El etiquetador

«Ninguna regla se puede aplicar universalmente. ¡Ni siquiera ésta!»

EL TRABAJO QUE LE RESULTA más fácil al etiquetador es, como de su propio nombre se puede inferir, el de sacar la lengua, humedecer la etiqueta y pegársela en la frente de todo aquel que tenga la desgracia de relacionarse con él. Porque el etiquetador practica lo que podría denominarse psicoanálisis de fotomatón. Busca defectos en los demás —reales o imaginarios— para, en función de ellos, categorizar globalmente toda la personalidad de su víctima. Este oráculo de barraca ferial se cree dotado para definir a cualquiera que se cruce en su camino. No espera a que la gente pronuncie su primera estupidez o le maraville con sus ideas. Ni siquiera averigua previamente a qué signo zodiacal pertenece. Cree en su infalible olfato. En su ojo clínico. En la impresión a primera vista. La percepción de un mínimo gesto, una mirada, un «comentario» monosilábico o la forma de toser pueden ser base suficiente para que el etiquetador realice su celérico análisis. Este insoportable vidente es como la mayoría de meteorólogos: ¡Sólo aciertan cuando callan!

El etiquetador nunca conecta con su cerebro antes de opinar sobre alguien, del que puede, incluso, desconocer casi todo. Él se permite clasificar, sin necesidad de ningún desgaste neuronal, a cualquier persona con frases categóricas:

  • LÓPEZ ES UN VANIDOSO.
  • PEDRO ES UN VAGO.
  • JUAN ES UN PIJO.
  • GARCÍA ES UN INEPTO.
  • EL VECINO ES ODIOSO.
  • ESA PRESENTADORA DE TELEVISIÓN ES UNA CURSI.

La primera impresión es la que vale… ¡como generalización!

El etiquetador es superficial, irracional, injusto, tendencioso, maldiciente, crítico, despreciativo, insultón y, sobre todo, envidioso. Su incapacidad de razonar lo lleva a utilizar constantemente generalizaciones. Su simplista manera de percibir el mundo le hace dividirlo en «buenos» y «malos» y ¡listo! Aunque él sólo se ocupa de los segundos, ignorando la maravillosa diversidad y complejidad que encierra el ser humano. El etiquetador lo ve todo a través del agujero de un canuto y ni siquiera le hace falta luz para ver claro. ¡Porque siempre ve con la mirada torcida!

Así, el etiquetador define de un plumazo a sus amigos, compañeros y conocidos mediante la reduccionista regla de la simplificación y generalización. Intenta descubrir en ellos no las cosas que le unen, sino, precisamente, las que le separan o diferencia. Busca defectos y los exagera o los inventa en la medida que su envidia lo necesita. Una vez «descubierta» la característica negativa la eleva a la categoría de infalible diagnóstico. ¡El etiquetador no sabe que la psicología sirve para algo más que conocer la vitola del cigarro puro de Freud!

Este insoportable rotulista adjudica, sin el más mínimo rigor ni la más elemental prudencia, peyorativas etiquetas a todos los que con él se relacionan. Los trata, pues, como si fueran paquetes de mercancía con un único y peligroso contenido. Y es que el etiquetador vive como realidad aquello que cree ver, ha oído decir o, simplemente, imagina. La irracional e injusta pretensión de definir con un solo adjetivo la complejidad psicológica de cualquier persona es su principal y nefasta actividad social. En este sentido, su manía inquisitorial es ilimitada. El compañero de trabajo, por ejemplo, es para él un alcohólico para el resto de su vida, porque en una ocasión lo vio eufórico y con una copa de más. Su jefe es un marica porque no le gusta su aterciopelada voz. Y la esposa de un vecino, una zorra porque un día le sonrió por la escalera, según él, incitadoramente. Y así todo.

Como se ve, las formas que el etiquetador emplea para calificar a los demás llevan siempre una pesada carga de maledicencia cuyo objetivo es subvertir todo el sistema de valores. Ello perjudica gravemente la imagen de las personas con las que aquél trata o convive, y convierte las relaciones en problemáticas cuando las víctimas se enteran de sus descalificaciones. Pero su afán etiquetador no se limita a las personas de su entorno. También le gusta ridiculizar a los desconocidos. Sentado en una terraza de bar, por ejemplo, no dejará de hacer comentarios desagradablemente insultantes sobre la gente que pasa ante él o que comparte las mesas contiguas: «Fíjate en ésa, ¡parece una bolsa de basura con patas!». A continuación, se reirá de su propia gracia, esperando contagiar a su compañero de farra. Sin embargo, el etiquetador parece gozar, según sus víctimas, de algunas simpatías. Cuando va al zoológico, ¡los elefantes le tiran maníes!

La aplastante fuerza de lo «normal» y su razonable antídoto

Otra característica del etiquetador es que su afán calificador lo aplica no sólo para decir lo que las personas «son», sino que emite juicios sobre sus conductas, en cuyas frases incluye palabras como «SIEMPRE», «NUNCA», «JAMÁS», «TODO», «NADA» y «NORMAL», que pueden servir también para identificarlo. Algunos ejemplos son los siguientes:

  • SUÁREZ JAMÁS LLEGA PUNTUAL.
  • FERNÁNDEZ NUNCA AYUDA A NADIE.
  • TODO EL MUNDO LO HACE ASÍ.
  • LO QUE HA HECHO GONZÁLEZ NO ES NORMAL

El etiquetador no admite medias tintas. Cuando no aprueba una determinada decisión o algún punto de vista de alguien, lo reprueba en su totalidad. Y esta regla la puede extender a la globalidad de la especie humana:

  • TODOS LOS HOMBRES SON IGUALES.
  • A LAS MUJERES NO HAY QUIEN LAS ENTIENDA.

A la intransigente, rígida y conservadora mentalidad del etiquetador ni se le ocurre reconocer el derecho que tienen los demás a tomar decisiones distintas de las «normales» o «lógicas». Lo «normal» o lo «lógico» es un razonamiento al que el etiquetador recurre casi siempre para ayudarse a formar juicios sobre las personas y las cosas. La comunicación entre los amigos, compañeros de trabajo o la familia ha de regirse, según él, por determinados parámetros o hábitos que él conoce —los únicos que conoce— o en los que ha sido educado. Cualquier otra forma, el etiquetador la calificará de «anormal» o «ilógica». Su experiencia o idea la eleva a la categoría de patrón universal, convirtiéndose él en la medida de todas las cosas. Pero sus razonamientos tienen la misma lógica que lo que decía a sus empleados un inexperto director de zoo: ¡Las jirafas han de tomar el desayuno a las seis de la mañana si queremos que a las nueve lo tengan en el estómago!

Lo «normal» resulta poco convincente cuando están en juego nuestros deseos y sentimientos. Pero el etiquetador se aferra a este argumento cuando quiere convencernos para que cambiemos nuestra manera de actuar o pensar. Es un intento de manipulación para que usted haga lo que el etiquetador desea o le conviene. Y éste lo ratificará solemnemente con la siguiente frase:

  • ¡¡¡ESTO ES LO NORMAL!!!

Lo que equivale a decir que no hay nada más que discutir. El mensaje que trata de enviarle este maniqueo personaje es el de que usted debe ajustarse siempre a lo que es «normal» porque no hay ningún juicio mejor que ese. El etiquetador no sabe, ni le interesa saber, que su regla vulnera el derecho que cada persona tiene a actuar de acuerdo con sus deseos, aunque él «no lo entienda» o «no le parezca lógico». Nadie tiene derecho a interferir en las decisiones de otros. Ni nadie tiene que dar razones ni excusas para justificar una conducta que sólo afecta al interesado (ver «Corolario» al final del libro). Cualquier observador objetivo comprobará que la conducta «normal» de una persona es errónea para otra, y viceversa. Se trata, simplemente, de criterios. Pero las opiniones son como las nalgas: ¡cada uno tiene las suyas!

«Condenan lo que no entienden» (Quintiliano)

¿Por qué actúa así el etiquetador?

La forma que el etiquetador tiene de percibir a los demás está orientada hacia lo que el etiquetador no puede amar, comprender, o bien para defender sus intereses. Calificándolo a usted peyorativamente trata de impedir que sus propios amigos o conocidos sientan 1simpatía hacia alguien que no sea él mismo. Y su táctica, como se ha explicado anteriormente, es bien sencilla: Cuando, por ejemplo, el etiquetador le dice ERES UN IRRESPONSABLE, la frase comporta una segunda lectura: TODO EL MUNDO ESTÁ DE ACUERDO EN QUE USTED ES UN IRRESPONSABLE. Usted, entonces, empieza a cuestionarse y a dudar de sí mismo. Especialmente, si sus fallos le son advertidos con frecuencia por el etiquetador. Con ello pretende atacar a su autoestima y a su personalidad total, en vez de referirse al problema concreto que usted le haya podido crear o al aspecto específico que no le gusta de usted.

Pero, etiquetándolo a usted en su conjunto, cree poder eliminarlo socialmente. Tiene necesidad de categorizarlo para justificar su odio. Entonces él se sitúa por encima de usted y esto le proporciona una sensación de poder. El etiquetador es un resentido que siente celos y envidia de su éxito, su valía o de la simpatía que usted tiene. Se recrea, pues, en su tarea estigmatizadora porque es su mecanismo de defensa para sobrevivir él. Lo peor del etiquetador es que difícilmente brinda una oportunidad a quien ya ha etiquetado. ¿Cómo asumir el riesgo de rectificar y sentirse nuevamente mal?

ESTRATEGIAS DEFENSIVAS

¿Es «su carácter»? ¿su «forma de ser»? ¿o su «manera de hablar»?

A menudo las víctimas del etiquetador justifican su conducta con las frases que figuran más arriba. Tienen miedo de enfrentarse, son perezosas o creen que no es posible hacer cambiar al etiquetador. El cambio es perfectamente posible. Pero para que éste se suceda necesita usted cambiar primero. Esto es, no permitirle que el etiquetador siga siendo así. No alentarlo con su conformismo («es su carácter», «es su forma de hablar…»). Si usted pone barreras, puede hacer cambiar la conducta del etiquetador. Como quiera que éste es un híbrido entre el insultador y el chistoso, bastará que aplique la fórmula C explicada en el capítulo de estrategias del primero. ¿Se ha parado a pensar que estas personas son insoportables con usted porque usted se lo permite?