El perfeccionista
«Si uno aspira a la imperfección, tiene muchas posibilidades de conseguirla. Si, en cambio, aspira a la perfección, no tiene ninguna».
«NADA MERECE HACERSE a menos que se haga perfecto» es el lema que preside la conducta del perfeccionista. A este espécimen del zoo de insoportables no sólo le preocupa colocar correctamente los cuadros torcidos que ve en las paredes, sino que su comportamiento se rija por pautas altamente exigentes, que extiende a todos aquellos sobre los que tiene autoridad moral o legal. El perfeccionista está compulsivamente obsesionado por conseguir la excelencia en todo lo que hace. Cuida al máximo cualquier detalle por insignificante que éste sea. Cree que la vida es el arte de hacer un dibujo sin goma de borrar. ¡Es como ese artista que pinta sus retratos en papel milimetrado para que las orejas queden a la misma altura!
El perfeccionista es, por tanto, pretencioso, obstinado, dogmático, rígido, meticuloso e irrazonable. Ambiciona la Luna. Lo sabe todo. Nunca yerra. Busca el hombre o la mujer ideal, pues no concibe que ninguno de los dos no esté empadronado en este planeta. El perfeccionista mantiene ante la vida una actitud irrealista e irracional. Cree que todo puede preverse con exactitud. Lo malo de su postura es que, como veremos más adelante, afecta muy negativamente no sólo a sí mismo, sino también a los que viven a su alrededor. Si usted quiere identificar al perfeccionista, suele pronunciar frases como las que figuran a continuación, que implican casi siempre un «arrepentimiento inmediato»:
- TENGO LA SUFICIENTE EXPERIENCIA COMO PARA NO COMETER ERRORES.
- NADIE TIENE QUE ENSEÑARME NADA.
- NO ES NECESARIO QUE LLAMES A UN FONTANERO: SÉ PERFECTAMENTE CÓMO ARREGLAR ESTO.
- SÉ MUY BIEN LO QUE ME DIGO.
- NO ES NECESARIO QUE ACERQUES MÁS EL BOTE AL MUELLE. SÉ SALTAR PERFECTAMENTE DESDE AQUÍ.
- ADMITO QUE NUNCA ESTUVE EQUIVOCADO.
El cuento de nunca acabar
El perfeccionista habita en todos los terrenos y es muy fácil encontrárselo en el laboral. Si usted ha caído bajo el dominio de un jefe perfeccionista, no se le ocurra organizar un sistema de trabajo más rápido y eficiente que el que él estableció. Perfeccionar es una materia que le compete exclusivamente a él. Así, este tipo jamás tiene la oportunidad de elogiar el trabajo o el interés de sus subordinados. No sólo porque los considera incapaces de hacer algo correctamente, es decir, «a su gusto», sino porque su afán perfeccionista inmoviliza la acción de los demás por miedo al error. Este obseso de la perfección es el tormento de sus colegas y subordinados (incluidas las secretarias). Lo único bueno que tiene el perfeccionista es la alegría que procura a los demás cuando él se equivoca. Aunque, en su opinión, esto nunca sucede. El perfeccionista es un emulador de Bob Hudson:
«NO HE ESTADO NUNCA EQUIVOCADO DESDE 1961, CUANDO PENSÉ INDEBIDAMENTE QUE HABÍA COMETIDO UN ERROR».
El perfeccionista no parece olvidar, respecto a sus empleados, la célebre ley de Murphy que dice: «Si hay una forma de que lo hagan mal, lo harán mal». Su pesimista convicción se advierte en muchos detalles de su comportamiento: jamás firma un informe sin leerlo completamente, y ¡varias veces! Para comprobar que no se le escapa ni un punto ni una coma. O para reprochar la imprevista rúbrica fecal de una mosca. Y cuando descubre errores ortográficos, se complace en llamar la atención con frases como: «¿Es cierto que estudió usted gramática con los salesianos?».
El perfeccionista es juzgador y dicta sus sentencias preferentemente en público. Como una forma de reforzar su carisma. Aunque lo que en realidad le gustaría es disponer de ordenadores personales tan perfectamente programados que, al tercer error que cometiera una secretaria, fueran capaces de sacar, automáticamente, no el informe que él había solicitado, sino ¡la liquidación y carta de despido de la transgresora!
Fiel al lema de «un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio», el perfeccionista es un obseso de la organización. Por su miedo patológico a perder cualquier dato, abre una carpeta para cada clase de documento. Esto hace inmanejables —incluso para él— sus archivos. Asimismo, tras una llamada telefónica, el perfeccionista necesita imperiosamente tomar notas de los aspectos más importantes de la conversación. Sus apuntes son verdaderas actas notariales que ¡tal vez no vuelva a mirar nunca más! El perfeccionista padece lo que se ha dado en llamar síndrome de «escritor de bloc»: ¡Lo escribe todo porque ha perdido de vista el objetivo principal! Pero su mayor paradoja consiste en ordenar a alguien «lo que debe hacer»; indagar si eso fue hecho «como él dijo»; descubrir que «no lo fue»; preguntarse si no es hora de librarse de quien «no sabe hacer nada bien», ordenándolo hacer otra vez. Finalmente, reflexionar que él podría «haberlo hecho en quince minutos» cuando a su subordinado le ha tomado tres días hacerlo de nuevo ¡equivocadamente! En su triste reflexión, sólo olvida una cosa: su inclinación a mejorar indefinidamente una tarea le impide, ¡también a él!, decidirse nunca a considerarla terminada. Nadie imagina el costo que este hábito perfeccionista supone a las empresas. Porque, antes de dar por concluida una tarea, al perfeccionista siempre le crece la barba.
Como quiera que el perfeccionista siempre espera que los demás actúen según su código de conducta, sus relaciones personales resultan muy conflictivas. Como intolerante que es, se irrita con todos y por cualquier insignificancia. Y es que para él esculpir una estatua es lo más fácil del mundo: ¡La estatua está en la piedra, sólo hay que quitar exactamente lo que sobra!
Es muy frustrante tener alrededor a un perfeccionista. Nadie es capaz de satisfacer sus expectativas y exigencias. Vivir con él puede ya ser un tormento verdaderamente insoportable que muchos pagan con frustraciones, depresiones o inestabilidad emocional. Porque no sólo se trata de intentar cumplir sus exigentes objetivos, sino de hacer lo que a él le corresponde y elude sistemáticamente. Porque la postergación es un rasgo común en la personalidad del perfeccionista.
Sin darse cuenta, éste pospone cualquier actividad en la que corra el riesgo de fallar. Dado que siempre espera de sí mismo mucho más de lo que es razonable, la realización de cualquier tarea personal es como un cuento sin fin. La idea de ser normal u ordinario le resulta al perfeccionista intolerable. No pretende tener un departamento del tamaño de Liechtenstein. «Sólo» aspira a que su vivienda, su trabajo, su pareja, sus amigos, su partido de tenis y la carta que escribe sean «perfectos». El perfeccionista cree que la vida es una guerra en la que sólo se puede ambicionar ser el vencedor, porque ¡en la guerra no hay premio para el subcampeón!
Los errores y las imperfecciones son una parte inevitable de la condición humana. Pero el perfeccionista no lo admite y encuentra alivio en la postergación. Con ella evita cualquier actividad que suponga competir con los demás. Si no compite, siempre queda la duda sobre su capacidad. Y su autoestima no corre el riesgo de caerse como una plomada. El perfeccionista sigue el postulado del aficionado al patinaje por televisión: «¡Quien nada arriesga, nada se tuerce!».
«Sólo te amaremos si triunfas»
¿Por qué actúa así el perfeccionista?
El perfeccionista ve en su conducta una forma de alejarse de la mediocridad y mira con desdén a quien no está en su onda. Pero ¿qué hay detrás de ese comportamiento? El perfeccionista no es pragmático: es dogmático. Su creencia en que las cosas no pueden ser imperfectas es una actitud neurótica de fondo narcisista: cree que él debe ser perfecto para que los demás lo acepten, y si comete algún fallo su autoestima se resquebraja. La rígida conducta que se impone es, en realidad, un intento de ocultar, precisamente, que él no es perfecto. Ignora que nadie puede llegar a ser perfecto, ¡a menos que se convierta en un mayordomo inglés!
Por tanto, al perfeccionista le resulta muy difícil reconocer sus errores. Tiene una imperiosa necesidad de salvar su reputación. Porque, para él, realizarse en este ideal representa mucho más que alcanzar las metas. Su complejo de parecer torpe, incapaz o indigno de ser querido lo impulsa a perseguir la perfección como un medio de obtener reconocimiento social. Debido a que el perfeccionista teme anticipadamente el rechazo de los demás si descubren su imperfección, tiende a reaccionar a la defensiva. Se irrita ante la más mínima crítica. El perfeccionista tiene el sentido de la autoestima contingente a la aprobación de los demás. Sin embargo, no le importa que le llamen señor Nadie: ¡Nadie es perfecto!
Este conflicto puede tener su origen en la infancia. En la interacción con unos padres perfeccionistas, el niño puede percibir que el amor que recibe de ellos está vinculado a sus éxitos. Si obtiene excelentes notas, sus progenitores le muestran cariño. En caso contrario, reaccionan con decepción o irritación y el niño intuye que su fracaso provoca una pérdida de aceptación. El mensaje que percibe el niño es: «Sólo tendrás nuestro cariño si triunfas». El perfeccionista tiene, por tanto, una forma errónea de pensar. La naturaleza nos dio a los seres humanos dos extremos opuestos. Con uno nos sentamos y con el otro pensamos. ¡El éxito en la vida personal depende de no equivocar la función de uno con el otro!
ESTRATEGIA DEFENSIVA
Lo perfecto es enemigo de lo bueno
Sea o no importante su vinculación con el perfeccionista, no hay otra táctica que enfrentarse a él. Entre otras cosas, porque sus irracionales exigencias son prácticamente imposibles de cumplir y, si no le detiene, no sólo seguirá siendo su víctima, sino que alentará su incorrecto trato. Así que, cuando el perfeccionista le ataque o le acuse a usted de incumplir sus cánones, es preciso defenderse. Muéstrele con sosiego y corrección que sus exigencias, por mucho que él se obstine, son inaceptables. Que usted trabaja de forma eficaz y que, aun en el supuesto de que cometa un fallo, tiene el derecho a cometerlo. Reivindique su derecho al error. Con expresiones que pongan en evidencia la ridiculez de sus pretensiones, podrá despertar en el perfeccionista cierta conciencia de su irracional actitud.
Hágale ver:
- Que su esfuerzo por alcanzar objetivos imposibles no produce el éxito deseado, sino que, precisamente, estorba.
- Que la asociación que el perfeccionista hace entre su autoestima y sus resultados es incoherente. Nadie es tan inútil que nada vale por sus imperfecciones.
- Que debe aceptarse tal como es. ¡Con granos en la cara y todo!
¡Si los lápices llevan incorporada una goma, es porque nos equivocamos!