17

La veterinaria no acertó a ver lo que me pasaba y a mamá no se le ocurrió acudir al psiquiatra de perros que había mencionado en aquella pelea con su marido.

No les parecía normal que yo no quisiera comer, con la fama que tenemos los labradores de amar la comida sobre todas las cosas.

Yo amaba a mi madre mucho más que a la comida.

«Me quiere más que a la comida —decía ella—, lo cual es todo un síntoma de que este perro quiere ser persona.»

Después me miraba y se corregía: «No creas, Lucas, que todas las personas quieren más a los suyos que a la comida.»

Pero si Marta, la veterinaria, después de revisarme con todo detalle y someterme a análisis y pruebas, no conseguía dar con lo que me pasaba, difícil lo tenía mi madre para comprender aquel decaimiento mío, la falta de interés por ir al parque, y menos con la dominicana.

«Si mi Luquitas hablara —se lamentaba mamá—, pero es que ni ladra.»

«Ve preparando el luto —se burlaba mi padre—, que a este perro le quedan dos días.»

«Te vas a morir», me decía Duli, cuando nos íbamos a la cama, o mejor dicho él a la alfombra y a la cama yo. Pero no tenía ánimos ni para subir a la cama.

—Comer come si le doy yo de comer —se consolaba mi madre.

—Lo que es a mí —decía la dominicana—, no me acepta ni una chuleta. Y no digo nada al señor: el señor se empeña en que coma y él le rehúye.

—¿Cuándo el señor le ha querido dar de comer a mi Luquitas?

Mamá ignoraba que me sentía amenazado, que tenía miedo de que mi padre o la dominicana me envenenaran; que mi padre, que nunca me dio ni una maldita sobra, se empeñaba últimamente en hacerme comer trozos de carne.

El miedo era mi verdadera enfermedad, mi tristeza, y no poder contárselo a mi madre era mi impotencia, el inevitable reconocimiento de que nunca nunca iba a dejar de ser un perro.

«Papá dice que eres un mal perro, que te has comido unas zapatillas de deporte de Lucita», dijo Duli.

Lo dijo como si él hubiera dejado de ser perro en ese instante y hubiese olvidado que había sido él, y no yo, el que había mordido las zapatillas de Lucita hasta destrozarlas con sus dientes.

Yo no lo vi, pero él me lo contó. Era una experiencia que le faltaba.

Decía haber hecho amistad con un perro que se llamaba Lúpulo y se afanaba en destrozar los juguetes y la ropa de los niños de su casa.

«Tú no pareces un perro, tú nunca rompes nada», me dijo Duli. Sentí la tentación de ser verdaderamente perro mordedor e hincar mis dientes donde más le pudiera doler a mi padre.

Por ejemplo, en sus barcos, hacer añicos los barcos de su colección que estaban a mi alcance, destrozarle las cartas de navegación que desplegaba en su despacho.

Y en eso estaba, dispuesto a hacerle pagar por mis sufrimientos, echado en su sillón orejero, la mañana en la que papá apareció de pronto en casa, como si aquella mañana no tuviera juicios ni trabajo alguno; alegre, dispuesto a salir de excursión con la dominicana mientras mi madre estaba en clases.

—No puedo, Pico —le dijo la dominicana—, tengo que sacar al jodido perro.

También la dominicana había aprendido a llamarme jodido. Pasó de llamarme puto perro, como siempre, a coincidir con papá en que era un perro jodido.

—Lo vamos a sacar los dos —dijo mi padre, con cierta sorna.

—No podemos —respondió ella—. Nos verían en el parque juntos y tu mujer no tardaría en enterarse.

—Lo vamos a sacar los dos —repitió mi padre, con más retranca si cabe—. Le vamos a dar una buena excursión.

Empecé a temblar y me preparé para escapar de ellos, pero la dominicana no tardó en ponerme la correa y llevarme hasta el coche de papá.

—Éste está fatal —dijo mi padre—, lo mismo se nos muere por el camino.

—La que se va a morir es tu mujer —cantó la dominicana; se lo dijo cantando, pizpireta, mientras mi padre la cogía por la cintura.

—Yo viudo, Altita, así me podré casar con Altagracia Rodríguez —rió mi padre mientras cantaba algo.

Y cantando se fueron los dos al coche.

Y cantaron durante todo el camino.

—¿Y cuando tu mujer me pregunte por el perro?

—Dirás que se ha escapado.

—Y la que tendré que escapar seré yo —se lamentó la dominicana.

—Te encontraré, mi amor, te encontraré —dijo mi papá, burlón.

—No, Pico, este jodido perro no merece que me quede sin trabajo, ¿qué sacas con eso?

—Este jodido perro nos inquieta.

Muerto de miedo, ya no conseguía oír lo que decían ni lo que cantaban, sólo oía sus risas, esas risas de los dos que me hacían desistir de querer ser persona, porque, como mi madre me había hecho entender, los perros somos mejores.

Me había resistido al paseo, me había resistido a entrar en el coche, pero supuse que aquello no era otra cosa que una manera de tratarme tan mal como siempre me trataban a escondidas de mi madre.

A pesar de mis temblores, me consolaba poder volver a casa y encontrarme con mamá.