Capítulo VI
2000-2001: EL AÑO DE LA DESCONFIANZA ABSOLUTA O CUANDO TODOS REÑIMOS CON TODOS

Las fatales consecuencias de la marcha de García

Aunque yo creyese que las mediciones del EGM ni son mediciones ni del EGM, sino tabulaciones al servicio de la SER, en las que lo falaz compite con lo ridículo, no hay otra medición constante desde hace bastantes años y es la que suelen seguir los gestores de la publicidad como referencia, aunque los grandes anunciantes tienen sus propios mecanismos demoscópicos sobre la audiencia y, lo fundamental, sobre el efecto en la venta de sus productos. La doctrina de Antonio, que Luis y yo asumíamos en líneas generales, era que las encuestas del EGM no servían en sí mismas pero, a la larga, funcionaban como indicadores de tendencia al alza o la baja de un programa o de una cadena. También creo que desde la muerte de Antonio y, sobre todo, tras la marcha de García, el EGM perdió todo pudor con respecto a la COPE, seguramente porque dejamos de quejarnos. Desde que sustituí a Luis en La mañana, luego César Vidal a Apezarena y finalmente Ignacio Villa se hizo cargo de los informativos, el EGM pasó de una cierta indiferencia a una abierta hostilidad, seguramente apoyada en mi pública y sistemática petición a la empresa, cada vez que había EGM, bueno o malo, de salirnos de tan incompetente, ridículo y manipulado mecanismo de control de audiencias.

Sin embargo, por falta de otra medición sistemática de la misma empresa y con el mismo método durante todos estos años, si queremos establecer en términos cuantitativos (audiencia y facturación publicitaria) lo que supuso la marcha de García debemos recurrir a la secuencia del EGM de esa época. De las tres mediciones que hace al año (poco antes de Navidad, en torno a Semana Santa y a finales de junio), lo normal es comparar la audiencia con la medición anterior y también con la del año anterior por las mismas fechas. Se supone que la gente deja de oír la radio al acercarse el verano, de suerte que la medición de junio siempre es más baja que la de vísperas de Navidad o de Semana Santa. Pues bien, la COPE pasó en sólo una medición, de la anterior al verano de 2000 a la prenavideña, de dos millones y medio de audiencia (2.560.000) a menos de un millón novecientos mil (1.881.000). Y no nos quedó el consuelo de compararla con la misma medición navideña del año anterior, porque había sido también de unos dos millones y medio (2.596.000), o sea, que el batacazo para la cadena era idéntico.

Naturalmente, lo importante era el efecto que producía en La linterna, que era su programa vecino, y en La mañana, que era el más directamente afectado por el arrastre de audiencia. La linterna pasó de 737.000 a 598.000 con respecto a la medición anterior, pero incluso subía con respecto a la que yo había tenido en las mismas fechas del año anterior (576.000). O sea, que, contra todo pronóstico, lo único que consiguió García fue frenar nuestra subida, pero (y es un pero importante) padecimos la caída del conjunto de la cadena, aunque sin gran estropicio. La mañana tampoco tuvo una caída grave, ya que pasó de 1.260.000 a 1.096.000 oyentes, dato importante en términos de facturación porque más de la mitad de los ingresos en cadena se hacen con cargo a La mañana, de forma que el golpe se hizo sentir. Sin embargo, el efecto realmente letal de la salida de García fue que abrió el proceso más peligroso para una empresa con el empresario tradicionalmente ausente, que es el de la división interna, las rencillas profesionales, la lucha entre camarillas y esa forma lenta de suicidio que consiste en lamerse continuamente las heridas sin poder o querer ver que la batalla continúa y que el enemigo está fuera, buscando el golpe final. Estaba claro que el golpe nos lo íbamos a dar, o nos lo querían dar, a nosotros mismos. A Luis y a mí. Y que sin García, los dos éramos mucho más vulnerables. No sabíamos hasta qué punto.

Psicoanálisis de bolsillo de mi monstruosa autoestima

Aunque a la baja y pendiente de un austero plan de invierno que nunca llegó, los conocedores de la empresa vieron en el EGM de Navidad que la COPE podía sobrevivir sola, sin ser engullida por uno de los grupos multimedia que Aznar inventaba cada temporada en diez minutos y dejaba naufragar en doce meses. Sin embargo, la falta de un proyecto ideológico claro, la incertidumbre sobre el futuro empresarial y la desconfianza de los directores de grandes programas (Luis, Abellán y yo) hacia la empresa, hacia los demás directores y, en ocasiones, hacia nuestros propios programas, convirtieron lo que podría haber sido un pobre pero maravilloso belén en un sinuoso calvario, poblado de judas.

Creo que ese año nadie estuvo a la altura de las circunstancias. Y que el afán de supervivencia de directivos y profesionales nos impidió entender lo que de común había en nuestras tribulaciones. Yo entré en un proceso de meditación personal y política que, paradójicamente, se traducía en una actividad fundadora y un activismo profesional casi febril. Aunque en la COPE mi solédad personal y política se fue haciendo casi absoluta fuera de mi programa, yo tenía tres convicciones: que Aznar se había convertido en un peligro para el futuro de los medios de comunicación liberales en España; que había que consolidar Libertad Digital como medio autónomo dentro de la derecha, y que había que blindar La linterna frente a los enemigos interiores y exteriores, porque era lo único que nos mantenía conectados con esa amplia base social sobre la que debíamos renacer. Evidentemente, era un proceso de aparente egolatría con peligro de ventriloquia y seria posibilidad de autofagia. Yo era sólo relativamente consciente de que muchos amigos, empezando por Luis, empezaban a verme con sorpresa, desagrado y desconfianza. Y digo relativamente porque mi forma de seguir adelante consiste en cerrar los ojos y los oídos y, por ponerme spinoziano en una frase, «perseverar en el propio ser». Yo avanzaba a ciegas, a trancas y barrancas, operando por intuición más que por deducción y haciendo de Ulises mi modelo. Pero no el que engañó a Troya ni el que rescató a Penélope, sino el que se ataba al mástil y se tapaba los oídos con cera para no oír el canto de las sirenas.

En ese primer año de soledad, un día en que las cosas estaban particularmente torvas, una de mis colaboradoras, cuya suerte profesional estaba irremediablemente ligada a la mía, hizo este análisis de lo que me pasaba:

—Tú lo que tienes es una autoestima asombrosa.

—Quieres decir monstruosa.

—Bueno, para mí es asombrosa porque no la tengo. El caso es que haces lo que quieres, que, además, es siempre en lo que crees. Y te da igual lo que digan los demás.

—Eso es casi cierto. Pero no me gusta lo de «autoestima». Digamos «seguridad en uno mismo», algo distinto del narcisismo aunque resulte igual de repelente.

—¿Y cómo puedes estar tan seguro de lo que haces?

—Porque no me doy cuenta. ¿Quieres un análisis freudiano elemental?

—Bueno, si hemos de acabar en el paro, por lo menos que podamos comentarlo.

—Pues verás: un psicoanalista ortodoxo diría que todo proviene del bendito amor de mi madre. Yo me meto en todos los charcos y corro cualquier aventura, porque tengo la certeza de que detrás, es decir, en mi interior, hay siempre alguien que está conmigo, pase lo que pase. Como dijo Juan Ramón Jiménez, que se llamaba «el niñodiós»: «Sólo una madre nos sostiene en esta vida, / es la única verdad, / es mentira lo demás».

—Me extraña mucho que una madre quiera ver a su niñodiós siempre en peligro.

—Es que ésa es la otra cara de la moneda: «La omnipotencia infantil» de la que habla Freud, y que Juan Ramón llama el «niñodiós», demuestra su alegría ante ese amor incondicional acometiendo retos y cosechando éxitos que permitan disfrutar a mamá.

—O sea, que no tienes remedio. Vale. Pero no riñas del todo con Luis Herrero.

—No te preocupes, no nos deja Abellán.

—Sí que me preocupo. Si eso es lo único que os queda en común, mal estamos.

Mi desencuentro con Luis y el encontronazo de Luis con Abellán

Mal estábamos, sin duda. Pero llegaríamos a estar peor. Del mismo modo que yo entraba en un proceso de decisiones solitarias, Luis Herrero comenzaba una guerra de dimensiones imprecisas pero de feroces episodios con José Antonio Abellán. La raíz de su enfrentamiento fue la continua burla, sátira, mofa y escarnio a que los chicos de «El radiador» (que andando los años y rebautizados como Grupo Risa tan importantes resultarían para mí) sometían a José María García en El tirachinas. La asombrosa capacidad de imitación de Echeverría y Miner se cebó no sólo en García sino en su equipo, cuya mayor parte estaba pocos meses antes en la COPE, y, lo que realmente provocó el conflicto, también en Montse, clave y símbolo del entorno familiar tan apreciado por nuestro antiguo amigo y ahora letal enemigo desde Onda Cero. A Luis le parecía intolerable que se metieran de esa forma con su predecesor. Y en lo sustancial yo le daba la razón. Pero también creía que la responsabilidad de impedirlo era de la dirección de la COPE, no de Luis y, mucho menos, mía.

Sin embargo, Luis quiso asumir una responsabilidad semejante a la de Antonio al frente de la tribu, sin darse cuenta de que ya no había tribu ni, en consecuencia, jefe. También empezó a trasladarme distintos mensajes a propósito de La linterna que, en última instancia, se reducían a uno: hay que moderar el tono, bajar el diapasón, limitar la crítica a los contenidos de la acción de Gobierno y de oposición, sin entrar en la descalificación personal, es decir, eso que algunos, clérigos incluidos, llaman el insulto. A mí, por un oído me entraba y por otro me salía, pero no por desprecio a Luis, a quien consideraba de mi lado, sino porque los temores de la casa me parecían exagerados o injustos y porque, en última instancia, cuando se está en directo cuatro o seis horas ante el micrófono, uno hace el programa que puede, no el que quiere.

Lo que yo quería y podía hacer era el tipo de radio que nos había permitido llegar adonde estábamos y que era el de Antonio Herrero: faltarle cada día el respeto al Poder y a los poderosos, conmoviendo cada minuto a los oyentes, no sólo por el fondo de lo dicho sino por la forma en que se dice. Porque la forma nunca puede separarse del fondo y en la comunicación es tan importante e incluso más que el fondo mismo.

Luis sabía todo eso perfectamente, tan bien o mejor que yo. Pero también me recordaba dos cosas: que Antonio estaba a punto de ser despachado de la COPE cuando murió, a pesar de su audiencia y sus méritos, y que, sin García, nuestra posición como «estrellas» menguantes era mucho más débil ante las presiones de la empresa, que al final lo que hacía era trasladarnos las presiones de un entorno político y social, el del aznarismo, mucho menos favorable para periodistas asilvestrados en el ámbito de la derecha que el de los años de lucha contra el felipismo. Entonces, contábamos con el apoyo, aunque fuera interesado, de la oposición derechista. Ahora, contábamos con el rencor incondicional de la oposición izquierdista y, además, el del Gobierno del PP.

Las reuniones no nos llevaban nunca a nada. Bueno, a quedar para hablar más despacio, que en realidad significaba en la próxima crisis. A favor de Luis hay que decir que estaba sinceramente convencido de que en la COPE podían y querían echarme en cualquier momento. Yo, en cambio, lo dudaba. En parte, porque La linterna iba bien dentro de una programación que iba mal; en parte, porque creía y sigo creyendo que la casa exageraba sus alarmas para separar a Luis El Bueno de Federico El Malo. Y además, porque ni podía ni quería cambiar mi estilo de hacer radio, que me parecía el único capaz de permitirnos sobrevivir en nuestro nicho de audiencia ideológico y social.

—Bueno, pero lo de Abellán con García es intolerable.

—Sólo lo he oído una vez, pero sí, me pareció muy fuerte.

—Y nosotros no podemos tolerarlo. Ha sido nuestro amigo muchos años.

—Sí, pero el que tiene que tomar decisiones es don Bernardo, no nosotros.

—Pero no puede parecer que el que calla, otorga.

—Primero, no hemos callado. Segundo, no está en nuestra mano otorgar.

—Tú ya me entiendes.

—Y tú también.

En realidad, todos nos entendíamos demasiado pero a veces no entendíamos nada. Los árboles, que éramos nosotros, no nos dejaban ver el bosque, al que también pertenecíamos. Al final, por una de esas paradojas de la vida que no lo son tanto, el que acabó tomando una decisión radical, que fue la de querellarse contra Abellán en los juzgados, fue García. Pero no antes de que Luis se peleara con Abellán dentro y fuera del micrófono. El balance fue todo lo calamitoso que cabía presumir e incluso peor, porque muchos creyeron o quisieron creer que Luis lo defendía porque pensaba irse con García a Onda Cero la temporada siguiente. Solo o, muy probablemente, conmigo.

El resultado fue un clima irrespirable de sospecha, desconfianza e intrigas de pasillo que a Luis lo sacaba de quicio. Y por desgracia, la sospecha estaba en ocasiones atizada por la propia casa, que no tenía clara la continuidad de Luis y jugaba a apostar, pero sin decidirse del todo, por Carlos Herrera como recambio para La mañana. Ni que decir tiene que, en ese ambiente tormentoso, yo era un elemento menor destinado a ser sacrificado en el momento oportuno. Pero como mi principal apoyo profesional y mi mejor amigo personal era Luis, lo normal era que, antes de que me echaran, me fuera con él y con García a Onda Cero.

La permanente sombra de Carlos Herrera resultaba, como es lógico, mortificante para Luis y terriblemente desestabilizadora para su equipo. Yo empezaba a darme cuenta de lo difícil que resulta ponerse ante el micrófono cada día durante varias horas si no tienes la cabeza libre de líos ajenos al programa, pero no imaginaba la tortura que supone levantar la mano para que el técnico abra el sonido, se encienda la luz roja del directo y, sabiendo que hay cientos de miles de personas escuchando, empezar a hablar aparentando seguridad, solidez, ánimo y confianza mientras sientes un puñal clavado en la espalda y casi puedes oír la sangre goteando sobre el linóleo. Pero en aquel mísero y pomposo año 2000, en vísperas de Navidades, pude entrever ese calvario en el despacho de don Bernardo, donde nos había citado a Luis, a mí y, como siempre en las reuniones importantes, a Fernando Jiménez Barriocanal, su segundo en la Comisión de Economía de la Conferencia Episcopal y también en la COPE, donde era consejero y pieza clave.

Era uno de esos gélidos días invernales en los que antes de llegar la tarde ya ha caído la noche. Las luces del despacho eran, si no amarillentas, con voto de pobreza, sin la fuerza o convicción necesarias para aventar las sombras; tarea difícil, porque era sombrío el día, sombrío el ambiente, sombrío el asunto y sombrías las sonrisas de los cuatro. Del impacto de la marcha de García hablamos bastante y hubo coincidencia en que, siendo malo, podría haber sido mucho peor, absolutamente mortal. Y mientras hay vida, hay esperanza, faltaría más. Se elogió mucho la solidez de La linterna, primero Luis, que era lo acostumbrado en mi abogado institucional, y luego, con insistencia excesiva, don Bernardo, que parecía demorarse en elogiarme más antes de elogiar menos a Luis. Pero, tras el educado merodeo, tenía que llegar el piadoso ninguneo; y llegó. Por supuesto, todos valoraban el esfuerzo de Luis, forzado a un horario que nunca quiso. También que los números tras el «garciazo» no fueran tan malos como se temía. Pero…

El «pero» era que, según informaba el departamento comercial, si la COPE continuaba tercera y a la baja entre las tres grandes cadenas privadas, las previsiones publicitarias eran muy pesimistas. O sea, que habíamos superado un match ball pero seguíamos perdiendo el último set y con el servicio en contra. En tales circunstancias —casi me parece estar oyendo la voz amable y algodonosa de don Bernardo en la bruma amarillenta de su despacho— era inevitable plantear posibilidades, buscar alternativas, fórmulas de afrontar una posible crisis que ojalá no se produjera, pero que, como todo en la vida, podía producirse. No sé si Luis tuvo que aclarar por enésima e inútil vez que no pensaba irse con García, pero sí recuerdo lo que al final se le acabó pidiendo: que, para demostrar que no se hacía nada a sus espaldas, y dado que, además de director del programa más importante de la casa, pertenecía a su Consejo de Administración y era apoyo fundamentalísimo de su presidente, el propio Luis hablara con Carlos Herrera, entonces en las mañanas en Radio Nacional, para sondearle sobre sus expectativas profesionales. Dicho en plata: para ver si estaba dispuesto a sustituir al propio Luis.

Conforme iba dibujándose entre meandros de almíbar y suaves brisas de sirope el encargo a la víctima de que llegase a un acuerdo con el verdugo, Luis iba poniendo una cara o, mejor, un rictus que sintetiza en mueca el dicho «hacer de tripas corazón». Le dijo que sí, que por supuesto, que como consejero él tenía esa responsabilidad, que aunque no fuera muy agradable el encargo, él lo cumpliría y que le informaría de esas reuniones, que lo último que él habría querido es hacer La mañana y que si alguien la hacía en su lugar le quitaría un peso de encima… En fin, lo normal. Fernando Jiménez, que me observaba a mí mientras don Bernardo se centraba casi hipnóticamente en Luis, y que percibía ya una tensión en el ambiente muy superior a la entonación de las voces, trató de suavizar el encargo diciendo que Carlos tal vez podría reforzar el tramo de diez de la mañana a una de la tarde, menos político y donde Luis estaba quizá menos a gusto. El intento fue meritorio pero inútil. Lo dicho, dicho estaba. Y peor todavía: aceptado. Al salir del despacho, en una nubecilla de parabienes y melosidades, la luz de la escalera parecía más escasa, las sombras más ominosas, los peldaños de mármol más huidizos. Yo estaba como una pantera, pero no con don Bernardo o Barriocanal, sino con Luis:

—No me digas que vas a ir a ver a Carlos Herrera, porque no me lo creo.

—Pues créetelo, porque lo voy a hacer. Tengo que hacerlo. ¿Es que no lo ves?

—No, no lo veo. Me parece una humillación estúpida e innecesaria. Debes de tener muchos pecados que yo no conozco. Si no, es imposible aceptar tanta penitencia.

—El pecado es que estoy en La mañana y en el Consejo, aunque a lo mejor no debería estar en ninguno de los dos. Pero mientras esté, si el presidente me pide como consejero que vea a un profesional que interesa a la casa, y estarás de acuerdo conmigo en que Carlos Herrera interesa a la COPE, yo tengo que verlo.

—Que lo vea él. ¿Por qué tienes que verlo tú?

—Porque me lo ha pedido y ante testigos. Y de una forma que no puedo rechazar.

—¡No me jorobes, Luis! Mándalos a freír espárragos. No saben si quieren que sigamos o no, que venga Carlos o no venga, que te vayas o te quedes en La mañana, que hagas hasta las diez o hasta las doce. Pues que se aclaren y luego que nos lo aclaren.

—Y tú, ¿tienes tan claro lo que hay que hacer? No digo en La linterna, que por lo visto lo tienes clarísimo y te va muy bien, sino en La mañana, que no va tan bien y puede ir peor.

—También La linterna puede hundirse, o no gustarles, o lo que sea, ¿y qué? Es verdad que la pasta depende sobre todo de La mañana y es normal que les preocupe más, pero, en todo caso, los encargados de contratar y despedir son ellos. Nosotros, no.

—Fede, esto es muy complicado. En teoría, tienes razón. En la práctica, las cosas no funcionan así. Además, ¿qué perdemos por hablar con Carlos? Es la mejor manera de desmentir a los correveidiles de los pasillos que dicen que ya estamos en Onda Cero.

—Mira, Luis, me parece una forma muy cómoda para ellos de cargarte el muerto. Y a mí en el catecismo me enseñaron que estas cosas no se hacen. Será que no actualizo la doctrina. La verdad, tampoco creo que moralmente me pierda gran cosa.

—No tenemos, mejor dicho, no tengo otra alternativa. No me lo pongas aún peor.

—Vale, vale. Cumple tu penitencia, vete a hablar con él y ya me contarás.

—Te contaré. Pero hazte a la idea de que éste va a ser un año muy largo y muy complicado. Y que el enemigo lo tenemos dentro.

—Eso sí que está clarísimo. Es casi lo único. Me voy a empezar el programa.

—Y yo, a cenar y a dormir.

—Qué vidas tan orgiásticas. Esto parece Babilonia vista por Stajanov.

—Nínive. Me gusta más Nínive. Aunque no recuerdo qué juergas se corrían allí.

Yo tampoco.

La primera carta de Luis sobre Carlos Herrera, la chismografía y el futuro

Naturalmente, Luis cumplió el encargo de aquella macilenta tarde invernal y sondeó a Carlos Herrera sobre sus expectativas de futuro y su predisposición a algún tipo de acuerdo con la COPE. Naturalmente, Carlos le dijo que su futuro estaba abierto y que, en él, siempre tendría un lugar especial la COPE. Naturalmente, la gente que se enteró del encuentro no sacó la conclusión de que Luis actuaba por indicación expresa de la COPE. Naturalmente, la conclusión de los correveidiles y estrellófagos de pasillo fue que Luis quería traspasarle La mañana porque él se iba a Onda Cero. Naturalmente, casi nada sirvió para casi nada. Las Navidades llegaron, pasaron y siguió haciendo muchísimo frío. Pero lo que a Luis realmente le mortificaba era la idea, aventada, propalada o no desmentida por los directivos de la COPE, de que su marcha a Onda Cero estaba hecha. Precisamente porque desde los despachos de la propia casa se daba pábulo a ese rumor, a la vuelta de vacaciones, Luis quiso dejar constancia por escrito a don Bernardo de su hartazgo por los chismes y por su enmoquetada procedencia, además de los datos de su encuentro con Carlos Herrera. Nunca entendí por qué Luis le daba tanta importancia al testimonio escrito, pero al leer la copia que me envió, tal vez deba matizar mi juicio. Además de bien escrita, me parece una descripción de ambiente tan triste como cierta.

Madrid, 10-2-2001

Querido don Bernardo:

Le escribo esta carta para desahogar en parte una pequeña pesadumbre y para dejar constancia por escrito de algunos puntos de vista, estrictamente particulares, a propósito de la situación interna de COPE y de la estúpida proliferación de rumores que ociosos correveidiles jalean con oscuros propósitos que no alcanzo a entender. Y mejor que sea así, porque a veces es mejor vivir en la ignorancia, aunque sea fingida, que en el convencimiento de la escasa rectitud de intención de algunos seres humanos. Quiero decirle que ambas cosas (la pesadumbre y mis puntos de vista) parten de un mismo hecho: es un hecho que radio macuto ha decidido informar a todas horas (por tierra, mar y aire) de que tengo tomada la decisión de abandonar la COPE a final de temporada para unirme, parece ser, al proyecto profesional que se articula en torno a la órbita del mundo (con minúscula y con mayúscula) Onda Cero-Telefónica-Antena 3. El rumor es fácil de rebatir: sólo digo que es falso de toda falsedad. Lo que no resulta nada fácil, sin embargo, es borrar las secuelas que produce. En primer lugar porque siempre habrá idiotas que entenderán que mi desmentido nace de oficio y seguirán en la creencia de que prefiero la deslealtad antes que lo contrario. En segundo lugar porque esos idiotas sembrarán la duda en el ánimo de alguna gente de buena fe que por un sentido elemental y perezoso de la equidistancia juzguen lo más prudente contrapesar el rumor y mi desmentido, dándole a ambos el mismo valor, y suspendan el juicio hasta ver en qué acaba la contradicción. Y en tercer lugar porque, en el entretanto, yo seguiré formulándome hacia mis adentros la misma pregunta: ¿ese rumor que tanto arraigo ha adquirido de un tiempo a esta parte es consecuencia de un temor o de un deseo? Ésa es para mí la gran cuestión. No es lo mismo que la idea de mi posible marcha produzca tristeza o preocupación dentro de la casa a que produzca alegría y alivio. O me consideran útil para la causa de la supervivencia empresarial (y entonces merece la pena seguir) o me consideran un lastre, plomo en las alas, en cuyo caso excuso decirle el poco entusiasmo que me produce la idea de seguir aquí.

Yo creo, don Bernardo, que no soy yo quien tiene las ideas poco claras. Las pongo por escrito para que haga de ellas el uso que crea conveniente: mi decisión profesional está tomada —en efecto— y consiste en no seguir ni un minuto más de lo necesario en un lugar donde mi presencia no sea querida. O dicho de otro modo: la COPE ha tenido tres años para valorar lo que supone mi presencia (desde el punto de vista editorial, comercial y de audiencia) en el puesto que dejó vacante la muerte de Antonio. A usted no tengo que recordarle el poco entusiasmo que me producía la idea de ocupar ese sitio, pero no me gusta mirar hacia atrás así que dejemos estar ese punto. La vida decidió por nosotros, ahora la COPE tiene que decidir por sí misma: si le intereso, que me lo diga; y si no le intereso, que me lo diga también. Y para que no haya lugar a malentendidos, le añado que mi predisposición, hasta el día de la fecha, es la de seguir en La mañana si a la COPE, una vez evaluado mi rendimiento, le interesa seguir contando con mis servicios en las mismas condiciones estructurales (hablo de ámbitos de libertad, no de dinero) que hasta ahora. De lo contrario, don Bernardo, habrá que convenir que es la COPE, y no yo, quien anda en coqueteos con otros proyectos profesionales.

Y hablando de eso…

Levantemos acta, para que pueda usted esgrimirla ante quien considere oportuno, de los contactos informales que usted, como presidente de la COPE, ha mantenido por recomendación mía (supongo que entre otros) con Carlos Herrera. La información que usted me facilitó se resume, si mi memoria es buena, en cinco puntos:

—Carlos Herrera se siente un hombre de COPE.

—En ningún caso vendría para llevar una parcela horaria de La mañana compartiendo el programa con otro comunicador.

—En ningún caso se quiere convertir en un clavo que sirva para quitar otro clavo de la parrilla de la programación.

—Nada le urge hasta finales de abril para deshojar la margarita de su futuro radiofónico, llegado el caso de que tenga que deshojarla porque se cruce en su camino la tentación de volver a la COPE.

—En consecuencia, hasta mediados de abril, una vez conocido y evaluado el EGM que debe darse a conocer el día 4 de ese mes, no hay por qué hacer ninguna revisión del statu quo de la programación actual de COPE. A partir de entonces sería poco menos que desleal que cualquiera de las partes (ustedes o yo, COPE o Luis Herrero) jugara con cartas marcadas.

Después de haber mantenido con usted esa conversación (y han pasado ya dos meses) renové un propósito que he venido cumpliendo sin interrupción a rajatabla desde que llegué a la casa en el verano de 1992, hace casi la friolera de nueve años: no negociar ningún otro acomodo profesional mientras la COPE siga interesada en contar conmigo y yo me sienta a gusto como parte de su proyecto. Así que afirmo con toda solemnidad, para que lo pueda ventear donde mi palabra aún merezca algún crédito, que no he mantenido ni directa ni indirectamente, ni por mí ni por terceros, ni por hipérboles ni extraños vericuetos, ninguna negociación, aproximación o conversación, ni personal ni institucional, con ningún otro grupo periodístico nacional o internacional. Y quien diga lo contrario, miente. Pero como a pesar de todo hay quien lo dice (y a usted y a mí nos consta) no me pida que, encima, ponga buena cara. Si la COPE o alguno de sus extraños directivos no se encuentran cómodos conmigo, por favor que me lo hagan saber lo antes posible. Yo, como Carlos Herrera, puedo esperar hasta mediados de abril, pero si he de deshojar alguna margarita mi obligación es evitar que el calor del verano la agoste.

Un abrazo tan cariñoso como siempre,

Luis Herrero

Supongo que don Bernardo no le contestó. Era un perito en el arte de dejar pasar el tiempo, y sólo siete semanas después el dichoso EGM debería decidir todo el asunto. Y lo decidió. Cuando años después hemos tenido pruebas fidedignas de hasta qué punto las famosas encuestas del EGM no sólo estaban manipuladas sino que pertenecían a la rama literaria de la ciencia ficción más que a la sociología empírica, uno se asombra al comprobar cómo la vida profesional e ingresos personales, las carreras de profesionales famosos o desconocidos, las ganancias o pérdidas de las empresas radiofónicas, todo o casi todo lo que se refiere a la radio comercial en España se ha decidido en función de una medición de audiencias en la que nadie o casi nadie creía de verdad pero en la que, por comodidad, mediocridad o apoltronamiento comisionado, tanto los publicitarios como los gestores de medios radiofónicos fingían creer. Y le daban hilo a la cometa. El caso es que el resultado del EGM de abril no fue malo para la COPE aunque tampoco fatal para Onda Cero y, como Polanco manda, hizo feliz a la SER. Todo parecía seguir igual en el nuevo escenario creado tras la marcha de García, aunque en realidad la situación era tan inestable como al empezar el seísmo. En todo caso, la nueva situación política, con la mayoría absoluta de Aznar y un horizonte más que oscuro para la izquierda, además de la previsible reorganización del panorama mediático en el área de la derecha (aunque sería más correcto decir del Gobierno), permitieron a empresas y profesionales jugar sus bazas. Fue el momento elegido por Luis Herrero para enviar una segunda carta a don Bernardo que levantaba acta de la situación interna de la cadena y de los grandes cambios que, a cencerros tapados, se habían producido en ella. Decía así:

Querido don Bernardo:

Con el mejor ánimo de contribuir a la estabilidad interna de la casa (ahora que hemos superado satisfactoriamente el examen del EGM) me gustaría hacerle partícipe de algunas reflexiones que me rondan desde hace algún tiempo por la cabeza. Respondo así al compromiso que contraje con usted el pasado mes de diciembre de adelantarle mis planes profesionales tan pronto como los tuviera más o menos claros, con el propósito de no repetir la «fórmula García» de provocar hechos consumados sin margen para la reacción. Estoy seguro de que, una vez más, sabré interpretar convenientemente el sentido de estas consideraciones.

Lo primero que veo claro es que desgraciadamente ya no es posible mantener en pie el modelo de relación entre nosotros (no entre usted y yo, sino entre todos los mimbres del cesto) que hasta ahora venía funcionando dentro de la casa. Cuando Antonio, García y yo constituíamos el núcleo central del llamado «grupo de profesionales» existía entre los tres una complicidad natural, no forzada, que nos permitía actuar, de hecho, como una «banda» (en el buen sentido) donde uno manda y los demás obedecen. Teníamos un código de señales tácito, aprendido por osmosis desde los tiempos de Antena 3 en tantas guerras que hicimos juntos, que nos permitía aparecer sin fingimientos ante el mundo exterior como un grupo homogéneo.

De aquel «club» sólo quedo yo. Ha corrido el escalafón y la vida me ha colocado en una posición distinta: ya no soy sobresaliente sin espadas sino jefe de cuadrilla. ¿Pero de qué cuadrilla? De una, don Bernardo, que no es homogénea, que no ha lidiado junta ninguna guerra, que no tiene un código de señales que sirva para ponerse de acuerdo. Abellán es Abellán y su circunstancia. Federico, desde que dirige su propio programa, ve las cosas —legítimamente— desde una óptica que es nueva para él y desconcertante para mí, y María José (la única que ha respetado siempre mi condición de primus inter pares) no emite en la misma longitud de onda que el resto de los nuevos socios del grupo. Dicho de otra forma: ni yo tengo las condiciones idóneas para ser jefe de ninguna banda —cosa que perciben con criterio lúcido los que deberían aceptarme como tal— ni los demás profesionales tienen (excepción hecha de María José) pasta de lugartenientes. El comportamiento de Abellán durante estos últimos meses (con la sombra de García al fondo), desoyendo sistemáticamente mis consejos, tanto en antena como en privado, es un buen ejemplo de que ese modelo de relación que me confiere la condición de «coordinador» o «interlocutor» del grupo de profesionales ya no sirve. También es patente en el caso de Federico.

Cada vez que usted me ha pedido que intervenga como amortiguador de algún contencioso que le pillaba a él por el medio, he tenido la creciente sensación de que estaba forzando una situación que no era de su agrado (del agrado de Federico) y que, para mayor desgracia, no producía los efectos de eficacia que usted (o en su defecto Rafael) me demandaban. La constitución de esta realidad es, de todas, la que más me hace sufrir. Y no porque me moleste que Federico sea reacio a una cierta idea de docilidad frente quien ejerce como «padrino» de un clan (eso probablemente demuestra que sus ideas son mucho más depuradas que las mías), sino porque valoro enormemente su amistad y no estoy dispuesto a perderla por los roces del quehacer cotidiano.

Estas consideraciones me han llevado, don Bernardo, a elevar a definitiva una primera conclusión: mi eventual continuidad en la casa requeriría dejar constancia explícita de que mi papel, en el futuro, sólo debe circunscribirse a las labores de dirección y presentación de La mañana. No quiero ser miembro del Consejo de Administración, no quiero tener consideración de primus inter pares, no quiero ser mediador ante terceros y tampoco me apetece seguir soportando los celos que, inevitablemente, provoca en algunos despachos de la planta noble la buena relación que usted y yo hemos mantenido siempre, y que espero (y deseo) podamos seguir manteniendo en el futuro, independientemente de cuál sea mi devenir profesional inmediato.

Como creo conocerle imagino la cara que habrá puesto al leer la última oración subordinada, así que me apresuro a aclararle por escrito, una vez más, que no tengo ofertas laborales fuera de la COPE, ni ofrecimientos alternativos ni tampoco remotos cantos de sirena para nuevas odiseas. Lo único que tengo es el convencimiento (no del todo grato) de que COPE, para mí, aparece cada vez más como un mero puesto de trabajo, como un lugar donde ganarme la vida. Ya no me quedan otras banderas intangibles que blandir, ningún espíritu heredado que perpetuar ni nada que se le parezca. La pregunta que me golpea el ánimo, como consecuencia de lo que acabo de dejar dicho por escrito, es la siguiente: y puestos a ganarme la vida, liberado ya de otras exigencias que van más allá de lo estrictamente material, ¿no existirán otros lugares que me permitan, por añadidura, renovar experiencias y recargar ilusiones? ¿No merecería la pena asomarme por encima de la tapia (cosa que todavía no he hecho) y olfatear el horizonte?

A estas alturas de la carta, don Bernardo, ya habrá entendido que el propósito clarificador que persigo es el de —digámoslo así— dimitir de todos mis cargos que no sean el de director y presentador de La mañana. Dimito como jefe de tribu, como asesor personal del presidente, como consejero del Consejo de Administración y como leyenda de poder fáctico. Dimito de todo, menos de amigo suyo. De eso no dimito. Y se lo digo de corazón.

Como estas dimisiones que acabo de formalizar suponen que debe instaurarse un nuevo modelo de relación interno, es razonable pensar que tal vez a usted no le interese seguir contando conmigo en los nuevos términos que exige ese «nuevo orden», así que dejo en sus manos, aceptándola gustosamente de antemano, cualquier decisión que pueda afectar a mi continuidad en la COPE.

Por lo demás, don Bernardo, sabe que sigue teniendo en mí a un buen amigo. Digerimos esta carta durante la comida, ¿de acuerdo?

Reciba un abrazo muy fuerte y muy cariñoso,

Luis Herrero