La oscuridad temprana…
La oscuridad temprana se ha hecho sobre el parque, abandonado por los solitarios como Charles, embebidos en la callada placidez del hielo, y las luces de la ciudad amarillean su atmósfera entre los humos o las nieblas.
Hoy vuelve a ver a dos hombres que vienen hacia él hablando entre sí, cubiertos con unos capuchones que los protegen de la nieve y casi impiden la visión de sus rostros, y antes de que los hombres lleguen a él, sin que medien palabras de despedida entre ambos, toma cada uno de ellos hacia una de las bocacalles que se abren a izquierda y derecha de la Bankerstrasse por donde él circula en dirección a la librería.
Vuelve sobre sus pasos.
Quiere correr ahora hacia la estación, pero se detiene antes en el Bristol, en busca de Antonio, y aunque Antonio atiende en ese momento a unos clientes que acaban de llegar en grupo y se amontonan en la reducida recepción del hotel, nota en seguida al levantar la vista para saludar a su amigo que algo muy concreto y por supuesto inquietante debe sucederle.
Es posible que la apariencia de lo extraordinario radique tan sólo en el sofoco de la carrera o en el aturdimiento que le originó otra vez, le pasa con frecuencia, la sugestión de que los policías corren tras él por las calles apacibles de Berna.
Antonio abre las manos, como diciéndole ya ves, ahora no puedo atenderte, pero él es incapaz de sentarse en los sillones de áspera tapicería del recibidor del hotel porque cualquier espera puede romper los impulsos de la huida.
Huir significa renunciar también a despedirse, incluso de alguien como Antonio, con quien comparte desde los primeros días de su llegada a la ciudad casi todas las vicisitudes de su vida, quizá la persona que más lo conoce, alguien que sólo al verlo, aunque ignore su improvisada e inesperada carrera desde la librería hasta allí, sabe que no sólo es el agobio de una prisa lo que agita su mirada alterada de loco en este instante, el desorden de los ojos desmesurando la inquietud de la mirada, la tensión logrando que le ardan las mejillas.
Si Charles riera, Antonio sabría si detrás de la risa está o no la lógica de la risa o, por el contrario, ese modo, tan de él, de distanciarse de los sentimientos que puedan conmoverlo.
Duda Charles si huir, corriendo de nuevo, ahora hacia la estación, sin despedirse, o esperar a que Antonio acabe de dar hospedaje a sus clientes.
Sale a la calle y, detenido a la puerta del hotel, entre los colores de las luces de neón que destilan su humo de combate en la frialdad rotunda de la tarde, descubre los primeros anuncios de la Navidad que se avecina y añora de pronto el calor de la Navidad de la isla como un destino imposible de su huida.
Se quita la gorra y la bufanda y abre el anorak en busca del aire helado de la tarde.
Antonio ha tenido otras veces la sinceridad de decirle que su obsesión no es otra cosa que una forma de la locura que debe intentar curarse, si lo cree conveniente, siempre muy respetuoso, lo cual no es sino una expresión de la tolerancia y el cariño de Antonio, aunque al menos en ese aspecto lo tenga por un loco.
Para la señora Aldes, en cambio, su manía de la huida, no sólo no consumada, sino contradictoria a su parecer, porque nada le debe dar a él más miedo, según ella, que huir, es su mayor atractivo y a la vez la demostración de una lucidez superior que tantas veces ha visto en él seriamente mermada.
Si incluso a veces, cuando no paramos de dar vueltas sobre nosotros mismos, dice la librera, no hacemos otra cosa que huir…
Él no comparte los criterios de Aldes ni los de Antonio, aunque una remota intuición de que algo de verdad hay en ellos le impida discutirlos: los de su amigo, porque de su propia experiencia de huida de Barcelona apenas se dio cuenta, la forzó un derrumbe económico familiar y de pronto se encontró en la estación de Francia de su ciudad sin saber adónde dirigirse, y los de Aldes porque eran siempre el resultado del modo de ver snob y fantasioso de una mujer que ha vivido siempre entre los libros tratando de imitar modelos.
Antonio le dice ahora lo mismo que suele decir Steiner, pero sin la rimbombancia de Steiner:
—Yo creía que querías huir porque tenías alma de pájaro y me parecía respetable que te dedicaras todo el tiempo a contarlo como quien entrena las alas. —Mantiene Antonio entre sus manos la carta y mueve el sobre, tomándolo por las puntas como si quisiera encontrar algún dato más que los muy escuetos datos que allí hay—. Pero que lo hagas ahora porque ella te escriba, dando por descontado que quiere encontrarte o porque quiere vengarse, resulta decepcionante en un hombre como tú. —Agita el sobre y lo abandona sobre la mesilla del centro, cruza las piernas, apoya el codo en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano y adopta una actitud atenta—. ¿Estás seguro de que quiere algo más que demostrarte que ella sabe muy bien que no estás muerto?
—Me llama asesino. —Antonio no conoce a nadie que sea capaz de sonreír igual que lo hace Ángel en una situación como ésta, se sabe débil de carácter para resolver y afrontar la vida globalmente, pero no es propenso a la desesperación y al drama y por eso parece divertido en el momento más inesperado—. Cuando alguien te llama asesino —prosigue Charles— no lo hace sólo por culpabilizarte de que lo seas, lo seas o no; supongo que querrá recordarme que debo pagarlo.
—¿La crees capaz?
—No, no la creo capaz, pero me cuesta imaginarla en el presente. —Toma la carta de la mesilla donde la ha dejado Antonio para volver a ver la letra.
—Sí, es su letra —confirma—, pero nuestra letra evoluciona, progresa en ella la estulticia, ¿no crees? En estos picos —señala los picos que estilizan las consonantes— se pueden ver los efectos del rencor.
Antonio ríe.
—No, no te rías, las letras son amenazantes por sí mismas se diga lo que se diga en las cartas.
—Pues ya sabes —Antonio parece tomárselo a broma—: la venganza siempre habita en la casa del odio.
—¿Has tomado clases del cursi de Jean Steiner?
—Yo, no. Pero quiero hacerte una pregunta: ¿también te ha convertido la señora Aldes en su discípulo predilecto en grafología?
—Ya sabes que no es la grafología su fuerte.
—En realidad, sólo le conozco una habilidad…
Antonio no termina la frase porque una cliente alemana despliega una guía y requiere sus servicios con los peores modos.
—No, no es cosa suya, ella, María…
Antes de marcharse quiere decirle a Antonio algo sobre la mujer de la isla que no acaba de decir.
—Un angelito —le dice Antonio volviendo la cara en su marcha.
—Pues sí, un ángel. —Lo calma un vago aliento de emoción—. Un ángel al que alguien le ha puesto las uñas para que hiera a su favor.
Antonio le guiña un ojo como si lo pillara en falta y él baja la cabeza por pudor.
—Alguien secuestra la voluntad de María —dice al regresar Antonio.
Antonio vuelve a tomar en sus manos la carta que él sostiene.
Y lee en voz alta:
—«Mi difunto esposo…».
Calla y sigue leyendo en silencio hasta el final.
Charles hace un gesto de enojo y el chico de las maletas se acerca a Antonio y le pasa una nota; comprende que su amigo le abandone requerido por el trabajo y se decepciona un poco de sí mismo preguntándose con sorna: ¿Qué clase de hombre decidido a huir es aquel que se apoltrona en el recibidor de un hotel, entreteniendo al conserje y permitiéndole que especule con cierta diversión sobre un documento que lo devuelve a su pasado?
A lo mejor tienen razón sus amigos y no se dan en él las condiciones del verdadero huido.
—A ti, cada vez que has huido, te han embarcado los otros —le recuerda Antonio.
Y es verdad, a cualquier huido se le reconoce al vuelo, se dice.