TOLEDO, noviembre de 1236
Tras los preparativos que hubimos de llevar a cabo para emprender la misión real que nos fuera encomendada, los seis caballeros iniciamos camino desde Córdoba a Toledo; después de una decena de jornadas que no estuvieron exentas de riesgos, pues no solo debíamos cuidarnos de bandas de moros forajidos que abandonaron tierras en las zonas conquistadas y que ahora se dedicaban al saqueo y la muerte, sino también de los difíciles caminos por los que hubimos de atravesar los pasos de Sierra Morena en el Muradal, donde algunos de los cautivos que cargaban las campanas del Santo, humillados y extenuados se dejaron caer por las barrancas causando gran estupor entre el resto de sus hermanos que “tanto lloraban y se lamentaban que hasta nuestros propios guerreros sintieron vergüenza y se apiadaron de ellos, rogándonos misericordia para que rezaran a su Profeta por sus muertos” cosa que hicimos, dándoles tiempo para ello.
Pasados los grandes puertos llegamos a las inmensas llanuras de los campos de Calatrava, donde la Orden tenía sede en Almagro y castillo en la Nueva, allí tomamos descanso y alimento y dimos respiro a los acarreadores a quienes los calatravos y almagreños hicieron por maldecir sin miramientos.
Dos noches estuvimos celebrando las últimas conquistas y brindando con nuestros hermanos y caballeros por Jesucristo Nuestro Señor y por el Rey Fernando.
Dejamos atrás los buenos momentos y el último tramo de la liza del otrora castillo de las Dueñas y emprendimos camino a Pozo Seco de don Gil, Malagón y Sonseca entrando en la antigua capital de los Visigodos, y ahora sede Episcopal, por el Puente de Azarquiel y por la bajada de Antequeruela, atravesando la vieja Puerta de la Bab-Shagra y subiendo hasta la Plaza del Zocodober donde las gentes de la vieja Tulaytulah vieron desfilar, a hombros de los odiados sarracenos, las Campanas de Santiago para regocijo de la población cristiana que escupía y agredía con desperdicios de cerdo, (sabedores de la aberración religiosa a la que los sometían), a aquella cadena humana, para quienes no había piedad alguna.
Allí nos esperaban el Arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez y los obispos de Jaén, de Baeza, de Cuenca, así como el Príncipe de Castilla, Alfonso el diez, al que después se conoció en todo el reino como el Sabio, por ser defensor de todas las artes y hacedor de la Escuela de Traductores e innumerables tratados y libros de “estoria” con los que enriqueció la biblioteca toledana. A su lado, condes y ricos hombres, hijosdalgo y justicias. Todo Toledo se arremolinaba en las calles para vernos llegar.
El Señor de Montoro lucía capa y loriga de la, naciente, Orden que sería de Calatrava, donde destacaba la gran cruz del Santo. Tras él, igualmente engalanado, Alvar Colodro con sus enseñas y símbolos de la Orden de Calatrava; después Martin López, el ahora “conde de palacio” estrenaba hermosa saya encordada bajo un gambesón ligero que se mandara hacer en Segovia. Hernán Yáñez se vistió para la ocasión con túnica blanca y capa negra tal y como se hacía en la Orden de los Caballeros de Julián Pereiro. Finalmente, Sancho y yo, pusimos menos énfasis en el ropaje –pese a los enfados de nuestros amigos- y simplemente lucíamos ropa y capas usadas pero limpias.
Descabalgamos ante nuestros señores y en perfecta escuadra avanzamos a la tribuna para con respeto y reverencia, arrodillarnos ante el Príncipe y los príncipes de la Iglesia... Fue el Infante Alfonso quien con un gesto de cortesía nos pidió levantarnos y tras ello, ordenó a su mayordomo que nos uniéramos a la celebración. El Príncipe, ya era hombre y su adiestramiento en las artes de la guerra, le conferían un aire fornido con ancho pectoral y elegante al tiempo, pues era “bien alto”. Sus llamativos ojos azules ponían verbo al populacho, cuando lo llamaban “el bello” en lugar de “el sabio”.
Se habían preparado para tal fin, asados y aves, dulces y panes que se repartieron entre los toledanos y para mayor regocijo de los miles de cristianos allí reunidos y como advertencia a los judíos y musulmanes de la ciudad por sus recordadas “traiciones”, se ordenó dar escarmiento público de tres latigazos a varios de los cautivos portadores que habían dado problemas durante el camino, para que “la sangre que así se nos hizo, lave la afrenta del moro Almanzor”, el castigo sería aplicado “sin ensañamiento”, pues lo principal era que dichos cautivos pudieran seguir cargando las enormes plataformas donde portaban los bronces de las ahora lámparas califales y que volverían a repicar en Santiago. Después se oficiaron las misas y el propio Arzobispo bendijo la empresa de devolver las campanas a la tumba del Santo y ahora Patrón de los cristianos.
Al atardecer de este día 22 de Noviembre del año de Nuestro Señor, 1236, las calles de Toledo se inundaron de juglares y músicos que alegraban a los villanos entre tragafuegos, equilibristas y cetreros; Además se habían programado justas entre caballeros y lances de arqueros. Combates de espadas y lanzamiento de hachas. Carreras de caballos; concurso de escalas y fuerza; festivales de música y trova….
El ahora llamado “Juglar del Rey”, aprovechó dichas celebraciones para en la compañía del Arzobispo visitar al bueno de Nicasio que debido a sus males –ya incurables- se hallaba encamado en la Alberguería de San Andrés, donde los médicos judíos toledanos hacían lo imposible por la vida del sacerdote, tal y como les fuera ordenado por Ximenez de Rada.
Al acercarse a él un brillo en los ojos del viejo (que se tornaron en lágrimas) pareció devolverle la razón por unos instantes en los que, alargando su temblorosa mano hacía Pedro, con voz casi imperceptible, hizo al de Montánchez arrodillarse…
-No lloreís –dijo el guerrero mientras sus ojos también se humedecían- No lloréis mi buen Padre, pues es momento de regocijo y de agradecimientos a Dios y a todos los Santos, por vivir este momento.
-Pedro, hijo mío, doy gracias al Altísimo por permitirme ver tu cara una vez más. Solo El es el sabedor de cuanto he deseado saber que seguíais vivo y cuanto he rogado por ello.
-Mi bien querido Padre Nicasio, también yo he rogado por Vos y por todos aquellos seres queridos que dejé allá en Toro y de los que, si Dios me lo permite, tomaré ojo por ojo...¡¡no lo dudéis amigo mío!!
-No, no, no..Pedro; no es venganza lo que debéis buscar, sino justicia, ya sabrá el Padre Creador dar escarmiento a tanta maldad.
-No quiero contrariaros, pues no estáis en situación de ello, pero si hay algo claro en mi vida, que ya no es tal, es adelantarle el trabajo enviándole las almas de esos traidores, asesinos y violadores al Todopoderoso y que el disponga.
-Mi querido niño, solo me quedan unos alientos antes de entregar mi alma al Creador. No me interrumpáis por favor…
Pedro asintió con ternura mientras acomodaba su oído a la cercana boca del sacerdote.
-Nuestro queridísimo Arzobispo, sabe toda la verdad de cuanto sufrió la Casa de Montánchez. Conoce, porque así se lo hice saber, los sucesos de Toro y hasta los más mínimos detalles de todo lo que esos hijos de Satán mandaron hacerte. El, que es misericordioso y sabio a partes iguales, ha estado recabando la información sobre vuestras heredades y lo que fue y queda de ellas. Apoyaos en él y juntos venceréis a los que tanto mal causaron y aún pueden causarle al reino… -cansado del esfuerzo, casi con sus fuerzas vencidas, el viejo cura, prosiguió- Y hay más…Ella vive. Vuestra amada vive.
En su sorpresa, Pedro de Montanchez, se puso de pie y gritó: -¿Ella vive?, ¿Qué queréis decir? Iberia murió…
-¿Vos la visteis morir?, -le dijo el moribundo Nicasio casi imperceptiblemente-
-Mis informadores…-Pedro no podía continuar- …ellos dijeron…-y se agarró a las manos del viejo mientras las lágrimas llenaban sus ojos- …llené muchas bolsas de aquellos que decían saber…pero ahora, Vos me llenáis de alegría y le dais a mi vida otro sentido del que yo mismo pretendía..Mi querido Nicasio, decidme donde está, donde he de hallarla.
-Tendréis que buscarla en las tierras de la llamada Martulah (Mertula) en la frontera de León, no tan lejos de las que fueron los solares de vuestro padre y que os dan apellido.
-Pero.., pero… -llegó a balbucear Pedro-
-¡Callad mi niño!, dejadme concluir, pues siento la mano de los ángeles cayendo sobre mi alma. Sé, -siguió contando el moribundo sacerdote- porque siempre tuve la esperanza de que estuvierais vivo, que haréis por encontrarla pero también debéis saber que ella fue entregada, como parte de un rescate, a un muladí de esta frontera.., por lo que si aún la amáis, como así espero, tendréis que aprender a olvidar y ayudarla a hacerlo, pues son muchos e innombrables, los padecimientos por los que tuvo que pasar. Y esa parte de la memoria debe perderse en el tiempo porque no es buena para ella, ni para Vos, ni para nadie.
Pedro sintió como si se les clavaran mil saetas en el estómago. Su pecho sudoroso, parecía un tambor que le golpeaba desde lo más profundo de su ser. Sus peores sospechas se habían hecho ciertas y ahora no podía enterrarlas en el recuerdo de su amada muerta; el Montanchego se irguió esquivando la mirada del anciano y apretando fuertemente su espada, para con la mirada perdida pronunciar sin palabras un juramento que ya conocía: “Veré sus calaveras pudrirse al sol en el mismo lugar donde todo empezó”.
Haciendo de tripas corazón, se volvió hacia Nicasio Garcés y conteniendo su ira le espetó:
-No temáis mi querido Nicasio, mi amor por Iberia no ha cambiado, ni ha sido carcomido por el tiempo, ni podrá vencerlo ahora mi dolor –díjole mientras el fuego le asomaba a sus ojos- Así como la recuerdo, así la quiero y haré todo cuanto esté en mis manos para rescatarla de su mísera vida y darle cuanto le fue, como a mi mismo, arrebatado por esos demonios de quienes me encargaré a su debido tiempo…
Pero el viejo sacerdote de Molacillos ya no escuchaba.
-¡Quedad con Dios, amigo mío y rogad por mí! –le refirió aún atribulado, mientras le cerraba los ojos al desdichado cura- ¡Desde donde estéis seréis testigo de la aniquilación de mi alma y de aquellos que tanto mal nos hicieron!
…/…
Las exequias por Nicasio Garcés se llevaron a cabo de inmediato. Su deteriorado cuerpo fue transportado desde la Alberguería de San Andrés hasta el Convento de San Vicente por “los monjes bernardos”. Allí pudieron rezar por el viejo sacerdote y acompañarlo hasta su enterramiento en el suelo sagrado del Convento extrarradio…
Mientras Pedro consumía su dolor en la preparación de un plan que, sin desobligarse con el mandato real, le llevara hasta Martulah. La estancia en Toledo se había alargado más de lo esperado con la visita del Infante Alfonso quien, durante los días y noches que siguieron a los luctuosos hechos narrados, hizo grandes amistades con los caballeros de don Pedro, quienes juraron lealtad para con el futuro rey y prometieron su ayuda incondicional en las campañas y batallas que acaudillara.
-Mis fieles señores, -dijo el joven príncipe que sería llamado El Sabio(1), mi Señor Padre, el Rey, debe estar tan feliz por haberos reconocido vuestro valor como lo estoy yo, por ello, y aunque mañana separemos nuestros caminos, espero que pronto, muy pronto, volvamos a vernos…, pues no descarto la posibilidad de ayudaros en la empresa de reparar las injusticias ocurridas sobre el apellido de Montánchez, ¿os parece bien mi noble don Pedro? Si llegado el momento, necesitáis que participe en ese, vuestro plan, que a buen seguro hiláis desde que conocisteis la noticia sobre vuestra amada, solo tenéis que hacérmelo saber y así lo haré gustosamente…Por cierto, sabed que el tío de mi Señor Padre, Don Sancho II de Portugal, prepara una cabalgada al sur de sus fronteras y que bien podríais estar entre los Caballeros de Santiago que nuestro amado Rey a puesto a su disposición para la reconquista de las tierras y que, curiosamente, pasan por Martulah.
Mi buen Príncipe, -contestó el de Montánchez- acertáis nuevamente en mis propósitos. No echaré en saco roto vuestra proposición y si llegado el caso, necesitara vuestra ayuda para otras empresas, os lo haré saber, pues creo que podéis tener un papel en esta obra que vamos a poner en escena.
-¡Entonces, antes de retirarme y con el permiso de mi señor Arzobispo de Toledo, brindemos por ello y que la Justicia de mi Padre y Rey caiga sobre todos aquellos que tanto mal os procuraron! ¡¡Por el Rey!!
-¡¡Por el Rey Santo y por el Príncipe Sabio!! Gritaron todos los presentes levantando sus copas y haciéndolas chocar con estrépito.
-¡Y ahora que a quien llaman “el Juglar del Rey” nos endulce los postres!, añadió el Infante Alfonso el décimo.
Y Pedro de Montánchez, tomó su Cítola de madera de cerezo, con adornos de nogal y cuerdas de tripas, y tañéndolas suavemente, sumergió a todos en una hermosa canción que hablaba de amor, de guerras y de venganzas…
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