Con los años…
Con los años, las reacciones de Angélica se han ido aproximando a las de su propia madre, cada vez más difícil de encontrar en ella los rastros de la joven imaginativa, histriónica, fabuladora, con la que convivió en París, ahora apegada a su chimenea, afanada en el ganchillo después de viuda, aunque mantenga el humor de antaño para burlarse de su imagen doméstica, poblando de todo tipo de entredoses y pasamanerías las faldas cursilísimas de las mesas camilla que ha colocado en la proximidad del gran ventanal que mira al río, dos de ellas abigarradas de portarretratos de plata con fotos de sus hijos y del difunto esposo, sobre todo, y una al centro, dispuesta para tomar el té en las largas tardes de invierno en las que la niebla se posa sobre las aguas del Aar y Angélica se pone insoportablemente melancólica.
Cada vez rememoran menos en aquella casa, invadida por un olor a chucrut invariable, los turbulentos días de París, cuando eran solidarias y un poco golfas, más atrevidas de lo que por entonces solía ser común y más frívolas de la cuenta para tratarse de mujeres de izquierdas, más bien superficialmente arrebatadas por la causa. No espera de Angélica que la ayude a pensar dónde puede encontrarse Charles.
En otro tiempo se le ocurrirían disparates entre los que se podía hallar alguna idea luminosa; ahora en cambio, con lo diletante que ha sido Angélica, no puede entender la obsesión por la huida de Charles.
Tonterías, le va a repetir, algo no va bien entre vosotros.
—No es normal, Erica, que un hombre te esté amenazando siempre con marcharse por no se sabe qué extraña cuestión existencial; ése no ha dejado de soñar con la otra, que diga la verdad.
No se explica en ella esa limitación para entender a Charles, si la Angélica de ahora fuera la de antes se pasaría elucubrando toda la tarde, asumiendo la huida de Charles hasta parecer ella misma la huida y proponiéndole huidas a ella si se terciara.
Erica a veces parece que sí, que sí entiende a su compañero:
—Hay espíritus que están escapando siempre de sus cuerpos, tú no lo entiendes —le explica a Angélica.
—No te me pongas bruja, Erica —ríe la otra.
—No me pongo bruja…
—¿No se te ha ocurrido pensar que Charles esté durmiendo una borrachera en cualquier parte, como otras veces, o prefieres seguirle la corriente de la huida hacia no se sabe dónde? —Angélica confirma que su amiga sigue siendo una ingenua—. Has terminado creyéndotelo todo, Erica. —Aumenta el brío de su voz—. ¿Hacia los Alpes, querida…? ¿Habrá huido Charles hacia los Alpes?
A Erica tan sólo se le escapa un sollozo ante el acoso.
—Ya no tenemos edad para las huidas, querida Erica, únicamente podemos huir hacia el pasado. Si el pasado es España no creo que esté allí, entregándose o con riesgo de que lo encarcelen. Será mejor para ti no buscarlo en España.
Le resonaron las palabras de su amiga como quien de pronto descubre la clave de un enigma: hacia el pasado, pero hacia un pasado en el que mejor ella no deba meterse ni crear alertas…
—Ya veo que Aldes no te ofrece una tregua ni en tiempo de emergencia —comenta Angélica sin mirar a su amiga, con la vista fija en la cristalera, contemplando el esfuerzo que hace una tímida luz por abrirse paso en un inesperado y engañoso claro que se vislumbra en lo alto del montecillo de enfrente, finalmente imposible en la borrasca—. No sabría más… —añade en disculpa de Aldes.
Oye el hervor del agua y sale corriendo a la cocina en busca del té.
—Sí sabía más —le aclara Erica—, Aldes sabía de la carta.
Angélica, mientras engulle pastas de té sin cesar, tal vez inducida a la glotonería por los nervios, adopta esa posición de mujer puesta en razón que para Erica es nueva, y empieza a ordenar el itinerario de las pesquisas. Hasta que detecta un vacío:
—¿No te has preguntado qué pudo hacer en el rato que va del momento en que sale de la oficina hasta que reaparece en la librería?
Angélica hace la pregunta con la satisfacción de quien barrunta un misterio y Erica le ve el brillo joven de los ojos, el mismo brillo de cuando se hacía cábalas sobre una reacción, un gesto, un proceder de aquellos hombres enigmáticos de los que solía enamorarse apasionadamente y por poco tiempo en sus días de París.
—No comprendo cómo Antonio se atrevió a contarte lo de la carta —dice Angélica mientras sirve el té en sus tazas venecianas, con un gusto por la decadencia recién estrenado y del que hace una desagradable ostentación con repetidas e innecesarias descripciones del valor de las cosas—. De todo lo que me cuentas es esa palabra, asesino, así, a bocajarro, lo que más me inquieta.
—No me lo contó —repone Erica— porque quisiera desvelar el secreto de su amigo, lo hizo tan sólo para ayudarme a entender su desaparición. Al fin y al cabo, yo ya conocía esa carta.
—No me hagas reír. —Su renuncia a la fabulación le hace ver a Angélica ahora fabuladores en cualquier parte—. Vais a hacerme creer que ha escapado por temor a una carta que lo único que tiene de misterioso es que haya tardado tanto tiempo en recibirla… Toda la vida detectando perseguidores inexistentes. —Se ajusta los pechos en un gesto vulgar de seguridad y engreimiento y adelanta el mentón anunciando una conclusión inmediata—. Y ahora, por temor a una carta que acaba de recibir, huye en una tarde. No seas ingenua, Erica…
—¡Nadie ha dicho que por temor huyera!, —murmura—, lo mismo fue una llamada a su conciencia que surtió efecto, ¿no crees?
—¿Celosa?
—Sí, celosa.
—Me tranquilizas. Siempre es mejor que un hombre huya por otra mujer, aunque sea la del pasado —pone tono de complicidad a sus palabras, se acerca a ella con una sutil sonrisa pícara—, que vivir un escabroso drama con asesinatos por medio.
—Eres una insensata, Angélica.
—Siempre lo fui, querida, incluso cuando los asesinatos no nos escalofriaban como ahora si la lucha de la clase obrera —adopta un tono marcial de mofa— los justificaba.
—Sabes que nunca los justifiqué.
—Es verdad, tienes razón, los comunistas te gustaban en la cama pero te daban miedo.
—Me dabais miedo —responde Erica.
—Por eso mismo te aconsejé que dejaras a Ángel, la muerte le rondaba demasiado por la cabeza, no acababa de deshacerse de sus culpas. —Se levanta y abre la tapa de un buró repleto de cursilísimos cajoncillos para extraer una cajetilla de Camel y ofrecerle uno a Erica; a Erica le sorprende verla fumar de nuevo; con el cigarrillo en la mano, haciendo piruetas con el humo; recupera Angélica por un momento su figura voluptuosa de antaño—. Tú nunca has sido mujer que soporte mucho las rarezas, una burguesita al fin y al cabo —prosigue—. Yo, en cambio, ya ves, era otra cosa, una soñadora en pie de guerra —ríe—: todos aquellos hombres me parecían unos héroes que cambiarían el mundo y terminé casándome con un intelectual, un vanidoso en toda regla para el que cualquier dificultad de la vida cotidiana era una vulgaridad que debía asumir yo; él por no oír no oyó siquiera el llanto nocturno de sus hijos, no oía nada. Por supuesto, los problemas económicos eran mis problemas y cada vez que yo trataba de entrar en ellos daba de mí esa imagen tan poco exquisita que a él le repugnaba, un modo de ser que yo había aprendido con el obrerío, me decía.
—O sea, que prefieres a aquellos héroes parisinos de los que te enamorabas fieramente y te dejaban sin un franco.
—Oh, no, tampoco… —La súbita nostalgia obliga a Erica a una sonrisa envuelta en el recuerdo, mientras escucha a Angélica—. Envejecieron sin arreglar nada y eran igual de orgullosos —sigue Angélica—. Reprimían el mundo de los sentimientos y siempre estaban dispuestos a huir resignadamente por una causa superior envuelta en secreto.
—Como Charles. Ya lo ves, ahora…
—Pues, sí, es verdad… —acepta Angélica—. Parece que viviéramos en un barco en el que las mujeres nos empeñamos en lanzar el ancla, yo misma tengo ahora mi ancla en ese río —mira al Aar tratando en vano de señalar el lugar del ancla—, y ellos empeñados en navegar y navegar siempre, aunque sea contra corriente, no lo dudes. Estás en el barco, tan tranquila, y si te descuidas se escapan a nado.
Erica solloza y Angélica se acerca a ella, se pone a su espalda, le acaricia el pelo, consolándola, y le pregunta:
—¿Él le dijo a Antonio algo sobre adónde se dirigía?
—Que iba a la estación, le dijo, que esta vez iba en serio. Le había dicho muchas veces lo mismo; en algunas ocasiones habían ido juntos hasta la estación. Y yo misma fui hasta la estación; fui con una foto, la única foto que pude hacerle un día en que lo sorprendí jugando con Karl en el parque. Llevé su foto y se la mostré al vendedor de prensa y el vendedor, sin decir palabra, me miró fijamente y negó con la cabeza haberlo visto. Cuando ya me iba me señaló dónde estaba un gendarme y me dijo en voz alta que a ésos sí que no se les escapa nadie. Le agradecí la información, pero preferí preguntarle a un vendedor de billetes de tren, y también me repasó sin palabras, de arriba abajo, mirándome una y otra vez con prevención, y me preguntó luego qué billete quería, como si no me hubiera entendido. Le repetí la pregunta y sólo conseguí que respondiera que allí vendían billetes, que la ventanilla de información era otra. Llegué a tener la impresión de que algo ocultaban, como si un silencio misterioso se apoderara de ellos o como si supieran algo que callaban, o como si yo les planteara un enigma del que no sabían si iban a salir mal parados. Sólo la señora que cuida de los urinarios, una inmigrante, contempló la foto varias veces, se acercó a la luz de los lavabos para verla mejor, y me dijo, con un torpe énfasis de piropo, que un hombre así no se le hubiera olvidado, que lo había visto esa misma tarde. Los esfuerzos que hacía por darme una respuesta tenían que ver seguramente con la confianza en la propina.