Si Charles acude hoy a la librería…

Si Charles acude hoy a la librería Antiquariat, aunque lo hace frecuentemente, es porque Aldes le ha anunciado que tiene para él una sorpresa, y toda sorpresa es para Charles, casi siempre con el alma en vilo, un nuevo motivo de inquietud.

Nada más verlo entrar en la librería, la señora Aldes se ve obligada a extender su brazo hacia la derecha del mostrador y le señala con el índice a su amigo Ángel, que es como le llama, el lugar extremo en el que un pisapapeles de bronce salva una carta importante de cualquier extravío posible. Insiste ahora, de un modo enérgico, en señalar la carta.

—La carta sin más, sin haber sido abierta —ahora levanta Aldes su voz, imponiéndose—, ya dice algo, dice que está usted localizado, Ángel. ¿O prefiere que lo llame Carlos o Charles?

Charles desgarra el sobre como si lo abriera de nuevo, mira el texto y, aturdido, bastante aturdido, abandona la carta sobre el viejo mostrador en el que siguen esparcidos los grabados.

Pero Charles, o Ángel, vislumbra a Aldes molesta al principio, quizá por el alboroto de Tito, su perro, al que ya está acostumbrada, aunque seguro que su enfado tiene otro motivo: quizá la propia interrupción inoportuna de Charles en la operación de venta en la que se afana ella, su vista entregada a los viejos grabados de Durero que reparte por el pequeño mostrador, insistiendo en la excelencia de las láminas, muy correspondida de modo atento por su cliente.

Aldes, sin embargo, conociéndole como ella cree conocerle, persigue en el rostro de Charles la sombra de la inquietud que todas las cartas traen, según ella. Y más en su caso.

Debe saber que una carta que pueda inquietarle hasta el punto de incitarle a huir, como Aldes debe suponer o está suponiendo, o que simplemente entienda que lo incita a la escapada, alimentando una obsesión suya que ella conoce muy bien, puede ser para él, según se vea, una satisfacción que alimentará sin duda sus manías. Eso es lo que busca.

Pero él no se apresura, ni mucho menos, a recoger la carta.

Precisamente por la carta, teme que Aldes, de un modo involuntario e indirecto, esté informando al cliente que atiende en este instante de algo que pueda haber llegado a interesarle más que los grabados: la propia carta.

Porque Charles no descarta que el cliente pueda tratarse de algo parecido a un espía. Aunque, esto aparte, y a pesar del supuesto espía, la única señal de interés que se le percibe a él por la carta es que detiene ahora su marcha, como si una sorpresa oculta lo inmovilizara de pronto, y permanece junto a la puerta tratando de contener a Tito, ya que la euforia y la intranquilidad del perro se incrementan con el presentimiento de la calle.

De todos modos, no está claro que se inmute, o que se inmute mucho, pero simula que se inmuta sin dejar de escrutar al cliente y dándole a entender a ella que el mérito de guardar sus cartas con tanta atención y curiosidad no ha sido demostrado hasta ahora; más que nada, bromea, porque no se ha dado la ocasión: nunca, hasta este momento, ha recibido una carta en Antiquariat.

—Nunca hasta ahora —dice Aldes—. Sobre todo, nunca con remite de Madrid. Pero puede que esta carta sólo sea la primera de las que aquí reciba desde España.

Y le acerca la carta mirándole fijamente para no perderse el más leve auspicio de la sorpresa de él al tomarla en sus manos.

Charles toma el sobre y, en lugar de repasarlo, siquiera sea de un modo somero, le pregunta a Aldes, sin mirarlo, si está segura de que esa carta es para él, tratando quizá de evitar así la puesta al tanto del sospechoso cliente.

Luego extiende el brazo con la carta en la mano, pretendiendo devolvérsela sin intentar mirarla, como quien ya sabe su origen y la rechaza, y ella cruza los brazos y se encoge de hombros haciéndole comprender que esa carta no es en todo caso un problema suyo; será un problema de él.

Baila Charles con el perro y el caballero coleccionista, sorprendido, hace los cumplidos que le parece que el perro merece por su maestría en el baile.

—Tan ganso es el uno como el otro —comenta la librera al anciano comprador para disculpar de semejante modo a su amigo, igualándolo a su perro en las habilidades del juego, lo que le parece a Charles una indudable impertinencia.

Tito responde indiferente a lo que tendría que haber recibido como un halago, y después de establecerse sobre la alfombra con la natural elegancia del airedale terrier, vuelve el hocico hacia la chimenea en lo que puede ser tomado por un pretendido gesto de desaire a su dueña.

Una vez vuelto hacia el fuego levanta las orejas con picardía.

El cliente vuelve a rastrear la mirada por los grabados al tiempo que Aldes lo hace, y confirma con ella, al dorso de los papeles, los vestigios de la antigüedad de las láminas.

Aldes levanta levemente la cabeza para mirar a Charles y le guiña uno de sus hermosos ojos azules que sobresalen entre las arrugas más inevitables y confieren a la vieja un halo de juventud resistente.

No se sabe muy bien si con la picardía que revelan en el guiño confirman los ojos un engaño al cliente, pero él sabe que Aldes disfruta con sus logros de astucia mercenaria y los tiene por una especie de victorias que contrastan con otras desidias económicas; tal vez rastros de la bohemia que vivió en París y que a veces la hacen lamentarse de ser una orgullosa derrotada sin la menor disposición a corregirse.

Pero no es sólo eso, se trata también de la complacencia de deshacerse al fin de lo que nunca fue su negocio: un cúmulo de grabados que su difunto marido le ha dejado allí como una rémora, tan sólo por distanciarse de ella en el trabajo, una vez reconoció, aunque tarde, suele explicar Aldes, su incapacidad para competir con su mujer por el ojo de lince que tiene ella para los libros viejos.

El cliente demuestra ser un verdadero experto en grabados y en Durero, con lo que Aldes se crece ahora en explicaciones, frecuentemente erróneas por lo que Charles presiente, sonriendo ella, deslizándose en detalles de técnicas que llevan sus dedos afilados, la tensa expresividad de sus manos, a pasar suavemente, como quien constata la emoción al tacto, a falta de otras explicaciones rigurosas, por plumachos, armaduras y veladuras diversas.

Por el aumento del nerviosismo y la torpeza en su palabrería —es poco indulgente consigo misma si se le trasluce alguna inesperada desmaña intelectual— barrunta él su incomodidad ante el premioso aunque hábil comprador.

Acaricia Charles al perro, agachándose un poco, pero mantiene la cabeza en alto para fijarse desconfiado en el cliente, como si tratara de identificar en el posible comprador un busto conocido o visto ya al que no consigue poner cara.

Más cerca ahora de la puerta, soportando la imprecación del perro que se encarama a su muslo añorando la calle, repite él que se marcha.

El hombre de los grabados lo mira de refilón por algo, ajeno a veces a los argumentos de Aldes y forzando el reojo con un disimulo que le inquieta y empieza a convertirlo para Charles en un verdadero sospechoso de no sabe por el momento qué.

Está inquieto Charles y el perro detecta su nerviosismo y sigue con los ojos su tropezosa espera, bien es verdad que de un modo interesado por si le cae el regalo de un paseo.

Pero él decide sobre la marcha irse a casa o pasarse por el Hotel Brístol para tomar una copa con su compatriota, Antonio, tan amigo suyo, en esta tediosa tarde de Berna.

Está muy lejos de suponer aún que el nerviosismo de Aldes con su cliente no sólo tenga que ver con la ardua venta de los grabados en la que sigue metida, sino con algo que le pueda afectar a él muy especialmente, lo quiera o no, con la carta por medio.

Hace un vago ademán de despedida a Aldes, le asoma una palabra tímida, una expresión cortada, un murmullo.

Tal vez sea sólo un indicio de respiración ansiosa lo que le llega a Aldes de él para que la librera levante al fin una mano de las láminas y le ruegue que se detenga, por favor, que espere.

Charles se resiste, tratando de explicarle que tiene cosas que hacer, y el perro, como si ya diera por consumada la despedida, se alza para intentar salir con él volviendo a mover el rabo con un entusiasmo no correspondido.

Así que Aldes interrumpe por un momento al cliente en su rectificación de la oferta, con un gesto de desdén que está dando por acabado el negocio, y le advierte irónicamente a su amigo que no tendrá quejas del cuidado con que se guardan sus cartas en el desordenado universo de la antigua librería; allí la abundancia de papeles suele hacer que las cartas corran cualquier suerte en el desorden.

El cliente da la impresión de sentirse algo embarazado; falsa impresión para Charles, que está convencido de que el individuo intenta investigar con disimulo. Pero no se trata de eso: la verdadera sensación del cliente es la del que se encuentra inevitablemente inmiscuido en un asunto íntimo en el que se puede comprender fácilmente que se sienta un no querido testigo intruso.

Y como lo percibe así, trata primero de distraerse, de disimular haciendo carantoñas al perro, pero el perro le responde con un desdén semejante al de su dueña y alza su cabeza atento a la conversación entre Aldes y Charles, con lo que al cliente no le queda otro remedio que ofrecer en voz alta una cantidad, dándola por definitiva, y la librera responde tajante que lo deje, que prefiere conservar las láminas.

El cliente no evita el enfado y lo demuestra —piensa Charles que porque no le queda más remedio que marcharse; teme seguramente para él al desvelamiento del espía— y el perro lo acompaña hasta la puerta hociqueando por sus tobillos con el modo arbitrario de entretenerse que tienen los perros, pero no aprecia Charles gratuidad en el rastreo del animal; por el contrario, le agradece su intento de colaboración —sonríe— y también da por cierto que hasta el perro barrunta el encubrimiento de este cliente que para él no es tal.

No disimula la librera su alivio ante la decisión de un pretendido comprador que ya había olvidado y lo traduce en seguida en gestos burlones de cortesía ante su cara, y de descarada mofa después, nada más cruza el indeciso cliente el umbral de la puerta.

—¿Está segura de que ese hombre vino a intentar comprar las láminas? —le pregunta a Aldes.

Ella no puede evitar la carcajada.

—Ya ha pasado el tiempo —dice— en que mi hermosura atraía a los hombres como moscas y perdían el tiempo conmigo, embobados.

—No quería referirme a eso, claro.

Ella arguye que no ha sospechado que quiera decir otra cosa, a pesar de la alta edad del cliente.

No obstante, añade:

—¿Qué otra cosa quería decir?

Pero por la risa provocadora de Aldes se le escapa ahora un hilo de erotismo enmohecido aunque existente, la huella de la mujer que fue y que aflora en las ocasiones íntimas con una voz que el tabaco y el alcohol le han ido enronqueciendo.

—¿No ha pensado usted, señora Aldes —no apean el tratamiento a pesar de que abunden siempre las ocasiones de afecto entre ellos—, que ese hombre podría ser muy bien un detective?

—¿Un detective experto en Durero, formado para esta ocasión en la que usted tendría que venir a Antiquariat, justamente esta tarde, ya lo sabía el detective, para recibir de mi mano una carta con la que usted se sentiría delatado tan sólo al ver el sobre sin ni siquiera observarlo o precisamente por no observarlo?

Ríen los dos.

Charles —Ángel, o monsieur Pérez, según el falso pasaporte— tiene que reconocer que el detalle de la experticia en Durero lo ha dejado fuera de juego, pero añade sin dejar de reír que los detectives usan para disimular cualquier arte y que a la vista de lo poco que sabe ella del grabado y de Durero cualquiera puede haber improvisado su experticia en un manual.

—¿Sabe usted más de Durero que yo?

—Sí —responde él—, al menos de los sueños de Durero.

Lo que más le sorprende a ella es que habiéndole dado a entender que esta carta lo delata, como la otra anterior que recibió en su propia casa, siga aún distrayéndose, riendo y hablando del posible detective, y hasta de los sueños de Durero, con la carta en la mano y sin haberla mirado siquiera de reojo.

—Si lo que desea es que la carta vuelva a su origen, monsieur Pérez, será usted quien se ocupe de devolverla —le advierte Aldes risueña—. Y además prefiero que su correspondencia no atraiga hasta mí detectives tan pesados como el de esta tarde.

El perro ladra sin aparente motivo y ella lo atribuye al juego de los roedores con una primera edición de Hölderlin que les resulta por lo visto muy apetitosa.

—Tienen buen gusto literario los ratones —comenta la librera.

—Podría entregar también la carta a los ratones y ofrecerle un sosiego a Hölderlin.

Le da la idea a Aldes acercándole de nuevo el sobre.

Ella se hace a un lado rechazando la carta que él intenta devolverle.

Tito —le dice— no me lo perdonaría, lo quiere a usted tanto como a mí.

—La verdad es que no estoy seguro de que las cartas sean un buen alimento para los bichos, toda carta —la metió en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta que había abandonado en una silla— puede contener un explosivo, señora Aldes.

Aunque no es fácil que ella por lo común incurra en el desconcierto, lo mira desconcertada.

—La mejor manera de desactivar el explosivo es leerla, ¿no le parece, monsieur?