21
Lo que más cerca de la gasolinera tenía era una finca vallada en la que sobresalía una casa con aspecto de barraca. Traté de encontrar protección en el vigilante, que empezó a gruñirme como si él fuera también un perro o como lo hacía Duli en su vida de perro.
Pero me gruñía en broma, como si estuviera dispuesto a hacerse amigo mío.
Y cuando sacó su bocadillo de oloroso chorizo y empezó a zampárselo, sin ninguna consideración, a pesar de la mirada de mucho desconsuelo que yo debía poner, llorando por dentro con las lágrimas que a los perros no se nos ven, y haciendo oír mi quejido luego, mi quejido de hambre, no me hizo caso.
No esperaba que al fin, cuando ya le quedaba un poco de bocadillo, me lo fuera a dar. Pero me lo dio.
«Perros muertos de hambre», dijo. «Sois insaciables, siempre en busca de comida.»
Luego me apartó con la pierna, a punto de darme una patada, tan pronto vio venir el coche de una señora.
«La señora de la casa, la gobernadora», masculló.
Abrió la puerta con mucha diligencia, casi inclinándose, y la señora lo llamó por su nombre: Jaume.
Por eso supe que se llamaba Jaume.
—¿El perro es suyo? —preguntó la mujer.
—No, señora. Es un perro salvaje.
—O un perro perdido —dijo ella bajándose del coche y acercándose a mí para observarme—. Es un labrador bueno.
—Y limpio —dijo Jaume.
—¿Hace mucho tiempo que anda por aquí?
—Un rato.
La señora me tocó la oreja, palpó el chip.
—Es un perro perdido. Habrá que llevarlo al veterinario para que lo identifique. El veterinario nos dará sus señas y podremos llamar a sus dueños.
—Lo que diga la señora.
La señora no dijo más, pero dijo lo que yo quería oír, que un veterinario leyera las señas de mi casa y me devolviera a donde yo esperaba que estuviera mamá.
Pero no dijo más y se internó en la casa y Jaume fue a darme una patada para que me marchara, que esquivé.
Y me marché de su lado, pero tomé un camino lateral de la casa, superé la zona donde ladraban sin parar unos perros, que a lo mejor reclamaban a la señora, y me colé en la casa que parecía una barraca por la puerta del servicio.
Una criada vieja salió por leña y una criada joven salió a mirarla.
La criada vieja ni me miró o en todo caso no me vio.
La criada joven empezó a gritar al verme.
A la criada joven, cuando era pequeña, muy pequeña, un perro muy asilvestrado le cogió la cabeza con su boca y la inmovilizó.
Ella creía que se la iba a comer y el perro no pasó de ahí, pero por culpa de aquel perro la criada joven vio en todos los perros, durante toda su vida, puro horror.
Lo supe porque se lo contó en voz alta a la criada vieja y la criada vieja me despidió al grito de «cruz, perro maldito». Me quedó claro entonces que con el servicio de aquella casa no tenía nada que hacer y que del olor a comida que salía por aquella puerta no podía esperar sino eso, el olor.
Pero tenía que buscar a la señora que quería llevarme al veterinario para saber dónde vivía y devolverme a mi casa.