Se pregunta Charles…

Se pregunta Charles, volviendo a la carta, si sabrán en la isla de la existencia de Karl, si María le perdonará que haya tenido un hijo sin ella, si no ha de ser Karl otra víctima de lo que pueda suceder.

El impostor, insistiendo en ser su verdadero hijo Carlos, no cesó en el empeño de pasarle factura por el abandono de su hijo español, el mismo que le hablaba. Pero no detectó en su cara un solo rasgo que los relacionara, un pequeño atisbo de parecido a él.

Su hijo Karl, en cambio, tenía los mismos ojos de Charles, y en el caso del niño suizo alternaban cuando era más pequeño la picardía y la inocencia, la solicitud del cariño y el cariño que daba.

La respiración acentuada del muchacho en un catre cercano, hecho un hombre, aumenta ahora su inquietud; su hijo, otra rémora para la escapada de Suiza.

Se detiene ante él y lo llama Carlos.

No lo llama Karl, lo llama Carlos con premeditación.

Y el hijo responde:

—Sí, papá.

—Carlos, querido…

Erica corrige:

—Karl, Karl…

Esta noche, como en otras noches de alcohol, tan frecuentes, ha vuelto al mundo pasado, si es que alguna vez lo abandonara.

—Karl… Karl… —Atiende al ruego de Erica ahora y lo llama Karl—. Mi hijo no es mi hijo.

—Qué cosas dices, Charles.

—Ante la ley no lo es, sólo es tuyo, un hijo de madre soltera.

Erica solloza ahora y dice en su simpleza que lo que la vida te da es imposible que te lo quite la ley.

—Muy sensata. —Sonríe él burlón—. Cuéntaselo a los calvinistas.

Pero el joven Karl, tan parecido a su padre en el físico, en los gestos, en el humor, en las reacciones y hasta en su secreto comportamiento empieza a ser para Erica una nueva preocupación. Sale con su padre, se encierra con él en su piso, se ocultan para hablar, nunca habla con ella de lo que ha hablado con su padre; cada vez lo siente más lejos Erica, tiene la sensación de que viaja con su padre al mundo que su padre dejó atrás; un mundo del que se siente excluida o un mundo en el que nunca ha querido entrar.

Charles se ha quedado dormido con las piernas fuera de la cama y Erica toma sus piernas ahora y con delicadeza las hace reposar sobre el catre.

Lo coloca de tal modo en la cama que sonríe al pensar, mientras lo hace, que parece que estuviera preparando realmente una mortaja.

Lo mira ahora y se dice que no, pero reconoce para sus adentros que la verdadera solución para los dos, y también para el niño, sería la muerte de Charles.

Llora cuando imagina con tanto deseo la posibilidad de que deje de respirar de un momento a otro, de que mañana llamen de la oficina y no lo encuentren.

Tampoco la señora Aldes sabrá nada de él y resolverá preguntarle a ella preocupada:

—¿Sabe usted algo de su amante?

—A mi casa no ha subido, señora.

—Pues le advierto de que no aparece.

Será ese el momento en que ella tenga que bajar y comprobar que ha muerto, tendrá que amortajarlo disimulando el dolor para no denunciarse como concubina.

Llora y no sabe bien si lo hace por haber sido capaz de desear que eso ocurra o porque la ha conmovido de pronto la idea de la muerte del padre de su hijo.

Ahora solloza mirándolo a él, arrepentida de haberle deseado la muerte, pero convencida de que sólo esa muerte sería capaz de acabar con su miedo.

Dormirá vestido esta noche y Erica le desabrocha un poco la camisa y pasa con ternura la mano sobre su vello.

Antes de besarlo en la frente le ordena el pelo y siente con tristeza que este hombre no acaba de pertenecerle.

Aunque si bien lo mira no pertenece a nadie.

Ni a sí mismo.