Capítulo VII
MI RUPTURA CON AZNAR, LA DE AZNAR CONMIGO Y SU EFECTO EN LA COPE

La carta de Luis era la constatación de muchas cosas, casi todas ciertas aunque no ciertas del todo. La primera, indudable, era la desilusión que, tras salvar el segundo match ball contra Onda Cero, le producía seguir jugando al tenis contra García pero en una selección hecha al azar y de rebote, cuyos entrenadores no confiaban en él y cuyos compañeros no hablaban en el vestuario o, si hablaban, era para pelearse, como en el caso de Abellán. La segunda, la distancia que se había ido creando entre nosotros dos por diversas razones, entre las que destacaban dos: una aparece muy bien descrita y es mi escasa sensibilidad ante los mensajes admonitorios que Luis me transmitía, en nombre de don Bernardo o de Pérez del Puerto, por tal o cual comentario emitido en La linterna, por mí o por algún colaborador. Esa insensibilidad se fue convirtiendo en irritación por el mensaje y, en alguna medida, por el mensajero. No sé el papel que en el análisis de Luis tiene la intuición nacida del trato personal de tantos años y la información que sobre mi estado de ánimo podía irle transmitiendo Carmen Martínez Castro, su subdirectora, la única con la que yo hablaba a menudo y que hizo cuanto pudo por salvar una relación que podía irse a pique, decía, «perjudicándoos a los dos».

Pero hay una segunda razón que Luis no cita y que, a mi juicio, fue decisiva no sólo en el distanciamiento que podía sentir yo hacia él sino en el que él iba sintiendo hacia mí, y era mi ruptura con Aznar. Esa ruptura, que por mi parte no fue personal pero sí ideológica y política, comenzó dos años antes, en 1999, con la publicación en La Ilustración Liberal de mi ensayo «Viaje al centro de la nada», réplica a un artículo de Eugenio Nasarre, asesor monclovita e ideólogo de la Internacional Centrista creada por Aznar. Después de la mayoría absoluta publiqué en la misma revista el ensayo «Aznar y el Poder», primer y único análisis desde el punto de vista liberal del aznarismo naciente. Y prácticamente el mismo día en que Luis le enviaba a don Bernardo la carta de sus dimisiones, el 10 de abril de 2001, salía a la luz en La Ilustración Liberal otro ensayo mío que se titulaba «Aznar y los medios de comunicación». Luis ya lo conocía, porque le había dado una copia antes de publicarlo, y sin duda le convenció de que mi ruptura con el Presidente, convertido en Presidentísimo, era absolutamente irreversible.

También era anterior a la publicación de ese ensayo; y Luis lo sabía mejor que yo. Tras la mayoría absoluta, en marzo de 2000, Aznar nos había llamado a La Moncloa para celebrar el éxito y hacernos partícipes de su euforia por lograr frente al Imperio de Polanco lo que llamaba «el final de la guerra civil». Tras ese encuentro en el Olimpo y aquella invitación a la Apoteosis yo publiqué en La Ilustración Liberal a finales del mismo mes de marzo el citado ensayo «Aznar y el Poder», que no gustó nada al ensayado y produjo escándalo en los círculos palatinos monclovitas: «Pero cómo yo», «después de ser tan», «la radio lo ha vuelto loco», etcétera. Quizá por mantener las formas, Aznar nos invitó de nuevo a los dos a comer en Moncloa a la vuelta del verano. Trámite cordial del que Luis salió con la impresión de siempre, tras la primera victoria del PP en 1996: éramos sólo ex combatientes, meritorios a condición de jubilarnos o dispersarnos, pero odiosos y perseguibles si queríamos mantener con Aznar las costumbres de tiempos de González.

Sin embargo, después de Navidad, el día de Reyes de 2001, mes y medio antes de que Luis escribiera la primera carta transcrita a don Bernardo, Aznar le invitó a comer en La Moncloa, ya a solas, para levantar acta definitiva de las distancias y de las diferencias. Distancia era la insalvable que se había abierto entre el Presidente y yo. Diferencia, la que establecía entre mi persona y la de Luis. La razón era la misma que le hizo romper con Antonio y buscar atraernos para su causa en la noche triste del 1 de mayo de 1998: la COPE era una emisora que «no se podía oír» y yo, «según le contaban» (se supone que su mujer y su hijo mayor, la audiencia de radio es muy estable), era lo que menos se podía oír en la COPE. ¡Y esto se lo decía al que dirigía el programa más importante de la cadena! Pero a diferencia de lo ocurrido entonces, ahora Luis y yo ya no estábamos juntos para defender a Antonio. A diferencia de entonces, Luis le dijo al Presidente algo que no hacía falta decir de Antonio, porque era obvio, que yo «estaba fuera de control». A diferencia de entonces, Aznar era mucho más poderoso y nosotros éramos menos y estábamos más desunidos. Pero también a diferencia de entonces, yo tenía claro dónde estaba el problema, aunque no tuviera la solución. Luis empezaba a navegar en la duda.

Debo decir que antes de aquel ensayo tuve las mismas presiones de la gente más cercana a mí para no publicarlo que ahora mismo, al escribir este libro sobre la COPE. Las presiones que de verdad hacen mella, por lo menos en mí, no son las que amenazan sino las que tratan de convencer de que lo que escribes hace más mal que bien a la causa que defiendes. En ambos casos, el argumento es la necesidad de proteger al PP, la causa nacional y liberal que en este partido halla su nicho, y el liderazgo de José María Aznar. Entonces, porque era Presidente y ahora porque no lo es. Entonces, porque lo podía todo y ahora porque puede mucho menos y es árbol caído del que muchos hacen leña. Entonces, porque tenía todos los medios de comunicación en su mano y la posibilidad de hacerme un daño profesional irreparable. Ahora, porque no tiene apenas medios que lo defiendan, en los pocos que lo defienden estoy yo y porque, si bien lo que yo puedo contar resulta instructivo, no hay que darle al enemigo ocasiones de ataque y regocijo. El caso es que ayer no debía escribir sobre Aznar y los medios de comunicación y hoy tampoco. Pues bien, escribí entonces y escribo ahora sobre ello porque creo que es el problema más importante que ha tenido y tiene España, que muchas de las desventuras de nuestra «dissortada Patria» son incomprensibles sin entender este factor que pocos conocen por dentro como yo. En fin, porque si fui capaz de hacer una denuncia y un diagnóstico desagradables pero certeros cuando nada ganaba por ello, salvo quedar en paz con mi conciencia, hoy tengo menos cosas que perder. Y sigo teniendo conciencia.

Las claves de la discordia

Para no limitar a breves frases sueltas, susceptibles de manipulación interesada o involuntaria por un troceamiento excesivo, reproduciré completos los fragmentos esenciales de ese ensayo que me llevó a la ruptura con Aznar durante tres años, al distanciamiento con Luis durante dos y a empeñar todas mis fuerzas en la creación de ese grupo intelectual y mediático que nació de La Ilustración Liberal, dio origen a Libertad Digital y se fraguó en torno a La linterna de la COPE. Ya llegaremos en este relato a los tiempos de la reconciliación con el Presidente, la renovada alianza y nunca perdida amistad con Luis y los grandes cambios que habían de producirse en mi vida profesional. Pero mi peripecia particular carece de interés comparada con lo que sucedió en España durante el último año de aznarismo, especialmente en torno a la guerra de Irak y, sobre todo, con la masacre del 11-M, el golpe mediático del PRISOE el 13-M, la victoria socialista del 14-M y el proceso de liquidación del régimen constitucional y de la propia nación española acometido por el Gobierno de Zapatero desde su llegada al Poder y cuyos dos hitos esenciales son el nuevo Estatuto de Cataluña y el pacto con la banda terrorista ETA.

Pero hoy está más claro que hace cinco años que la demolición del legado de Aznar (empezando por el PP) y la liquidación de España y sus libertades ciudadanas no podrían haberse acometido sin la colaboración de una aplastante mayoría de los medios de comunicación, especialmente audiovisuales, con el PRISOE y los nacionalistas. Hoy, este bloque de poder político, mediático y económico, anticonstitucional a fuer de antinacional, tiene a su servicio cinco y media de las seis grandes cadenas de televisión; prácticamente todas las productoras de televisión privadas; el EGM y las centrales de medios que canalizan la publicidad; la gran mayoría de las emisoras de radio, con la milagrosa excepción de la COPE y algunos programas de Onda Cero; y una parte sustancial de los grandes periódicos de papel, empezando por El País, siguiendo por su cómplice ABC en Madrid y Sevilla, y terminando por La Vanguardia y El Periódico en Barcelona. Además, por supuesto, de los medios audiovisuales de titularidad pública (nacionales, autonómicos y locales) que el PSOE tiene en su poder, que son la mayoría, y de toda su publicidad institucional, que es combustible para quemar un imperio.

El del PP parecía incombustible en 2001. Sin embargo, las bases de su desgracia y la nuestra se estaban ya asentando entonces. Y si bien hay cosas que, a mi juicio, ya no tienen remedio, la conservación de muchas y la recuperación de algunas dependen de que se entienda lo que ha ocurrido en el ámbito político y mediático desde entonces. Éstos son los argumentos que yo daba entonces. Sinceramente, creo que hoy pocos pueden desmentirlos aunque muchos podrían precisarlos, aquilatarlos y explicarlos mejor. Yo cuento lo que sé. Otros podrían contar más y callan. Allá su comodidad y sus conciencias.

Aznar y los medios de comunicación

Desde hace más de una década, todas las grandes batallas políticas en España han tenido lugar en torno a los medios de comunicación. Y, casualidad o no, ello coincide con la llegada de José María Aznar, «nacido sobre una rotativa», al primer plano de la política nacional. De la lucha por el Poder, cuando es larga y enconada, suelen salir algunos escaldados, bastantes escarmentados, muchos malheridos y pocos victoriosos, casi nunca los que más arriesgaron en la contienda. Y los hay que no salen: héroes, mártires, caídos accidentales, aventureros famosos, camorristas de lance, amén de la aguerrida y anónima carne de cañón; todos se igualan yertos sobre el campo, prueba lastimosa y muda de que la cosa iba en serio, hasta que el turbión del olvido se los lleva. Pero no sólo desaparecen personas. Si la guerra dura demasiado, hay sectores enteros de la sociedad civil que tardan en recuperar su autonomía, ese negarse a la politización partidista que caracteriza a una sociedad plural y libre. Debe pasar tiempo, a veces mucho tiempo, hasta que se recupera el equilibrio, el pulso, la independencia de antes. Y hay países desdichados en los que no se recupera. El frágil y hermoso espacio de libertad ciudadana ganado al Poder político se pierde. Y se olvida incluso que existió.

Eso está pasando en España. Ningún sector de la vida española ha salido tan maltrecho de la pugna entre socialistas y populares como el de los medios de comunicación. Y como la ferocidad no elimina la paradoja, aunque el felipismo, para defender su poder y defenderse del Código Penal, dio muchas estocadas, el puntillero de la libertad incondicional ha sido Aznar. Tantas han sido las bajas y tan grande el estrago que en el periodismo independiente ha supuesto su llegada y consolidación en el Poder que, si cumple su promesa de no ser candidato en 2004, podrá decir sin exageración que al marcharse no deja nada parecido a lo que encontró. A fuer de sinceros, eso será rigurosamente así sólo en parte. No será cierto, por ejemplo, en lo que se refiere al control político gubernamental de la radio y televisión públicas, que, pese a todas las promesas éticas en las campañas aznaristas de oposición, ha seguido con el PP las mismas pautas y a veces con las mismas flautas que en la era sociata. Tampoco en lo que respecta al grupo favorito del PSOE, el dirigido por Jesús de Polanco, que haciendo frente a los gobiernos de Aznar ha conservado, acrecentado y consolidado su inmenso poder, aunque menos vertiginosamente que haciendo causa común con los de González.

En cambio, de los medios y periodistas independientes, de derecha o izquierda, que apoyaron más desinteresadamente a Aznar contra González no está quedando, no queda ya, con las características de los primeros años, apenas nada y apenas nadie.

Sería poco respetuoso con la verdad decir que Aznar ha cumplido una sola de las promesas de transparencia informativa, despolitización de los medios, respeto a la independencia profesional y favorecimiento de la pluralidad ideológica que hizo infinitas veces, en público y en privado, durante los años 1989-1996. Por el contrario, sería falsear escandalosamente la realidad no reconocer que su papel ha sido y está siendo decisivo en el proceso de uniformización empresarial y cloroformización ideológica que está sufriendo o ha sufrido ya el sector considerado de centro o de derecha, en prensa, radio y televisión. El PSOE entró a matar de frente aunque cobardeando, yéndose de la suerte. Pero el que ha rematado al pobre animal por la espalda, eficaz y sañudamente, es el PP.

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Aznar no me parece un ser especialmente malvado, al menos hasta finales del 2000, si bien el uso del Poder puede producir súbitas aceleraciones en el deterioro moral. Tampoco lo considero un alevoso traidor a sus promesas y juramentos. Ni siquiera un taimado maquinador de venganzas enrevesadas y premeditadas felonías. Creo que ha sido ingrato, pero no tenía ninguna obligación, salvo moral, de gratitud. Creo que ha sido bueno con los malos y malo con quien no lo merecía, pero allá su conciencia. En el terreno de los medios de comunicación, su comportamiento no ha sido exactamente el de un desalmado, salvo que consideremos tales a los improvisadores sistemáticos y a los planificadores caóticos. En realidad, si esta reflexión a posteriori no es un simple relato de humor, de chascos merecidos y desengaños fecundos, una comedia poco original de periodistas y políticos, es porque el daño no es simplemente personal o únicamente profesional sino que afecta directamente a la salud moral de nuestra sociedad, a los mecanismos de defensa de la ciudadanía en momentos especialmente graves para la nación española. Si una democracia es un régimen de opinión, todo lo que no favorezca sino que mengüe la fortaleza, la independencia y la pluralidad de las opiniones, perjudica gravemente a esa sociedad. Y si esa debilidad se promueve desde el Gobierno por oscuras razones de ajuste de cuentas con el pasado reciente, comodidad en el mando o disfrute solitario del Poder, entonces el juicio debe ser más severo. Pero merecen severidad el astuto y los inocentes, el poderoso y los complacientes, el manipulador y los manipulados, Aznar y los que un día, por razones que sigo creyendo respetables y justas, arrastramos a muchos otros a confiar en Aznar.

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El valle de los medios caídos

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Entre 1989 y 1993, durante esa legislatura a cara de perro, fueron destituidos, cesados, marginados o fulminados por razones exclusivamente políticas —es decir, de apoyo a Aznar contra la izquierda felipista o la derecha mariocondista— casi todos los periodistas importantes de oposición en España. Pablo Sebastián perdió la dirección de El Independiente, que inmediatamente después fue cerrado. Pedro J. Ramírez fue defenestrado de la dirección de Diario 16 por sus denuncias del GAL. En ese mismo sillón, convertido en silla eléctrica, sería sucedido por Justino Sinova, al que también echaron por no liquidar del todo ese frente informativo, y luego por José Luis Gutiérrez, al que igualmente defenestraron tras un éxito espectacular: su denuncia del «Caso Roldan». Estos cuatro directores de periódico, más los de revistas políticas como Julián Lago en Tiempo, del que hubo de salir para fundar Tribuna, amén de columnistas, investigadores y firmas de relumbrón, fueron víctimas de las presiones políticas directas del Gobierno del PSOE a los respectivos editores.

Pero el caso más escandaloso, el que según el propio Aznar le impidió ganar las elecciones de 1993, porque le privó de la herramienta de desgaste más eficaz contra el Gobierno de González, fue el «antenicidio». En mayo de 1992 y de forma absolutamente ilegal, como ha reconocido ocho años después el Tribunal Supremo, el pacto de los editores (Polanco, Asensio, Godo y Mario Conde) en complicidad con el Gobierno del PSOE —Felipe González, Narcís Serra y Rosa Conde como actores principales— acabó con la que se había convertido en la primera cadena de radio española, Antena 3, y con Antena 3 Televisión, la única cadena de televisión privada —de las tres concedidas por el PSOE en 1989— que mantenía una línea informativa de denuncia de los casos de corrupción felipista. Antena 3 Radio fue entregada a Polanco, su directo competidor, para que la cerrase, como hizo apenas un año después tras incorporar sus emisoras a la SER. Y Antena 3 Televisión fue comprada por Mario Conde (a cambio de que el Gobierno hiciera la vista gorda ante sus fechorías financieras en Banesto) y entregada a Antonio Asensio, del Grupo Zeta, con Manuel Campo Vidal como comisario político-gubernamental.

Automáticamente perdió su programa El primero de la mañana Antonio Herrero y su noticiario en televisión Luis Herrero, pese a que ambos eran los de máxima audiencia en Antena 3 Radio y en Antena 3 Televisión. O más bien por eso mismo. Junto a esos directores cayeron también muchos colaboradores, periodistas y comentaristas que perdieron su puesto de trabajo por ser fieles a su director o por estar identificados con el programa. Fue el caso, entre otros muy señalados, de Amando de Miguel. Modestamente, yo tuve el inmerecido honor de perder a la vez el comentario político diario que hacía desde nueve años atrás en el programa de Antonio Herrero y también el que tres veces por semana y desde tres años antes hacía en el telediario de Luis Herrero. Pocas veces cuerpecillo tan menguado albergó tanto cesante.

Pero conviene decir, para que se entienda en su verdadera dimensión el comportamiento posterior de Aznar, que esta selectiva aunque extensa depuración política —la más profunda desde la depuración franquista posterior a la Guerra Civil— no se hizo por motivos estrictamente ideológicos, es decir, por ser más de derechas o más de izquierdas, sino por estar clasificados por los medios felipistas como partidarios de Aznar o de Anguita y, por tanto, como «desafectos» al Gobierno del PSOE. Por seguir con ese ejemplo personal pero que por eso mismo conozco de primera mano: Luis Herrero y yo fuimos los únicos fulminantemente expulsados de Antena 3 Televisión, él con la mitad de la indemnización que le correspondía porque así creyó su supuesto amigo Javier Gimeno que acreditaba fidelidad al nuevo amo, y yo sin cobrar ni el finiquito porque no quise volver a poner los pies en aquella casa a la que tanto esfuerzo y tanto afecto habíamos dedicado. Pero José María Carrascal, que era, y así se le identificaba políticamente, más conservador que nosotros, siguió en su telediario de madrugada, en parte como coartada pintoresca y también o sobre todo porque criticó valerosamente en su columna de ABC a quienes, arcaizantes, inocentes, poco liberales, no entendíamos el valor de la propiedad privada de los medios de comunicación. Él sí, y así se le entendió.

En el orden general, lo peor de aquella depuración política era que se producía para proteger al Gobierno de las consecuencias de la corrupción y el crimen de Estado y para impedir la alternativa democrática después de diez años de mayoría absoluta del PSOE. En el orden particular, que algunos nos asomamos por primera vez a los abismos de vileza propios de la especie humana cuando, en trance de supervivencia, no vacila en apuñalar innecesariamente a quien durante años le ha dado empleo e incluso afecto. Hubo amistades de décadas que murieron en minutos, amores que se mustiaron con celeridad y odios feroces que curaron por ensalmo. En fin, las cosas de estos casos. Pero tanto en lo particular como en lo general, si algo quedó fuera de duda tras el «antenicidio» fue que la defensa del derecho de Aznar a llegar al Poder (o simplemente a dirigir la derecha) acarreaba gravísimos perjuicios laborales y, por ende, personales. Nadie supuso entonces que Aznar llegaría a ser indiferente a los problemas que —por su causa, si no por su culpa— nacían en la conciencia y desembocaban en el árido delta de la nómina.

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Los «parientes pobres» y la desmemoria del 93

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Los aspectos más negativos de los dirigentes del PP —escribía yo en el otoño de 1993, en el prólogo de Contra el felipismo— se pusieron de manifiesto en las semanas anteriores a las elecciones, cuando lo risueño de las encuestas y los nervios del establecimiento felipista, empezando por el imperio de Polanco, les hicieron ver con claridad la cercanía de la poltrona, del supercargo, del coche oficial y el ministerio. Era de ver cómo los humildes y entusiastas muchachos de Aznar pasaron a tomar una distancia tan corta como gélida de los medios de comunicación más críticos con el Poder. Fue revelador de sus intenciones, en Televisión Española y otros medios, verlos rodearse de comisarios apenas más presentables que los del PSOE, sin renunciar al control de los medios públicos. Fue tremendo saber que los barones de Génova ofrecían a ejecutivos de las cadenas privadas y amaestradas cargos en RTVE (a veces sin el conocimiento del propio Aznar) y cómo el círculo aznarista llegó a considerar muy seriamente la concesión a Polanco de la Segunda Cadena de RTVE al privatizarla.

Hoy no me atrevería a asegurar que Aznar no sabía nada de esas ofertas de la radio y la televisión públicas a los propios comisarios exterminadores de «aznaristas». Entonces me lo negaron y lo creí, quizá porque quería creerlo, porque no quería descreer de Aznar. En cambio, que meditaban darle a Polanco la Segunda Cadena de Televisión Española no me ofrece duda, porque me lo dijo a mí personalmente Rodrigo Rato comiendo mano a mano en un restaurante de la calle Santa Engracia poco antes de las elecciones.

—¿Qué diríais vosotros si Polanco pudiera quedarse con la Segunda Cadena?

—No hay palabras suficientes en el diccionario. Pero las inventaríamos.

¡Fatuo, parlero, pardillo, inocente, incauto, bobo, tontilón, iluso de mí! En aquel tiempo no podía suponer que Polanco también iba a quedarse con el Diccionario. Peor: que la toma de posesión de la Real Academia la haría Juan Luis Cebrián del brazo de Luis María Anson. Y que mi defenestración de ABC sería una de las piezas que mi entonces director aportara al himeneo «contra natura». ¡Lo que nos quedaba por ver!

Pero ya digo que se veía, que lo vimos venir. Lo recuerdo como si fuera ahora. Era una mañana de luz revuelta, con nubes entrando y saliendo de la escena asoleada. Estábamos en la COPE, el fin de semana antes de las elecciones del 93. Había venido el candidato Aznar para hacer la última entrevista con Antonio Herrero y él nos había convocado a todos los comentaristas y tertulianos para un coro de preguntas. Como siempre, Aznar iba acompañado por Miguel Ángel Rodríguez, su entonces jefe de Prensa, luego portavoz del Gobierno y tanto entonces como ahora gran amigo de Anson, sector Luis María, el mismo que luego denunciaría la atroz conspiración contra el legítimo Gobierno felipista. Aznar estuvo como solía estar entonces: amable sin exageración y modesto sin afectación. Pero el cambio de comportamiento por parte de Rodríguez fue tan llamativo y tan desagradable que después de irse Aznar nos quedamos comentándolo Luis, Antonio y yo. En el texto citado, lo conté así:

«Los que durante años, en los medios de comunicación, habíamos mantenido la batalla crítica contra el régimen, no para que el PP ganara sino para que España cambiase, nos vimos de pronto tratados como ese pariente pobre, venido del pueblo, de quien se avergüenzan sus parientes, nuevos ricos, ante sus vecinos y amigos de la capital. Esa experiencia de ingratitud y desafección será difícil de olvidar».

Difícil, no imposible. También la memoria a veces se somete a la voluntad. Pero cuando después del 93 me quejaba en privado —nunca lo hice en público, que yo recuerde— de alguna fechoría de «nuestros amigos del PP», Luis Herrero me recordaba lo de los «parientes pobres» (lo hizo incluso en uno de sus libros) y citaba con cierto recochineo la sanísima doctrina liberal que extraje del suceso:

«Pero, en fin, tal vez sea mejor así, para aventar definitivamente la siniestra coyunda entre periodistas y políticos que ha desnaturalizado las relaciones entre el Poder y la prensa desde los inicios de la Transición. Bueno es comprobar que la relación de todos los políticos con el Poder es bastante parecida y que la de los periodistas independientes debe serlo también con todos los políticos, al margen de las afinidades ideológicas».

Amarga victoria. ¡Y tan amarga!

La historia de esa legislatura, desde las elecciones del 93 hasta la formación del primer Gobierno Aznar tras su modesta victoria en las del 96, la ha contado en detalle, desde su propia y privilegiada vivencia, el director de El Mundo Pedro Jota Ramírez en su libro Amarga victoria, publicado —y no es casualidad— después de la segunda victoria del PP, esta vez por mayoría absoluta, en el año 2000. No, no es casualidad que ahora empecemos a contar lo que pasó y a hacer balance de lo que nos pasó, porque los tres años últimos de González y los cuatro primeros de Aznar fueron tan precarios y tan difíciles de sobrellevar, que, hasta que las urnas no le propinaron un varapalo histórico a González y a su partido, no nos ha llegado la camisa al cuerpo. El compromiso contra quienes nos han hecho objeto de todas las atrocidades, desde la persecución laboral al descrédito personal y familiar, sin vacilar ante el asesinato civil (el núcleo de Pedro Jota), ha sido obligado y radical. Y sólo al comprobar que González tardaría en volver a La Moncloa, si es que volvía alguna vez, hemos empezado a respirar. Incluso a respirar por la herida. Porque ante un toro manso, malherido y resabiado que no dobla, las heridas de la lidia mejor ni mirárselas.

Al peligro de las campañas de descrédito de Polanco y el PSOE se añadió desde el 93, con especial virulencia, la amenaza directa del terrorismo etarra contra quienes se perfilaban como una clara alternativa de Poder en España: Aznar y los suyos. Y entre «los suyos», nada proclives a rendirse a la banda, no se distinguía o no se quería distinguir entre políticos y periodistas. A mi juicio, ése fue también un factor esencial para reanudar esa alianza estrechísima entre el PP y ciertos medios de comunicación que debería haberse disuelto, por el bien de todos, ya en 1993, pero que sólo ocho años más tarde podemos empezar a contemplar con distancia y a valorar sin escalofrío.

Dejando al margen hasta donde es posible mi propia experiencia personal, desagradablemente rica en peripecias, estoy convencido de que fue esa coincidencia del miedo al felipismo (Gobierno, Cesid, Polanco) y al terrorismo etarra (objetivo o subjetivo, por amenazas reales de la banda o por inducción del miedo desde el propio Gobierno para espantar psíquica y físicamente a los periodistas más peligrosos) lo que anudó de nuevo los lazos entre los «nuevos ricos» y los «parientes pobres» del 93. Pero la responsabilidad mayor fue de los periodistas. Los políticos habían mostrado ya que tenían una idea de la ética y de la libertad de expresión bien distinta a la que nos contaban. Pero nosotros queríamos seguir oyendo el mismo cuento para cauterizar el espanto que nos producía diariamente una realidad inhóspita, en la que tener más razón equivalía a correr más peligro. Y en la que, sinceramente, no se sabía dónde empezaba ETA y terminaba GAL o viceversa, porque entre 1993 y 1996 sus blancos coincidían.

Al recordar aquellos tiempos de amenaza terrorista, hoy reeditados, me viene siempre a la memoria la imagen de Antonio Herrero llegando a la COPE cuando aún no era de día, en un todoterreno que parecía un carro de combate, con un coche de escoltas detrás y llevando él mismo una pistola en la guantera y una escopeta sobre las piernas. Aunque no hablábamos mucho de este asunto, habíamos comentado algunas veces que lo peor no era un posible atentado sino un secuestro y que para evitarlo de verdad había que estar mentalmente preparados para morir matando. Hacerlo a tiros contra los etarras nos parecía una forma nobilísima de mudarse de Madrid al cielo, aunque el cazador infalible que era Antonio estaba convencido, naturalmente, de que él se los llevaría por delante, con sus reflejos y su buena suerte. Ahora, al entrar en la COPE, en un revuelo de escoltas, llevando a cuestas toda la ferretería de seguridad, me acuerdo siempre de aquella imagen de madrugada de Antonio, el hombre clave en aquella época de periodismo asilvestrado y heroico, el más valiente, el más vivo de todos nosotros. Quién podía pensar entonces que le quedaba tan poco tiempo, que iba a morir como murió.

Aznar en el Poder: desmovilización ética y fábrica de polanquitos

(…)

Si se mira con cierta perspectiva, Aznar ha repetido siempre la misma operación: tratar de crear frente al todopoderoso imperio de Polanco otro poder semejante en diversificación y envergadura empresarial, pero —y esto es clave— no en unas solas manos, no para fabricar un Polanco bis sino dos o tres polanquitos. La razón que da es la muy justa y benéfica de ampliar el pluralismo y que exista competencia real. La verdad es bien distinta: otro Polanco tendría demasiado poder, tanto como él, y Aznar no está dispuesto a repartir poder ni, mucho menos, a compartirlo. El Presidente suele repetir que él «no admite tutelas» de ningún medio de comunicación y pone como ejemplo a evitar la pavorosa dependencia del PSOE en general y González en particular del todopoderoso don Jesús. También es un argumento plausible. Lástima que no sea tampoco del todo cierto. La «tutela» a que se refiere Aznar es que los medios que le ayudaron a llegar al Gobierno le recuerden sus promesas incumplidas de regeneración ética de la democracia, algo que le molesta horrores y por dos razones distintas aunque complementarias: le recuerdan su debilidad de ayer y apuntan siempre al control y la limitación de su poder de hoy, que tras la conquista de la mayoría absoluta empieza a parecerse demasiado al de Felipe González, tanto en el partido como en el Gobierno.

Y aquí aparece la segunda constante en su política de medios de comunicación, la menos conocida o más difícil de explicar, pero que, sin embargo, explica muchas cosas. Aznar ha tratado de evitar a toda costa que pueda repetirse con él en el Poder una situación como la de González en sus últimos años: enfrentado a unos cuantos periodistas arriscados y unos pocos medios independientes que, pese a todo su poder y la desvergonzada complicidad de Polanco, acabaron sacándolo de La Moncloa, y no precisamente bajo palio. Claro que ésa es la interpretación de González, la fábula de la «conspiración político-mediática» para acabar con el Gobierno que no resiste la comprobación de los hechos. Pese a las denuncias de corrupción, González ganó en 1993, y pese a todo lo que se publicó y se denunció sobre sus pavorosos manejos en el uso y abuso del Poder, sólo perdió por 300. 000 votos en 1996. Es evidente, pues, que las apariencias engañan y que el esfuerzo y el sacrifico de los periodistas y medios ya citados no fueron los que le privaron de la mayoría tras casi catorce años de Gobierno. Sucede que así es como el felipismo ha inventado su novela del mal perdedor. Y sucede que, de una forma incomprensible y asombrosa, instalando su complejo de derecha donde los otros exhiben su sectarismo de izquierda, los propios dirigentes del PP se la han creído. Por ese tortuoso camino o con esa retorcida excusa es como Aznar, pensando siempre en impedir que le pase a él en La Moncloa lo mismo que a González, ha concebido y ejecutado la política de dispersión y destrucción de lo que los escribas del GAL y los fariseos del polanquismo llamaron paradójicamente «el sindicato del crimen», es decir, los periodistas que descubrieron y denunciaron precisamente los crímenes del GAL y los inagotables yacimientos de corrupción del felipismo. Pero así como en la creación de polanquitos los intentos de Aznar se cuentan por fracasos, en la eliminación de periodistas y medios independientes está teniendo un éxito espectacular.

Paisajes de la Guerra Digital

Para que el «fuego amigo» de Aznar haya producido más bajas por la espalda que el fuego a mansalva del felipismo apolancado, ha debido repetirse una circunstancia paradójica: la debilidad del PP al llegar al Poder, que, como sucediera en la última legislatura del PSOE, llevó a los medios antifelipistas a respaldarlo a la desesperada. Y eso que sus incumplimientos electorales sobre medios de comunicación públicos fueron ya inicialmente de escándalo. Y su apuesta empresarial, humillante y estúpida.

Porque el empresario en el que confió Aznar al inaugurar su estadía monclovita fue ni más ni menos que Antonio Asensio, cuyo Grupo Zeta era uno de los enemigos más feroces de la alternativa popular, al menos en la prensa escrita: El Periódico de Catalunya, con el hipersociata Antonio Franco en la dirección, era probablemente el diario que de manera más feroz atacaba a los políticos populares y a los periodistas identificados con el PP; Interviú seguía en la izquierda de Quincoces Montalbán, sin hacerle ascos a nada, ni siquiera el GAL; y Tiempo jugó siempre la carta felipista. Pero había un medio con el que Asensio se había hecho gracias precisamente a su sectarismo antiaznarista: Antena 3 Televisión. Y burlándose de la confianza en él depositada y en contra de las promesas de libertad y continuidad que nos hizo el día en que entró de la mano de Mario Conde, procedió a negociar la inmediata salida de su antiguo amigo, entonces enemigo, Manuel Martín Ferrand de la dirección general y a la fulminante eliminación de Luis Herrero (y mía) de los informativos. Manuel Campo Vidal, otro hombre del PSOE en TVE y la SER, impuso, como comisario político en jefe, una línea informativa absolutamente contraria a la que había distinguido a la cadena hasta entonces. Desaparecieron los escándalos del PSOE de la pantalla y se borró hasta el último rastro de nuestra presencia en aquella casa con un ensañamiento verdaderamente abyecto, persiguiendo y marginando a todos los colaboradores de Luis Herrero. Milagros de la supervivencia: en aquella carrera de ratas nadie llegó el último.

Y es que dentro de la estrategia de censura ideológica y persecución política jugó además entonces —quizá lo juega siempre— un papel importante la corrupción. Corrupción era que Mario Conde comprara la cadena para que el Gobierno le perdonara su corrupción en Banesto. Corrupción parecía ya la organización de la nueva Antena 3 Televisión en torno a la propiedad de los activos de Asensio y el galopante endeudamiento de la empresa, que hacía presagiar la debacle posterior y abonaba el pelotazo o la quiebra para su insólito dueño. Corrupción la de los ejecutivos de la situación anterior, que se adaptaban a la nueva renegando de su pasado y apuñalando a sus benefactores. Y algo más que corrupción —una mezcla de industria y delito que nunca deja de sorprenderme— fue la representada por los hermanos Anson, capaces de jugar a la vez en el equipo saliente (Luis María, desde la dirección de ABC) y en el entrante (Rafael, estrecho colaborador de Asensio, que ya le anunció al propio Aznar poco antes de su desembarco cuál iba a ser el destino de Luis Herrero y mío: «Ésos, a la puta calle»). Qué pareja de tres: ellos y la comisión. Qué tíos.

Esas confianzas y discreteos conspiradores entre Aznar y los ansones, los ansones y Asensio, nosotros mismos y Aznar, deberían habernos puesto sobre la pista de lo que pasó. Pero ya digo que en este desencuentro o desengaño de la política y el periodismo tanta culpa o más tienen los engañados como el engañador. Porque cuando Aznar apostó por Asensio, nosotros, los despedidos por Asensio a las órdenes del felipismo, aunque íntimamente humillados y públicamente ofendidos, no dejamos de apoyar a Aznar. Y cuando Aznar, a través de los oficios de Miguel Ángel Rodríguez, nombró a una criatura del polanquismo audiovisual, Mónica Ridruejo, para la Dirección General de RTVE, teníamos que haber visto claro que Polanco no era para él un modelo abominable sino, de momento, inalcanzable. Sólo de momento. Y que para hacer un cesto como el de Polanco lo que Aznar buscaba eran mimbres —flexibles, verdes, anodinos, parejos—; pero que en su cestería sobraba hasta la mejor pieza de cerámica. Lo que Aznar buscaba era obediencia probada. Y nosotros sólo podíamos ofrecer fidelidad.

Pero cuando todavía estábamos tratando de asimilar la apuesta de Aznar por Asensio, éste le traicionó. Acosado por las deudas, que el Gobierno y su gran amigo de Telefónica se resistían a pagar, Antonio Asensio se echó en brazos de Polanco y le cedió los derechos del fútbol que, pacientemente, con la ayuda perspicaz de José María García, había ido firmando poco a poco a diversos clubes de Primera División. Polanco se hacía así con el monopolio del fútbol televisado de pago, lo que le convertía en dueño de un verdadero manantial de millones que le permitía comprar el medio que le apeteciera aunque fuese para cerrarlo, como ya había hecho con Antena 3 Radio. Desde el PSOE, con González al frente, no se recataban en decir que esa derrota era el anuncio del final del brevísimo periodo de gobierno aznarista entre el felipismo del reciente pasado y el inmediato porvenir o, para ser precisos, por volver. No fue una ilusión óptica o política. Todos lo veían así y obraron en consecuencia. Todos dieron por hecho en esas electrizantes Navidades que el PP ganaba o perdía el Gobierno para toda la legislatura o «para los restos» antes de Semana Santa. Todo o nada, a cara o cruz.

Aznar llamó entonces en su ayuda a los ex combatientes de la prensa, a los jubilados forzosos del antifelipismo en la radio, a los ostentosamente marginados en la televisión controlada por el nuevo Gobierno, la pública y la privada. Los «parientes pobres», los despreciados en la nueva situación porque, según decían varios ministros y lacayos monclovitas, sin cortarse un pelo, nos habíamos «significado demasiado» en la defensa del PP (¡o sea, la suya!) y no dábamos una imagen suficientemente «centrista», fuimos llamados a Moncloa con el afecto de ayer y la impaciencia de hoy, con ceniza en el cogote y sayal sobre la púrpura. Se nos pidió perdón por no haber visto claro quiénes eran los verdaderos amigos, no del Gobierno, sino de la libertad. Se nos juró que de esa lección no se olvidarían nunca. Se nos dijo también que nosotros tampoco habíamos calibrado bien la debilidad de su minoría parlamentaria y no comprendíamos que tenían que hacer concesiones que a ellos mismos les repugnaban… Total, que se nos dijo lo que queríamos oír y se supone que podíamos creer. Y otra vez nos vimos frente a Polanco y el PSOE y al lado de Aznar y su Gobierno. La guerra fue larga, los desperfectos, enormes y las bajas, cuantiosas. Pero finalmente, con Asensio entrando y saliendo de las alianzas como en un vodevil color de dólar, con el Gobierno artillando un frente en torno a TVE y a Telefónica, y con los antifelipistas veteranos de la COPE y El Mundo corriendo con el desgaste diario, la Guerra Digital, por agotamiento de ambas partes, llegó a su fin. Por lo menos se empató. Y después de las tablas, en vez de Asensio, apareció Juan Villalonga como el nuevo Polanco de Aznar. En torno a la primera compañía española iba a construirse el primer grupo multimedia español, o eso decían.

La muerte de Antonio Herrero y el fin de una época

El invierno del 97 fue muy distinto al del 96. Todavía conmocionados por los mamporros de la Guerra Digital, se produjo una verdadera cascada de sucesos, entre esperpénticos y trágicos, que debilitó dramáticamente al grupo de periodistas más sólido de cuantos habían apoyado a Aznar contra el felipismo y, en medio de una crispación terrorífica, hizo desaparecer al hombre que empezaba a convertirse en la obsesión particular de Aznar. Dados los límites de este ensayo, no entraré en detalles. Tiempo habrá. Pero señalaré los hitos de aquel «invierno de nuestro descontento»: «Pacto de la Academia» entre Anson y Cebrián, que acarreó mi salida de ABC; aparición del vídeo contra Pedro Jota, tratando de quitarlo de la dirección de El Mundo o del mundo, sin más; campaña contra Antonio Herrero por el «caso Monica Lewinsky» para echarlo de la COPE; campaña contra Luis Herrero por su programa de debate en Televisión Española; campaña de Luis María Anson contra sus ex amigos de la AEPI (el «sindicato del crimen» según Cebrián y los abogados periodísticos del GAL) denunciando una «conspiración político-mediática» para sacar del Gobierno a Felipe González mediante una campaña de difamación, ya que no se le podía ganar en las urnas; más campañas del PSOE, El País y la SER contra Antonio Herrero, lo mismo calumniando a su padre muerto que adjudicándole supuestos negocios ilegales en Marbella, que luego los tribunales ratificaron como perfectamente legales; campañas de televisión comparando a José María García con Hitler, y así sucesivamente.

Paralelamente, Villalonga le había pedido a Luis Herrero que se encargase de la dirección de informativos de Antena 3 Televisión. Además del desquite, era una posibilidad de romper el cerco que se estaba cerrando en torno a la COPE, singularmente a Antonio, y éste mismo le aconsejó que aceptara la oferta. Pero entonces llegó el veto de la mismísima Moncloa, o sea, de Aznar, negándose a que los náufragos del «antenicidio» pudiéramos salvarnos de ese cerco de aniquilamiento «en comandita», como le gustaba decir al presidente del Gobierno. La consigna primera del Presidente con respecto a nosotros, los que el polanquismo llamaba «sus amigos», había sido la dispersión. Pero se radicalizó en lo que respecta a Antonio Herrero, que en esos meses de invierno y primavera había hecho frente, con su valor y generosidad habituales, a todas las campañas: las denuncias de la «conspiransón» en la prensa de Asensio; las del PSOE y Polanco contra él; el acoso del PSOE contra Luis, y, encima, el vídeo contra Pedro Jota.

El día 1 de mayo por la noche, Luis y yo supimos fehacientemente que Aznar no soportaba que Antonio Herrero siguiera haciendo en su programa lo que siempre hizo, es decir, lo que creía que debía hacer y de la forma que le parecía. Pero Aznar se quejaba ya sin motivo, porque Antonio nunca volvió a ponerse ante el micrófono. Al día siguiente, 2 de mayo de 1998, a primera hora de la tarde, Antonio, nuestro Antonio, murió en un accidente de submarinismo deportivo. Le estalló una úlcera sangrante de estómago que sin duda se había agravado en aquellos meses de máxima tensión. Sobrevino entonces un periodo de luto y de reproches. Unos, descompuestos, como los de García contra Aznar por no acudir al entierro. Otros, los de Luis Herrero y míos, tratando de recomponer la COPE, que había perdido a Encarna Sánchez un año antes y que ahora se quedaba sin su puntal informativo básico: Antonio Herrero.

Forzado Luis Herrero a hacerse cargo de La mañana —Luis no quería de ninguna manera pero le forzamos entre todos— y, meses después, yo de La linterna, el del 99 fue un año de estiaje y melancolía. Villalonga empezó a entenderse con Polanco para que no atacara a su compañía y acabó enfrentándose violentamente con Aznar desde los propios medios de comunicación de Telefónica, encargados a personajes inquebrantablemente leales al Presidente… hasta que le mandaron insultarlo. Lo hicieron sin vacilar. Pero pese al desgaste, Aznar consiguió la onerosa caída de Villalonga. Segundo polanquito ahogado.

Aznar echó entonces a flotar dos polanquitos más, con el respaldo activo de la nueva estrella del Gobierno Josep Piqué: José Manuel Lara, heredero del imperio Planeta, que tiene la televisión por cable, participa en otra televisión en abierto y al que se le ha concedido una radio digital; y Nemesio Fernández-Cuesta, nuevo presidente de Prensa Española, a quien el Gobierno le ha concedido una licencia de televisión en abierto, otra de radio digital y, según él, le ha confiado el proyecto de desembarcar en la COPE para hacerse con la gestión, controlar férreamente a los profesionales y conjurar así definitivamente el fantasma, entiéndase, el ejemplo, de Antonio Herrero.

Podría contar cómo en un primer momento desde La Moncloa trataron de convencernos —y en parte, ay, lo consiguieron— de que la asociación o confederación de COPE y ABC era una forma natural de darse mutua fortaleza empresarial y blindar la libertad de los profesionales en dos medios que compartían un mismo público, una ideología semejante y una relación con el Gobierno que ése deseaba óptima. Podría dar detalles sabrosísimos sobre mi vuelta al ABC en andas, casi en brazos de Nemesio, que a su vez entró en el accionariado de COPE gracias a los buenos oficios de Luis Herrero. Podría recordar momentos estelares en la Historia del Bochorno Ideológico y capítulos enteros de la enciclopedia de la Iniquidad Periodística. Pero, en fin, tiempo habrá de todo, cuando sobre tiempo. Baste consignar que antes de cumplir seis meses dentro yo había tenido que salir de ABC por un ataque de celos del nuevo director Ótelo Zarzalejos; que Nemesio había apalabrado un paquete de acciones de COPE a Juan Abelló a espaldas de la Iglesia y de Luis Herrero, que aún no se lo cree; que desde el Gobierno se alentó el fichaje de José María García por Telefónica, antes y después de Villalonga, hecho que resucitó a Onda Cero y dio otro golpe mortal de necesidad a la COPE. Y, lo más importante: que Aznar no parecía preocupado porque se impusiera el control de Nemesio o de cualquiera sobre la COPE, sin temor a la desbandada de los profesionales. En rigor, lo deseaba para provocarla.

En fin, por resumir, la situación en el mundo de la radio sólo cuatro años después de que el flamante presidente del Gobierno nos invitara a comer en Moncloa a García, Antonio Herrero, Luis Herrero y a mí para pedirnos personalmente ayuda en su lucha contra la concentración de medios de comunicación, es aproximadamente pavorosa. Si Aznar se sale con la suya de acabar con lo que la COPE ha significado hasta hoy en la opinión española, bien para convertirla en altavoz de ABC o subsumirla en Onda Cero, bien para arruinarla y cerrarla; y si, tras ese éxito liberal y democrático de Aznar, por cualquier causa de fuerza mayor se adelantaran las elecciones y ganara el PSOE, éste dispondría, sólo en la radio, de la cadena SER y asociadas, Radio Nacional y asociadas y la cadena de Telefónica, llámese Onda Cero, COPE a cero o Cerocope, y asociadas. ¿Qué habría enfrente? Nada. Pero en Moncloa podrían sonreír, porque tampoco habría nadie. El sueño de Felipe González lo habría convertido en realidad José María Aznar.

Podríamos añadir infinidad de datos y de detalles para completar este análisis y para respaldar este fúnebre presagio sobre la ausencia de pluralidad futura en la radio española. Pero lo ya citado puede bastar para entender algunas cosas que nadie entiende y otras que empezamos a entender algunos cuando acaso ya sea demasiado tarde para remediarlas. Pero está en nuestra mano hacerlo. O, al menos, está en nuestro ánimo intentarlo.

El incipiente dogma de la infalibilidad de Aznar

Los que fuimos injuriados y perseguidos por denunciar el despotismo felipista desde sus orígenes y que, si renunciamos a la modorra intelectual y a la pensión de ex combatientes, seremos muy probablemente perseguidos e injuriados por denunciar el naciente despotismo aznarista, con su escuela de servilismo y su secuela de corrupción, tenemos contraída una deuda de eterna gratitud con Justino Sinova y Guillermo Cortázar, editores de España. La segunda transición y La España en que yo creo. Discursos políticos (1990-1995), ambos firmados por el hoy presidente del Gobierno.

Porque es muy posible que si finalmente se implanta lo que, parodiando la sátira de Azaña sobre Primo de Rivera y la «infalibilidad del sable», podríamos llamar «el incipiente dogma de la infalibilidad de Aznar», algunos tengamos en un futuro cercano que justificar ante los jóvenes españoles cómo y por qué le apoyamos tan resueltamente para instalarse en el Poder, donde, como dijo él mismo citando a Von Mises, «se alberga la semilla del mal». Gracias a la conservación en esos libros del discurso político de Aznar en la oposición, imbuido del más acendrado liberalismo, podremos negar toda responsabilidad de origen en la repetición de los disparates y atropellos del felipismo por parte de un aznarismo que sólo se diferenciará de él por el bigote del ídolo y los apellidos de los idólatras Esto último, en la hipótesis más halagüeña. E improbable.

Ojalá podamos entonces decir, con su discurso en la mano y si es que nuestro comportamiento intelectual no nos obliga a un prudente y sonrojado silencio, que los argumentos utilizados por Aznar para atacar, con nuestra modesta ayuda y en nuestra limitada proporción, los abusos de González eran, son rigurosa, angustiosa y absolutamente válidos; y lo prueba que siguen siéndolo contra cualquier abuso de poder y contra el fatal endiosamiento del inquilino de La Moncloa, llámese Felipe o José María. Podremos, en fin, explicarnos y defendernos con esta frase de Aznar que en su día, el 25 de noviembre de 1994, oímos, sentimos e hicimos nuestra, y que igual que termina podría haber encabezado estas páginas: «Nuestra acción se alimenta de convicciones, de principios básicos que guían nuestras decisiones, y cada uno de nuestros movimientos viene orientado por un conjunto preciso de objetivos que constituyen el núcleo último de nuestra actividad política. Cuando éstos se pierden, el fin primordial de la obra política queda condenado a su mínima expresión, a la sola conservación de un mero poder personal».

Dixit, et salvavi animam meam.

Este ensayo, publicado en el número 8 de La Ilustración Liberal a finales de abril de 2001 puede leerse completo en mi libro Con Aznar y contra Aznar (La Esfera de los Libros, Madrid, 2002, pp. 310-337). Y lleva como apéndice esta brevería publicada en Libertad Digital el 16 de septiembre de 2002 y que no llegó a tiempo a la imprenta:

Nota male: según los últimos datos publicados, en diciembre de 2002 se consagrará legalmente el aplastante dominio de Polanco en todas las áreas de la comunicación nacional. José María Aznar, que presumía tras la mayoría absoluta de 2000 de haberla conseguido a pesar de la feroz campaña en contra de El País y la SER («la guerra civil ha terminado», dijo), va a otorgar al hombre más rico y poderoso de España una posición de privilegio que destruye cualquier posibilidad de competencia en la televisión, de pago y en abierto. El Gobierno del PP permitirá que Polanco absorba Vía Digital y se quede con el monopolio del fútbol y el cine, además de cambiar la legislación vigente para que Polanco pueda conservar también Canal + y su canal ilegal Localia, así como el posible acceso al accionariado de cualquier otra cadena de televisión, para lo que está en marcha una reforma de la Ley. De este modo, Polanco, a la tercera (tras el pacto de Nochebuena con Asensio en 1996 y con Villalonga en 1999), gana de forma aplastante la batalla por el futuro de la comunicación española. Aznar ha deteriorado gravemente o destruido prácticamente todas las alternativas al polanquismo en prensa, radio y televisión. La tropa polanquista ha cumplido sus últimos objetivos financieros. La Guerra Digital ha terminado.