Capítulo XIII
CLAVES POLÍTICAS Y RADIOFÓNICAS DE LA MAÑANA

Recuerdo el primer programa de La mañana en la primera semana de septiembre de 2003. Eran las seis menos diez segundos. Estaba sentado frente al control y, aunque no lo hago nunca porque me atonta, me puse los auriculares para oír bien cómo sonaba la sintonía. Apenas oí el arranque de «Suspiros de España» supe que el milagro de la COPE era posible, siempre que, como Ulises, me atara al mástil del barco y taponara con cera mis oídos ante el canto de las sirenas, fueran seductoras o amenazadoras. Durante un tiempo, que calculaba en torno a un año, debía ser fiel a la fórmula radiofónica y política que me había trazado para recuperar la audiencia, para obligar a los que oían a Antonio y a los que nunca lo oyeron porque apenas empezaban el bachillerato cuando murió, a tener sintonizada La mañana antes de despertarse.

Esto es teóricamente imposible, porque nadie puede convertir un programa en su despertador si antes no lo ha oído y nadie puede oírlo si antes no lo pone de despertador. Además, la COPE no tenía dinero para hacer una campaña de publicidad en televisión anunciando La mañana. Debían ser nuestros oyentes —los que conservara de La linterna, heredara de Luis o recordasen a Antonio— quienes, mediante el boca a boca, se animaran al madrugón y lo recomendaran. Y deberían ser las cadenas de radio rivales las que, con sus críticas, aguijonearan la curiosidad de sus oyentes para que zapeasen, costumbre que hace mucho que dejó de ser exclusiva de los espectadores de televisión. Si oían el programa, por recomendación o simple curiosidad, positiva o negativa, era ya cosa mía que volvieran a hacerlo. A favor o en contra, pero que lo oyeran.

A las seis de La mañana, los demás comunicadores matinales no existían. Mejor dicho, no aparecían ante el micrófono hasta una hora después. Estarían sumidos en sus abluciones, gargarismos, desayunos y ejercicios vigorizantes, entre los cuales el más extendido es el de escuchar la radio, la propia por si ha pasado algo y la ajena para ver por dónde va la competencia. Pero aunque la COPE estuviera, según los estudios de audiencia, en cuarto y último lugar, tras la SER, Onda Cero y Radio Nacional, yo sólo debía tener un rival, que era la primera, la gigantesca y todopoderosa SER. Las demás cadenas no existían. Eran caladeros de oyentes que yo debía ir atrayendo o recuperando. Lo que dijera Antonio Jiménez, o Carlos Herrera, o Luis del Olmo, o quien fuese, me daba igual. Y si no me daba, tenía que disimular. Mi única preocupación era que la gente percibiera que la COPE no era una cadena buena, mala o regular, sino la única alternativa a la SER. Si yo conseguía que Iñaki Gabilondo dialogase conmigo, fuera en términos afables o iracundos, delante de Goliatondo sólo estaría Daviderico. ¿Y a quién le importarían, ante ese duelo, los demás contendientes? Ni siquiera a ellos, ya de más.

Lo malo es que Iñaki sabía perfectamente lo que yo quería y, naturalmente, no estaba dispuesto a colaborar en la tarea de crearse un rival, por modesto que fuera. En consecuencia, pasara lo que pasara, dijera lo que dijese, nunca contestaba en antena a mis mensajes, fueran simpáticos o críticos, satíricos o antipáticos. En aquellos primeros meses, al hilo de las noticias que cambian cada día, yo no cambiaba mi objetivo: entrar en liza con la SER, pero nada. Algún cenutrio en horarios de menos importancia creyó hacer méritos ante el patrón Polanco o la secta prisaica poniéndome verde, pero a esa pesca menor tampoco le daba yo importancia. A mí sólo me importaba Iñaki, pero Iñaki no picaba.

Yo insistía, sabedor de que la soledad ante el micrófono, hora tras hora, te lleva inevitablemente a dialogar con amigos y enemigos, pero el tío, nada. A los dos meses o así, empezó a hacer algún comentario de refilón y sus tertulianos entraron a saco, pero ahí quedaba la cosa. Sin embargo, empecé a pensar que habían tragado el anzuelo y la pesca era posible. Seguí machacando, dándole más carrete, tirando y aflojando, hasta que un día, pasadas las ocho y al empezar la tertulia, alguien del equipo vino a decirme:

—Oye, que Iñaki te ha puesto verde en la SER.

—A ver, a ver, aclaremos: ¿Iñaki o algún tertuliano?

—Iñaki, Iñaki. O sea, Gabilondo.

—¡Qué maravilla! ¡Hemos ganado!

Estuve a punto de mandarle flores. La COPE había sido reconocida, por la vía de los hechos, como alternativa a la SER. Por fin estábamos en el buen camino. En el único camino, a decir verdad, para salir de la miseria. ¿Entró al trapo Iñaki porque se aburrió de callar o porque vieron que La mañana empezaba a tener audiencia y sus críticas a la SER ya no podían ser pasadas por alto? No lo sé. El caso es que hicieron lo que yo buscaba. Desde entonces, lo importante siguió siendo atacar, pero como forma de resistir. Es la vieja táctica de la guerrilla frente a un ejército aplastantemente superior, pero al que, por indeseable, no puede considerarse invencible.

Alguno puede pensar que el ataque a la SER partía de mi animadversión política hacia todo lo que es y significa el Imperio prisaico y que una mayor cercanía ideológica a Antonio Jiménez o a Carlos Herrera me llevaba a no atacarles pese a mi indigencia en oyentes y, por ende, anunciantes. Nada más lejos de la realidad. En ese caso, yo hubiera atacado lo que me pareciera malo de la SER pero también y con más motivo a RNE u Onda Cero. En realidad, mis rivales eran Radio Nacional y, sobre todo, Onda Cero, que era la rival comercial, la que nos había birlado a García y luego a Pedro Jota y la que nos había rebasado en más de medio millón de oyentes. Ese era realmente mi objetivo: recuperarlos y colocar de nuevo a la COPE en segundo lugar. Pero eso no pasaba por la crítica a mis rivales directos sino por convencer a la audiencia de algo, por otra parte, cierto: que en España no había más alternativa a Gabilondo que yo, aunque fuese el último en llegar al circo romano de las ondas. La COPE tenía que actuar como si RNE y OC no existieran, para no invitar al oyente a compararlas con ella. Desde el punto de vista comercial, la antagonización permanente con la SER no sólo era natural por nuestras diferencias ideológicas, sino también porque polarizaba el target, «blanco» u «objetivo» de las campañas publicitarias. Si la SER tenía su público incondicional en la izquierda y la COPE lograba consolidarlo en la derecha, cualquier producto debería anunciarse en las dos y, si le quedaba algo de dinero, en las demás.

Si tenía éxito en mi plan, cosa que no depende sólo de que el plan sea bueno sino de que se ejecute bien, las posibilidades de entrar en todas las grandes campañas no serían del 50 por ciento sino del cien por cien. Así que para mí RNE y Onda Cero no existían, ni para bien ni para mal. Yo debía actuar como si en España sólo hubiera SER y COPE, nada más. Y como por los contenidos, a pesar del gubernamentalismo forzoso de RNE, no había realmente casi nada más, todo era cuestión de que la SER entrase en el juego y Onda Cero actuase como les gusta a los ejecutivos ignorantes: dejando que los demás se desgastasen mientras presumen en los grandes restaurantes de que, a diferencia de esos exagerados de otras empresas, ellos son gente civilizada, centrada, moderada, razonable, que reconoce lo bueno de unos y de otros, que al final es lo que quiere la gente normal. Semejante memez no por repetida es menos mema. Hay gente normal de derechas y de izquierdas; católicos normales y anticatólicos normales; socialistas y partidarios de la libertad de mercado igualmente normales; separatistas normalísimamente antiespañoles y españoles normalísimamente antiseparatistas. Y, sobre todo, gente a la que le gusta oír por La mañana en la radio un programa que le despierte y no que le duerma o le haga bostezar. Y si zapea, lo hace entre los programas que, por contraste, más le puedan despertar. Esto es lo normal. Al que no le gusta esto, lo normal es que no oiga la radio.

¿Por qué entró finalmente en ese juego la SER, pese a ser totalmente consciente de que me favorecía? Por dos razones: la primera es su soberbia despótica y la segunda su sectarismo totalitario. Polanco y su harka son incapaces de tolerar que alguien les lleve abiertamente la contraria, no digamos ya que les rete y les llame lo que realmente son: un cáncer para las libertades y la nación española. Ante eso, su reacción siempre es la misma: campañas de destrucción personal como las padecidas en la radio por Antonio Herrero, García e incluso el moderado Luis Herrero; y en prensa por Pedro J. Ramírez. Operaciones económicas para ahogar o destruir a la competencia, como la compra y cierre de Antena 3 Radio, el famoso «antenicidio». Y si no es comprable ni destruible, utilizando los tribunales para echar de la vida pública a su enemigo, por decente que sea, como en el caso del juez Gómez de Liaño. Yo sabía y sé muy bien a qué me expongo. Pero sé también que no hay alternativa frente al despotismo: o lo combates o lo compartes. Yo lo he combatido siempre. La cuestión en aquellos meses últimos de 2003 y primeros míos en La mañana de la COPE estribaba en que muchos oyentes lo percibieran con la misma claridad.

Técnica, fórmulas y trucos para ganar audiencia

Tenía otro problema añadido y era que estábamos en periodo electoral, por lo que RNE acentuaba su gubernamentalismo y Onda Cero, colgada de la concesión de Antena 3 Televisión, acentuaba su equidistancia Made in Catalonia a favor de cualquier Poder, que tras las elecciones autonómicas les llevó a poner una vela al Jehová de Moncloa y otra al Diablo Tripartito, a masajear al PP y a estimular sensorialmente al PSC, que es lo que Lara, a través de Mateu, había intentado en la COPE: conseguir una «línea PSC». En los contenidos, por tanto, la diferencia iría siendo progresivamente menor con respecto a la SER. Pero es que la diferencia no es ni ha sido nunca de contenidos. La radio, como la literatura, es forma antes que contenido. Luego, puede haber contenidos mejores o peores, pero antes de llegar a ellos la forma, el género y el estilo del autor deben ganar el interés del lector o del oyente. Si no es así, siempre se ha dicho que con buenas intenciones nunca se ha hecho buena literatura. Y buena radio, tampoco.

Desde el final de mi primera temporada como director empezaron a publicarse análisis, generalmente difamatorios, sobre el «fenómeno» de La mañana y las razones de su éxito. La excepción benévola fue la de Amando de Miguel, para el que la clave está en la mezcla de estilo culto y popular; de eruditas referencias literarias, filosóficas, históricas o políticas y refranes ancestrales, sanchopancescos, frases hechas al alcance de cualquier persona sin formación intelectual, que no es lo mismo que sin educación. Pero esa mezcla de formación intelectual sofisticada y cultura rural popular no es una fórmula de comunicación; responde a mi biografía vital e intelectual; soy yo mismo.

Amando tiene razón en que eso funciona y acaso sea la clave de tener influencia por arriba de la pirámide social y fuerza y audiencia por abajo. ¿Y por qué funciona? Yo creo que porque es auténtico y en el micrófono eso se nota siempre; porque, para bien y para mal, yo soy así y a mucha gente le hace gracia que lo sea. ¿Y eso por qué? Quizá porque mi vida es, de forma casi exagerada, la de muchos millones de españoles que pasaron de las humildísimas condiciones de vida en los pueblos de la España profunda después de la Guerra Civil a la promoción social a través de las becas de estudios secundarios en los años sesenta, la universidad politizada y caótica de los setenta y la meritocracia en la Administración y la empresa privada en las postrimerías de la dictadura y los primeros años de la democracia con los gobiernos de UCD, fiel representante de la nueva derecha sociológica, de esas amplias clases medias de origen rural y emigradas a las ciudades en el franquismo tardío. Yo soy uno de ellos, uno más.

Como tanta gente del común, pero ante el micrófono, yo presumo infantil y pesadísimamente de mi pueblo natal, mi provincia, mi región e incluso, colmo de los colmos, de mi nación española. Lo mismo que en nuestras comedias del Siglo de Oro el labrador pobre, orgulloso a fuer de honrado, no se avergüenza de venir de padres pobres pero cristianos viejos, y defiende con su vida la sagrada dignidad del humilde frente al poderoso, porque sólo lo bueno es justo y siempre será injusto lo malo, yo tampoco me avergüenzo de ser hijo de un zapatero y una maestra, de haber nacido en Orihuela del Tremedal, un remoto pueblo de los Montes Universales (recuerdo que Javier Marías, cuando ambos empezábamos a escribir en El País, se burló en un artículo de mí por el nombre de mi pueblo), en la a veces hermosa y siempre pobre, ancha y helada provincia de Teruel, de haber estudiado con beca, de deber lo que soy a mi familia, a mis maestros y a mi esfuerzo, de tener una idea clara del bien y del mal aprendida en el catecismo y contrastada a lo largo de una vida azarosa y aventurera, de peligros y loterías, de riesgos y de logros.

Si me alargo en esto es para explicar que, igual que en las motos la carrocería es el motorista, en la radio lo primero que se oye y lo último que se escucha es a la persona que habla, con nombre y apellidos, con padre, madre, pueblo y demás querencias. No es casualidad que de los últimos grandes comunicadores en las mañanas de la radio española sepamos perfectamente sus orígenes: berciano Luis del Olmo; donostiarra Iñaki Gabilondo; castellonero de Madrid Luis Herrero; andaluz de Mataró Carlos Herrera, y marbellero, ay, de principio a fin Antonio Herrero. Además de un recurso en las largas horas ante el micrófono, como el de tocar marro y volver, el recuerdo de los orígenes es una contraseña, un guiño, un recuerdo de que el que habla es el que es y no otro, que viene de donde viene y no de otra parte; lo mismo que el oyente, por cierto.

Pero no es la única fórmula de comunicación ni la más eficaz de las que puse en marcha en La mañana. Por sintetizar, diría que recuperé el modelo de Antonio, pero menos; y los trucos de Antonio y García, pero más. De Antonio, aparte del vigor feroz y el optimismo mañanero como editorial, tomé un recurso que como oyente me admiraba, espantaba y subyugaba: interpelar al poderoso de turno, sea en el ámbito político o económico, civil o militar, ejecutivo, legislativo, judicial o mediático, tratándolo de tú. Apostrofando, retando o ironizando, pero de tú. Es lo que el oyente común querría hacer, pero ni tiene ocasión ni, de tenerla, sería capaz. De ahí su fuerza. Y también, como expliqué en el capítulo primero, el arrojo, los desplantes, meter la pierna y jugársela, que en España, tan asustadiza en la derecha como gregaria en la izquierda, gusta mucho al respetable y produce devoción en los propios y respeto en los ajenos.

Pero aparte del tono mañanero y mitinero, que en mí se parece de forma natural al de Antonio, no al de Luis, y que, por tanto, no debía cambiar sino acentuar, introduje un cambio esencial con respecto a ambos en La mañana: separar radicalmente la opinión de la información, pero no al modo convencional e hipócrita de ciertas escuelas de periodismo que acentúan la diferencia para censurar la opinión libre en beneficio de la información manipulada. No. Tanto Antonio como Luis leían las noticias del día a medias con su subdirectora y, una vez leídas, las comentaban. Yo creo que ésa era una cautela antigua que quedaba desacreditada por un hecho evidente: el director comentaba las noticias que acababa de dar y su compañera no. ¿A qué, pues, fingir neutralidad a las ocho y tomar partido a las ocho y diez? Yo decidí no leer ninguna noticia, salvo el tiempo, que pertenece al orden adivinatorio, y dedicarme exclusivamente a la opinión, tanto en los prólogos como en los epílogos, entre bloque y bloque de noticias o saltando sobre cualquier suceso que, al oírlo, me inspirase un comentario. Creo que ésta ha sido una innovación de importancia, porque asume con sinceridad y sin complejos que hoy el comunicador en la radio se acerca más al showman que al reportero, al funambulista que al oficinista, al predicador que al agrimensor. Nosotros nos movemos entre el Club de la Comedia y el Espíritu de la Tragedia, entre el Libro de Job para maldecir el presente y el Apocalipsis para predecir el futuro, sin olvidar el erótico Cantar de los Cantares para las horas tradicionalmente mujeriles y de entretenimiento, de diez a doce.

Esto conduce forzosamente a una cierta teatralización de lo que se dice, a la conversión de nuestra persona en personaje, a bordear peligrosamente el histrionismo que no deben permitirse los informadores pero sí frecuentar los grandes comunicadores, si buscan conservar todos los días y el mayor número posible de horas a una audiencia que, en los grandes programas matinales, roza en ciertas horas los dos millones de oyentes. España es uno de los pocos países occidentales ricos, si no el único, en el que durante varias horas de La mañana la audiencia televisiva es superada por la radiofónica, que además, y esto es lo fundamental, resulta decisiva en la creación de opinión pública. Se trata, pues, de asumir esa realidad excepcional pero sin duda muy favorable a la radio en España y servirla con los recursos propios del medio, que son muchos aunque se utilicen poco. He citado ya algunos de Antonio. Pero él tomó muchos de José María García, adaptándolos del deporte a la política. Yo sólo he ido un paso más allá. O dos.

Del perro Óscar a «¡¡¡Cándido!!!»

Permítaseme una explicación biográfica: mi madre no conocía las reglas del fútbol ni tuvo nunca el menor interés en aprenderlas, pero en los últimos veinte años de su vida jamás se perdió el programa de García. Si no lo escuchaba, no se podía dormir. Al dedicar ahora tanto tiempo a la radio, me he preguntado muchas veces qué era exactamente lo que le atraía y relajaba tanto, si de deportes no sabía nada. Y he llegado a la conclusión de que le sucedía lo que a tantos con la novela negra, policíaca e incluso rosa: nos sumergimos en una atmósfera brumosa y sugerente, que se parece mucho a la vida real. En ella —o ellas— el mal existe pero el bien lo combate, los malos parecen más poderosos pero los buenos tienen a su favor la Justicia, si no las leyes o los jueces, y a la opinión pública, o sea, al lector, que desea el triunfo de los buenos, incomprendidos, solitarios y valientes y el castigo implacable de los malos, poderosos, viles y cobardes.

Pues lo mismo sucede en la radio: hay que crear una atmósfera peculiar, que se basa en el estilo del narrador. Tiene que haber personajes, a ser posible reales pero, ojo, con ciertas características de ficción: dibujo físico y moral, peripecia larga y con alguna sorpresa frecuente. También deben pasar cosas, ha de haber acción, que como en las novelas históricas la produce el día a día, el devenir tumultuoso de los acontecimientos. Y, por supuesto, debe luchar el bien, que nos es próximo o querido, con el mal, que nos resulta extraño o detestable. No es preciso que gane el bien definitivamente, porque sabemos que no puede ser, pero sí que el bueno sobreviva y podamos irnos a dormir satisfechos con haber ganado junto a él una pequeña batalla moral aunque la guerra continúe y mañana emprendamos otra aventura. Esto vale para la novela y para la radio, para los detectives y para los comunicadores. Es, en última instancia, una prueba del acierto de Shakespeare al decir que estamos hechos de la materia de nuestros sueños.

García combinaba la investigación implacable de tramas tenebrosas y liadísimas en federaciones deportivas o clubes de fútbol con la sátira de picaros, ladronzuelos y vividores. Crítica personalizada, naturalmente, porque sin la persona o el personaje, la historia resulta abstracta y sin vida, ayuna de interés. El genio garciesco se basaba en unas fórmulas de descripción elementales que incluían una definición moral popular —«vestirse por los pies», «servir y no servirse», «señor dentro y fuera del campo»— lo cual iba configurando a lo largo de los años un elenco de personajes buenos y malos, de fiar y desconfiar, que, a veces, cambiaban temerariamente de bando y se vendían por lisonjas o prebendas. Nunca lo hicieran. Toda España era testigo del desengaño. García los apartaba de su afecto, de la familia del programa, y los fulminaba con un «me ha engañado», sin apelación; o un «me ha decepcionado», sin arreglo. Y adiós. Nunca más. No sé qué fechoría había cometido o encarnaba Pablo Porta, manitú de la Federación de Fútbol, a quien bautizó con un inofensivo «Pablo, Pablito, Pablete», que, aunque parezca increíble y de no mediar un indulto del Gobierno, lo hubiera llevado a la cárcel. Pero lo más interesante del personaje era su perro Óscar, a quien un empleado llevaba a hacer sus menesteres básicos junto a algún árbol. ¡Pobre Óscar No dudábamos de la ilegalidad de su amo, pero el chucho era ya parte de la gran familia garciesca y temíamos que, de haber justicia, se quedara sin tan higiénico paseo. Dura lex, sed lex!

Era una forma satírica de acercar al oyente personas y cosas mediante juegos de palabras, aliteraciones, imprecaciones y apostrofes, que, a fuerza de repetirlos, se convertían en latiguillos, ritornellos, capones sonoros o alfilerazos verbales implacables. Era un mecanismo sencillo, infantil, más propio de una plaza de pueblo que de las ondas de Frecuencia Modulada, pero ¿qué es la FM sino una plaza mayor mucho mayor? Yo, en esa estela de García, he elevado la apuesta, he creado sobre la marcha neologismos o los he tomado de las bitácoras y foros de Internet, he recuperado fórmulas antiguas para satirizar fechorías nuevas que también son viejas, he tratado de poner a un poderoso contra las cuerdas recordando su aviesa conducta o, simplemente, criticando su abuso de poder y su traición a los ciudadanos que, como repito siempre, le pagamos el sueldo.

En ese género, mi mayor éxito se lo debo a Cándido Conde-Pumpido, fiscal general del Estado, a quien empecé jugando a despertar: «¡¡Cándido! ¡Pero Cándido! ¡Qué ya es de día, Cándido!», en todas las variantes de madre con hijo dormilón, para que cumpliera con su obligación de perseguir etarras u otros delincuentes. Pero cuando se fue delatando como más amigo de los terroristas que de las víctimas del terrorismo, cuando en vez de fiscal general del Estado se convirtió en abogado particular del Gobierno, cuando se fue confirmando como un peligro público, lo único que se me ocurrió una mañana fue decirle: «¡Malo!». Y ese «¡Cándido, malo!», por su propia ingenuidad infantil, tuvo un éxito devastador. Tanto, que un día el Grupo Risa lo convirtió en politono de teléfono móvil, descargable en la Red. Me reí, pero estuve uno o dos meses sin repetirlo, porque evidentemente la broma había llegado al punto de saturación. Ahora lo digo alguna vez, pero ya sólo como homenaje a los oyentes fieles, que le tienen cariño, como al perro Óscar. A mí ya no me divierte y ésa es señal inequívoca de que hay que jubilarlo. Como el éxito de estos latiguillos se basa en la repetición, o en la cadencia de la repetición, si a uno le aburre es señal de que puede empezar a aburrir a la audiencia, así que hay que inventar otra cosa. No son hallazgos ni invenciones mías, pero llevaban bastantes años sin hacerse y funcionaron de maravilla. Son trucos muy sencillos pero eficacísimos en el registro más popular de La mañana. Pero ¿cómo se sabe si una ocurrencia puede tener éxito? Pues no se sabe. Yo lo barrunto al oírmela, nunca al leerla en algún sitio o al pensarla. Si me hace gracia, la repito; si me aburre, la abandono. Es la clásica situación del cómico a merced del público, que le ríe unos chistes, no otros y debe repetir los unos. Pero como el público de la radio no está a la vista y a las seis o las siete de La mañana estoy solo, con dos o tres del equipo, que no van a ponerme mala cara, debo fiarme de la intuición y del instinto de conservación, que empieza por no aburrirse uno en el micrófono y termina por no aburrir a los demás.

La venganza del Macho Alfa de la SER en el EGM

Al mes de hacer el programa, todo El Mundo parecía aliviado y satisfecho. El sector comercial de la casa e incluso el ejecutivo con o sin sotana estaban muy optimistas con los resultados de La mañana. El motivo primero de euforia era que yo no acusaba el cambio de horario; el segundo, que empezaba a las seis cuando los demás aún dormitaban el sueño de los suplentes; el tercero, que no caía enfermo ni faltaba nunca, a diferencia de Antonio, que se tomaba licencias de caza cuando le parecía; el cuarto, que cumplía mi promesa de respetar los horarios comerciales locales y mimaba a los anunciantes. Todos esperaban que el EGM de noviembre respaldara la impresión general de que estábamos remontando. La única duda era si desde el principio se notaría el cambio o sólo en las horas de One man show, o sea, más personales y con menos publicidad, que son de seis a ocho. Yo sólo estaba seguro de una subida clara, aunque sobre números pequeños, en la primera hora, por la sencilla razón de que Luis Herrero no la hacía, lo mismo que las demás estrellas matutinas, así que sólo por el cambio y por la bulla que metía a esa hora yerma, alguna subida tenía que haber. Sin embargo, ocurrió algo que alteró las expectativas y las mediciones: a Polanco lo dejó su señora.

En los caballeros y caballeras del Imperio prisaico, paladines del divorcio exprés y la caducidad natural de las parejas, la augusta separación debería haber sido bendecida como prueba de naturalidad biológica y normalidad institucional. Pero, ay, no era él, don Jesús, quien la dejaba a ella, doña Mariluz, por otra más joven, sino ella quien lo dejaba a él. Y una cosa es el cambio de pareja y otra que cualquier pareja pueda cambiar cuando le dé la gana. No en el caso de don Jesús. Nunca en el caso de don Jesús, el Macho Alfa de la manada, al que ninguna hembra puede abandonar; y, si lo abandona, no debe saberse en el bosque.

Por supuesto, a mí me traía al pairo que Polanco se separase de Mariluz o viceversa. Si hubiera sido de Cebrián, todavía, pero ni ella me había hecho nada ni yo le tenía animadversión. Al revés, teníamos amigos comunes que solían cultivar la especie de que Mariluz era una auténtica señora de derechas que, un siglo u otro, acabaría devolviendo a Polanco al redil liberal-conservador. ¡Sí, sí, al redil! ¡Menudo redil es el Imperio! Lo asombroso era que el chisme, la salsa de todas las comidillas de Madrid, no apareciese en los medios de comunicación. O sea, que en España se puede hablar de las amantes del Rey, aunque poco; de las crisis matrimoniales de los presidentes del Gobierno, cuando las tienen; de las separaciones de los ministros; de las amantes de los banqueros; de las fugas de maridos y señoras de grande, pequeña o mediana notoriedad. Del único que no se puede hablar es de Polanco. Bueno, me dije: he ahí una tontería donde se puede marcar la diferencia, donde se demuestra quién quiere salir por la puerta grande, aunque sea hecho unos zorros, y quién se conforma con la vuelta al ruedo.

Le pedí a Planeta una entrevista con HughThomas, amigo de Mariluz Barreiros, que estaba en gira de presentación de su último libro sobre el Imperio español. No el de Polanco, rehuido escandalosamente por los historiadores, los cronistas y los reporteros de guerra, sino el de los Austrias y Borbones, más transitado. Pero, a cambio, estaba dedicado a Mariluz.

Por supuesto, se trataba de un acto de valor, de prueba de que no temía al Polanco feroz, no de chisniología al uso, así que ni le pregunté sobre los rumores ni cosa remotamente parecida. Inevitable resultó en cambio, al final de la entrevista, preguntarle por la dedicatoria del libro. En ese estilo de español británico que en los años setenta popularizó en TVE Doña Croqueta y en los noventa actualizaron los Morancos de Triana, Hugh contestó de muy buen humor, casi muerto de risa:

—Oh, ah, eh, buenooo, se trrrata de una amiga, eh, una muyyy buena amiga, a la que le debo, yo debía un librrro… ha, ha, ha…

—¿Un libro? ¿Qué pasa, que no se lo ha devuelto?

—Oouh, no, nooo. Yo debo un libro sobre padre, Eduarrdo Bareiros, y yo no hace libro sobre Bareiros, falta de tiempo, así que dedico este libro para que me perddone… ha, ha, ha.

—Ja, ja, ja. Qué detalle. Pues muchas gracias y mucho éxito, señor Thomas.

—Grasias, grasias a usted, es sido muy amable, ha, ha, ha. ¡Arios!

Cito de memoria, pero fue algo así, amable, distendido y que no iba más allá del guiño. Pero ¡guiños al Emperador! ¡Habrase visto! A los pocos días, Daniel Gavela, a la sazón cabecilla de la SER, le dijo al consejero delegado de la COPE:

—Federico está haciendo un programa muy bueno, sorprendentemente bueno. Pero le vamos a tener que dar un toque, para que vea que algunas cosas no se tocan.

Y por esas casualidades de la vida que en la radio española siempre coinciden con la SER, llegó en ese momento el EGM y me quedé de piedra. Inmóvil, vamos. Ni siquiera subí un solo oyente a las seis. Bramé como un ciervo herido, pero la manada de enfrente, con sus innúmeros ciervos y ciervas, cervatillas y bambis, rodearon mugiendo satisfechos a su Macho Alfa. Se trataba de un exceso de celo y no de una orden imperial, como demostró que un par de semanas después se entrevistara en El País al historiador británico, aunque no sé si esa publicidad me la debió a mí, por el qué dirán, o estaba enlatada antes. En todo caso, la sirvieron. Y se supone que a mí me escarmentaron. Dicen —pero lo anterior es verdad, esto apócrifo— que Gavela se adornó:

—Ya subirá en febrero.

El antagonismo Aguirre-Gallardón y el papel de la COPE

Después de haber acordado los términos de la sucesión en La mañana, Luis y yo quedamos en Moncloa para hablar con Rajoy, que era vicepresidente primero del Gobierno, responsable último de medios de comunicación y nuestro favorito en las quinielas para la sucesión de Aznar. De los tres candidatos —Rato, Mayor y Rajoy— no era el que a mí más me gustaba, porque creía que la cuestión nacional seguiría siendo el problema esencial de España y para afrontarla el más fiable era Jaime Mayor Oreja, pero era consciente de que Rajoy era el que menos rechazo provocaba en el PP y por eso daba —dábamos— por hecho que el resucitado Aznar lo elegiría sucesor. No como jefe del PP, para ejercer el Poder o la oposición según ganara o perdiera las elecciones, sino como inquilino de La Moncloa, porque, tras su pasmoso éxito en las municipales y autonómicas (sólo la Comunidad de Madrid se había perdido tras el recuento del voto por correo), todas las encuestas anunciaban una clara victoria popular el 14-M de 2004.

Nuestra visita tenía, en realidad, un triple motivo: que ambos le expusiéramos los gravísimos problemas estructurales de la COPE; que Luis le contara personalmente los términos de su acuerdo con Aznar para ir a las elecciones europeas, y que yo le explicase la política de La mañana para la temporada siguiente, empezando, naturalmente, por esas elecciones presidenciales en las que él podría ser candidato. Lo primero, la difícil supervivencia de la COPE, pareció afectarle muy poco, según la ya clásica costumbre despectiva de Aznar, asumida con disciplinada displicencia por todo el estrato sucesor. A los líderes de la derecha, y Rajoy no es una excepción, los medios de comunicación no les importan; sólo, de vez en cuando, les molestan, y se quitan de encima la molestia según su carácter y circunstancias. Cuando Rajoy nos oyó decir que a la COPE le quedaba un año de vida, debió de decirse: ¡más que a mí para ser Presidente! Y, muy educadamente, se desentendió.

Lo de Luis lo trataron al final a solas, en un aparte de diez minutos, pero Rajoy ya tenía noticia de ello por Aznar, cuya condición faraónica, más acusada que nunca, también habría acertado en el destino de Luis. Así que lo único que comentó Rajoy, con buen humor, es que Luis tenía mucho más claro que quería ser candidato y a qué. Él no lo sabía y, además, no podía saberlo. Su destino estaba también en manos de Aznar, pero todavía le quedaban un par de meses de incertidumbre, como mínimo. Y luego, tras la decisión soberana del Gran Elector, la ratificación o no de los electores.

Lo que yo le conté sobre la política informativa con respecto al PP y su candidato que había pensado para La mañana tropezó con un obstáculo insalvable: Rajoy no sabía si ese candidato iba a ser él y, mientras esa incógnita no se despejase, su interés por mis cogitaciones parecía muy, muy, muy limitado. A orillas de la ensalada de bogavante, casi podía ver cómo por un oído, entre la patilla de las gafas oscuras y el arranque de la barba clara, le entraba mi discurso y por el otro le salía. Se comía bien en Chez Mariano, pero la atención política era bastante menor que las atenciones sociales.

Sin embargo, en los minutos-basura del aperitivo, Belén Bajo llamó la atención del anfitrión —y, de paso, la nuestra— sobre un reportaje que estaba emitiendo Telemadrid. Contaba el escándalo en la Asamblea madrileña durante la votación para investir como presidente autonómico a Simancas, cuando dos diputados del PSOE se habían abstenido y la investidura se había frustrado. La victoria socialista había sido tan por los pelos que, sin esos dos votos, ni Simancas ni Esperanza podían ser presidentes. Pero Rajoy, que apenas podía contener la risa por la mala imagen del PSOE en la gran plaza ganada, daba por hecho que esa misma tarde los convencerían en Ferraz. Fue la primera vez que oí los nombres de Tamayo y Sáez, y casualmente en Moncloa. No iba a ser la última.

Al día siguiente, en Ferraz no se cumplió la previsión rajoyesca de que Tamayo y Sáez fueran convencidos, «política o económicamente», para volver al redil. Al revés: los electos desafectos, bautizados por Bono como «despojos humanos», se pasaron al Grupo Mixto tras levantar el pico de un mantel cuajado de lamparones inmobiliarios y manchurrones de añeja corrupción política. Por lo visto, los «balbases» (llamados así por su jefe, Balbás, un ex socialdemócrata de Fernández Ordóñez migrado al PSOE, perito en financiaciones turbias y a cuya tribu pertenecía el abogado Tamayo) eran rivales acérrimos de otra tribu recolectora y recalificadora a la que bautizamos como los «mamblonas» (por cierto poderoso Benedicto Mamblona, esposo de Ruth Porta, la fiera portavoz socialista en la Asamblea), y aquella rivalidad, convertida en disputa de cargos en el naciente Gobierno regional, había conducido, por la frustración política o personal de una de las facciones, al colapso y al boicot parlamentario.

El culebrón de la Asamblea cautivó al público de Telemadrid, que consiguió la audiencia más espectacular de su historia retransmitiendo aquellas tórridas jornadas parlamentarias. La gente no sabía bien si lo que veía era una moción de censura contra la derecha o contra la izquierda, por ganar o perder las elecciones, por perder lo ganado o ganar lo perdido. Pero la vigorosa dignidad de Esperanza, que se destapó como una auténtica líder política, la ferocidad de Cruella-Ruth de Ville-Porta, dispuesta a impedir que su ruina política se produjera sin acarrear ruinas ajenas, amén del acoso implacable a los «corrutos» (Blanco dixit) Sáez y Tamayo, este último revelado también como una auténtica fiera parlamentaria, hicieron que los madrileños, en uno de los arnichescos y clasicísimos veranos de la Villa, cambiaran las verbenas julianas y agosteñas por las maratonianas telesesiones del circo parlamentario. En algunos momentos, Telemadrid alcanzó audiencias del 40 por ciento, hasta entonces reservadas a los duelos futboleros del Real Madrid. ¡Para que luego digan que a la gente no le interesa la política! Aunque aquella telenovela tenía tanto de sucesos como de información parlamentaria. O mucho más.

Al fondo de la expectación estaba el «ruido de cheques» que, remedando el famoso «ruido de sables» de la Transición, estaba tras el «golpe de Estado» de Madrid, como lo llamaban los chicos de Polanco, considerándolo, por cierto, mucho más grave que el 23-F, señal inequívoca de que los cheques les duelen más que los sables. Pero los datos definitivos sobre la compra de los «despojos humanos» por parte de la derecha, que tanto en el Parlamento nacional como en el regional anunciaban una y otra vez Zapatero y Simancas, nunca se concretaron. Aquello se convirtió en un callejón sin salida, donde Esperanza Aguirre debía pelear diariamente para demostrar que el PP era inocente… de las irregularidades del PSOE. Y lo hizo muy bien. Pero el atasco tenía mal arreglo: el más cómodo aunque maloliente era formar gobierno en minoría, algo que sólo podía hacer el PP con el apoyo tácito o abstención de los «despojos», aunque toda la legislatura estuviese bajo la amenaza de una moción de censura de los «despojos» y el PSOE. Pero Esperanza Aguirre —contra la opinión de Gallardón, Rodrigo Rato y el ABC, portavoz de la derecha «realista»— se negó al enjuague y pidió la convocatoria de nuevas elecciones en otoño para aventar cualquier sospecha de corrupción en el futuro gobierno regional, fuera del PP o del PSOE.

El debate político iba mucho más allá del poder regional madrileño. Era cierto que los resultados habían sido tan apretados que nadie podía predecir qué pasaría en una nueva convocatoria. Tampoco era posible saber si en el transcurso de una campaña a cara de perro habría sorpresas y revelaciones perjudiciales para unos, para otros o para todos. O qué efecto podría tener la movilización teledramática de la ciudadanía en Madrid, que había roto todos los esquemas de los observadores. Pero al final, lo único claro es que, en un clima de sospechas generalizadas de corrupción, una parte de la derecha creía que lo único decente era jugársela en las urnas. Y otra parte, más experta, más realista, más inteligente, menos ingenua, prefería buscar lo que eufemísticamente se llamaba «una solución de gobernabilidad» que evitara una nueva convocatoria electoral. No eran sólo dos ideas de la democracia. Eran, frente a frente, dos modelos de sociedad.

Dos derechas poco compatibles

La derecha en general y el PP en particular se dividieron en la llamada «batalla de Madrid». Pero esa división, como sucede en la política moderna, sólo tomó cuerpo en la medida en que la discrepancia era alimentada y argumentada a diario por dos medios de comunicación importantes. El de toda la vida, el ABC, defendía de forma solapada y sutil, intermitente pero, al fin y al cabo, evidente, esa forma «realista» de superar las crisis que desemboca en «inteligentes» compromisos con la corrupción. El nuevo medio de referencia de la derecha, o el que yo quería que lo fuera, La mañana de la COPE, asumía no de forma tácita, como siempre, sino expresa y abiertamente el papel de portavoz de las bases populares de la derecha frente a los arreglos y trapicheos de sus dirigentes para alcanzar o disfrutar del Poder a cualquier precio.

Para el futuro de la COPE, la puesta en escena era tan importante como los argumentos. Pero éstos obedecían al mismo criterio de claridad y debate democrático en que debíamos basar nuestra razón de ser y nuestra influencia política. Partíamos de la crisis de legitimidad en la política madrileña, que era evidentísima pero que los señoritos de la política y de los medios se negaban a tomar en serio. Tras levantar acta de la crisis, defendíamos que la solución menos gravosa era la más radical: apelar al pueblo, votar cuantas veces hiciera falta, buscar en la ciudadanía, base del sistema representativo, esa legitimidad que se escurre entre los dedos de la burocracia partidista. Naturalmente, al tiempo que defendíamos nuestra fórmula, atacábamos la alternativa: el pacto tácito o expreso con los «despojos», con los poderes fácticos del ladrillo y con el silencio tácito del polanquismo que defendían el ABC y el candidato a la sucesión de Aznar llamado Rodrigo Rato.

Frente a esa derecha apoltronada, por no decir amoral, de los Rato y Gallardón, que, junto a la mendigada protección de Polanco, encontraba en el conservadurismo fáctico del ABC su órgano natural de expresión, Esperanza Aguirre se convirtió en poco tiempo, y siempre a través de la nueva COPE, en el símbolo del cambio necesario en un PP demasiado acostumbrado al Poder y dramáticamente alejado de sus bases populares. El comienzo de mi primera temporada en La mañana coincidió con la nueva campaña electoral en Madrid, y en ella yo apoyé sin restricciones, a bombo y platillo, a Esperanza Aguirre, pero no como candidata del PP —un partido en el que, como me preocupaba de recordar, había de todo—, sino como símbolo político de la derecha ética y democrática. Fue una auténtica prueba de fuerza y de confianza en el buen juicio de la base popular de la derecha, que no era sólo la del PP sino la que yo buscaba recuperar para la COPE.

La izquierda no se fue de excursión el día de las elecciones, como había pronosticado la derecha de alquiler, que siempre fía sus posibilidades de victoria a que la izquierda no vote. Pero en la derecha sociológica de Madrid nadie se quedó tampoco en casa. Por más que las encuestas favorecieran ligeramente al PP, era lógico que, después del escándalo, no aflorase en ellas un voto oculto pero previsible de la izquierda. Así que yo insistí en que para ganar haría falta cada voto y, aun así, sería difícil. No obstante, en el equipo de Esperanza se respiraba algo más importante que la euforia: confianza. Su campaña anterior había sido una birria tecnoidiota típica del arriolismo genovés, que promueve diputados o concejales como el que vende compresas o refrescos. Esta, en cambio, centrada en la figura de Esperanza tras su formidable actuación en la crisis de la Asamblea, fue incandescentemente política, de principio a fin. Todo se centró en la corrupción, pero ni una sola prueba de corrupción pudieron achacarle al PP y, sobre todo, ninguna podían achacarle a Esperanza porque ella no había comprado a nadie. De ser así, habría formado gobierno con Tamayo y Sáez o a su sombra, sin correr el riesgo de perder en las urnas. Que no era nada difícil.

Pero lo más importante de esa campaña es que no se hizo, como la primera, a la sombra del anterior presidente, Gallardón, sino a la contra de casi todo: la burocracia partidista, el centrismo genuflexo, el consenso a toda costa y el «todo vale con tal de mandar» que imperaba en aquel PP ya sin líder, sin programa político, con unos vasallos formidables y unos señores para ahorcarlos. Esperanza, pese a su larga carrera política, era una candidata nueva, en una situación nueva, y hacía un discurso nuevo, insólito por su claridad, que se resumía en tres puntos: 1) en el PP somos mejores que la izquierda porque el liberalismo es mejor que el socialismo, sobre todo para los pobres; 2) somos españoles porque somos madrileños y somos madrileños porque somos españoles, o sea, porque existe España; la defensa de nuestra nación es un signo de identidad regional, tan importante como la libertad, y 3) la derecha es más honrada que la izquierda: ellos tienen mucha propaganda y mucha corrupción; nosotros, ni una cosa ni la otra.

Ni que decir tiene que Esperanza Aguirre, liberal por convicción, se sentía muy a gusto con ese discurso de principios; y yo, como dicen los tenistas, empecé a «soltar el brazo». O sea, que empezaba a repartir mandobles a las seis de La mañana, a diestro y siniestro, contra la derecha acomplejada o corrompida y contra la izquierda demagógica y corruptora, y no paraba hasta mediodía. Me sentía en mi papel. Los argumentos de esa campaña eran —son— los que políticamente me han movido siempre. No tenía cautela que observar, compromiso que atender o pacto que perfilar, ni siquiera una audiencia que conservar, porque no tenía audiencia. Todo fue a cara o cruz, de frente, apelando a los ciudadanos y contribuyentes; defendiendo principios y no conveniencias. ¡Y ganamos!

El PP se encuentra con dos líderes nacionales en Madrid

Pero el éxito electoral de Esperanza, ganado a pulso, voto a voto, y a pesar de no pocas zancadillas dentro del partido, suponía también el nacimiento inesperado de un liderazgo político de ambición y alcance nacionales, porque presentaba un discurso ideológico alternativo al aguachirle en boga y recordaba al Aznar liberal de los años de oposición al felipismo, frente al triste espectáculo crepuscular y moncloviético de una derecha vilmente entregada a Polanco y rendida incondicionalmente ante el Poder, que era a la vez su Baal y su Jehová, su Canaán y su Gehenna. En suma, Esperanza Aguirre apareció de pronto como la negación de todo lo que representaba Gallardón en el PP.

La guerra entre la presidenta de la Comunidad de Madrid y el alcalde de la Villa comenzó, pues, durante esa campaña electoral que, según los «realistas» abecedarios, no debería haberse celebrado nunca y estalló al conseguir Esperanza la Comunidad para el PP por sus propios méritos, sin deberle nada a su predecesor, antes al contrario, y con un programa ideológico y un estilo político en sus antípodas. Además, a diferencia del anterior alcalde, Álvarez del Manzano, que sufría con cristiana resignación los continuos desaires gallardonitas, Esperanza no estaba dispuesta a pasarle ni una. Heredaba la relación de Poder Comunidad-Ayuntamiento diseñada por el propio Gallardón, por lo que tenía siempre la sartén de las competencias por el mango; y había demostrado al más polanquista de todos los polanquistas peperos que, con la SER en contra pero con la COPE a favor, el PP podía triunfar en Madrid apelando a sus bases y a los principios de la derecha liberal, sin recurrir a las subcontratas ideológicas de la progresía.

La de Gallardón y Aguirre era, obviamente, una pelea de gallos, un desafío de protagonismos y una lucha de poder, pero representaba también la pugna entre dos ideas de la derecha difícilmente compatibles entre sí. Por supuesto, aunque Rajoy ya había sido designado sucesor por Aznar y la peste del «voto útil» trataba de ahogar cualquier discrepancia ética, ideológica o política, La mañana siguió defendiendo con toda claridad a la presidenta frente al alcalde. En parte, porque ella se había convertido realmente, y no sólo por el manido juego de palabras, en la esperanza de los liberales. En parte también, porque era el único líder importante del PP que disfrutaba diciendo lo que a nosotros nos gustaba oír. Pero, por encima de todo, porque Aguirre simbolizaba el último reducto ético, el alcázar de las ideas, el fuerte de los principios de una derecha liberal y nacional, la del PP, acosada por la demagogia izquierdista pero, sobre todo, íntimamente enferma de desconfianza en sí misma, ayuna de ideas, carente de respeto a los principios que mueven a su extensísima, fiel y sacrificada base popular, esa derecha sociológica que la derecha política casi nunca merece, pero con la que —en mi proyecto— la COPE tenía que sentirse identificada y a la que, en cualquier crisis, debía representar.

Gallardón y Esperanza presentan mi libro El adiós de Aznar

Tres meses después de las nuevas elecciones madrileñas, tanto el antagonismo Aguirre-Gallardón como el protagonismo político de la COPE se habían desarrollado espectacularmente. Por eso sorprendió que ambos presentaran mi libro El adiós de Aznar, que recogía mis artículos políticos del año 2003, además de una crónica en el prólogo y un balance en el epílogo de lo que los años de Aznar habían supuesto en la política española. Creo, modestia aparte, que esos dos ensayos están entre lo mejor que he escrito. Pero, ayudando eficazmente a la modestia, estoy seguro de que a ninguno de los asistentes que abarrotaban el precioso anfiteatro de la Casa de América le importaba demasiado lo que yo había escrito, sino la espectacular aparición pública de los que, en muy poco tiempo, se habían convertido en enemigos íntimos y rivales de futuro dentro de una derecha española que se afanaba, sonámbula, en salvar los muebles del pasado.

Contra lo que pueda pensarse, la idea de juntarlos no fue de la editorial Planeta, sino mía. A punto de ponerse a la venta el libro, estaba con Ricardo Artola tomando un café con leche al terminar el programa y hablando de la presentación y sus dificultades. El que mejor podía hacerla, que era Aznar, no había concluido su estancia monclovita, así que era preciso buscar otra fórmula. Yo sabía que amadrinar el libro le haría ilusión a Esperanza y les encantaría a los seguidores de Libertad Digital y de la COPE, porque suponía una reconciliación razonada entre el aznarismo oficial y el liberalismo crítico después del año terrible del Prestige y la guerra de Irak. Y todos los sectores de la derecha estaban, estábamos, por hacerle una gran despedida a Aznar. Esperanza, el nuevo ídolo de los jóvenes liberales y personaje importante del aznarismo combatiente, el de la primera legislatura, era la figura perfecta para firmar la paz generacional y reafirmar el proyecto de una derecha liberal y nacional que, en el Poder o en la oposición, debía recoger lo hecho por Aznar y mejorar lo no hecho o deshecho por él. Pero, en cuanto al libro, si a la efusión se le añadía el picante de la confrontación, sin duda ganaría en gancho comercial.

—Oye, Ricardo, ¿y qué te parecería si lo presentasen Esperanza y Gallardón?

—A mí, fantástico. Pero supongo que es imposible. Tú te llevas muy mal con él.

—Fatal.

—Y en el prólogo lo pones a caldo.

—Poco para lo que merece; pero sí, creo recordar que no lo elogio demasiado.

—¿Y va a querer presentar él un libro que lo pone verde?

—Si le conviene, por supuesto. Y creo que puede venirle muy bien.

—¿Por qué?

—Porque, salvo que quiera convertirse en un personaje más de la progresía, en cuyo caso pierde todo su valor para el PSOE y Polanco, de vez en cuando tiene que retratarse con la derecha de verdad. Para heredar tiene que seguir siendo de la familia.

—Entonces, ¿tú le llamarías?

—Nunca. Pero Mónica o Susana pueden llamar a Marisa y salimos de dudas.

—¿Cuándo? Porque vamos contrarreloj.

—Esta noche o mañana te llamo con lo que sea.

Fue esa misma tarde. No tardó un minuto en decir que sí. Pero como él y yo no hablamos ni nadie pactó nada con nadie, todo quedó pendiente de la presentación. Ni que decir tiene que las especulaciones políticas nos precedieron: según algunos, Aznar había logrado el pacto de no agresión entre los elementos ingobernables de la derecha; según otros, el mérito era de su señora; casi todo El Mundo daba por hecho que de allí iba a salir un espíritu de concordia; y yo no tenía la menor idea de lo que podría salir.

La mañana de autos, con un glorioso sol de invierno, nos encontramos en una salita antes de empezar los dos presentadores, el presentado, mi mujer, que saludó y se fue a su butaca, y la de Gallardón, que se quedó escoltándolo. Me sorprendió lo serio de la expresión de Mar Utrera, la tensión que de ella emanaba, así como el rictus de su marido, nervioso y como ido. Esperanza Aguirre estaba felicísima precisamente por lo que yo había supuesto: Aznar quedaba bien y todos los liberales quedábamos amigos. Sentados a la mesa, volcó sobre mí el cesto de los elogios, pero en clave de nobleza baturra: yo reconocía en el prólogo que quizá mi rigor crítico con Aznar había sido excesivo en algunos momentos y eso demostraba que, además de un liberal tremendo, era un cabezota de buen corazón. Su alma de aznarista y liberal se sentía feliz con un libro tan formidable. Dada la torva catadura de nuestros enemigos, la paz en la derecha de las libertades era una auténtica bendición. Le faltó terminar con un suspiro de satisfacción, pero es porque antes de exhalarlo esperaba a ver por dónde salía Gallardón.

Y éste, contra lo que cabía esperar, no salió por peteneras. En realidad, salió en tromba, descompuesto, pegando tornillazos y recitando un memorial de agravios contra mí que no le favorecía. Me puso verde por ponerle yo verde a él, tanto en el prólogo como en algunos artículos del libro, que yo no recordaba. Hasta ahí, todo normal, un caso de legítima defensa. Pero luego se explayó en censuras personales, ideológicas o estilísticas que no venían a cuento y que resultaban contraproducentes para su causa, porque la inmensa mayoría del público estaba conmigo, como es natural. Yo preferí no entrar en la pelea por dos razones: porque él ya había quedado mal, y porque me daba la oportunidad de quedar bien. Así que le agradecí su presencia, pese a ciertos adjetivos y argumentos que quizá alguien podría considerar injustos, y pasamos a las preguntas del público.

La primera, que por repetida fue casi la única, se dirigió a Esperanza e inquirió sobre la naturaleza de sus relaciones políticas y personales con Gallardón. Ella, con una sonrisa de oreja a oreja, dijo que tenía por él «sentimientos maternales», «casi un amor de madre». Carcajada general. A partir de ahí abundaron las referencias a la severidad necesaria en la educación de los niños, sobre todo mimados, e incluso a la disciplina inglesa. Más carcajadas. Pero a punto de irnos, se levantó un joven desconocido, de unos veinte años, buen orador, y sin levantar la voz puso a Gallardón a caer de un burro. En realidad, respaldó expresamente los argumentos que yo utilizaba en el libro: el doble juego, el servilismo polanquista, el empeño obsesivo en hacer méritos ante los enemigos atacando a los propios, en fin, lo habitual. Pero a todos nos llamó la atención el tono de sereno y severo desprecio con que aquel joven se refería a Gallardón. Éste encajó mal la censura, como casi todo esa mañana, y se fue despidiéndose a la francesa. Esperanza no salió a hombros por el qué dirán, pero quedó dueña absoluta de la plaza; yo me cansé de firmar libros; las televisiones dieron muchas imágenes que, como de costumbre, no vi.

Pero lo que sí me pareció ver en el aire luminoso de aquel mediodía de invierno, al quedarse vacía la sala de la Casa de América, fue un signo de rencor, un garabato de odio requintado, personal, que anunciaba venganzas futuras. En la guerra de Esperanza y Gallardón, aquélla fue sólo una de las primeras batallas. En lo que a mí respecta, fue el origen del afán obsesivo en Gallardón por neutralizar o dominar La mañana y la COPE. El tiempo demostró que iba a ser capaz de casi todo para conseguirlo.

Apezarena echa a César Vidal y yo siembro una idea

En la organización interna de La mañana no habían aparecido nubarrones. No fue posible que viniera Carmen Martínez Castro, que seguramente apetecía la dirección de La brújula o La linterna, pero Susana Moneo y las dos vices heredadas de Luis Herrero, Margarita Mayoral y Mercedes Aranda, parecían haber firmado una especie de armisticio. Yo lo único que quería del equipo es que me solucionara problemas y no me los crease, que es aproximadamente lo que hicieron. En cambio, Apezarena se reveló como un sujeto peligrosísimo. Incumplió con mi antiguo equipo, de forma sibilina pero implacable, el acuerdo luisiano ante don Bernardo de cambiar a los jefes pero no tocar a los indios. Y si bien en los fijos de plantilla yo tenía cierta capacidad de acogida, con los colaboradores resultaba más difícil. Hubo especialmente un caso que para mí fue una declaración de guerra y una prueba de celopatía de la mediocridad. Al primero que Apezarena echó de La linterna fue a uno de mis mejores colaboradores: César Vidal.

Asentado como tertuliano y, sobre todo, como divulgador literario (es mejor vendedor de libros que el mismísimo Sánchez Dragó), seguro de mi interlocución y mi respaldo en los asuntos conflictivos, César había mejorado extraordinariamente ante el micrófono o acaso adaptado a la radio sus costumbres de predicador evangélico. Como Luis Herrero, también hombre de fe, pero que en veinte años de amistad nunca me ha hablado de religión salvo forzado por las circunstancias, César es discretísimo al respecto. A cambio, yo evito chanzas en área tan sensible y, a veces, tan mortificante. El caso es que trabajábamos bien y sólo el pacto de las Grandes Praderas (indios, jefes y demás) hizo que no me lo llevara a La mañana. Aun así, lo hubiera hecho de no mediar la razonable petición de la casa de que no desmantelara La linterna en las áreas de Economía y Cultura, que eran mi aportación y debían seguir o parecer que seguían. Y entre las figuras fundamentales del área cultural, amén de tertuliano, estaba César.

Pues bien, de golpe y porrazo, Apezarena lo echó de la tertulia y, de rebote, de las colaboraciones literarias; que además eran su principal fuente de ingresos mensual porque aún no había dado en sus libros el gran salto de ventas que logró después. Por si fuera poco, Apezarena puso como segundo suyo a Miguel Ángel Marful, socialista de carné, pero tan de carné que, superado el disgusto de no casarse ante Trinidad Jiménez por un quítame allá esos votos, acabó recalando en Ferraz como jefe de Prensa de José Blanco. Todo lo que yo había teorizado y puesto trabajosamente en práctica sobre la necesaria alternativa política y cultural que debía suponer la COPE frente a la izquierda, se la cargaba Apezarena de un plumazo, arteramente. Y, encima, echaba a César Vidal.

Lo inmediato era remediar el estropicio profesional y económico, porque la indignación moral no había quien se la quitara:

—¡Pues no va el tío y me dice que tiene que prescindir de mí porque voy a otros programas como el de Cristina, cuando Antonio Casado, que es del PSOE, va a tres y además hace editoriales! ¿Pero qué daño he hecho yo a este personaje?

—Mira, César, aunque de momento sea imposible, te digo lo que me dijo a mí Luis al cambiar de programa: olvídate por completo de La linterna, nunca has hecho La linterna, no conoces a nadie de La linterna. ¿Quién es el director? Nadie.

—Eso que dices no dista mucho de la realidad, salvo la injusta cita de Homero.

—Ni caso. Tengo ya perfilado además un espacio de Historia que te va a gustar.

Impelido por la obligación moral de no dejar en la calle a mi buen amigo y colaborador, socio fundador de Libertad Digital y pieza importante del grupo intelectual que había ido creando en torno a La linterna y el periódico de Internet, me inventé un espacio largo con dos piezas para César: los «Enigmas de la Historia» —que escribía semanalmente los fines de semana en Libertad Digital y se habían convertido ya o estaban a punto de convertirse en libro de éxito— y una «Breve historia de España para inmigrantes, nuevos españoles y víctimas de la LOGSE», que haríamos él y yo mano a mano, al modo del Catecismo (pregunta-respuesta, pregunta-respuesta) o de la concisión divulgadora de la Enciclopedia Álvarez, no dando nada por sabido porque prácticamente nada se enseña. A los millones de extranjeros que se han avecindado en España, porque no había razones para que se lo explicaran; y a los españolitos, porque la secta progre que domina la enseñanza ha declarado a España «materia non grata».

Y en medio de las dos piezas de César, para vestirlas mejor y darles empaque y producción de radio antigua, añadí después un espacio con guión y dirección de Ayanta Barilli, «Grandes mujeres de la Historia de España», que tomaba como base mis pequeñas biografías en Los nuestros. Ayanta ha hecho un trabajo de orfebrería, rescatando grandes voces olvidadas, marginadas o desconocidas de la COPE —Lola Pérez Collado, Manuel Pablo, Urbano Canal—, y gracias a la entrega técnica de Juan Antonio Machado y trabajando como un afroamericano en Alabama antes de la Emancipación, han creado un producto de verdadera calidad. El conjunto de las tres piezas se llamó y se llama aún «Historias de la Historia de España».

Pero no acabó ahí el fruto de la aviesa hazaña de Apezarena. Por mi propio caso, seguramente llevaba tiempo dándole vueltas al hecho de que, para hacer cosas nuevas y ambiciosas en la radio, era a veces mejor ser intelectual que periodista, porque a esto se aprende pero lo que no se ha leído, sin leer está. Y al ver cómo el mediocre se quitaba de en medio al brillante, me dije: ¿no estará evitando la comparación y… la sucesión? Así que un día, llamado por don Bernardo a su despacho, le conté la traición de Apezarena al pacto de las Grandes Praderas, poniendo por testigo a Luis. Le disgustó mucho, claro, pero de esa forma intransitiva que yo ya conocía bien:

—¡Cuánto lo siento! ¡Quién lo iba a pensar de Apezarena, tan serio, tan formal y tan del Opus!

—Tampoco es la primera vez que usted se equivoca con él. Y a este paso en un año se ha cargado La linterna, que me ha costado cinco años levantar.

—Y un gran trabajo que todos reconocen. Pues sí, es posible que me haya equivocado. Pero es que sin recurrir a grandes fichajes que no nos podemos permitir, en la casa no veo a nadie. Dime, dime alguien que pueda hacer La linterna a tu gusto.

—César Vidal.

—¿César? Me sorprende, la verdad. Nunca lo hubiera pensado. ¡César Vidal! Me sorprende pero no me disgusta. No me disgusta en absoluto. Sabes que yo pensé en él para la BAC. Me gusta ese estilo pausado suyo, y lo que sabe de teología y de todo. Me quedo con el nombre: César Vidal. Si Apezarena no funciona, es el primero en cartera.

Por supuesto, yo sabía que no sería el primero. Pero había aprendido que en el peculiar funcionamiento de don Bernardo lo importante era plantar la semilla y dejar que el tiempo hiciera su trabajo. Es un estilo muy curioso, entre episcopal y abulense, que tiene algo de astucia y mucho de pereza, o viceversa. Yo suponía que, si se precipitaba la crisis en La linterna, don Bernardo se encontraría a fin de temporada exactamente igual que entonces, sin un solo nombre alternativo, con lo que la continuidad del estropicio estaba asegurada, salvo solución traumática. Y salvo que yo había plantado ya una semilla en el otoño tardío de nuestro Richelieu. En la primavera podía germinar. ¿Por qué no? Debo decir que es la única vez en que he usado tretas sotaniles para salirme con la mía en la COPE, porque no tengo paciencia ni estilo para realizarlas. Pero esa única vez salió de perlas. Meses después, tuve que recurrir a otra astucia similar para rematar la jugada, pero salió. O como se dice en tenis: entró, entró.

Intrigas aparte, a la vuelta de los turrones, en el EGM de febrero y como había pronosticado Gavela, subí mucho, muchísimo. La subida de noviembre y la de febrero, pensé, y no me recaté en decirlo. El EGM quedó, como siempre, por los suelos. Yo volví a lo que siempre sostuve en La linterna, aunque nos fuera bien: la COPE debía dejar ese medidor que sólo le tomaba medidas al traje de armiño de Polanco. Pero ya podía yo decir misa, que los comerciales no se apeaban de la celebración pagana. El aumento de publicidad, apreciable desde el primer mes, se convertiría en riada aurífera. ¡Todos se anunciarían en La mañana! ¡Empezábamos a remontar! ¡Milagro, milagro!

Pero además de que los datos del EGM sólo corroboraban, tarde y mal, lo que ya sabíamos, estaba ya casi terminando la campaña electoral de 2004, con Rajoy como candidato de Aznar, y por tanto del PP, a La Moncloa. Lo eligió a primeros de septiembre, justo cuando empezaba la nueva época de La mañana, y bastante tenía yo encima como para discutir una elección ya inapelable y con elecciones a la vista. Lo malo del 14 de marzo, día de votación, fue que antes llegaba, como es preceptivo, el 11. Y era el fatídico 11-M, que lo cambió absolutamente todo. Y, especialmente, la COPE.