Los arces recuperan las hojas…
Los arces recuperan las hojas en su escalada por el cerro que sube al otro lado del río como premonición del tiempo de bonanza; una luz cicatera, retenida tras una nube que se esclarece un poco, se proyecta sobre los abetos de la urbanización que tienen enfrente Erica y su amiga Angélica y transmite con levedad una cálida sensación a la tarde de sombras en la que el humo de las calefacciones de Berna empaña la limpieza del aire.
—¿Lloras?
—Sí, lloro.
—¿Y tienes alguna razón para la sospecha?
Cuando Angélica le hace preguntas como ésa, Erica se arrepiente de haberle dicho nada, para qué.
Le explica simplemente que encuentra ausente a Charles, ido, cada día más ido, pensando en otras cosas…
Rezonga y dice al fin:
—Pensando en otra.
—¿Estás segura de que piensa en otra?
Sí, está segura, de lo que no está segura es de que se trate de otra, aquí y ahora, más bien de otra en otro mundo.
No se ha atrevido a decirle esto a Angélica, cómo va a decírselo, cómo va a contarle estas rarezas.
Tampoco puede contarle su miedo, pero le ha insistido mucho en el miedo.
Seguramente Angélica piensa que el miedo del que le habla es el simple miedo que cualquier mujer puede sentir por perder a su pareja.
Por eso le da una respuesta previsible, le dice que el miedo no lleva a ninguna parte, lo mismo que suele decir la gente que no siente miedo y que por eso mismo le parece tan evitable.
Y le dice también que está claro que lo quiere mucho, que si no sobraría el miedo a perderlo.
—Todo son celos —dice Angélica.
Al principio, sí, al principio la distancia que iba marcando su silencio originó los celos: una ansiedad brutal que la devoraba, que la llevaba a ocultarse por los soportales para seguirle los pasos y a perderse en el parque tras la pista de una posible cita con otra que acababa donde él volvía a ausentarse en su silencio, sentado y mirando al cielo entre el frío, como si nada de lo de aquí le afectara.
Dicho así, Angélica lo tiene claro: no hay razones para esos celos que la destruyen.
Y es entonces cuando ella no puede explicarle lo que tiene que explicarle.
O se lo explica a medias.
Le confiesa que persigue su correspondencia.
—No está bien —le reprocha Angélica.
Ella, para disculparse, comenta que una mujer con celos no es una mujer normal.
Angélica ríe. Piensa que los celos son más cosa de mujer que de hombre. Y con razón.
—¿Has encontrado algo?
—Sí.
De pronto dice sí y piensa que ha sido pillada.
Por eso resuelve cambiar, preguntarse si la facilidad con que ha encontrado esa correspondencia en la mesa del escritorio de él no es un premeditado aviso de Charles de que ha decidido abandonarla.
Angélica sonríe y ella piensa ahora que no se atreve a decirle que está loca.
O sí se lo dice; se lo dice suavemente, sonriendo.
Es Angélica la que pregunta de quién es la carta y Erica no se atreve a decirle la verdad, le dice que de una mujer que lo llama asesino.
—¿Y si resulta que estoy casada con un asesino, Angélica?
—Eres tonta… Una amante irritada es capaz de decir cualquier cosa como un insulto —replica Angélica—. Para que te llamen asesino no hace falta haber matado a nadie. Basta con tener una amante desengañada o harta. O basta con que la persona que te escribe quiera jugártela. O gastarte una broma. Tampoco es necesario que se trate de una amante, una broma de esas te la puede gastar una amiga.
—Con muy mal gusto, claro…
—Desde luego.
Erica refleja conformidad en su modo de mover la cabeza y además dice en su descargo y sin que venga a cuento, como si lo que menos le importara es que Charles fuera un asesino, que en tiempos de guerra uno puede haberse visto obligado a matar por razones legítimas, pero a Angélica esa respuesta no le gusta nada, nunca hay razones legítimas para matar.
La deja hablar, no está interesada en la lección de ética que Erica improvisa y concluye Angélica en que, a pesar de la carta, su amiga sigue sin tener razón alguna para los celos.
—¿Y si alguien que te deja su propia esquela mortuoria, con su propio y verdadero nombre y todos los datos correspondientes, en la mesa del escritorio, bien a la vista, no te quiere avisar de que ha muerto para ti?
La mirada perpleja de Angélica, que no entiende nada, la transforma de súbito en una verdadera estatua, pero se recupera pronto y decide tomárselo a chunga.
Erica tiene la impresión de que su amiga está convencida de que ha enloquecido; no llega a entenderla; no, no la entiende.
Pero Erica sonríe y sí comprende a Angélica; la escucha paciente, vuelve a oírla recomendándole con visos de consternación que consulte a un psiquiatra.
—Sí, sí, pero, dime —insiste Erica—, ¿no querrá decir eso?
—No, no quiere decir eso —Angélica toma las manos de Erica entre las suyas y percibe el temblor de la obsesión—; abandona el miedo, querida.
—El miedo acaba con el amor, sin duda…
—Por eso mismo, Erica.
Angélica vuelve a mirarla como a una loca, debe mirarla con preocupación y no tiene una respuesta pronta, la perplejidad se lo impide.
Qué lástima que no pueda decirle nada más a Angélica, se dice Erica, sobre la carta de Giorgio que acaba de leer.
Charles no le ha dicho nada de la carta, el muy cobarde ha preferido dejarla a su vista para que ella se haga cómplice de su miedo, un miedo de los dos, es decir, de Giorgio y de Charles, porque como dice Giorgio esa mujer está dispuesta a perseguirnos, a ti y a mí.
A ti y a mí, recuerda a Charles con desprecio, visto como un despojo que anoche hubiera caído al azar en aquel catre.
Se trata del odio de una mujer, se repite Erica los términos de Giorgio: «Por mucho que la quieras debes entenderlo».
«Por mucho que la quieras», dice Giorgio…
Aquí tendría que ver Angélica si hay razón o no para los celos. La esquela es otro aviso, y eso que Giorgio no sabe nada de la esquela, le ha escrito antes de la esquela.
—A Giorgio le ha bastado saber de la carta para recomendarle que huya, que huya con nosotros, conmigo y con su hijo, indeseable. Aldes en cambio parece que lo tiene claro, al decir de Giorgio; ya intuía yo que Aldes andaba mezclada en este asunto. Lo que tiene claro Aldes no es que deba huir conmigo y con su hijo; le recomienda, más indeseable que Giorgio, que huya solo. Esa vieja perra —murmura con rabia— no ha dejado nunca de asediarlo. Giorgio se pregunta quién pudo dar el chivatazo y parece mentira que Giorgio no lo vea: Aldes no le ha perdonado nunca nuestro aparejamiento, estoy segura de que ha montado esta estrategia para secuestrarle ahora, para mantenerlo huido y a su alcance. Mi madre dice, como la que consulta un oráculo, que nos estamos ahogando en un vaso de agua, que la cosa no irá a mayores, que si esa mujer hubiera querido hacernos daño ya lo hubiera hecho.
Giorgio sostiene, sin embargo, que la situación puede ser imprevisible, que una mujer tan dolida es posible que le ponga algunas condiciones, le advierte.
A Erica le molesta la presunción de estratega de Giorgio, lo conoce bien y lo tiene por un diletante, un conspirador barato, un histrión, como todos los italianos.