5

Peor me habría ido de haber nacido en China. Sí, lo tengo claro.

Lo repetía hasta el cansancio el bruto del abuelo Veremundo: «Allí se comen a los perros como si fueran pollos.»

Lo repetía una y otra vez, siempre que me veía.

No sé si lo contaba porque creía que no me enteraba o lo decía delante de mí porque sabía que me enteraba y quería meterme el miedo en el cuerpo.

Lo que consiguió con eso fue que yo le tuviera poca simpatía y que, por supuesto, le rehuyera.

Nada más lo veía, trataba de escapar hacia cualquier parte donde no tuviera que oír que, si a los chinos les gusta la carne de perro, no entendía él por qué los occidentales no se alimentaban con esa carne, que debía ser tan sabrosa.

No es que me ofendiera mucho, porque yo me resistía a ser un perro y al fin y al cabo pensaba, porque yo pensaba, que el apetito del abuelo no tenía que ver conmigo. Pero me habría gustado que las personas se pusieran en mi lugar, que lo veo todo desde abajo y lo oigo de distinta manera, para que supieran lo que se repiten los humanos y lo pesado que es un abuelo sin conversación.

Porque el abuelo Veremundo conversación no tenía, lo que tenía era la costumbre de no dejar de hablar en ningún momento, aunque contara lo mismo, y repetía y repetía sus historias sin dejar hablar a los demás.

Cuando sus hijos se quejaban de lo pesado que era el abuelo, mamá decía que todos los abuelos son iguales.

Y me lo decía a mí, como si hablara a solas o sospechara que yo ya estaba del abuelo hasta el hocico.

Y no sólo por la carne de perro que él pretendía meter al horno, pues decía que doradita debía estar de perlas, sino porque, para un perro, y en casa por mucho que te quisieran no había manera de que te tuvieran por otra cosa, ese runrún del abuelo era insoportable.

Los perros tienen mucho oído, y en eso yo sí era muy perro, así que el blablablá del padre de mi padre me taladraba los oídos.

También estaba hasta el hocico del abuelo por su manera de mirarme; cada vez que me miraba no sólo repetía lo del buen gusto de los chinos que comen carne de perro, sino que hacía rabiar a mi madre diciéndole: «Este perro —refiriéndose a mí; jamás me llamaba por mi nombre; “ese perro se llama Lucas”, me defendía mamá— está cada día más hermoso.»

Le brillaban los ojos cuando lo decía, y se relamía como si quisiera meter en mis carnes un tenedor.