23

Ya sólo soñaba con mi mendigo sin nombre, porque a él nadie lo llamaba por ningún nombre.

Soñaba que hablaba con él y él conmigo. Y cuando a veces despertaba y oía sus ronquidos, me llenaba de alegría y ladraba, como si ya no quisiera ser un niño, sino el perro fiel de un fiel mendigo, protegiéndonos el uno al otro.

Hasta que llegó una noche en que mi mendigo se resistía a dormir y no paraba de decir mi nombre.

Y yo, bien porque oía mi nombre, bien porque no sabía qué quería repitiendo mi nombre, Lolo, tampoco podía dormir.

Hasta que caí vencido por el sueño, y al despertar, al ver que seguía dormido y al no oír sus ronquidos, empecé a aullar. Y al oírme a mí mismo aullando, recordé que la abuela decía que los perros aúllan cuando huelen la muerte.

Y descubrí entonces que otra vez me había quedado huérfano, que a lo que olía ahora mi mendigo era a la muerte.

No sé quién nos echaría de menos ni quién envió a una ambulancia para recoger su cuerpo. Pero, si uno de los de la ambulancia me dio una patada para quitarme de en medio, otro, que se llamaba Boro, me hizo una caricia, me apartó a un lado y me llamó Terry.

Lo que yo esperaba era que Boro viniera más tarde, y con él, una mujer, que se llamaba Marita y lo acompañaba. Y que los dos me llevaran a una clínica y leyeran al fin mi chip donde después de que me estuvieran llamando Terry para arriba y Terry para abajo, descubrieran que mi verdadero nombre era Lucas y que mi casa estaba en Valencia, en Campo Olivar.

Pero no.

Y yo quería ahora ir con mi mendigo a donde estuviera.

Y vivir como un perro.

Y por eso corrí tras la ambulancia todo lo que pude. Pero pudo más que yo la furgoneta de la protectora de animales y bajó de ella un chico que también me llamó Terry, como si Boro, el de la ambulancia, lo hubiera llamado para que me recogiera y le hubiera dado el nombre que me puso.

Tuve la ilusión de que me llevara al mismo sitio al que iban a llevar a mi mendigo.

Pero no, tampoco.

Pronto me vi en una jaula enorme.

«Si no quieres ser perro, Lucas, toma tres tazas», como decía mamá.

Porque ahora no tenía más remedio que sentirme perro, que aguantar a los perros ladradores; no a los perros con pulgas, sino encima a los perros con malas pulgas.

Perros que preferían el hambre al pienso que allí nos daban, que preferían la calle a aguantarnos los unos a los otros en aquella cárcel.

Allí apenas se podía dormir. Pero, cuando lo lograba, me metía en el sueño y soñaba.

Soñaba con mi mendigo y mi mendigo me decía en el sueño que él se llamaba Lucas y era perro.

Le dije que quería ir con él, y me preguntó si ya no quería ser niño y volver a mi casa como un señorito.

Soñaba con mi mendigo, que decía ser perro, sí, «un perro como esos compañeros tuyos, Lucas; un perro que prefiere el campo, a solas, la ruina de una casa más que una casa, un mendrugo de pan más que el pienso; antes que una jaula, Lucas, antes que una jaula».

Volví a soñar con Duli, que estaba contento con mi experiencia de la perrera.

Ya me lo había dicho él, que acabaría en una perrera.

«Esta casa en la que vivo yo —me dijo Duli— es peor que una perrera.»

Yo no sabía ya qué era mejor o peor, ni siquiera tenía claro que fuera mejor ser niño que perro.

No podía elegir: ahora me sentía más perro que nunca.

Un perro entre perros, hartos de sus vidas de perros.

Y eso que allí estaba Sole, una perra cojita a la que había hecho sufrir mucho un gitano malo, hasta que otro gitano, bueno, la llevó a la perrera.

Estaba feliz en la perrera.

Y a punto estuvo una vez de salir de la perrera, cuando un niño que quería un dóberman, y ella era una dóberman preciosa, intentó llevársela a su casa.

Pero su mamá, una señora con los labios muy inflados y un pelo lleno de colorines, se negó a llevarse a su casa a una perra coja.

«Lo que faltaba —protestó—, lo que faltaba. Una coja...» —dijo con desprecio.

En realidad, Sole estaba contenta allí y aguantaba con paciencia ser, además de perra, coja.

Cuando venían las familias a elegir perros para adoptar, Sole no sabía cómo esconderse. Pero daba igual; con su cojera no corría peligro.

El peligro lo corría yo, porque las familias que se interesaron por mí, y que al final no me quisieron por lo que fuera —porque es demasiado grande, porque está muy gordo, porque me recuerda al perro del ciego de la esquina—, me tuvieron en un ay mientras se decidían.

No me gustaban nada.

Tampoco me gustó nada un niño repelente, llamado Inesito, que se enamoró de mí y quiso separarme de Sole, la única perra de la que de verdad me sentí enamorado, después del abandono de aquella que nunca supe cómo se llamaba.

Pero no pude hacer nada, gruñir si acaso, poner cara de pocos amigos.

Y ni por esas.

Los padres de Inesito me llevaron a un piso y me dieron para dormir el pequeño hueco que había en una terraza sucia entre la lavadora y la secadora, debajo del calentador y a un paso del trasto del aire acondicionado.

Se olvidaban de ponerme pienso y hasta de llenarme de agua un cubo que apenas cabía en aquel cuchitril.

Llegué pronto a la conclusión de que para un perro siempre podía haber una vida peor, pero que cada vez era más inútil querer ser un niño.

Además, para ser un niño como Inesito, prefería ser perro. Aunque Inesito no me tenía por un perro, me trataba como a un caballo. Yo era su caballo para él.

Y me puso de nombre Galope.

Y me llevaba al parque no para que hiciera mis necesidades y de paso me moviera un poco, sino para que me moviera como un caballo y él montado encima de mí.

Mordí a Inesito y pensé que me devolverían a la perrera, otra vez con Sole.

Pero Inesito decidió que me perdonaran, y me perdonaron, de modo que tuve que morderlo otra vez, un poco más fuerte, y entonces los padres no tuvieron en cuenta la opinión de Inesito y me regalaron a una asistenta, que se llamaba Luqui. Luqui no tenía ganas de perro, sino de conformar a sus señores, y todas las noches me contaba que, si tenía poco para comer ella, que «mira la pizza que me he pedido, Galope, qué coño voy a tener yo nada para darte a ti».

De modo que después de pelearse con la madre de Inesito y mandarla a tomar vientos, una buena noche, que vino borracha y muy tarde, me llevó unas calles más allá de su casa, y allí me plantó y salió corriendo, mientras yo me entretenía hurgando en un contenedor.

Seguramente temió que la siguiera, y podría haber vuelto a su casa usando mi olfato de perro, pero le pedí consejo a mi mendigo y me dijo desde no se sabe dónde, parece que lo estoy oyendo: «Lolo, mejor la calle que una mala casa. En este barrio hay comida.»

Nunca supe si la había o no, porque me eché en un portal que encontré abierto, volví a soñar con Duli, que me dijo que iba a buscarme, como si supiera exactamente dónde estaba —«en Valencia, en el barrio de Ruzafa», me dijo—, cuando me despertó una pareja.

Supe que él se llamaba Paco porque ella lo llamaba así y que ella se llamaba Gabi porque así la llamaba Paco.

«¿Y tú cómo te llamas?», me preguntaron.

Quise decirle que me llamaba Lucas, pero ya estaba resignado a ser un perro y a que cada cual me pusiera el nombre que quisiera.

Ellos debieron entenderlo, me llamaron Roque, igual que a un gato que se les había muerto, y acepté empezar una nueva aventura.

Con lo que yo no contaba era con que Gabi fuera veterinaria y empezara por leer mi chip, con lo que supo pronto que mi nombre era Lucas y que, o mi dueño me había abandonado, que fue lo que no pude aclararle, o que yo me había escapado, algo que ella, al ver mi carácter, descartó en seguida.