Capítulo
XII
CÓMO LLEGUÉ A DIRIGIR
LA MAÑANA Y CÓMO TODO CAMBIÓ DEL TODO
La tentación de la política profesional no era nueva en Luis. Cuando uno ha nacido en un Gobierno Civil y es hijo de ministro de Franco (cuando ser ministro era algo serio) la capacidad de ventear las añagazas del Poder es casi tan grande como la tendencia a participar en él. Luis, como suele decirse, había mamado la política y aunque quedó huérfano con diecisiete años tras la muerte de su padre y salió del trance tomando los hábitos de periodista, nunca perdió la afición a la política y a los políticos. Para él, acercarse al Gobierno era como volver a la infancia. Y esa tendencia natural en todo ser humano de volver a los orígenes, a la seguridad del terreno conocido y los vericuetos afectivos transitados se fue agudizando en forma de tentación política conforme iba pasando las de Caín y casi las de Abel al frente de La mañana.
Lo que no se sabe es que el tentador fue Aznar, y que lo era desde años atrás, aún en vida de Antonio. Siendo ya presidente del Gobierno, le dijo un día en Playetas:
—Y tú, Luis, ¿qué vas a ser de mayor? Porque esto del periodismo supongo que no es para toda la vida. ¿Cuándo te decides a dar el paso a la política?
—Pues no creas que no tengo la tentación. A lo mejor, el día menos pensado.
—Bueno, pues ese día, dímelo.
—Hay muchos problemas, como te puedes imaginar: la familia, los críos…
—Tú, simplemente, dímelo. Lo arreglaremos.
Aznar en la oposición era una vocación anhelante con pocos medios para cumplirse, una voluntad insomne de poder que movía a la desconfianza o promovía la adhesión. Pero una vez llegado al Gobierno transmitía una seguridad apabullante. Daba la sensación, exagerada sobre sacrílega, de ser una especie de ministro del Interior del Altísimo, El Cual complacería siempre a quien con él compartiera los arcanos del Tiempo, el Espacio y el incierto destino de los humanos. De todas las seguridades que pueden darse en algo tan inseguro, la de Aznar era la que mejor podía convencer a Luis.
En la primavera angustiosa de la guerra de Irak habíamos hablado varias veces sobre el oscurísimo futuro de la COPE y nuestras posibles alternativas profesionales.
—Tú no debes preocuparte, Fede. Con los libros, los artículos y, si quieres, las tertulias en radio y televisión te puedes ganar la vida igual o mejor que ahora. No eres gastador, tu mujer es lo más sensato de tu familia y tienes tres hijos menos que yo. Yo, en cambio, tengo tres hijos más que tú y una situación más complicada. La política está ahí, y el Faraón no deja de recordármelo, pero el paso es muy complicado. Si fuera soltero, ya me habría ido o me iría al terminar el curso. Pero como no lo soy…
—Dejarás que la vida decida por ti.
—Por supuesto. Pero esta vez tendré que ayudarle un poco.
—Tú puedes ganarte la vida como yo y, además, como guionista. Recuerdo lo mucho que te gustaba el teatro cuando nos conocimos.
—Sí. Y me sigue gustando aunque no escriba. Pero este guión no es de ficción.
—La vida es sueño, Luis. Lo dijo Calderón y era información, no opinión.
—Cierto, oh, Kalíkatres sapientísimo. De todas formas, esto romperá por algún sitio, más pronto que tarde. De ésta, o nos barren, que es lo más probable, o barremos.
—Tampoco es innoble futuro el de la escoba. Homenaje municipal a Los Sirex.
—Venga, Fede, vámonos.
—¿En general o en particular?
—Yo, en general. Tú, de momento, en particular.
El caso es que, después de tanto darle vueltas, había llegado el momento. Luis se iba. Pero no estaba claro cuándo ni cómo, aunque sí adonde o por dónde. Tras su resurrección electoral, Luis fue a hablar con Aznar a finales de mayo para ver si seguía en pie su oferta. Por supuesto, seguía. Como tránsito menos gravoso en lo económico y familiar pensaron en las elecciones europeas que iban a celebrarse inmediatamente después de las generales de marzo de 2004. Faltaba menos de un año, pero siendo esas elecciones en mayo y teniendo que anunciar las listas a final de febrero, se planteaba un problema grave: ¿empezaba el curso Luis o no empezaba? ¿Se le buscaba sustituto provisional para terminar el año, en la barahúnda de las generales? ¿Se dejaba rodar el calendario político y radiofónico, que estaría finiquitado en mayo, con nuevo gobierno y el verano a la vista? ¿O se hacía el cambio al terminar la temporada y empezaba la siguiente el nuevo director? ¿Se iba Luis en julio de 2003 o en febrero de 2004?
Luis y yo lo hablamos con calma —relativa, porque urgía tomar decisiones— y llegamos a la conclusión de que lo que más nos convenía a los dos era que Luis llegara hasta febrero y, desde ahí al final de curso lo sustituyera yo, si la casa aceptaba. Viéndolo en perspectiva era evidente que tanto Luis como yo mismo jugábamos a que el sucesor fuera yo pero que no acabábamos de creérnoslo. Suponíamos que, dada la tradición quejumbrosa de don Bernardo por mi estilo al frente de La linterna, no me ofrecería la posibilidad de triplicar sus disgustos al frente de La mañana. Pero, al mismo tiempo, deducíamos racionalmente que, siquiera de forma temporal, el sustituto natural de Luis era yo, buen amigo suyo y, sobre todo, director del segundo programa de la cadena, que era el único que sobrevivía a la lenta ruina de la COPE tras la muerte de Antonio y la defección de García. Por otra parte, en el área comercial había calado la opinión de que la única solución interna para que sobreviviera la cadena era intentar el curso siguiente, a la desesperada, recuperar medio millón de los oyentes perdidos en La mañana desde la muerte de Antonio, y que el único con características zootécnicas —agresividad, garra política y sensibilidad comercial— para tan dura lidia venteña era yo.
Pero ¿quería yo? ¿Quería Luis? En realidad, a lo que seguíamos jugando no era a colocarme una temporada, o media, en La mañana, sino a conservar La linterna. Visto en perspectiva, ni Bouvard y Pécuchet metidos a figuras de la radio hubieran alcanzado nuestros niveles de idiotez. Y durante todo el mes de junio hicimos lo posible y aun lo imposible para conseguir que La mañana la dirigiese cualquiera… menos yo.
Luis tuvo entonces una conversación con Fernando Jiménez Barriocanal sobre su paso a la política, la temporada siguiente y su sucesión al frente de La mañana. La relación de ambos había evolucionado de una forma muy curiosa. Primero, de la desconfianza a la hostilidad; luego a la guerra fría con episodios incandescentes; después, a una paz recelosa, y, finalmente, tras los durísimos meses pasados juntos, a una forma cordial de convivencia y trato. La tesis de Barriocanal que a mí me expuso varias veces, pero no como oferta particular sino como análisis general del drama de la COPE, era que Luis era a la vez la solución y el problema. La solución a corto plazo porque era la única figura de consenso; el problema a largo plazo porque, tras la salida de García, si La mañana no funcionaba toda la cadena se hundía. Y Luis no podía más.
Yo le decía que con lo que no podía ni Luis ni nadie era con la desconfianza de la casa y las puñaladas internas, que la propiedad debía tomar la decisión de mantenerlo o quitarlo, pero no tenerlo en una especie de cuarentena ilimitada. Nadie aguanta tantas horas diarias en directo delante del micrófono cuando ni él ni el micrófono tienen claro qué hacen allí. Fernando decía que sí, que tenía razón pero como si no la tuviera. Don Bernardo nunca le iba a decir a Luis que se fuera, porque le daba pavor el agujero que podía dejar. Si Luis no se iba, no lo echarían, y Luis no se iba porque don Bernardo le pedía que se quedara. ¿Solución? No había solución. Salvo que se fuera Luis porque quisiera irse. Y vuelta la burra al trigo: yo, que cómo iba a irse si le pedían que se quedase; él, que cómo iba a quedarse si las cosas seguían tan mal; yo, que le dieran una salida clara; él, que la salida tenía que encontrarla Luis; yo, que, en resumidas cuentas, estábamos en manos de la Providencia; él, que en las manos de Dios, sí, eso siempre.
Todo este proceso lo llevamos con discreción absoluta, lo cual significa que además de los cuatro implicados no lo sabrían más allá de quince o veinte personas. Como la mayoría vivía el asunto como lo que era, un drama donde se jugaba el ser o no ser de la COPE, su significación y su nómina, nada trascendió a los medios. Milagro.
La decisión o, más exactamente, el final de la indecisión se produjo por la imperiosa necesidad de decidir si, sabiendo que Luis pensaba dedicarse a la política, seguía en la radio hasta febrero, cuando salieran las listas, o la dejaba al terminar julio. Creo que ahí se impuso el criterio de Barriocanal, bastante lógico: era difícil mantener en absoluto secreto la candidatura de Luis y, de hacerse pública a los pocos meses de empezar la nueva temporada, la situación para la empresa sería desairada y perjudicial. En consecuencia, si Luis dejaba el programa en julio (y estábamos ya en junio) la COPE debía hacer lo que llevaba un año dilatando: elegir sucesor. Había que planificar la próxima temporada, crear el nuevo equipo, contratar, despedir, fichar y licenciar. No menos de treinta personas se verían afectadas por el cambio. Había, pues, que decidir un cambio y pactar todos los demás, si no se quería añadir a los ya graves problemas de la casa un serio conflicto laboral entre los trabajadores fijos, aparte de los colaboradores.
La llamada de don Bernardo
No sé los días que estuvieron debatiendo el asunto o si lo tenían debatido ya. Ni me lo han querido contar ni yo he querido averiguarlo. En todo caso, los tres que, en buena lógica, tomaron la decisión debieron de ser don Bernardo, Barriocanal y Rouco. Por alguna razón que probablemente se limitase al verano y al pesimismo ambiental, volvieron a arreciar los rumores sobre la marcha de Luis, bien a Antena 3, bien a TVE, bien a la dirección de Las Provincias. Eso era bueno porque no adivinaba la verdad, pero era malo porque ponía en marcha las quinielas de los sustitutos, que básicamente éramos Carlos Herrera, Luis del Olmo y yo. Había opiniones para todos los gustos. Me sorprendió que me salieran amigos desconocidos, sobre todo de la administración o de publicidad, que me palmeaban la espalda en los pasillos. Pero no eran del género adulador sino adivinador. Unos, optimistas, me daban la enhorabuena porque estaban seguros de que en septiembre estaría haciendo La mañana. Otros, pesimistas, se lamentaban porque si venía Carlos Herrera no salvaría la COPE y si venía Luis del Olmo, menos. ¡Si los curas tuvieran cabeza! Pero claro, como yo no iba a misa, iban a dejar que algún beato cerrase la empresa, se veía venir. ¡Si de ellos dependiera! Pero…
A mí aquellas interpelaciones afectuosas me dejaban atónito. Primero, porque eran sinceras, ya que nada ganaban ni perdían si yo sustituía a Luis. Salvo su empleo, dirá alguno. Pero, en realidad, no estaba en su mano decidir y, además, muchos lo daban ya por perdido o mantenido a la baja en otra empresa. Entonces empecé a recordar casi obsesivamente lo que me había dicho Eugenio Galdón en el funeral de Antonio: que me tocaría sucederle en La mañana. ¿Y si fuera verdad? ¿Y si el destino sólo se hubiera tomado el tiempo necesario para dejarme aprender el oficio y acostumbrarme a la idea?
No. Eso no podía pasar —me decía— por la sencilla razón de que… no iba a pasar. Si tanta inquietud les provocaba a los obispos La linterna, no iban a correr riesgos cardiovasculares entregándome el buque insignia de la COPE. Con graves vías de agua y peligro inminente de zozobrar, cierto, pero ¿cuándo se ha visto una timba de obispos apostando y arriesgando? Un testigo imparcial y racionalista habría dicho que, después de cinco años dirigiendo el segundo programa de la casa, nada raro habría en que me encargaran el primero. Pero yo ya había asumido mi condición de maldito oficial y no me hacía ilusiones. Además, ¿las tenía?, ¿quería intentarlo? No, puesto que no hacía el menor esfuerzo por conseguirlo. Si los curas querían correr el riesgo, ya me llamarían.
Y entonces don Bernardo me llamó.
Se lo dije a Luis y se quedó muy sorprendido. Nadie le había dicho nada, lo cual podía significar que no querían que le adelantase la noticia a su amigo o que no querían darle el disgusto de decirle que no habían elegido a su amigo sino a otro con el que seguramente se llevaba mal. Era extraño el hermetismo.
—Yo, Fede, creo que sólo hay dos posibilidades: que, contra lo que pensábamos, te pida que hagas La mañana o que, puesto que no te la encargan y tienen mala conciencia, quieren tener el detalle de decirte a ti el primero a quién han elegido.
—¿Y para qué?
—No sé para qué, pero quizá puedo imaginar por qué.
—¿Por qué?
—Porque son así. Para bien o para mal, sencillamente, son así. Y no van a cambiar su forma de actuar por la COPE, que es un episodio menor en dos mil años de episodios mayores. En fin, mañana lo sabremos. Ponte en lo peor; y si sale bien, mucho mejor.
—¿Y qué es lo peor?
—Eso lo teníamos que haber pensado antes. Lo hemos hecho fatal, sobre todo yo.
—Bueno, mañana salimos de dudas.
—¡Dios te oiga! Sería la primera vez.
Al día siguiente, don Bernardo se empeñó en desmentir a Luis. Para empezar, no nos vimos en la atmósfera vagamente lúgubre, ambarina y friolenta de otras tardes, sino en esa especie de resol de mediodía que se instala en Madrid desde las doce de La mañana hasta las seis de La tarde, incluso dentro de las habitaciones más frescas y oscuras. Todo era luz, lo que, de paso, ilustraba la extremada modestia del mobiliario. Y el cura, para rematar los cambios, estuvo concretísimo, sin sombras, a juego con el día:
—Federico, como estás al cabo de la calle, no tengo que contarte nada que no sepas sobre la marcha de Luis. Así que te he llamado porque tengo el encargo de decirte, de pedirte, que desde septiembre te hagas cargo de La mañana, si es que te ves con fuerzas para ello. Yo ya he dicho que ánimo te sobra, pero entiendo que es un cambio muy grande. Así que, dicho lo fundamental por mi parte, te toca a ti. Tú dirás.
—Don Bernardo, por ir también al grano, en primer lugar, gracias. No lo esperaba y les agradezco mucho la confianza. Sólo este ofrecimiento ya justifica todos estos años en la casa. Pero puesto que vamos contrarreloj, le pido cuarenta y ocho horas para contestarle. Antes tengo que hablar con mi mujer, porque, como supondrá usted, el cambio en mi vida cotidiana, es decir, la mía y la de mi familia, sería morrocotudo.
—Lo entiendo perfectamente. Cuarenta y ocho horas.
—¿No hay nada más que tenga que decirme?
—¿Te refieres a contratos y demás?
—No, ya sabe que eso para mí no es lo fundamental. ¿Algún mensaje más?
—¿Del Cardenal, quieres decir?
—Por ejemplo.
—Hombre, no puedo ocultarte que este paso no lo daría yo sin su apoyo y petición expresa. En esta casa, aunque algunos no se lo crean, y aunque tú mismo lo dudes, se te aprecia de verdad. Y no sólo yo. El Cardenal valora muchísimo la labor que has hecho en La linterna, lo de la economía y la cultura, por supuesto, pero sobre todo el nivel intelectual del programa sin perder garra ni audiencia, al contrario. En fin, no necesito halagarte los oídos. A las pruebas me remito. Piénsalo, habíalo con tu mujer y contéstame cuando puedas. Bueno, cuanto antes, mejor.
—Lo haré, muchas gracias.
—Gracias a ti.
Y eso fue todo. Salí en medio de aquella luz donde flotaban las minúsculas partículas de polvo como si yo fuera una más de aquellas pequeñas vidas de verano. Me acordaba de los versos de Bécquer: «Los invisibles átomos del aire / en derredor se agitan y se inflaman». Mi vida se agitaba de nuevo y podía inflamarse del todo. Parecía como si después de aquel 2 de mayo de 1998 en que perdimos a Antonio, el destino se entretuviera jugando conmigo, con nosotros. Yo tenía ahora la libertad de decidir, pero antes se habían producido tales circunstancias y tantos hechos inesperados hasta abocar en esa posibilidad que, por fuerza, uno tenía conciencia de emplazado. Vi que el amable merodeo lírico había terminado y que se imponía el vértigo de la acción, el dejarse llevar por la intuición y confiar en lo que inconscientemente ha ido uno madurando en el tráfago de los días. La verdad es que la magnitud del reto y, sobre todo, la confianza que me daba dejar de ser el patito feo, el malo bueno, el personaje que sobre la persona se crea siempre en estas vidas de escaparate, me animaba muchísimo a aceptarlo. Pero antes, tenía dos conversaciones pendientes. La primera, la fácil, con Luis:
—Me ha ofrecido La mañana.
—Qué bien, qué bien, qué bien. Pero ¿cuánto has estado? ¿Un minuto?
—Cinco o seis. No más. Parecía otra persona. Concreción máxima. Un Gracián.
—Sin condiciones, ni acotaciones, ni sugerencias ni peticiones.
—Ninguna. Supongo que si han dado el paso, es con todas las consecuencias.
—Desde luego. Chico, déjame hacerme a la idea. ¡Ah! Y, a todo esto, ¿tú qué le has contestado?
—Que tengo que hablarlo con mi mujer.
—¿Y qué crees que dirá María?
—Que no.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Lo primero, ver cómo me dice que no. Luego, ya veremos.
—¿Tú tienes claro si quieres?
—Me apetece, pero porque estoy chapoteando en el halago de la oferta. Ahora vendrá Paco con la rebaja. Me voy zumbando para casa, no sea que se me vaya al cine.
—Llámame con lo que sea.
—Te llamo.
Al llegar a casa, no había nadie. Los niños estarían trabajando en su verano y María quizá se habría ido al cine. Pero no, porque apenas abierto el ordenador para asomarme a Internet, oí la puerta al cerrarse. Por la falta de estrépito, no eran los niños.
—Siéntate, tenemos que hablar.
—¿Ha pasado algo grave?
—Pues sí y no, según se mire. Me han ofrecido hacer La mañana.
—Espero que hayas dicho que no.
—He dicho que me dejen dos días para pensarlo.
—No hay nada que pensar. Tienes que decirles que no.
—Bien, pero dime por qué.
—¿Que por qué? ¿Que por qué? ¿Pero tú es que quieres matarte? ¿Cómo te vas a levantar a esas horas si llevas treinta años levantándote a mediodía? ¿Tú te crees que puedes cambiar de golpe todo tu ritmo de vida? ¿Es que te has vuelto loco?
—No del todo. Por eso les he dicho que me dieran cuarenta y ocho horas.
—¿Y qué te ha dicho Luis?
—Está más sorprendido que yo. Pero dice que es una oportunidad extraordinaria, que profesionalmente es el no va más, que es el espaldarazo definitivo. O sea, que sí.
—¡Claro, como a él le ha ido tan bien! ¡Pero si lo ha pasado fatal! ¡Si se va a la política porque esa vida no hay quien la aguante! ¿Y no puede él, que siempre ha tenido una vida ordenada y unos horarios normales, y vas a poder tú, que eres un desastre, que llevas la vida al revés, que desayunas a la hora de comer? De verdad: te has vuelto loco.
—Bueno, ahora dime lo que tienes en contra.
—¡Vete a la porra! Que me divorcio, que me separo, que me voy. ¡Ni se te ocurra!
—Tranquila, no me he comprometido a nada. Déjame que lo hable con Luis.
—Habla con Luis y con quien quieras, pero tienes que decirles que no. Y mejor mañana que pasado. ¿No ves que es tu salud? ¿No ves que es absurdo hasta discutirlo?
—De salud, en mi modestia, estoy mejor que nunca. Soy un asceta, un eremita.
—Bueno, pues no quiero que empeores. Tus hijos están entrando en la edad difícil y yo quiero que tengan padre. Después de todo lo que hemos pasado, no creo que sea mucho pedir. Y aunque lo fuera. Estamos bien así. No necesitamos más. Diles que no.
Hablé con Luis, que andaba aún perplejo. No quería llevarle la contraria a María porque no quería tener esa responsabilidad si luego todo salía mal. Ella llevaba razón: era una vida invivible, al menos para él. Pero no lo había sido para Antonio y podía no serlo para mí. Tenía que decidir yo.
—Voy a decirle al cura que no.
—Pues cuanto antes, mejor.
Volví de nuevo al despacho. La luz seguía ahí, pero más descarnada, vulgar y arrasadora. O, simplemente, más real.
—Don Bernardo, lo siento, pero no puedo hacer La mañana. Mi mujer dice que si acepto, se divorcia. Que no podría resistir físicamente el ritmo de La mañana. Y dada la crisis de la familia, no creo que la COPE quiera incurrir en esa responsabilidad.
—No, hijo, no. La familia es lo primero. Eso trastoca todos nuestros planes, claro; pero es un argumento contra el que yo no puedo nada. Lo lamento, pero lo entiendo.
—Por supuesto, cualquiera que ustedes elijan para La mañana tendrá mi colaboración, en los términos que él y ustedes quieran. Y gracias de nuevo.
—A ti, hijo. Y si tu mujer cambia de opinión, dínoslo. Pero que cambie pronto.
—Lo haré. Si se produce el milagro, usted será el primero en saberlo.
Bajé en el viejo ascensor acristalado, como para darme tiempo a pensar en lo que había hecho. Luis me estaba esperando. Nos encerramos con el aire acondicionado.
—Hubo una vez un Papa que, después de ser elegido, rechazó la tiara. Y Dante en La divina comedia lo mete en el Infierno, si no recuerdo mal, por haber hecho «il gran rifiutto». Queda más fino en italiano que en español: rechazo, rifiutto. Mejor en toscano.
—Y tú, ¿cómo te has quedado?
—Regular. Después de rechazar La mañana voy a tener muy poca fuerza para defender La linterna cuando lleguen dificultades, que llegarán. Y tú ya no estarás ahí.
—Evidentemente, es el fin del modelo. Tú eres el único que queda de los que nos hemos acostumbrado a galopar en terrenos abiertos, pastar en libertad y todo lo demás.
—Tú crees que, al no aceptar La mañana, acabaré perdiendo La linterna.
—Hombre, ya sabes que todos los programas tienen muchos novios. Si fichan a Carlos Herrera, no. Pero no lo van a fichar porque es muy caro, porque él arriesgaría mucho y porque, si quisiera arriesgar, supongo que ya lo habrían fichado hace un año. Si traen a Luis del Olmo, que tampoco creo, porque ahora en la COPE tendría poco que ganar y mucho que perder, entonces sí. Te echaría para que no le hicieras sombra, como Zarzalejos en ABC. A ti ya te han ofrecido La mañana y eso es irreversible. Aunque no la hagas, siempre serás un candidato a hacerla. O sea, un rival y un peligro.
—A lo mejor si se lo explicas tú a María, cambia de opinión. Últimamente se ha puesto muy de moda despedirme. Y no es lo mismo un buen pasar en La linterna que andar dando tumbos por ahí. Sin contar con que para Libertad Digital sería horrible que saliera ahora de la COPE. Dentro de unos años, no. Pero este año o el que viene, sí.
—¿Lo has hablado con Recarte, Javier Rubio y los demás?
—Se lo he dicho.
—¿Y qué han dicho ellos?
—¿Qué van a decir? Nada. Supongo que la consternación se lo impide.
—O sea, que veo que acabas de decir que no y ya has empezado a arrepentirte.
—Empiezo a ver claro lo que puedo perder. Y no es sólo La linterna.
—Pero María es una persona muy razonable. Si le explicas esto, lo entenderá.
—Mi crédito en ese banco está bastante agotado. A ti te haría más caso que a mí.
—Bueno, inténtalo tú y dile que yo me presto a explicarle todo lo que quiera.
—¿Tú ves también que se trata de ir a todo o nada?
—Sí. Y tengo una mala conciencia horrible por no creer que podían ofrecerte La mañana y haber previsto todo esto mucho antes.
—Bueno, a lo mejor ya no tiene sentido esta charla porque han elegido a otro.
—Hasta hace unas horas, no. Tampoco creas que esto es un chollo. Para los inéditos, sí; para las figuras, no. Y lógicamente, lo que quieren aquí es una figura hecha. Pero ¿tú lo quieres de verdad? ¿Te ves haciéndolo?
—Si las cosas van mal, yo me veo rumiando toda la vida por qué no acepté el reto.
—Pues entonces vuelve a hablar con María, explícaselo y dile que me llame.
—Comprueba con el cura de la cárcel que la silla eléctrica aún no tiene huésped.
—Y tú dile a la presunta viuda que el velorio va para largo. Que probar no cuesta nada y que, en el futuro, siempre podrás reprocharle, y con razón, que te hiciera perder tu gran oportunidad profesional. Yo creo que es un argumento irrefutable, devastador.
Lo fue. En el mismo sofá, a la misma hora, pero con un tono más relajado:
—Mira, María: yo ya le he dicho que no al cura como tú querías, o sea, que no puedes decir que no te haya hecho caso. Era la mejor oportunidad profesional que puede darse en España y la rechacé por ti. Vamos, porque tus argumentos eran buenos y porque contábamos con seguir en La linterna, en el proyecto de Libertad Digital…, vamos, como ahora. Pero hemos estado analizando la situación con Luis y vemos que, después de la oferta, esto es a cara o cruz. O cojo La mañana, al menos hasta Navidad para probar si lo aguanto y, si aguanto, hasta julio a ver si funciona, o mis días en la COPE están contados. La linterna no dura ni un año.
—¿Y cuánto vas a durar tú?
—Depende de lo que me cuide y de lo que me ayuden en casa. Habla con Luis.
—Por lo visto ya lo tenéis muy hablado.
—Sí. Pero habla con él.
—Ya hablaré, aunque no sé para qué, si lo habéis decidido ya.
—Oye, María, no me pongas las cosas todavía más difíciles. Lo normal es que para Navidades lo haya dejado. O que en julio se acabe el invento. Pero en la COPE no podrán decir que no lo intenté. Volveré a La linterna y tan amigos.
—Pero bueno, y a ti ¿desde cuándo te interesa dirigir La mañana?
—Desde nunca.
—¿Entonces?
—Tampoco me interesaba dirigir La linterna y ya ves: cinco años llevo.
—Nunca entenderé a los hombres. No sé qué intentáis demostrar. Estáis locos.
—Eso es verdad. Pero supongo que así funciona la especie.
—¿Y no te agobia jugártelo todo a cara o cruz?
—Pues no. La verdad es que no. No le debo nada a nadie. Si sale bien, bien. Y si no, pues también. No me moriré pensando que tuve una oportunidad y no la aproveché.
—Se supone que en Miami te acostumbrarás a madrugar.
—Por supuesto. Luego te contaré el plan de salud.
—Estás loco.
—Gracias.
Era verdad. Mientras procesaba la negativa, yo había ido dándome cuenta de que, en realidad, y a diferencia de lo que me sucedió en La linterna, no me agobiaba el reto. Al revés, me atraía. Supongo que, en realidad, disfrutaba ya del placer del miedo, droga tanto más adictiva cuanto más real sea el peligro. Pero desde el acuerdo con María, rematado en pocas horas con la empresa, había entrado ya en una etapa de febril planificación. Tenía claras algunas cosas: prepararme físicamente para levantarme a las cinco de La mañana; estar listo psicológicamente para ir a la guerra contra Polanco y seguir el modelo de Antonio Herrero. Además, tenía que diseñar en un mes un programa de seis horas diarias que empezaba en dos meses. Pero eso era casi lo de menos. Lo fundamental era prepararme mentalmente para el reto, porque una vez en el ruedo ya no había tiempo para pensar sino para decidir. En esos días me dio por releer libros de toros y me encantó la leyenda de «Desperdicios», del que se decía que un toro le dio una cornada de refilón en la cabeza y le dejó un ojo colgando. Entonces, el matador, sin mirarse ni afligirse, se lo arrancó del todo y lo tiró a la arena, diciendo:
—¡Bah, desperdicios!
Y con «Desperdicios» se quedó. Qué tío.
Claro que no sé cómo llevaría aquel héroe suicida las cuentas del negocio. También entonces sería peor arreglar una cuadrilla que hacer frente a un miura. Aunque ya lo había vivido en La linterna, el proceso de hacer un equipo nuevo para un programa de radio de la envergadura de La mañana era complicadísimo. Había que respetar a la gente de Luis, tenía que llevarme de la noche a mi equipo de confianza, debíamos licenciar a los tertulianos de Luis para traer a los míos y a los nuevos. Un lío. Yo contaba con Luis pero ¿quién iba a hacer La linterna? Cuando lo supe, no me lo creía:
—¡Apezarena! ¡Luis, que el cura ha vuelto a poner en La linterna a Apezarena!
—Oye, Fede, ya sé que es un desastre, que lo fue antes de ti y que seguramente volverá a serlo, que es un fracaso anunciado y todo lo demás, pero métete una cosa en la cabeza: tú ya no eres el director de La linterna, tú no puedes tutelar La linterna, tú tienes que olvidarte de que alguna vez dirigiste, inventaste o reinventaste La linterna. Tú eres el director de La mañana, sólo de La mañana y nada más que de La mañana. Olvídate de todo lo demás, pero sobre todo olvídate de La linterna. El resto, déjamelo a mí. Yo también tengo tribu que proteger y cuyo futuro debemos pactar tú, Apezarena y yo. Mi tesis es sencilla: cambian los jefes pero no cambian los indios. Las dos o tres personas de confianza y nada más. En esta primera temporada, los fijos tienen que seguir donde están. La siguiente, si llegamos vivos, ya se verá. Lo peor sería ahora un follón laboral. Juremos ante don Bernardo, que eso le impondrá a Apezarena, que tú respetarás a mis indios y él respetará a los tuyos. Hagamos sólo los cambios que sean necesarios.
—De acuerdo.
—Pero tú tienes que olvidarte, pase lo que pase, de La linterna y de Apezarena.
—De acuerdo.
—Y ahora tienes que decirme qué piensas hacer con mis tertulianos. A diferencia de los fijos, aquí debes cambiar todo lo que quieras, buscar gente en la que confíes y con la que puedas pasar a gusto cinco horas diarias, que son muchas horas.
—Seis horas, Luis. Cinco, no; seis.
—¿Quieres empezar a las seis? ¿Estás seguro?
—Quiero probar. Total, como nunca he madrugado, me da igual levantarme una hora antes o después.
—Si puedes, será un milagro que yo no envidiaré. ¿Y en cuanto a los tertulianos?
—Tienes razón, hay que licenciarlos a todos y luego rescatar a algunos. Quiero contar con los míos de la noche y fichar nuevos. Pero en los tuyos me tienes que ayudar.
—No te preocupes. Si tú quieres, yo me encargo de despedirlos a todos.
—Quiero. Tú te ganas el cielo y yo gano tiempo, que buena falta me hace.
—¿Sigues pensando en rescatar a Carmen Martínez Castro?
—Sí, en el caso de que ella quiera. En mi equipo hay ya muchos roces entre las que me quiero traer, y si además deben coexistir con Marga, Mercedes, Beni y otras tuyas, creo que la figura de autoridad que mejor podría pastorear la transición es Carmen.
—Te haré de mediador. Tengo que compensar mi ceguera en el tracto sucesorio.
—Sé que no eres generoso sino egoísta. Lo que quieres es evitar el Infierno e incluso el Purgatorio. Por cierto, creo que los teólogos lo han recalificado. ¿Qué va a hacer la clase media moral?
—Déjate de herejías y de sutilezas teológicas. Por cierto, me dicen que te vas a Santiago con don Bernardo y Barriocanal, a predicar la buena nueva a los comerciales.
—Nos vamos todos. Aquello puede ser un aquelarre que ríete de Zugarramurdi.
—Mañana, ¿no?
—Mañana.
La música de La mañana, las promesas y los fichajes
Las convenciones de la COPE, que es lo que se celebraba en Santiago ese mes de julio, funcionan de una forma muy rara, aunque por lo visto es igual de rara en todas las radios. A veces van cien directores regionales y comerciales y otras veces llegan casi a trescientos, no sé si porque van con la alternativa sentimental o con la legítima para hacerse perdonar la solución alternativa. Todo depende de cómo vaya la casa y dónde sea la convención: si es en Baleares o Canarias, lleno; si no es sitio de playa, los justos, sin pareja y excusas piadosamente aceptadas. En estos últimos años, es todo bullicioso y formal, aburrido y pasable. Pero en aquel verano de 2003 el bullicio era de camposanto y estoy seguro de que para nadie era aquello un viaje de placer. Los directores teníamos que presentar nuestros proyectos para la próxima temporada, pero de los cuatro grandes programas diarios, sólo Abellán seguía en los deportes y Cristina continuaba en La tarde. Apezarena dirigiría La linterna y yo tomaba el relevo de Luis en La mañana. La expectación se centraba, lógicamente, en las novedades. Sobre todo en ver qué podía hacer yo para enderezar el rumbo de la empresa, si es que todavía se podía hacer algo.
En el avión a Santiago fui apuntando en la última página de un libro las cuatro cosas que debía decirles a los directores de emisora, gente a la que no se puede engañar, porque las ha visto de todos los colores, ha asistido al entierro de formidables proyectos, muchos de ellos antes de nacer, y no compra duros a cuatro pesetas. A veces, ni a cinco. Antes de entrar en la sala donde se arengaba a las descreídas huestes coperas, estuve sentado un rato con Barriocanal en la puerta y creo que sólo entonces me di cuenta cabal del desengaño generalizado y de la escasa confianza en el futuro que había en todos los ámbitos. Lo único que me pidió fue que dijera que iba a cumplir los horarios para que las desconexiones locales, que dan paso a su publicidad, no se quedaran fuera de tiempo un día tras otro. Julián Velasco, jefe de los comerciales, me pidió un concurso, porque los concursos siempre habían funcionado bien de audiencia y podríamos patrocinarlo. Y don Bernardo me había pedido que, sobre todo, transmitiera tranquilidad y confianza. Yo estaba bastante tranquilo y tiendo a confiar excesivamente en mis posibilidades, pero el problema no estaba en el emisor sino en el receptor, que había perdido mucha fe.
En un momento dado, se oyeron unos tibios aplausos. Y Barriocanal me dijo:
—Bueno, te toca a ti. A ver si los animas un poco.
—Voy a prometer sangre, sudor y lágrimas.
—Eso está bien porque te dará credibilidad, pero si, además de lágrimas, les prometes alguna alegría, tampoco vendrá mal. Llevan ya mucho disgusto encima.
—Y los horarios.
—Eso es fundamental. Les gustará mucho oírlo. Si lo cumples, ni te cuento.
—Y el concurso que me ha pedido Julián.
—Sí, tienes que decirles algo sobre el tramo de magacín, de diez a once, que está mal.
—No voy a lanzarme de cabeza a jurar el Ideario.
—No, porque no te creerían, pero un guiño a don Bernardo tampoco vendría mal.
—Bueno, pues vamos allá.
La entrada en la sala fue sumergirse en una oscuridad tibia, algo amodorrada, en un ambiente de interés sin pulso, enervado, si no directamente anestesiado. Al subir al atril, creo recordar que hubo aplausos de cortesía, vigorosos aunque no abundantes. Lo interpreté como un gesto de los muy partidarios a los enemigos, para demostrar al «pantano» que el cambio tenía más adhesiones de las que parecía. Pero con aplausos y todo, apenas se logró que el aire de velatorio se convirtiese en clima de extremaunción.
Yo empecé haciendo un chiste malo: que no les iba a prometer ningún milagro porque ésa era la jurisdicción de don Bernardo. Naturalmente, no cosechó ni una risa, salvo la protocolaria de don Bernardo y la mesa. A continuación, entré en materia: los objetivos que debía cumplir La mañana y en los que me iba a empeñar. Se hizo un silencio total y ahí es donde comencé de verdad mi primer programa de La mañana. Teatralice lo justo, hablando con toda la tranquila y feroz resolución de la que fui capaz:
—La primera de nuestras tareas —dije mirando al tendido de sombra, que era todo— será recuperar la agresividad, la garra de Antonio Herrero, que es el que inventó la radio mañanera y, en todos los sentidos, madrugadora. Ése es el camino para recuperar la audiencia que fue suya. Si del millón de oyentes que dicen que hemos perdido, la mayoría eran oyentes de Antonio, mi primer y último propósito será recuperarlos. Yo mismo empezaré a las seis de La mañana, no mi equipo, sino yo, despertando a los oyentes a voces, y si no basta, cogiéndoles por las solapas del pijama y sacudiéndolos. He firmado dos años de contrato y mi propósito es cumplirlo y cumplir ese objetivo.
»Si cumplimos ese primer objetivo, podremos abordar el segundo, que es convertirnos en alternativa a la SER. Naturalmente, no podemos competir en términos absolutos porque tenemos la mitad de emisoras y las que tenemos están en algunos casos obsoletas, pero eso es asunto que debe resolver la dirección, no yo. Mi tarea es convencer a todos, empezando por Iñaki Gabilondo, de que somos su alternativa real. Hoy, si nos creyéramos, que no nos podemos creer aunque algunos lo intenten, el EGM, somos la cuarta cadena de cuatro. Yo quiero que seamos una de las dos que hay que escuchar. Y lo vamos a ser. No importa lo que digan. Lo importante es que tengan que decir que nos oyen. Tenemos que ser una referencia imprescindible.
»El tercer objetivo es mejorar los ingresos publicitarios, para lo cual necesitamos tener audiencia e influencia; claro está, pero, además, tratar bien a los anunciantes. A mí eso no me cuesta, porque creo en el mercado. A mí la publicidad no me molesta; la disfruto. En La linterna hemos demostrado cómo, creando en una hora que carecía de precedentes y en un hueco de la programación nacional «La linterna de la Economía», se pueden conseguir grandes anunciantes, influencia y una audiencia con un target publicitario muy bueno. Ése es el modelo que, en un primer momento, vamos a seguir en La mañana, especialmente en la franja peor para nosotros que siempre, incluso en vida de Antonio y con Carlos Herrera al frente, ha sido de diez a doce. Me dicen que el gran reto, siempre anunciado y nunca cumplido por los directores de La mañana, es el de cumplir los horarios para hacer las desconexiones regionales o locales y que vosotros podáis gestionar la publicidad local, que es sustancial para la continuidad de la COPE. Yo lo cumpliré. Y, si no, el año que viene podréis echarme la bronca, que no podréis.
»El cuarto y último objetivo, para muchos el primero, es no deslizarse por la pendiente de la telebasura, que sería radio-basura, colocando como sus cuatro referentes teóricos a Caca, Culo, Pedo y Pis. Seguiremos teniendo humor, pero no derivará a lo escatológico sino a la sátira política y de costumbres. Y de diez a doce, el gran reto, vamos a hacer crónica rosa y vamos a hacer también crónica negra, vamos a hablar de amor y también de chismes, pero lo vamos a hacer con estilo, con clase. Yo le doy mi palabra, don Bernardo, de que La mañana será un programa que podrá oír un padre con su hija y una madre con su hijo sin sentir rubor, entretenidos pero no avergonzados.
»Hay un quinto objetivo, pero éste no me corresponde a mí, sino a vosotros: creer que la COPE tiene futuro, que vamos a salir de esta situación difícil, sí, pero no desesperada. Tenemos mimbres para hacer este cesto, y estos mimbres salimos de la propia COPE, sin grandes fichajes ni desembolsos que, además, no funcionan. Tenemos una audiencia limitada pero fiel. Hemos de ampliarla recuperando a los oyentes perdidos e incorporando a nuevos oyentes, especialmente jóvenes. Lo haremos, pero vosotros tenéis que creer en ese futuro como creo yo. Y venderlo. Y cobrarlo. Comprendo que en todos estos años habéis visto pasar por aquí a muchos predicadores que luego han sido incapaces de dar trigo. Yo no soy mejor que ellos, en muchos aspectos seré mucho peor, pero tengo claro el proyecto, sé o creo saber lo que hay que hacer y sólo os digo una cosa más: a las pruebas me remito. El año que viene estaremos celebrando la remontada. Así que muchas gracias y hasta el año que viene».
Hubo una ovación cerrada, corta pero sólida, con algún repunte sonoro vibrante de la minoría entusiasta. Luego, palmoteos en la espalda y alivio casi eufórico de Barriocanal, de Julián Velasco y, sobre todo, de don Bernardo:
—Eso que has dicho de que podrá oír tu programa el padre con su hija y la madre con su hijo me ha parecido redondo, un hallazgo. Eso sí que sería, vamos, estoy seguro de que será, cumplir el famoso Ideario. Muy bien, muy bien. Los has animado mucho, que falta les hacía y nos hace a todos. Muy bien, pero que muy bien. Estupendo.
Si he de ser sincero, yo estaba contento porque el discurso, viéndome como espectador y no como actor, me pareció convincente. Así que el primer animado fui yo mismo, que después de hablar quedé convencido de que tenía realmente un plan. El discurso había sido, en realidad, un acto de confianza en mis posibilidades y, sobre todo, vestir el esqueleto que había ido pergeñando en el avión y que llevaba rumiando desde que me planteé hacer el programa. Lo esencial de aquella experiencia fue que yo tenía que ser el primero en creer en mi proyecto, y que en eso radicaría el éxito o el fracaso de las dos horas que pensaba hacer solo, de seis a ocho; luego vendría la tertulia de ocho a diez; y después, lo que pudiera inventar de diez a doce. Pero el caballo, o la mula, que debía tirar del carro era yo.
No hay otro secreto para comunicar que creer en lo que comunicas y que se note, porque te haces respetar y, al final, se contagia. Pero del dicho al hecho hay un gran trecho y ése era el que teníamos que recorrer desde los novecientos mil oyentes que nos daba el EGM hasta el millón y medio que yo calculaba que nos hacía falta para consolidar esa segunda plaza que, además, fuera alternativa y antagónica de la SER. Esto era esencial para que los anunciantes no tuvieran más remedio que contar con nosotros no como segunda cadena sino como primera complementaria. Y debía quedar claro desde el principio: la alternativa a Iñaki Gabilondo tenía que ser yo. O parecerlo.
El fichaje de Pedro Jota y el problema del sueldo
Después del discurso compostelano y del espaldarazo anímico y empresarial que supuso la sombría convención, abordé el que consideraba fichaje estratégico esencial de la tertulia: Pedro Jota. Quedamos a comer en un buen restaurante llamado Arce, de ésos en los que el cocinero posmoderno actúa como rapsoda de sus propias creaciones:
—Tomadme esto. Es un huevo de codorniz con trufa que os estallará en el paladar. Veréis qué sensación más distinta, más original. Luego me diréis qué os parece.
Como yo en cocina no aspiro a descubrir sabores nuevos sino a repetir los que me gustan, decliné el premenú experimental en Pedro Jota, que es más probatinero. Así ganamos tiempo hasta que llegó la carne para mí, el pescado blanco para él y comimos. Le expliqué el plan para La mañana: Antonio Herrero apenas corregido y, si hacía falta, aumentado, aunque a mi medida. Y el papel fundamental que tenía él en ese proyecto si quería venir a la tertulia. No era jabón, aunque también, sino la convicción de que el aislamiento de la COPE que tanto tiburón había atraído se debía en buena parte a su falta de engranaje con otros medios, especialmente con El Mundo, que había sido nuestro socio temático en la última gran época de la COPE: el apocalipsis del felipismo.
A Pedro, que acababa de salir escaldado de la experiencia de Onda Cero, también le convenía el nuevo pacto con la COPE, sobre todo si yo conseguía darle otra vez el estilo cañero de Antonio y levantábamos la audiencia aumentando la influencia. El único obstáculo es que a Pedro, si hablábamos de un acuerdo de fondo, le parecía poco una tertulia semanal y quería dos. Pues dos. Sin embargo, quedaba un problema:
—Ahora, debemos abordar la gran cuestión: cuánto te pago por las dos tertulias.
—Pues, hombre, aunque a mí el dinero no es lo que más me importa, creo que está claro: cuanto más, mejor.
—Lo que más me preocupa es que yo trabajo para ti en el periódico y tú trabajas para mí en la radio. Para que nadie pueda decir que yo soy tu empleado ni tú el mío, te propongo pagarte lo que tú me pagues a mí, que, dicho sea de paso, no sé cuánto es.
—De acuerdo.
La primera prueba de que nuestra alianza iba en serio fue que, casualmente, me subieron el sueldo en El Mundo. No mucho, pero lo subieron. O sea, que nos lo subimos. Así quedó establecida la parte material, dejando que los acontecimientos fueran dictando el guión informativo. Ágatha, según me dijo Pedro, estaba encantada con que se viniera a mi programa, que según decía iba a ser un éxito seguro; y yo estaba encantado de que Ágatha estuviera encantada y venteara el éxito, que por eso lo tiene.
Luego quise hacer una sección diaria de prensa internacional, una cosa fina y de caché porque pensaba en una radio según el modelo de La linterna: para minorías influyentes, al menos el primer año, y que marcase la diferencia por línea política y nivel intelectual. Yo tenía previsto a Víctor de la Serna, pero entonces apareció Cayetana Álvarez de Toledo. Bueno, en realidad, el que apareció fue su marido, Juaco Güell, director financiero del Grupo Recoletos, que nos invitó a comer en el Hispano a Recarte y a mí, con Miguel Ángel Belloso, director de Expansión, y Tom Burns, su encargado de relaciones institucionales, buen escritor y liberal impenitente. Juaco estaba formado en los USA, se desayunaba con el Wall Street Journal, como Recarte, y seguía con fruición «La linterna de la Economía» y Libertad Digital. Por supuesto, como Belloso y Burns, amén de Recarte, defendía una alianza estable de la COPE y Recoletos, que todos queríamos pero en la que ninguno creíamos demasiado. Yo, nada.
Pero a la mañana siguiente, al terminar el programa de Luis y cuando ya se sabía lo de mi sucesión en la silla eléctrica de La mañana, estaba hablando con Lucía Méndez de posibles fichajes de mujeres de buen nivel intelectual para la tertulia y salió a colación la comida con Juaco. Le pregunté si conocía a su mujer, que había trabajado en la sección de Economía de El Mundo y que al final lo había dejado porque no contaba con el mínimo confort preciso de buen trato y coherencia intelectual.
—¿Que si conozco a Cayetana? Pero si es mi gran amiga. Te la presentaré. ¡Ah, la Princesita! Le gusta a todo El Mundo, así que supongo que a ti también, aunque creo que no es tu estilo. Pero vale mucho, acaba de terminar su doctorado en Historia con Elliot en Oxford, y tiene carácter; por eso acabó yéndose de Economía y de Pedro Jota. Yo no sé si en la radio puede funcionar, pero, oye, lo mejor es que la conozcas y… tú mismo.
Así fue como un domingo de aplastante calor del mes de julio, Recarte y yo nos fuimos a comer con Víctor de la Serna y Cayetana para hablar sobre las bases ideológicas y políticas de la sección de Prensa Internacional. Ella me pareció interesante pero —como había previsto Lucía— no me fascinó. Sin embargo, encajaba a la perfección con el perfil de mujer-empresaria viajada, instruida y competitiva que yo buscaba para La mañana. Así que la contraté. Es una gran trabajadora y desde el principio funcionó estupendamente, aunque la sección no cuajara porque no encontramos patrocinador comercial y enseguida empezó a llegar la publicidad normal. Pero unos meses después había vuelto a El Mundo (Pedro Jota no pudo resistir que yo tuviera lo que él había dejado escapar), se convirtió en una tertuliana formidable y además se destapó como columnista política. Es uno de los hallazgos de La mañana, aunque en aquel domingo de julio yo no pudiera sospecharlo, ni siquiera imaginarlo. Creo que ella tampoco.
Sobre la marcha, iba creando nuevas secciones. Pasé a Dieter Brandau, redactor jefe de Libertad Digital y alma del periódico, del resumen de prensa económica en La linterna a hacer lo mismo, más breve, en el horario de más audiencia, entre las noticias de las siete y media y los deportes. Lo hizo perfecto, da gusto oírle, y como es un gran forofo del Madrid hacíamos ambos la transición a los deportes que Abellán se comprometió a hacer diariamente, salvo el viernes, cuando El tirachinas viajaba. Y lo cumplió. El viernes lo sustituía Juanma Rodríguez, que se ha revelado en Libertad Digital como un gran columnista deportivo, quizá el mejor de España. Esos minutos tenían un sonido arrollador joven, vibrante, desenfadado pero sin chocarrerías. Justo lo que yo buscaba.
Lo más difícil era rehacer de nueva planta las dos horas del llamado magacín, de diez a doce. Mi obsesión era hacer espacios breves patrocinables a corto plazo, al estilo de «La linterna de la Economía», y que atrajeran una audiencia publicitariamente rentable. Me habían pedido los comerciales un espacio de medicina, así que llamé a mi médico Enrique de la Morena, un sanador verbal de los de antes, cuando se escuchaba a los enfermos, aunque se formó como especialista en análisis con Severo Ochoa. Y creamos «¿Qué me pasa, doctor?» con la ayuda de María Armada. Para ella hice «¡Qué bien te veo!», sección de belleza y salud. El fin de semana se llamó «La buena vida» y al frente se puso Víctor de la Serna, repesque a Carlos de Prada para la cosa ecológica, puse a Encarna Jiménez, del IVAM y el Reina Sofía, para las rutas culturales; y busqué un especialista en hoteles. Difícil, siendo honrado. Pero Víctor y Javier Rubio, cada uno por su lado, me recomendaron al mismo: Pedro Madera, un tipo estupendo y otra revelación en el micrófono.
Mi objetivo comercial y de audiencia para esas dos horas estuvo claro desde el principio: atraer a una joven empresaria y ejecutiva; y se plasmó en «Mujeres con iniciativa», que gestionó muy bien Rosana Laviada. Con ella e Isabel González hicimos otro espacio de interés social, «Gente que ayuda». Y el de cocina. Y el de espectáculos: cine, teatro y música para el fin de semana, con Andrés Arconada, Ayanta Barilli y Rafa Escalada. Y el de libros. Y «La buena educación», con Alicia Delibes, sobre enseñanza. En fin, una veintena de secciones nuevas. Pero las tres que me preocupaban más eran la crónica rosa, la crónica negra y el concurso. Para la primera recurrí a clásicos de la casa que me gustaban: Carmen Jara, Carlos Pérez Gimeno y Alaska; Beatriz Cortázar llegó un año después. Se trataba de cumplir una de las promesas a don Bernardo en Santiago: que una madre con su hijo o un padre con su hija pudieran seguir las revistas del corazón, de forma satírica y vivaz pero inteligente y amable, sin zafiedad, con malicia venial, toques satíricos y buen humor. Y yo creo que lo hemos conseguido.
Más difícil era resucitar la crónica negra o de sucesos, que yo había imaginado pensando sólo en Francisco Pérez Abellán. Me costó horrores encontrarlo, convencerlo y conseguirlo, pero al final lo logré y también en esa área cumplí la promesa al cura. Por fin, afronté lo más difícil: el concurso. Quería algo fino y con garra, delicado y efectivo, popular y con clase. O sea, cuadrar el círculo. Pero de pronto recordé a Ayanta Barilli llevando en la mano Carta a una desconocida de Stefan Zweig. Antes incluso de la crítica de teatro, su gran pasión, hacía en La linterna los libros de autoayuda y de quiosco, los premios literarios, las promociones y reediciones de novela popular que tan poco gustan a los críticos profesionales pero que son lo que lee la gente. Y lo bordaba: es capaz de abordar los asuntos más horteras o escabrosos con ese toque de gracia y buen gusto que parece reservado a las romanas, y que acaso lo esté desde hace dos mil años.
Lo hablé con ella y perfilamos un concurso de cartas de amor con canciones de amor a petición de los oyentes y que irían intercaladas entre las cartas y fragmentos de grandes escenas de amor en el cine. Lo titulamos «Un año de amor», y en publicidad, como me aseguró Julián Velasco, encontraron de inmediato patrocinador y premios en una agencia de viajes. Como Ayanta y yo somos de generaciones distintas y cada una tiene sus canciones de amor, me lancé a Internet a grabar los éxitos de ayer y anteayer que me gustan y que no estaban en los archivos de la casa. En la Red, buceando en MyKazaa, fui un feliz esclavo sentimental. Es la hora a la que más tiempo he dedicado, con la que mejor lo paso y, desde el principio, se convirtió en símbolo de La mañana que yo buscaba: culta y popular, con gracia, delicadeza y buen gusto. Es decir: Ayanta.
«Suspiros de España» y la música del programa
Todas las sintonías de las secciones del programa las busqué yo. Y no es que no haya excelentes técnicos en la COPE, que los hay como en todas las radios, sino que la idea, el aire y el aura de un programa nuevo sólo lo entiende el director y sólo si es su inventor. Un técnico puede ayudarte, pero seleccionar la música que puede identificar a un programa y a un comunicador depende esencialmente de la imagen o el sonido que quieran transmitir. Lo mismo que en televisión la imagen, los planos, los colores, los matices, el grafismo, el estilo de vestir de los presentadores y hasta el estilo del público que asista al programa son tan importantes como el guión o más, en la radio es esencial, o a mí me lo parecía, que la música del programa diera una imagen cabal del mismo asociada al comunicador que es el ancla y la vela, lo que atrae o repele al oyente.
En las dos horas del magacín, lo importante era dar con un tipo de canciones adecuado a lo que yo soy, es decir, por dónde estéticamente voy, porque en radio resulta fundamental que el presentador o conductor concuerde al cien por cien con el programa. Sólo eso le da credibilidad. Yo opté por un registro muy particular, que son las canciones de los cincuenta a los setenta, siempre que mantuviesen vigencia y actualidad. Como vivimos y vivíamos ya en 2003 un revival de las canciones de los años sesenta y setenta, mi gusto coincidía también con lo que estaba de moda. De otra forma, hubiera elegido un tipo distinto de canciones. Pero aunque muchas de ellas, casi todas, han desaparecido del programa, creo que tiene interés para los curiosos y los periodistas (antaño era lo mismo) recordarlas para entender ese aire, ese sonido que da sentido y estilo a la radio. Ahora sobreviven «Óigame doctor», de Fito Olivares, que encontré vagando por Internet en busca de temas con los médicos y la salud como argumento; «Un año de amor» en la versión de Luz Casal para Almodóvar (mejor que la de Mina); «California dreamin'» y «Camino Soria», de The Mamas and the Papas y Gabinete Caligari, para las rutas de fin de semana; «Love is a many splendor thing», de Andy Williams, para la crónica rosa, y «Paperback writer», de los Beatles, para los libros.
Han desaparecido tras cumplir uno o dos años «Itsi Bitsy, petit bikini», de Richard Anthony, para la sección de belleza; «Sentir», otra vez de Luz, para «Gente que ayuda»; «The young ones», de Cliff Richard y The Shadows, para «La buena educación»; «Money», de Pink Floyd, para «Qué hay de lo mío», y algunos más. Ah, y al pasar las rutas de fin de semana al miércoles, como nueva careta para el viernes «Stayin' alive», de Bee Gees. Cuando por las razones que luego contaré tuve que crearle una sección a César Vidal, «Historias de la Historia de España», que, además de sus «Enigmas de la Historia» tuviera una «Breve Historia de España para inmigrantes, nuevos españoles y víctimas de la LOGSE», elegí la canción del Dúo Dinámico «Resistiré», que es lo propio en el actual momento nacional. Y para «Grandes mujeres de la Historia de España», una producción trabajosísima y brillante que hace Ayanta Barilli con el gran técnico Juan Antonio Machado y otros compañeros de la COPE como Lola Pérez Collado que Ayanta ha agavillado en la redacción y que va entre la «Breve Historia» y los «Enigmas», tomé un fragmento de la sintonía del programa, «Suspiros de España», en la versión de Dyango.
De todas estas canciones, caretas, indicativos, ráfagas y demás piezas auditivas, lo esencial para mí era sustituir la sintonía habitual de La mañana por «Suspiros de España». Para ser precisos, por una entrada de medio minuto que fuera un pasodoble y, tras anunciar el programa y el director, no continuar con la misma canción sino pasar a un rock duro o muy rítmico que durase al menos otro medio minuto y siguiera hasta que yo entrara dando el buenos días a los oyentes. Se trataba de que hubiera dos ingredientes emotivos, sentimentalmente editoriales, que permitieran identificarse con el programa a los dos grupos que yo quería captar: todos los que quieren a la nación española, sea cual sea su edad, y todos los que quieren vivir a todo trapo, con fuerza y con furia, que suelen ser los jóvenes y, en general, la gente ganosa, animosa y echada pa’lante. El pasodoble y el rock eran el doble símbolo con que yo quería identificar a La mañana desde el primer sonido del primer minuto de la primera hora del primer programa.
Lo difícil era encontrar versiones de los pasodobles que yo quería y que, tras sonar medio minuto, permitieran el paso a un rock duro o muy vivo. El cambio de ritmo debía ser armónico aunque tenía que notarse el cambio. La bienvenida debía ser muy afectiva, y por eso el único pasodoble indiscutido era «Suspiros de España», que es una especie de himno civil nacional, a medio camino entre la copla y la Historia. Pero había que encontrar ese medio minuto que tuviera un aire vibrante y auroral, tradicional y marchoso. La idea primera fue que cada uno de los Cinco Días de la semana tuviera su entrada distinta, con su pasodoble y su rock. Los pasodobles elegidos, además de «Suspiros de España», fueron «El gato montes», «Amparito Roca», «Islas Canarias» y «Paquito chocolatero». Los cinco rocks asociados eran «My Sharonna», de The Knack; «Whole lotta love» y «Smoke in the water», de Led Zeppelin; «Pretty woman», de Roy Orbison, y «Proud Mary», de Creedence Clearwater Revival. Barajé otros candidatos, más al rock que al pasodoble: Iron Maiden, Celentano, Elvis, Little Richard, FourTops y Wilson Pickett, cuya «Land of 1000 dances», como el «Reach out, I'11 be there» o «Lucille», empezaron como candidatos indiscutibles y acabaron descartados porque eran mejores sueltos, solos, pero no engastaban bien con el pasodoble. Cuando por fin encontré medio minuto instrumental, pero no al principio sino casi al final de la versión de «Suspiros de España» por Dyango, tuve clarísimo que ése era el pasodoble primero. Y, tras hacer muchas pruebas, era evidente que su pareja de baile era «My Sharonna».
Hice, en plan casero, las mezclas, para ver cómo sonaban, y les di los datos a los técnicos para que con los locutores de la casa hicieran las caretas. Con esos pasodobles y muchos más rocks me grabé además un par de cedes para el walkman y ésa fue la banda sonora de mi cambio de horario. Una vez llegado a Miami y aprovechando el desconcierto del jet lag, desde el primer día me levantaba al amanecer, me ponía mis zapatillas, mi equipo de andar y mi walkman y me iba a la orilla del mar a ver los estrepitosos amaneceres del Caribe mientras andaba al ritmo de la música. Luego me iba al gimnasio a hacer bicicleta, siempre con la música elegida para la sintonía más otros rocks españoles como «Déjame», «La chica de ayer» o «Bailando» para darle ritmo al músculo. Yo no hacía deporte desde que representando a Aragón fuimos eliminados de forma aplastante por el equipo de Canarias en un campeonato nacional de fútbol juvenil. Algunos veranos de paseos por el monte de mi pueblo y poco más. Ahora me había convertido en un hombrecito maduro más, uno de tantos, que disfrazado de deportista se esforzaba en luchar contra el paso del tiempo o las malas costumbres. En mi caso, para fabricarme la costumbre de madrugar, que no había tenido en mi vida.
Pues bien, no sé si la música amansa a las fieras o las fabrica, pero a finales de agosto yo estaba acostumbrado a madrugar y con ganas de cambiar los auriculares por el micrófono. Y también para poner a prueba las distintas ideas, trucos y fórmulas de comunicación que había ido maquinando en esos largos, rítmicos e interminables amaneceres de Florida. No sé si llegué con fuerza a La mañana porque el entrenamiento físico había surtido efecto en una anatomía casi por estrenar o porque no sabía cómo acabar ya de pasear a solas por la playa oyendo rocks y pasodobles y pensando cómo competir con Iñaki Gabilondo y recuperar la audiencia perdida. El caso es que bajé del avión y me fui directamente a la puerta de toriles, a esperar al toro a porta gayola, un lance que nunca había apreciado mucho en la plaza, pero seguramente porque no sabía madrugar. En ésas, sonaron clarines y timbales, es decir, empezó a sonar «Suspiros de España» y, casi sin transición, «My Sharonna». Me fui hacia el toro, a jugármela, como le había visto hacer a Antonio y debe hacer cualquiera que pretenda triunfar en cualquier plaza. Lo peor que tenía el respetable público es que no estaba. Habría que despertarlo y arrastrarlo hasta llenar la plaza. Para eso estaba yo allí.