Mejor suerte, naturalmente…

Mejor suerte, naturalmente, corre Erica con Antonio, el conserje del Bristol.

Antonio llamó ayer preguntando por Ángel y ella quedó en verse hoy con él en Klötzlikeller a la hora del aperitivo, había insistido en saber qué pasaba y Erica se mantuvo en la determinación de contárselo cuando se vieran, no antes.

Antonio le habla de la carta en todos sus extremos: «Mi difunto esposo, no es fácil perdonar el engaño, no intentes escribirme, ya te diré yo cuándo y adónde tienes que hacerlo», él, estremecido por la letra, la letra había cambiado algo con el tiempo, pero era la de su mujer; él enseñó a escribir a su mujer; parecía afectado, la palabra asesino, arriba, con letra de palo, escrita por alguien que empuña el lápiz con fuerza y escribe con rabia la acusación, dice Antonio.

—¿Tú sabías —le pregunta Antonio— que hubiera matado a alguien?

—Él es incapaz de matar —le dice ella—, siempre dijo que huyó porque lo perseguía el examante de María para matarlo, un cacique, un franquista. Lo llamará asesino por insultar o porque entienda que la ha matado a ella de algún modo, pero Charles tiene las manos limpias de sangre.

—¿Para qué simuló entonces esa muerte? —insiste Antonio como si estuviera repasando ahora las posibles sombras de la vida de su amigo.

Erica le explica que lo hizo para huir, porque no soportaba esa persecución, porque, a pesar de estar enamorado de María, tenía la obsesión de que su biografía la hacían siempre los otros, la sombra de su propia madre, la guerra civil, sus oídos no soportaban los truenos en noches de tormenta porque llegaba a él el recuerdo de los bombardeos de Madrid, el sonido del terror que traían los aviones, envolviendo los cuerpos en un estremecimiento de incertidumbre, de juego de la muerte, a veces en la muerte. Terminó necesitando que lo dieran por muerto, darse por muerto, y aquella carta venía ahora con el nombre nuevo, un nombre que detestaba, la primera imposición en otra vida que quería totalmente suya, decidida por él, y que tampoco ha podido decidir, como si los fantasmas lo asediaran en los sueños y lo reclamaran encarnándose en cualquiera que lo mirara, que se detuviera ante su puerta de un modo sospechoso o que en un largo tramo anduviera tras él, alguien que pudiera sorprenderle en una esquina inesperadamente.