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Si mi padre me odiaba, su madre, la abuela Dori, también.

Cuando su marido hablaba de comerse a los perros, no es que ella los defendiera. Al contrario, no quería un perro en su casa y a mí tampoco por lo que tuviera de perro, pues decía que los animales donde están bien es en el campo o en los jardines, sirviendo de algo a los que les gusten, que a ella no. Pero no aprobaba el gusto de su marido precisamente por lo poco que le agradaban los perros.

La vieja quería tan poco a los perros que se moría de asco cuando oía a su marido repetir las recetas de perro en un buen cocido o preparadito al horno.

—Si estuvieran tan buenos —decía—, no estarían las perreras tan llenas ni la gente los abandonaría.

—Ya, ya, en China no existe ese problema —le respondió mi madre—. En China además se come carne de hombre, pero no te preocupes —se dirigió al abuelo Veremundo—, les gusta la carne de chino, y chino joven.

De lo que mi madre no se había dado cuenta era de que cada vez que pasábamos por el Mei Hua, el restaurante chino del barrio, yo me ponía algo inquieto.

Sólo algo inquieto, porque, si mi madre se daba cuenta, iba a pensar que me daba por aludido cuando el abuelo hablaba de comer carne de perro a la brasa, y me seguiría tomando por un perro.

Pero, cuando la abuela decía eso, que los perros debían estar en su sitio, fuera, me miraba con desprecio, como echándome.

—Las que huelen como los perros —le dijo mirando a mi madre, ofendiendo— no distinguen el olor a perro, viven como en las cuadras.

—Los perros no pueden vivir sin la gente, claro que necesitan gente buena —dijo mi madre en defensa de los perros.

—Bueno —dijo la abuela—, será con la gente que es como ellos. —Y aprovechó para hablar mal de una amiga suya—: Delfinita es como su perra: hocicuda, peluda, ladradora, siempre con ganas de comer y a punto de morderte. O como el perro de tu padre, que te mordía con los ojos y rugía igual que respiraba su dueño. O su dueña, porque a tu madre se parecía en que los dos olían igual.

A mí no sólo me tomaba por un perro, sino por un perro horrible. Con su costumbre de hablar mal de todos, me llamó «perro vulgar», y se quedó asombrada porque empecé a ladrar con cara de pocos amigos y a punto estuve no de morderla en los tobillos, que habría sido cosa suave, sino de alzar mis patas e hincarle los dientes en los labios, que según mamá los tenía operados para parecer más joven y podría desinflárselos.

«Mire cómo ha enfadado a Lucas», reía mamá.

Me había llegado al alma lo de perro vulgar y fui y le saqué mi pedigrí, aunque sólo fuera cruzando mis patas con la elegancia de un labrador de pura cepa, porque, ya que se empeñaban en que uno fuera un perro, que al menos fuera un perro aristocrático.

Mamá, para humillarla un poco, y sabiendo que a la abuela le gustan mucho los reyes y las reinas, le mintió:

—Los primos de Lucas viven en Buckingham Palace —le dijo—, son perros de la reina de Inglaterra.

—Pues yo a su majestad la reina Isabel jamás la he visto con perros; a los chuchos como éste los he visto siempre con ciegos.

—Ruegue a Dios entonces para que no necesite uno.

—¿Para qué, para qué...? —se incendió mi abuela—. ¿Que qué me pasa, Vere, que qué me pasa...? —se dirigió a su esposo, que se había ido para nuestra suerte y acababa de entrar—. ¿No has oído que esta bruja me ha deseado que me quede ciega?

Yo me divertía, pero no ladré para reírme ni para aplaudir a mi madre.

Ladré porque me acordé de Laño, un labrador que conocí en el parque y que había sido el perro de una ciega, tan mala e impertinente como mi abuela.

A Laño lo conocí ya jubilado, porque a los perros que trabajan con ciegos los jubilan como a las personas, y oí que lo habían jubilado antes de tiempo porque le hacía jugarretas a su dueña, que lo maltrataba.

Si veía un poste de algo con un anuncio que se proyectaba sobre la acera, hacía que la ciega siguiera por la acera, se diera con la cabeza contra el anuncio y acabara en un ambulatorio.

—Ciega me quieren ver —seguía lamentándose mi abuela.

—Que no le caiga esa mala suerte a un perro —la enfadó más mi madre, que no conocía la suerte de Laño.

La vieja me miraba con desprecio y pasaba la mano por las alfombras en busca de pelos que confirmaran que yo no había venido a este mundo para visitar una casa como la suya.

—La casa huele a perro —le echaba en cara a mi madre el único día del año en que mi madre no renunciaba a ir conmigo a donde fuera, el día de Navidad.

—Mi Lucas se come los polvorones conmigo —le dijo mamá a la vieja.

Pero no la convenció, para ella la Navidad no era una fiesta para perros y «el dulce además les estropea la vista», dijo.

Y añadió:

—No querrás encima un perro ciego, menuda lata...

—Ciego no lo deseo, pero hasta ciego querría yo a mi Lucas, ¿verdad Luquitas?

Entonces fue cuando yo lloré, que también me pongo tierno por Navidad, pero nadie percibió mi ternura ni mis lágrimas.

Claro que la Navidad se había convertido para mí en una condena, con la abuela Dori acariciando las alfombras y oliéndole todo a perro y con el viejo Veremundo deseando mis carnes en el fogón.