Llegó el día…

Llegó el día —recuerda ahora Erica— en que la señora Baumann puso los ojos en su hija con más atención y tal vez la encontró descuidada en el peso, más gorda cada vez y desmejorada y, después de muchas preguntas sin respuestas, temió lo peor.

—¿No habrás sido capaz de quedarte embarazada? —le preguntó en un desahogo de su inquietud.

Como siempre, no obtuvo respuesta de su hija.

El señor Baumann fue el que intervino esta vez con decisión, indignado:

—Si estás embarazada habrá que casarte pronto —alzó la voz furioso—, de lo contrario en esta casa no entrará una criatura sin padre por más que tenga que llevar nuestro apellido.

Pero el pequeño Karl no tardó en nacer y Erica les dio noticia de su parto.

Fue entonces cuando Walter Baumann, ofendido en su honor y preso de ira, le propuso a su hija un acuerdo para ella y su pareja: que escaparan los dos de Suiza con el niño y recibirían de él una permanente ayuda económica. No soportaba la vergüenza.

Pero Erica, que rechazó la propuesta de su padre apelando a su propia dignidad, se sintió sola esta vez; no tanto por la actitud de su progenitor, que repudió al nieto durante algunos años, como por el hecho de que a Charles le pareciera sensata la vil negociación del señor Baumann con evidente oportunismo por su parte, como si viera en esa propuesta una ocasión ventajosa para escapar de allí.

No dejó de pensar esta vez en la posibilidad de que su Charles la hubiera seguido a Suiza por conveniencia, dada la precariedad en la que vivía, ni dejó de sospechar que ahora se sintiera por lo mismo prisionero en Berna.

Ya se lo había advertido su madre: «Los hombres te camelan, te camelan, y cuando consiguen lo que buscan, hija mía, si te vi no me acuerdo. ¿Tú qué sabes de ese hombre, Erica? ¿Y si es casado?».

Tampoco esta vez Erica les dio la satisfacción de una respuesta, de lo que sí estaba satisfecha es de que al fin su padre, a pesar de todo, más por el qué dirán que por ella y su novio, hubiera accedido a darle trabajo a Charles, o mejor dicho, a Ángel Pérez Navamuel, ese maldito nombre inventado con el que figuraba en su pasaporte y en el registro del trabajo.