Capítulo XIV
EL 11-M, ZAPATERO EN EL GOBIERNO Y LOS DIEZ MILLONES DE HUÉRFANOS

La campaña electoral de marzo fue pavorosamente demagógica por parte del PSOE y horrorosamente blanda por parte del PP. Rajoy había elegido como jefe de campaña a Gabriel Elorriaga, un profesor atildado, inteligente, moderado y políticamente nulo. O sea, del género ilustrado y amorfo que tanto le gusta a Rajoy. El resultado en las encuestas era el previsible y, por desgracia, el que buscaba el PP: una victoria a los puntos intercambiando el menor número posible de golpes. Como siempre, la oposición pedía debates en televisión entre su candidato y el del Gobierno; y el Gobierno, como casi siempre, se negaba a ellos, utilizando unos argumentos que eran otras tantas ofensas a la inteligencia. La mayor ofensa —y la mayor estupidez— estaba en que Rajoy no le sacaba mucha ventaja a Zapatero en los sondeos y, siendo infinitamente mejor orador y sabiéndose perfectamente los asuntos del Gobierno y del Estado —nunca ha habido un candidato mejor preparado para asumir la Presidencia—, lo normal es que le ganara cuatro de cada cinco debates. Lo único que debía hacer Rajoy era proponer varios, de forma que se notaran más las lagunas de Zapatero y el peligro se redujera al mínimo.

Yo propuse siete debates, más que nada porque el número era redondo. Puestos a hacer pedagogía con la hipérbole, que es lo propio de la radio, llegué a pedir catorce, uno por cada día de campaña oficial, pero sin duda mi destino es no coincidir nunca con la derecha política oficial. Esa vez, tampoco. Aparte de los típicos argumentos de la experiencia, la madurez y demás garambainas, que si fueran eficaces habrían impedido siempre que la oposición llegara al Gobierno, el verdaderamente sólido por parte del PP era el pacto de Gobierno tripartito del PSC-PSOE con Esquerra Republicana y los comunistas rojiverdes de ICV, que había desembocado en las vacaciones navideñas en el Pacto de Perpiñán.

En él, Carod-Rovira, conseller en cap, es decir, jefe de Gobierno, pero en funciones de presidente de la Generalidad por vacaciones de Maragall, pactó con la ETA —representada por uno de sus más acreditados asesinos, Josu Ternera— que Cataluña quedaría exenta de sus crímenes porque no era España (tesis de Carod que ya había defendido en la prensa años atrás y muy corriente en el separatismo catalán) y porque ERC la representaría políticamente. La aceptación de un auténtico protectorado terrorista en Cataluña por parte del Gobierno tripartito, la mayor parte de las fuerzas políticas y la famosa sociedad civil catalana —ente o fantasma ideológico del que se habla mucho pero cuya existencia brilla por su ausencia: siempre se muestra sumisa al poder político, regional o nacional— era en sí misma una prueba de la radicalización izquierdista y nacionalista de Cataluña.

En rigor, más grave aún que el Pacto de Perpiñán con la ETA era el Pacto del Tinell por el que se formaba el propio Gobierno tripartito. En él se establecía que ninguno de los partidos firmantes, aunque el único con posibilidades de hacerlo era el socialista, pactaría con el PP en ningún gobierno municipal, autonómico o nacional. Eso suponía la exclusión del sistema democrático del partido más importante de España, sustituido en la práctica como socio en un nuevo régimen por la ETA. Mayor Oreja lo denunció como el triunfo tardío y a traición de la Ruptura sobre la Reforma, el fin de la Transición y del régimen constitucional de 1978. Para mí, en La mañana, la cuestión nacional, inseparable siempre de las libertades, fue el argumento básico para propugnar el voto al PP, pero Rajoy y sus asesores huían de los «argumentos radicales» de Mayor, como si todo lo que pasaba en Cataluña no fuera radicalmente letal para España y el PP.

La mañana terrible del jueves 11-M y el golpe político-mediático de la izquierda

El lunes de la última semana de campaña, a sólo seis días de las elecciones, Luis Herrero y yo comimos con Ángel Acebes en el Ministerio del Interior. En esos días, Acebes vio a bastantes periodistas influyentes para transmitirles sus inquietudes sobre el terrorismo y, supongo, ver también cuál era el clima de opinión al respecto. El Gobierno estaba muy preocupado ante la posibilidad de que la ETA, contra las cuerdas después de los ocho años de Gobierno del PP, intentara un gran atentado en la víspera o la misma jornada electoral. Apenas tres meses antes, el día de Nochebuena de 2005, la policía había impedido una masacre en la estación madrileña de Chamartín. Después, había detenido una furgoneta cargada de explosivos en Cañaveras (Cuenca), también camino de Madrid. En el último año, la banda terrorista había intentado y a veces conseguido atentar en la capital, pero el efecto no había sido grande ni, por tanto, favorable a sus intereses. Durante la comida, analizamos las dos hipótesis sobre la actitud de los etarras ante las elecciones: la primera sería la de tratar de provocar una masacre o un asesinato llamativo, a riesgo de fallar y proporcionar al Gobierno una baza electoral de última hora o incluso de tener éxito y propiciar el voto contra el PSOE, que tras el Pacto de Perpiñán empezaba a aparecer como el partido de las componendas frente al terrorismo.

La segunda hipótesis partía de que ETA asumiera su creciente debilidad ante la policía y la Justicia durante los gobiernos del PP y tratase de convertirla en fortaleza política mediante una alianza tácita con el PSOE, en la línea ya dibujada en Perpiñán. Ésta era sin duda la hipótesis más grave a largo plazo, porque suponía una ruptura radical del PSOE con el PP y la liquidación del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, que había sido auspiciado por Zapatero pero, según hemos sabido después, al mismo tiempo que establecía un diálogo político secreto con ETA-Batasuna. En el futuro se dibujaba el ominoso Pacto del Tinell y la liquidación del Pacto Constitucional de 1978, como había dicho Mayor Oreja y, sin querer comprometer al candidato Rajoy, admitía silenciosamente Acebes.

Pero muy silenciosamente. La cara de preocupación del ministro oscilaba entre la del jugador de póquer antes de mirar las cartas de la última mano y la del jugador de fútbol que ha metido un gol importantísimo tras rebotarle involuntariamente la pelota en el codo y mira al árbitro para ver si se ha dado cuenta de la infracción o da como válido el gol. Acebes estaba instalado, de forma angustiosamente profesional, en la incertidumbre de la posible victoria electoral, que podía depender de la incertidumbre en materia terrorista y que a su vez suponía la incertidumbre sobre el futuro del sistema político si, efectivamente, ganaba el PP.

En realidad, la conversación debería haber versado sobre la gravísima pero bien fundada suposición de que sólo la victoria del PSOE impediría una inmediata crisis del sistema y si esa misma posibilidad, que ponía la iniciativa en manos de la oposición, no suponía ya la crisis del sistema y la derrota del PP. Pero estábamos demasiado cerca del día de las elecciones como para reflexionar sobre algo cuya vigencia excediera la semana. La gravitación y el vértigo del Poder lo dominaban todo. Viendo a Acebes, tan formal, a la vez en el Poder y en el aire, uno percibía la fragilidad y el carácter efímero y volandero de la acción política, que, aunque encaminada siempre a la lucha por el Poder, parece especialmente abonada a la fatalidad en vísperas del arqueo de las urnas.

En definitiva, constatar la preocupación del Gobierno por un posible atentado etarra a Cinco Días del cierre de campaña no cambiaba nada. No alteraba el discurso político de los partidos ni la patológica tendencia de los candidatos a sumergirse en frenéticas encuestas internas sobre la evolución de la intención de voto en los últimos días. Todo siguió igual o parecido. Como durante toda la campaña electoral, la derecha siguió empeñada en disimular el desastre que supondría una victoria de la izquierda, observando esa especie de manual de electoralismo idiota que toma por bobos a los ciudadanos y les pide su voto asegurándoles que, efectivamente, no pasa nada realmente grave, diga lo que diga la oposición, y que seguirá sin pasar y sin modificar la benéfica costumbre de la siesta colectiva y la modorra general si no se incurre en la frivolidad de cambiar el Gobierno. ¿Y si se incurre? Pregunta rechazada por el manual. Si no pasa nada, ¿cómo podría pasar algo y algo tan malo? Ni pensarlo. Votemos, claro, pero sin darle muchas vueltas ni buscarle tres pies al gato. Aunque tenga cuatro y a veces cinco.

Las entrevistas con Rajoy y Zapatero en La mañana del 11-M

Si se vota en domingo, el jueves suele ser para la radio el último día electoral, porque dicen que el viernes la gente la oye menos —no sé por qué— y, en todo caso, porque los candidatos ya sólo se oyen a sí mismos y están pendientes exclusivamente del mitin de cierre de campaña y de cómo salga en televisión. El jueves 11-M, yo tenía pactadas las dos entrevistas últimas con los candidatos: Zapatero por teléfono a las ocho y media y Rajoy en el estudio a las nueve y cuarto. Para ese último día, como en los últimos meses, tenía a mi derecha a Luis Herrero, al que, como político y periodista, le encanta estar al tanto de la última encuesta y tener hilo directo y semisecreto con las bodegas electorales de los partidos. Pero antes que los candidatos llegó la noticia: una explosión en un tren de cercanías; no, dos explosiones en trenes de cercanías; no, varias explosiones en trenes de cercanías; sí, al menos tres muertos; sí, hay más muertos; sí, sí, no, sí, sí, muchos muertos, puede ser una verdadera masacre, se dice que han reventado los trenes; no se sabe los cadáveres que habrá dentro o debajo de los trenes. Más de cincuenta, seguro, quizá cerca de cien; o ciento cincuenta; o quizá doscientos muertos.

Una de las contertulias de La mañana, Lucía Méndez, que vivía al lado de una de las estaciones siniestradas, nos llamó para contarnos lo que se veía desde la ventana de su casa. Con esa lenta calma que a veces produce el espanto, fue haciendo la crónica dantesca del infierno terrorista: los que salen del humo tambaleándose, con las caras ensangrentadas; los cristales rotos de las casas; los niños llorando, abrazados a las piernas de su madre; los gritos de horror, las primeras sirenas; las mantas anónimas para los heridos; y, sobre todo, los muertos, con esa sencilla inmovilidad que los cadáveres guardan para despedirse o para que los puedan despedir aquellos que los contemplan.

Pero si el dolor humano era, por su brutalidad, aplastante, no menos terrible y diáfana era la sensación de que habíamos asistido al acto central y decisivo de aquella campaña electoral, que de esos muertos del jueves aún por contar dependían los votos que se contarían el domingo. Luis y yo comentamos dentro y fuera del micrófono lo que nos había dicho Acebes pocos días antes; la ETA había puesto su rúbrica de sangre a la campaña electoral. Iñaki Gabilondo decía lo mismo en la SER y, temiendo un desplome del PSOE, llamaba a la gente a no cambiar el sentido de su voto por la masacre etarra; yo creo haber comentado, pero quizá a micrófono cerrado, que si semejante atrocidad no hacía que algunos votantes del PSOE cambiasen su voto, nada lo conseguiría.

Pronto llegó la primera condena oficial de la masacre etarra: la hizo Ibarretxe desde la presidencia del Gobierno vasco y se resumía en que los etarras no eran vascos, porque eran asesinos. No es que fuera sorprendente, porque nada moralmente sórdido e intelectualmente repugnante puede sorprender en los nacionalistas, pero pocas veces ha alcanzado el PNV semejantes cotas de indignidad, porque con esos criminales tan poco vascos habían pactado ellos, tan vasquísimos, el futuro independiente d El País Vasco; y lo habían hecho tras el asesinato vasco del concejal vasco del PP Miguel Ángel Blanco.

Pero esa reacción se entendía como fruto del miedo a una debacle electoral. El mismo miedo que embargaba a los contertulios de la SER y les hacía dividirse entre las llamadas a la serenidad y la posibilidad de suspender las elecciones para no votar en un clima de semejante alteración emocional. Lo contrario sucedía en nuestra tertulia, si es que cabe llamar así a una sucesión de opiniones al vuelo mientras insistíamos una y otra vez en que todos los que se acercasen a los lugares de la masacre apagasen los teléfonos móviles, porque imposibilitaban la actuación de ambulancias, policías y bomberos. Pero ése —decíamos— era el terrorismo con el que había pactado el PSC-PSOE en Cataluña.

En ese clima de agitación indescriptible (que no impedía los cálculos electorales, y el que diga lo contrario o miente o no lo vivió), la entrevista con Zapatero se retrasaba, se retrasaba, y aunque parecía evidente que no quería hablar, mantuvimos públicamente la petición de hablar con él hasta que, al fin, entró. Por supuesto, condenó la masacre, dijo que había dado instrucciones para la reunión del Pacto Antiterrorista con el Gobierno y, como acababa de hacer el PP, anunció que daba por terminada la campaña electoral. No dudó de la autoría de ETA y parecía entre abrumado y atontado, como al que le ha caído una montaña encima. Lo entendíamos también en clave electoral y personal: de perder por poco y quedar a pocos años y pocos escaños de La Moncloa, Zapatero podía pasar a la nada de la que había salido. Una derrota aplastante del PSOE, que se entendería como rechazo a su línea radical, supondría el fin de su carrera política.

Rajoy, por el contrario, parecía súbitamente rescatado de una campaña tristona, amarrategui, sin pulso, sin ideas y sin nada, como un agraciado por la desgracia ajena. Si el electorado castigaba, como era lógico, a los aliados de la ETA en Cataluña, Rajoy podría instalarse cómodamente en La Moncloa y hasta, cumplidos ocho años aznáricos, designar sucesor. Al llegar al estudio, en medio de la breve y tensa charla con Zapatero, tenía un aspecto demudado, como es de rigor, y lejanamente nervioso, como es natural en él. Pero el líder político debe transmitir firmeza en esos momentos y eso es lo que hizo Rajoy, condenando la masacre de la ETA (aunque yo no le había preguntado por su autoría) y anunciando lo que se anuncia en circunstancias similares: que el pueblo español no iba a olvidar ni a perdonar, que sabría dar en las urnas la respuesta adecuada a los asesinos, en fin, lo previsible y razonable en medio de aquel sangriento caos.

Durante lo que quedaba de programa, hasta las doce, repasábamos los datos del horror y actualizábamos el censo de cadáveres. Ifema fue el lugar designado para que las familias acudiesen en busca de sus seres queridos, de su sombra luminosa, ya para siempre apagada; y allí enviamos a una de las chicas del equipo, Paloma García Ovejero, que hizo hasta el día siguiente un trabajo extraordinario, que para mí supuso el descubrimiento de su valía profesional. En realidad, todo en aquella mañana horrenda y los días que siguieron era una travesía de la vida en medio de la muerte, la intemporal epopeya de la supervivencia de la especie en medio del terror, los peligros y las penas.

Del mazazo psicológico al golpe mediático

Es difícil contar hoy lo que sucedió en las 72 horas siguientes a la masacre del 11-M, eso que un implacable análisis de El Mundo definió como «los tres días de agit-prop de la SER». Hoy sabemos con toda seguridad que lo que nos contaron sobre los presuntos autores del 11-M era mentira. No sabemos qué fue exactamente lo que pasó, pero sí que la manipulación del «factor islámico» por el PSOE y Polanco, o viceversa, convirtió el mazazo psicológico sufrido por la izquierda en un auténtico golpe mediático infligido a la derecha. Pese a los intentos de amordazamiento de los pocos medios sin pelos en la lengua, a las mentiras en cascada y a la desvergonzada manipulación del sumario del 11-M por el Gobierno Zapatero, no hay muchas dudas sobre el carácter secundario de una «trama islamista» compuesta esencialmente por confidentes o por pequeños delincuentes «moritos» controlados prácticamente en su totalidad por la Policía, la Guardia Civil o el CNI. Y si los pseudoislamistas fueron la coreografía, el guión y ejecución sólo pudo corresponder a las dos fuerzas con capacidad para acometer esa masacre: la ETA o los servicios secretos españoles. O una combinación de ambos.

Pero eso es lo que hoy sabemos, tras descubrir que todo lo que nos dijeron en los tres días más siniestros de la historia de España era falso, de cabo a rabo, de principio a fin, sin otro objetivo que conseguir una derrota electoral del PP que, según todas las encuestas, era imposible sólo tres días antes y acabó siendo estremecedoramente cierta apenas tres días después. Hoy deducimos, por el encadenamiento lógico de los hechos, que hubo en esos días quien supo guiar a la opinión pública, convirtiendo el miedo ingobernable de las masas en un argumento moral, político y electoral cuidadosamente gobernado, tanto que once millones de personas acabaron respaldando los supuestos argumentos de los presuntos asesinos contra el Gobierno legítimo de la nación, llegando al extremo de justificar a los verdugos por la sangre derramada de las víctimas.

Claro está que eso no pudo hacerse de un día para otro, con o sin la masacre del 11-M, esa manipulación de la opinión pública hubiera sido imposible sin la siembra de odio de los dos años anteriores, sin las campañas del Prestige y la guerra de Irak, y sin la difamación implacable contra Aznar. Tampoco, claro está, sin la archidemostrada y suicida incapacidad de respuesta de la derecha a todos los atropellos de la izquierda. Pero, en el turbión de los acontecimientos, esas reflexiones racionales se mezclaban con toda clase de sentimientos, buenos y malos, nobles e innobles, que iban de lo general a lo particular y de lo personal a lo profesional, sin deslindar, porque era imposible, unos campos de otros. En la COPE, el viernes fue un día de luto y también de inquietud, porque ya la noche anterior, la del jueves, a eso de las diez, la SER había denunciado la existencia de terroristas suicidas, obviamente islámicos, entre los cadáveres encontrados en los trenes. Esa condición «suicida» islamista se acreditaba, según la radio de Polanco, por varias capas de calzoncillos que formarían parte del ritual de asesinato de infieles.

Para los medios de la derecha estaba claro que el PSOE se atrincheraba en la posibilidad de un atentado islamista para eludir las consecuencias electorales de la masacre etarra y para invertir el proceso de responsabilidades políticas, echándole a Aznar la culpa de la masacre por su respaldo político a Bush y Blair en la guerra de Irak. Para los izquierdistas, tras el susto terrible de una masacre etarra que los hubiera hundido electoralmente, se trataba de actuar a toda prisa, para darle la vuelta a la situación. Entonces, todo el mecanismo de propaganda y odio engrasado en los dos años anteriores se puso en marcha. En la gigantesca manifestación de La tarde-noche del viernes ya se insultaba a Aznar y al Gobierno, culpándoles de los asesinatos que, según la propia izquierda, habría perpetrado el terrorismo islamista combatido por Aznar. Eso, que, de ser cierto, suponía un argumento casi definitivo para apoyar al Gobierno del PP, se convertía a través de la lógica antioccidental de la progresía en una explicación del terrorismo que suponía su justificación y terminaba siendo una imputación contra los que lo combatían. De esa forma, la izquierda conjuraba materialmente el difuso terror de las masas identificándose con el bando de los verdugos, que aparentemente es la manera segura de evitar formar parte del bando de las víctimas. Y esa cobardía material se justificaba moralmente al proclamar culpables, en última instancia, del terrorismo islamista a los gobiernos occidentales que lo combatían.

Esa cobardía tan vilmente real ante el terrorismo y tan miserablemente justificada en lo moral por la ideología progre empezó a imponerse la noche del viernes y se mezcló con los acontecimientos del sábado, jornada de reflexión y probablemente de inflexión en la tendencia de los votantes. A primeras horas de la tarde, amén de vagas reivindicaciones y un vídeo reivindicativo hallado en una papelera cercana a la mezquita de la M-30, se produjeron las detenciones de supuestos islamistas a partir de una mochila supuestamente sin explotar que, supuestamente investigada por la policía, la había conducido a un locutorio de marroquíes en Lavapiés, que sería algo así como el belén del islamismo terrorista. Identificados aparentemente los islamistas asesinos, el PSOE y PRISA se centraron en rematar la operación de propaganda imputando al Gobierno la voluntad de mentir sobre la autoría de la masacre, cuando, en realidad, el ministro del Interior, Ángel Acebes, se pasaba las horas dando ruedas de prensa por televisión. Y lo hicieron convocando a los izquierdistas más aguerridos a cercar las sedes del PP ya al caer la noche. CNN+ y la SER lo hicieron durante horas, hasta llenar la calle Génova. Pero no fueron ellos solos. Antes de cenar recibí una llamada en casa, alarmadísima.

—Oye, Federico, que la COPE está llamando también a manifestarse ante la sede del PP, que no dejan de hacer conexiones en directo, lo mismo que la SER, para que se congreguen los jóvenes más radicales y cercar Génova con Rajoy dentro. O asaltarla.

—¿En qué programa están haciendo eso? ¿En alguno de la Cadena 100?

—No, no, en la COPE-COPE, en los deportes. En Tiempo de Juego.

—O sea, que no es Abellán. Es Edu García.

—Ese, me parece. Oye, pero que esto es ya golpismo descarado. Me dicen que va a salir Rajoy en la tele denunciándolo.

—Ahora mismo la pongo.

Efectivamente, Rajoy salió denunciando el acoso a sus sedes, que se estaba produciendo en toda España. Pero Rubalcaba salió dos veces, no una, acusando al Gobierno de mentir sobre el 11-M para ocultar sus responsabilidades. Ahí fue cuando pronunció su famosa frase: «España no se merece un Gobierno que miente». Y en parte todavía era cierto. Hasta el día siguiente, España sólo tuvo instalada en la Mentira a la Oposición. El 14-M, a las nueve de la noche, la Mentira había conquistado el Gobierno.

La noche triste de la derecha en la COPE y los diez millones de huérfanos del 14-M

Al día siguiente, después de votar, me fui a la radio a preparar el programa de las elecciones generales, que por primera vez me tocaba dirigir y presentar a mí. La verdad es que no tenía claro cuál podría ser el resultado, y, aunque por los pelos, creía que podría ganar Rajoy, aunque la formación de Gobierno pudiera ser más dificultosa. Sin embargo, desde que a las ocho cerraron los colegios electorales y las televisiones dieron sus primeras «israelitas», o sea, encuestas al salir de votar, se perfiló una posible victoria del PSOE. Luis Herrero iba entrando y saliendo del estudio, pasándome los datos que le daban desde Moncloa. Hasta las nueve hubo dudas, aunque en la sede del PSOE empezaban a cantar victoria. Sólo el patinazo sufrido en las elecciones municipales les impuso algo de discreción. Pero de pronto las cosas se precipitaron. El PP empezó a dar por perdidas las elecciones y se anunció que Rajoy iba a salir en televisión reconociendo la victoria de Zapatero. Que es lo que hizo casi de inmediato. La elegancia, discreción y rapidez con que reconoció su derrota y felicitó al PSOE, incluso después de la campaña electoral y la jornada de reflexión más sucias, tramposas y golpistas de la democracia, no sirvieron de nada. No había bálsamo capaz de suavizar el cainismo izquierdista. Y, como siempre, las buenas maneras del PP sólo reafirmaron a la izquierda en la absoluta legitimidad de su política de linchamiento de la derecha política.

Pero la derecha sociológica vivió de otra manera la noche del 14-M. Cuando Rajoy reconoció la derrota del PP hubo un aluvión de llamadas que me iban pasando Marga, Mercedes y Susana, las veteranas del equipo, y cuyo resumen era muy sencillo: «Nos han robado las elecciones». Evidentemente, si el robo era cierto, el futuro Gobierno socialista era ilegal y, en todo caso, ilegítimo. Y ése fue el gran debate en la COPE hasta la medianoche: la legitimidad del PSOE para ejercer el Gobierno. Algunos contertulios se alinearon con la opinión mayoritaria de los oyentes: Zapatero no estaba legitimado para gobernar porque, especialmente durante la jornada de reflexión, había roto todas las reglas del juego limpio propias de una democracia. Pedro Jota y Luis Herrero se atrincheraron en la posición contraria: negar la legitimidad de la victoria socialista era negar la democracia. Y el debate, que empezó razonablemente versallesco, se fue agriando y radicalizando.

Yo defendí entonces una tesis que no contentaba a nadie pero que, todavía hoy, me parece esencialmente correcta: «La victoria del PSOE es legal y, por tanto, legítima». Y lo explicaba así: «Si los españoles han podido votar hoy libremente y la oposición ha reconocido su derrota, no se puede objetar nada legalmente a los resultados; y si son legales, son legítimos». Naturalmente, yo también consideraba ilegítima e inmoral la actitud de la izquierda, pero no hasta el punto de quebrantar la legalidad electoral. Y no dejé de insistir una y otra vez, porque además de la opinión de algunos contertulios era el sentido mayoritario de las llamadas, en que «los ciudadanos y, sobre todo, los medios de comunicación, no podemos ser más papistas que el Papa, no podemos defender a Rajoy de lo que Rajoy dice que no hay que defenderle».

Para mí era absolutamente esencial, dentro del proyecto de recuperación de audiencia y viabilidad empresarial de la COPE, que nuestros oyentes sintieran que no estábamos desautorizando al PP, partido al que votaban casi todos ellos y casi todos nosotros. Sin abdicar de nuestro espíritu crítico, estaba claro que el PP había quedado tras el 14-M en una situación malísima. Contados los votos, parecía —y en el fondo era— extraordinaria: nueve millones setecientos mil, casi los diez millones de la mayoría absoluta de Aznar y obtenidos en circunstancias particularmente difíciles. El grueso de la derecha no se había desperdigado ni marchado a casa. Pero la dinámica política interna, con unas elecciones europeas en tres meses, hacía temer lo peor para el PP, ya que después de una victoria tan sorprendente como la del PSOE, lo normal era que consolidase posiciones al alza, mientras que en el PP, después de una derrota tan imprevista y dramática, lo normal era que cundiera el desánimo en candidatos, militantes y votantes, y se hundiera electoral y políticamente todo el partido. Al día siguiente, pese al excelente resultado cuantitativo, ése era el punto central del análisis. Y a esa situación debíamos hacer frente.

El 15-M, yo tenía algunas ventajas intelectuales sobre los medios que hasta la víspera habían sido aznaristas o peperos: la primera, que cuatro años antes había advertido del «invierno mediático» al que la derecha sociológica estaba abocada por la infame política de comunicación del PP; la segunda, que todos esos medios que el PP quiso que fueran gubernamentales y sólo gubernamentales —nunca de derechas y, menos aún, liberales— se disolverían o se pasarían en bloque al PSOE para seguir siendo lo que eran y el PP quiso que siguieran siendo: escribas, portavoces y lamelibranquios del Poder; y la tercera, que estaba mentalmente preparado para asumir una soledad casi absoluta defendiendo a la derecha frente a una inmensa mayoría de medios, todos los públicos nacionales y casi todos los privados, abiertamente alineados con la izquierda.

Faltaba que la propiedad, o sea, los obispos, respaldaran a su modo (es decir, no obstaculizaran) esa línea política que, pese a ser la única que aseguraba la supervivencia de la COPE, supondría inevitablemente presiones del recién nacido y amenazador poder socialista, cuyo frente político real era el de la alianza de la izquierda y los nacionalistas (sin olvidar a la ETA) contra el PP y la media España a la que representaba; incluidos, por supuesto, los católicos. Confieso que después de catorce años en la COPE no sabría definir qué significa eso de «los católicos» referido a la dirección de la cadena, pero he aprendido que lo esencial es ver cuál es el análisis que los responsables de mediar entre la jerarquía y la base, pasando por la radio, hacen de la situación política.

El hombre clave en ese momento, porque era el segundo de don Bernardo y posible sucesor, pero sobre todo porque tenía la confianza de Rouco y el Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, era Fernando Jiménez Barriocanal. Con él hablé a solas en mi despacho la noche triste del 14-M y, de esa charla, sólo recuerdo el concepto de los «diez millones de huérfanos» que desde esa misma noche deberíamos conquistar, haciéndoles ver que la COPE era su emisora, la única en la que no se les iba a atacar y, en principio, se les iba a defender. Lo de los «huérfanos» del 14-M creo que fue idea de Barriocanal a eso de la medianoche, pero yo lo asumí públicamente a las seis de La mañana del 15. En parte porque me parecía exacto y en parte porque sabía que, de producirse en algún sector episcopal —nacionalista de soslayo o medroso clásico— protestas, ayes, sustitos de oficio y escandalitis meliflua, Barriocanal defendería como suya esa posición.

No hubo necesidad o, de haberla, no fue necesario informarme. Desde la llegada al Gobierno del PSOE y durante un año complicadísimo, mi alianza con Barriocanal fue muy sólida y realmente decisiva para la consolidación de la cadena. Quizá funcionó porque no se trataba de una identificación confesional, ideológica o sentimental, sino de un acuerdo de interés mutuo. Él me veía a mí como el salvavidas temporal pero imprescindible de la COPE y yo lo veía a él como un socio esencial a medio plazo para seguir desarrollando un proyecto de derecha liberal en el ámbito intelectual y mediático. Creo que de ese acuerdo de interés mutuo ambos salimos beneficiados. También que la alianza de católicos y liberales como base de resistencia y reorganización intelectual de la derecha española frente a los grandes retos políticos e ideológicos del nuevo siglo ha ido, va y espero que en el futuro siga yendo mucho más allá de un acuerdo coyuntural.

El tropezón con el Rey y la invitación a la boda del Príncipe

La defensa de los «diez millones de huérfanos» de la derecha española supuso, sólo dos días después del 14-M, el encontronazo con La Zarzuela, es decir, con el Rey, que desde que el PSOE llegó al Poder ha sido el peor y más peligroso enemigo que he tenido en la COPE. ¿Peor que Aznar? Mucho peor. ¿Peor que Zapatero? Bastante peor. ¿Peor que Maragall? Todavía peor. ¿Peor que Polanco? Allá se andan, pero sí: peor.

Expliquemos, como diría un lector de El juguete furioso de Roberto Arlt o un cronopio devenido catedropenene, los aspectos formales de tan severo desencuentro.

Desde que me hice cargo de La mañana en septiembre de 2003, provoqué sin pensar un conflicto que, en cierto modo, podríamos llamar personal con el Rey; y es que, siendo personal e íntima su amistad con Alberto Alcocer, yo tomé, en homenaje a Antonio Herrero, la costumbre satírica de recordar cuando daba la hora algún deseo político incumplido pero moralmente imprescriptible. Por ejemplo: «Son las seis cuarenta y cinco de La mañana, una hora menos en Canarias, y Bacigalupo, hasta ahora, no ha vuelto al Río de la Plata»; o bien: «Las siete y diez de La mañana, las seis y diez en Canarias, y los Albertos todavía no han entrado en la cárcel». Condenados en firme por estafar cuatro mil quinientos millones de pesetas a sus socios en el escándalo de las Torres inclinadas de KIO, los primos habían visto providencialmente dilatada su entrada en prisión tras diversas gestiones al más alto nivel, que, según reveló Maite Cunchillos cuando aún estaba al frente de la sección de Tribunales en la COPE, incluyeron una llamada de La Zarzuela al juez de la Audiencia encargado del caso.

A mí, que la gente, sobre todo cierto tipo de gente, entre o salga de la cárcel no me produce interés de ningún tipo. Lo que sí me interesa y, en el fondo, lo que más me preocupa es que en un Estado de Derecho haya una Justicia para los ricos y otra para los pobres, una para los que tienen estrechas relaciones con el Poder y otra para los que no conocen a nadie. Que un señor vaya a la cárcel si debe cuarenta millones a Hacienda y otro señor no vaya aunque estafe cuatro mil porque es amigo del Rey, verdaderamente me subleva. Y de esa convicción en la absoluta necesidad de que todos los ciudadanos sean iguales ante la Ley no me apearán Austrias ni Borbones, monarquías ni repúblicas. No es que no sepa que el rico suele tener más posibilidades de que le hagan justicia que el pobre, porque para eso tiene más medios y puede pagarse una mejor defensa, pero eso es una cosa, y otra que, con una condena en firme en la máxima instancia, unos deban ir a la cárcel y otros eviten lo que Bacigalupo llamó «estigmatización» de Felipe González. O la justicia es —o trata de ser— igual para todos o la estigmatizada es la Justicia. Y ese estigma, ese baldón lo llevamos a cuestas los ciudadanos, que lo somos, digamos, por lotería: según el juez, el dinero, el perfil político o según las aldabas institucionales.

Naturalmente, me iban llegando noticias de diversas cenas de postín en las que alguno de los dos amigos me había puesto verde o había vertido amenazas inconcretas para el futuro. No hay que dar importancia a esos chismes, aunque sean verídicos, porque algunos alardean de lo que no piensan hacer y otros provocan el alarde para luego contárselo al alardeado. En todo caso, cuando llega una amenaza, expresa o sugerida, por algo que has dicho y crees que estuvo bien dicho, lo que yo aprendí de Antonio y luego de mi experiencia es que debes repetirlo, corregido y aumentado. Los dimes y diretes, las amenazas de sobremesa y los retos de rebote entran dentro del juego del Poder y de tocarle las narices al Poder, que es el poder que tenemos en los medios.

El segundo motivo de conflicto con La Zarzuela fue más serio o más político: la calurosa recepción del Rey al nuevo presidente del Parlamento catalán, Ernest Benach, un tipo sin estudios que proviene del área terrorista de Terra Lliure-Amics de la Terra, prósperamente injertada en el tronco de Esquerra Republicana de Cataluña, y que, como simple barrendero o jardinero, se convirtió en ejemplo de cómo un trabajo sin cualificar se cualifica gracias al carné de partido, que hace de hombres prohombres o instituciones bípedas. La picaresca de los iletrados convertidos en hijosdalgo gracias a la política es tan abundante que nadie hubiera prestado atención al tal Benach si, tras tomar posesión del cargo, no hubiera afrentado públicamente a la nación española, y si, tras hacerlo, no hubiera sido recibido por el Rey y gratificado, según dijo, con un «hablando se entiende la gente», tan típicamente juancarlista que nadie pensó que el limitado Benach pudiera inventarlo. Por supuesto, a los socios de ERC, es decir, a los socialistas, les pareció estupendo, de lo más profesional. A mí me pareció horroroso, porque mostraba la obvia voluntad de dialogar sobre cualquier cosa, aun lo más sagrado, con cualquiera, aun lo más lerdo. Y cuando se concretó la gran traición a España y a la Libertad del Pacto de Perpiñán, no me privé de recordar ese «hablando se entiende la gente» como símbolo de la claudicación de la Corona ante el nacionalismo y el terrorismo, cuando La Razón de ser de esa institución es representar a España. Y esa voluntad de ponerse de perfil, en línea con la izquierda y Polanco, fue confirmada por los hechos al llegar Zapatero al Poder.

Sucedió a los tres días del 14-M, en dos escandalosos espectáculos ante la prensa nacional e internacional de muy diverso pelaje y protagonismo pero coincidentes en la voluntad denigratoria, a través de la mentira y la calumnia, contra el Gobierno de Aznar. El primer número lo montó Almodóvar ante cuatrocientos periodistas de todo el mundo que habían sido convocados para hablar de la candidatura al Oscar de una película suya. Con cara de molinera indignada, de locandiera a la que sólo falta ponerse enjarras para homenajear a Goldoni, el cineasta manchego aseguró que el malvado Gobierno del PP había tratado de impedir la celebración de elecciones, una especie difundida en la SER por Carlos Carnicero en vísperas del 14-M dentro del cúmulo de trolas y bolas del Imperio Polanquista contra el PP y la democracia. Pero una mentira que, pasadas las elecciones y tras el impecable comportamiento de Rajoy y del Gobierno en la noche electoral, resultaba particularmente miserable, siniestra y antidemocrática. Respondía, en rigor, a la implacable campaña desarrollada por Polanco y el PSOE en las semanas siguientes para imponer en todo El Mundo occidental la verdad oficial de que el PP había perdido el Poder por mentir a la gente. Fechoría totalitaria que cumplieron con férrea determinación ante la mirada idiotizada y muda de los líderes de la derecha.

Dos años después, Gabriel Elorriaga, el jefe de la desdichada campaña electoral de Rajoy en 2004, dijo que querellarse contra Almodóvar por semejantes imputaciones golpistas «no conducía a nada». Hombre, a algo sí conduce. Por ejemplo, al PP, ese tipo de comportamiento vil ante la propaganda injuriosa de sus enemigos lo ha conducido al paro. A mí, por no imitarlo, me produjo serios problemas, aunque, obviamente, sería peor no poder mirarme al espejo por La mañana. No hay mucho que ver, es cierto, pero peor sería ver a un pobre diablo que se calla ante la mentira y el golpismo mediático. Y, desde luego, yo no estaba por la labor de callarme mientras esa campaña de destrucción del crédito nacional e internacional del PP y de Aznar avanzaba como una apisonadora.

El segundo episodio, separado muy pocas horas del espectáculo kominterniano de Almodóvar, fue todavía más grave y lo protagonizó la consejera de Interior del Gobierno de la Generalidad de Cataluña, apellidada Tura, que no vaciló en decir que el Rey había impedido el golpe de Estado que trataba de perpetrar el PP impidiendo el desarrollo normal de las elecciones. A mí aquello ya me pareció el colmo de los colmos, pero el requetecolmo estaba por llegar. Apenas dada la noticia, dije que esperaba en las próximas horas un tajante desmentido de la Casa Real sobre una mentira tan obvia y que tan obviamente afrentaba al honor del PP, sus militantes y sus diez millones de votantes, amén de difundir, a medias con Almodóvar, una imagen golpista y tercermundista de España. A fuer de sincero, y dados los pésimos antecedentes, yo creía que La Zarzuela produciría una nota brevísima diciendo que nada de lo dicho por Tura corrrespondía a la realidad. Lo correcto y decente hubiera sido decir la verdad: que el comportamiento del PP había sido exquisitamente democrático desde antes del 11-M hasta después del 14-M. Pero ya digo que los antecedentes limitaban mis expectativas morales con respecto al Rey y su selecto entorno.

Lo que no esperaba es lo que realmente se produjo: un silencio complaciente con las mentiras del PSOE y de Polanco. Y dado que al día siguiente no se había publicado nota alguna desbaratando la mentira-Tura del supuesto golpe heroicamente impedido por Su Majestad, tomé la vía de Antonio de la insistencia ético-horaria: «Son las siete y diez de La mañana, una hora menos en Canarias, y La Zarzuela aún no ha desmentido que el Rey impidiera un golpe de Estado del PP antes, durante o después del 14-M».

Pero nada. Pasaban los días y nada. Pasó una semana, yo seguí repitiendo varias veces cada mañana mi recordatorio y nada. Mis tertulianos censuraron duramente el silencio de La Zarzuela y nada. Pronto quedó claro que la afrenta al PP (que, por cierto, se mantenía callado como una sabandija afónica, como si mi denuncia fuera un asunto personal con el Rey y no algo que les concernía directamente a ellos) era un claro gesto de pleitesía ante la izquierda que doblaba su valor por el desprecio a la crítica de la COPE. Para entonces habían comenzado las presiones indirectas sobre los obispos para que yo «dejara en paz al Rey», como si no desmentir —y por tanto aceptar— un supuesto golpe de Estado a cargo del Gobierno español fuera una tontería cuya aclaración no entra en el sueldo del Rey. Yo me planté. Seguí remachando varias veces cada mañana que La Zarzuela no desmentía el supuesto golpe de Estado evitado por el Rey. Y eso fue lo que hizo realmente peligrosa mi situación, sin duda la más peligrosa en los tres años al frente de La mañana.

Mi situación era cada vez más fuerte ante la audiencia pero cada vez más débil ante la casa, porque, aparentemente, yo me empeñaba en defender el honor del PP en un asunto que a ninguno de sus dirigentes parecía importarle, lo cual llevaba el conflicto a lo personal. En realidad yo defendía el honor de la democracia española, al margen del color del Gobierno, y el de la verdad histórica, que no depende de quién ocupe el Poder y que es deber de todos los medios de comunicación decentes averiguar y defender. Pero el mísero silencio pepero y el adusto silencio zarzuelero me iban dejando en una posición cada vez más difícil. Todo dependía de mi capacidad de aguante, es decir, de esa mezcla de cabezonería y certeza moral de estar haciendo no lo que a uno le conviene sino lo que debe hacer. Pero si el Rey presionaba a Rouco, si Rouco entendía que el Rey tenía razón y me presionaba a mí, y si yo no le hacía caso a Rouco, el conflicto ya no lo tenía la COPE con La Zarzuela sino yo con el cardenal, que, además, había sido mi gran valedor en los momentos más delicados.

Así las cosas, lo lógico era que al final perdiera yo, pero decidí jugármela. La COPE estaba saliendo de una crisis terminal gracias a La mañana y el secreto a voces de su éxito eran, precisamente, las voces. Yo no podía dejar de darlas sobre un asunto tan claro y en el que tenía razón, sin perder la cara y la credibilidad. Allá los responsables, clérigos o seglares, reyes o cardenales, si decidían quitarme de en medio. Me costó horrores tomar esa decisión que todos me desaconsejaban. Hasta recibí un recado a través del siempre heroico PP diciendo que La Zarzuela no desmentía por absurda la acusación de Tura. Vaya par de gemelas. Pero como yo sabía que no estaba echándole un pulso a Rouco sino haciendo lo que más convenía a la ética y a la COPE, me mantuve erre que erre, y al final de la segunda semana, un viernes a mediodía, La Zarzuela produjo, expelió o excretó un papelito firmado por el responsable de medios de comunicación, llamado Cebrián-González o González-Cebrián (el orden de los factores no altera el producto). En él decía que no habían desmentido nada porque no hacía falta, porque era una cosa absurda; en fin, que le quitaban hierro pero, al final, lo desmentían.

Yo exhalé o expelí un suspiro de alivio. Al final, tras dos semanas criminales, había conseguido que dieran su brazo a torcer en esos lugares donde las reinas presumen de no tener piernas y los reyes de no tener brazos, aunque nunca les falten manos amigas para hacer el bien o, más a menudo, el mal. Por supuesto, la nota era totalmente insatisfactoria y así lo dije el lunes siguiente. Lo mínimo era que la hubiese firmado el jefe de la Casa del Rey y no un empleado suyo, pero, en fin, nunca había querido hacer de ese asunto una cuestión personal y si al PP le parecía bien la excusa, a mí, como votante y, de alguna forma, representante moral de los diez millones de votantes del PP, me bastaba. Insatisfactoria la notita, pero suficiente para pasar a otra cosa, mariposa.

Naturalmente, como los Borbones, según dicho secular, ni aprenden ni olvidan, seguí recibiendo el hálito rencoroso de la institución a través de discreteos diversos, que pronto debieron someterse a la tiranía del presente, nada menos que la boda del Príncipe de Asturias con Letizia Ortiz. Tan importante asunto produjo mi única entrevista larga con Alberto Aza, jefe de la Casa del Rey, pedida por él para suavizar tensiones, normalizar relaciones, etcétera. Para ello utilizó como mediador a José Luis Graullera, diplomático levantino que tenía excelente relación con Alberto Recarte. Y es que los tres —Aza, Recarte y Graullera— habían coincidido como «fontaneros» en La Moncloa con Suárez. Eso une mucho.

Pero no tanto. Recarte estaba preocupado por mi pésima relación con La Zarzuela o, para ser precisos, con el daño que la inquina del monarca podía producirme en lo personal y en lo profesional, tanto en la COPE como en Libertad Digital. Y creía, el muy ingenuo, que una entrevista con Alberto Aza, en presencia de dos viejos amigos, podía mejorar las cosas. Así que quedamos a comer los cuatro en el hotel Wellington. La comida duró de dos a cinco y pico de La tarde y como supongo que la tendrá grabada el CNI, le encomiendo corregir cualquier error, raro pero no imposible, en mi memoria.

El primer asunto sobre el que tratamos fue el de los errores y malos entendidos que podían haber enturbiado unas relaciones que podían y debían ser cordialísimas.

—Pues verás, Alberto, te diré lo que estos meses atrás me ha preocupado. Hay quien cree que habéis estado utilizando al Vicario General Castrense para quejaros ante Rouco por la libertad de criterio que yo he manifestado respecto a asuntos que interesan mucho al Rey. Y eso me preocupa porque, verás, Rouco no es un obispo cualquiera, ni un arzobispo o un cardenal como los demás; Rouco juega en otra división, es el Zidane de los obispos; es, en mi profana opinión, casi un santo. Tan casi santo es Rouco que no se le debe distraer de sus tareas superiores con asuntos de este bajo suelo. Ni por lo castrense, ni por lo político, ni por lo diplomático, ni por lo institucional. El tiene que estar dedicado por completo a sus altísimas obligaciones. Y si se diera el caso de que te preocupase mucho algo que yo diga o que se diga en La mañana, lo que tienes que hacer es llamarme a mí. No a Rouco; nunca a Rouco; ni siquiera a don Bernardo. Sólo y exclusivamente a mí. Porque, claro, si tú me tocas los obispos, yo tendré que tocarte otras cosas y eso sería muy desagradable. Hablo siempre en condicional, claro está.

—Mensaje recibido, Federico. No tienes que decir más. Ahora escúchame a mí.

—Adelante, Alberto. Soy todo oídos.

—Yo sé que a ti lo que más te interesa es España.

—La libertad y España, por este orden. Que no son cosas excluyentes.

—Desde luego que no. Pues bien, yo estoy de acuerdo contigo en que, como dices muchas veces, la única razón de ser de la monarquía es la existencia de España; y no de cualquier España sino precisamente de esta España en libertad que garantiza la monarquía parlamentaria y constitucional. Naturalmente, en el día a día de la institución puede haber y hay aciertos y errores, momentos buenos y malos, interpretaciones equivocadas y auténticas tergiversaciones de lo que el Rey ha dicho o ha hecho. Y como nosotros no podemos ni desmentir ni criticar lo que alguien dice que ha dicho el Rey, tenemos que ver cómo hay uno que se inventa una cosa o interpreta una cosa según le conviene, y cómo otro critica esa cosa o critica al Rey —no a mí, que estoy para eso, sino al Rey— sin saber realmente qué ha pasado. Y nosotros tenemos que asistir a esa pelea política o de opinión a cuenta del Rey sin decir nada, porque no podemos ni debemos hacerlo. Y cuando algún extremista o alguien que no cree en España ni en la libertad critica al Rey, pues no pasa nada. Pero cuando son periodistas con credibilidad y medios de comunicación con verdadera influencia en los ciudadanos los que de una u otra forma critican al Rey, eso sí nos hace daño. O por lo menos, nos duele. Así que, lo mismo que tú me has ofrecido la posibilidad de que, ante cualquier asunto tratado en La mañana que me parezca grave, te llame directamente, yo te pido que, en esos casos y antes de criticar una actuación del Rey, me llames a mí y yo te cuento todo lo que te pueda contar sobre el asunto, que seguro que será más de lo que salga en ningún sitio. Me parece que eso es juego limpio y redundará en beneficio de España, que, te repito, yo también creo que es la única razón de ser de la monarquía.

—Mensaje recibido, Alberto. Y mientras llega el momento de probar nuestros nuevos cauces de comunicación, que seguro que funcionan, ¿hay algo más que te preocupe o preocupe a Su Majestad y en lo que yo, modestamente, te pueda ayudar?

Lo había: Letizia. La misma noche en que se anunció el compromiso del Príncipe de Asturias, Alberto Aza me había llamado a casa —el teléfono se lo había dado Recarte— para ver cómo yo podía mitigar en la COPE que la condición de divorciada de la futura princesa le enajenase el apoyo de mucha gente que siempre había apoyado a la institución pero que ahora, por un problema de conciencia católica, podía ponerse en contra. La cosa, en principio, no fue muy grave, pero fue poniéndose peor a medida que el carácter expansivo de la periodista, la ideología progre que lógicamente se presumía en quien había trabajado para Polanco en CNN+ antes de dar el salto a TVE, y, sobre todo, el afán de mucho cortesano de lance y de mucho retroprogre del pirulí, trataron de convertir lo que, en principio, era una tara soslayable en una insoslayable prueba de la modernidad y democratización de la monarquía. Vamos, que ser divorciada era lo mejor que podía ser una futura Princesa de Asturias, casi lo único. Y ahí fue donde todas las tribus antiletiziescas se agruparon y empezaron a llover mensajes en la radio, cartas en los periódicos y, como suele suceder, comenzaron a menudear las referencias críticas en las tertulias radiofónicas, auténtico sistema nervioso de la opinión pública nacional.

Naturalmente, la COPE era el medio más sensible para verter muchas de esas inquietudes. Y aunque en La mañana no se ponían los mensajes más hirientes, por divertidos que fueran, sobre Letizia, tampoco podía ocultar la inquietud de la audiencia, que era, por otra parte, bastante moderada. Yo le expliqué a Aza que si los portavoces oficiosos no se pasaban mucho elogiando el divorcio, y dado que Rouco iba a oficiar la ceremonia, sólo nos quedaba rezar, si rezábamos, porque no lloviera el día de la boda.

Iñaki, Carlos, Luis y yo, juntos y de chaqué en la Almudena

Llovió. Yo estaba dentro de la Almudena, con mi mujer, rodeado por Carlos Herrera, Iñaki Gabilondo, Luis del Olmo y sus legítimas. Ellas, elegantísimas. Nosotros, de chaqué. Todos educadísimos, amabilísimos, simpatiquísimos. Yo hablaba con Iñaki sobre la salud en general y los madrugones en particular, mientras Lola le alababa a María el modelo de Sybila. Carlos y Luis del Olmo, que se llevan peor, comentaban la cobertura de frecuencia modulada en Soria y los planes de fusiones, concentraciones y nuevos grupos multimedia como si pertenecieran a la misma empresa, mientras sus señoras celebraban sus respectivos sombreros. Yo me colocaba a la sombra frondosa del de Mariló y parecía Gulliver en El País de las Gigantas, una fantasía hecha realidad. Al rato, todos cambiábamos de sitio y de interlocutor, pero sin perder la sonrisa. Tanto british style derrochábamos que aquello parecía la boda de los Príncipes de Gales, no la de los Príncipes de Asturias y pasada por agua. Porque llovía. Cada vez llovía más. Desde el brazo lateral izquierdo, donde nos habían colocado, no se veía la puerta de la catedral, pero a Carlos Herrera le iban llegando datos del exterior: la llovizna iba a más; empezaba a llover en serio; arreciaba la lluvia; llovía a manta de Dios; llovía a mares; aquello era el diluvio universal; el Cielo se había proclamado republicano; acabáramos.

Dos horas esperamos dentro de la iglesia la entrada de los novios o, para ser precisos, de la novia, que al final tuvo que llegar en coche hasta la misma puerta de la catedral. La interminable alfombra roja era una sopa bermellón; y la plaza de la Armería, un sentido homenaje a Venecia. La retransmisión de la ceremonia por TVE fue un completo desastre, y entre el acartonamiento institucional y la incompetencia cultural y profesional, los ciudadanos se perdieron los planos más llamativos y entretenidos del suceso. No hubiera sido el menos significativo poder contemplar a las cuatro voces más escuchadas de la radio española, tantas veces enzarzadas en polémicas políticas feroces, conversando amigablemente juntos, a la sombra de las instituciones en flor. ¡De azahar!

Después de tantas tensiones con La Zarzuela, la verdad es que yo no esperaba que me invitasen a la boda. Bien es verdad que eso hubiera supuesto un desaire institucional a los oyentes de la COPE, pero ¡nos hacían ya tantos! Sin embargo, la tentación de no ir —que existía— quedó inmediatamente cancelada. María Armada me indicó el mejor sitio de Madrid para alquilar chaqués, Gerardo, que además resultó ser de un oyente fiel de La mañana, y quedé fascinado por la rauda eficacia con que me atavió y enjaezó. En el autobús vi a una mujer bellísima que me sonaba de algo. Una vez dentro de la iglesia se me presentó y me sonó del todo: Margarita Alcocer, esposa del Alberto más amigo del Rey. Reconozco que pocas veces me he sentido tan contrariado por mis tareas —otros dirán faenas— profesionales y confieso que, tras breve y emotiva charla con aquel ángel de Ascot, ya no me salía decir lo de «son las siete y cuarto; y los Albertos no han entrado en la cárcel». Uno está diseñado para resistir, entre soriano y numantino, a las más fieras hordas del Imperio, pero no para afrontar impávido una clamorosa revelación estética.

A pocos metros de nuestros bancos, se mustiaban revelaciones melancólicas: Noor de Jordania, viuda de Hussein; Nelson Mandela, viudo de sí mismo; Farah Diba, viuda del Sha de Persia, y la reina viuda de Bélgica, Fabiola de Mora y Aragón. Viendo de medio perfil aquella figurita encorvada, entre malva y violeta, imagen de la soledad, me veía a mí mismo de niño, sentado con mis pantalones de pana en el suelo de madera del casino de la plaza, cuando llegó la televisión a mi pueblo, precisamente para que todos pudiéramos ver la boda de Fabiola. Yo la recordaba como una novia levemente nebulosa, en blanco y negro, con una marcha nupcial muy rara sonando al fondo —belga, creíamos— que resultó ser la señal de la conexión de TVE con Eurovisión. Los años habían pasado; yo era ya el mayor de mi familia y no podía, ay, comentar con mi madre cómo había visto a Fabiola. Pero ahí estaba aún, cautiva de un sueño antiguo y prestado, inclinada ante el adiós postrero, que sólo para ella sería real; para los demás, de archivo.

En la boda y el banquete posterior, con un buen discurso del Príncipe, más de afirmación propia —Letizia y yo— que de negación filial, aunque podía interpretarse así, me llamaron la atención dos cosas: la incombustible fuerza simbólica de la monarquía y lo pavorosamente desaprovechado de esa fuerza. Tan horrible fue la organización de los actos que el discurso del Príncipe en el salón habilitado para el almuerzo no tenía la cobertura técnica deseable para ser grabado con calidad de imagen y sonido (cientos de millones de personas de los cinco continentes acababan de ver, mediante las fórmulas tecnológicas más novedosas, la boda por televisión) y hubo de recurrirse al grotesco expediente de un micrófono con un largo cable que atravesaba la sala, como homenaje a Thomas Alva Edison, padre fundador, y a Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio. El discurso fue además denso, reflexivo y centrado en la raíz nacional de la legitimidad de la monarquía, que sólo puede basarse en la historia pasada y presente, en la renovada continuidad de España como empresa de libertad y civilización.

Me gustó el discurso del Príncipe, que brilló todavía más por lo anodino del de su padre y lo inoportuno del de su suegro, y me espantó la organización, casi incapaz de grabarlo para el futuro. Pero, diluida en la chismografía sobre la resaca del marido de Carolina de Mónaco, Ernesto de Hannover o Hangover, la boda en su conjunto acreditó una formidable capacidad de imantación institucional sobre los distintos y aún opuestos reductos, fragmentos, tendencias y proyectos que componen la sociedad española. Sólo la monarquía era capaz de conseguir un encuentro tan cordial como el de los cuatro directores de los cuatro programas de radio más escuchados —y enfrentados— de España. Sin embargo, nadie tomó las imágenes y las emitió, nadie hizo la foto de ese encuentro que, al margen de los protagonismos particulares, prestigiaba extraordinariamente a la institución. Esa noche, la televisión oficial sólo entrevistó —eso sí, largamente— a Iñaki Gabilondo. Lo que de emotivo, simbólico, ancestral y misterioso tiene la monarquía, imagen trascendente de una comunidad histórica, quedaba anulado precisamente en lo único que puede añadir a la vida política de una sociedad occidental en el siglo XXI: la existencia de instituciones populares, aunque no democráticas, que se sitúan por encima de los vaivenes electorales y protegen los movimientos políticos profundos de la nación, a los que debe servir protegiéndolos en su pluralidad y reforzándolos en su singularidad.

No voy a decir que la boda de los Príncipes fue una ocasión perdida, puesto que fue, y lo que es mucho nunca se pierde del todo. Pero sí que, entre los que cortan el bacalao institucional y condenan a media España al ostracismo, la echaron a perder.

Zapatero concede su primera entrevista de radio a La mañana

Hubo otro momento en aquellos primeros días de cambio de Gobierno —aún no de régimen— que pudiendo ser ilusionante no pasó de ilusorio. Sin duda por mediación de Pedro J. Ramírez, que me comunicó feliz la decisión, Zapatero concedió su primera entrevista en la prensa escrita a El Mundo y, en radio, a La mañana de la COPE. Tuvo lugar el 11 de mayo, justo dos meses después de la masacre que, descaradamente manipulada (aunque entonces no suponíamos hasta qué punto), lo llevó a La Moncloa.

Sobre esa entrevista se ha hablado mucho, pero más después que antes y sin prestar atención al durante, a la entrevista en sí. Evidentemente, se trataba de una operación de imagen por parte de Zapatero que buscaba calmar, si no neutralizar, a la parte de la sociedad más reticente o abiertamente contraria a su Gobierno. Se trataba también de no dejar solo a El Mundo como coartada derechista de un Gobierno tan izquierdista, sino de designarlo pieza esencial pero no única de la España no socialista. Por supuesto, ZP podía haber hecho lo mismo con ABC y Onda Cero, pero no hubiera sido lo mismo. La opinión en todo lo que en España no es socialismo, la mitad como mínimo, la crean, la creaban ya por entonces El Mundo y la COPE o viceversa. Los demás medios suelen flanquearlos pasivamente o, junto a Polanco y sus satélites, activamente combatirlos. Pero la capacidad de generar opinión, que no es lo mismo que suscribirla, la tienen unos pocos medios. Y entre ellos estaba ya la COPE.

En realidad, el hecho de que a Zapatero le conviniese hacer un gesto tan ostensible de reconocimiento a La mañana suponía el refrendo institucional, la confirmación por la vía de los hechos del éxito de mi proyecto para la radio. Suponía también que, a base de convicción, fuerza, ferocidad, vigor y obstinación, La mañana se había convertido en sólo un año en la referencia obligada para media España que, le gustara o no, debía tener en cuenta la otra media. Luego se ha dicho que a Zapatero le interesaba señalar como rival y alternativa de oposición a un medio muy radical en vez de a una cadena más moderada. Sinceramente, no creo que para ZP hubiera supuesto el mismo rendimiento publicitario conceder su primera entrevista a Carlos Herrera en Onda Cero, a Luis del Olmo en Punto Radio, a Iñaki en la SER o a Julio César Iglesias en Radio Nacional. Ayer y hoy, donde los toreros que empiezan cortan orejas y logran contratos es en la plaza más difícil: Las Ventas del Espíritu Santo. En la radio, la COPE.

Para mí, aquel detalle egoísta y calculado de Zapatero viniendo a La mañana suponía también la ratificación institucional de un éxito comercial, la tranquilidad necesaria en las relaciones con la propiedad para afrontar la consolidación del proyecto global para la cadena, que, obviamente, iba mucho más allá de mi programa. Después de la sorda pero durísima tensión con La Zarzuela y de los presagios más terribles con respecto a La Moncloa, casi todas las tormentas parecían desvanecerse. Después de la boda del Príncipe, ese advenimiento de Zapatero a los estudios de la COPE suponía el final de un año feroz, a cara de perro, en el que habíamos sobrenadado el cataclismo de la derecha española y nos habíamos convertido en su referencia más sólida. Y no sólo como guerrilleros antisistema o marginales vocacionales, sino como lo único que desde el principio buscamos ser: una alternativa en los medios y en los fines, en las noticias y en las ideas, en la defensa de los valores que, frente a la apisonadora progre, definían y definen a una buena parte de España, seguramente su parte mejor.

Cuando a las nueve de La mañana del 11 de mayo vi la sonrisa de don Bernardo, más infantil que abacial, tras la agalgada estampa de Zapatero entrando en el estudio, supe que habíamos vencido la primera gran dificultad para la recreación de la COPE. Si no decisiva, la que hacía posible enfrentarse a todas las dificultades esenciales. Leída dos años después, la entrevista me parece un buen arqueo de los grandes problemas políticos nacionales tal y como se veían en ese momento. También —quizá lo que tiene más valor histórico— de los compromisos que en materia de política exterior e interior, con respecto al PP y a la ETA, a la economía, a la comunicación, a las libertades y al 11-M, asumió el presidente del Gobierno de forma pública y solemne, precisamente en el medio de comunicación más identificado con la oposición. Pero, a los efectos de este libro, y para ver cómo se han desarrollado las relaciones de la COPE con el Gobierno del PSOE, creo que basta asomarse a la entrevista en su conjunto, comprobar su clima de clara pero civilizada y bienhumorada discrepancia, para ver lo cerca que estábamos o parecíamos estar de establecer una relación bastante cordial con el Gobierno Zapatero. Como la entrevista es larga y si se fragmenta no resulta fácil percibir ese clima de castizo «buen rollito», he preferido incluirla como apéndice a este capítulo pero al final del libro. Así, los que quieran zambullirse ahora en ella, pueden hacerlo. Y los que no, pueden continuar el relato de nuestras andanzas, que seguía a un ritmo frenético.

La temporada 2003-2004, tras la entrevista a Zapatero, concluyó el 13 de junio, con las elecciones al Parlamento europeo. Pintaban fatal para el PP, porque aún estaban demasiado cerca el 11-M y el 14-M. Y significaban también un examen ideológico para el PP y Mayor Oreja, número 1 de las listas, y lo que él representa en la derecha española, dentro y fuera del PP: una línea clara de defensa de España frente al nacionalismo y al terrorismo, justo lo contrario de lo que parecía triunfar con ZP. Para la COPE y para mí, el 13-J tenía también un significado irremediablemente melancólico, porque suponía la despedida del micrófono de Luis Herrero y su entrada en la política.

De aquellas elecciones guardo el recuerdo preciso de lo que me iba contando casi al día el politicantano Luis, condenado a la misma experiencia que todo el PP: un arranque muy malo de la campaña, un repunte notable a mitad y un final extraordinario. Pero lo que más le llamaba la atención a Luis no era lo que se refería al partido sino a la COPE, que no sólo era el obligado referente emotivo y personal para los que en alguno de sus mítines —siempre entre los más concurridos— se le acercaban, sino la referencia general para las bases sociológicas del partido, tanto militantes como votantes.

—Fede, de verdad, no te puedes imaginar en lo que se ha convertido la COPE.

—Hombre, sí. Hemos tenido épocas buenas y malas, de ruina y de apoteosis.

—No, no. Yo las he vivido también y te digo que esto es otra cosa, mucho más fuerte, mucho más allá de lo que conocíamos: la popularidad, las firmas, las fotos… Esto es un fenómeno de identificación casi desesperada para mucha, pero muchísima gente.

—¿Y a ti te lo perdonan tus neocolegas los políticos?

—Pues no creas, a algunos les cuesta. Pero al final se está imponiendo la realidad y me bailan el agua para ver si se les pega algo. O sea, a ver si les entrevistas algún día.

—Dispon como gustes de esta tu cadena y de este tu esclavo electoral, ¡oh, Kalíkatres sapientísimo!

—Veo que no se te olvidan los Clásicos de Pacotilla.

—Nunca, Luis. ¿Y qué predicen los magos de las encuestas para el domingo?

—Que mejoramos mucho y nos podemos acercar al PSOE. Mucho más de lo que pensábamos.

—A ver si es verdad.

Estuvieron a punto de ganar. Al final, sólo por un escaño no dieron la sorpresa. Pero se habían conseguido varios propósitos esenciales: evitar la desbandada del voto de derecha, mantener un bloque sociológico-electoral permanentemente movilizado; aferrarse a los principios liberales y nacionales como identificación del PP, y, en fin, cambiar la dependencia de los medios audiovisuales públicos del aznarismo por una relación mucho más intensa con los pocos medios afines. Por supuesto y sobre todos, la COPE. Pero también, cada vez más significativamente, entre los jóvenes y los más politizados, Libertad Digital. Los «diez millones de huérfanos» del 14-M eran nuestros, pero, en cierto modo, nosotros también éramos suyos; y nos correspondía elevar la apuesta. Había que crear algo más que un símbolo y que un programa. Era el momento de convertir a la COPE en lo que no había sido nunca: una auténtica cadena de radio. Esa era mi apuesta para la temporada siguiente, pero en la radio española y en la liga de fútbol, lo que se quiera oír o ver en septiembre hay que ficharlo en verano. Y en aquel mes de julio cabía la posibilidad —lejana pero no del todo inverosímil— de cosechar el extraño fruto que yo había plantado en la gleba directiva de la COPE casi un año antes, por si salía. Y en medio de no pocas intrigas, para sorpresa de casi todo El Mundo, salió. El más sorprendido fue el más directamente concernido: el propio César Vidal.