Capítulo II
LA LINTERNA: LUCES, SOMBRAS Y APAGONES

El primer fallo del proyecto de continuidad para la COPE, diseñado en el paseo marítimo de Marbella al día siguiente de la muerte de Antonio Herrero, se produjo en lo que, aparentemente, no podía fallar: la sustitución de Luis Herrero por José Luis Balbín en La linterna. La propuesta había sido aceptada de inmediato por don Bernardo, que era el que realmente gobernaba tras el reinante Sánchez Terán, así que lo único que había que negociar eran los términos del contrato y la fecha de incorporación del nuevo director. Todos creíamos que cuanto antes se firmara y empezara su rodaje, mucho mejor. Estábamos a primeros de mayo y, hasta agosto, teníamos tiempo para preparar el cambio con ciertas garantías. Aunque en comunicación nunca esté garantizado nada.

Es sabido que, a diferencia de la televisión, a la que siempre se define como un medio «frío», capaz de cambiar fidelidades de años en una sola noche («frialdad», por tanto, discutible, ya que supone una infidelidad veloz, casi epiléptica), la radio es el medio «caliente» por excelencia, tanto por su inmediatez como por los fuertes lazos, casi familiares, que el comunicador crea con la audiencia. En rigor, quizá sería más justo bautizarlo como el medio más «cariñoso», ya que tiende a conservar el calor, léase la fidelidad del oyente, como una funda acolchada de tetera escocesa. Para bien y para mal, en la radio todo dura y todo se hace esperar, casi ningún programa suele asentarse de golpe, pero, cuando lo hace, suele tardar en hundirse. La naturaleza del medio, pues, y las propias circunstancias aconsejaban en la COPE ponerse a «rodar» rápidamente La mañana y La linterna para que cada programa fuera amoldándose a la personalidad del director, que, por mucho equipo que le rodee, al final es el que tiene que estar varias horas en directo ante el micrófono y conseguir que el oyente se identifique con él. Tres meses parecía un plazo muy razonable para hacer todas las pruebas y cambios necesarios y empezar, ya en septiembre, con una fórmula aproximadamente definitiva.

Pero todos los planes se vinieron abajo cuando Balbín, pese a todas las premisas favorables, no llegó a un acuerdo con la COPE para dirigir La linterna. En realidad, según las fuentes oficiales de la casa (generalmente creíbles por su acreditada falta de imaginación), hubo no sólo un acuerdo verbal sino dos en quince días, que naufragaron a la hora de firmar físicamente el contrato. Balbín tiene, o tenía por entonces, un gran abogado que era un hacha redactando contratos. A menudo bromeábamos diciendo que para él siempre era mucho mejor negocio irse de una empresa que trabajar en ella; Televisión Española y Antena 3 lo acreditaban. Pero creo que la única causa claramente identificable en el fracaso de un acuerdo, que es la diferencia en cuestión de dinero, no fue la única en ese caso, es decir, en los dos casos consecutivos de Balbín.

Tanto Luis como yo —García daba por hecho el fracaso, me parece— entendimos que Balbín se comportaba, en última instancia, como Martín Ferrand cuando rechazó hacer La mañana y La linterna. Eran retos muy duros, en lo físico y en lo psicológico, que exigían mucho trabajo, mucha ilusión, mucha entrega, y en los que concurrían dos factores negativos: lo normal era fracasar y, encima, por poco dinero. Como sucede en el fútbol, a diferencia de los jugadores que nunca han levantado una copa importante ante los forofos enardecidos, a las «estrellas» que ya han cosechado muchos títulos les resulta muy difícil entusiasmarse por algo más que el número de ceros del cheque. Y la COPE, tras la muerte de Encarna Sánchez un año antes, que supuso el hundimiento comercial de La tarde, y ahora la de Antonio, que suponía el hundimiento, como mínimo parcial, de La mañana, era un club sin deudas pero con un candado en la tesorería y sin más crédito en el banco que el que aportaba García en los deportes. Balbín —como Martín Ferrand— lo había ganado ya casi todo en los campos hertzianos de la radio y la televisión. Era mucho más cómodo seguir como colaborador apreciado y bien pagado en los programas de la casa, sin tener que arrastrar la pesada responsabilidad del éxito o el fracaso. Nunca hay dinero bastante para hacer lo que uno no quiere hacer, salvo que lo necesite mucho o sea tanto que compense el riesgo.

Aparte de que me falten datos sobre el doble fracaso de las negociaciones con Balbín, aunque el dato esencial es que nuestro candidato las tuvo y no llegó a ningún acuerdo con la COPE, carece de sentido discutir a estas alturas si no llegaron los galgos o fallaron los podencos. Sí creo que cuando uno —empresa o profesional— no quiere realmente llegar a un acuerdo, lo mejor es decirlo cuando antes y no perder ni hacer perder el tiempo a nadie. Pero quizá nosotros necesitábamos una prueba más de que Antena 3, como realidad ideológica y vivero de profesionales, ya no existía; que la COPE estaba a la intemperie y que antes de levantar La mañana se nos hundía la noche.

Tras fallarnos Balbín, don Bernardo nos sorprendió a todos nombrando director de La linterna a José Apezarena. Lo había puesto Antonio como jefe de Informativos para controlarlos él, pero salvo esa relación personal utilitaria, no había ninguna razón para encargarle la dirección de La linterna, el segundo programa de información y opinión de la cadena. Salvo su pertenencia al Opus, claro está, a la que de inmediato achacaron los mentideros políticos y periodísticos su elección. Sin embargo, reunidos García y yo con Luis Herrero, que pertenece a una dinastía muy ligada a la Obra, él nos lo desmintió con toda clase de datos consultados y razones de orden ideológico y político. Luis estaba consternado por aquella elección bernardina o bernardesca que, según nos dijo, podía hacerle casi tanto daño al Opus como a la COPE. Entonces, ¿por qué se produjo?

La extraña subespecie del ejecutivo audiovisual

Vadeando el caso concreto que nos ocupa, permítaseme exponer una teoría sobre las decisiones en las modernas empresas de comunicación. Puede parecer absurda, pero aseguro al lector que se basa en una larga experiencia y una cuidadosa observación de los más diversos y valiosos ejemplares de una especie probablemente emparentada con el Homo sapiens y que no es otra que la del ejecutivo del sector audiovisual.

En realidad se trata de una variante, acaso de una mutación, dentro de una especie curiosa, también aproximadamente humana, que ha dado lugar a muchísimos estudios e investigaciones: el ejecutivo común y corriente, o executor vulgaris. Centrándonos en esta subespecie, y dejando aparte su aspecto, maneras, coches, vocabulario y costumbres, que no difieren de las del precitado ejecutivo común, si hubiera que definir sus rasgos esenciales yo señalaría dos: el primero, que no escucha la radio ni ve la televisión en que trabaja; el segundo, que la posibilidad de «controlar» al director de un programa le vuelve loco, altera todos sus mecanismos de control y autocontrol, como si de un hongo alucinógeno se tratara, y le lleva a provocar grandes catástrofes. Por ejemplo, que alguien pueda ser suficientemente controlable dirigiendo un programa le parece una razón poderosísima para encargárselo; superior, de hecho, a cualquier otra de tipo profesional, intelectual, política o moral.

El lector escéptico podrá decir que se trata del eterno afán de ejercer y disfrutar del Poder que el ser humano acredita desde Atapuerca. De acuerdo, pero según códigos muy singulares. El más curioso es que esta especie de cita a ciegas con el servilismo que proviene de la tendencia primera, la más atávica y profunda, del ejecutivo audiovisual (executor audiovisualis) sólo funciona si se observa inquebrantablemente la segunda: no someterse jamás a la prueba de disfrutar o padecer el resultado de la propia elección. O sea, que los directivos (los ejecutivos políticos funcionan según pautas muy similares) eligen a ciertos periodistas para puestos de responsabilidad política porque los suponen controlables, pero, atención, no por ellos mismos, puesto que una vez nombrados ya no los siguen, ni los leen, ni los escuchan, ni los ven, sino por una especie de cualidad compartida de presunta autocontención y autoproclamada responsabilidad, de no sacar nunca los pies del plato y hacer siempre lo que se espera de ellos. Digamos que eligen a los que se supone que se controlan solos porque ellos no tienen tiempo para controlarlos. Y si se descontrolan, siempre podrá decirse que traicionaron la confianza que en ellos puso la empresa, nunca que semejante método de elección está inevitablemente destinado al fracaso.

Perdón, ¿he dicho fracaso? ¿Qué fracaso? ¿Alguien conoce a un solo ejecutivo de una sola empresa audiovisual que haya fracasado alguna vez? Jamás. Yo llevo veinte años largos en este mundillo y no he conocido nunca a un solo ejecutivo que admita públicamente y en el momento de los hechos (siete años después y en otra empresa, no vale) que han metido la pata hasta el corvejón, que han malbaratado el dinero de los inversores, que han extraviado a la audiencia o que no han sido capaces de interesar a nadie. El ejecutivo audiovisual (executor audiovisualis) se limita a seguir el programa cromosómico de su subespecie, que es ése: ejecutar. Por eso, al ser más irresponsables que un rey en la Constitución, no yerran jamás. Los que fracasan son los periodistas, los que dan la cara en la pantalla o en el micrófono. Ellos se limitan a enterrar a su Frankenstein o Frankensteinina. Y si se les pregunta por Mary Shelley dirán: «¡Ah, ésa! ¡No la sigo mucho! ¡Es que últimamente vamos poquísimo al cine!».

Director, dirigido, agotado y extraviado

Los meses de mayo, junio y julio de 1998 fueron quizá los más agotadores de toda mi vida, al menos en el sentido laboral del término. Como, al fin y al cabo, era uno de los responsables de colocar a Luis Herrero al frente de La mañana, no podía dejar de ayudarle con una adaptación de mi lectura de prensa de la noche, que era nuestra sección de más audiencia. Eso significaba madrugar todos los días y empezar a hablar, perorar y, sobre todo, discutir de política y otras actualidades a las ocho de La mañana. Pero como había dicho a la casa que iba a ayudar todo lo posible al nuevo director de La linterna, y Apezarena se apresuró a pedírmelo, tuve que seguir haciendo también mi sección de prensa durante otro par de horas diarias, de diez a doce de la noche.

El resultado físico fue una estilización de mi figura que no alcanzaba desde los veinte años y una dramatización de mis rasgos faciales, ya de por sí dramáticos. Yo era un sistema nervioso filiforme que se agitaba mañana y noche por las escaleras de la COPE, seguía escribiendo la columna diaria en El Mundo y tenía que participar en las continuas reuniones, intrigas y cabildeos sobre el futuro de la cadena. Naturalmente, dormía como los soldados en campaña: lo que podía, donde podía y cuando me dejaban. Luis Herrero se hizo instalar en el despacho de Antonio un sofá para dormir un rato al terminar La mañana, que siempre cuesta una o dos horas más terminar del todo. A mí acabaron por acomodarme en un despacho junto al nuevo estudio del tercer piso cuya única función era la de albergar un sofá parecido donde pudiera descansar un rato. Guardo ese recuerdo inmobiliario de forma nebulosa, porque creo que, si bien tardaron bastante en instalarme un ordenador en el despacho, nunca llegó el sofá que era su razón de ser. Desde luego, yo nunca pude dar una cabezadita en él, cosa por otra parte lógica porque los espectros, desprovistos de cuerpo, nunca han necesitado echarse la siesta.

Evidentemente, aquello sólo podía ser una solución provisional hasta el verano, pero tampoco se limitaba a los hechos sino que se agotaba en las incertidumbres. Al mes de sostener aquella doble militancia y de ayudar lealmente a Apezarena, tanto Luis como, sobre todo, José María García, que era el más directamente afectado por la audiencia de La linterna, habían llegado a una conclusión que ratificaba su primera impresión: el nombramiento de Apezarena había sido uno de los errores más garrafales de don Bernardo, solo o en compañía de obispos, para apuntalar un proyecto que había empezado a hundirse con la velocidad del Titanic, nuestra metáfora favorita.

Una noche, tras más de un mes embarcado en aquel azacaneo epiléptico, García me encontró cuando bajaba al estudio «Antonio Herrero» detrás de su habano y yo subía con mirada, supongo, de alucinado insomne por aquellas escaleras que se habían convertido en mi segunda casa, si no la única. En su inimitable estilo, me cogió del hombro, me apartó a un lado, me paró y, mirándome a los ojos, me dijo:

—Prepárate, que en septiembre empiezas a hacer La linterna. Está decidido.

—José, estoy harto de deciros que no quiero dirigir ni ese programa ni ninguno.

—Tampoco Luis quiere dirigir La mañana y tampoco yo querría quedarme aquí rodeado de cabrones y cabritos. Pero yo me quedo, Luis hace La mañana y tú tendrás que hacer La linterna. El cura empieza a reconocer que ha cometido un error por hacerles caso a los obispos o por lo quesea, y como tú no puedes seguir así y la COPE tampoco, no hay discusión. Vete preparando tu equipo y además sin que se entere el otro. Si mantienes el secreto, te harán santo, porque será un milagro. No, no te explico nada porque ya tenía que haber empezado mi programa. Duérmete y mañana hablamos.

Y se metió con su cuadrilla en el estudio grande, rebautizado «Antonio Herrero».

Naturalmente, semejante soponcio no era el mejor somnífero, excipiente harto necesario pero del que no podía abusar si no quería levantarme medio sonámbulo y medio lelo al día siguiente. En el duermevela de aquella madrugada, empecé a entender algo que don Bernardo me había dicho en su despacho pocos días atrás y que atribuí a una simple muestra de afecto y de ánimo:

—Federico, tengo que decirte que tu trabajo en La mañana y en La linterna para ayudar a esta casa tiene muy favorablemente impresionado a don Elías y que ha hecho cambiar muchas ideas preconcebidas de no pocos obispos, que por lo que les dicen y les cuentan los que ya supones, siempre te han tenido por el coco. Sólo quiero que sepas eso: que tu esfuerzo no está pasando inadvertido en la Conferencia Episcopal.

—Bueno, pues nada, me alegro por don Elías, y a ver si algún otro se convierte.

—No seas malo. Ahora que empiezan a verte como el bueno, no puedes ser malo.

Me reí, me despedí y todo quedó ahí.

Es posible que, por entonces, los siete obispos que con el secretario forman el Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, o al menos los cuatro necesarios para conformar una mayoría suasoria y consensual, hubieran decidido, de acuerdo con don Bernardo, que no podían seguir templando gaitas internas a costa de la trompetería de la COPE, porque antes de un año, adiós trompeta. También es posible que fuera una cierta rectificación de don Bernardo con respecto a mí y a La linterna, que el cupo de miembros o presuntos simpatizantes del Opus en los programas de opinión de la COPE pareciera intolerable a otros grupos católicos (Comunión y Liberación, por ejemplo) y que, al cabo, el perfil píamente anodino de Apezarena estuviera provocando más problemas internos que los que pretendía resolver.

No es descartable tampoco que don Bernardo, que nunca solía dar un paso sin el respaldo del Ejecutivo, observara en sus jefes naturales un cambio de criterio sobre los profesionales de la COPE, o que hubiera sabido transmitirles la presión casi irresistible de García. Me inclinaría por una mezcla de las dos razones últimas pero, la verdad, ni lo supe entonces, ni lo sé ahora, ni me preocupé de averiguarlo cuando podía hacerlo ni, a estas alturas, tiene demasiada importancia. Si, por mero prurito historicista, acudiera a memorias ajenas sé que tampoco serían fidedignas incluso queriéndolo, porque cada cual recuerda una cosa distinta aun viviendo la misma, y no digamos una como aquélla. En el turbión y el caos de esos meses aciagos, con la muerte de Antonio gravitando de forma terrible sobre nosotros y quizá con algunos obispos importantes lamentando su comportamiento en vida con nuestro amigo, las decisiones en la COPE iban por delante de las meditaciones, como la muerte y los funerales. Al cabo, todo lo nuestro se había convertido en oficio de difuntos.

Lo que García me había dicho en la escalera, y aunque él no celebrase, iba a misa. Luis, que no acababa de creerse que el malo del grupo se convirtiera en el bueno para la complicada sensibilidad episcopal, llegó finalmente a la conclusión de que San Federico o, más probablemente, la Virgen del Tremedal, patrona de mi pueblo y a la que entre bromas y veras se encomendaba antes de empezar cada telediario en Antena 3 Televisión, había hecho el milagro. Y que la propuesta de que hiciera La linterna iba a producirse y en términos de afectuosa perentoriedad, pero, eso sí, en el peor estilo dilatorio de la casa: bien entrado el mes de julio, para que no molestase a Apezarena, y tras perder un tiempo precioso para preparar el nuevo equipo que yo debía formar; porque el nuestro de La linterna había migrado casi en bloque a La mañana acompañando a su director.

Luis no estaba nada convencido de mi idoneidad para dirigir La linterna, pero no por mi absoluta inexperiencia técnica, que es lo que yo argumentaba inútilmente una y otra vez para resistirme al encargo. El, lo mismo que García, decían que eso se remediaba antes de un mes, mediante el acreditado sistema de aprender a nadar que consiste en tirarte al agua. Las razones eran fundamentalmente dos: le privaba de su más estrecho colaborador en los últimos años para afrontar La mañana y, además, sin la menor garantía de que acabase bien, porque en cuanto se reprodujesen las presiones del PSOE y de PRISA (que en su clásico estilo matonesco, tratarían de liquidar a la COPE después de enterrar festivamente a Antonio) y en cuanto se produjera alguna perfidia episcopal nacionalista o antiliberal en la SER contra mí, yo era muy capaz de mandar a freír espárragos no sólo La linterna, que no quería hacer, sino a la cadena donde los dueños no me dejaban trabajar, y me largaría a mi casa a escribir o, aún peor, a otra radio para hacer fuera de la COPE lo que dentro no me permitían hacer.

En realidad, eso era lo que entonces se decía en todos los mentideros políticos y periodísticos de Madrid, porque se suponía que Luis y yo éramos gente cercana a Aznar y que era el momento adecuado de desguazar la ingrata cadena episcopal y reforzar Radio Nacional, Onda Cero o, sobre todo, la naciente Cadena Ibérica, promovida por Anson y dirigida por un periodista reconvertido en ejecutivo de estricta confianza ansonita y monclovita: José Antonio Sánchez. Y, en efecto, cumpliendo los vaticinios del gremio y obedeciendo a una lógica bastante elemental, Cadena Ibérica se apresuró a lanzar una OPA económicamente irresistible contra buena parte del equipo de Antonio Herrero, con éxito apabullante. Su habitual suplente, Antonio Jiménez, su productor, Miguel Pérez Pía (que oficiaba de discreto agente contratante) y varios más de su equipo se fueron de la COPE a la competencia para «mantener vivo el espíritu crítico de Antonio». Tamaño sacrificio resultaba más soportable, hay que entenderlo, doblando o triplicando sueldos en una cadena que no tenía oyentes pero sí mucho dinero «político».

Alegres las viuditas y viuditos con sus opíparos contratos, firmados a escondidas pero filtrando el monto, que es fórmula infalible para desestabilizar cualquier equipo y sumir a la redacción en un clima de turbia sordidez, los «ibéricos» anunciaron no ya su legítima voluntad sino su seguridad de heredar la audiencia de Antonio tres meses después. A mí, el episodio me sorprendió poco, porque así es la naturaleza humana; el periodismo no suele mejorarla, bien al contrario; y en los medios de comunicación la mediocridad necesita de esos trucos para remediar la falta de talento. Pero Luis lo llevaba fatal. Abrumado por la verdadera herencia de Antonio (profesional y legal, porque era su albacea testamentario), no soportaba ver a tantas «viudas» de ocasión. Yo aún alcancé a heredar el último ejemplar de la torva especie, que pasó de elogiarme ad nauseam a insultarme fieramente al ver que no prorrogaba su contrato. El sentimentalismo es así.

El primer equipo de La linterna

Por esos equilibrios entre empresariales y clericales que el lego jamás podrá entender, yo me encontré entonces en la peregrina situación de tener que formar un equipo nuevo para el segundo programa de información y opinión de la casa, pero prácticamente en la clandestinidad. Además de la cautela forzosa de no descuajeringar La linterna clásica, en la que seguía haciendo la hora de mayor audiencia, tenía que hacer a escondidas una Linterna nueva, con nueva redacción, nuevos contertulios y nuevo de todo… pero sin contar con nadie. Fue un mes surrealista, disparatado y bobo al que sólo el tiempo limó los filos. Porque, a todo esto, a mí nadie me había confirmado formalmente el encargo ni habíamos firmado contrato alguno. García juraba que estaba hecho, Luis decía que mientras no firmase el contrato la casa podría echarse atrás y yo esperaba secretamente que Luis acertara, pero actuaba como si hubiera acertado García.

En esos días, cuando a las diez terminaba mi colaboración con Luis, me encaminaba hacia el cuchitril rinconero que pasaba por despacho del director de La linterna y hablaba con quien fue mi primera colaboradora: Isabel González. Una chica de apenas veintitrés años, de un gótico adolescente y flamígero, a quien Antonio había contratado poco antes de morir y que se quedó fuera del equipo de La mañana porque a Luis no le cabían todas las piezas en el «puzzle» de su equipo más el de Antonio, que por otra parte se estaba desperdigando a toda velocidad. Cuando habló con Isabel, ésta dijo que lo entendía muy bien, que sobraba cualquier explicación y además le dio ánimos, que buena falta le hacían. Luis, que asistía diariamente a la fuga financiada de los redactores supuestamente íntimos de Antonio, se quedó sorprendido de que una chica tan joven y que, pocos meses después de ser contratada como productora en el programa estrella, se veía de pronto en los pasillos, resultara tan madura y tan inteligente. Cuando le dije que pensaba contar con Isabel para hacer la producción y mi nuevo espacio de cultura, si finalmente me encomendaban La linterna, le pareció justísimo y estupendo.

Pero, claro, lo difícil era decírselo a ella y, si aceptaba, empezar a trabajar sin que nadie se enterase. Apezarena la había puesto en la producción de La linterna pero en el horario matinal, así que al terminar la tertulia con Luis y desembocar en el lato e impreciso tiempo del café con leche, me iba a su despacho, porque no había nadie más del programa en los alrededores, y charlábamos largamente. Yo lo desconocía casi todo de los recovecos laborales y los rencores particulares que, como en todas, anidaban en aquella redacción, donde enseguida se propaló la especie de que estábamos liados. Con esa forma de machismo retorcido que ciertas mujeres suelen aplicarse a sí mismas, fueron las propias compañeras las que la crucificaron, mientras a mí me felicitaban de tapadillo los colegas por haber conseguido el acceso a aquella belleza espectacular. No se piensa o no se quiere pensar que para trabajar a diario en un programa de opinión de varias horas, y encima tan exigente como La linterna, el director necesita sobre todo colaboradores inteligentes, sea cual sea su sexo, estado civil o disponibilidad afectiva. Y que mezclar los intereses personales y los profesionales suele acabar perjudicando a los dos. Ya, ya sé que todo esto se sabe, pero, como he tenido luego ocasión de comprobar, la malicia periodística es tan incompatible con la bondad como con la lógica. No obstante, aquella habladuría que, como a todas las guapas inteligentes, tenía que mortificar mucho a Isabel, nos vino muy bien para que —aparte de Luis, que estaba al tanto— nadie sospechara lo que realmente hacíamos, que no era ligar sino preparar el espacio de cultura y la nueva Linterna. Ella fue de una discreción sepulcral y pudimos avanzar bastante en el proyecto, que suponía un cambio total de estructura, de colaboradores y de equipo, si es que alguna vez llegaba a tenerlo.

Porque, entre que no podía hablar con nadie y que no conocía la redacción, no conseguía formarlo. Yo tenía la intuición clara de lo que quería, y para eso necesitaba gente profesionalmente buena y que compartiese o al menos no combatiese las ideas y valores liberales que abiertamente he defendido siempre y que, por supuesto, pensaba defender en La linterna. Pero que iban y van en contra de la ideología izquierdista o progre que domina aplastantemente en el gremio periodístico, COPE incluida. En rigor, yo no necesitaba un equipo sino una subdirectora que me lo hiciera; se lo propuse a Elsa González, que hacía cultura, tenía experiencia, conocía bien la casa… y que, por razones familiares, declinó la oferta. Los días pasaban y yo, entre lo clandestino del método y lo poco que, en el fondo, me apetecía pechar con el embolado nocturno, no veía a nadie que se pareciese a lo que, algo nebulosamente, buscaba. Entonces, Luis me sentó un día en el despacho que había heredado de Antonio, un minifundio caótico y atestado de papeles que contrastaba con el vecino latifundio de García, y me dijo:

—Mira, Fede, como bien sabes, a mí el equipo me lo hizo Antonio, que fue el que me recomendó como segunda a Carmen Martínez Castro, y acertó porque tenía olfato y sabía lo que iba a hacernos falta. Yo le he estado dando vueltas y creo que la Carmen que tú necesitas es Susana Moneo. Tiene experiencia en la información parlamentaria, conoce bien el gremio político, que tú detestas pero que necesitarás, da muy bien en el micrófono y además Apezarena la tiene marginada en informativos porque lleva la falda muy corta o tiene las piernas muy largas o dice que no da la imagen de COPE o yo qué sé. Sí, sí, no te rías. Pero eso te viene muy bien, porque está en los pasillos. Si quieres, yo hago la aproximación, y si acepta, como supongo, ella se encargará de organizarte un equipo apañado con lo que haya disponible en la casa. Eso, si tú quieres, naturalmente.

Naturalmente, quise. Luis hizo la aproximación y, en efecto, fue positiva. Pero yo, que sólo había visto a Susana en unas elecciones gallegas, no encontraba momento para hablar con ella, entre otras cosas porque mi designación seguía siendo un secreto. De pronto, se convirtió en secreto a voces, y un día, llaman al minifundio despachil que yo ocupaba si no estaba Luis, digo que adelante, y era toda Susana, impetuosa y sonriente:

—Bueno, ¿qué pasa? ¿Vas a contar conmigo o qué?

Me dio la risa y fue qué. Le encargué, según las indicaciones de Luis, que buscara el equipo entre lo que hubiera disponible en la casa, aunque las piezas clave estaban, lógicamente, asignadas a La mañana. Sólo me reservé la sección de cultura, que pensaba hacer de nueve y media a diez y para la que aún me faltaba una persona.

La encontré por casualidad. Yo me había despedido, pese a la amable insistencia del jefe de Informativos Luis Fernández y sin poder contarle La Razón real de mi marcha, del Fuego cruzado que hacía en Tele 5 con (o sea, contra) Carlos Carnicero en el informativo estrella, que era el de Juan Ramón Lucas. Y éste me invitó a comer en Viridiana, al lado de la COPE, para hacer el último intento de que me quedase y, si no, para despedir una colaboración que había resultado estupenda para ambas partes. A los postres, para que no insistiese más, tuve que contarle lo de La linterna, la absurda búsqueda clandestina de equipo y el resto de azacanadas miserias que me absorbían. Al terminar los cafés, casi de pasada, hablando de los problemas de hacer equipos, me dijo:

—Pues creo que vas a tener de prácticas a una chica que ha trabajado conmigo en la radio. Tiene muy buena voz, lee mucho, es muy seria y echa las horas que haga falta.

—Entonces es una joyita. ¿Y dices que está ahora en La linterna?

—Sé que está en La linterna este verano, pero no sé el horario que tiene.

—Chico, ya que estamos aquí al lado, entramos y si está me la presentas. ¿Y dices que lee mucho?

—Sí, sí. Bueno, entramos y si no está, no perdemos nada.

Entramos. Estaba. Era Rosana Laviada, que, efectivamente, resultó tal y como Lucas me la había descrito. Lo que no me había dicho es que era lo más parecido al sueño decente de un siciliano en Nueva York. Era exactamente lo contrario de Isabel y se hicieron enseguida inseparables. Mujer, joven, inteligente y guapa, tampoco faltaron los chismes, las envidias y las habladurías, cosa que las unió más. Lo de las mujeres de La linterna se convirtió en una especie de mito erótico en la casa.

Un día me paró en las escaleras Pepín Cabrales, un andaluz simpatiquísimo, antiguo torero de plata y palmero de Lola Flores, que, por azares de la vida, se había convertido en el asistente personal de García, el que le tenía siempre a punto la tortillita francesa, la manzana y demás manjares de su estricta dieta, amén del puro y del whisky caro para los invitados.

—Venga usté p’acá, don Federico; venga usté p’acá. He visto a la Susana y a esas otras dos chicas suyas y, oiga, ese muherío es un escándalo, un es-cán-da-lo, impropio de esta santa casa.

Dígame acá una cosa, pero con sinseridá, que p’a eso somos amigos: ¿uzté va a hasé La lintenna o los Anheles de Charly?

Creo que fue la primera vez que me reí de verdad en aquel maldito verano del 98.