Capítulo XV
LA FORJA DE UNA CADENA DE RADIO Y OTRAS MUCHAS COSAS

Las temporadas 2004-2005 y 2005-2006 tienen dos rasgos comunes: en el interior, el empeño de convertir la COPE en una auténtica cadena de radio, y en el exterior, el empeño del Gobierno y sus aliados en impedirlo. En el otoño de 2004 se desarrolló, por primera vez en los treinta años de historia de la casa, un proyecto serio para conseguir una programación capaz de garantizar a cualquier oyente y a cualquier hora del día o de la noche una información solvente y una opinión coherente según los valores, ideas y principios que definen a la cadena. O mejor: a la audiencia de la cadena.

En el otoño de 2005, esa tarea ciclópea había concluido con sorprendente éxito. Pero, a la vez, la consolidación de la COPE como una auténtica alternativa cualitativa a la SER (la gran diferencia de postes y cobertura entre el imperio radiofónico de Polanco y las demás empresas hace imposible una alternativa cuantitativa), así como el rápido afianzamiento de una línea de opinión contundente y sin complejos, que, como suele decirse, «marcaba la agenda política nacional», alarmó al Gobierno socialista y a sus aliados nacionalistas, que, siempre con Polanco al frente, intentaron desprestigiar a la COPE y a La mañana mediante las más agresivas, disparatadas y feroces campañas.

A mitad de la temporada 2004-2005, se produjo por sorpresa un auténtico terremoto en la Conferencia Episcopal: la sustitución del cardenal Rouco por el obispo de Bilbao Ricardo Blázquez en la Presidencia y, por tanto, en la del Comité Ejecutivo, que es la máxima instancia de poder en la COPE. El cambio, que el Gobierno interpretó como muy favorable a sus intereses, supuso una radicalización en ese ataque pertinaz pero desorganizado a la cadena, que fue sustituido por una creciente presión política e institucional a todos los niveles, pidiendo el despido del director de La mañana y el cambio de la línea informativa de la COPE, so pena de arruinar a la empresa y romper cualquier posibilidad de diálogo Iglesia-Estado.

En el primer año de Zapatero en el Gobierno se trató, en fin, de impedir el despegue de la COPE. En el segundo, tras una implacable y masiva campaña de denigración, sin precedentes en España, se chantajeó a la propiedad instándola a que cambiase a su comunicador principal y modificase la línea política de la cadena si no quería ver cómo la cerraban. Como, de forma activa o pasiva, la COPE resistió, socialistas y nacionalistas —con el respaldo de El País y todos los medios de izquierda, amén de algunos de derecha, singularmente el ABC— pusieron en marcha la «solución final». Trataron de cerrar sus emisoras en Cataluña, crearon allí un tribunal político-administrativo, el CAC, con capacidad para decidir el cierre de una cadena en función de que considerasen «verdaderas» o «falsas» las informaciones, al margen de los tribunales de Justicia y de cualquier garantía constitucional.

La polémica alcanzó enorme virulencia y llegó al Parlamento Europeo, en el que una iniciativa popular contra las arbitrariedades que sufría la COPE, presentada por el eurodiputado Luis Herrero, se convirtió en la más respaldada de la historia de la institución, con setecientas mil firmas recogidas en las emisoras de la cadena y, a través de Internet, en toda España. El Grupo Socialista del Parlamento Europeo, con su presidente, José Borrell, a la cabeza, hizo lo posible y lo imposible para desvirtuar, desprestigiar, marginar, combatir y, en última instancia, bloquear esa iniciativa. Pero la COPE se había convertido ya en un motivo de debate político a nivel europeo, lo cual permitió a muchos entender, incluso en el Vaticano, hasta qué punto bajo el Gobierno de Zapatero la libertad en España estaba sitiada y el régimen democrático en peligro.

César Vidal, nuevo director de La linterna

Pero eso fue más tarde. En julio de 2004, lo que debía decidir la COPE era algo mucho más sencillo, al menos en apariencia: si cambiaba o no a José Apezarena como director de La linterna. Aunque el programa mantenía, según el EGM y otras mediciones, un nivel de audiencia apreciable, estaba claramente a la baja dentro de una programación en alza, y la causa era muy clara: cada vez se asociaba menos en forma y contenidos a la línea política de La mañana, que es la que estaba resucitando a la empresa. El caso era particularmente sangrante porque La linterna de Luis Herrero había triunfado por su identificación con La mañana de Antonio y, desde su muerte, yo la había rehecho por completo, aglutinando poco a poco a una audiencia muy valiosa por su nivel cultural y económico, es decir, por su influencia y rentabilidad comercial, que además había sido el núcleo irreductible de fidelidad a la cadena en los años malos. Paradójicamente, cuando el modelo de La linterna triunfaba en La mañana, el nuevo equipo director la había desenganchado de la cadena y convertido en un peso muerto o en un contrapeso favorable al PSOE —gracias a Marful, subdirector de Apezarena— dentro de un proyecto dirigido a los «diez millones de huérfanos» del PP.

En las grandes cadenas de radio, la única forma de plantear un problema es tener antes una solución. El resto es una pérdida de tiempo y de dinero, una forma de jugar a la lotería, que casi nunca toca. Lo difícil es identificar correctamente el problema. Y a mi juicio, el de la COPE era la falta de coherencia ideológica y de garra periodística, porque jugaba a la vez a ser empresa y parlamento de las distintas tribus confesionales, a hacer oposición contra la izquierda y a suavizar las relaciones de la Iglesia y los gobiernos socialistas, a la defensa radical de los valores irrenunciables pero también a las componendas dentro del episcopado y de los nuevos y viejos grupos, órdenes prelaturas y carismas que estaban redefiniendo a la Iglesia. Todo en la COPE estaba diseñado para el equilibrio y el contrapeso. Lo malo era que no hubiese nada que pesar. Las virtudes y los vicios de la Transición, y especialmente los complejos de la derecha, gravitaban dramáticamente sobre los veteranos dirigentes e impedían el desarrollo de un modelo coherente para la cadena. Peritos en supervivencia, los curas habían logrado el milagro de sobrevivir en tiempos adversos, pero, llegados al límite de la quiebra, a la ruina empresarial, habían hecho de la necesidad virtud, se lo jugaron todo a una carta —la mía— y se encontraron de pronto con un éxito que les superaba, con algo más difícil de gestionar que el fracaso en una cultura de la resistencia, la espera y el providencialismo.

El dilema era claro: apostar o no por el modelo de La mañana como forma de definir —para bien y para mal— la cadena y su proyección social. Si se seguía la fórmula tradicional, la de los equilibrios internos en clave episcopal, que llevó a don Bernardo en la temporada 2003-2004 a compensar la dirección de un no creyente en La mañana con la de un numerario del Opus en La linterna, y con la subdirección en ésta de un militante del PSOE, el programa que tiraba de los demás estaba condenado a ser una pieza aislada o fácilmente aislable y abatibie por los enemigos de dentro y de fuera. Si se optaba por una programación coherente con la explosión de audiencia e influencia de La mañana, había que sustituir a Apezarena en La linterna y, más pronto que tarde, reorganizar los informativos y ocupar parcelas abandonadas de la programación. Era una elección drástica, sin claroscuros, porque el claroscuro en sí mismo suponía una elección. Y además había muy poco tiempo para realizarla. Había que hacerla ya.

Era el momento de comprobar si la semilla del trigo cesarvidaliano, sembrada previsoramente a comienzos de temporada, había arraigado en los bernardianos surcos. Pero como incluso el barbecho más generoso sólo abona a medias la esperanza y como el páramo más noble está geológicamente privado de la generosidad de la elocuencia, me dirigí al único zahorí de la casa, Fernando Jiménez Barriocanal, que con su varita sensible testaba las humedades y posibilidades áureas en los distintos estratos del subsuelo copero, así como la remota posibilidad de vida en algunos fósiles cuya pétrea condición podía deberse a remotas glaciaciones fungibles o a milenarias sequías letales.

—Bueno, Fernando, ¿cambia entonces el cura a Apezarena o no lo cambia?

—Dice que quiere cambiarlo, que entiende que no puede ser una alternativa a lo que realmente funciona en la cadena y que se ha vuelto a equivocar con él poniéndolo al frente de La linterna, pero que nadie le da una alternativa clara de sustitución.

—¿Tú la tienes?

—¿Y tú?

—Primero, tú.

—No; primero, tú.

—Bueno, yo sí la tengo. De hecho, se la di a don Bernardo antes de Navidades, cuando vi claro que, triunfase o no en La mañana, esa Linterna no podía funcionar.

—¿Y quién es el candidato? ¿O es candidata?

—Candidato. Pero tú, ¿en qué candidata estás pensando?

—No, yo no tengo candidata. Otros, puede que sí, pero yo no.

—¿Y quién es ella?

—¿No lo adivinas?

—Cristina López Schlichting.

—¡Premio para el caballero!

—Y ¿quiénes la patrocinan?

—Ah, no, ahora tienes que decirme tu candidato.

—Para qué. Si a Cristina la apoya Rouco, como supongo, para qué lo voy a quemar.

—No, no, no. Yo te he dicho una cosa a ti, tú me tienes que decir otra cosa a mí. Además, no está decidido, ni mucho menos, que sea Cristina. Al menos, que yo sepa, y creo que algo sé. Ni siquiera está claro que ella quiera hacer La linterna. O que pueda.

—Problemas familiares, supongo. Cuatro hijos son muchos hijos.

—Federico, tú estás aprendiendo muchas picardías vaticanas. No marees más la perdiz y dime cuál es tu candidato.

—César Vidal.

—¿César Vidal?

—César Vidal.

—No es que me parezca mal, eh, que conste. Sólo estoy sorprendido.

—Eso mismo me dijo el cura en otoño: «No me parece mal». Y ahora no se acuerda.

—No seas malo. Sí que se acuerda, lo que pasa es que hay que recordárselo.

—Está visto que no tengo nada que hacer en la picaresca vaticana. Pero ¿tú crees que hay alguna posibilidad?

—Alguna hay. Diría que puede haber bastantes, algo así como mitad y mitad.

—¿Tú que piensas?

—Que, desde luego, a los enemigos los descolocaríamos, porque no se lo espera nadie.

—Eso, desde luego. Pero como oyente o más bien radiómano, ¿qué te parece?

—Hombre, es una apuesta. Como la tuya, pero más aún. Tiene una gran ventaja, y es que la tuya, que era la más difícil, ha salido bien.

—¿Tú la apoyarías?

—Si se plantea y no hay otra alternativa mejor, por qué no. Claro que la apoyaría.

—Y ¿cuándo podemos saber si se plantea?

—Pues deberíamos saberlo ya. ¿Tú le has dicho a él algo?

—Nada.

—Pero ¿ni una palabra?

—Nada.

—¿Ni lo sabe ni puede siquiera imaginárselo?

—En absoluto. Si sale, se lo digo. Si no sale, para qué. Como decías antes, voy aprendiendo algunas picardías, no sé si vaticanas. Desde el otoño era un secreto entre don Bernardo y yo. Como era de prever, a él se le ha olvidado; así que no lo sabe nadie.

—Es la única forma de que no se estropeen estas cosas. Pero ahora el tiempo apremia.

—Como casi siempre. Con eso de los dos mil años de sabiduría, aquí nadie hace los deberes.

—Bueno, yo voy a ver hasta qué punto se le ha olvidado eso del todo a don Bernardo. Tú podrías hablar con Cristina, sin darle muchas pistas. O las que quieras.

—Puedo hablarle de lo suyo. Y si me pregunta por otras alternativas, se lo contaré.

Nos encerramos a solas en su despacho, bajo la gran foto de Encarna, y la propia Cristina me contó que, efectivamente, la habían sondeado sobre la posibilidad de hacer La linterna, pero que tenía una situación familiar complicada, con dos niños aún pequeños, que se lo impedía. Sin embargo, también tenía claro que había que cambiar a Apezarena en La linterna y, sobre todo, más urgentemente aún, los informativos.

—Es que, Fede, tú no te puedes imaginar lo que es esto. Hablo de una noticia grave —el terrorismo, por ejemplo— a las cinco y la comento a esa hora. Pues no falla: en las noticias de las seis se plantea de un modo radicalmente opuesto. Pero no de matiz, no; exactamente lo contrario. Ni hecho aposta. Yo estoy harta de quejarme, y ni caso. ¿Y quién se va a tomar en serio una cadena que en los programas dice una cosa y en las noticias la contraria? Si seguimos así, ni credibilidad, ni audiencia, ni nada de nada.

—Ese es el gran problema. Siempre tropezamos con el sempiterno obstáculo de la tortilla: que no hay manera de hacerla sin romper los huevos. Y no sé si lo prohibirá el Ideario o qué, pero, desde luego, no está en las costumbres ni el estilo de la casa. En el 92 llegamos aquí y ya existía ese problema. Once años después, sigue igual. A algunos les gusta avivarlo en vez de resolverlo. Por atar corto o jorobar a las estrellas, se supone.

—O por reinar sobre una casa dividida, que queda más fino.

En ese momento me llamó mi secretaria. Don Bernardo quería verme o, si era posible, hablar cuanto antes. Cómo no iba a ser posible. Posibilísimo. Dicho y hecho. Otra vez el sol de verano entrando por los cristales en columnas de luz y de polvo.

—Bueno, Federico, bueno. Tenemos que abordar el problema de La linterna, que ya sé que a ti te enfada mucho. Pero ahora no es cuestión de quejarse sino de ver si podemos resolverlo. ¿Cuáles son tus candidatos? ¿Quién crees que podría hacerla?

—Pues mire, don Bernardo, yo creo que aquí, dentro de la casa, sólo hay dos candidatos posibles, con el nivel de cultura y de credibilidad política que necesita La linterna: Cristina López Schlichting y el que yo le dije ya el año pasado: César Vidal.

—Me acuerdo, me acuerdo muy bien. O sea, que Cristina o César. ¿Por ese orden?

—Por ese orden. Supongo que a Rouco le gustaría más Cristina y a mí me parece muchísimo mejor que lo que hay. Pero si ella no quiere, el único que veo claro es César.

—¿No hay un tercero?

—Ni un cuarto, ni un quinto; al menos dentro de la casa; fuera, no sé. Hay un gran primero, pero hace sólo un mes que es eurodiputado y no creo que ya quiera dejarlo.

—¡Ah, ésa sí que sería la gran solución! ¡Eso sería extraordinario!

—Pero como dice el propio Euroluis, lo mejor es enemigo de lo bueno.

—¿Y tú podrías sondear a César para ver si aceptaría la oferta?

—Si se la van a hacer, sí. Vamos, si hay posibilidades reales de que suceda. Si no, mejor evitar las expectativas y los chascos. Los rumores corren y todo se malinterpreta.

—Entonces, ¿tú no habías hablado con él cuando me lo recomendaste?

—Por supuesto que no. Estas cosas no se cuentan si no es para fastidiarlas.

—A lo mejor no te falta razón. Bueno, dile que hemos hablado en confianza, sólo como consulta, que esto sigue un trámite y que si cuaja, la semana que viene hablamos. Pero explícale que antes yo tengo que consultar… pues… con quien tengo que consultar.

—Lo haré, don Bernardo. Muchas gracias.

—Gracias a ti, hijo. Por la idea, que me parece buena, y también por la discreción.

Bajé a mi despacho, llamé a César y le pedí que se sentara a la mesa redonda.

—Bueno, César, tengo una noticia que darte. Mejor dicho: tengo que contarte una posible noticia que te afecta.

—¿Buena o mala?

—Buena. Es posible que te ofrezcan dirigir La linterna la temporada que viene. Pero piénsalo, y si, por las razones que fueran, no quieres hacerla, mejor decirlo ahora.

—Me dejas de piedra. Es lo último que podía esperar. ¿Y cuándo me lo dirían?

—En una semana. Puede que antes. El cura me ha dicho que sondee si aceptarías, así que yo creo que tenemos entre un 60 y un 70 por ciento de posibilidades.

—¿Y a ti qué te parece?

—Que podría ser el gesto ecuménico más importante desde lo de Servet. Y que puedes hacer La linterna muy bien. Y mira: si no sale tan bien, siempre saldrá mejor que ahora. Es una gran oportunidad: por probar, que no quede. Sólo te pido una cosa.

—¿Cuál?

—No digas aún una palabra de esto a nadie. Pero ni una sola palabra. A nadie.

—Mis labios están sellados.

—Y no le des muchas vueltas. Hubiera preferido no decirte nada hasta el final, pero está ya tan avanzado el proceso que tenía forzosamente que consultártelo.

—No sabes cuánto te lo agradezco.

—Si sale, que aún no ha salido, la que te lo agradecerá es la COPE. Seguro.

Salió. A los dos días, don Bernardo llamó a César para ofrecerle La linterna. Le dijo que no había habido ningún problema en el Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal cuando planteó su candidatura y que todos tenían curiosidad por ver cómo se desenvolvía en un puesto tan exigente sin experiencia previa en la radio. Que no había habido reticencias era casi totalmente cierto. Hubo una, sobre la ortodoxia de los libros de teología de César, que es protestante. Pero el secretario de la Conferencia dijo que ya le gustaría a él que todos los obispos en España tuvieran el nivel y la seriedad teológica de César, cuyos diccionarios de patrística y cristianismo se editan en el Vaticano. Nadie discutió más. Pero, por supuesto, como Radio Macuto ya había nombrado directora de La linterna a Cristina, cuando se supo el nombre del nuevo director la sorpresa y la expectación fueron enormes. Y, desde luego, en la siguiente temporada no sólo se la iba a jugar César. Para bien y para mal, su éxito o su fracaso serían también míos.

Dieter Brandau, a La mañana del fin de semana; Ignacio Villa, a Informativos

Pero no sería sólo César. Al poco de su nombramiento, en el que sin duda jugó un papel favorable, Barriocanal vino a verme a mi despacho. No llegamos a sentarnos.

—Bueno, Federico. Lo de César no ha podido salir mejor, aunque falta ver cómo sale en el micrófono. Pero puesto que casi todos aceptan que se trata de hacer equipo en torno a La mañana, que es lo que funciona, también puede ser el momento de mejorarla. Los cambios que haya que hacer en la COPE, hay que hacerlos ahora que podemos.

—¿Y qué es lo que cambiarías en La mañana? Aparte del director, claro está.

—Hombre, si conservas esa salud a prueba de madrugones, no es muy importante. Pero imagínate que caes enfermo y te tiras semanas, meses, un año fuera del micrófono. La mañana se hunde, porque es demasiado tú. Y cuando en vacaciones te sustituyen Susana, Mercedes o Marga, pues lo hacen bien, en el estilo clásico, pero no suenan a La mañana. Hay que buscar un segundo de tu estilo, o del de tu programa, que suene a lo mismo y que, si te pones malo, pueda sustituirte sin que la audiencia se hunda.

—No creas que no lo he pensado. Pero no encuentro a alguien de mi mismo perfil. De mi generación y mis características hay pocos, malos y me temo que en la SER.

—¿Y por qué no pruebas con Dieter? Es como un hijo radiofónico tuyo. Y suena muy bien.

—Pues la verdad es que no se me había ocurrido. Aparte de su juventud, que no tiene por qué ser un defecto, está el problema de que sólo ha hecho colaboraciones, no ha dirigido él solo un programa. Claro que tampoco César. Ni yo, si a eso vamos. También está el hecho de que sea el redactor jefe de Libertad Digital, un hombre absolutamente clave en el día a día del periódico. Y algo de pavor me da también, a qué negarlo, cambiar a Susana y toda la estructura de dirección del equipo de La mañana.

—¿Y por qué no lo ponemos el fin de semana, antes de Rafa Sánchez? Porque la gente suele levantarse a la misma hora o parecida y quiere seguir escuchando lo mismo.

—Eso ya me convence más. Rodarlo en un programa de verdad, con dos o tres horas por delante, pero sin la exigencia del día a día. Tendría que hacerle un equipo, pero tengo a la persona ideal para eso: Rosana Laviada, que es amiga de Dieter desde la facultad. Y sabe cómo se hace un guión y un programa, porque lleva conmigo seis años.

—¿Y querrá ella? Porque yo supongo que Dieter querrá, pero no sé si a Rosana…

—Por un año o unos meses, lo hará. Por Dieter y, sobre todo, por La mañana. Cuando esté rodado el programa, si funciona, será el momento de tomar decisiones.

—De acuerdo. Y ahora lo más difícil: los informativos. Va a haber dos huecos importantes: la jefatura de Programas, también; pero, sobre todo, la de Informativos.

—¿Y hay candidatos decididos o bien vistos por la casa para las dos direcciones?

—Decididos, no. Hay un colaborador de muchos años que se fue con Aznar y quiere reincorporarse a la casa. Pero no hay compromiso en firme con nadie. Apezarena quiere irse cuanto antes, y Blanca no está muy bien. ¿A quién pondrías tú ahí?

—A alguien que no se dedique a tocarnos las narices a los grandes programas. Así que o es algún director de los grandes programas, que sólo podría ser Cristina sin dejar La tarde, o alguien de Informativos en esa línea. Para mí, el mejor sería Nacho Villa.

—Yo creo que si Cristina no ha podido hacer La linterna, menos podrá hacer frente a algo tan agotador como los Informativos. Nacho me gusta. Es uno de los dos candidatos que yo tenía. Déjame consultarlo.

Consultó lo de Dieter y le dijeron que adelante. Consultó lo de Nacho y no acababa de cuajar. A los pocos días, volvió a pasar por mi despacho.

—Oye, ¿tú sigues empeñado en lo de Nacho Villa? Porque van por el otro lado.

—Mira, aparte de afinidades y de que Nacho ha demostrado, a las duras, que se puede contar con él, yo creo que La Moncloa exige una temporada de desintoxicación.

—No, si yo pienso algo parecido. Pero, vamos, no lo veo tan claro como tú.

—Oye, haced lo que queráis, que de todas formas lo vais a hacer. Pero si se busca de verdad la colaboración de Informativos y Programas, el hombre es Nacho Villa.

—Bueno, trasladaré tu inquietud a las esferas superiores. O sea, que lo comentaré con don Bernardo.

—Si alguna vez estuvimos cerca de lograr algo parecido a un equipo coherente, es ahora. Encore un effort

—Te contaré.

Pero, por razones tanto personales como profesionales, el cambio se dilataba sin decidirse y los rumores corrían como la pólvora: que si iba a dirigir yo los Informativos, que si Cristina, que si José Luis Restan, que si Nasarre, que si Nacho Villa. La situación se iba pudriendo, hasta que un día, al terminar el programa, me llama Barriocanal.

—Oye, te llamo para darte una buena noticia: lo de Nacho Villa ya está hecho.

—¿Pero del todo?

—Del todo. Don Bernardo ya sólo quiere decírselo en persona. Pero está contento.

—Fernando, cuanto antes se lo diga, mejor. No sea que naufrague antes de zarpar.

—Que no, hombre, que no. Si además han quedado esta tarde.

—Vale. Pues que me digan cuándo puedo decirlo. O que lo digan ellos.

Y lo dijeron. Con más velocidad de la esperada y sin resistencia alguna, sobre la marcha pero no por casualidad, siguiendo una lógica política y empresarial inapelable aunque trabajosamente asimilada por la empresa y la cúpula episcopal, la COPE cambió de forma decisiva en la temporada 2004-2005. De ser una radio con programas muy distintos y demasiado distantes pasó a convertirse en una verdadera cadena de radio. César Vidal, que, como yo había hecho el año anterior y le recomendé vivamente, dedicó el verano a pasear mucho y a prepararse física y psicológicamente para el reto de las cuatro horas diarias al micrófono, era la gran incógnita. Y del mismo modo que yo mostré desde el principio mi voluntad de recuperar en La mañana el estilo combativo y popular de Antonio Herrero, César anunció que su propósito era rehacer la estructura y el sentido cultural y político que yo le había dado a La linterna durante cinco años.

Lo hizo, como es natural, añadiendo algunas secciones —Internet, videojuegos, dvd— y rehaciendo otras, pero su gran acierto, el que recuperó la vibración político-cultural que el programa había perdido, fue crear como pórtico del programa una suerte de parábola-discurso-sermón que, partiendo de una historia de la antigüedad grecolatina y comparándola con el caso grave o el escándalo político del día, le permitía, educada y salvajemente, criticarlo. La audiencia tradicional se identificó gozosamente con ese alarde de erudición y denuncia que resumía lo que yo he buscado siempre: que la derecha se sintiera distinta y, además, muy superior intelectualmente a la izquierda.

Para las Navidades de 2004 estaba claro que La mañana tenía en La linterna el complemento necesario para formar el núcleo esencial de la oferta ideológica, cultural y política de la cadena, esas diez horas diarias de la máxima audiencia e influencia pero donde, sobre todo, se presenta una verdadera alternativa cultural al aplastante dominio de la progresía. En la COPE no sólo se defiende un amplio abanico de ideas liberales, conservadoras, libertarias o de la izquierda no totalitaria y resistente al nacionalismo sino que se apoya a los autores de libros silenciados, a los profesores e intelectuales marginados, a los políticos perseguidos y calumniados por la izquierda. Con Antonio y con Luis Herrero (también luego con Cristina) se tenía la certidumbre de que en los grandes programas de la COPE no se discriminaría a nadie por el hecho de que la izquierda lo atacara. Pero lo importante es que incluso antes de ser atacados se sepan defendidos, antes de marginados, promovidos, y antes de ser vetados, acogidos; en función del valor de su obra, claro está, pero también del valor cívico de su ejemplo. Eso es lo que yo he tratado de desarrollar con un proyecto intelectual a más largo plazo, el que ahora representan La Ilustración Liberal y Libertad Digital, crecidas a la sombra de la COPE pero que, tras la crucial temporada 2004-2005, tienen ya vuelo propio.

En La mañana del fin de semana triunfó precisamente el primer periodista de esa generación hecha intelectualmente en Libertad Digital y popularizada en la COPE: Dieter Brandau. Contando con la ayuda valiosísima, sacrificada y quizá no siempre comprendida de Rosana Laviada, «Píter» o «Bíter» Brandau —la audiencia lo adoptó desde el principio muy cariñosamente pero se niega a llamarle «Díter»— resultó en el micrófono justo lo que Barriocanal quería: una voz de La mañana que sonara a La mañana y tratara las cosas como hago yo en La mañana, pero sin ser yo; y con el impulso, la sinceridad y la vehemencia nacida de sus propias convicciones. Rosana aportaba esa voz inconfundiblemente suya, cálida, tranquila, tersa y densa, que equilibra la estridencia de la crítica con la amable gravedad de la constancia y sugiere, un tanto engañosamente, la belleza mate de la paciencia. Eran una pareja casi, casi irresistible.

Pero, aparte de La mañana, que por su duración, horario y facturación será siempre el programa clave de la COPE, el que realmente consiguió dar un nuevo sello a la cadena fue Ignacio Villa, jefe de Informativos desde el copernicano mes de julio de 2004. Además de crear un excelente programa largo de información y opinión al mediodía, La palestra, suya ha sido la tarea más ingrata y menos visible de todas: ir cambiando una a una las piezas hasta conseguir que aquel montón de posibilidades achatarradas pareciese un motor, sonase como un motor y, colocado en un coche de carreras, funcionase como un motor de carreras: el Fiat Testadestra de la COPE.

Las dos veces y media en que yo defendí su idoneidad para el cargo frente a la candidatura casi decidida de otro profesional de la casa, insistí en cinco argumentos: 1) la sintonía ideológica y buena relación personal con los directores de grandes programas; 2) su experiencia en la empresa, que le daba un conocimiento profundo del personal; 3) la voluntad de cambiar a fondo la estructura paralizante, cuando no abiertamente hostil, de un área que justificaba su existencia en la oposición a los programas de la propia casa; 4) la acreditada capacidad de trabajo, para un cargo sin límite horario, y 5) el carácter férreo y las convicciones sólidas que, pese a su aspecto tranquilo y formal, destilaban sus columnas en Libertad Digital. Porque también Nacho se inventó o se reinventó a sí mismo en la fragua de Internet, la más parecida por ritmo y velocidad a la de la radio. Yo confiaba en alguien que escribía así. Y el desempeño cotidiano de su tarea confirmó y superó todas las expectativas.

Algunos creerán que Nacho y yo despachamos a diario; o que César, Cristina, Nacho y yo nos reunimos cada semana para establecer las prioridades informativas y la línea de opinión de la casa. Nada más falso. En los dos años que lleva en el cargo, he hablado con Nacho muy pocas veces, siempre sobre un asunto que acaba de saltar o una exclusiva que tenemos por confirmar, jamás sobre la orientación de su programa, de los informativos o de cualquier otra cosa. Y como yo, César o Cristina. La Razón de fondo es muy sencilla: lo esencial lo tenemos ya hablado o ni siquiera ha hecho falta hablarlo. Sabemos lo que defendemos, sabemos quién nos ataca y a quién atacamos, sabemos que, siempre que sea posible y sin forzar la situación, cada uno debe respaldar lo que hagan los demás, y, a partir de ahí, cada cual desarrolla sus planes o improvisa sobre la marcha. Nuestro secreto político es que no hablamos de política. Es innecesario.

Conviene insistir, si de algo ha de valer nuestra experiencia, en ese caos aparente que, sin embargo, alberga un orden profundo y coherente que impregna todos los contenidos de la cadena; porque no es algo que entienda cualquier ejecutivo, ni político, ni siquiera periodista. La coordinación en la COPE, o en cualquier medio audiovisual de orientación liberal-conservadora en España, no puede depender nunca de consignas políticas. Pero no sólo porque la palabra «consigna» suene mal sino porque, dado el carácter plural de su propia base y la libertad genérica que orienta sus comportamientos, resulta absolutamente ineficaz, si no contraproducente. En la izquierda, tradicional y casi patológicamente propensa a la unidad de combate frente a la derecha, que siempre ha sido lo único que sus distintas familias han tenido en común y que, tras la caída del Muro y el descrédito del socialismo real, es lo único que tienen, es lógico que impere la consigna. No hablo en términos morales sino descriptivos. En la cultura de la izquierda, la información nunca ha sido un fin en sí misma sino una herramienta al servicio de la transformación social y política; y eso es algo que, normalmente, se desarrolla según criterios de oportunidad y precisa la modulación permanente del comisario jefe.

La SER ha desarrollado, en ese sentido, el orden soñado por cualquier político, porque junto al acuerdo profundo de los de arriba, similar al descrito entre nosotros en la COPE, hay una disciplina ciega en los de abajo para servir al discurso político según las conveniencias del momento: ahora hay que insistir en la enfermedad del Papa; ahora hay que decir que el Vaticano es un Estado extranjero; ahora hay que defender a Rajoy; ahora hay que atacar a Aznar; ahora hay que defender a Batasuna frente a ETA; ahora hay que decir que mientras Batasuna no rompa con ETA, sólo será una marca de ETA; ahora hay que defender a los nacionalistas y comparar a ETA con el PP; ahora hay que decir que el PP representa al peor nacionalismo, que es el español; ahora hay que defender el patriotismo constitucional; ahora hay que defender el internacionalismo; ahora hay que defender la República; ahora hay que defender la Monarquía frente a la derecha; ahora hay que defender al Rey frente a los monárquicos… y así sucesivamente.

No hay posibilidad de extravío, porque, en realidad, sólo existen dos principios intocables: el «ahora» y el «hay que». Todo principio se subordina a la conveniencia de mantenerlo. En la derecha la disciplina es o puede ser parecida, aunque siempre la diversidad sea mayor, pero como lo que une son los principios, normalmente es más difícil que desaparezcan en función de la oportunidad de defenderlos. No digo que sea imposible ni que los gobiernos del PP se hayan mostrado distintos de los del PSOE en perseguir ese propósito, sino que entre los periodistas e intelectuales de la derecha no suele alcanzarse esa unanimidad en el volantazo, esa disciplina en los cambios de ritmo táctico y de orientación estratégica, que son genuinamente marxistas y que, tal vez por ello, la derecha ni los entiende ni los sabe combatir. Peor aún: la derecha política se queja por no disponer de un cayado semejante para pastorear opiniones y conciencias.

El proyecto socialista de cambio de régimen y la movilización social de la derecha

Que la COPE ya no fuera sólo La mañana sino una auténtica cadena de radio que reaccionaba rápida, coordinada y coherentemente ante cualquier noticia o hecho político mostró toda su importancia cuando Zapatero empezó a mostrar su verdadero rostro y a desarrollar su programa máximo, que, en síntesis, suponía la liquidación de toda la herencia de Aznar en materia nacional e internacional; el fin del consenso entre izquierda y derecha que dio origen al régimen constitucional de 1978; la reivindicación de la II República y la revisión de la Guerra Civil desde una perspectiva izquierdista radical; la liquidación del PP como alternativa de gobierno; la revisión del tratamiento que la Constitución da al catolicismo y a las relaciones con el Vaticano; la eliminación de las víctimas del terrorismo como referencia esencial en la lucha contra ETA u otro fenómeno terrorista, y, como resumen de todo el proyecto, el fin de la unidad nacional española como base de cualquier forma, reforma o transformación del Estado.

Esa estrategia, ya denunciada por Mayor Oreja en las elecciones europeas de mayo de 2004, se aceleró desde comienzos del curso político 2004-2005. La clave de bóveda de todo el proyecto era —es— la eliminación de la derecha como alternativa de gobierno a una izquierda que se mantendría siempre en el Poder gracias a los acuerdos con los comunistas y los nacionalistas de toda laya, incluidos separatistas y terroristas. El PP tendría un papel institucional subalterno, de complementariedad menor y sólo para casos de emergencia mayor. Una mezcla del Partido Campesino de Polonia y el partido cristero mexicano durante la interminable hegemonía dictatorial del PRI. La «democracia popular», vaya.

La respuesta del PP a ese proyecto, tal y como esperaba el PSOE, prácticamente no existió. Sin embargo, en torno a la Asociación de Víctimas del Terrorismo, que fue el primer blanco de esa estrategia de deslegitimación y desarticulación de cualquier obstáculo que pudiera oponerse a los planes de Zapatero y los nacionalistas, se fue creando un polo de oposición al designio zapateril. Y si los gobiernos de Madrid y Barcelona contaban con el Imperio de Polanco y la ensordecedora batahola asociada de las radios y televisiones públicas, la resistencia nacional y de derechas encontró en la COPE la alternativa mediática, el escudo político y el alimento moral que necesitaba.

Esa resistencia se fue articulando a lo largo de los meses y a medida que el PSOE desarrollaba distintas iniciativas: la Comisión Parlamentaria de Investigación sobre el 11-M (que buscaba remachar la versión oficial sobre la masacre y la definitiva estigmatización del Gobierno Aznar); el nombramiento de Peces-Barba como Alto Comisario para las Víctimas del Terrorismo (que buscaba echar a Alcaraz de la presidencia de la AVT, romperla y crear asociaciones controladas por el Gobierno); la Ley Orgánica de Educación (que volvía a los principios más radicales de la LOGSE y al laicismo más agresivamente anticatólico); la legalización del matrimonio homosexual; el diálogo con la ETA sobre El País Vasco y Navarra, y, como imprescindible coartada legal para el pacto con los etarras, un nuevo Estatuto autonómico para Cataluña.

No es éste el lugar para explicar en detalle el desarrollo de todos esos proyectos del Gobierno de la izquierda y las gigantescas movilizaciones populares de la derecha que a lo largo de casi dos años trataron de frenarlos. Los datos están ahí y los estudiosos podrán aquilatar la cantidad y calidad de los distintos esfuerzos políticos. Si yo fuera historiador me volcaría en la investigación de ese fragmento breve, oscuro y crucial de la vida española. Mas, para lo que aquí nos ocupa, baste señalar que en las legislaturas 2004-2005 y 2005-2006 la derecha sociológica convocó, por primera vez en su historia, cinco grandes manifestaciones en defensa de la libertad de enseñanza, de la familia, de la Constitución, de la unidad nacional y de las víctimas del terrorismo. En varias de ellas, si no en todas, superó holgadamente la cifra del millón de manifestantes. El PP, aunque apoyó y se apoyó en todas ellas, sólo promovió directamente una manifestación en defensa de la Constitución, que reunió a unas cincuenta mil personas en la Puerta del Sol. El PSOE no convocó ninguna.

En la primera manifestación a favor de las víctimas del terrorismo, el ministro de Defensa, José Bono, buscando cosechar aplausos como único defensor de España en el Consejo de Ministros, se encontró con un sonoro abucheo. Entonces se produjo uno de los sucesos más repugnantes del cuarto de siglo de democracia española. El ministro fingió una agresión que, en realidad, nunca se produjo. Pero manipulando hechos e imágenes hasta extremos estalinistas, se desató contra la derecha toda la demagogia de la que la izquierda es capaz, o sea, casi infinita. El alcalde de Zaragoza y ex ministro de Justicia e Interior con González, Juan Alberto Belloch, en un artículo publicado en La Razón, sacó a pasear, en sus propias palabras, «la bestia que lleva dentro». La bestia en cuestión llamó terroristas y fascistas a los agresores de Bono y atribuyó su salvaje actitud a la horrible costumbre de escuchar mi programa. El delegado del Gobierno en Madrid y un selecto grupo de policías-chequistas del PSOE procedieron a la detención ilegal de dos militantes del PP. El escándalo fue tremendo pero, pocos meses después, todas las acusaciones, de Bono al último sicario, se demostraron falsas. Llevados ante la Justicia por empeño de la presidenta del PP madrileño, Esperanza Aguirre, los policías fueron condenados por falsificación de pruebas y otros delitos. Nunca la izquierda pidió perdón por tal fechoría. La derecha política pasó página, pero la derecha sociológica no. Como el PP era atropellado una y otra vez por la izquierda, sin querer, poder o saber defenderse, sus bases acabaron refugiándose en el único medio que, cuando arreciaba el linchamiento, los defendía. Y, desde el «Caso Bono», ese medio fuimos nosotros.

Durante el año 2005 el protagonismo de la COPE en las concentraciones de la derecha fue cada vez mayor, hasta el punto de que los gritos más coreados en casi todas ellas fueron «¡España, España!» y «¡COPE, COPE!». Los periodistas de la cadena eran vitoreados por los manifestantes, besuqueados, abrazados y cariñosamente estrujados. Cristina leyó el manifiesto final en la que se celebró en defensa de la familia y contra la ley del matrimonio homosexual; César estuvo en primera fila llevando la pancarta oficial prácticamente en todas; y yo, que soy algo agorafóbico, empecé a retransmitirlas en directo. En una de las más espectaculares y masivas, la que se celebró en otoño de 2005 contra la LOE, la organización colocó megáfonos a lo largo de todo el recorrido sintonizados con la COPE, y cuando comencé la retransmisión saludando a los oyentes de toda España y, muy especialmente, a los manifestantes de Madrid, un tremendo rugido, al decir de todos los presentes, se alzó de la masa y se convirtió en una ovación atronadora, salpicada de gritos «¡COPE, COPE!» y «¡Federico, Federico!», que duró varios minutos. Al terminar, yo estuve dos horas amablemente cercado y sin poder salir de la emisora, hasta que la masa que la rodeaba y nos aclamaba decidió irse a cenar.

Naturalmente, el papel de la COPE suscitó pronto las iras del Gobierno. El talante del que había presumido Zapatero en la entrevista del mes de mayo, se había convertido sólo medio año después en una predisposición al ataque y a la calumnia inasequible a la evidencia, no digamos ya a la democracia. La encargada de Asuntos Religiosos, Mercedes Rico Godoy, denunció que una página web de la COPE insultaba a las ministras de Zapatero sacándolas desnudas en un montaje satírico. Pero la COPE no tenía en su sosísima página web ni siquiera un rincón para esos montajes, que, en cambio, eran una costumbre del PSOE en su página losgenoveses.com, dirigida por el jefe de gabinete del ministro Caldera. Rouco y yo, entre otros personajes de la derecha política y mediática, habíamos sido caricaturizados de la forma más obscena en esa página, pero, claro, sólo la delicadísima epidermis socialista sufre alergias satíricas.

El Gobierno insistía en que no sólo la COPE sino expresamente La mañana habían insultado groseramente a las ministras. Barriocanal me preguntó si yo sabía algo de eso. Le dije que nada en absoluto. Pero la tormenta arreciaba. Y tras salir infinitas veces en los telediarios instando a los obispos a cortarnos el cuello, decidieron presentar la prueba que nos condenaba: era una página que se llamaba gruporisa.com, que había tomado el nombre del equipo humorístico de Echeverría, Miner y Blanco, pero que no tenía ninguna relación ni con ellos, ni conmigo, ni con la COPE. La página pertenecía a un grupo de gamberros en la Red que se hacía y se hace llamar Movimiento Anti-ZP, y que se ponía los nombres que le daba la gana para ejercer —o perpetrar, según se mire, sus bromas, sátiras, alegorías y montajes visuales. Los responsables confesaron pronto la verdad: que no tenían nada que ver con nosotros, y pidieron disculpas. Pero el Gobierno decidió no creérselo, por la sencilla razón de que no le convenía. Como en el «Caso Bono», todavía estamos esperando que pida perdón por la catarata de mentiras e improperios vertidos contra mí, contra La mañana y contra la COPE. La izquierda es así: tiene derecho a imputar a la derecha cualquier cosa, aunque sea mentira; en cambio, puede denunciar como mentira cualquier cosa que diga la derecha, aunque sea verdad.

Rouco pierde la presidencia de la Conferencia Episcopal

Aunque el episodio en cuestión mostró la verdadera catadura del Gobierno en lo que al respeto a la pluralidad se refiere, nos fuimos de vacaciones navideñas bastante tranquilos. La COPE funcionaba como un reloj, la derecha empezaba a adorarnos y la izquierda a detestarnos, se avecinaban sin duda tiempos duros, pero, nos decíamos, en última instancia siempre nos quedará Rouco para defendernos. El carácter semieterno de la presidencia rouquiana era tan universalmente asumido que la última fechoría de La Zarzuela fue precisamente una llamada del Rey a Rouco desde Argentina para quejarse de un comentario crítico que, según Alberto Aza, había hecho yo en La mañana. Eso demuestra el absoluto respeto de la Casa Real por la libertad de expresión, siempre que la ejerzan izquierdistas, obviamente, así como el desprecio despótico que les inspira su ejercicio por parte de los liberales. Pero, signo de los tiempos, ahora ya no utilizaban al vicario general castrense para marear al cardenal, como en tiempos de Aznar, sino que el Rey llamaba directamente a Rouco o bien se recurría al ministro de Defensa, el falsamente apaleado Bono, vecino toledano del arzobispo e inmediato cardenal don Antonio Cañizares, uno de nuestros grandes defensores. La murga que me han dado las instancias zarzueleras en los dos últimos años habría hecho de mí el más fervoroso de los republicanos, si no temiera encontrarme en la logia con los mejores amigos del Rey.

En febrero tocaba renovar la presidencia de la Conferencia Episcopal y Rouco optaba a un tercer mandato, hazaña sólo alcanzada por Tarancón en los turbulentos años de la Transición. Como no soy experto en la materia y rae pierdo en el recuento de las alianzas, cambios, sutilezas y volteretas que se producen en las votaciones de los obispos, no intentaré explicar cómo sucedió, pero sucedió: Rouco perdió la reelección por un solo voto, pese a que —por los que le habían prometido— deberían haberle sobrado dos. Sin embargo, la gran sorpresa no fue ésa sino la elección del obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, para sucederle. También Cañizares perdió contra él por un voto, tras la división del voto conservador y no nacionalista, que es amplísimamente mayoritario. Cuando se supo la noticia eran casi las dos de La tarde y yo estaba aún en la redacción de la COPE. Ya había rumores sobre la derrota de Rouco e incluso sobre la elección de Blázquez, pero no se les daba demasiado pábulo. En todo caso, se hizo un silencio sepulcral al conectar los altavoces internos con la noticia que daba José Luis Restan. Y tras oírla, no vi a mi alrededor una sola cara que no fuera la imagen misma de la consternación.

En el Gobierno cantaron victoria demasiado pronto, por las mismas razones que en la COPE se respiraba un aire de derrota. Zapatero y los nacionalistas, siempre con Polanco al bombo, creyeron que la alianza de izquierdistas y nacionalistas que había llevado a la presidencia a Blázquez podía traducirse en la liquidación de la COPE. Por otra parte la forma de hacerlo era bastante sencilla desde el punto de vista legal: yo terminaba mi contrato por dos años en junio y César había firmado un año con opción a otro. Bastaba cumplir el contrato y adiós muy buenas. En cuatro meses, el insoportable protagonismo de la COPE habría desaparecido.

En la casa muchos pensaban lo mismo. Sin embargo, a las pocas horas, por no decir a los pocos minutos, de la elección del nuevo presidente, don Bernardo y Barriocanal me aseguraron, cada uno por su lado, que no había ningún motivo de alarma. El nuevo Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, al que corresponde tomar las decisiones últimas sobre la COPE, quedaba compuesto así: Blázquez como presidente; los tres cardenales, Rouco, Caries y Amigo; el arzobispo de Toledo y futuro cardenal, Cañizares; el de Barcelona, Martínez Sistach; el obispo de Oviedo, Osoro, y, con voz pero sin voto, el secretario de la Conferencia, Martínez Camino. La explicación que me dieron para tranquilizarme y, sobre todo, para tranquilizar a mi equipo, era la siguiente: Cañizares no era un vicepresidente cualquiera, ya que prácticamente había empatado con Blázquez, y además la gran mayoría de los obispos respaldaría a la tripleta Rouco-Cañizares-Osoro; Amigo y Carles habían evolucionado mucho en lo que a la COPE se refiere, muy especialmente tras la llegada de Zapatero al Poder; Sistach no iba a hacer una oposición en solitario, y Blázquez, por su propio carácter y por lo débil de su respaldo electoral, optaría por una neutralidad que, objetivamente, favorecería a los mayoritarios. Si hacía falta algún apoyo moral en el Comité Ejecutivo, ahí estaba Martínez Camino. Y si en el ala taranconista o más izquierdosa de la Conferencia se hacían eco de los propósitos gubernamentales de desmantelar la COPE, don Gabino Díaz Merchán tenía el contrapeso moral de don Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, que estaba francamente espantado por el laicismo radical de Zapatero y la entrega de Navarra a los nacionalistas vascos, ETA incluida.

Naturalmente, esto era lo que a mí me decían y que, por no tirar piedras contra nuestro tejado, yo no podía contar; pero después de la derrota de Rouco y de la no elección de Cañizares, yo sentía con respecto a las identificaciones, equilibrios y cuantificaciones de los obispos la misma extrañeza que en tercero o cuarto de Bachillerato sentí hacia la trigonometría: aquello ya no eran las matemáticas que me había enseñado mi madre y que tan bien se me daban, así que, para absoluta desolación materna, vi claro que lo mío eran las letras. No es que el álgebra o la trigonometría me pareciesen asignaturas malignas o incomprensibles. Simplemente, a un buen alumno becado, pagado de sí mismo y acostumbrado a las matrículas de honor, verse condenado al notable bajo o al aprobado le produce un rechazo grave teñido de leve incomprensión. Lo que decidieran los obispos era cosa suya. Yo me limitaría a seguir haciendo hasta el mes de junio lo que venía haciendo: madrugar, sacar adelante mi programa y ayudar a que la cadena saliera del hoyo y ganase audiencia y dinero. Eso sí, sin variar un ápice la línea combativa que había hecho de la COPE algo muy importante dentro de la sociedad española y, por eso mismo, un enemigo a batir.

Al mes y medio o dos meses de la elección de Blázquez, con don Bernardo como único testigo, comí con él en la COPE. Al día siguiente de su elección yo le había hecho una entrevista en La mañana que más que a periodismo sonó a odontología, con el doble problema de que ni él quería que le sacasen una muela ni yo quería meterle la mano en la boca. Aunque recurrí a la más depurada técnica extractiva de la escuela ludovicoherreriana, el efecto dentro de la casa fue negativo tirando a devastador. Se trataba, pues, de sosegar los ánimos, espantar nubarrones y, como suele decirse, normalizar la cosa. ¿Qué cosa? Eso es lo de menos: lo importante es normalizar. En rigor, además de un gesto de cortesía dentro de los cánones temporales de la Iglesia, que son diferentes de los del común de los mortales, la reunión tenía un doble sentido: que Blázquez me tranquilizara a mí y que yo tranquilizase a Blázquez, es decir, que él viera que yo no me comía a los niños crudos, como decían los batasunos que lo rodeaban, declaradamente antropófagos, y que yo viera que él no tenía la menor intención de comérseme a mí, ni crudo ni cocido.

Debo decir que la comida fue agradable sin llegar a euforizante y que el único gesto de tensión se produjo por la negativa de Blázquez a terminarse los dos platos de entremeses, como era propósito de don Bernardo, que, por esas casualidades de la vida, había sido profesor suyo en el seminario, y nada menos —o nada más— que de Matemáticas. Puesto que se trataba de suavizar las tensiones inducidas desde fuera y de encontrar los elementos de interés común entre las dos partes —inútil es decir que don Bernardo participaba de ambas—, hablamos de todo y de nada, de lo que pasaba y de lo que dejaba de pasar, y, naturalmente, del tiempo que hacía en Bilbao, en Madrid, en Ávila y en Teruel. Buen tiempo en Canarias.

La comida fue un éxito, según dijeron los anfitriones. Desde luego, yo constaté que Blázquez se sentía mucho más a gusto fuera de los micrófonos que dentro, como lo demostraba su voz, que al natural o en privado es mucho más grave que en público. Sin embargo, era imposible no recordar que en ese comedor, apenas dos meses antes, Rouco nos había ofrecido a los directores de programas más importantes y a los directivos de la casa un almuerzo de despedida que nadie, ni el anfitrión ni los invitados, creían tal. El cardenal estuvo particularmente simpático, ocurrente y más defensor que nunca de la COPE y de los que allí estábamos. «Si la COPE no existiera, habría que inventarla —dijo Rouco—; pero no una COPE cualquiera, sino ésta, esta COPE». Ni que decir tiene que el espaldarazo cardenalicio llenaba de satisfacción a los comensales. Y ahora, ahí estaba yo, a solas con Blázquez y don Bernardo, en involuntario homenaje a Sísifo. Y con la certeza de que al obispo de Bilbao aquella piedra al hombro también le pesaba horrores.

Haciendo cuentas, resultaba que tras pasar yo seis años y medio como director de los dos grandes programas de la COPE, Rouco se había ido de la presidencia de la Conferencia Episcopal sin haberme llamado nunca por teléfono, fuera para celebrar o, más previsiblemente, lamentar algo que yo hubiera dicho en el micrófono. Hasta las quejas del Rey, motu proprio o inducidas por sus chambelanes, me habían llegado por vía indirecta, que era el mejor modo de que no produjeran alarma ni surtieran efecto. ¿Actuaría Blázquez del mismo modo? Pues bien, debo decir que hasta ahora, cumplida ya la mitad de su mandato de tres años, no ha podido hacerlo más satisfactoriamente, al menos para mi gusto. Muchos periodistas prefieren tener la seguridad de que los editores o propietarios de su medio están contentos con el trabajo que están realizando, porque así pueden rectificar cualquier problema y, en todo caso, evitar sorpresas, léase despidos. Lo entiendo, pero yo prefiero que me dejen tranquilo. La mejor llamada que pueden hacerme es ninguna. Donde esté el silencio administrativo, que se quite la bullanga feliz. Y en ese sentido, si lo de Rouco fue magnífico, lo de Blázquez roza, técnicamente hablando, la perfección. No es que, como su predecesor, tampoco me haya llamado nunca, circunstancia que agradezco muchísimo; es que, según se dice, apenas recibe llamadas porque puede tener desconectado el móvil días enteros. Tal vez eso no sea un signo claro de santidad, pero confieso que a mí me produce una calma beatífica.

El 11-M, parteaguas de la legislatura, de la derecha y del PP

Probablemente, el asunto que más ha contribuido a la identificación de la derecha y de la parte no polanquista de la izquierda con la COPE es la investigación sobre el 11-M. O, para ser precisos, sobre los engaños, contradicciones y manipulaciones en torno a esa masacre que, vilmente manipulada por la SER, llevó al Poder al PSOE. En realidad, las primeras sospechas razonables sobre la verdadera naturaleza de la matanza para echar al PP del Poder se publicaron pronto: lo hizo Fernando Múgica en el diario El Mundo allá por mayo, en el primero de su serie de artículos «Los agujeros negros del 11-M». La línea básica de investigación se centraba en los datos que habían llevado a identificar como terroristas islámicos de Al Qaeda u organización similar a los autores de la masacre, porque ni el número, ni la cualificación técnica de los presuntos terroristas eran los requeridos para organizar un atentado de tal envergadura y de tan medida relojería político-electoral.

Naturalmente, Múgica no era el único —aunque su soledad en los medios, incluido su periódico, era realmente pavorosa— que recibía informaciones reservadas al respecto. Por aquel entonces, las hipótesis oficiosas que manejaban las fuentes de los periodistas en los servicios de información de la Guardia Civil, la policía y el CNI eran básicamente dos: que los «moritos» no habían participado realmente en la masacre, realizada y manipulada por las «tramas negras» del PSOE en las Fuerzas de Seguridad del Estado; o que los «moritos» eran sólo la pantalla, la coreografía menor de un atentado que realmente llevó a cabo ETA, como todos creyeron al principio, pero que fue manipulado para poder utilizarlo electoralmente contra el PP.

Una de las primeras pruebas publicadas por Múgica que dejaron claro hasta qué punto todo lo del 11-M estaba turbio fue descubrir el trayecto paralelo de dos furgonetas con explosivos, la de los «moritos» y otra de la ETA, que salieron casi a la vez de Asturias y el sur de Francia y de las cuales una, la etarra, fue detenida en Cuenca camino de Madrid mientras que la astur-marroquí, aunque detenida dos veces por la Guardia Civil, pudo llegar con su carga mortífera hasta el Corredor del Henares. Meses después irían publicándose infinidad de datos que probaban las buenas relaciones de los etarras con los terroristas islámicos en las cárceles españolas. Pero además, con el Gobierno del PP ya en funciones, se produjo el suicidio real o inducido de los islamistas en Leganés, que por segunda vez —la primera habría sido en los trenes; la segunda frente a la policía que cercaba el piso— eligieron ir al infierno como suicidas en vez de holgar eternamente con las huríes en el Paraíso como mártires de la Yihad. Unos islamistas que eligen morir en pecado son unos islamistas muy raros. Si además resultan ser confidentes de la policía, rarísimos; si encima sus abastecedores de explosivos son también confidentes policiales, la cosa empieza a resultar increíble; y si además aparece una cinta magnetofónica grabada por un guardia civil a otro confidente policial que cuenta cómo terroristas etarras buscaban en Asturias antes del 11-S (ojo, del 11-S, no del 11-M) alguien que supiera hacer estallar bombas con móviles, método presuntamente usado para la masacre de Madrid, entonces sí que cabe dudar de todo lo que nos han contado.

Hoy sabemos que todas las pruebas que llevaron a la identificación de los islamistas y a su detención el 13-M eran falsas o estaban manipuladas, y que así han pasado al sumario de la instrucción judicial, donde su mentira brilla colgada de los folios como antaño brillaban en los mástiles de los veleros los fuegos de San Telmo. Entonces sólo sabíamos que no sabíamos nada, pero sospechábamos que lo que nos habían contado o no era todo o no era la verdad. Yo inventé el mote de «los pelanas de Lavapiés» para ridiculizar la supuesta ferocidad de los musulmanes españoles presuntos cofrades de Ben Laden, que en realidad eran «moritos» traficantes de hachís que entraban y salían de las dependencias y confianzas policiales con excesiva tranquilidad. Aquello caló —nunca se sabe por qué— y se ha convertido en una forma habitual de denominarlos. Todo era demasiado inconsistente, y cuanto más investigaba sobre la «trama asturiana» de los explosivos, más inconsistente resultaba.

Paralelamente, el PSOE había puesto en marcha la Comisión Parlamentaria de Investigación del 11-M, tras unas declaraciones a la SER del ministro de Interior José Antonio Alonso censurando las «responsabilidades políticas» del Gobierno Aznar en la masacre. Un arranque que, con la perspectiva del tiempo, me parece más planeado que fruto de la improvisación o del error. La puesta en escena de la Comisión fue preparada meticulosamente por Rubalcaba jefe del grupo parlamentario, pero se vino abajo el primer día, tras la liosa declaración de un portero y la confusión de otro testigo de inspiración socialista, que confundió a un diputado del PP con el del PSOE que le había llamado en vísperas de su deposición. El escándalo fue superlativo. Esa mañana, rebauticé satíricamente al primer testigo como «el portero automático de Rubalcaba», y no me equivoqué mucho. Pero lo que realmente me impresionó fue el cambio radical de las llamadas al programa. Hasta ese día, lo normal era que criticasen a los socialistas por manipular el dolor del 11-M en su beneficio. Ese día, exclusivamente por el efecto de la manipulación socialista de la Comisión y el chasco posterior, la frase repetida una y otra vez, que por sentido de la responsabilidad no podíamos emitir, era «han sido ellos». Era un «ellos» inconcreto en términos judiciales, pero diáfano en su sentido político. Todo lo que ha hecho el Gobierno desde entonces no ha servido más que para confirmar las peores hipótesis de los oyentes más malpensados de la COPE. Hasta hoy.

El PSOE alcanzó el máximo de su eficacia manipuladora con el testimonio de la madre de uno de los asesinados el 11-M, una militante comunista llamada Pilar Manjón, que compuso una actuación digna del Osear. Ni que decir tiene que en la línea que le convenía al Gobierno. Yo manifesté públicamente mi escepticismo, no respecto al dolor de esa mujer, obviamente, pero sí en cuanto a su espontaneidad y valor político. Y aunque incluso dentro de la casa —no digamos fuera, donde me pusieron a caer de un burro— muchos me reprocharon la dureza que suponía criticar a una víctima, luego han venido esos mismos a reconocer que tenía, si no toda, bastante razón. Claro que ellos lo pensaron a posteriori, yo lo hice sobre la marcha y por algo que no tenía relación directa con la política. Semanas antes, habíamos recibido en el programa Un año de amor la carta de amor de una muchacha que había perdido el 11-M a su marido, con el que sólo llevaba casada tres años. La carta era preciosa, Ayanta y todas las chicas lloraron como magdalenas, vino luego a ver el programa, estuvimos un buen rato con ella y, aunque yo no valgo demasiado para la codificación sentimental, me había hecho una especie de retrato robot de las víctimas de aquella masacre, social y culturalmente muy distintas de las viudas y huérfanos de policías, guardias civiles, militares o militantes del PP que han perdido a sus familiares a manos de la ETA. Estas víctimas anónimas del 11-M me parecían particularmente indefensas, precisamente porque nunca habían pensado su vida ni su muerte en términos políticos. Y la comparación entre aquella muchacha, que sólo quería recordar a su amor perdido, y Manjón, que había perdido un hijo y lo procesaba políticamente, me resultaba irritante, demasiado poco real. Seguramente fui demasiado injusto en la crítica, pero, desde luego, no menos que la mayoría en el elogio.

Las cañas se tornaron lanzas para el PSOE cuando declararon en la Comisión, por espacio de once o diez horas, el ex presidente Aznar y el ex ministro de Interior Ángel Acebes, los malos malísimos de la película sobre el 11-M de Producciones Rubalcaba, distribuida por Polanco. Al terminar su testimonio, después de un tercer grado de todos los demás partidos que osciló entre lo sádico y lo miserable, los líderes del PP salieron del Parlamento como si salieran de la ducha. Quedó claro que ellos no habían mentido. También que habían sido temerariamente idiotas, por no fumigar las sentinas de Interior y limpiar las tramas negras de los GAL, pero que, buenos o tontos, ni el 11, ni el 12 ni el 13 de marzo habían mentido a la ciudadanía. En la COPE celebramos con alborozo el giro de la Comisión, tanto por haber fracasado el linchamiento político del PP como por la posibilidad que se abría de investigar quién había cometido realmente la masacre. Los oyentes llamaban agradecidos e inflamados, aunque no incendiarios. Los gestores de la casa estaban, lisa y llanamente, estupefactos.

Como fuimos los únicos que nos hicimos eco de las investigaciones de El Mundo, una noche me vi metido en una de esas películas de periodistas-policías que, aunque sea devoto del género negro, no me gustan absolutamente nada. Pedro Jota me llamó a casa a última hora de La tarde.

—Oye, vente para acá, que tengo que enseñarte algo muy importante. Y no lo podemos hablar por teléfono. Te mando mi coche a tu casa con un escolta.

—No te preocupes, tengo al mío en la puerta. En media hora estoy allí.

Era la cinta que el agente Campillo de la Guardia Civil le había grabado al confidente Lavandera, en la que éste hablaba de los Toro y Trashorras, la trama de explosivos de Asturias, sus viajes a Marruecos y su relación con los etarras que, antes de septiembre de 2001, les pidieron entrar en contacto con alguien que supiera hacer estallar bombas con móviles. Oírla resultaba verdaderamente estremecedor. Emitirla resultó trabajosísimo, porque había que limpiarla de ruidos ambientales para que resultara razonablemente audible y no sólo adivinable por las ondas. Hablé en la COPE con Rafael Pérez del Puerto, el consejero delegado, por supuesto en persona, nunca por teléfono, y le pedí el nombre de un técnico de discreción asegurada. Me lo dio. Entonces le pedí a Susana Moneo que trabajara con él, mano a mano, hasta lograr un producto más o menos audible. Dos días les costó. Entonces pudimos ya ofrecer a la audiencia un dueto multimedia; El Mundo publicó ese día la transcripción completa de la cinta y yo emití un largo resumen de los párrafos más significativos a la hora de máxima audiencia de La mañana. El efecto fue realmente explosivo. No sólo por lo que se decía en la cinta, sino porque se había roto la soledad de la letra impresa en las denuncias del 11-M. A partir de entonces, arreciaron las campañas injuriosas contra el periódico y la radio o contra Pedro Jota y contra mí, porque suele creerse que personalizar causa más daño. No estoy yo muy seguro de ello. Depende siempre de la naturaleza del «personalizado».

En línea con la mafia policial que se advertía tras los dinamiteros asturianos del 11-M, comenzaron a llegar amenazas a la COPE para que dejásemos de dar cobertura a las investigaciones de El Mundo. La víspera de un viaje a Oviedo para hacer allí el programa, un guardia civil llamó a la emisora anunciando que el general Laguna de la Guardia Civil interrumpiría el acto al frente de un grupo de sus hombres. Que no estaba dispuesto a tolerar las calumnias personales, las injurias a la Benemérita… en fin, lo de siempre. Algunos toleran que se vulnere en su presencia todo el Código Penal y hasta los Diez Mandamientos, pero no pueden tolerar un adjetivo más alto que otro. ¡Son tan finos! En esas circunstancias, los pequeños nos venimos arriba, así que confirmé de inmediato que haríamos el programa en Oviedo, faltaría más. Claro que a continuación mis escoltas consiguieron la ayuda de unos agentes de paisano de toda confianza, por si los tricornios lacustres. Lo cortés no quita lo valiente ni lo valiente lo prudente.

Y tampoco hubo motivos. En vez de un piquete de guardias con bigote lo que apareció fue un grupo de quinceañeras de uniforme que, antes de entrar en el colegio, querían ver en directo el programa y aplaudir a sus idolillos político-mediáticos. Algunas de aquellas chicas eran de una belleza irreal, casi delictuosa, y confirmaban hasta qué punto las feroces campañas contra la COPE estaban consiguiendo galvanizar a la audiencia antigua y propiciar una nueva maravillosamente alimentada. Cuando a Luis Herrero le contaron lo de las rubísimas vestales asturianas, vino a quejarse.

—Fede, esto ya pasa de castaño oscuro. A mí me venían las abuelas de dos en dos y a ti las nietas de seis en seis. Es intolerable.

—Luis, no te olvides de las madres de cuatro en cuatro. Ya sabes que a mí me gustan maduras. Y también las había.

—Esa mezcla de generaciones de oyentes debe de ser inconstitucional.

—Probablemente, Luis. Encargaré un dictamen. Pero ya te digo que, antes de pagarle al moro el tributo de las Cien Doncellas, los asturianos emprenderán de nuevo la Reconquista.

—Nada te haría más feliz que retransmitirla en directo.

—Nada.

Entre la renovación con la COPE y la creación de otra cadena de radio

Chapoteando en las dificultades y abriéndonos camino entre incertidumbres, iba llegando el final de la temporada y el de mi contrato con la COPE. Tras el exitoso almuerzo con Blázquez, Barriocanal me había dicho que no habría el menor problema para la renovación, todo lo contrario. Y en efecto, la renovación de mi contrato por otros dos años, aunque supongo que servida por don Bernardo, la defendió Carlos Amigo, que en principio no era de los incondicionales y ni siquiera tuvieron que defenderla los que presuntamente lo son. Fue aprobada por unanimidad. Ni una abstención ni un pequeño reparo a los elogios, obviamente inmerecidos. Los magníficos resultados de audiencia y publicidad y la ferocidad laicista de Zapatero habían conseguido el milagro de una unanimidad sin precedentes en la casa. Barriocanal lo resumía diciendo que todo iba muy bien, sobre todo si se pensaba en cómo estábamos dos años atrás, y que, por otra parte, no había alternativa. En la COPE, no. Pero yo sí tenía una. Y muy tentadora.

Cuando se vio de qué pie cojeaba Zapatero y el periodo de turbulencia nacional e institucional que se nos venía encima, los pocos medios de comunicación adversos al socialismo y al nacionalismo empezamos a organizar la autodefensa. El primero fue Libertad Digital, que en una operación diseñada por Alberto Recarte hizo una novedosa ampliación de capital —la primera que se producía en España en un medio de Internet— que nos permitiera sobrevivir cuatro años incluso perdiendo a todos los anunciantes si el Gobierno conseguía espantarlos. Aunque hacía dos años que ganábamos dinero, poco pero milagroso para un periódico exclusivamente en la Red, Recarte se puso en la peor de las hipótesis y calculó cuál sería la mejor. Llegó a la conclusión de que si hacíamos una llamada a los lectores del periódico y a los amigos de nuestra cuerda ideológica podríamos reunir un buen número de nuevos accionistas pequeños y media docena de accionistas grandes, capaces entre todos de proporcionarnos entre dos y tres millones de euros. El límite de la ampliación de capital se fijó en casi seis millones de euros, aunque no creíamos alcanzarlos, sobre todo tras las dificultades técnicas que la CNMV nos puso: ni publicidad, ni esto, ni lo otro, ni lo de más allá. Pues bien, contra todo pronóstico, conseguimos un millar de nuevos accionistas y casi seis millones de euros. En esos trámites, vi algunas veces a Julio Ariza, de Intereconomía, que tenía hasta entonces la mitad de las acciones de Libertad Digital. La otra mitad era de los liberales de la COPE, que gestionábamos el periódico. Y un día, entre notarios y papelorios, me dijo que teníamos que vernos urgentemente en su despacho para un asunto de la mayor importancia. Le dije si podía llevarme a Recarte y me dijo que sí, que como quisiera.

Así que una tarde, después de una breve siesta, nos encontramos en el despacho de Ariza, en Radio Intereconomía. Alberto Recarte me acompañaba a mí y Julio estaba acompañado por un empresario levantino de cuya solvencia material y moral teníamos constancia. La propuesta era muy sencilla: puesto que los obispos no iban a resistir la campaña del Gobierno contra la COPE, especialmente tras la sustitución de Rouco por Blázquez, y como era inevitable que acabaran echándome, dejando a media España sin una cadena de radio que echarse al oído, se imponía crear una nueva cadena. Había una base pequeña pero apañada que era Radio Intereconomía, y había dinero suficiente, que ponía nuestro amigo el empresario levantino, para afrontar la inversión esencial, que era mi contrato. Los términos de la oferta eran éstos: mil millones de pesetas por cinco años para mí y la parte de mi equipo que quisiera traer de la COPE y el 50 por ciento de las acciones de la nueva cadena de radio. El dinero, en las condiciones que Recarte determinara, se ingresaría en un banco con garantía absoluta de no tocarlo salvo para los pagos estipulados. Mi sueldo anual estaría, pues, en torno al millón de euros, más los porcentajes que estableciéramos sobre audiencia y publicidad, que lo doblarían. Como yo terminaba contrato —estábamos en junio— no había que atender indemnizaciones ni penalizaciones. Sólo faltaba que dijera que sí. Y si César Vidal decía lo mismo, mejor.

Pedimos unos días para pensarlo. Por supuesto, era la primera y seguramente la última vez— que me proponían hacerme rico o, al menos, un buen pasar para mí y para mi familia el resto de nuestra existencia. Por supuesto, se lo dije a mi mujer. Por supuesto, no le dio importancia. Por supuesto, dije que no. Hay grandes oportunidades que, por supuesto, se pierden. Luego, muchas veces, se lamenta haberlas dejado escapar. Por supuesto.

Lo que hice, tras recibir la segunda oferta en una semana, la de la COPE, que me proponía la renovación por otros dos años, fue llamar a César.

—Me acaban de proponer formalmente la renovación y me han dicho que a ti también.

—Sí, hace un momento. ¿Cuántos años te ofrecen?

—Dos. Con opción a un tercero o contrato abierto, pero, vamos, dos. ¿Y a ti?

—Uno con opción a otro. Pueden ser dos.

—Firma dos, así tendremos más fuerza si las cosas se ponen negras, que se pondrán. Pero hay algo más que debemos hacer. Que nadie diga que no lo hicimos todo por la COPE.

—No se me ocurre qué. Tú ya has renunciado a ser millonario, que no está mal como ofrenda en el ara de los principios.

—Hacer más rico a uno que ya lo es. Es el momento de fichar a Carlos Herrera.

—¿Y él quiere venir?

—Eso no lo sabremos si la COPE no se lo propone. Pero el otro día me dijo Barriocanal que no se plantearon este año pasado contratar a Carlos porque cobraría más que yo y creían que yo, en buena lógica, no lo aceptaría.

—Y tan buena lógica. No vas a traer tú el dinero para que se lo den a otro.

—Pero César, ¿y a nosotros qué nos importa lo que le paguen a Carlos Herrera? Con no saberlo, asunto concluido. Yo creo que debemos ir a ver a Rouco, que sigue siendo el que decide en la COPE, y decirle que fichar a Carlos es una prioridad estratégica de la empresa. Que nosotros no ponemos inconveniente a que su sueldo sea mayor que el nuestro. Que con la COPE al alza y Onda Cero a la baja, no tendremos otra oportunidad para conseguir una parrilla imbatible en los próximos años. Como si quieren pagarle más que a nosotros dos juntos y hacerlo Vice-Papa. Ahora o nunca.

—Bueno, pues vamos allá.

Y allá nos fuimos. Era un día de calor abrasador y quedamos a tomar café con el cardenal en su palacio, fresco y amablemente sombrío en aquellos hornos de julio. Como sabíamos que, aunque no se le notara, tenía prisa, entramos pronto en materia.

—Bueno, me parece muy generoso de vuestra parte y tomo buena nota. Pero si no hace La mañana ni La linterna, ¿qué programa va a hacer? ¿El de Cristina?

Puede ser La tarde, el Fin de semana, los programas especiales o ser director general. Incluso si le pagan por no hacer nada, saldríamos ganando dinero. Podríamos devolverle a Onda Cero…

—…La jugada de García.

—Exactamente. Pero no se trata sólo del turbio placer de la venganza, don Antonio, sino de que nos quedamos segundos y prácticamente a solas con la SER, porque Onda Cero se viene abajo.

Después, incluso podemos comprarla a un precio razonable.

—La idea es buena, sin duda. Vamos a pensarla un poco. Pero, en principio y al margen de lo de Carlos Herrera, vosotros renováis con la COPE, ¿no?

—Por supuesto.

—¿Y no tenéis más novedades para la temporada que viene?

—Yo estoy muy ilusionado con algo que llevaba años persiguiendo: una hora de humor como aquel Debate sobre el estado de la nación que hacía Luis del Olmo. El problema es que la clave de ese programa son los personajes de Alfonso Ussía, y él no quería volver a hacer radio. Por fin lo he convencido y empezamos en septiembre, con los del Grupo Risa. Se va a llamar «La jaranera», la finca de su personaje el Marqués de Sotoancho, y va a ser de mucha risa y poca política. Va a ser un éxito, ya lo verá.

—¿Y adónde vais vosotros de vacaciones? Supongo que tú a Miami con la familia, como siempre.

—Por supuesto. A meterme en la nevera y leer novelas policíacas mientras veo en la playa tostarse a la gente, pobrecilla.

—Bueno, pues si no nos vemos, hasta la vuelta. Descansad y preparaos para el año que viene, que me temo que tampoco será fácil.

—Páselo usted bien igualmente, don Antonio.

—Adiós.

—Adiós.

—Adiós.

De vuelta en la COPE, repasamos en mi despacho la entrevista con Rouco. César no lo veía muy claro.

—Para mí que no le hace demasiada ilusión. Y me temo que se lo contará a Cristina y a ella le sentará fatal.

—Mira, César, nosotros hemos hecho lo que debíamos. Ellos, que hagan lo que quieran, pero que no digan que hubieran querido traer a Carlos y completar la parrilla pero que, claro, nosotros no queríamos. Tienen dinero y tienen sitio. Si no lo fichan es problema suyo. Si Cristina lo quiere entender, bien, y si no, qué le vamos a hacer.

—No estoy muy lejos de pensar como tú. Lo que no me ha parecido es que lo de Ussía le gustara particularmente, y a mí me parece fantástico.

—Claro, es que a lo mejor tú no sabes por qué lo echaron.

—¿A Ussía? ¿De la COPE?

—De la COPE. Unas Navidades les pidió Luis del Olmo a todos sus humoristas que hicieran un villancico, y Ussía hizo uno que decía:

En el portal de Belén

ya no tocan la zambomba,

porque un hijo de Setién

ha colocado una bomba.

—¡No me digas!

—Hay una versión que me parece más redonda, pero no sé si está retocada:

En el portal de Belén

ya no tocan la zambomba

porque le han puesto una bomba

unos hijos de Setién.

—Todavía mejor, sí. ¿Y no había vuelto? ¿No lo habíais intentado traer?

—Luis lo intentó dos veces, pero le dijeron que no, que es que verás, que si los obispos vascos, que si tal, que si cual. Yo se lo he dado como cosa hecha y sólo de humor. Y si no ha dicho que no, será que sí. Chico, después de tanto sacrificio, yo creo que nos hemos ganado el derecho a reírnos un rato.

—Hombre, yo creo que sí.

Y, efectivamente, en la temporada siguiente, la 2005-2006, nos reímos mucho con «La jaranera». Fue lo único divertido en la COPE, porque el año resultó terrorífico.