Dos días después…

Dos días después irrumpe Charles de nuevo en la librería Antiquariat. Repite su desazón y al cruzar esta vez el umbral de la librería le llega con el espeso olor de lo viejo la tibieza de aquel espacio que jamás desatiende la librera, tan friolera desde siempre; las llamas de una chimenea que se encuentra entre los libros amontonados acusa un desaforado vigor que cualquiera diría que amenaza las viejas encuadernaciones. Buscando abrigo en el desorden, le invade el olor suavemente acre que los libros desprenden en su vejez, un olor a orín reconfortante que se va identificando cada vez más con el propio olor de su dueña.

Aunque ella, ofendida, se empeñe en desmentirlo, como es lógico, con el elogio de sus personales perfumes y del aroma natural de su piel, según —se lo inventa él, sonriendo con una mueca irónica— la reiterada certificación de autenticidad de sus amantes.

Tito, el perro de Aldes, nada más percibir ahora la cercanía del amigo español anuncia su júbilo con la cola activa, y siempre que él entra a la librería repite el perro de modo ritual el vano esfuerzo de intentar alcanzarle los hombros con sus patas al tiempo que ensordece a los presentes con el ladrido incesante de su alegría.

Simula Charles un baile con el perro que más bien parece un número de circo por el modo en que Tito se presta a la danza; una manera de corresponder a la actitud cariñosa del animal.

Recaba así la atención asombrada del nuevo cliente de la librera.

Pero al ver a Aldes en este instante entregada a la dilatada venta de unos libros antiguos, hace ademán de marcharse.

Aldes ni siquiera responde por ahora a su saludo.

Él va a decirse a sí mismo que no tiene secretos para Aldes, pero se da cuenta de que sí los tiene y de que además ella sospecha que los tiene.

Se deshace del gabán, de la bufanda, con el aire desganado de una víctima que oye otra vez un erudito alegato sobre André Gide; como quien percibe con desinterés una conversación ajena en una estancia lejana, en todo caso un alegato repetido.

La memoria le impone en este preciso instante la secuencia de un principio que no es tampoco el de su propia historia.

Ella, sin embargo, está poniendo ahora en duda la conveniencia de la venta ante el persistente regateo del cliente. Así que entre las exigencias económicas ampliamente discutidas con el comprador imposible, como suele sucederle, consigue explicarle a Charles que don Victoriano, un poeta-profesor español, asiduo a sus reuniones, no vendrá esta tarde.

—Los días de nieve le inspiran, como usted sabe…

—¿Y Steiner?

Le pregunta por el hispanista al que la fascinación por la juventud de su mismo sexo le hace con frecuencia cambiar de planes.

—Habrá encontrado calor efébico hoy —responde ella— y debe estar retozando por las nieves sin más ganas de arreglar el mundo.

Ríen.

Y en medio de esas risas, inesperadamente, llega Steiner, el ilustrado amigo común, haciendo alharacas a su llegada, sobrado de gestualidad y abundando en sus propias risas sin porqué, y toma asiento en su sillón de siempre, como si acabara de entronizar su sabiduría.

Toman el té con él y hablan de libros. Lo suelen hacer durante toda la tarde para distraer cualquier obsesión.

—No siempre los libros sirven para distraer las obsesiones —opina la señora Aldes con el asentimiento de Steiner—, más bien a veces contribuyen a crearlas.

En su caso particular —piensa Charles—, la vida le ha creado tantas obsesiones que los libros no han hecho otra cosa que ayudarle a disuadirlas.

Y opina Aldes que ése es su error, no hay nada peor contra el olvido que los libros.

Él no está de acuerdo, pero ella se impone:

—Los libros no hacen otra cosa que reinventar la vida, queridos, y todos terminamos por encontrar la nuestra en ellos.

—¿Cuál es el libro de tu vida, querida Aldes? —ironiza Steiner con mucho retintín y entre risas—. Debe tratarse sin duda del relato de un acontecimiento sensacional…

—Tus amores son más inquietantes, Jean. —Asoma en Aldes el rictus suficientón de su guasa.

—Bueno, es posible que los libros no sirvan para el olvido —argumenta Charles cortando la frivolidad—, pero quien cambia de lengua quizá cambie de corazón.

Steiner, que ríe ahora, lo mira extrañado; como si hubiera descubierto de pronto en las palabras del español una resonancia de su paisano, el poeta Luis Cernuda, y emprende, pedante, para sorprender a sus contertulios, el recitado de una retahíla de poetas españoles que bien conoce, Cernuda entre ellos, y a los que aprecia, con un atisbo de melancolía.

Ahora le pregunta a Charles:

—Dígame: ¿quién ha podido renunciar a su lengua de un modo tan definitivo como usted; conoce a alguien…?

En las tertulias de Antiquariat casi siempre tiene razón Steiner. También esta vez.

—Nunca, nunca renuncias a tu lengua, por más que quieras acabar de olvidar a tu propia madre.

Ignora Aldes que Charles, mirando ahora a la nieve desde un ventanal de la librería, recuerda de pronto a su madre, es decir, a la tía que hizo de madre: la madre solía decir, cuando se le sorprendía tras los visillos mirando a la ciudad nevada, su Madrid, y con los ojos idos, que para recordar le dijeran a ella si había algo mejor que fijar la mirada en la nieve.

Al recordar a su madre sonríe por nerviosismo o por el vértigo que le trae la sombra sorpresiva de la culpa, quizá contenida en la carta recibida. Su risa casi nunca supone que piense en algo divertido; no hay ninguna relación lógica entre el recuerdo y la sonrisa. Su sonrisa siempre, más que expresar algo, oculta algo, disimula algo.

O sonríe, quizá, por alguna súbita sensación de ternura.

Pero el miedo puede más que la ternura, o eso es lo que cree la señora Aldes ahora.

—No, si yo…