22

El hambre y el frío me vencían y caía rendido bajo los naranjos, me salvaba de la sed en las acequias y me guarecía a veces entre las paredes de casas derruidas o en los molinos abandonados.

Dormía y soñaba.

Y Duli venía hacia mí mientras yo dormía, acurrucadito junto a una caseta de labradores, para convencerme de que no volviera a casa, de que los dos nos quedáramos perdidos en el campo como dos perros abandonados, hurgando en los contenedores, buscando desperdicios entre los abrojos, ateridos de frío en las heladas.

Muertos de miedo cuando las manadas de perros salvajes vinieran a nuestro encuentro en la oscuridad de la noche y se les encendieran los ojos de la rabia, como si olieran nuestra debilidad de perros señoritos.

Soñaba también con mi madre; sentía su calor en medio de la intemperie.

Soñaba con mamá, pero sin conseguir ver a mamá, como si mi padre y la dominicana la hubieran ocultado. Porque a mi padre y a la dominicana, aunque no los veía en el sueño, sí los oía reírse como el día en que me abandonaron en la gasolinera.

Cuando despertaba, no sabía hacia dónde caminar para encontrar mi casa, pero seguía caminando en la misma dirección.

Hacia alguna parte tenía que ir; de un valle pasaba a un monte, sorteaba los ríos, cruzaba aterrado las autopistas, me acercaba a los pueblos desconocidos y merodeaba por debajo de los puentes o por los lugares donde había desperdicios de comida.

Pero luego seguía con la esperanza de encontrar mi casa, y a veces me engañaban los olores que venían de muchas casas que no eran la mía y olían de un modo parecido a mi casa.

Quería ser niño, y no perro, sí, pero los niños ya me daban miedo; lo mismo jugaban contigo que te tiraban piedras o te arrastraban por el rabo.

Crucé un día por un pueblo donde los niños jugaban a los toros y me acorralaron para que yo hiciera de toro; con unas varillas puntiagudas empezaron a punzar mi lomo hasta que se reveló en mí el perro fiera. Ante mis fauces abiertas, corrieron de miedo y yo tras ellos hasta conseguir clavarles mis dientes.

Hacían estallar petardos contra mí, como si supieran de mi pánico a los cohetes y a los petardos.

Escapé de allí como un perro peligroso.

Y me encontré con otros perros peligrosos al cruzar un montecillo por donde venían en manada, agresivos, tratando de morderme, como si conmigo fueran a saciar su hambre, un hambre tan grande como la mía.

Pero más peligrosos que los perros salvajes eran los cazadores con sus escopetas, que bebían y comían en un huerto, entre risotadas y canturreos, y que al verme pasar corriendo, huidizo, temeroso, cargaron sus armas para matarme.

Me libré ocultándome entre las zarzas y salí del zarzal malherido.

Duli me dijo en el sueño siguiente que eso sí era una verdadera vida de perro, pero yo le dije que prefería la suya de niño.

Y cuando desperté, una mujer se acercó a mí, compadecida, hablando sola, «pobre perro», pero pasó a decir en seguida «está hecho un asco, este perro está hecho un asco», tan pronto comprobó mis heridas y vio lo lleno de pulgas que estaba, poseído por las garrapatas.

La seguí por si conseguía de ella algo de comida, pero me dio una patada en el saco de huesos en que me había convertido y comprendí que ya nadie iba a quererme para otra cosa que no fuera acabar conmigo o entregarme a un refugio de perros.

Aquella misma noche soñé con la dominicana, y la dominicana iba vestida igual que la vieja que me había dado la patada.

Y me dio una patada en el sueño.

En el mismo sueño me encontré a una perra y descubrí al olerla que esta vez sí me gustaba ser perro, pero la perra huyó de mí.

Hasta que encontré otra perra, perdida y hambrienta, pero gustosa de que los dos sacáramos fuerzas en medio de nuestra debilidad y gozáramos como perros felices.

Porque lo fuimos por un rato, el rato en que la monté y el rato que me siguió en el camino, como si se hubiera enamorado de mí, aunque las perras no se enamoren sino de sus dueños.

Luego me cansé, me dormí, y al despertar ya no estaba, y pensé entonces que el enamorado era yo, que la echaba en falta, y no ella, que había seguido su camino, quién sabe si en busca de otro perro.

Quise dormirme por si la encontraba en el sueño, pero esta vez no soñé con ella. Soñé que era un niño, un niño abandonado.

Yo no quería ser perro; a pesar de todo seguía queriendo ser un niño.

Pero Duli me convencía en los sueños de que los niños tampoco se libran de ser abandonados y torturados.

Al despertar otra vez, vi un pájaro muy grande que venía hacia mí, abriendo su pico enorme, para devorarme.

Salí corriendo y el pájaro, tras de mí, tan hambriento como yo. Pero conseguí ocultarme en un chamizo del que, también a patadas, me sacó un muchacho que buscaba algún apero de labranza para matarme.

Creí que era una pesadilla, que era un sueño. Pero no; era la triste vida de Lucas, el perro.

Un campesino me dio algo de comer y me alivió la pena. Pero, cuando advirtió que era posible que me quedara rondando por su finca, no le bastó con tratar de ahuyentarme, sino que sacó un palo y a punto estuvo de descargarlo sobre mi cuerpo desnutrido.

También soñé con él o, mejor dicho, soñé con el abuelo Veremundo, que me perseguía para matarme con el palo y comerme después.

Y cuando iba, despierto, por uno de esos largos caminos desconocidos, con la esperanza de que de pronto pudiera presentarse mi madre a rescatarme, oí los gemidos de muerte de un perro en el espesor de unos arbustos.

No era un perro, era una perra herida, agonizando, pero sin acabar de morirse.

Lamí sus heridas, pero por su cabeza no paraba de manar sangre.

Me quedé allí, junto a ella, hasta que escuché a dos hombres preguntarse por aquel lamento de animal.

Me escondí con temor a que pudieran maltratarme y vi como uno de ellos se acercaba a la perra, compasivo, y le oí maldecir a la bestia que la había apaleado sin acabar de darle muerte. Era, por lo que les oí decir, la perra de un cazador y supieron por sus pezones que acababa de parir.

La temporada de caza había acabado y ya no les valía por su edad.

A palo limpio quisieron acabar con ella, pero la dejaron a medio morir, quizá satisfechos con aquella agonía.

Más miedo para mi miedo.

Los hombres recogieron con cariño el casi cadáver de la perra, y yo me agazapé entre aquellos abrojos y me quedé dormido.

Me vino entonces la pesadilla y volví a ver a mamá ante el televisor llorando por los perros de caza de La Mancha que aparecían colgados por las bestias crueles en una agonía larga.

Y me vino de pronto el terror de aquella otra perra de la que oí hablar a mi madre con la veterinaria.

La perra que abandonaron en las vías del tren de la ciudad, en un túnel oscuro, y sentí como ella los fogonazos de la muerte en las luces de los trenes, el ruido inmenso que la agobiaba, sorteando el peligro, hasta que un tren la arrolló finalmente.

Ahora, cerca, un tren veloz parecía arrastrarme, y dentro del tren iban mi padre y la dominicana muertos de risa.

A mi madre no podía preguntarle nada, porque no aparecía, como si ella estuviera tan abandonada como yo, pero en otra parte, y a mi padre sólo lo volví a ver días después, también en el sueño, como un cazador con escopeta que iba a por mí.

A Zita, la vieja doncella, también creí que la había visto en los sueños, y que me había llamado «perro dormilón, perro dormilón», porque siempre decía «cuánto duerme este perro». Pero a Zita no la vi en el sueño, a Zita imaginé que la había visto en un monte en el que estaba perdido y oí su voz.

Oí la voz de Zita que me decía: «La señora te está buscando, Lucas.»

Pero Duli no me daba noticias de mamá.

Duli volvía en los sueños y me contaba todo lo que me había pasado a mí, como si él lo supiera mejor que yo, como si lo hubiera vivido, pero con la envidia de no ser tan perro desgraciado como yo.

Luci me miraba en el sueño, pero como si no se sorprendiera de lo que pudiera pasarme, como si un perro viniera al mundo para eso.

No sé qué me estaba contando Duli en el sueño cuando sentí que una mano me acariciaba.

Y desperté.

Y ladré.

Y quise escapar de aquel hombre que quería apretarme hacia él.

Y me apretó con fuerza.

Tenía una larga barba y olía mal, pero me dio la mitad de su pan.

Luego desenrolló una especie de manta y se tendió a mi lado y me ofreció un espacio en su mantita.

Me acarició y yo creí que seguía soñando, pero ahora sin Duli.

Y no: estaba despierto.

Lo que pasaba era que el hombre quería ser mi amigo o al menos pretendía ser bueno conmigo.

Y también él parecía ir a ninguna parte. O a lo mejor buscaba su casa como yo.

Aquello no era un sueño ni el trozo de pan era como los que Duli me daba en los sueños.

Podía ser un hombre imaginado por mí como, sin estar dormido, había imaginado yo a Zita.

Pero tampoco era un hombre imaginado, porque yo le lamía las orejas y él emitía unos sonidos de gusto parecidos a los míos cuando mamá me acariciaba o cuando me encontraba con las perras del camino.

El hombre no hablaba.

No hablaba solo ni conmigo: no me dirigía ni una palabra.

A veces me miraba muy fijamente, incluso sonreía, pero no hablaba.

Puede que fuera mudo, porque de vez en cuando pasaba alguien por allí, saludaba y él correspondía moviendo la mano.

Pero hablar, no hablaba.

Puede que fuera un hombre que, como Duli, quisiera ser perro, pero yo no acababa de saber si tenía el mismo deseo que Duli. Creí que aquella ruina donde me había encontrado era suya, y el huerto que la rodeaba también. Pero no. Porque, llegada la tarde, y después de haber dormido un rato, recogió su mantita y emprendió el camino.

Me miró y no sabía yo si con aquella mirada me estaba preguntando si quería seguir con él o se estaba despidiendo. Ante la duda, lo seguí.

Y me acarició.

Me acarició como si me agradeciera la compañía.

No sabía hacia dónde se dirigía, pero tampoco yo sabía adónde me dirigía yo.

Entramos a un pueblo con gente que le conocía y se sentó a la puerta de la iglesia con la mano tendida.

—¿Hoy, fuera? —le dijo una señora, al ver que no estaba sentado bajo el soportal.

Y por primera vez le oí la voz:

—Ya ve, el perro.

—¿Y cómo se llama el perro? —preguntó la señora.

Y él dijo:

Lolo.

Así supe que ahora me llamaba Lolo.

Su clientela, los que le daban la limosna con la que compraba bocadillos para los dos y vino para él, terminó llamándome Lolo al entrar en la iglesia o cuando pedíamos en las plazas.

Pero él nunca me llamaba por el nombre que él mismo me había puesto; en realidad no me llamaba.

Ni yo daba lugar a que tuviera que llamarme, porque no me separaba de él.

Ni siquiera me gustaba dormirme por si al despertar me pasaba con él lo mismo que con mi perra perdida, mi primer amor de perro; que no lo encontrara.

Hacíamos una vida muy rutinaria: de la iglesia a la plaza y de la plaza al campo; de pedir limosnas a comer y a dormir y, al despertar, otra vez a la limosna.

Duli me había dicho en sueños que mi nuevo dueño era un mendigo antes de que yo lo comprobara por mi cuenta, pero a Duli no le gustaba ser perro de mendigo, a él le apetecía más ser perro aventurero y con hambre.

Así que Duli se fue de mis sueños y no volví a soñar con él. Ni con mamá.

Ni con mi casa.

Ni con ninguno de ellos.

Y menos con mi padre y su escopeta cargada.