Capítulo III
EL SENTIDO INTELECTUAL Y POLÍTICO DE
LA LINTERNA
Aquel verano lo pasamos en Alcudia. Nunca veraneamos en un lugar fijo, pero por entonces el apacentamiento de la tierna prole nos llevaba a algún lugar de Mallorca para acercar a los niños a sus abuelos, tíos y primas. Desde aquel año maldito de 1998 nos fuimos inclinando por algún apartamento de Miami que nos ahorrase las incomodidades y peligros del periodismo español, entre los cuales destacan dos: los admiradores con tiempo libre y el culto a la personalidad del famoso, letal para el propio espíritu si no es antisocial, y gravoso para el cónyuge si no es demasiado amigo de salidas, comistrajos y cenistrajos. Afortunadamente, la corta edad de los niños y el cuidado preciso para que no estrellasen sus bicicletas contra algún alemán limitaban nuestra vida social a las veladas nocturnas en la pequeña urbanización junto al mar, con unos vecinos que eran grandes seguidores de la COPE y me daban mucho ánimo para el reto de septiembre. Aunque hubiese querido, no habría podido desconectar del trabajo, como recomiendan los médicos y la experiencia. La preparación de La linterna me tenía colgado del teléfono tarde tras tarde (aún no me levantaba al amanecer), o discutiendo con Rosana o Isabel algún aspecto de la media hora de cultura que pensaba incorporar al programa, o haciéndole jurar por enésima vez a Susana Moneo que ella se encargaría por siempre jamás de hacer entrevistas, porque —salvo excepciones rarísimas y limitadas a asuntos culturales— yo no pensaba hacer ninguna. Susana juraba, prometía, asentía y, en su fuero interno, supongo que se reia. Y Luis Herrero, según me confesó después, veía con horror aquel proyecto de media hora de información cultural que, en una cadena privada, hundiría la audiencia y haría que se volatilizara la ya escasa publicidad.
Para mí, sin embargo, dedicar media hora, de 9:30 a 10:00 de la noche, a temas culturales no era solamente una forma de rehuir el género de la entrevista política que Luis, con paciencia hecha oficio, bordaba en ese rato. Era el primer paso de lo que consideraba esencial en el panorama político e informativo de entonces y de ahora: luchar contra la aplastante hegemonía de la izquierda en el ámbito de las ideas, los valores y la creación artística. Yo creía y creo que la COPE y cualquier medio de comunicación que pretenda defender una serie de valores con los que se identifica una audiencia determinada debe luchar en el incruento panorama de las ideas todos los días del año, sea animando a cualquiera que publique un buen libro de cualquier género en la línea que ese medio defiende, sea ayudándole a escribirlo con sugerencias al hilo de la actualidad. El sectarismo tradicional de la izquierda, llevado por el polanquismo en España a extremos de logia selectiva y gulag informativo, se ha visto pavorosamente favorecido en buena parte del franquismo y en toda la democracia por la absoluta sumisión cultural de los medios de derechas a la izquierda cultural. Con muy escasas excepciones, los políticos y periodistas de derechas buscan servilmente la legitimación de la izquierda. En consecuencia, los intelectuales de derechas, para sobrevivir, deben formar parte de ese protectorado despótico izquierdista, al modo de aquellos partidos tolerados en la Europa del Este por el régimen comunista de partido único, pero, obviamente, sólo como atrezo pluralista o decorado pseudoparlamentario de la «democracia popular».
En España, ese cinturón de derechistas tolerados no sólo atiende y controla a una clientela objetiva que, de otro modo, buscaría cauces independientes, sino que tiene otra misión más sórdida y siniestra: el silenciamiento y destrucción de cualquier alternativa ideológica y cultural que no respete la dictadura de la izquierda. El comisario jefe del imperio polanquista, Juan Luis Cebrián, y toda la caterva sectaria de El País y sus satélites provincianos sólo admiten en su seno a derechistas tibios, preferiblemente ucedeos y democristianos (Oliart, Tusell, Díaz-Ambrona, Herrero de Miñón) y con la condición de estar dispuestos a triturar a todos los políticos e intelectuales que no rindan culto a ese becerro de oro convencionalmente rojo y dialogantemente nacionalista. Por desgracia, eso sólo lo entendemos o lo entendemos mejor los que hicimos nuestras primeras armas políticas e intelectuales precisamente en la izquierda y en El País. Y por eso solía decir yo en las tertulias, y seguí diciendo al frente de La linterna, que desconfiaba de un liberal que no viniera vacunado y anatematizado por la izquierda; y que todo conservador agasajado en los medios de comunicación antes sería subdito de la izquierda que socio de los liberales. Ayer como hoy, la secta zurda que administra los carnés de progresismo y expide salvoconductos de demócrata sólo perdona la vida a cualquier intelectual o político no progre que por rencor, placer o necesidad ataque sistemáticamente a la derecha indócil reprochándole no ser todo lo «moderada» y «centrista» que manda la progresía. El carca bizcochable sirve así de coartada a la policía progre, al modo en que muchos presos comunistas sobrevivieron en los campos de concentración nazis: como carceleros de los demás presos. Nihil novum sub sole.
Por supuesto, tan donoso plan podía venirse abajo en un año si La linterna se apagaba en mis manos. Pero también si lucía en exceso, porque yo parecía un elemento demasiado pagado de sí mismo y de sus ideas como para que la derecha política se confiase y la izquierda y los nacionalistas lo perdonasen. Eso, cuando yo actuaba con el paraguas de Antonio o de Luis, me traía al fresco. Pero ahora tenía que abrir mi propio paraguas, en plena tormenta y con claro riesgo de que cualquier rayo me carbonizara.
Para formar el equipo, siguiendo el sabio consejo de Luis, decliné todas mis competencias (salvo cultura, que llevarían Isabel y Rosana) en Susana Moneo. Para crear ese grupo intelectual que fuera constituyéndose en alternativa al imperio prisaico conservé a algunos clásicos de Antena 3 —Amando de Miguel, Balbín, Martín Ferrand— más por continuidad que por convicción, pero sobre todo incorporé a otros que jamás habían hecho radio y que eran colaboradores de La Ilustración Liberal: José María Marco, Alberto Recarte, Alberto Míguez, Antonio López Campillo, Julia Escobar… y el más raro de todos, un hombre cuyos libros sobre los judíos y la revolución rusa me habían llamado la atención y había elogiado sin conocer, que también seguía mis cosas, y que un día, por casualidad y cuando ya estaba preparando el programa, se me presentó en el vestíbulo del hotel Palace: César Vidal Manzanares. Hubo muchas casualidades en la creación de ese equipo intelectual de primer orden en La linterna —por ejemplo, el encuentro con Recarte, a quien me presentó Regino García Badell—, pero lo que no era casual era el criterio de afinidad y complementariedad ideológica que yo tenía en la cabeza y tuve la fortuna de encontrar en la radio. El intenso trato y el debate continuo nos enriquecieron a todos, porque a despecho de la típica soberbia intelectual fuimos aprendiendo a respetar en los demás unos conocimientos y un talento nada inferiores a los nuestros y, como prueban los muchísimos libros e infinitos artículos publicados en estos siete años, esa compañía exigente nos permitió vadear las muchas lagunas históricas, políticas e ideológicas que el forzoso autodidactismo liberal impuso a dos generaciones del tardofranquismo. Yo buscaba ensamblar un grupo liberal coherente, de creyentes y no creyentes, ex comunistas y ex conservadores, que cuando criticasen a Lenin o a Pablo Iglesias, en lo económico, lo político y lo ideológico, supieran de qué estaban hablando. Buscaba un grupo y acabé encontrándome con toda una generación.
Otra vez con Aznar y camino de Santiago
Pero antes tuve que pagar todas las inocentadas de la inexperiencia. También las de la vacilación de la casa con respecto a mí, al que habían recurrido por desesperación, no por convicción, y sólo tras fallarles estrepitosamente, por una u otra razón, sus candidatos políticamente correctos o, como se decía entonces, «poco conflictivos». Yo era conflictivo por muy diversas razones: porque como típico intelectual era soberbio y poco bizcochable, y porque ideológicamente no sólo era anticomunista, algo que a algún sector de los obispos todavía le parecía mal, sino abiertamente liberal, lo que a otro sector aún le parecía peor; y sobre todo nítidamente antinacionalista desde Lo que queda de España, mi primer libro, publicado en 1979 en Barcelona. Esto, en el equilibrio inestable de la Conferencia Episcopal de finales de 1998, era lo peor de todo, el auténtico tabú. Enemigo del comunismo, pase, porque el mismísimo Papa lo era; pero del nacionalismo… resultaba inconveniente. Te situaba entre la piedad y el ¡vade retro!
Para colmo, yo había sido víctima del terrorismo catalanista, y en Cataluña y en toda la España de entonces, antes de la gran tarea dignificadora del Gobierno de Aznar, los verdugos y los medios de comunicación, valga la redundancia, reducían a las pocas víctimas que sobrevivían, aunque fuera mutiladas o maltrechas pero sin caer en el síndrome de Estocolmo, a la condición de muertos en vida, como testigos incómodos de la voluntad sepulturera y amnésica de la mayoría. El hecho de ser antiseparatista o antiizquierdista te llevaba a tropezar contra el mismo muro de silencio hostil y, si eras capaz de romperlo con alguna obra, contra el mismo tipo de agresión personalizada, la misma descalificación calumniosa, el mismo descrédito, desde El País a La Vanguardia. Enfrentarse a ese muro suponía entonces —más aún que ahora— renunciar a los premios literarios, al prestigio social, a las prebendas materiales y a ese algo impalpable pero inequívoco dentro del mundointelectual que diferencia el ser uno más de la tribu literaria o un letrado paria. Sin embargo, y eso explica muchas cosas que han sucedido después, incluso para El País resultaba peor en la derecha o en la izquierda ser antinacionalista que anticomunista, porque desde 1993, con tal de impedir la alternativa democrática de derechas, la izquierda intelectual en pleno abrazó la causa de la destrucción de España si la mitad de ella, la de derechas, no renunciaba al Poder. Y claro, si además tenías el sacrilego atrevimiento de ser antifelipista y/o antipolanquista, estabas muerto. Eso, para empezar. Luego llegaba el aventamiento de las cenizas.
En esas circunstancias, lo primero que me tocaba hacer era asentar La linterna en un nivel de audiencia aceptable. Se daba por hecho que yo solo no mantendría lo que Luis había conseguido cuando Antonio tiraba de La mañana, Encarna de La tarde y estábamos en la oposición al criminoso pero debilitado Gobierno del PSOE. Pero aún quedaba García por la noche y bastante preocupación tenía la COPE con Luis en las mañanas como para preocuparse conmigo. Lo único que tenía que hacer era no molestar demasiado y roturar mi propio espacio, que siempre creí que dependería de estar con nuestra audiencia y nunca, o al menos no sistemática y frontalmente, contra ella. Esto puede parecer una perogrullada pero no lo era. La patología centrista y los complejos de la derecha, tan vigentes entre los curas como en el resto de los ciudadanos, llevaban a la COPE a buscar obsesivamente un espacio en la audiencia de izquierdas y la absolución mediática de la progresía. Hasta cuatro proyectos en La tarde insistieron en esa vía de equilibrio y «moderación», nombre piadoso de la rendición. Por supuesto, se hundió la audiencia de Encarna Sánchez y lo único progre que conseguimos fue que Mari Cruz Soriano, directora del primer proyecto vespertino post-encarniano, ligase con su colaborador el biministro de Interior y Justicia Juan Alberto Belloch, hoy felices alcalde de Zaragoza y señora. Cuando yo llegué acababa de salir de la casa Mari Cruz, de forma innecesariamente desagradable, y habían contratado para sustituirla nada menos que a María Teresa Campos, que por entonces vivía su edad de oro en televisión y que no necesitaba enamorarse de un ministro para acercarse al PSOE. Debo decir que con ellas y con todas sus sucesoras siempre he tenido excelente trato. Y que cuando hicimos Luis, García, ella y yo un anuncio para televisión presentando la nueva parrilla de la COPE, el primero y el último en siete años porque nunca más hubo dinero para esos lujos, estuvo de lo más simpático. Lo subrayo porque no es habitual en las estrellas de la tele.
Mientras la casa se empeñaba en despachar a los oyentes de La tarde, para echar luego la culpa a las comunicadoras que a su vez despedía año tras año, Luis Herrero intentaba aquietar las aguas políticas y consolidar nuestra situación profesional, léase empresarial. Eso significaba, primordialmente, recomponer nuestra relación con Aznar, después de la trágica noche del 1 de mayo, de la muerte de Antonio, de la ausencia del Presidente en los funerales de nuestro amigo y de la furibunda reacción de García llamándole de todo. Como a Luis se le dan de maravilla los políticos, lo consiguió o creyó conseguirlo en el mes de agosto, gracias al venturoso vecinazgo de su chalé en Playetas, amabilísima costa de Castellón, con el que por entonces alquilaban o se dejaban alquilar los Aznar.
Con la ayuda de Carlos Aragonés e incluso de Miguel Ángel Cortés y su tocayo Rodríguez, el resultado fue espectacular. El primer programa de La linterna pudo contar con una entrevista con el presidente del Gobierno en el Museo del Prado, cuyas nuevas salas, redecoradas y embellecidas, había inaugurado aquella misma tarde. La entrevista, por coincidir la inauguración y un compromiso oficial de Aznar con el horario de La linterna, no pudo hacerse en la emisora y la grabé en una salita del Prado con la ayuda de José María Marco, al que Aznar apreciaba mucho por La libertad traicionada y la biografía de Azaña, y que a su vez mantenía una devotio saguntina por el Presidente. Ambos, Marco y yo, estábamos asociados a uno de los episodios intelectuales más absurdos del aznarismo: su reivindicación de Azaña por el lado españolista y literario, precisamente con el Museo del Prado como símbolo. La obsesión de los tres era encontrar una izquierda nacional española o un lado nacional en la izquierda, y creímos encontrarlo en Azaña como otros en Indalecio Prieto, que ya es encontrar. La verdad es que ninguno de los dos personajes se sostiene y que en el fondo, aunque con buena intención, seguíamos cautivos del prestigio de la izquierda pese a conocer y no ocultar en nuestros libros las fechorías y atrocidades contra la nación y la libertad que jalonan la vida política de Azaña. Todas acaso redimidas en lo personal con el calvario de su último año de vida que, con más voluntad que acierto, retraté en La última salida de Manuel Azaña. El que tiene hambre española sueña bollos franceses.
De esa primera tarde de La linterna, tengo unas fotos con Aznar y Marco en el Museo del Prado que valen por un tratado psicológico sobre las relaciones de los intelectuales con el Poder, abocadas a la pleitesía que éste exige y que ellos le rinden felicísimos. En mi caso, la procesión iba por dentro. Estaba contento por el buen trato de Aznar, porque siempre nos habíamos llevado bien y porque todos queremos que nos quieran, pero no las tenía todas conmigo. Sin embargo, Luis, Marco y casi todos los demás amigos daban por hecho que Aznar estaba íntimamente arrepentido por su comportamiento con Antonio y todos nosotros, pero que por esa mezcla de timidez y altivez que lo caracteriza no lo expresaba de forma directa sino por la vía de los hechos.
—Tienes que apreciar el gesto de Aznar —me decía Luis.
—El que tiene que apreciar el mío es él —respondía yo, molesto con mi propia obsequiosidad en la entrevista del Prado.
—Sí, pero es que da la casualidad de que el presidente del Gobierno no eres tú.
—Y el que se ha portado miserablemente con nosotros tampoco soy yo, sino él.
—Mira Fede, lo necesitamos nosotros más a él que él a nosotros. No te engañes: si los curas creen que eres muy amigo o bastante amigo, o algo amigo de Aznar, te van a tratar mejor que si piensan lo contrario. Déjate aconsejar, que conozco el paño. Para La linterna, que tú empieces así, en tan buenos términos con el presidente del Gobierno, es una prueba de fuerza. Y te da tiempo para rodar el programa, que es lo fundamental.
—Y ahora me dirás que hay que llevarse con los socialistas y los nacionalistas.
—Si consigues ese milagro, todos se rendirán ante tu insospechada moderación.
—Menos la audiencia, que huirá espantada.
—Siempre que a las once toques a rebato, lo dudo. ¿Qué planes tienes ahora?
—Primero, me voy a la Seo de Zaragoza, que ha restaurado Manolo Pizarro.
—Muy bien. Después de verte con Aznar, te verán con Yanes. Vas aprendiendo.
—Luego, voy a hacer el Camino de Santiago.
—¿Como peregrino? ¿No te parece un alarde de piedad excesivo?
—Quiero hacer una serie de programas en directo siguiendo el Camino, desde Santo Domingo de la Calzada a Santiago de Compostela pasando por Burgos, Palencia y León. Para que la audiencia se identifique con la nueva dirección y demás, situándola en la atmósfera mágica de esos sitios. Si me sale, claro. Y de paso, para ir conociendo la COPE de la España profunda. Ya me he vacunado contra la gripe y contra el catarro.
—Pues nada, que salga bien lo de Zaragoza, que es lo importante de verdad. Y cuando llegues al Monte del Gozo, da un grito ostentóreo.
—Si sobrevivo, lo haré.
Pero sobrevivir sin calefacción no resultó nada fácil. En la Seo, en un salón con soberbios tapices donde hicimos el programa, el frío salía de aquel mármol renacido y pulimentado con fiereza antartica. Desde aquella primera salida fuera de Madrid decidí llevar siempre dos pares de calcetines de lana. Don Elias Yanes estuvo muy amable, Pizarro muy simpático, los paisanos muy felices y todos comimos perdices al terminar el programa en torno a Luisa Fernanda Rudi, que estaba imponente al lado de su flamante, joven, guapo y simpatiquísimo marido. Componíamos una estampa baturra perfecta. Ellos, los dos hermosos gigantes. Nosotros, los simpáticos cabezudos.
Otras cosas en aquella primera salida de La linterna fueron menos perfectas y muy poco simpáticas. Por La tarde, al llegar a Zaragoza, me encontré con que había dimitido José María García, tras pelearse no recuerdo si con Yanes, con Sánchez Terán o con la Romareda. Por la noche, mandaron a las chicas de mi equipo a dormir en una residencia geriátrica, seguramente la más económica de la región. Al día siguiente amaneció, amanecieron ellas, aunque espantadas, y García siguió en la COPE, pero como primera experiencia de asomarse al abismo, no estuvo mal. Claro que nada comparable a las que fui acumulando a lo largo del Camino de Santiago. En algún claustro románico de Palencia y Burgos reinaba tan despóticamente el frío que hice el programa con abrigo, traje de pana, bufanda, guantes, botas, dos pares de calcetines de lana y camiseta de termolactil. Cuando descubrí las delicias del goretex ya había sobrevivido a aquel invierno, pero sólo gracias al calor de la buenísima gente que no dejaba de acudir a los sitios más inhóspitos, arrostrando la nieve y el hielo, muchas veces viajando desde remotas aldeas a decenas de kilómetros, para seguir en directo el programa.
Comprobé entonces lo que siempre había sospechado: que en la España rural, la COPE era la radio de los pobres. Dignos, por supuesto. Muy aseados, faltaría más. Pero pobres de verdad y hasta de solemnidad. Y entre los pobres, nadie más pobre que las monjas y frailes que tenían a su cargo aquellas inmensas bóvedas, aquellos claustros fantásticos y aquellas no menos fabulosas necesidades para cuidar dignamente a los enfermos, a los ancianos, a los locos, a los marginados de la España marginada. Y, si quedaba algo, poco, para cuidar de sí mismos. Cuando los señoritos de izquierda, los demagogos nacionalistas y los millonarios progres hablan de las riquezas que la Iglesia católica debería repartir entre los pobres, me da risa de pura pena. Porque no hay sino ver con lo poco que pueden agasajarte monjas y frailes para comprobar el estado casi de miseria en que viven. Por propia voluntad, cierto, pero no para regalarse disfrutando de las famosas riquezas de la Iglesia. En algunos monasterios ves que la única riqueza que tienen es un óleo maravilloso atribuido a Zurbarán o la talla estremecedora de un Cristo yacente que tal vez pudo cincelar Gregorio Hernández. Con esa belleza en los objetos de culto, con ese sublime obsequio a los sentidos, deben darse y se dan por satisfechos.
Y uno se siente también humilde y agradecidamente satisfecho al saber que para tantas personas voluntariamente sacrificadas esta COPE ingobernable y de fiar es un diario sustento moral, social, político, ciudadano y nacional. Sí, político, porque las más humildes monjitas siguen a diario la actualidad española y temen y rezan por la nación. Esa que hace dos mil años se forjó en el crisol de Roma y se mantuvo en torno a la cruz contra viento y marea, contra bárbaros del norte y del sur, contra el islam en todas sus variantes y contra el mal que anida en su seno. También misteriosamente animada por esa sangre invisible que nos llega del corazón al corazón leyendo a Juan de la Cruz y a Teresa de Ávila. O a Miguel de Cervantes, el Manco de Lepanto, el Cautivo de Argel.
Pero estas reflexiones son posteriores a aquella experiencia. En el invierno de 1998 la vivíamos como una escalada ciclista: subiendo, bajando, comiendo sobre la marcha, pensando e inventando estrategias sin dejar de «dar pedales», sin bajar mucho el ritmo y procurando que el pelotón de la competencia no nos dejara atrás si nos quedábamos descolgados. O que no se nos echara encima cuando parecía que nos escapábamos. Después de aquel primer programa con Aznar y mientras recorría claustros helados y conocía a obispos a la vez cercanos y lejanos, pero en última instancia favorables a La linterna y a la COPE, descubrí lo que todos sabían menos yo: que hacer entrevistas no es tan difícil cuando llevas quince años viendo hacerlas a Antonio y a Luis Herrero. Por seguir el guión de supervivencia que nos habíamos trazado, la política seguida en ellas era aseada, pulcramente intransitiva. Tras la archicitada de Aznar, la primera que recuerdo fue con Garaicoechea, a quien Antonio solía cultivar porque era educado y también para fastidiar a Arzalluz, su enemigo íntimo del PNV. Todo va bien cuando no aprietas mucho en las preguntas, y, si uno quiere, es fácil congraciarse con el entrevistado: basta con preguntar como abogado defensor en vez de fiscal. Todo parece así de color de rosa, aunque la idea de Justicia desaparece y la misión de los medios de comunicación de controlar al Poder en sus distintas manifestaciones deriva en amable acompañamiento. Pronto empezaron a decir, tanto en áreas sociatas como en las cercanías del Gobierno Aznar, con admirado reproche, que Luis y yo habíamos dado un espectacular giro centrista. ¡Cómo si eso fuera tan difícil! Basta con poner entre paréntesis lo que tú crees y comportarte con afectada urbanidad cuando tratas las cuestiones políticas de fondo, como si no te importaran demasiado. Yo era bastante convencional y casi suavón en la primera media hora del programa, resucitaba fieramente en la segunda comentando con malicia las noticias culturales; a las diez retomaba las convenciones informativas y a partir de ahí devoraba las tertulias, porque ni sabía conducirlas al modo de Luis ni había encontrado un estilo propio para deshacerlas. Sin embargo, al decir de García, el más interesado en el éxito de La linterna, lo que sí funcionaba era la comunicación radiofónica, esa mezcla de fuerza y convicción que lleva a la audiencia a no cambiar de comunicador, programa y emisora. Y eso era lo fundamental. En realidad, lo único que, finalmente, habría de salvarnos o aniquilarnos.
Al terminar cada entrevista, Susana Moneo, a la que —como dije antes— había hecho jurar que no me dejaría hacer ninguna solo, y que mantenía a mi lado, por si desfallecía en las vocales o se me atragantaba alguna consonante, solía reírse como diciendo: «¡Ya lo sabía yo!». Y aquella etapa de tanteo terminó un día en que me dijo: «Bueno, ¿me dejarás hacer una entrevista alguna vez?». Yo había entrado en una etapa de voracidad microfonil que sólo escondía la ansiedad que seguía produciéndome hacer tres horas diarias en directo; y que, paradójicamente, sólo creo haber superado al hacer seis horas en La mañana. Nunca me escuché entonces para pulir defectos, pero no por vanidad sino por una razón tan vulgar como invencible: todavía hoy experimento un profundo desagrado al escuchar mi voz. Nada raro entre la gente del común y tampoco entre muchas «estrellas» radiofónicas, generalmente las que tienen peor voz o están menos enamoradas de sus calidades vocales y su augusta persona. Pero en aquel entonces, como siempre en la radio y casi siempre en España, los hechos se pusieron a correr tan deprisa que bastante tuvimos con seguirlos sin perder pie en la información y, lo más difícil en cualquier circunstancia, manteniendo un criterio claro en la opinión.
La gran novedad en aquel invierno fue que ETA, tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco y el rearme nacional y ciudadano que se produjo en todos los ámbitos, empezando por la policía y la Justicia, anunció una tregua en su actividad criminal. La situación en la COPE no era nada fácil: por un lado, nuestra audiencia quería, lo mismo que nosotros, que el Gobierno, si era factible, acabara con el terrorismo; por otro, no era admisible una negociación a cualquier precio con los asesinos, ni cesiones de principio, ni abdicaciones en la legalidad que podían ser —suelen ser siempre— pan para hoy y hambre para mañana. Tiempo después supimos que Mayor Oreja, ministro del Interior, se había quedado solo en el Gobierno defendiendo la tesis de que se trataba de una «tregua-trampa» y que había que ir con pies de plomo. Solo pero, después de muchas reuniones, discusiones y vacilaciones, respaldado finalmente por Aznar. Y la del presidente es la única compañía realmente imprescindible en cualquier Gobierno.
El resultado de aquel equilibrio inestable para afrontar un proceso a ciegas fue el menos malo dadas las desmesuradas expectativas creadas por casi todos los medios de comunicación y por esa parte de la izquierda que, en el fondo, siempre ha visto a ETA como uno de los suyos, un grupo antifranquista más. Se nombró una comisión monclovita de segundo nivel para tratar en Suiza con los cabecillas etarras, lo cual mostraba el empeño de Aznar en tener personalmente controlado el proceso, y hubiera sido perfecta si, junto a la necesaria prudencia, no hubiera mostrado una de sus debilidades patológicas enviando a Pedro Arriola como parte de ese equipo, en calidad de no se sabía qué. O sí: de hombre de confianza del Presidente, que, precisamente por no confiar nunca en nadie, acababa confiando en las artes de ese vendedor de alfombras.
Luis y yo teníamos mala opinión de Arrióla después de que, al día siguiente de perder las elecciones del 93, Aznar nos convocara en el piso de la calle Narcisos que servía de cuartel general a la empresa de Arrióla. Allí éste nos explicó que esa derrota era casi lo mejor que podía pasarle a España y al PP. Y que, por supuesto, la próxima victoria era segura. Después de cuatro horas de masaje cerebral, salimos haciéndonos cruces de cómo un personaje como Aznar podía estar preso de un tipo como Arrióla, al que sólo le faltaba pregonar como resumen de sus análisis y al modo de los moros que venden alfombras en las playas de Málaga: «¡Barato, barato!». Pues bien, llegado Aznar al Poder casi de milagro, ahí estaba: en la comisión monclovita que debía tomar la temperatura a los etarras, para ver si tenían fiebre de paz o la fingían.
Yo siempre fui escéptico sobre la disposición a rendirse de la banda, y tan sólo recuerdo una noche en que me sorprendí a mí mismo dudando de mi propio raciocinio, abrumado por todos los datos reales o inventados de los medios de comunicación, que aseguraban que el proceso de paz iba en serio. Luis, por su buena relación con Jaime Mayor, mantenía una posición de respaldo al Gobierno, sólo con la objeción arriolesca. Y yo era un poco más duro que Luis, pero sin cargar contra el Gobierno, que desde el punto de vista político y dada su debilidad parlamentaria —dependía para votar cualquier proyecto de ley del apoyo del nacionalista Pujol— no podía hacer otra cosa. Es difícil, por no decir imposible, recuperar el tono de la radio, que es el que finalmente transmite a los oyentes la posición del que habla, más incluso que lo que dice. Pero en lo escrito sí que se conserva, tanto en el fondo como en la forma. Y quizá vale la pena recordar cómo planteaba yo en El Mundo mi inquietud ante lo que podían resultar trágicas prisas de Aznar por proclamar el fin del terrorismo y vender la piel del osazo etarra mucho antes de cazarlo:
Con tacto
Tengo la impresión de que la sorprendente, intempestiva e inesperada confirmación por parte de José María Aznar de su autorización para el establecimiento de contactos con ETA guarda estrecha relación con la noticia filtrada ayer acerca de una supuesta escisión dentro de la banda terrorista entre los que quieren tener un trato directo con el Gobierno y quienes prefieren que se lleve a cabo a través de Herri Batasuna, que tomaría así un carácter de intermediario y no de simple brazo político del terrorismo. Si mis suposiciones son ciertas, el Gobierno habría mostrado una preocupación razonable sobre el proceso, pero también una preocupante prisa por no perder pie en acontecimientos de los que no es responsable y que difícilmente puede controlar. Además, da pie a que los partidos de oposición critiquen un protagonismo exclusivo y excluyente del proceso de paz, en perjuicio del consenso necesario con los partidos democráticos. Lo primero sería malo y lo segundo, peor.
Puesto que es el fin del terror lo que se busca y el camino es necesariamente, como en la canción de Paul McCartney, «largo y sinuoso», convendría no apresurarse en los trámites y contar con los inevitables retrocesos y tiempos muertos de lo que de una u otra forma será negociación, aunque se salven los principios éticos y democráticos que el Gobierno de un país respetuoso de sí mismo nunca debe perder de vista. Y si hay algo que en estos contactos y en los que vengan tampoco se puede perder es, precisamente, el tacto, el cuidado, la precaución de no enajenarse el apoyo de los partidos políticos democráticos. En ese sentido, la impresión de ayer, con el abrupto anuncio confirmatorio de Aznar y la vaga explicación de Piqué relativa a aspectos colaterales, aunque posiblemente ciertos y sin duda importantes, así el fin del «impuesto revolucionario» o el fin de atentados «incontrolados» contra sedes de partidos, no es precisamente confortable, ni siquiera satisfactoria.
Se entiende y se disculpa que una precipitación de problemas internos en el bando terrorista haga correr al Gobierno para no perder el tren de los acontecimientos. Se entendería mucho peor y no admitiría disculpa que esa prisa sólo pretendiera mantener ese «liderazgo en el proceso de paz» sobre el que hablan demasiado los políticos populares, lejos ya la inevitable batahola de las declaraciones electorales vascas. Cuidado con ese asunto. Que el Gobierno español debe dirigir el proceso de pacificación es evidente. Que no entienda que tal dirección implica la permanente atención informativa y la eventual consulta al resto de partidos democráticos es una posibilidad preocupante. En la opinión pública el consenso visible de los grandes partidos nacionales es un elemento fundamental. Si por «apuntarse un tanto» el Gobierno perdiera el partido, perderíamos todos. También Aznar.
(El Mundo, 4 de noviembre de 1998)
Ése era el cauteloso tono, no demasiado brillante, y la clara posición de fondo que mantuvimos en los momentos más prometedores —o engañosos— de la «tregua-trampa». Cuando los infinitos altavoces de la progresía instalada claman ahora hipócritamente contra el supuesto extremismo, radicalismo y ferocidad de la COPE contra la izquierda, no está de más recordar cuál era la posición que ante un asunto tan delicado y en un momento de euforia gubernamental y tentación sectaria por parte del PP mantuvimos en la cadena de la Conferencia Episcopal. Porque ésa era y siguió siendo hasta el chasco final nuestra posición: sea cual sea la situación del terrorismo separatista, no se pueden abandonar desde el Gobierno los principios del Estado de Derecho ni se debe perder de vista el necesario consenso nacional. Valía para ayer y vale para hoy. Aunque el hoy siempre devore el ayer, cegado por el afán del mañana.
El EGM de finales de 1998 arrojó unos resultados mediocres pero no trágicos para los grandes programas de la COPE, incluido el mío. Me sorprendió, al estudiar de cerca los datos, la escandalosa arbitrariedad de las mediciones y la desvergonzada «cocina» de los mismos a favor de la SER. No es lo mismo que te lo cuenten o ya lo sepas que verse afectado —y estafado— personalmente. De todas formas, aquel curso 1998-99, de luto por Antonio y de penitencia por parte de Luis Herrero y mía, se daba en la COPE por bueno si no se producía un hundimiento catastrófico, que en la radio no suele llegar de golpe y porrazo. La linterna se mantuvo a la baja en las tres mediciones del curso, pero cada vez menos a la baja y cada vez más fortalecidos en nuestra voluntad de consolidar el equipo y sacar adelante un proyecto original. García estaba contento, convencido de que, aunque Tacaneando, el EGM reconocería que La linterna funcionaba y que, en todo caso, su programa tenía un arrastre sólido, que era el que debía procurarle yo. Por cierto, que García presumía de mi invención como estrellita de la radio. Y razones tenía.
Pero lo que hubiera sido el año de la tranquila consolidación de la COPE iba a convertirse, por obra y gracia del Gobierno, en una trampa de arenas movedizas, en una celada profesional en la que Luis, yo y todos caímos como idiotas, en el primero de los proyectos empresariales aznaristas para deglutir la cadena y digerir a sus incómodos profesionales dentro de la tripa generosa de un multimedia, que, como todo rumiante, tiene cuatro estómagos. Vamos, que pluraliza los medios al servicio de un único fin. Y ese nuevo multimedia que debería incorporar a la COPE como una pieza más de su engranaje y que a los profesionales de la casa debía salvarnos de nosotros mismos y de la nefasta costumbre de opinar sin guía, para conducirnos a la tierra prometida del amor gubernamental, era ni más ni menos que el ABC, mi casa durante diez años, de la que había sido expulsado un año antes por Anson dentro de su pacto con Cebrián, y a cuyo timón brillaba con prestada luz monclovita Nemesio Fernández-Cuesta y Luca de Tena.