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Con la abuela Lili, la madre de mi madre, que se llamaba Dolores pero la llamaban Lili, me llevaba regular.

Siempre le estaba diciendo a mamá lo que tenía que hacer, pero además se metía en todo.

A mí lo mismo me acariciaba que me daba una patada.

Me daba patadas con unas botas horribles porque mi instinto de perro —ya que mi instinto de perro no había manera de que se me fuera del todo, tengo que reconocerlo— me llevaba a olerle y olerle los pies hasta incomodarla.

Me daba patadas por eso, y la comprendo, a nadie le gusta que le metan un hocico en el zapato.

Pero cuando mi alma de perro me traicionaba más era cuando la vieja se sacaba las botas y extendía los pies sobre una silla.

—Mamá, por Dios, qué ordinariez —decía mi madre.

Y yo corría a lamerle los pies.

—Este perro es un guarro —gritaba ella; gritaba siempre lo mismo, pero no retiraba los pies.

No me gustaba lo que solía responderle mamá, que también le decía siempre lo mismo; le decía que el perro es un perro y que qué le iba a pedir ella a un perro.

«Que no sea el dueño de la casa.»

Estaba empeñada la vieja en que me había adueñado de la casa. Y todo por las alfombras.

«Estas alfombras huelen a perro.»

Y mamá entonces lo que hacía era un gesto, ni una palabra; un gesto que quería decir que, si olían a perro, que olieran, que hay muchas cosas que huelen peor que los perros.

Y entonces la abuela le preguntaba qué quería decir, sin que mamá hubiera dicho nada por el momento; que si quería decir que era ella la que olía mal, que olía a vieja.

Y tampoco mamá le respondía, pero es verdad que movía la cabeza, harta, y la vieja daba por sentado que olía a orín, que olía a vieja, y se echaba a llorar.

Cuando se echaba a llorar me miraba con ternura y me preguntaba qué miraba yo, porque yo me quedaba mirándola, y ella interpretaba que la miraba porque la comprendía, y era entonces cuando me concedía algún entendimiento, ignorando que la estaba mandando a la mierda.

Lo aburrido de las visitas de la abuela Lili era que, como en el caso del abuelo Veremundo, siempre pasaba lo mismo, pero con más frecuencia, porque ella venía más a casa.

Y si Duli no le ladraba era porque, si le ladraba, no le daba dinero para la tarjeta del móvil.

Y si Luci la acariciaba era porque le traía golosinas.

A mí no me traía nada y a la perra la ignoraba tanto como la perra a ella; creía que Paca le ladraba porque la saludaba.

«Cómo va a saludar un perro sino ladrando», decía.

Pero Paca le ladraba porque no le gustaban nada las abuelas.