14
«Lucas apenas ladra», decía mi madre.
Y la verdad era que ladraba tan poco que ni a los ladrones les ladraba.
Un día se fueron todos de paseo, como tantos otros días, menos Zita, que no iba a ninguna parte pero tampoco se enteraba de quien pudiera irse o venir, y nos dejaron a Paca y a mí, solos.
Y ese día vimos saltar por las tapias del jardín a unos tipos mal encarados, feos, con cara de mala gente.
Paca, que estaba bajo el olivo, ni se movió, hizo como que no los veía, pero yo temí que los asustara y le arrearan duro. Ella ni se inmutó, y entonces yo dudé entre hacerme el valiente y sacarles los colmillos o esconderme en la casa de madera del jardín.
Me metí en la casa de madera hasta que los vi salir con unas bolsas.
Luego me arrepentí, me sentí un cobarde, un mal hijo incapaz de defender su casa.
Me sentí tan mal que me quedé esa noche en la casa de madera, no era capaz de dar la cara.
Pero mi madre casi se muere del disgusto, y no por sus joyas, que le faltaron, ni por los relojes de mi padre, que indignado no cesó de culpar a mi madre de aquel robo por tener sus relojes a la vista, encima de una cómoda.
La sorpresa mayor para mi madre fue que también le robaran joyas a la dominicana y que, según la descripción de Altagracia, fueran unas joyas tan parecidas a las suyas.
Pero mamá tampoco lloraba por eso, lloraba por otra cosa; lloraba porque, al no verme, creía que me habían secuestrado, o algo peor, que me habían matado y se habían llevado mi cadáver.
Fue Duli, con su olfato de perro, el que me descubrió en la caseta y me contó lo que había pasado.
Luego oí que mi padre gritaba contra mí y me llamaba mierda de perro por no haber evitado el robo: «¡Esa bestia va ahora mismo a la perrera!»
Fue la primera vez que oí hablar de la perrera. Luego Duli me explicó lo que era una perrera.
—Es como un internado de niños —me dijo—. Pero para perros.
—Pues yo no quiero ir a un internado de niños —le dije a Duli, después de que me explicara que un internado es un lugar donde encierran a los niños y de vez en cuando van los padres a verlos o los dejan ir el fin de semana a su casa. Duli sí quería ir a una perrera, para convivir allí con los perros recogidos de la calle o abandonados por sus dueños, perros sin familia.
Pero yo lo oí hablar de la perrera como si eso no fuera conmigo.
Claro que me di cuenta de que una perrera era peor que un internado de niños, porque los perros no tienen padres que los vayan a ver ni casa a la que volver los fines de semana.
«Además, cuando los llevan a la perrera —me explicó Duli—, los dejan allí y se olvidan de ellos. Si encuentran otros dueños, bien, y si no los matan o los dejan morir de hambre.»
«¿Tú me vas a llevar a una perrera?», le pregunté a mi madre.
Mamá no me entendió, preguntó por qué ladraba.
Luego me miró a los ojos y me dijo lo de siempre: «Es que no te falta sino hablar, Luquitas.»
Y como si hubiera entendido lo que ladraba, me dijo: «Antes muerta que desprenderme de ti, mi perrito precioso.»
Ella creía que los perros no lloramos, pero yo lloré al escucharla y me puse patas arriba para dejarme acariciar por ella.
Y ella dijo: «Parece que me entendieras, Lucas.»
Y se le cayeron unas lágrimas.
Claro que la entendía.
Al que no entendía era a Duli, con sus ganas de ser perro.
A Paca ni le pregunté; ella debía pensar que lo de la perrera no iba con ella.
Y no porque papá la quisiera más a ella que a mí, que a él los dos le importábamos un pimiento. Bueno, un pimiento Paca, yo lo ponía muy nervioso.
Tan nervioso que yo rechazaba cualquier golosina que me diera él por miedo a que me envenenara.
Y más nervioso se ponía aún al descubrir mi desconfianza.