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Nadie, a excepción de mi mamá, había notado que entre mi padre y yo las cosas no iban bien.
Él y yo poníamos de nuestras partes para que ni mamá, ni los niños, ni las sirvientas, ni por supuesto las visitas se dieran cuenta de que no nos llevábamos como un hijo y un padre.
Ya sé que no todos los padres y los hijos se llevan bien, porque el propio papá con la abuela Dori se llevaba a matar. Pero, aun llevándose mal, se llevaban como una madre y un hijo. Y ustedes se preguntarán por qué sé yo estas cosas, y se lo preguntarán porque dudan que un perro pueda llegar a saberlas, y no porque duden que las pueda saber un niño, porque está claro que ustedes también me tienen más por perro que por niño.
Lo que pasa es que donde los niños se enteran de más cosas es en los escondites, y en los escondites, por más grande que sea un perro, y yo lo soy, tiene un perro ventajas sobre un niño.
Mi hermano Duli se escondía debajo de la cama de la alcoba de los papás en su condición de perro y era allí donde se enteraba de más cosas.
En realidad, se metía debajo de la cama desde que descubrió que yo lo hacía, y permanecía allí como un perro, aunque guardándose las ganas de ladrar cada vez que los papás se movían en la cama más de lo acostumbrado.
También yo me aguantaba las ganas de ladrar y quizá intentara contárselo a Duli en uno de esos momentos de complicidad canina que nos entraban a los dos, pero así como yo entendía a Duli siempre, Duli no me entendía ni siquiera cuando creía que me entendía, y ustedes perdonen que me ponga presumido y me tenga por más inteligente que mi hermano.
De todas maneras, debajo de la cama de los papás lo más incómodo no era soportar los movimientos que los papás hacían para tener niños, aunque luego no los tuvieran.
—Mira que si me aparecieras embarazada ahora —bromeaba papá con mamá.
—Otro niño, ni hablar —contestaba mamá.
Y la respuesta de mi padre era:
—Con los celos que le entrarían al perro...
—Ya estás con el perro, Pico; deja al pobre Lucas en paz —decía mamá—, fuertes son los celos que tienes de él.
La primera vez que oí una cosa semejante, y no fue aquella noche la primera, que de esos celos ya les he hablado, me quedé con ganas de saber qué eran los celos, y lo peor era que no podía preguntárselo a nadie.
Hasta que Lucita se lo preguntó un día a mamá, y mamá, después de resistirse a contestarle —«esas no son cosas que las niñas deban saber»—, al final le dijo que los celos eran una especie de envidia o un miedo a que la persona que quieres pueda querer más a otro.
Y entonces me gustó que papá sintiera celos de mí, porque eso suponía no sólo que me tenía por una persona, sino que sospechaba, y él no era tonto, que mamá también me quería a mí más que a él.
«Fuimos a buscarlo los dos», le dijo mamá, refiriéndose al día en que fueron a Granollers a comprarme, pero él contestó que la necesitada de un perro era ella.
Mamá le dio la razón y mi padre le preguntó si esa necesidad del perro le venía de que estaba harta de él y la mascota venía a ser un consuelo, un sustituto.
No oí que le contestara nada y, como no los veía, no pude saber si mi madre le respondió con un gesto.
Fue entonces cuando comprendí por qué papá, cuando estábamos solos, me miraba con cara de desprecio.
Y por qué me preguntaba qué miraba yo cuando yo lo miraba a él atentamente.
Y por qué me decía, bajito, para que nadie lo escuchara: «A ver cuándo coño nos vamos a ver libres de ti.»
Contárselo a mamá no podía, en este caso más por perro que por niño.
Y gruñirle, ladrarle o morderle un tobillo a papá, haciendo uso de mis indiscutibles facultades de perro, podía tomarse por agresiones sin sentido.
Y es que mi padre, delante de los demás, se derretía.
«Luqui, bonito», me llamaba.
Pero no; ni siquiera le parecía bonito.