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TEORÍAS DE LO POSTMODERNO

El problema de la postmodernidad —cómo describir sus características fundamentales; si, para empezar, existe; y si el propio concepto es de alguna utilidad o, por el contrario, se trata de una mistificación— es a la vez estético y político. Se puede demostrar que las diversas posturas que cabe adoptar ante él, cualesquiera que sean los términos en que se formulen, articulan siempre concepciones de la historia en las que la valoración del momento social que vivimos hoy es objeto de una afirmación o de un rechazo esencialmente políticos. En efecto, la premisa misma que propicia el debate gira alrededor de un presupuesto inicial y estratégico sobre nuestro sistema social: concederle cierta originalidad histórica a una cultura postmoderna también equivale implícitamente a afirmar una diferencia estructural radical entre lo que a veces se denomina sociedad de consumo y los momentos anteriores del capitalismo del que ésta surgió.

Las diversas posibilidades lógicas, sin embargo, se vinculan necesariamente a la toma de postura ante otro tema inscrito en la propia designación de la postmodernidad: la valoración de lo que ahora debe llamarse modernismo clásico. De hecho, al elaborar un primer inventario de los diversos artefactos culturales que cabría muy bien caracterizar como postmodernos, sobreviene la fuerte tentación de buscar un «parecido de familia» entre estilos y productos heterogéneos; no en ellos mismos, sino en cierto impulso y estética modernistas comunes contra los que, de uno u otro modo, todos ellos reaccionan.

Sin embargo, el mérito de los debates arquitectónicos, de las discusiones inaugurales de la postmodernidad como estilo, es que vuelven ineludible el eco político de estos temas aparentemente estéticos y permiten detectarlo en las discusiones, a veces más codificadas o veladas, que tienen lugar en las otras artes. A grandes rasgos, cabe destacar cuatro posturas generales respecto a la postmodernidad entre las muchas declaraciones recientes sobre el tema; pero incluso este esquema relativamente pulcro, o combinatoire, se complica, porque da la impresión de que a cada una de estas posibilidades se le puede asignar una expresión o bien poéticamente progresista o bien políticamente reaccionaria (hablando ahora desde una perspectiva marxista o, más generalmente, de izquierdas).

Podemos, por ejemplo, saludar la llegada de la postmodernidad desde un punto de vista esencialmente antimoderno[1]. Parece que una generación anterior de teóricos (sobre todo Ihab Hassan) ya hizo algo así al abordar la estética postmoderna en términos de una temática más propiamente postestructuralista (el ataque de Tel quel a la ideología de la representación, el «final de la metafísica occidental» de Heidegger o Derrida), que recibe a lo que a menudo aún no se llama postmodernidad (véase la profecía utópica al final de El orden de las cosas, de Foucault) como si llegase toda una nueva forma de pensar y estar en el mundo. Pero, puesto que la celebración de Hassan incluye además algunos de los monumentos más extremos del modernismo (Joyce, Mallarmé), ésta sería una postura relativamente ambigua si no fuera por la celebración conjunta de la nueva alta tecnología de la información, señalando así la afinidad entre estas evocaciones y la tesis política de una sociedad postindustrial propiamente dicha.

Todo esto se deshace en gran medida de su ambigüedad en ¿Quién teme al Bauhaus feroz? de Tom Wolfe, que por lo demás parece un comentario de texto poco destacable sobre los recientes debates arquitectónicos, escrito a su vez por un autor cuyo Nuevo Periodismo constituye una de las variantes de la postmodernidad. Lo interesante y sintomático de este libro, no obstante, es la ausencia de toda celebración utópica de lo postmoderno y, de modo aún más sorprendente, el odio apasionado a lo moderno que permea el sarcasmo, por lo demás necesariamente camp, de la retórica, que lejos de ser una nueva pasión es anticuada y arcaica. Es como si, ante la aparición misma de lo moderno (los primeros edificios de Le Corbusier, tan blancos como las primeras catedrales del siglo XII; las primeras cabezas escandalosas de Picasso que, como una platija, tenían dos ojos en un perfil, la impactante «oscuridad» de las primeras ediciones del Ulises y La tierra baldía), hubiera resucitado de pronto el horror originario de los primeros espectadores de clase media, el disgusto de los primeros filisteos, Spiessbürger, burgueses o Babbitt de Main Street. Se infunde así a las nuevas críticas de la modernidad un espíritu ideológicamente muy distinto cuyo efecto general es que reanima en el lector una simpatía, también arcaica, hacia los impulsos prototípicos, utópicos y anti clase media de un modernismo hoy extinto. La diatriba de Wolfe ofrece así un ejemplo de libro de texto sobre cómo un rechazo teórico, razonado y contemporáneo, de lo moderno —gran parte de cuya fuerza progresista brota de una nueva concepción de lo urbano y de una considerable experiencia actual de la destrucción de formas más antiguas de vida comunal y urbana en nombre de una ortodoxia moderna— puede ser convenientemente retomado y ponerse al servicio de una política cultural explícitamente reaccionaria.

Estas posturas —antimodernas/propostmodernas— se encuentran con sus homologas y con su inversión estructural en un conjunto de contraargumentos cuyo fin es recalcar la chapucería e irresponsabilidad de lo postmoderno en general, mediante la reafirmación del auténtico impulso de una tradición modernista que siguen considerando viva y dinámica. Los manifiestos gemelos de Hilton Kramer publicados en el primer ejemplar de su revista The New Criterion articulan con fuerza estos puntos de vista, contrastando la responsabilidad moral de las «obras maestras» y los monumentos de los clásicos modernos con la irresponsabilidad y superficialidad fundamentales de una postmodernidad asociada al camp y a la «jocosidad», de la que el estilo de Wolfe es un ejemplo obvio y oportuno.

Lo más paradójico es que políticamente Wolfe y Kramer comparten muchos aspectos; y cabría detectar cierta inconsistencia en el hecho de que Kramer intente erradicar de la «seriedad elitista» de los clásicos modernos su postura fundamentalmente enfrentada a la clase media, así como la pasión prototípica que late en el rechazo por parte de los grandes modernistas a los tabúes y la vida familiar de la época victoriana, a la mercantilización y a la creciente asfixia de un capitalismo desacralizante, de Ibsen a Lawrence y de Van Gogh a Jackson Pollock. Además de ser poco convincente, el ingenioso intento de Kramer de asimilar esta actitud claramente antiburguesa de los grandes modernistas a una «oposición leal» alimentada en secreto por la propia burguesía —mediante fundaciones y becas— debe su existencia a las contradicciones de la política cultural de la propia modernidad, cuyas negaciones dependen de que persista aquello que rechazan, y sostienen una relación simbiótica con el capital (cuando no consiguen —en raras ocasiones, como en Brecht— una genuina autoconciencia política).

Aun así, es más fácil comprender este paso de Kramer si aclaramos el proyecto político de The New Criterion. La misión de esta revista es, claramente, erradicar los años sesenta y lo que queda de su legado, relegar aquel período al tipo de olvido que los años cincuenta consiguieron tramar para los treinta, o los veinte para la rica política cultural de la época anterior a la Primera Guerra Mundial. The New Criterion, por tanto, es parte del esfuerzo (hoy activo y vigente en todas partes) de erigir una nueva contrarrevolución cultural conservadora, cuyos términos abarcan desde lo estético hasta la defensa suprema de la familia y la religión. Por eso es paradójico que este proyecto, ante todo político, lamente tan explícitamente la omnipresencia de la política en la cultura contemporánea, una plaga muy extendida en los años sesenta pero a la que Kramer imputa la responsabilidad de la estulticia moral postmoderna de nuestra propia época.

Esta operación (obviamente indispensable, desde un punto de vista conservador) tiene el problema de que, por la razón que sea, no parece que su retórica de papel moneda haya contado con el respaldo del oro sólido del poder estatal (cosa que sí ocurrió en la época de McCarthy o en las redadas de Palmer en los años veinte). El fracaso de la guerra del Vietnam parece haber impedido, al menos por ahora[2], el flagrante ejercicio del poder represivo, y ha dotado a los años sesenta de una persistencia en la memoria y experiencia colectivas que no conocieron las tradiciones de los años treinta o del período anterior a la Primera Guerra Mundial. Por eso, la «revolución cultural» de Kramer tiende casi siempre a incurrir en una nostalgia débil y sentimental de los años cincuenta y la era Eisenhower.

A la luz de lo expuesto sobre algunas actitudes ante la modernidad y la postmodernidad, no sorprenderá que, a pesar de la ideología abiertamente conservadora de esta segunda valoración del panorama cultural contemporáneo, también quepa reconducirla por una dirección sin duda mucho más progresista. Hemos de agradecer a Jürgen Habermas[3] que invierta y reformule radicalmente lo que sigue siendo la afirmación del valor supremo de lo moderno y el rechazo de la teoría y la práctica de la postmodernidad. Para Habermas, sin embargo, el vicio central de la postmodernidad consiste ante todo en su función políticamente reaccionaria, en cuanto intento generalizado de desacreditar un impulso moderno que este autor asocia con la Ilustración burguesa y su espíritu, aún unlversalizante y utópico. Con Adorno, Habermas intenta rescatar y rememorar lo que ambos consideran como el poder esencialmente negativo, crítico y utópico de los grandes modernismos. Por otro lado, el intento de Habermas de asociarlos al espíritu de la Ilustración del siglo XVIII provoca una ruptura decisiva con la pesimista Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, en la que el ethos científico de los philosophes se representa como una errónea voluntad de poder y de dominio sobre la naturaleza, y su programa desacralizante como primer momento del desarrollo de una perspectiva del mundo completamente instrumentalizadora que aboca directamente en Auschwitz. Se puede explicar esta sorprendente divergencia atendiendo a la propia concepción habermasiana de la historia, que intenta mantener la promesa del «liberalismo» y el contenido esencialmente utópico de la primera ideología burguesa universalizante (igualdad, derechos civiles, humanitarismo, libertad de expresión y de prensa) frente a la no realización de esos ideales en el desarrollo del capitalismo.

En cuanto a los términos estéticos del debate, sin embargo, sería inadecuado responder a la reanimación habermasiana de lo moderno con un certificado meramente empírico de su extinción. Hemos de tener en cuenta que la situación nacional en que piensa y escribe Habermas es muy distinta a la nuestra: por un lado, el macarthysmo y la represión son hoy realidades en la República Federal de Alemania, y, por otro, la intimidación intelectual de la izquierda y el silenciamiento de la cultura de izquierdas (que la derecha de Alemania Occidental ha relacionado a menudo con el «terrorismo») se han ejercido, en términos globales, con mucho más éxito que en ningún otro lugar de Occidente[4]. El triunfo de un nuevo macarthysmo y de la cultura de los Spiessbürger y los filisteos abre la posibilidad de que quizás, en esta concreta situación nacional, tenga razón Habermas y las formas antiguas del modernismo retengan algo del poder subversivo que perdieron en otros lugares. En tal caso, una postmodernidad que intente debilitar y socavar ese poder puede muy bien merecer el diagnóstico intelectual de Habermas de manera local, aunque el juicio no sea generalizable.

Ambas posturas —antimoderna/propostmoderna y promoderna/ antipostmoderna— se caracterizan por aceptar el nuevo término, lo que equivale a un acuerdo sobre la naturaleza fundamental de cierta ruptura decisiva entre los momentos moderno y postmoderno, sea cual sea la valoración que de ellos se haga. Quedan, aun así, dos últimas posibilidades lógicas que dependen del rechazo de toda concepción relativa a esta ruptura histórica y que, por tanto, plantean —implícita o explícitamente— la utilidad de la propia categoría de postmodernidad. En cuanto a las obras que a ésta se le asocian, volverán a asimilarse a la modernidad propiamente dicha, de modo que lo «postmoderno» se convierte en poco más que la forma que reviste lo auténticamente moderno en nuestro propio período, y en una mera intensificación dialéctica del viejo impulso moderno hacia la innovación. (Debo omitir aquí otra serie de debates, en su mayoría académicos, en los que una concepción más amplia pone en tela de juicio la continuidad misma de la modernidad tal y como aquí se reafirma.

Según ésta, habría una profunda continuidad del romanticismo desde finales del siglo XVIII en adelante, y tanto lo moderno como lo postmoderno se considerarían como meras etapas orgánicas).

Lógicamente resulta que las dos actitudes finales ante el tema son las valoraciones positiva y negativa, respectivamente, de una postmodernidad que ahora se asimila de nuevo a la tradición modernista. Jean-François Lyotard[5] propone, por tanto, que se entienda su propio compromiso vital con lo nuevo y lo emergente, con una producción cultural contemporánea o postcontemporánea que ahora se define ampliamente como «postmoderna», como parte esencial de una reafirmación de los viejos y genuinos modernismos, muy en el espíritu de Adorno. El ingenioso viraje o desvío de su propuesta implica la tesis siguiente: no es que algo llamado postmodernidad siga a la modernidad como producto residual de ésta, sino que, precisamente, la precede y prepara. De esta manera, es posible ver las postmodernidades contemporáneas que nos rodean como la promesa del retorno y la reinvención, la reaparición triunfal, de un nuevo modernismo imbuido de todo su antiguo poder y de vida fresca. Se trata de una actitud profética cuyos análisis reactivan el ataque antirrepresentacional del modernismo y de la postmodernidad. No obstante, las posturas estéticas de Lyotard no admiten una correcta valoración en términos estéticos, ya que lo que las inspira es una concepción esencialmente social y política de un nuevo sistema social más allá del capitalismo clásico (nuestra vieja amiga la «sociedad postindustrial»): la imagen de una modernidad regenerada es, en este sentido, inseparable de una cierta fe profética en las posibilidades y en la promesa de la nueva sociedad emergente.

Así pues, la inversión negativa de esta postura encierra claramente un rechazo ideológico de la modernidad, cuyo tono bien podría abarcar desde el antiguo análisis de Lukács de las formas modernas como réplicas de la reificación de la vida social capitalista, hasta algunas de las más articuladas críticas actuales a la modernidad. Sin embargo, lo que distingue a esta última postura de la antimodernidad esbozada antes es que no habla desde la seguridad de una afirmación de cierta nueva cultura postmoderna, sino que considera que incluso ésta es una mera degeneración de los impulsos ya estigmatizados de la propia modernidad. Esta postura concreta, quizás la más desoladora e implacablemente negativa de todas, puede confrontarse gráficamente en las obras del historiador de arquitectura veneciana Manfredo Tafuri, cuyos exhaustivos análisis[6] constituyen una poderosa condena de lo que hemos denominado los impulsos «prototípicos» del modernismo (la sustitución «utópica» de la política cultural por la política propiamente dicha, la vocación de transformar el mundo transformando sus formas, su espacio o su lenguaje). Tafuri, aun así, no es menos severo en su anatomía de la vocación negativa, demistificadora y «crítica» de los diversos modernismos, cuya función interpreta como una suerte de «astucia de la historia» hegeliana, según la cual las tendencias instrumentalizantes y desacralizadoras del capital se reálizan, en última instancia, a través de ese preciso trabajo de demolición que desarrollan los pensadores y artistas del movimiento moderno. El «anticapitalismo» de éstos termina, por tanto, asentando los pilares de la organización y el control burocráticos «totales» del capitalismo tardío, y es lógico que Tafuri concluya postulando la imposibilidad de que se produzca una transformación radical de la cultura antes de que tenga lugar la de las propias relaciones sociales.

A mi modo de ver, la ambivalencia política que demuestran las dos posturas anteriores sigue presente aquí, pero en el interior de las posturas de estos dos complejísimos pensadores. A diferencia de muchos de los teóricos antes mencionados, Tafuri y Lyotard son figuras explícitamente políticas que entablan un compromiso manifiesto con los valores de una vieja tradición revolucionaria. Está claro, por ejemplo, que el respaldo combativo de Lyotard al valor supremo de la innovación estética ha de entenderse como imagen de un cierto tipo de postura revolucionaria, mientras que el marco conceptual de Tafuri es muy consistente con la tradición marxista clásica. Pero ambos son también susceptibles —de modo implícito y, en ciertos momentos estratégicos, más abiertamente— de que se los reescriba en términos de un postmarxismo que, a la larga, se vuelve indistinguible del antimarxismo propiamente dicho. Lyotard, por ejemplo, a menudo ha intentado distinguir su estética «revolucionaria» de los antiguos ideales de la revolución política, que considera o bien estalinistas o bien arcaicos e incompatibles con las condiciones del nuevo orden social postindustrial; mientras que la idea apocalíptica de Tafuri de la revolución social total implica una concepción del «sistema total» del capitalismo que, en un período de despolitización y reacción, está fatalmente abocada al desánimo que tantas veces ha llevado a los marxistas a renunciar por completo a lo político (vienen a la memoria Horkheimer y Merleau-Ponty, así como muchos ex-trotskystas de los años treinta y cuarenta y ex-maoístas de los años sesenta y setenta).

El esquema combinatorio esbozado anteriormente se puede representar ahora de la siguiente manera; los signos de suma y resta designan las funciones políticamente progresistas o reaccionarias de las posturas en cuestión:

Con estas observaciones cerramos el círculo, y podemos volver ahora al contenido político potencial (más positivo) de la primera postura en cuestión, y en concreto al tema de la existencia de un impulso populista en la postmodernidad que Charles Jencks (pero también Venturi y otros) ha tenido el mérito de subrayar; además, este tema nos permitirá precisar el absoluto pesimismo del marxismo de Tafuri. No obstante, lo primero que debemos señalar es que la mayoría de las posturas políticas que hemos localizado en lo que casi siempre se perfila como un debate estético son, en realidad, posturas moralizantes que intentan desarrollar juicios últimos sobre el fenómeno de la postmodernidad, bien tachándola de corrupta, bien acogiéndola como una forma de innovación estéticamente sana y positiva. Pero un análisis verdaderamente histórico y dialéctico de tales fenómenos —sobre todo cuando se trata de una cuestión de un tiempo y una historia presentes en los que nosotros mismos vivimos y luchamos— no se puede permitir el lujo empobrecido de estos juicios moralizantes absolutos: la dialéctica está «más allá del bien y del mal» en el sentido de una fácil toma de partido, y de ahí el espíritu glacial e inhumano de su visión histórica (aspecto del sistema originario de Hegel que ya molestó a sus contemporáneos). El asunto es que estamos hasta tal punto dentro de la cultura de la postmodernidad, que su rechazo superficial es tan imposible como complaciente y corrupta es cualquier celebración igualmente superficial. Cabe pensar que la valoración ideológica de la postmodernidad implica hoy, necesariamente, un juicio sobre nosotros mismos así como sobre los artefactos en cuestión; tampoco se puede comprender correctamente todo un período histórico, el nuestro, a través de juicios morales globales o de su equivalente degradado, los diagnósticos psicológicos populares.

Desde el punto de vista marxiano clásico, las semillas del futuro existen ya en el presente y deben desvincularse conceptualmente de él mediante el análisis y la praxis política (los trabajadores de la Comuna parisina, comentó una vez Marx en una frase sorprendente, «carecen de ideales a realizar»; tan sólo se proponían desvincular las formas incipientes de las nuevas relaciones sociales de las antiguas relaciones sociales capitalistas en que habían empezado a agitarse). En lugar de la tentación de o bien denunciar las complacencias de la postmodernidad como síntoma final de la decadencia, o dar la bienvenida a las nuevas formas como precursoras de una nueva utopía tecnológica y tecnocrática, parece más correcto evaluar la nueva producción cultural con la hipótesis de trabajo de que la reestructuración social del capitalismo tardío como sistema ha producido una modificación general de la cultura[7].

En cuanto a esta modificación, no obstante, la afirmación de Jencks de que la arquitectura postmoderna se distingue de la del modernismo por sus prioridades populistas[8] puede servir de punto de partida para una discusión de corte más general. En el contexto específicamente arquitectónico, esto quiere decir que mientras que el espacio modernista, ahora más clásico, de un Le Corbusier o un Wright intentaba diferenciarse radicalmente de la degradada estructura urbana en la que surgía —con lo que sus formas dependían de un acto de radical disyunción de su contexto espacial (el gran pilotis representaba la separación del suelo y salvaguardaba el novum del nuevo espacio)—, los edificios postmodernos, por el contrario, celebran su inserción en el tejido heterogéneo del paisaje de centros comerciales, moteles y restaurantes de comida rápida de la ciudad norteamericana de la postsuperautopista. Entretanto, un juego de alusiones y ecos formales («historicismo») asegura el parentesco de estos nuevos edificios de arte con los iconos y espacios comerciales circundantes, renunciando así a la afirmación modernista de la diferencia e innovación radicales.

Si debemos seguir considerando populista este rasgo de la nueva arquitectura, sin duda significativo, es una pregunta que todavía debe permanecer abierta. Parece esencial distinguir las formas incipientes de una nueva cultura comercial (desde los anuncios hasta el empaquetamiento formal de todo tipo, desde productos hasta edificios, sin excluir mercancías artísticas como los espectáculos televisivos —el «logo»—, los best-sellers y las películas) de los viejos tipos de cultura folk y genuinamente «popular» que prosperaron cuando aún existían las viejas clases sociales de un campesinado y de un artisanat urbano, cultura que, desde mediados del siglo XIX, ha sido paulatinamente colonizada y extinguida por la mercantilización y el sistema de mercado.

Lo que sí se puede admitir, al menos, es la presencia más universal de esta característica concreta, que en las otras artes aparece con menor ambigüedad como desaparición de la vieja distinción entre la alta cultura o cultura de élite y la llamada cultura de masas. La singularidad de la modernidad dependía de esta distinción, puesto que su función utópica consistía, al menos en parte, en asegurar un ámbito de auténtica experiencia frente al entorno de una cultura comercial de nivel medio y bajo. De hecho, puede argumentarse que la aparición del modernismo es coetánea con la primera gran expansión de una cultura de masas reconocible (cabe considerar a Zola como indicador de la última coexistencia de la novela artística y el best-seller en un mismo texto).

Esta diferenciación constitutiva es la que ahora parece a punto de desaparecer: ya hemos mencionado cómo en música, después de Schönberg e incluso después de Cage, las dos tradiciones antitéticas de «lo clásico» y «lo popular» empiezan a converger de nuevo. En las artes visuales, la renovación de la fotografía como medio significativo por sí mismo, y también como «plano de la sustancia» del arte pop o del fotorrealismo, es un síntoma crucial del mismo proceso. En cualquier caso, es mínimamente obvio que los nuevos artistas ya no «citan» los materiales, fragmentos y motivos de una cultura de masas o popular, como empezara a hacer Flaubert; de algún modo, los incorporan hasta tal punto que muchas de nuestras viejas categorías valorativas (fundadas precisamente en la diferenciación radical de la cultura moderna y de masas) ya no son funcionales.

Ahora bien, si esto es así, parece posible que lo que lleva la máscara del «populismo» y ejecuta sus gestos en las diversas apologías y manifiestos postmodernos sea, en realidad, un mero síntoma y reflejo de una mutación cultural crucial, donde lo que solía portar el estigma de «cultura de masas» o «comercial» se incluye ahora en un nuevo ámbito cultural de mayores dimensiones. En todo caso, sería lógico esperar que un término extraído de la tipología de las ideologías políticas sufriera reajustes semánticos básicos al desaparecer su referente original (esa agrupación al estilo de un Frente Popular de trabajadores, campesinos y pequeño-burgueses a la que se suele llamar «el pueblo»).

Al fin y al cabo, quizás no sea ésta una historia tan novedosa: recuérdese el gozo de Freud cuando descubre una oscura cultura tribal que, única entre las innumerables tradiciones del análisis de los sueños, había dado con la idea de que todo sueño esconde un significado sexual —¡excepto los sueños sexuales, cuyo significado es otra cosa!—. Algo similar ocurre en el debate postmoderno y en la despolitizada sociedad burocrática que le corresponde, donde resulta que todas las posturas aparentemente culturales son formas simbólicas de moralización política, con excepción de la expresión explícitamente política que manifiesta un deslizamiento de la política a la cultura.

Aquí, la objeción habitual —que la clase se incluye a sí misma y que la taxonomía no incluye ningún lugar (lo bastante privilegiado) desde donde observarse a sí misma o facilitar su propia teorización— debe ser incorporada a la teoría como una especie de reflexividad defectuosa que se muerde la cola sin llegar nunca a cuadrar el círculo. La teoría de la postmodernidad se asemeja, en efecto, a un proceso incesante de rotación interna donde se invierte la posición del observador y se retoma el análisis a una escala mayor. Lo postmoderno nos invita, pues, a entregarnos a una sombría burla de la historicidad en general, en la que se repite monótonamente, como en la peor pesadilla, el esfuerzo de conseguir la autoconciencia con la que nuestra propia situación completaría de algún modo el acto de comprensión histórica, y donde este esfuerzo yuxtapone el grotesco carnaval de las repeticiones del concepto de autoconciencia al propio rechazo filosófico pertinente de este concepto. El recordatorio de que es imposible completar se representa entonces como el carácter ineludible de los signos de suma y resta, que saltan desde sus posiciones para importunar al observador externo e insistir sin tregua en un juicio moral que la propia teoría excluye de antemano. El acto provisional de prestidigitación por el que incluso este juicio moral se añade a la lista de rasgos pertinentes, a través de una teoría que consigue salir de sí misma por un momento para incluir sus propios límites externos, apenas dura lo que tarda la «teoría» en re-formarse y convertirse, serenamente, en un ejemplo del aspecto que supuestamente ha de tener el cierre que propone y presagia. Así, la teoría de la postmodernidad puede finalmente elevarse hasta el nivel del propio sistema y de sus propagandas más íntimas, que celebran la libertad innata de una autorreproducción cada vez más absoluta.

Estas circunstancias (que se adelantan, impidiéndola, a toda teoría infalible de lo postmoderno que se pueda recomendar sin reservas como arma, por no decir como prueba decisiva) nos piden que reflexionemos sobre un uso más correcto que impida la autoindulgencia de un regreso infinito. No obstante, puede que en este lugar concreto, nuevo y mágico, el falso problema se haya convertido en el único ámbito de la verdad, de tal modo que reflexionar sobre el arduo problema de la naturaleza de un arte político en condiciones que por definición lo excluyen quizá no sea el peor modo de pasar el tiempo. De hecho (y esto se confirmará —o no— en las páginas siguientes), me imagino que quizás el «arte político postmoderno» resulte ser solamente eso —no arte en un sentido antiguo, sino una interminable conjetura sobre cómo, para empezar, podría ser posible.

En cuanto a los dualismos de lo moderno/postmoderno (mucho más intolerables que la mayoría de los dualismos vulgares y corrientes, y quizá por eso mismo inmunes a los usos incorrectos de los que estos dualismos son siempre el signo tanto como el instrumento), quizás sirva añadir un tercer término para convertir este esquema reversible de anotación de diferencias en un esquema histórico más productivo y manejable. Ese tercer término —por el momento, llamémoslo «realismo», a falta de otro mejor— recoge la impronta del carácter secular de la purga ilustrada de los códigos sagrados, al mismo tiempo que atestigua la primera consolidación del sistema económico anterior a la «declinación de segundo orden» del lenguaje y del mercado en la época moderna y en el imperialismo. Este nuevo tercer término, anterior a los otros, los mantiene unidos a cualquier cuarto término que se plantee como hipótesis para los diversos precapitalismos, y proporciona un paradigma de desarrollo más abstracto que recapitula su cronología fuera de todo orden cronológico, como en el cine, la música rock o la literatura negra, por ejemplo. De este modo, lo que salva a este nuevo esquema de las aporías de los dualismos aquí enumerados constituye también una suerte de entrenamiento intelectual para dejar de lado las fechas, una especie de ascesis de lo diacrónico en la que aprendemos a posponer la recompensa final de la cronología como modo de comprensión. En cualquier caso, esta recompensa implicaría salir del sistema, que tiene en los dos o tres términos que aquí hemos enumerado sus elementos internos e infinitamente sustituibles.

Mientras seamos incapaces de hacer esto —y a la vista de cierta desgana justificada de avanzar un tercer término (tan conflictivo internamente como los otros dos juntos)— sólo cabe proponer el siguiente consejo, sencillo e higiénico: que el dualismo se utilice, en cierto sentido, contra sí mismo, como un campo de visión lateral que obliga a fijar un objeto que no interesa. De esta manera, una investigación rigurosa de uno u otro rasgo de lo postmoderno apenas revelará nada importante sobre la propia postmodernidad, pero, contra su voluntad y sin que sea ésa su intención, dirá mucho sobre lo moderno propiamente dicho; y quizá también resulte cierto lo contrario, aunque no habría por qué pensar que ambos son términos simétricamente opuestos. Una alternancia aún más rápida entre ambos puede contribuir, como poco, a evitar que tanto la actitud laudatoria como el anticuado gesto fulminante y moralizador se inmovilicen.