A Erica la interrumpe ahora el timbre…

A Erica la interrumpe ahora el timbre del teléfono en su repaso somero por la mesa, cambiando ella los libros de lugar por ver de hallar algo que pueda darle una pista más clara que la del recuerdo, y al oír el teléfono, lejos de impacientarse como su propia madre hubiera considerado natural que ocurriera, acude con lentitud y con desgana; al descolgar el auricular dice aló sin interés.

Llaman de la gendarmería de Lausanne para comprobar si es aquél el domicilio del señor Pérez Navamuel.

Dice sí, simplemente, y le preguntan si es su mujer; dice sí y teme que la parquedad de su respuesta, ya que no es su legítima esposa, pueda tener alguna consecuencia.

Percibe la llamada de la gendarmería de Lausanne preguntando si allí vive Ángel Pérez Navamuel como un aviso de que la policía anda ya sobre ese nombre, persiguiendo las huellas de esa identidad, como si afloraran por alguna parte los atisbos de la sospecha, como si el nombre y los apellidos no concordaran en algo, como si en alguna declaración o en cualquier trámite un impensable error hubiera dado lugar a la sospecha.

Angélica la escucha perpleja cuando se lo cuenta y en sus mejillas enrojecidas se manifiesta la indignación: ¿Cómo es posible que habiendo hablado con la gendarmería de Lausanne no se le ocurriera preguntar al funcionario a qué venía la pregunta, qué sabían de él?

El policía le agradeció la confirmación y la saludó atentamente. Cuando ella quiso preguntarle algo más, si él se encontraba allí, qué había pasado, si sabían algo de él, ya el funcionario había colgado el teléfono.

Erica explica a Angélica que no le dieron tiempo a preguntar y Angélica le dice a su vez que para qué está el teléfono, por qué no ha vuelto a llamar.

—El miedo al nombre —argumenta Erica.

—¿Eres capaz de anteponer ese miedo al interés por saber dónde puede estar un hombre del que te reconoces enamorada?

Siempre tuvo Erica complejo de mosquita muerta.

El espejo le devuelve ahora su cara de indefensa como una mentira inevitable que oculta a una mujer de mundo con cara de monja, como le dice siempre Angélica, y se lamenta de que la edad no haya infligido a su rostro las secuelas que le corresponden por perversa.

«Con esa cara de monja…», solía repetir su madre en los enfados. Si su madre supiera, piensa con el asomo de la picardía afilándole ahora los labios y disminuyéndoselos.

Pero la mosquita muerta no pudo casarse con Charles, y no por los rechazos de Aldes, sino por la imposibilidad de Charles, como se sabe, para justificar su viudedad, con qué papeles.

—¿Qué piensas hacer? ¿Por qué no ir a la policía? —la anima Angélica.

Erica confiesa su miedo.

—No tienes por qué contar lo de la carta —dice Angélica.

—¿Y el nombre?

—A un gendarme no se le ocurre iniciar averiguaciones sobre la identidad de un individuo precisamente en el instante en que se denuncia su desaparición, querida Erica. Lo habrían hecho antes por cualquier causa. El nombre es vuestra obsesión y no la de la policía: la obsesión de Charles, porque no ha acabado nunca de reconocerse en el nombre de Ángel, y la tuya, porque por algo has seguido llamándolo por su nombre verdadero, aunque sea en francés y parezca un capricho.

Angélica añade que los nombres son un convencionalismo y Erica mantiene en silencio su desacuerdo: ella sabe muy bien que nos llamamos como nos llaman en los sueños, por el nombre que reconocemos en nuestra conciencia.

—Un nombre, tu nombre, parece que habita tu sangre —dice—. Basta que nos empeñemos en ser otros y con otro nombre para que el que éramos se imponga con su nombre verdadero y no podamos evitar sentir la raíz —sigue Erica—. Yo misma quizá decidiera llamarlo Charles para no estar del todo ausente en ese otro hombre que los dos hemos pretendido aparentemente rehuir. Pero no estoy segura de que él lo haya conseguido.

—De lo que no estoy segura yo —dice Angélica— es de que la policía sea tan sutil.

Erica mantiene su desacuerdo con ella.