potencial de la nueva categoría de los grupos en comparación con aquella más antigua de las clases sociales. Y es que la propuesta de que ahora cartografiamos o nos representamos nuestro mundo social mediante la categoría de los grupos vierte una luz algo distinta sobre estos distintos desarrollos. La representación del grupo es sobre todo antropomórfica y, a diferencia de la representación en términos de clases sociales, nos da a entender que el mundo social está dividido y colonizado hasta el último segmento por sus actores colectivos y representantes alegóricos, denotando un mundo real «tan completo como un huevo», como solía decir Sartre, y tan humano como Utopía (o como esa «poesía pura» en la que ningún poso de la materia o de la contingencia desentona ni se agita en el fondo de la taza —las obras de Racine, las novelas de Henry James—). Las categorías de clase son más materiales, más impuras y se mezclan más escandalosamente, porque sus factores determinantes o definitorios implican la producción de objetos y las relaciones que ésta determina, junto con las fuerzas de las respectivas maquinarias: así, podemos ver a través de las categorías de clase el fondo rocoso del arroyo. Además, las clases son demasiado amplias para figurar como utopías, como opciones que escogemos y con las que nos identificamos espectralmente. Aparte del esporádico fascismo descarriado, la única gratificación utópica que ofrece la categoría de la clase social es aboliría. Pero los grupos son lo bastante pequeños (en el límite, la famosa plaza o ciudad-estado «cara a cara») como para dejarle margen a una inversión libidinal de tipo más narrativo. Mientras tanto, la exterioridad que la categoría de «grupo» lleva a cuestas como un esqueleto no es producción sino más bien institución, que, como veremos, es una categoría más sospechosa e igualmente antropomórfica —de ahí que los grupos tengan una fuerza de movilización superior a la de las clases: podemos llegar a querer a nuestro propio gremio o asociación estudiantil y morir por ellos, pero la comunión que determina el sistema rotacional de tres campos o el torno universal probablemente sea muy distinta y menos susceptible de politizarse inmediatamente—. Las clases son pocas; se crean mediante lentas transformaciones en el modo de producción; incluso cuando son emergentes, parecen estar a una perpetua distancia de sí mismas y han de hacer un gran esfuerzo para asegurarse de que realmente existen como tales. Por otra parte, los grupos parecen ofrecer las satisfacciones de la identidad psíquica (desde el nacionalismo a la neoetnicidad). Puesto que se han convertido en imágenes, permiten la amnesia de sus propios pasados sangrientos, de la persecución y de su carácter intocable, y ahora es posible consumirlos: esto define su relación con los media, que son, por así decirlo, su parlamento o el espacio de su «representación», en el sentido político tanto como en el semiótico.

Así pues, el horror político al consenso —confundido con el pavor a la «totalización»— es la mera renuencia justificada de los grupos que han conquistado un cierto orgullo de su propia identidad a que les guíen quienes no son más que otros grupos, ya que ahora todo lo que hay en nuestra realidad social es un símbolo de la pertenencia al grupo y connota un conjunto concreto de gente. El «canon» de la alta literatura, transformado en el mobiliario de clase de añejos varones blancos procedentes de clases distinguidas, es sólo un ejemplo; el sistema de los partidos políticos en Estados Unidos es otro, como lo son casi todos los demás hábitos institucionales del superestado. La notable salvedad son los media y el mercado, que, solos entre lo que deberían ser instituciones, son de algún modo universales y por tanto tienen un singular privilegio en otros sentidos de los que hablaré ahora. Es importante, aun así, comprender tanto los vínculos como las diferencias entre esta personificación de las instituciones mediante la ideología de grupo y la antigua crítica dialéctica de la función social e ideológica de las instituciones. Es bastante probable que, de algún modo, la primera naciera de la segunda (a través de la caja negra de los años sesenta); pero desde la otra perspectiva (marxiana), la función de clase de una institución dada está mediada por el sistema como un todo, y por tanto sólo se personaliza de la manera más gro-seramente caricaturesca (nadie, como Marx no se cansó de repetir, piensa que todos los hombres de negocios sean universalmente malvados). Así pues, el periódico representa un papel ideológico en nuestro orden social, pero no porque sea el pasatiempo de un grupo social específico; por ejemplo, los comentaristas, los paparazzis, los presentadores y los lores de la prensa inglesa tan sólo son, desde una perspectiva de clase, fracciones de clase determinadas por la estructura institucional. Pero, de hecho, en la conciencia de grupo postmoderna los periódicos y los segmentos de noticias de los media pertenecen, en general, a lo que ahora es una nueva (y poderosa) unidad social, un actor colectivo (temido por políticos y tolerado por el «público») que actúa en la escena histórica, que presenta rostros conocidos y cuya estructura antropomórfica hace que casi sea un ser humano por derecho propio (aunque no tenga mucha profundidad, ni siquiera como personaje narrativo). Los años sesenta ya habían comenzado a pensar en estos términos cuando este actor proyectó su lucha contra la guerra de Vietnam sobre las figuras autoritarias de Johnson y los generales, de quienes se pensaba que proseguían la guerra (cierto es que no era fácil deducir los motivos racionales) por pura maldad patriarcal. Pero una vez fijado el elenco colectivo de personajes, cada uno adquiere una semiautonomía representativa, y no es fácil cuadrar la categoría de «periodistas de los media», por ejemplo, con la categoría de clase antigua y funcional de los ideólogos de los grandes negocios (o, si se prefiere algo más pintoresco, «lacayos del capitalismo»), a pesar de que las grandes campañas de los media (el pánico ante las violaciones de niños pequeños en las guarderías, las aseveraciones de que el marxismo y el socialismo han muerto en todas partes, la «guerra de la droga» o los efectos supuestamente nocivos de los déficits presupuestarios) se propagan predeciblemente por todos los canales de difusión, con la regularidad de los acontecimientos meteorológicos o de las directrices del partido en los países «socialistas».

De este modo, las paradojas de la representación que implica toda narrativa cuya categoría fundamental sea el «grupo» postmoderno pueden articularse como sigue: puesto que la ideología de grupos surge a la vez que (y es tan sólo una versión alternativa de) la consabida «muerte del sujeto» —el debilitamiento psicoanalítico de las experiencias de identidad personal, el ataque estético a la originalidad, el genio y el estilo privado modernos, el declive del «carisma» en la era de los media y de los «grandes hombres» en la era del feminismo, y la estética fragmentaria y esquizofrénica antes mencionada (que en realidad comienza con el existencialismo)—, la consecuencia es que estos nuevos personajes y representaciones colectivos que son grupos no pueden ser ya, por definición, sujetos. Ésta es, por supuesto, una de las cosas que vuelven problemáticas las visiones de la historia o «grandes metarrelatos», bien de la revolución burguesa o de la socialista (como explicó Lyotard), ya que es difícil imaginar tales relatos sin un «sujeto de la historia».

Dando un extraordinario salto filosófico, el que fuera casi el primer ensayo publicado de Marx, la «Crítica a la filosofía del derecho de Hegel. Introducción», descubrió precisamente este nuevo sujeto de la historia: el proletariado. El formato temprano de Marx se aplicó a otros sujetos marginales —negros, mujeres, Tercer Mundo, incluso, algo desproporcionadamente, a los estudiantes— cuando se reescribió la doctrina de las «cadenas radicales» durante los años sesenta. Sin embargo ahora, con el pluralismo de los grupos colectivos, y por muy «radical» que sea el sufrimiento o la marginación del grupo en cuestión, ya no puede cumplir ese papel estructural, por la sencilla razón de que la estructura se ha modificado y el papel se ha suprimido. Históricamente, esto apenas sorprende, ya que la naturaleza transicional de la nueva economía global aún no ha permitido que sus clases se formen de modo estable, ni menos aún que adquieran una auténtica conciencia de clase. Por eso son tan dispersas y anárquicas las animadísimas luchas sociales del período actual.

Lo más sorprendente, y quizás lo más grave en términos políticos, es que los nuevos modelos representativos también prohíben y excluyen toda representación adecuada de lo que solía representarse como «clase dirigente» (por muy imperfectamente que se hiciera). De hecho, como ya hemos visto, varios rasgos necesarios para esta representación están ausentes: la disolución de toda idea de producción o de una infraestructura económica, y su sustitución por la idea ya antropomórfica de una institución, significa que no se puede concebir ninguna idea funcional de un grupo dirigente, por no decir de una clase. No hay palancas con las que puedan ejercer el control, ni se pueden organizar demasiado en lo que repecta a la producción. Sólo los media y el mercado son visibles en cuanto entidades autónomas, y todo lo que cae fuera de ellos, o del aparato de la representación en general, queda cubierto por el amorfo término de poder, cuya ubicuidad —a pesar de su singular incapacidad para describir una realidad global cada vez más «liberal»— debería despertar profundas sospechas ideológicas.

Esta carencia de funcionalidad en nuestra imagen de los grupos sociales, unida a que han perdido la capacidad de constituir un sujeto o una acción, implica una tendencia a disociar el reconocimiento de la existencia individual de un grupo (pluralismo como valor) de toda atribución de un proyecto que ya no se ve como grupo sino como conspiración, encajando entonces en otra casilla distinta del aparato representativo. Por ejemplo, los hombres de negocios de Reagan, cuyo vínculo casi directo entre el beneficio privado y un variado programa legislativo casi todo el mundo admitiría hoy, se perciben —desde esta perspectiva— como una lista de nombres en el periódico, una red local de compinches que podríamos ampliar a confraternidad regional (California del Sur, el «cinturón del sol»); pero lo más paradójico es que esto no desacredita en absoluto ni a los negocios, ni a los hombres de negocios. Así pues, la taxonomía de grupos es notablemente elástica en lo que atañe a la ideología, y puede diferenciar de tal manera que conserve la inocencia del colectivo original, siempre que se le impida romper la barrera conceptual fundamental o tabú que separa a un grupo de una clase social.

Que las «nuevas narrativas» carecen de capacidad alegórica para cartografiar o modelar el sistema puede también observarse en el papel gerencial de la clase empresarial y su relación de dominio con las modificaciones de la vida cotidiana. Creo que, puesto que ahora captamos sincrónicamente la realidad social —en su sentido más fuerte, que recientemente se ha revelado como el de un sistema espacial—, los cambios y modificaciones de la vida cotidiana deberán deducirse a partir de ahora a posteriori, en lugar de experimentarse. Bertrand Russell evocó en cierta ocasión una temporalidad muy postmoderna al imaginar una situación en la que al mundo, recién creado sólo un segundo antes, se lo «envejeciera» previamente con cuidado y se le imprimiesen intencionadamente las huellas artificiales de un profundo desgaste, de una avanzada edad y de un uso intenso. De este modo, parecería cargar con un pasado y una tradición a sus espaldas (como a los androides de Bladerunner, a sus sujetos humanos se les proporcionarían repertorios, aparentemente privados, de imágenes personales de la memoria, como álbumes fotográficos de una familia espuria y de una falsa infancia). La eventual discontinuidad de la presencia de productos tradicionales en el mercado debe explicarse ahora igual que se reconstruye una palabra que se tiene en la punta de la lengua: en la mayoría de los casos, es difícil retrotraer la mera ausencia de algo hasta un acto o una decisión que deben explicarse y de los que cabe suponer que implican a un agente. Es difícil, entonces, vincular narrativamente las discusiones que se dan en una sala de juntas con los cambios en la vida cotidiana que sólo se pueden percibir en sí mismos ex post facto, y no mientras ocurren. También el futuro está ausente del nuevo mundo sincrónico de lo postmoderno, cuyo sistema, sin embargo, se expone (como cuando se marcha de una zona la única fábrica importante) a ser reorganizado sin previo aviso, como una baraja adivinatoria hecha de cartas reales. El impacto del desempleo postmoderno sobre la conciencia postmoderna del tiempo será sin duda considerable, pero quizás inesperadamente indirecto: la clasificación versus la catástrofe, la modificación inmediata de todas las valencias en la siguiente refinanciación, como en el ajuste automático de las tasas de interés hipotecario. Las compañías de seguros —que en muchos sentidos son reliquias de un antiguo universo temporal (realista o modernista) donde el «destino vital» aún era una categoría narrativa significativa y la casa funeraria un lugar central de la vecindad étnica— parecen obnubiladas ante una apoteosis espuria en la que el ojo desnudo las ve a punto de metamorfosearse en socialismo (si bien la fotografía de infrarrojos revela una realidad empresarial más gris). Ahora, un nuevo tipo de temor —en lugar de los famosos sobornos de Lenin— conserva este sistema, ya que nos incumbe personalmente que su reproducción sea cómoda y sin obstáculos; y esto está sucediendo tan deprisa que ya ni nos damos cuenta. Tampoco nuestro temor, hoy sistémico, sigue siendo visible, al haberlo reprimido la experiencia; la necesidad de evitar valoraciones del sistema como un todo constituye ahora una parte integral de su propia organización interna, así como sus diversas ideologías.

Sin duda, ésta es otra razón de que la representación de la «toma de decisiones» —ya sea la anticuada imagen realista de la sala de juntas o alguna otra aproximación actual indirecta y modernista que se plantee el problema de cómo representarla— se marche sin ceremonias en la postmodernidad, que presupone como billete de entrada una especie de indiferente conocimiento previo sobre el funcionamiento del sistema. La intuición de Adorno y Horkheimer sobre Hollywood era profetica respecto al sistema que vino después considerado como un todo: «La verdad de que [las películas y la radio] no son sino negocio les sirve de ideología que debe legitimar la porquería que producen deliberadamente»[26]. Tenían en mente la defensa, hoy clásica, que hace Hollywood de la mediocridad, no sólo en términos del gusto del público general sino en términos de su propia función en cuanto negocio que vende productos a un público con esos gustos. Como en todos los argumentos relativos al «público», el resultado es una serialidad en la que éste se convierte en un otro fantasmagórico para cada uno de sus miembros, que —cualesquiera sean sus reacciones ante el mediocre producto— también han aprendido e interiorizado la doctrina del móvil del beneficio que les excusa en virtud de las motivaciones de «todos los demás». Es como los zurdos a los que se fuerza a utilizar herramientas para diestros: el conocimiento se adapta al consumo, dándolo por supuesto. Como europeos que eran, a Adorno y Horkheimer les escandalizaban la franqueza y la vulgaridad con que los grandes magnates cinematográficos aludían a la dimensión empresarial de sus operaciones y se regodeaban sin pudor en el móvil del beneficio adjunto a cada producción, bien fueran modestas o pretenciosas sus «ambiciones artísticas».

Naturalmente, hoy, en plena postmodernidad, nuestra cultura de masas parece mucho más sofisticada que la radio y las películas de los años treinta y cuarenta; se supone que el público televisivo está más educado y también que posee mucha más experiencia de imágenes que sus padres de la era Eisenhower. Pero quiero argumentar que la intuición de Adorno y Horkheimer acerca de la ideología de la cosa encierra hoy una verdad más profunda incluso que entonces. Por eso —por su propia universalización e interiorización— es menos visible y se ha transformado en una auténtica segunda naturaleza. El intento de representar y visualizar la sala de juntas y la clase dirigente resulta muy anticuado, porque implica un viejo compromiso con el contenido en una situación donde sólo cuenta la forma como tal —el más formalista de todos los tipos de leyes o regularidades, el móvil del beneficio (que, claramente, pesa más que consignas ideológicas más intensas como la de «eficacia»)—, y donde el compromiso con la forma, presuposición tácita del móvil del beneficio, se asume por adelantado y no se puede ni reexaminar ni tematizarse. Esta navaja de Ockham corta muchos temas de conversación que en lo sucesivo serán metafísicos, temas a los que se entregaron las generaciones anteriores de un sistema capitalista que no funcionaba de modo tan puro; y, en efecto, se pueden considerar como un cierto final del idealismo que es constitutivo de lo postmoderno.

El formalismo del móvil del beneficio se transmite entonces (si bien no con la torpe forma de aquellas doctrinas religiosas a las que suplanta) a una especie de público externo de nuevos ricos que, desde la época de los «hombres del sistema» de los años cincuenta hasta la de los yuppies de los ochenta, es cada vez más impúdico en su búsqueda del éxito, al que reconceptualiza llamándolo «estilo de vida» de un «grupo» específico. Pero yo tiendo a creer que ya no es exactamente el beneficio lo que conforma la imagen ideal del proceso (el dinero es tan sólo el signo externo de la elección interna, pero la fortuna y la «gran riqueza» son más difíciles de representar, por no decir de conceptualizar libidinalmente, en una época en la que abundan las cifras de billones y trillones). Más bien, lo que está en juego es la experiencia y el conocimiento del propio sistema, y, sin duda, éste es el «momento de la verdad» de las teorías postindustriales sobre la nueva primacía del conocimiento científico frente al beneficio y la producción; y ello pese a que el conocimiento no es especialmente científico y «sólo» implica una iniciación al funcionamiento del sistema. Pero los enterados se sienten ahora demasiado orgullosos de su lección y de su experiencia como para tolerar preguntas sobre por qué esto es así, o incluso sobre por qué merece la pena saberlo. Éste es el capital cultural exclusivo del que abusan los nuevos ricos, que incluye la etiqueta y los modales del sistema; junto con anécdotas aleccionadoras, nuestro entusiasmo (que se expande en un auténtico frenesí por productos culturales derivados, como la mencionada ficción corporativa del cyberpunk) tiene más que ver con tener el conocimiento del sistema que con el propio sistema. La escalada social del nuevo conocimiento intra-grupal yuppie desciende lentamente, a través de los media, hasta los límites mismos de la distribución espacial de las clases marginadas; la legitimidad, la legitimación de este concreto orden social, está dada de antemano por la creencia en los secretos del estilo de vida corporativo, creencia que incluye el móvil del beneficio como «presuposición absoluta» tácita pero que no se puede aprender y cuestionar de una sola vez, al igual que no se puede dibujar mentalmente un barco de vela en el que se navega por vez primera. Así pues, la teoría de Lenin del soborno de los sectores avanzados de la clase trabajadora se debe sustituir por una teoría sobre el soborno del estatus y sobre la distribución de los símbolos culturales postmodernos, que, supongo, es más o menos lo que hoy nos ofrece Bourdieu —si bien, como dijimos, estos conceptos de «estatus», pensados para el grupo postmoderno, deben distinguirse con claridad de las teorías sociológicas tradicionales donde el concepto de estatus era una alternativa al concepto de clase (y donde, por tanto, se oponía cierta estructura del antiguo régimen feudal a una consciencia de la originalidad de la sociedad burguesa).

Pero aunque los yuppies puedan sentirse satisfechos con la mera experiencia, no es tan fácil complacer a la plantilla y al personal de mantenimiento de lo postmoderno. A éstos se les puede aplicar cierto chantaje sincrónico que es histórica y socialmente único porque está atrapado en la percepción temporal a la vez que está reprimido (como si fuera lo más natural del mundo). También es democrático, y puede que todo el nivel superior de la directiva se esfume sin dejar rastro el día antes de que cierre la fábrica. Es como si formásemos parte de un juego de ordenador cuyas constelaciones pueden cambiar sin previo aviso y nos incluyen a nosotros entre sus fichas: ni siquiera el buen comportamiento puede ser hoy una base suficiente para conservar un puesto o mantener un trabajo.

Por otro lado, ahora los extranjeros cuentan de nuevo con un tercer tipo de motivación, de cariz más religioso: lo que aquí se hace con el frenesí desinteresado de la drogadicción aparece en las pantallas de televisión no-americanas como una imagen benéfica de la utopía del mercado; lo que nosotros damos por sentado ellos siguen considerándolo como el último modelo del año, confundiendo el consumismo con el consumo y mezclando la tienda de las ofertas con la democracia. Expulsados del Tercer Mundo por nuestras propias contra-insurgencias, y atraídos desde el Segundo por nuestra propaganda mediática, los aspirantes a inmigrantes (bien espirituales o materiales), sin entender lo poco que se les quiere aquí, persiguen una delirante imagen transustanciadora cuyo objeto del deseo es el mundo de los productos, como un paisaje del que no se destaca nada en particular: productos que obsesionan especialmente, como el procesador de textos o la máquina de fax, son a su vez emblemas alegóricos de las fascinantes estructuras postmodernas propiamente estéticas que recrean para la percepción la identidad de los media y el mercado, algo así como una puesta en escena de la prueba ontológica con efectos especiales de alta tecnología.

La trama fundamental que debemos investigar es la de cómo la representación de los media consigue representar al mercado y viceversa, mientras que la «democracia» (que por lo general no se representa en nuestro sistema, ni mucho menos es representable) se desprende de uno y otro como si fuese una connotación y uno de los treinta y siete sabores más reconocibles.

Ya hemos visto, en efecto, lo fácil que es deslizarse desde el mercado a los media, cuya intervención en la política real también hay que hacer constar antes de que la ideología de los media se reapropie de ella[27]. No cabe duda de que los media (a no ser que se los excluya cuidadosamente, como cuando invadimos Grenada, aunque incluso entonces podrían haber puesto el grito en el cielo si hubiesen querido) pueden suponer un beneficioso freno para la tortura, el endurecimiento de la ley cívica y la represión policial; pero la inquietud (hoy global) ante la reputación nacional o gubernamental suele estar mediada por una inquietud por la financiación, excepto cuando es más lucrativo ser conquistado por Estados Unidos. También cabe dar por sentado que la cobertura de la televisión norteamericana, cuya manera de prepararse para la última guerra consiste en su (encomiable) propósito de no volver a humillarse cubriendo en el futuro algo como Vietnam, reproduce las actitudes más tendenciosas de la Guerra Fría ante el socialismo (¡como ocurrió hace poco cuando, en la escandalosa cobertura televisiva de la visita de Gorbachov a Cuba en 1989, se compararó a Fidel con Ferdinand Marcos!). En cuanto a una política específica de los media nueva o postmoderna, hace tiempo que claramente ha nacido (a veces en forma del llamado terrorismo) como una de las pocas armas de que disponen las minorías o subgrupos impotentes que han sido eliminados y censurados con el equipamiento más novedoso. Al menos, el mundo sí parece ser relativamente menos violento —se mida esto como se mida— que en los tiempos de Hitler, por no decir que en la nación-estado burguesa del siglo XIX o bajo el absolutismo feudal del ancien régime (¡cuyas ejecuciones públicas tan caras le eran a Foucault!). No obstante (y al margen de la génesis de los instrumentos de tortura de alta tecnología), la política de los media no sustituye a la poli-tica como tal, y la imagen de contrabando o los hechos filtrados caen rápidamente en la tierra estéril del material agotado y los chistes manidos, a no ser que practicar la política por otros medios pueda movilizar también a los habituales, a los grupos de apoyo, a la presión popular y a las alianzas, así como contribuir a que los grupos oprimidos encuentren una sana identificación de su propio autointerés en esta concreta «imagen del otro».

Por otro lado, el final de la «intimidad» en todos sus aspectos de sexo-y-violencia, la prodigiosa ampliación de lo que podemos seguir llamando esfera pública (si es que realmente aludimos con ella a todos los sentidos de lo «público»), también deriva en una enorme ampliación de la idea de racionalidad: no sólo incluye lo que estamos dispuestos a «entender» (pero no a aceptar), sino que además se identifica con lo que ya no podemos apartar de nuestro registro visual por ser «irracional» o incomprensible, falto de motivos, malsano o enfermizo.

Por último, debemos añadir que tampoco los media «llegaron a ser»; no terminaron siendo idénticos a su propio «concepto», como le gustaba decir a Hegel, y por tanto se pueden incluir entre los innumerables «proyectos inacabados» de lo moderno y de lo postmoderno, dicho con el cortés término de Habermas. Lo que tenemos ahora, lo que llamamos media, no es eso, o todavía no lo es, como lo demuestra uno de sus episodios más reveladores. En la historia norteamericana moderna, el asesinato de John F. Kennedy supuso un acontecimiento único, en gran medida porque fue una experiencia colectiva única (también de los media, de la red de las comunicaciones) que preparó a la gente para interpretar de una nueva forma este tipo de acontecimientos.

Pero sería demasiado simple explicar este extraordinario eco aduciendo la posición pública de Kennedy. Hay razones para pensar que este significado público postumo se comprende mejor a la inversa, como proyección de una nueva experiencia colectiva de la recepción. A menudo se ha señalado que la popularidad y el prestigio personal de Kennedy estaban especialmente de capa caída en el momento de su muerte; lo que no se subraya tanto es que este acontecimiento supuso también algo así como la mayoría de edad de toda la cultura de los media que se había establecido a finales de los años cuarenta y en los cincuenta. De pronto, y por un breve momento (que, no obstante, duró varios largos días), la televisión mostró lo que realmente era capaz de hacer y lo que realmente significaba: un nuevo despliegue prodigioso de la sincronía y una situación comunicativa equivalente a un salto dialéctico por encima de todo lo que hasta entonces se hubiera podido pensar. Los posteriores acontecimientos de este tipo se reenvasaron con la simple técnica mecánica (como los playbacks instantáneos de los disparos a Reagan o el desastre del Challenger, que, cogidos de las retransmisiones deportivas, vaciaron eficazmente a estos acontecimientos de su contenido). Pero este acontecimiento inaugural (que quizás no tuvo la carga emocional de la muerte de Robert Kennedy, ni la de Martin Luther King, Jr., ni la de Malcolm X.) favoreció lo que podemos llamar una visión utópica de un «festival» comunicativo colectivo, cuya lógica y promesa fundamental es incompatible con nuestro modo de producción. Habría que decir que los años sesenta, a menudo vistos como el momento de un cambio de paradigma hacia lo lingüístico y lo comunicativo, comienzan con esta muerte. Y no por la pérdida que esta muerte supuso ni por la dinámica del dolor colectivo, sino porque dio paso (como después Mayo del 68) al impacto de una explosión comunicativa, que no podía tener consecuencias posteriores en este sistema pero que marca a la mente con la experiencia, brevemente entrevista, de la diferencia radical. A ella regresa sin rumbo la amnesia colectiva en su posterior olvido, imaginándose a sí misma amargada por el trauma cuando lo que en realidad busca es producir una nueva idea de Utopía.

No es de extrañar, pues, que la pequeña pantalla anhele una nueva oportunidad para renacer a través de la violencia inesperada; ni tampoco que esta vida después de la muerte esté abierta a nuevas combinaciones semióticas y todo tipo de simbiosis ortopédicas, entre las cuales el matrimonio con el mercado ha sido la más elegante y socialmente triunfadora.

Pero el populismo de los media expresa un factor social determinante más profundo, a la vez más abstracto y más concreto, característica cuyo materialismo esencial se puede medir por su capacidad de escandalizar a la mentalidad que lo evita u oculta como si fuese el alcantarillado. Pero referirse globalmente al papel de los media en términos de algo que es casi una imagen ilustrada literal (esto es, reducir la violencia pública estatal mediante el brillo de la información mundial) quizás sea entender las cosas al revés. Y es que el sentido del cambio epocal se puede expresar con idéntica propiedad si hablamos de esa nueva autoconciencia de las gentes del mundo que se produce después de la gran ola de la descolonización y los movimientos de liberación nacional de las décadas de los sesenta y setenta. Occidente tiene la impresión de que sin previo aviso se enfrenta ahora a un espectro de sujetos auténticamente individuales y colectivos que no estaban antes ahí, o que no eran visibles, o —con el gran concepto de Kant— que todavía eran menores y estaban bajo tutela. Es obvio que lo que tiene de condescendiente esta visión tan etnocéntrica de la realidad global (que se refleja en todo, desde los álbumes de los coleccionistas de sellos hasta los programas de los cursos de literatura mundial en inglés) recae ignominiosamente sobre el espectador, pero también está claro que no aminora el interés de esa «impresión».

Por ejemplo, he aquí una salvaje recapitulación del asunto a cargo de un escritor radical a quien, como será obvio, tenemos otras razones para citar en este contexto: «No hace tanto tiempo, la tierra contaba con dos mil millones de habitantes: quinientos millones de hombres y mil quinientos nativos. Los primeros tenían el mundo; los segundos tan sólo lo usaban»[28]. La imagen de Sartre se burla del racismo europeo, a la vez que fundamenta su objetividad en términos de una ilusión ideológica acaecida en la historia (los «nativos» sólo han sido «seres humanos» desde la descolonización y sus secuelas) y en una cierta filosofía del sujeto que comparte con Fanon, y que acentúa no el hecho inerte de mi existencia como sujeto sino el gesto activo y enérgico, violento, por el que impongo el reconocimiento de mi existencia y de mi estatus como sujeto humano. La vieja fábula hegeliana del amo y el esclavo —tan familiar ya como Esopo— se transparenta en esta filosofía como un arquetipo, demostrando de nuevo que es fiable no por lo que explica sobre la revolución o la liberación, sino más bien sobre sus consecuencias: la aparición de nuevos sujetos, o sea, de nuevas personas, de otra gente que de algún modo ni siquiera estaba ahí antes, a pesar de que sus cuerpos y sus vidas llenaran las ciudades y no se hayan materializado súbitamente ayer mismo. Estos desarrollos de los media parecen impulsar ahora lo que Habermas denomina «esfera pública», como si esas gentes no hubieran estado ahí antes, como si antes no fueran visibles ni, en cierto sentido, públicas; esto es, como si se hubiesen vuelto públicas en virtud de su nueva existencia en calidad de sujetos reconocidos y admitidos. Así pues, no fueron sólo los cables y los focos, los equipos de cámaras de mano y la presencia fortuita de los periodistas occidentales en lugares perdidos de la mano de Dios lo que (mucho más allá del viejo acto puntual de violencia física de Fanon) toda una generación con consciencia del lenguaje considera como acto primordial de violencia por el que nos imponemos a la atención de los otros. Más bien, fue la nueva posibilidad de ver a los «otros», que ocupan su propio escenario —una especie de centro en sí mismo— y obligan a que se les atienda en virtud de su voz y del acto de hablar. Que de royaumes nous ignorent! [*] ¿No será esto un simple provincianismo global, impuesto con asombro sobre la vida cotidiana abarrotada y monótona de otros lugares y planetas? ¿Son estos cruciales descubrimientos algo más que equivalentes globales de la recién descubierta tolerancia liberal de los media posteriores a los años sesenta, con sus listas de correos actualizadas que incluyen minorías y neoetnicidades recién reconocidas? Porque, como ya se ha sugerido, la aparente celebración de la Diferencia, ya sea aquí en casa o a escala global, en realidad oculta y presupone una identidad nueva y más fundamental. Sea lo que sea la nueva tolerancia liberal, poco tiene que ver con el exótico abanico de la emblemática exposición de la Familia del Hombre, donde se pidió a los burgueses occidentales que mostraran su profunda afinidad humana con los bosquimanos, los hotentotes, las mujeres isleñas de pechos descubiertos, los artesanos aborígenes y otros tipos antropológicos que es poco probable que nos hagan una visita de turismo. No obstante, hay al menos tantas probabilidades de que estos nuevos otros nos visiten como de que lo hagan los inmigrantes o los Gastarbeiter; en esa medida, son más «como» nosotros o, al menos, «iguales» en múltiples aspectos que nuestros nuevos hábitos sociales internos —el forzado reconocimiento social y político de las «minorías»— nos ayudan a adquirir en nuestra política exterior. Puede que esta experiencia ideológica se limite a las élites del Primer Mundo (aunque, si así fuera, seguiría teniendo efectos dramáticos e incalculables sobre el resto): razón de más para incluirla en la descripción de lo postmoderno, donde surge como pura demografía (dicho con mayor crudeza, o materialistamente, como dije al principio). En la actualidad hay más gente, y este «hecho» tiene consecuencias que trascienden la mera incomodidad espacial y la perspectiva de que se produzcan restricciones intermitentes en los bienes de lujo.

Debemos examinar la posibilidad de que exista para el propio cuerpo individual, en lo que curiosamente se solía llamar «ámbito moral», algo casi equivalente al vértigo de las masas: el presagio de que cuanta más gente reconozcamos, incluso dentro de la mente, más precario será el estatus de lo que, hasta ahora, era nuestra propia conciencia o «yo» único e incomparable. Esto, por supuesto, no cambia, ni se nos dota mágicamente de una mayor simpatía (en el inmemorial sentido filosófico) hacia esos otros cada vez más cuantiosos, con quienes, de hecho, cada vez podemos simpatizar menos individualmente. Más bien, como cuando se socava un tipo muy fundamental de falsa conciencia o de autoengaño ideológico, prevemos el inminente colapso de todos nuestros mecanismos conceptuales internos de defensa, y en concreto de las racionalizaciones del privilegio y de esas formaciones casi naturales que, como extraordinarias estructuras cristalinas o formaciones de coral excretadas a lo largo de milenios, son el narcisismo y el amor a nosotros mismos. Sin duda, esa fobia es el temor a un temor, la sensación del colapso que se avecina (más que el colapso mismo), el terror al anonimato inminente; y se puede apelar a él para explicar opiniones y reacciones políticas, a pesar de que suele manipularlo esa forma de represión que es el olvido y la mala memoria, un autoengaño que no desea saber e intenta hundirse cada vez más hondo en una voluntaria involuntariedad, en una distracción canalizada. Esta hipótesis existencial contribuiría a documentar la condición materialista de la demografía (de hecho, es un nuevo tipo o dimensión del materialismo). No se trata del materialismo del cuerpo individual (como en el materialismo mecanicista o en el positivismo burgueses), puesto que los cuerpos multiplicados, aunque no se funden en una monstruosa alma física colectiva, reducen la preciosa corporeidad individual a algo trivialmente biológico o evolutivo; tampoco es el de los «individuos reales, concretos» de Marx (de los que «nosotros», en La ideología alemana, «partimos», como es bien sabido), puesto que conservan el aroma de identidades personales y de nombres, y ni siquiera los trabajadores de la masa parecen lo bastante demográficos, y amenazan con conducir hacia el «humanismo» o recaer en él. Aun así, hasta en los individuos concretos de Marx había una especie de materialismo, en el sentido estricto no de un sistema materialista sino de una operación mental de inversión y demistificación materialista —el único rasgo que permite identificar el «materialismo» como tal—. La operación de Marx, sin embargo, como prueba su contexto inmediato (pero también su figura y su influencia conceptual), se dirige contra los idealismos de las diversas disciplinas (no la «historia de las ideas», ni la ideología, ni las ciencias, etc. —las grandes continuidades hegelianas de formas y pensamientos—, sino más bien la gente individual, en su historia rebosante y mucho más sincronizada). La inversión materialista inherente a la demografía[29] también le da la vuelta a la alfombra de esta historia aún antropomórfica, pero no la sustituye tanto por agregados estadísticos como por el mero ser de la propia historia natural. No es el contenido de la visión o paradigma histórico sustituido (que, a su vez, es siempre una representación, y por tanto vuelve a ser susceptible de que lo encuadren y domestiquen las distintas ideologías, al igual que el propio efecto de la inversión que, por ahora, se enfrenta directamente a nosotros con una realidad no antropomórfica, de hecho casi inhumana o no humana, que no podemos asimilar conceptualmente). La demografía, concebida como una dimensión del materialismo, contribuiría sin duda a despojarlo de sus rasgos representacionales e idealizables (en concreto, de aquellos que se tematizan en torno a una «noción» de la materia).

Muy pocos pensadores han atribuido efectos culturales radicales a este aumento del universo poblado; ni han asignado, por ejemplo, la estilización y la «formidable erosión de los contornos» del movimiento moderno (como movimiento hacia una especie de universalismo) a esta

… incansable preocupación por la sorpresa del abismo que se abre entre cada ocasión minúscula de la vida diaria y los vastos tramos de tiempo y lugar en los que cada individuo representa su papel.

Con esto me refiero a lo absurdo de que una persona individual defienda la importancia de decir «¡Amo!… ¡Sufro!», si piensa en la experiencia de los billones que han vivido y han muerto, que están viviendo y muriendo, y que se puede suponer que vivirán y morirán.

En mi caso, todo esto se me planteó sobre todo por la oportunidad casi fortuita que se me dio de ir a Roma a estudiar arqueología en la Academia Americana tras graduarme en Yale en 1920. Incluso hicimos viajes de estudios aquellos días y, a pequeña escala, formamos parte de excavaciones. Cuando se ha cogido una piqueta que habrá de revelar la curva de una calle de hace cuatro mil años, hoy cubierta pero en su momento una avenida activa y transitada, jamás se vuelve a ser el mismo. Se ve Times Square como un lugar del que cabe imaginar que algún día dirán unos estudiantes: «Parece que hubo aquí una especie de centro público»[30].

Este testimonio, sin embargo, sigue siendo esencialmente modernista y canaliza los resultados y las consecuencias de la experiencia demográfica hacia la abstracción y la universalización. Está cortado por el mismo patrón que la disyunción modernista entre el signo y el referente, con miras a construir una «obra abierta» que los múltiples públicos fragmentados de los estados imperialistas de finales del siglo XIX y principios del XX puedan recodificar y recontextualizar libremente. La formulación se agudiza polémicamente con la conquista del singular mobiliario del escenario realista y naturalista, con su datación y su clima, su aquí-y-ahora anclado en los periódicos del tiempo empírico nacional. Pero la reacción postmoderna que siguió a esta abstracción y estilización modernistas —determinadas, a su vez, por el asco a estas baratijas y a los símbolos efímeros de un individualismo insustancial— señala un «regreso a lo concreto» con una diferencia; su nominalismo esquizofrénico incluye los escombros y las ruinas de muchas de estas cosas —lugar, nombres propios, etc.— sin la identidad personal ni la progresión temporal e histórica, sin la coherencia de la situación ni su lógica (por muy desesperada que fuera), que confirieron al realismo burgués su tensión y su sustancia. En efecto, quizás podamos observar aquí, invertida, la gran triada lógica filosófica y hegeliana —especificidad, universalidad, individualidad (o particularidad)—, como si en la historia lo primero fuese el individuo concreto, después el sistema represor y luego la disolución en características empíricas aleatorias.

En todo caso, el efecto del impacto diseminador de la demografía es muy distinto y quizás más típicamente postmoderno, y se siente ante todo en nuestra relación con el pasado humano. Podría parecer, según algunas crónicas, que la cifra de seres humanos que hoy viven en la tierra (unos cinco billones) se acerca rápidamente al número total de homínidos que ya han vivido y han muerto en el planeta desde el comienzo de las especies. El presente, entonces, es como una floreciente nación-estado en pleno desarrollo, cuyas cifras y prosperidad la convierten en una inesperada rival de las tradicionales. Al igual que para los hablantes bilingües de Estados Unidos, se puede hacer un cálculo previsible del momento en que rebasará al pasado: ese momento demográfico ya está en camino, como un momento de un futuro no tan lejano que se acerca velozmente y que, por tanto, ya es parte del presente y de las realidades con las que ha de lidiar. Pero, si esto es así, la relación de lo postmoderno con la conciencia histórica tiene ahora matices muy distintos, y hay cierta justificación (y cabe elaborar un argumento plausible) para relegar el pasado al olvido, como parece que venimos haciendo; ahora que nosotros, los vivos, somos preponderantes, la autoridad de los muertos —que hasta ahora se basaba en puras cifras— disminuye a un ritmo vertiginoso (junto con las restantes formas de autoridad y legitimación). Solía ser como una vieja familia, viejas casas de una vieja aldea donde sólo había unos pocos jóvenes que de noche tenían que sentarse en habitaciones oscuras y escuchar a los mayores. Pero (con las horribles excepciones que conocemos) no ha habido una guerra mayúscula en varias generaciones: la curva de nacimientos, en claro ascenso, aumenta la proporción de adolescentes respecto al resto de la población; las pandillas de jóvenes maleantes alborotan en la calle mientras los ancianos se sientan ante la televisión. Dicho con otras palabras: si superamos a los muertos, vencemos; hemos triunfado en virtud del mero hecho de haber nacido (la reflexión de Beaumarchais sobre el privilegio aristocrático se readapta inesperadamente a la suerte generacional de los yuppies).

Así pues, lo que el pasado puede contarnos es poco más que una cuestión de ociosa curiosidad, y, en efecto, nuestro interés por él —¡genealogías fantásticas, historias alternativas!— guarda cierto parecido con un hobby o con el turismo adoptivo, como la especialización enciclopédica de los concursos televisivos o el interés de Pynchon por Malta. Saludar a los lenguajes que no son los del gran poder o a las tradiciones provinciales extintas es, por supuesto, políticamente correcto, y es un derivado cultural de la retórica micro-política que hemos discutido antes.

Por lo que yo sé, el único filósofo que se ha tomado en serio la demografía y ha producido conceptos basados en una vivencia de ella evidentemente idiosincrática es Jean-Paul Sartre. Como resultado no quiso tener hijos, pero su otra originalidad filosófica histórica —haber convertido en problema filosófico ese curioso asunto que todos damos por sentado, a saber, la existencia de otras personas— podría ser consecuencia de aquélla, y no al revés. Obviamente, hubiera sido más lógico y cartesiano proceder desde el problema más simple —¿es esto realmente un Otro?— al más complicado (¿por qué hay tantos?), pero los personajes de Sartre parecen desplazarse desde lo múltiple a lo individual en esa extraña experiencia que bien podemos llamar sincronicidad:

El viento me trae el grito de una sirena… En este momento hay navios resonantes de música en el mar; se encienden luces en todas las ciudades de Europa; nazis y comunistas se tirotean en las calles de Berlín; obreros sin trabajo callejean en Nueva York; mujeres delante del espejo, en habitaciones caldeadas, se ponen cosmético en las pestañas. Y yo estoy aquí, en esta calle desierta, y cada tiro que parte de una ventana de Neukölln, cada vómito de sangre de los heridos, cada ademán preciso y menudo de las mujeres que se engalanan responde a cada uno de mis pasos, a cada latido de mi corazón[31].

Esta pseudoexperiencia, que se debe ver como una fantasía y como el intento fracasado de conseguir la representación (por medio de la representación), es también un esfuerzo de segundo grado, reactivo: es un intento de recuperar lo que está fuera del alcance de mis propios sentidos y experiencia de la vida y, reincorporándolo a mi interior, volverme, si no ya autosuficiente, sí al menos auto-protegido, como un erizo. A la vez, también parece una fantasía errante, exploratoria, como si el sujeto tuviese miedo de olvidar algo pero no pudiese imaginarse del todo las consecuencias: ¿sufriré un castigo si me olvido de todos los demás que se afanan por vivir a la vez que yo? ¿Qué beneficio podría derivar de hacerlo si, en cualquier caso, es imposible hacer bien la tarea? Conseguir la sincronía consciente tampoco mejoraría mi situación inmediata, ya que, por definición, la mente pega un salto hacia otros que me son personalmente desconocidos (y que, por tanto, no puedo imaginarme en el detalle de sus existencias). Así pues, el esfuerzo es voluntarista, un asalto de la voluntad a lo que «por definición» es estructuralmente imposible de conseguir, más que algo pragmático y práctico que busque ampliar mi información respecto al aquí y ahora. El personaje sartreano parece haber lanzado un ataque o golpe preventivo: imaginar, para abarcarlas mentalmente de antemano, esas multitudes numéricas que, si las ignorásemos, podrían abrumarnos ontológicamente.

La investigación también está abocada al fracaso porque, como observó Freud, no puede haber números inventados asignificativos, y probablemente un psicoanálisis a Sartre (o a sus personajes) acabaría tematizando el contenido de los puntos que se pretendía que fuesen aleatorios. Tampoco es irrelevante la soledad del sujeto que imagina (la sirena solitaria dispara este proyecto «asociativo»), ni, sobre todo, el propio tiempo, el momento histórico en que lo múltiple, de donde se extrae al azar esta gama de existencias individuales, está siendo unificado —en efecto, cabe identificarlo aquí con lo que hoy llamamos nominalismo, en cuanto situación y dilema personal e histórico—. En este sentido, a pesar de la telaraña que tiendo más allá de mi «situación» hacia la inimaginable sincronía de otras personas, Sartre también es (como Rousseau) el filósofo de la política de grupos pequeños, del acontecimiento cara a cara que, por muy grande que sea (como la vista aérea de la plaza que se expande por las abarrotadas calles laterales de la polis), debe seguir siendo asequible para la «experiencia en vivo» (expresión menos engañosa que la retórica del cuerpo individual y sus sentidos, que evoca una filosofía de muy distinto tipo). Lo que hay más allá de esto —como en la clase social— es de algún modo real pero inauténtico, pensable pero irrepresentable, y por tanto resulta dudoso e inverificable para una filosofía de la existencia que, ante todo, quiere evitar la estafa o la injusticia en su experiencia vital. «Totalizar» no implica una creencia en la posiblidad de acceder a la totalidad, sino más bien jugar con el límite mismo, como un diente flojo, como cotejar apuntes y medidas y deducir así la barrera del sonido que, como la línea que traza Kant entre lo analítico y lo dialéctico, jamás se puede transgredir y de alguna manera trasciende a la experiencia. Pero esa experiencia imposible localizada más allá, el horror de la multiplicidad, no es nada más que el puro Número, que en nuestro siglo solamente la filosofía de Sartre ha sabido reinventar, superando a Heidegger con su regreso a una primordialidad casi socrática. Demasiadas personas empiezan a cancelar mi propia existencia con su peso ontológico; mi vida personal —la forma singular de propiedad privada que me queda— se torna pálida y tenue como los fantasmas homéricos, o como una porción de bienes raíces cuyo valor se hubiera reducido a un manojo despreciable de billetes arrugados. Esto, no obstante, empieza a ser postmoderno debido a la influencia planetaria que ejerce sobre los pensamientos temporales y sobre la posibilidad de representar el tiempo. Sartre sigue siendo en gran medida un moderno, pero es aleccionador observar cómo la masa gravitatoria de puros números sincrónicos se cierne sobre temas temporales y los alabea para formar el único «concepto» que ahora se puede encajar entre la historia y la demografía, la única categoría espacio-temporal relevante a la que también se podría obligar, si fuera necesario, a desempeñar una doble misión en cuanto experiencia: a saber, el concepto mismo de sincronía, el límite supremo de la representación hasta que llega la televisión, punto en el que todas estas bombillas inconcebiblemente múltiples vuelven a encenderse, el problema metafísico que parecían designar y repetir desaparece, y el espacio global postmoderno reemplaza y anula la problemática sartreana de la totalización. También con esta transformación, como hemos visto en tantos otros casos, la tensión esencial de lo moderno y el compromiso con el drama imposible de la representación se debilitan y caen poco a poco en el olvido —y se desvanecen—. La totalidad global se retira ahora al interior de la mónada, sobre pantallas titilantes, y el «interior», que antes era el terreno de pruebas del existencialismo y sus ansiedades, se vuelve ahora tan autosuficiente como un espectáculo de luces o como la vida interior de un catatónico (mientras que en el mundo espacial de los cuerpos reales los extraordinarios desplazamientos demográficos de masas migratorias de trabajadores y turistas globales invierten este solipsismo individual, hasta un punto sin parangón en la historia mundial). El término nominalismo también se le puede aplicar ahora a este resultado, en el cual han empalidecido los universales, a excepción de espasmos intermitentes de un nuevo infinito sublime o matemático; pero en tal caso sería un nominalismo que ya no se concibe como problema y que, por tanto, también ha perdido en el proceso su nombre propio.