—Yo pasaba un miedo…

—Yo pasaba un miedo tremendo cuando bajábamos al Médano, en el verano —recuerda Carlos—, y después de haber nadado hasta donde no se hacía pie experimentaba una sensación imprecisa que estaba entre la idea de que podía venir un gran pez a devorarme —una raya, por ejemplo, la abuela nos metía siempre miedo con las rayas— o que fuera tu padre el que tirara de mí hacia abajo. Nadaba de prisa hasta la playa y, cuando llegaba asfixiado a la orilla, me volvía la lucidez y sacaba siempre la misma conclusión: si a papá se lo habían comido los peces, ya no estaba allí para tirar de mí hacia abajo y, además, ya hacía mucho tiempo que se lo habían comido y no quedaba rastro de él.

—¿Por qué? —pregunta Karl volviéndose—. ¿Por qué?

Los dos hermanos se bañan en la misma playa, mirando desde la arena la montaña roja a la que no llegó su padre, según seña Julia, y a la que el propio Karl llegó a creerse que no llegó su padre porque se ahogó antes de llegar allí. Pero quién sabe si como la abuela Enriqueta le dijo a su supuesto hermano Carlos que su padre se había ahogado, y no era cierto, esta vez —ahora sí desaparecido— podría ser cierto; esta vez los peces, sospecha Karl, podrían haberse alimentado con el cuerpo de su padre.

—Está claro, Carlos, a mi padre se lo han comido los peces. Pero tú, a buen seguro, habrás podido observar su verdadero cadáver.

—Tengo que decirte la verdad de una puñetera vez. Esta vez sí recogieron su cadáver intacto, con la cara de horror del ahogado, en la orilla de la playa de Los Abrigos, allí de donde venía seña Julia el día en que él no sabía adónde iba. Me llamaron para identificarlo, Karl. Y era él. Era él, aunque bastante deformado, asquerosamente hinchado. Había vuelto a la isla mientras lo buscabais por otros lares y se entregó al mar en la misma playa donde un día dijeran que se había ahogado. No sé con qué culpas a cuestas o si para ahogar las culpas que se había inventado. Sin embargo, dije a la policía que no era él, que les podía confirmar que no era mi padre.

—No me lo explico —se extraña Karl—. ¿Cómo es posible?

—Aún vivía Franco, aunque le faltaran pocos años para palmarla; creí que la policía habría quedado muy satisfecha de encontrar al fin el cadáver del que todos habían dado por asesino del poderoso, pero no porque lo tuvieran por asesino, que llegaron a saber bien que no lo fue, sino por prófugo, un hombre con una identidad falseada por sus amigos comunistas; en fin, una buena presa por más que se tratara de un cadáver. Encontrarlo muerto, sin poder darle su merecido, supongo que les habría frustrado, pero es posible que confirmar que aquél era su cadáver les habría dado alguna satisfacción que yo, tal vez ingenuamente, no quería proporcionar a semejantes hijos de perra.

—¿Qué crees que hubiera querido mi padre que hicieras en ese caso?

—Justamente lo contrario, estoy seguro. En el guión de su huida tendría prevista la identificación del cadáver del ahogado que al fin vuelve a su orilla; una manera de pagar una culpa que nunca tuvo, pero con la que cargó a sus espaldas. A eso vino.

—Renunciaste a cumplir ese compromiso, a hacerle ese homenaje, o ese capricho, claro.

—Sí. Le impuse el castigo que merecía, ignorándolo.

Karl vuelve la cabeza con disgusto y empieza a alejarse de quien no llega a saber bien si es o no su hermano.

Carlos lo mira fijamente y desafiante:

—Cuando aún creía ingenuamente que mi padre estaba en el cielo y no en Berna —empezó a hablar con sosiego— fui a ver a seña Julia para que me contara cómo se había ahogado mi padre y la encontré hecha un ovillo en un camastro de paja que tenía en la covacha cerca del barranco vecino al aeropuerto.

—¿Te aclaró algo?

—Me dijo que ya no se acordaba de nada sino de que quería mucho a don Carlos porque le había hecho mucho caso. De lo demás, no, de lo demás no se acordaba. Que ella tenía buena memoria, me dijo, pero sólo le alcanzaba para diez años y que de diez para allá es como si todo se lo hubiera llevado el viento. La pillé en fallo, porque también ese cariño del que se acordaba tenía más de diez años, pero ella cayó en su error, sonrió y no le dio más importancia. Dijo que había visto ahogarse a mucha gente en la mar y en la charca y casi siempre adrede. Y me dio un consejo.

Se miran los dos. Entran en silencio. Hasta que Karl pregunta:

—¿Un consejo?

—Sí, el que ahora te doy yo, querido: me aconsejó que no persiguiera a mi padre, que no hay que perseguir mucho a los muertos porque terminan ellos persiguiéndote a ti. Fue eso lo que le pasó a tu padre. Me acordé de seña Julia.

—Parece que te sirvió más bien poco el consejo de la vieja.

—Es verdad, Karl. Tampoco a ti te va a servir de nada. Lo siento.