Erica se asoma ahora a la ventana…

Erica se asoma ahora a la ventana para ver marchar a Charles y no le extraña que permanezca unos instantes en el chaflán de la puerta de su casa, sin moverse. Pero no llega a comprobar el repaso meticuloso de su mirada hacia todos los lados, si acaso le parece incomprensible que, en lugar de tomar su camino de siempre hacia la derecha, cruce antes la calle, dé la vuelta a una columna del soportal y retome después el camino en dirección al trabajo.

En este momento, ya en la calle, no mira hacia atrás, como suele hacer con obstinación; mira al frente con insistencia, mira al espacio oscuro de los soportales. Duda de haber visto bien, pero abriga la moderada certeza de que allí sigue el individuo, porque quienes pasan, sin mirar hacia arriba, hacia su ventana, los que van a lo suyo de modo rutinario, vuelven la cabeza en dirección a la columna del soportal como si detrás de ella hubieran descubierto, igual que él, a un sospechoso de no se sabe qué. Y esto es lo que lo convence definitivamente de que lo suyo no son elucubraciones, como se empeña Erica.

Pero a lo que de verdad teme Erica ahora, tanto tiempo después, no es al problema de la falsa identidad de Charles, sino otra vez a los retornos a su pasado. En las noches de copas en las que le da por resucitar, a lo que ella teme no es al hombre-caballo sino al muerto que vuelve al olor de la vieja alcoba española.

Siempre que lo oye hablar en español vuelve a temerlo.

Y él habría roto también con esta lengua, hubiera querido deshacerse del español de haberle sido posible.

Dice que es esta jodida lengua la que lo lleva hacia atrás, hacia donde no quiere ir, hacia donde nunca estuvo.

Ni un solo libro en español en su estantería; sólo una edición alemana del Quijote que suele recitar en español.

Recupera ahora otra obsesión: la de las fotos.

«Las fotos pretenden retenerte en un tiempo pasado que no siempre fue cierto o que a lo mejor no era tuyo. ¿Por qué coño iba a ser mío un tiempo del que no me siento responsable? El jodido destino lo decide todo por ti».

Se tiene por verdadero culpable del delito de haberse llevado consigo su propio cadáver de hombre supuestamente ahogado en la escapada de la isla. Como el ahogado que no fue y que todos dieron allí por ahogado. Por eso está convencido ahora mismo de que le persigue alguien que reclama unos despojos humanos que pertenecen a aquella lejana playa de la que huyera un día cargando con sus propios restos mortales.

Presa de esta obsesión no hay mañana en la que él salga de su casa sin mirar antes con cautela, tratando de averiguar dónde puede estar el ojo que le sigue en el sueño, dónde la mirada furtiva que se mueve sumisa en la dirección que le ordenan otros a distancia para vigilar sus pasos, para impedir que se pierda luego definitivamente su pista.

Hay sin embargo un acuerdo tácito entre Erica y Charles para no hablar del mundo que quedó atrás.

Ese mundo del que no puede obtener un certificado de soltería ni ningún otro papel que lo acredite como hombre libre para contraer matrimonio con ella, que es lo que de verdad quiere Erica por mucho que dijera lo contrario a sus padres en otros momentos. Si acaso, y eso es lo que le cuenta Erica a Angélica, Charles podría obtener una partida de defunción con su verdadera identidad: Carlos Pérez de Alba y Rojas, natural de Madrid, provincia de Madrid, casado, desaparecido en el mar de la isla de Tenerife el 26 de mayo de 1950.

A Charles le resuena aún en la cabeza la música fúnebre de sus propios funerales en España, las lamentaciones del pésame a su viuda y a su madre.