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El verdadero nombre de mi padre era Eliseo, y lo llamaban Pico.

Me costó enterarme de por qué ese cambio tan grande, pero yo acababa sabiéndolo todo, y en uno de esos momentos en que el abuelo Veremundo dejó de hablar de lo buena que era la carne de perro para el puchero, con mi padre delante, y como suspirando, dijo:

—Ay, Pico, Pico, y pensar que te llamamos Pico por lo pronto, lo mucho y lo bien que hablabas... Piquito de oro, te dijo tu madre, y Pico te seguimos llamando.

—El almirante Pico —dijo mi abuela burlándose de su hijo.

Lo llamó así porque mi padre había querido ser marino. Él se empeñaba en que Duli fuera marino, cuando Duli no quería ser otra cosa que perro.

Mi padre había querido ser marino, pero se quedó en abogado.

Y se quedó en abogado porque su madre no quería otra cosa para él y en la casa de mi abuela se hacía lo que ella determinaba.

Pero en mi casa había barcos por todos lados. Cuando mi madre se disgustaba con papá, sin decirme que estaba disgustada con él, empezaba a hablar a solas mientras se pintaba, pues siempre que iba a hablar conmigo empezaba hablando sola y seguía hablando después consigo misma, pero dirigiéndose a mí, como si se dijera las cosas para dentro; una manera muy buena de que yo me enterara de lo más íntimo.

Y en una de ésas me dijo, y me lo dijo muchas veces: «A este hombre, Luquitas, la madre no lo dejó embarcarse y anda como un marino sin barco y sin puerto.»

Mamá ponía cara de disgusto cuando decía estas cosas, pero más bien mirándose al espejo o con la vista en la lámpara; al mirarme a mí decía lo que dijera con guasa; decía lo mismo pero quitándole importancia, con cara de cachondeo.

«Lo peor de este hombre, Luquitas, es que cree que perdió el barco por nosotros.»

Yo no sabía bien de qué barco me hablaba mi madre. Pero, si era verdad que mi padre lo había perdido, no se le había quitado el enfado por la pérdida.

Peor que lo de mi padre, sin embargo, era lo mío, y mi madre en cambio no se daba cuenta.

Peor era lo mío, que no quería ser perro sino niño —ya sé que soy un pesado— y tenía que aguantarme.

Lo que pasaba era que no me enfadaba con mi suerte y papá sí se enfadaba con la suya; papá, según mi madre, estaba cabreado siempre porque no había llegado a embarcarse y por las noches soñaba que era marino.

Y cuando a la mañana siguiente se tenía que ir a los juzgados a defender a la gente, pues mi padre trabajaba en eso, en defender a los malos y a los buenos, la pagaba con mamá.

Pero ella lo comprendía: «No hay cosa peor en este mundo, Lucas, que no poder dedicarte a lo que te gusta.»

Lo decía como si ella hiciera lo que le gustaba hacer, y creo yo que le gustaba; a ella le gustaba trabajar con los niños, enseñarles, y por eso se hizo maestra.

Pero a papá tampoco le gustaba que trabajara, a papá le gustaba volver a casa y encontrarla allí.

A mí también me habría gustado que no saliera, que estuviera siempre conmigo o me llevara a su escuela, pero siempre me repetía que era una lástima que no pudiera llevarme al trabajo por ser un perro.

No me decía lo de perro, me decía que no podía llevarme.

Pero, si mi madre hubiera llegado a ser lo que a lo mejor de verdad quería ser, veterinaria, me habría podido llevar a su trabajo.

Lo digo porque se lo oí decir a ella.

Se lo oí decir cuando le cantaba las cuarenta a mi padre, que iba quitando cosas de en medio para poner sus cosas de los barcos.

Oí que le decía que, si ella hubiera sido veterinaria y le hubiera llenado la casa de animales, habría que oírlo.

Y entonces venía la ofensa, porque era entonces cuando él decía que yo valía por unos cuantos animales, que todo lo ocupaba, que me tenía mimado.

Y mientras discutían, la dominicana que trabajaba en casa, a la que la doncella de casa, Zita, desdeñaba por vulgar, decía que lo que a ella le gustaba era viajar, con el gustito que da un barco...

Decía eso pero cantando, como si le quisiera hacer la gracia a mi padre.

«Celos, celos», respondía mamá, la verdadera ofendida, cuando mi padre se metía conmigo.

Y verdad era lo de los celos, porque mi padre me miraba cada vez peor cuando ella no estaba, cuando no había nadie.

«Este cabrón parece que va a hablar de un momento a otro», se decía a sí mismo.

Y aunque yo no le viera fuego en los ojos, que Duli decía siempre que a papá le salía fuego de los ojos cuando se enfadaba, me imaginaba el fuego en sus ojos cuando me llamaba cabrón.

A mi abuela Dorotea tampoco parecía que le gustara su hijo. Ella, que no admitía nunca que la llamaran Dorotea, sino Dori, también hablaba mucho y muy mal de todo el mundo. Siempre que hablaba de alguien era para ponerlo a caer de un burro o para decir de la persona de quien estuviera hablando lo peor que se le ocurría.

«Dios la va a castigar», le decía mi madre, poco interesada por los chismes que le contaba su suegra. Pero ella seguía y seguía hablando mal hasta de su hijo, mi padre:

«No sé por qué se casó contigo sin estar enamorado, no será por guapa.»

Y mamá se aguantaba, se aguantaba y me miraba.

Me miraba porque sabía que yo sí la entendía.

Pero tampoco hablaba bien la abuela de su propio marido.

«No sé por qué me casé con él, tan inútil, tan despistado, siempre hablando de tonterías.»

A la abuela Lili, la otra, la madre de mi madre, tampoco le gustaba papá. Y no porque supiera cómo trataba a mamá, aunque seguramente lo sabía: «Nunca me gustó ese hombre para ti, Lucía.»

Y Lucía ya le había dicho mil veces que la que había tenido que casarse con él era ella.

—Guapo no es —decía la abuela; no le parecía guapo.

Y mi madre respondía:

—Bueno, bueno...

Como para no quitarle la razón ni dársela.

—Inteligente era tu padre, ése sí era inteligente. —Y me miraba a mí para repetirme por enésima vez que a su marido sí le gustaban los perros, y no como a mi padre—. Y en eso sales a tu padre, Lucía.

—Y gracias a Lucas te aguantaba papá —le respondía mi madre, que por eso supe que también se llamaba Lucas el perro de los abuelos.

Pero la abuela, que era algo sorda, era mucho más sorda cuando le interesaba, así que en esos casos cambiaba de conversación:

—El pobre murió detrás del perro.