Charles apenas percibe las quejas…
Charles apenas percibe las quejas que Erica reitera, cada vez con más fuerza, cuando oye que la puerta a la calle se abre en la medianoche y ella acude a recibirlo. Erica no entiende por qué le dice ahora que no importa lo que sean las cosas en sí mismas, sino lo que valgan; es lo que le dice sin porqué, sin venir a cuento, al verla entrar de nuevo en camisón, poniendo todos los cuidados que ella pone para no ser vista desde la calle.
Ahora Erica eleva más la voz, como si estuviera ya completamente despierta; es él el que no se encuentra aún dispuesto para acercarse a ella, remiso por los efectos del alcohol. Está seguro de que Erica ha de preguntarle de dónde viene, qué ha hecho hasta ahora…
Y lo que importa, se dice, no es que venga del Hotel Bristol, de consumir con Aldes y con Antonio, el recepcionista, su compatriota amigo, una botella de whisky de malta; lo que importa es que tendrá que declarar qué es lo que celebra.
Erica le tiene dicho que no le conviene la compañía de Antonio, que no es de los suyos. Aunque nunca le ha confesado que la verdadera razón de su rechazo es esta otra: que no le conviene hablar español.
Por eso se queja de Antonio:
—Siempre que vas con él acabas en otro mundo.
Ella sabe de lo que hablan, los dos se entienden muy bien.
Cuando dice eso de «tú eres un hombre con una posición», para acusar a Antonio de ser un don nadie, él siente compasión de Erica, de lo poco que queda de la solidaria enfermera de las Brigadas Internacionales, pero estima que no merece reproche el modo de aburguesamiento progresivo de ella, una forma de descansar de los desengaños; acaso nunca fue otra cosa que una burguesa que no encontrara su sitio.
Por eso está acomplejada con la librera Aldes, tan ilustrada y tan estrambótica unas veces como refinada otras.
Ahora, por la estrecha escalera que lleva de un piso a otro de su casa el cuerpo menudo de Erica sirve de apoyo al alto cuerpo tambaleante de Charles.
Él se calma y se deja caer en el sillón de orejeras al que Erica le ha tomado manía.
Tiene la impresión de que en ese sillón él, los ojos en el techo, ausente, se le aleja.
A veces, cuando sueña, habla español.
A la dificultad de la palabra imprecisa del sueño se añade para Erica el obstáculo de esa lengua que le parece tan severa.
Él se justifica con que un hombre nunca es dueño de sus sueños. Pero con el pensamiento le pasa lo mismo. Lo ve abstraído con frecuencia y ya no le pregunta nada; antes sí.
—¿Qué ha pasado, Charles?
—¿En este país siempre tiene que pasar algo para que uno beba? Celebro mi resurrección de entre los muertos, querida. —Habla en voz alta e introduce risillas forzadas para subrayar la gracia.
Le asegura que no han bebido tanto, y es cierto, quizá Aldes y él no hayan ido al Hotel Bristol esta noche por otra cosa que por su miedo particular a regresar a casa, sin decirle nada de la carta que lleva en un bolsillo de su cazadora, viva allí como un explosivo que puede romper la tranquilidad de Erica, y suscitar en ella un temeroso interrogante ante la acusación que contenga.
Ella ignora que Charles lleva en la cazadora una carta que tal vez empieza por decir «Mi difunto esposo», pero cuando lo ve dormir, como en este instante, desconfía de sus sueños.
Nunca habla así, como esta noche, piensa Erica, nunca se queja, nunca compara a Suiza con otro país, nunca se pregunta por las cosas de aquí, trata de explicarse con inquietud el cambio de actitud de Charles.
Por eso barrunta ella que otra vez estamos en las mismas, que el alcohol lo ha trasladado a esa antigua vida que tuvo y de la que nunca quiere hablar.
—No hay fotos, ya ves, no hay fotos —dice Charles—. Tú te empeñas en que te gustan las casas sin fotografías, pero arriba, en la tuya, tienes los veladores abarrotados de marquitos con fotos de tus papás y de nuestro hijo, con fotos de la pequeña Erica, de la joven y hermosísima Erica…
—Nunca te dejas hacer fotos —se queja ella.
—No hay que darle a la memoria más bazas para que te tenga prisionero —dice— o para que te humille con su desfachatez cuando pasa el tiempo y las fotografías se encargan de exponerte tu propio deterioro, tu condición progresiva de cadáver.
Nunca tuvo fotos de su hijo Carlos, quizá por eso le costó reconocer en el impostor que vino a verle, empeñado en que de su hijo se trataba, a otra cosa que a un impostor.
Sonríe con crueldad. Además, insiste:
—Ningún muerto se ha llevado sus fotos consigo.
—No te entiendo, Charles, vamos a dormir…
—Eso, a dormir, que luego vendrán los sueños, las fotografías que te faltan te aparecerán en el inconsciente, la cara de delincuente…
—¿Qué dices, querido?
—No, no te preocupes, todos mis sueños son legales…
—Charles, por favor…
—¿Tú me encuentras cara de delincuente?
—¿Qué dices, Charles…? Vamos a la cama, hombre…
Toma a Erica por la cintura y la conduce hasta la alcoba, la empuja hasta la cama y cae de mala manera a su lado simulando la querencia del sexo, desabotonando con torpeza su camisón sin conseguirlo, y de ahí a los muslos, hurgando con aspereza en el sexo húmedo de ella, que sí ha logrado, a pesar de la presión de él, abrirse por arriba el camisón y ofrecerle los pechos donde ahora muerde con más fuerza de lo que es prudente, se queja ella, y comprueba él que no le va a ser posible penetrarla, flácido el sexo y el deseo muy leve.
—Déjalo, Charles. —Está incómoda—. ¿Qué te pasa?
—¿Qué me pasa a mí, un delincuente, un reclamado por la justicia…?
—¿Qué dices, Charles…?
Cierra los ojos para librarse de la respuesta.
Erica lo ama como posiblemente no lo amó María en ningún momento, de eso está seguro, y esta noche él no sabe si la letra de María, a pesar de venir envuelta en el miedo a este sobre, va a conseguir convencerlo de lo contrario de lo que hasta ahora se ha impuesto convencerse a sí mismo: de que sigue queriendo a María.
El joven impostor que vino a verlo, el falso hijo para él, le aseguró que a quien de verdad quiso María fue al cacique que abusó de ella y de cuya muerte se acusa a Charles. Fue entonces cuando sintió ganas de zarandear al individuo, de pegarle, de echarlo de su casa.
Pero se contuvo, se contuvo para que siguiera hablando, para que siguiera humillándolo, para que no dejara de martillearle su conciencia.
El alcohol no le hace cambiar de actitud con Erica, no la increpa, no le contesta, no se queja de cuánto ha cambiado ella, le está agradecido, y de pronto vuelve al recuerdo de la carta y abraza a su compañera, la abraza con miedo a que se vea en la obligación de abandonarla —otra vez la huida—, con más miedo aún a que esta carta no sea sino el principio de un gran daño, de un daño mayor.
Erica lo deja en el primer piso, su piso de soltero; arriba, ella; él, abajo.