INTRODUCCIÓN

El modo más seguro de comprender el concepto de lo postmoderno es considerarlo como un intento de pensar históricamente el presente en una época que ha olvidado cómo se piensa históricamente. En tal caso, o bien lo postmoderno «expresa» (por mucho que lo deforme) un irrefrenable impulso histórico más profundo o lo «reprime» y desvía con eficacia, según favorezcamos uno u otro aspecto de la ambigüedad. Quizás la postmodernidad, la conciencia postmoderna, consista sólo en la teorización de su propia condición de posibilidad, que es ante todo una mera enumeración de cambios y modificaciones. También la modernidad pensó compulsivamente lo Nuevo e intentó observar su nacimiento (para ello, inventó mecanismos de registro e inscripción análogos a la fotografía de secuencias históricas), pero lo postmoderno busca rupturas, acontecimientos antes que nuevos mundos, el instante revelador tras el cual nada vuelve a ser lo mismo; el «Cuando-todo-cambió», como dice Gibson[1] o, mejor aún, las variaciones y los cambios irrevocables en la representación de las cosas y de cómo éstas cambian. Los modernos se interesaban por lo que probablemente surgiría de estos cambios y de su tendencia general: pensaban en la cosa misma, sustantivamente, de modo utópico o esencial. La postmodernidad es más formal y, como diría Benjamin, más «distraída»; sólo registra las propias variaciones, y sabe de sobra que los contenidos son también meras imágenes. En la modernidad, como intentaré mostrar más adelante, aún subsisten algunas zonas residuales de la «naturaleza» o del «ser», de lo viejo, de lo más viejo, de lo arcaico; la cultura todavía puede influir sobre esa naturaleza e intentar transformar ese «referente». La postmodernidad es lo que queda cuando el proceso de modernización ha concluido y la naturaleza se ha ido para siempre. Es un mundo más plenamente humano que el antiguo, pero en él la cultura se ha convertido en una auténtica «segunda naturaleza». En efecto, lo que le ocurrió a la cultura bien pudiera ser una de las pistas más importantes para rastrear lo postmoderno: una enorme dilatación de su esfera (la esfera de las mercancías), una inmensa aculturación de lo Real (históricamente original) y un salto cuántico en lo que Benjamin aún denominaba «estetización» de la realidad (él pensaba que el fascismo era esto, pero nosotros sabemos que es una mera diversión: una prodigiosa euforia producida por el nuevo orden de cosas, una avalancha de mercancías, la tendencia a que sean nuestras «representaciones» de las cosas las que nos entusiasmen y exciten, y no necesariamente las cosas mismas). De este modo, en la cultura postmoderna la «cultura» se ha vuelto un producto por derecho propio; el mercado se ha convertido en un sustituto de sí mismo y en una mercancía, como cualquiera de los productos que contiene; mientras que la modernidad era, de una forma insuficiente y tendenciosa, la crítica de la mercancía y el esfuerzo por conseguir que ésta se trascendiera a sí misma. La postmodernidad es el consumo de la pura mercantilización como proceso. Así pues, el «estilo de vida» del superestado guarda la misma relación con el «fetichismo» de las mercancías de Marx que los monoteísmos más avanzados con los animismos primitivos o la idolatría más rudimentaria; de hecho, entre cualquier teoría sofisticada de lo postmoderno y el viejo concepto de «industria cultural» de Horkheimer y Adorno ha de haber una relación similar a la que sostienen la MTV[*] o los anuncios fractales con las series televisivas de los años cincuenta.

Mientras tanto, la teoría también ha cambiado y aporta su propia pista para aclarar el misterio. En efecto, uno de los rasgos más sorprendentes de lo postmoderno es que un amplio espectro de tendencias actuales de análisis confluye en su seno (predicciones económicas, estudios de márketing, críticas culturales, nuevas terapias, la jeremiada —generalmente oficial— en torno a las drogas o la permisividad, reseñas de exposiciones de arte o festivales nacionales de cine, reviváis o cultos religiosos). El nuevo género discursivo que forman se podría denominar «teoría postmoderna», y merece nuestra atención en sí mismo. Se trata claramente de una clase que, a su vez, es uno más de los objetos que ella misma trata, y no quisiera tener que decidir si los siguientes capítulos investigan la naturaleza de esta «teoría de la postmodernidad» o si son meros ejemplos suyos.

He procurado evitar que mi propia versión de la postmodernidad —que presenta una serie de características o rasgos semiautóno-mos y relativamente independientes— se replegara al síntoma único y excepcionalmente privilegiado de la carencia de historicidad. En sí mismo, esto apenas podría connotar de modo infalible la presencia de lo postmoderno, tal como lo demuestran campesinos, estetas, niños, economistas liberales o filósofos analíticos. Pero es difícil hablar de «teoría de la postmodernidad» en general sin recurrir a la cuestión de la sordera histórica, condición exasperante (siempre que nos demos cuenta de ella) que determina una serie de intentos és-pasmódicos e intermitentes, pero desesperados, de recuperar la historia. La teoría de la postmodernidad es uno de estos intentos: el esfuerzo de medir la temperatura de la época sin instrumentos y en una situación en la que ni siquiera estamos seguros de que todavía exista algo tan coherente como una «época», Zeitgeist, «sistema» o «situación actual». La teoría de la postmodernidad, pues, es dialéctica, al menos en la medida en que tiene la astucia de aprovechar esa misma incertidumbre como primera pista y agarrarse a ese hilo de Ariadna para adentrarse por lo que quizás no sea un laberinto, sino un gulag o quizás un centro comercial. No obstante, un enorme termómetro a lo Claes Oldenburg, tan largo como toda una manzana de una ciudad, podría servir de inquietante síntoma de un proceso que ha caído sin previo aviso del cielo, como un meteorito.

Y es que parto del axioma de que la «versión moderna de la historia» es la primera víctima y la primera ausencia misteriosa del período postmoderno (ésta es, esencialmente, la versión de Achille Bonito Oliva de la teoría de la postmodernidad)[2]: en el arte, al menos, la idea de progreso y telos ha estado viva y coleando hasta hace muy poco, en su forma más auténtica, menos estúpida y caricaturesca; cada obra auténticamente nueva destronaba a su predecesora, de manera inesperada pero siguiendo una lógica (no era una «historia lineal», sino más bien el «gambito de caballo» de Shklovsky; la acción a distancia, el salto cuántico hacia la casilla no desarrollada o subdesarrollada). La historia dialéctica afirmaba que así funcionaba toda la historia; por así decirlo, sobre su pie izquierdo, progresando —como dijo en cierta ocasión Henri Lefébvre— mediante la catástrofe y el desastre; pero fueron menos los que se dieron por aludidos que quienes creyeron en el paradigma estético modernista, que, cuando estaba a punto de confirmarse como virtual doxa religiosa, desapareció súbitamente sin dejar rastro. («¡Salimos una mañana y el Termómetro había desaparecido!»).

Esta versión me resulta más interesante y plausible que la que ofrece Lyotard sobre el final de los «metarrelatos» (esquemas escatológicos que, para empezar, jamás fueron realmente relatos, aunque en ocasiones yo también haya sido tan incauto como para usar esta expresión). Nos dice al menos dos cosas sobre la teoría de la postmodernidad.

En primer lugar, la teoría parece necesariamente imperfecta o impura[3]: en el caso que nos ocupa, debido a la «contradicción» según la cual la percepción de Oliva (o de Lyotard) de todo lo que es significativo respecto a la desaparición de los metarrelatos debe, a su vez, expresarse en forma narrativa. Como en la prueba de Godei, la cuestión de si se puede demostrar la imposibilidad lógica de cualquier teoría de lo postmoderno internamente coherente —un anti-fundacionalismo que realmente evite por completo todos los fundamentos, un no-esencialismo carente de la más mínima brizna de una esencia— es especulativa. Su respuesta empírica es que, hasta el momento, no ha aparecido ninguna teoría; todas ellas contienen una mimesis de su propio título porque son parasitarias de otro sistema (casi siempre de la propia modernidad), cuyos residuos, valores y actitudes (reproducidos inconscientemente) se convierten en un valioso índice del nacimiento frustrado de toda una nueva cultura. A pesar de los desvarios de algunos de sus oficiantes y apologetas (cuya euforia, sin embargo, es un interesante síntoma histórico), una cultura verdaderamente nueva sólo podría emerger mediante la lucha colectiva por crear un nuevo sistema social. Así pues, la impureza constitutiva de toda teoría postmoderna (que, como el propio capital, ha de mantenerse a una distancia interna de sí misma, ha de incluir el cuerpo extraño de un contenido ajeno) confirma la idea de una periodización en la que debemos insistir una y otra vez: que la postmodernidad no es la dominante cultural de un orden social completamente nuevo (que, con el nombre de «sociedad postindustrial», ha circulado como un rumor en los medios de comunicación), sino sólo el reflejo y la parte concomitante de una modificación sistémica más del propio capitalismo. No sorprende, pues, que subsistan jirones de sus avatares más antiguos —incluso del realismo, tanto como del modernismo— que volverán a arroparse con los lujosos atavíos de su supuesto sucesor.

Pero este imprevisible regreso de la narrativa como narrativa del final de las narrativas, este regreso de la historia en pleno pronóstico de la muerte del telos histórico, sugiere una segunda característica de la teoría de la postmodernidad que exige atención, es decir: que prácticamente cualquier observación sobre el presente se puede poner al servicio de la propia búsqueda del presente, y utilizarse como síntoma e índice de la lógica más profunda de lo postmoderno que, de manera imperceptible, se convierte en su propia teoría y en la teoría de sí mismo. ¿Cómo podría ser de otro modo, si la superficie no tiene ya ninguna «lógica más profunda» que manifestar, y si el síntoma se ha convertido en su propia enfermedad (y viceversa, sin duda)? Pero el frenesí con que se apela a casi cualquier cosa del presente para recabar un testimonio de su singularidad y diferencia radical frente a momentos anteriores del tiempo humano parece encerrar a veces una patología claramente autorreferencial, como si nuestro olvido total del pasado se agotara en la contemplación ausente pero hipnotizada de un presente esquizofrénico que, casi por definición, es incomparable.

Sin embargo, tal y como se demostrará más adelante, la decisión respecto a si nos hallamos ante una ruptura o una continuidad —si hay que ver el presente como una originalidad histórica o como la mera prolongación de lo mismo con otro disfraz— no se puede justificar empíricamente ni argumentar filosóficamente, ya que ella misma es el acto narrativo inaugural que fundamenta la percepción e interpretación de los acontecimientos que van a narrarse. A continuación —aunque por razones prácticas que se detallarán en su debido momento—, pertendo creer que lo postmoderno es tan excepcional como cree ser, y que constituye una ruptura cultural y de la experiencia que merece un análisis más preciso.

No se trata de un procedimiento que simple o groseramente conlleve su propio cumplimiento; o quizás lo sea, pero estos procedimientos no son en absoluto casos y posibilidades tan frecuentes como su fórmula sugiere (por tanto, se convierten muy previsiblemente en objetos históricos de estudio). Y es que el propio nombre de postmodernidad ha aglutinado muchos desarrollos hasta ahora independientes que, al nombrarse así, prueban que la han contenido en estado embrionario y ahora avanzan para documentar abundantemente sus múltiples genealogías. Así pues, no es sólo en el amor, en la doctrina de Cratilo y en la botánica donde el supremo acto de la nominación ejerce un impacto material y, como un relámpago que desde la superestructura vuelve a caer sobre la base, funde sus insólitos materiales en un reluciente amasijo o en una superficie de lava. La apelación a la experiencia, por lo demás tan dudosa y poco fidedigna —¡aunque realmente parezca que muchas cosas han cambiado, quizás para bien!— recupera ahora una cierta autoridad como aquello que, de manera retrospectiva, el nuevo nombre nos hizo pensar que sentíamos, porque ahora podemos denominarlo y hay otra gente que parece reconocerlo cuando utiliza la palabra. Sin duda, la historia del éxito de la palabra postmodernidad pide ser escrita en formato best-seller; estos neo-acontecimientos léxicos, en los que la acuñación del neologismo se da con todo el impacto de realidad de una fusión corporativa, se cuentan entre las novedades de la sociedad de los media que piden no sólo que se las estudie, sino también que se establezca toda una nueva subdisciplina del léxico de los media. Por qué hemos necesitado la palabra postmodernidad durante tanto tiempo sin saberlo, y por qué una pandilla variopinta de extraños compañeros de cama corrió a abrazarla cuando apareció, son misterios que no resolveremos hasta que entendamos la función filosófica y social del concepto; algo imposible, a su vez, hasta que de algún modo seamos capaces de aprehender la identidad más profunda que existe entre ambos. En el caso que nos ocupa, parece claro que las diversas formulaciones competidoras («postestructuralismo», «sociedad postindustrial», una u otra nomenclatura a lo McLuhan) eran poco convincentes, por cuanto su área de procedencia (filosofía, economía y medios de comunicación) las determinaba con demasiada rigidez; así pues, por muy sugerentes que fueran no podían ocupar la posición mediadora que se necesitaba entre las dimensiones especializadas de la vida postcontemporánea. No obstante, parece que el término «postmoderno» ha conseguido acoger las áreas pertinentes de la vida diaria o de lo cotidiano; su resonancia cultural, más amplia que la meramente estética o artística[4], distrae la atención oportunamente de lo económico a la vez que permite que nuevos materiales e innovaciones económicos (en márketing y publicidad, por ejemplo, pero también en la organización empresarial) se reclasifiquen bajo el nuevo título. También la cuestión de recatalogar y transcodificar tiene su propia relevancia: la función activa —la ética y la política— de estos neologismos reside en la nueva tarea que proponen, es decir, reescribir en nuevos términos todas las cosas familiares para proponer así modificaciones, nuevas perspectivas ideales, una reorganización de los sentimientos y valores canónicos. Si la «postmodernidad» se corresponde con la categoría cultural fundamental que Raymond Williams llama una «estructura de sentimiento» (que además, dicho con otra de las categorías cruciales de Williams, se ha vuelto «hegemónica»), sólo podrá disfrutar de ese estatus si se produce una profunda autotransformación colectiva, la reelaboración y reescritura de un antiguo sistema. Esto asegura la novedad y confiere a intelectuales e ideólogos tareas nuevas y socialmente útiles: algo que también indica el nuevo término, con su promesa vaga, inquietante o estimulante de librarse de todo lo que nos parecía restrictivo, insatisfactorio o aburrido en lo moderno o en el modernismo (entendamos como entendamos esas palabras). Dicho de otro modo, se trata de un apocalipsis muy modesto o moderado, una suave brisa marina (y tiene la ventaja de que ya ha ocurrido). Pero esta prodigiosa operación de reescritura —que puede conducir a perspectivas totalmente nuevas sobre la subjetividad, así como sobre el mundo de los objetos— tiene el resultado añadido, que ya mencionamos antes, de sacarle provecho a todo y reabsorber fácilmente en el proyecto los análisis como el aquí propuesto, convirtiéndolos en un conjunto de rúbricas transcodificado-ras que poseen una eficaz extrañeza.

No obstante, la tarea ideológica fundamental del nuevo concepto debe seguir siendo coordinar nuevas formas de práctica y hábitos sociales y mentales (supongo que, en definitiva, esto es lo que significa la idea de Williams de una «estructura de sentimiento») con las nuevas formas de producción y organización económicas que produjo la modificación del capitalismo —la nueva división global del trabajo— en años recientes. Es una versión relativamente modesta y local de lo que en otro lugar intenté generalizar como «revolución cultural» a la escala del propio modo de producción[5]; de igual modo, la interrelación de la cultura y lo económico no es aquí de dirección única, sino que es una continua interacción y un circuito retroali-mentado. Pero al igual que para Weber los nuevos valores religiosos, orientados hacia el interior y más ascéticos, produjeron paulatinamente «nuevas personas» capaces de desarrollarse en la satisfacción aplazada del incipiente proceso laboral «moderno», también lo «postmoderno» ha de verse como la producción de personas postmodernas capaz de funcionar en un mundo socio-económico muy peculiar. La estructura y los rasgos y requisitos objetivos de este mundo —si contásemos con una correcta explicación de ellos— constituirían la situación a la que responde la «postmodernidad», y nos aportaría algo un poco más decisivo que la mera teoría de la postmodernidad. No es esto lo que he hecho aquí, por supuesto, y habría que añadir que la «Cultura», en el sentido de lo que se adhiere tanto a la piel de lo económico que apenas se puede separar y analizar en sí mismo, es un desarrollo postmoderno que no se diferencia demasiado del zapato-pie de Magritte. Así pues, por desgracia, la propia descripción infraestructural que reclamo aquí es ya, necesariamente, cultural, y constituye una versión por adelantado de la teoría de la postmodernidad.

He reproducido mi análisis programático de lo postmoderno («La lógica cultural del capitalismo tardío») sin modificaciones significativas, ya que la atención que recibió en su momento (1984) le aporta el interés añadido de un documento histórico; otros rasgos de lo postmoderno que parecen haberse impuesto desde entonces se discuten en el capítulo «Proyecciones postmodernas». Tampoco he modificado la continuación (que se ha reeditado ampliamente y presenta una combinatoire de posturas frente a lo postmoderno, a favor y en contra), ya que, si bien desde entonces han surgido muchas posturas, su alineación sigue siendo básicamente la misma. El cambio fundamental en la situación actual implica a quienes, por principios, pudieron evitar el uso de la palabra; no quedan muchos.

El resto de este volumen aborda esencialmente cuatro temas: la interpretación, la utopía, las supervivencias de lo moderno y los «retornos de lo reprimido» de la historicidad. Ninguno se presentaba de esta forma en mi ensayo original. El problema de la interpretación surge de la naturaleza de la propia textualidad nueva que, cuando es fundamentalmente visual, no parece dejar cabida al tipo antiguo de interpretación y, cuando su «flujo total» la vuelve fundamentalmente temporal, tampoco le deja tiempo. Las muestras escogidas son el videotexto y el nouveau roman (la última innovación relevante de la novela que, en la nueva reconfiguración de las «bellas artes» de la postmodernidad, ya no es, como mostraré, una forma o un indicador muy significativo); por otra parte, el vídeo tiene derecho a sentirse como el medio más característico de la postmodernidad, y en sus mejores expresiones se constituye como una forma completamente nueva.

La utopía es una cuestión espacial de la que cabe pensar que sufre un potencial cambio de fortuna en una cultura tan espacializada como la postmoderna; pero si ésta se ha deshistorizado tanto y es tan des-historizante como a veces sostengo aquí, la cadena sináptica que podría hacer que el impulso utópico se expresase se vuelve más difícil de localizar. Las representaciones utópicas fueron objeto de un extraordinario revival en los años sesenta; si la postmodernidad sustituye a los años sesenta y compensa su fracaso político, cabe pensar que la cuestión de la utopía es una prueba crucial de Lo que queda de nuestra capacidad de imaginar el cambio. Tal es, al menos, la pregunta que aquí le dirigimos a uno de los edificios más interesantes (y menos característicos) del período postmoderno, la casa de Frank Gehry en Santa Mónica, California; también se le plantea —por así decirlo, en torno a lo visual y detrás suyo— a la fotografía contemporánea y al arte de la instalación. En cualquier caso, en la postmodernidad del Primer Mundo, utópico (y no otras palabras opuestas) se ha convertido en un eficaz término político (de izquierdas).

Pero si Michael Speaks tiene razón y no hay una pura postmodernidad como tal, los rastros residuales de lo moderno han de contemplarse a otra luz, menos como anacronismos que como fracasos necesarios que reinscriben el proyecto postmoderno concreto en su contexto, a la vez que replantean la cuestión de lo moderno para estudiarla de nuevo. No emprenderemos aquí esta reevaluación, pero los restos de lo moderno y sus valores —sobre todo la ironía (en Venturi o De Man) o las cuestiones relativas a la totalidad y la representación— permiten elaborar una de las afirmaciones de mi ensayo inicial que más inquietaron a algunos lectores: la idea de que lo que se denominaba «postestructuralismo», o incluso simplemente «teoría», era también un subconjunto de lo postmoderno, o al menos eso resulta ser a posteriori. La teoría —aquí prefiero utilizar la fórmula más incómoda de «discurso teórico»— ha ocupado un lugar único, por no decir privilegiado, entre las artes y los géneros postmodernos, debido a su capacidad esporádica de desafiar a la gravedad del Zeitgeist y producir escuelas, movimientos e incluso vanguardias allí donde se suponía que ya no existían.

En cualquier caso, este libro no es una panorámica de lo «postmoderno», ni siquiera una introducción (suponiendo que tal cosa fuera posible); sus ejemplos textuales tampoco son característicos de lo postmoderno, ni ejemplos fundamentales o «ilustraciones» de sus rasgos principales. Esto tiene algo que ver con las cualidades de lo característico, lo ejemplar y lo ilustrativo, pero más aún con la naturaleza de los propios textos postmodernos, lo que equivale a decir con la naturaleza de un texto, al ser éste una categoría y un fenómeno postmoderno que ha sustituido al más antiguo de «obra». En efecto, en una de esas extraordinarias mutaciones postmodernas donde lo apocalíptico se convierte súbitamente en decorativo (o al menos se reduce abruptamente a «algo que tenemos por casa»), el legendario «fin del arte» de Hegel —el concepto premonitorio que señalaba que la suprema vocación anti o transestética de la modernidad era más que el arte (o que la religión, o incluso que la «filosofía» en un sentido más restringido)— se reduce ahora modestamente al «fin de la obra de arte» y a la llegada del texto. Esto alborota los gallineros de la crítica tanto como los de la «creación»: la divergencia y la inconmensurabilidad fundamentales entre el texto y la obra implican que seleccionar textos de muestra y, mediante el análisis, hacerles soportar el valor universalizante de un particular representativo, los transforma imperceptiblemente en esa cosa más antigua, la obra, que se supone que no existe en lo postmoderno. Éste es, por así decirlo, el principio de Heisenberg de la postmodernidad, y el problema de representación más difícil al que se enfrenta todo comentarista, a no ser que lo resuelva con una eterna proyección de diapositivas, con el «flujo total» prolongado hasta el infinito.

El «flujo total» de proyecciones vinculables recoge así, de paso, algunas de las otras objeciones o de los malentendidos inveterados, pero más serios, ante mis posturas, y también aborda la política, la demografía, el nominalismo, los media, la imagen y otros temas que deben figurar en todo libro sobre el tema que se considere serio. En concreto, he procurado remediar lo que algunos lectores consideraron (con razón) como la ausencia de un componente crucial en el ensayo inicial: la falta de una discusión sobre la «orientación de la acción», o la carencia de lo que prefiero denominar, siguiendo al viejo Plejanov, un «equivalente social» de esta lógica cultural aparentemente incorpórea.

La orientación de la acción, no obstante, suscita el tema del título del primer capítulo, capitalismo tardío, sobre el que he de decir algo más. En concreto, la gente ha empezado a advertir que ese concepto funciona como cierto tipo de signo y que parece acarrear una carga de propósitos y consecuencias nada claros para los no iniciados[6]. No es mi eslogan favorito, y procuro modificarlo con sinónimos adecuados («capitalismo multinacional», «sociedad del espectáculo o de la imagen», «capitalismo de los media», «sistema mundial», incluso la «postmodernidad» misma); pero como la Derecha también ha detectado algo que evidentemente considera un concepto y un modo de hablar nuevo y peligroso (aun cuando algunos de los diagnósticos económicos se solapen con los suyos, y un término como sociedad postindustrial presente sin duda un aire de familia), este terreno concreto de la lucha ideológica, que por desgracia pocas veces escoge uno mismo, parece sólido y merece ser defendido.

Por lo que puedo ver, el uso general del término capitalismo tardío se originó en la Escuela de Frankfurt[7]; en Adorno y Horkheimer aparece por todas partes, alternándose a veces con sus propios sinónimos (por ejemplo, «sociedad administrada»). Estos sinónimos dejaban claro que estaba implicada una concepción muy distinta, de corte más weberiano y que, derivada esencialmente de Grossman y Pollock, acentuaba dos aspectos esenciales: 1) una red creciente de control burocrático (en sus formas más terroríficas, una retícula al modo de Foucault avant la lettre), y 2) una interpenetración tal entre gobierno y grandes negocios («capitalismo de estado») que permite ver el nazismo y el New Deal como sistemas emparentados (incluso también alguna forma de socialismo, sea benigno o estalinista).

En su uso actual más difundido, el término capitalismo tardío presenta notas muy distintas. Nadie advierte ya especialmente la expansión del sector estatal y de la burocratización; parece un hecho simple y «natural» de la vida. Lo que caracteriza al desarrollo del nuevo concepto frente al antiguo (que, en términos generales, todavía era consistente con la noción de Lenin de una «fase de monopolio» del capitalismo) no es sólo que subraya el surgimiento de nuevas formas de organización empresarial (multinacionales, transnacionales) situadas más allá de la fase de monopolio, sino, sobre todo, la imagen de un sistema capitalista mundial fundamentalmente distinto al antiguo imperialismo, que era poco más que una rivalidad entre los diversos poderes coloniales. Los debates escolásticos (me tienta decir teológicos) en torno a si las diversas nociones de «capitalismo tardío» son realmente consistentes con el propio marxismo (a pesar de la continua evocación del propio Marx, en su Grundrisse, del «mercado mundial» como horizonte último del capitalismo)[8] giran en torno a esta cuestión de la internacionalización y su descripción (o, más concretamente: si el componente de la «teoría de la dependencia» o del «sistema mundial» de Wallerstein es un modelo de producción, basado en clases sociales). A pesar de estas incertidumbres teóricas, parece justo decir que disponemos de una vaga idea de este nuevo sistema (denominado «capitalismo tardío» para resaltar su continuidad con lo que lo precedió, más que el corte, la ruptura y la mutación que deseaban subrayar conceptos como «sociedad postindustrial»). Además de las empresas transnacionales mencionadas arriba, sus rasgos incluyen la nueva división internacional del trabajo, una vertiginosa dinámica nueva en la banca internacional y en las bolsas (incluida la enorme deuda del Segundo y el Tercer Mundo), nuevas formas de interrelación de los media (incluyendo en gran medida sistemas de transporte mediante la containerización), la informática y la automatización, y la escapada de la producción a zonas del Tercer Mundo, junto con consecuencias sociales más conocidas como la crisis del trabajo tradicional, la aparición de los yuppies y el aburguesamiento a una escala que, hoy, ya es global.

Al periodizar un fenómeno de este tipo, hemos de complicar el modelo con toda suerte de epiciclos suplementarios.' Es preciso distinguir entre el establecimiento gradual de las diversas precondiciones de la nueva estructura, que a menudo no guardan ninguna relación entre sí, y el «momento» (no exactamente cronológico) en que todas cristalizan y se combinan en un sistema funcional. Este momento no es tanto un asunto cronológico como una suerte de Nachträglichkeit freudiana, o retroactividad: tan sólo más adelante, y de forma paulatina, toman conciencia las personas de la dinámica de un sistema nuevo en el que ellas mismas están atrapadas. Esa incipiente consciencia colectiva de un nuevo sistema (deducido de manera intermitente y fragmentaria a partir de varios síntomas inconexos de crisis, como el cierre de fábricas o la subida de los tipos de interés) tampoco equivale exactamente al surgimiento de nuevas formas culturales de expresión (las «estructuras de sentimiento» de Raymond Williams terminan siendo un extraño modo de caracterizar culturalmente la postmodernidad). Todo el mundo reconoce que las precondiciones de una nueva «estructura de sentimiento» también anteceden al momento en que se combinan y cristalizan en un estilo relativamente hegemónico, pero esa prehistoria no se sincroniza con la económica. Así, Mandel sugiere que los nuevos prerrequisitos tecnológicos básicos de la nueva «onda larga» de la tercera fase del capitalismo (llamada aquí «capitalismo tardío») estaban disponibles al final de la Segunda Guerra Mundial, entre cuyos efectos también se hallaba la reorganización de las relaciones internacionales, la descolonización y el asentamiento de las bases de un nuevo sistema económico mundial. Culturalmente, sin embargo, la precondición se halla (aparte de en una amplia gama de aberrantes «experimentos» modernos que se reestructuran como si fueran predecesores) en las enormes transformaciones sociales y psicológicas de los años sesenta, que eliminaron buena parte de la tradición posada en las mentalités. Así pues, la preparación económica de la postmodernidad o capitalismo tardío comenzó en los años cincuenta, después de que se compensase la escasez de bienes de consumo y de repuestos de los tiempos de guerra y cuando se pudieron promover nuevos productos y tecnologías (los de los media en un lugar destacado). Por otra parte, el habitus psíquico de la nueva era exige un corte absoluto, reforzado por la ruptura generacional conseguida más propiamente en los años sesenta (entiéndase que el desarrollo económico no se frena por eso, sino que en gran medida continúa en su propio nivel y siguiendo su propia lógica). Si se prefiere emplear un lenguaje que ahora resulta algo anticuado, la distinción se asemeja mucho a la que utilizó Althusser para insistir en la diferencia entre un hegeliano «corte transversal esencial» del presente (o coupe d’essence), en el que una crítica de la cultura busca un único principio de lo «postmoderno» inherente a las características más dispares y ramificadas de la vida social, y esa «estructura dominante» althusseriana según la cual los diversos niveles son semiautónomos entre sí, corren a distintas velocidades, se desarrollan de distinto modo y, con todo, se confabulan para producir una totalidad. Añádase a esto el inevitable problema representativo de que no hay un «capitalismo tardío en general», sino sólo esta o aquella forma nacional específica, y que los lectores que no sean norteamericanos lamentarán inevitablemente el americanocentrismo de mi versión. Éste sólo se justifica en tanto que fue el breve «siglo americano» (1945-1973) lo que constituyó el invernadero, o entrenamiento especial, del nuevo sistema, a la vez que puede afirmarse que el desarrollo de las formas culturales de la postmodernidad es el primer estilo global específicamente norteamericano.

Mientras, tengo la impresión de que los dos niveles en cuestión, la infraestructura y las superestructuras —el sistema económico y la «estructura de sentimiento» cultural— cristalizan de algún modo en la gran conmoción de las crisis de 1973 (la crisis del petróleo, el final del patrón oro internacional, a todos los efectos el final de la gran ola de las «guerras de liberación nacional» y el principio del fin del comunismo tradicional). Estas crisis, ahora que la polvareda se ha disipado, descubren un extraño paisaje nuevo ya existente: el paisaje que los ensayos de este libro intentan describir (junto con una cantidad en aumento de otras investigaciones y consideraciones hipotéticas)[9].

Pero este tema de la periodización no es del todo ajeno a las connotaciones de la expresión «capitalismo tardío», que a estas alturas se identifica claramente con un tipo de logo izquierdista que encierra una trampa explosiva ideológica y política, de tal manera que el mismo acto de utilizarlo constituye un acuerdo tácito sobre un amplio espectro de tesis sociales y económicas esencialmente marxianas, que puede que el otro lado no suscriba. Capitalismo fue siempre una extraña palabra en este sentido: el mero hecho de usarla (por lo demás es una designación muy neutral de un sistema económico y social sobre cuyas propiedades hay consenso) parecía situarnos en una posición vagamente crítica, sospechosa, por no decir abiertamente socialista: tan sólo ideólogos de extrema derecha y estridentes apologetas del mercado la emplean con el mismo placer.

La expresión «capitalismo tardío» sigue haciendo algo de esto, pero con una diferencia: en realidad, «tardío» pocas veces significa algo tan simple como la senectud, el fracaso y la muerte del sistema como tal (visión, ésta, temporal, que más bien parece pertenecerle a la modernidad que a la postmodernidad). Por lo general, «tardío» transmite más bien la sensación de que algo ha cambiado, que las cosas son diferentes, que hemos sufrido una transformación del mundo de la vida que es, en cierto modo, decisiva, pero incomparable con las antiguas convulsiones de la modernización y la industrialización. Aunque en cierto sentido sea menos perceptible y dramática, es más duradera precisamente porque es más completa y omnipresente[10].

Esto significa que la expresión capitalismo tardío también contiene la otra mitad —cultural— de mi título; no se trata sólo de algo así como una traducción literal de la expresión postmodernidad, sino que su indicador temporal parece apuntar a cambios en lo cotidiano y en el nivel cultural. Decir, por tanto, que mis dos términos —lo cultural y lo económico— se solapan y dicen lo mismo, eclipsando la distinción entre base y superestructura que a menudo se ha considerado significativamente característica de la postmodernidad, equivale a sugerir que, en la tercera fase del capitalismo, la base genera sus superestructuras con un nuevo tipo de dinámica. Y quizás también sea esto lo que, con razón, preocupa a quienes no se han convertido al término; parece obligar de antemano a hablar de los fenómenos culturales en términos, como poco, empresariales, cuando no en términos de política económica.

En cuanto a la propia postmodernidad, no he intentado sistematizar una acepción ni imponer ningún significado esquemático coherente, ya que el concepto no sólo es polémico, sino que además es internamente conflictivo y contradictorio. Sostendré que, para bien o para mal, es imposible no utilizarlo. Pero también hay que tener en cuenta que mi argumentación implica que, cada vez que se usa, estamos obligados a poner a prueba esas contradicciones internas y sacar a la luz inconsistencias y dilemas de representación; hemos de hacer todo esto en cada ocasión. La postmodernidad no es algo que podamos dar por zanjado de una vez por todas y utilizar después con la conciencia tranquila. El concepto, si lo hay, ha de encontrarse al final (y no al comienzo) de nuestras discusiones sobre él. Éstas son las condiciones —las únicas, creo, que previenen el daño que hace una aclaración prematura— en que se puede seguir utilizando productivamente el término.

Los materiales reunidos en el presente volumen constituyen la tercera y última sección de la penúltima subdivisión de un proyecto más amplio titulado The Poetics of Social Forms.

Durham, abril de 1990