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Claro que, si Duli me gustaba poco, el que no me gustaba nada era su amigo Lorenzo, el más rubianco de la pandilla de Duli; a él tampoco le gustaba yo.

Me consideraba un perro, naturalmente, aunque él, tan distinto a mí, se considerara otro.

Pero él se sentía pastor alemán y tenía a los de mi raza, los labradores, como perros débiles, sumisos y babosos, por lo cual me trataba no como un perro trata a otro, que era el caso de Duli, sino como un niño trata a un perro; le parecía una forma de humillarme.

Al fin y al cabo era una ventaja, porque, cuando Lorenzo, feo y desdentado, presumido y amante de arramblar con lo que le viniera en gana, hacía de pastor alemán, abría la boca de tal manera que parecía un lobo violento y enrabietado.

Él con Duli se entendía de perro a perro, pero, conmigo, de niño a perro, como he dicho.

De modo que el niño era él, sí, y el perro, yo; no como me pasaba con Duli, que había días en que se sentía perro y me tomaba por un niño y otros en que no me tomaba por niño sino por otro perro.

Lorenzo se iba con frecuencia a su casa mordido por Duli, que prefería que lo llamaran Tobi cuando actuaba de perro, y con frecuencia venía la madre de Lorenzo a protestarle a mamá por las mordidas que recibía su hijo.

Vino muy enfadada el día en que a su pequeño pastor alemán se le infectó la herida que le hizo nuestro Tobi, o sea, nuestro Duli, pero esto trajo un inconveniente para mí, pues ella creía que era una verdadera mordida de perro y me la atribuía.

Una buena oportunidad para que papá le hiciera caso y estuviera a punto de levantarme la mano, si mamá no lo hubiera impedido interviniendo de una forma decidida en mi defensa: «Mi Lucas nunca ha mordido a nadie.»

Pero no por eso me libré de que mi padre decidiera castigarme en la casa de madera del patio, desde donde lloré incesantemente aquella noche, más que por tristeza o por sentirme injustamente tratado, para no dejar dormir a papá.

Y lo logré, porque en plena noche vino Zita, la doncella: «Anda, anda, Lucas... Venga, sal...»

No sé si Zita estaba más harta que mi padre de oírme llorar.

A pesar de todo, es más fácil que un niño se haga perro que un perro se haga niño: Duli se comía mi pienso y ladraba cada vez mejor.