CAPÍTULO 14

SUCESORES DE ALMANZOR.
DESINTEGRACIÓN DEL CALIFATO
Y DESTRUCCIÓN DE CÓRDOBA

Vamos a ser testigos de algo más de diez años muy intensos, tremendos, sangrientos, cruciales para el califato cordobés, para la propia ciudad de Córdoba y para la suerte misma de los musulmanes en España. El califato va a estallar en mil pedazos. La dinastía omeya va a desaparecer y Córdoba va a pasar, de ser una de las más grandes urbes del mundo, a quedarse pequeña, pobre, inculta, casi insignificante. Una tragedia. Una verdadera y auténtica tragedia. Y enseguida os digo que fue la historia de una muerte anunciada, que vais a comprender si habéis seguido todo lo escrito hasta aquí.

La muerte de Almanzor marca el inicio de una crisis muy grave, la más trágica desde la invasión musulmana, que durará algo más de diez años y que se cerrará cuando haya caído definitivamente el califato cordobés. Va a estallar en Córdoba una guerra civil y esa llama se encenderá en todas las provincias, ciudades y aldeas de al-Ándalus. Vamos a ser testigos de la llegada al poder de una serie de reyes, que durarán muy poco tiempo y cuyo final estará bañado en sangre. Os voy a contar la historia de un tiempo caótico que derribará el edifico del califato tan trabajosamente labrado por los omeyas. Será una revolución popular que atacará los cimientos mismos del reino hasta dejarlo agotado, tanto que no se podrá reponer del terrible mazazo. Y tenemos dos formidables testigos que lo presenciaron en primera persona y que nos lo cuentan respirando por la herida que les produjeron aquellas revueltas. Me refiero a Ibn Hayyān, el extraordinario cronista, y a Ibn Hazm, el autor del libro más bonito escrito en árabe, que junto a sus teorías y sus experiencias sobre el amor, nos cuenta el desastre de la destrucción de Córdoba, en la que perdió a su padre, también a sus amigos, su casa familiar, y tuvo que exiliarse a Játiva para escribir desde la paz de aquella ciudad levantina páginas extraordinarias como las que os acabo de referir. Pero no adelantemos acontecimientos. Vayamos paso a paso con la historia. Os he hablado de una serie de reyes y vamos con el primero.

Estamos en Medinaceli, en el momento en el que se da sepultura a Almanzor en presencia de sus dos hijos, ‘Abd al-Malik y ‘Abd ar-Rahmān Sanchuelo. Los hemos visto absortos y con cara de dolor mientras lo depositaban en la tierra, echando en ella el polvo recogido de sus cincuenta aceifas y a continuación mirándose el uno al otro mientras se tragaban las lágrimas y se decidían ir adelante porque su padre no estaba y ahora les tocaba a ellos proseguir su obra. Se les presentaban unas cuantas papeletas de muy difícil solución porque cuando un dictador muere en su cama, los problemas que deja detrás los tiene que afrontar el sucesor. De cualquier manera, era urgente poner en práctica los consejos que les dio en el lecho de muerte. Sanchuelo se puso al frente del ejército, y ‘Abd al-Malik marchó inmediatamente a Córdoba porque se debía hacer cargo de la gobernación del Estado y suceder en eso a su padre.

Y en Córdoba se encontró con la primera revuelta. El pueblo sabía ya de la muerte de Almanzor y no quería que las cosas siguieran igual que hasta ahora. Había que conseguir que se hicieran como siempre se habían hecho y que el califa, el indolente e impresentable Hixem, tomara el mando, que aunque lo sabían inútil, lo preferían a la dictadura de los sucesores de Almanzor, porque habían cambiado tantas cosas en tan poco tiempo que literalmente se les hacía irrespirable el aire de Córdoba, a pesar de que hubiera abundancia de todo, quizás más que nunca en la historia de esta ciudad maravillosa.

¿Qué había pasado? ¿Qué polvos trajeron estos lodos? ¿Por qué he dicho antes que esta es la historia de una muerte anunciada?

Almanzor había sido un brillante estadista, un militar de mucha categoría, un tío listísimo, un hombre amante de la cultura, pero también una auténtica tragedia para el reino, para la dinastía y para la convivencia entre las gentes que habitaban España. Intentaré explicar lo que digo.

De entrada había anulado al soberano, al que había hecho prácticamente desaparecer de la vista de los cordobeses. Esto era una tragedia porque en las monarquías musulmanas el mando supremo estaba y está indisolublemente unido a la dinastía, a la ascendencia y al propio califato, tanto por razones religiosas como sentimentales. El califa era el príncipe de los creyentes, el jefe supremo de toda la corte de ulemas, alfaquíes, almuédanos y de simples creyentes. Unido a esta magistratura religiosa estaba el mando efectivo en el Estado, tanto jurídico como militar o civil. Tenerlo arrinconado, humillado de aquella manera, era un contrasentido desde el punto de vista religioso y de gobierno.

Al pueblo le repugnaba profundamente ver a su califa en esas penosas condiciones y no soportaba visualizar a un don nadie ejerciendo unas funciones que ni le correspondían, ni debía ejercerlas porque ni eran las suyas ni las gentes lo aceptaban. El pueblo sentía un cariño grande por el califa, al que le unían multitud de lazos, desde religiosos, pasando por históricos y hasta sentimentales. Rompía demasiadas fibras sensibles ver en el mando supremo a un usurpador, por más eficaz que fuera o por más solvente que se mostrara en solucionar los problemas de cada día. Una sociedad monárquica como la cordobesa, que identificaba al soberano como representante de Dios en la tierra, jamás iba a aceptar a un usurpador y menos a sus descendientes ejerciendo funciones que no eran suyas.

Almanzor había destrozado más cosas. La sociedad árabe antigua, que fue columna vertebral del emirato y del califato, en tiempos de Almanzor había desaparecido en la práctica, o al menos había pasado a jugar un papel muy secundario en el entramado social que se había formado en los últimos veinte años. Es verdad que esa sociedad tuvo muchos defectos, que cometió demasiados errores, pero fue el aglutinante primordial de la convivencia en al-Ándalus desde los primeros tiempos de la invasión hasta ahora. El dictador había roto la convivencia en el reino. Nos encontramos con que la antigua nobleza árabe estaba anulada, empobrecida, destrozada por el poder de los recién llegados y por el propio dictador, al que estorbaba profundamente.

En al-Ándalus, los hombres más poderosos habían pasado a ser los generales, todos bereberes o eslavos, que eran los que debían a Almanzor todo lo que tenían. Eran una especie de nueva aristocracia. Dar este vuelco al poder, de los árabes a los bereberes o a los eslavos, fue su jugada maestra, en la que se apoyó para dominar al ejército o al propio Estado. Y esto fue otro desastre para el califato porque es cierto que acabó momentáneamente con la lucha entre razas pero fue a costa de meter en la sociedad una feroz lucha de clases que antes no se conocía. Como estos generales eran extranjeros, advenedizos y bastante bárbaros en sus comportamientos, el pueblo tradicional no los soportaba. El resumen de todo esto es que, efectivamente, se había consolidado la unidad nacional pero a costa de envenenar la convivencia, con un par de denominadores comunes: todos maldecían a los generales bereberes y eslavos, y todos estaban de acuerdo en echar del poder a la familia de Almanzor.

La ciudad había cambiado mucho, de rural a urbana y manufacturera, con miles de trabajadores, contaba con una nueva burguesía, la de los comerciantes que se estaban haciendo ricos con negocios florecientes. El caso es que los primeros tiempos del hijo de Almanzor fueron de abundancia, de euforia económica, como si se tratara de la calma que precede a una horrorosa tempestad.

Os dije que ‘Abd al-Malik se encontró en Córdoba con el primer motín. El pueblo salió a las calles reclamando a gritos la presencia del califa y pidiendo que se hiciera personalmente con el poder que le correspondía. Inexplicablemente, Hixem se hizo visible para decir que las cosas estaban bien como estaban, que ahora lo dirigiría todo el hijo de Almanzor y que a él lo dejaran tranquilo con sus juergas y sus rezos. Como la gente seguía gritando y amenazando, tuvo que tomar cartas en el asunto ‘Abd al-Malik, sacar al ejército y reprimir a los amotinados cortando una buena serie de cabezas. Esto fue el principio, que los motines no van a parar en los próximos años.

Por lo pronto, Hixem recibió a ‘Abd al-Malik y le entregó un decreto con los mismos nombramientos y cargos que detentó su padre, rogándole, eso sí, que tratara a las gentes con mano blanda, evitando castigos, ajusticiamientos y derramamientos de sangre. A partir de ahí, pues a vivir. Todo el personal que vivía en Madinat az-Zāhira al principio se puso de luto riguroso, pero las cosas cambiaron pronto porque había abundancia y era el momento de disfrutar de las cosas buenas que les había puesto por delante la vida.

‘Abd al-Malik era un ser muy diferente de su padre. En cuanto a cultura le quedaba muy por debajo, y eso que Almanzor no fue excesivamente culto. Tampoco le llegaba en perspicacia, y mucho menos tenía esas dotes de muñidor, de maquinador para conseguir lo que se proponía. En parte es explicable porque ya lo tenía todo y a poco más podía aspirar. Sin embargo, cuando le daba por sacar pecho, lo hacía como nadie. Os pongo un par de ejemplos. Imitó a su padre en eso ponerse el sobrenombre de al-Muzzafar, que significa «el victorioso», al modo y manera que hacían habitualmente los califas. Y como segundo ejemplo, hay que decir que una de sus partidas para expediciones militares contra los cristianos, fue memorable. Ya sabéis que para esas ocasiones el pueblo se agolpaba para contemplar la comitiva, el desfile de sus soldados y la marcha solemne de los caudillos, que se vestían con todas sus galas. Esta ocasión no la olvidarían nunca porque ‘Abd al-Malik apareció ante la gente montado en un caballo pura sangre, vestido con cotas de malla fabricadas con plata y oro, y con la cabeza cubierta con un casco adornado en sus bordes con perlas y con un rubí en el centro que parecía enteramente desprender llamas.

El nuevo dueño de al-Ándalus trató de ganarse al microcosmos que formaban las mujeres del harén califal, tanto libres como esclavas, a los eunucos, casi todos eslavos, a los grandes dignatarios de aquella corte maravillosa. Compartía con ellos el gusto por la ostentación y las riquezas que tanto abundaban en Córdoba. Al califa le quedó agradecido por lo fácil que le puso el acceso al poder tras la muerte de su padre. El trato entre ambos llegó a ser cordial e incluso amistoso.

Era un ser contradictorio porque, si es verdad que le gustaba la ostentación y las fiestas, otras veces se vestía con ropas humildes y se dedicaba a visitar a los pobres o a los ermitaños que rezaban en cuevas cercanas a la ciudad. La buena vida le gustaba un montón. Donde mejor se encontraba era con oficiales de sus ejércitos, la mayoría cristianos y algunos africanos. Las juergas que se corría con ellos eran monumentales, bebiendo y comiendo hasta hartarse. Y el pueblo era consciente de ello.

‘Abd al-Malik trató de seguir los pasos de su padre en cuanto a expediciones a la España cristiana. Realmente a él le gustaba la milicia y es probable que por esa razón desplegara una actividad notable para el poco tiempo que estuvo en el poder. O quizá se vio obligado a ello, que los monarcas cristianos, al conocer la muerte de Almanzor, trataron de sacudirse el insoportable dominio que ejercía sobre ellos el ejército cordobés. Sea por una razón, sea por otra, o probablemente por las dos, el caso es que apenas despuntaban las primaveras ya lo teníamos rodeado de sus ejércitos y emprendiendo aceifas, como una contra Barcelona en el mismo año 1003, que salió el 17 de junio, pasó por Toledo, desde allí marcharon a Medinaceli hasta Zaragoza, Lérida en dirección a las tierras cercanas a Barcelona. Destruyeron castillos, ciudades y monasterios para volver a Córdoba cargados de botín a mediados de septiembre. A Barcelona no llegaron gracias a los buenos oficios de Ramón Borrell III, que hizo sus proposiciones de paz. El embajador catalán con estas propuestas tuvo el honor de ser el último cristiano que vino a Córdoba con esa o parecida misión antes de la destrucción del califato.

‘Abd al-Malik no dejó de salir en expediciones veraniegas a tierras de cristianos. Y ninguna de ellas fue sobresaliente pero tampoco las contó por desastres, probablemente porque era un enfermo, o quizá un indolente, o quizá no porque una vez más se confunda la historia con la leyenda.

Algunos cronistas, los más benévolos, dicen que padecía alguna dolencia pulmonar y murió como consecuencia de ella, bastante joven porque tenía nada más que treinta y tres años. La desgracia ocurrió cuando salía para una de sus campañas, esta vez contra Sancho García el 20 de octubre del 1008. Otros cronistas, los malévolos, achacan la muerte a su hermano Sanchuelo y también hay dos versiones aunque pueden ser complementarias, porque unos afirman que pagó a una de las mujeres de su hermano para que lo envenenara, y otros dicen que se usó como instrumento un cuchillo envenenado por una de las caras de su hoja, que emponzoñó la manzana que acabó con el hijo de Almanzor. No me extraña lo más mínimo esta segunda versión a la vista de la catadura personal y moral de Sanchuelo, que heredó de su hermano cargos y prebendas y de quien hablaremos enseguida porque va a ser el segundo reyezuelo de este final trágico del califato.

Sanchuelo se llamaba Abu-l-Mutarrif ‘Abd ar-Rahmān ibn Abi ‘Amir, era, como os conté, hijo de Almanzor y de una princesa vasca, hija del rey Sancho Abarca de Navarra, y era muy joven cuando murió su hermano porque tenía veinticinco años. Su padre sabía que valía poco y tenía menos sentido común. Recordáis los consejos que les daba en su lecho de muerte y cómo encomendaba al mayor cuidar de las andanzas de este pequeño. Y no se equivocaba. Era un ser torpe, de vida bastante alegre, más vanidoso de cuanto aconseja la prudencia, especialmente imprudente, que no se escondía a la hora de herir los sentimientos del pueblo o de la nobleza. Llamaba la atención por las continuas juergas que se corría con unos y con otros, las borracheras infinitas y las provocaciones a un pueblo como el cordobés, al que no se podía herir sin exponerse a reacciones peligrosas.

Se cuenta que cada vez que oía al almuédano llamando a los fieles a la oración, nuestro amigo hacía su gracieta, diciendo en voz alta para que todos le oyeran, que lo mejor que podían hacer era ir a la taberna a emborracharse en lugar de a la mezquita para rezar.

Sanchuelo tenía en común con el califa Hixem más cosas de la cuenta, tantas que parecían estar hechos el uno para el otro. Los dos tenían madres navarras, los dos eran en extremo inconscientes, indolentes e inútiles para mantener firmes las difíciles riendas del califato, y a los dos les gustaba emborracharse y correrse monumentales juergas, que a ellos les podían ir muy bien pero cuyas consecuencias ni siquiera se entretenían en medir porque con los sentimientos del pueblo no se puede jugar impunemente ni antes ni ahora. Algunas de las cosas de Sanchuelo ponían de los nervios a los cordobeses.

No habían transcurrido dos meses desde que se hiciera con el poder y ya el escándalo subió más de cuanto se podía imaginar. Era previsible que obtuviera de Hixem cargo y prebendas de su difunto hermano. También que solicitara del soberano esos motes califales que tanto gustaban a personajes vanidosos como él. Lo que nadie esperaba era que se atreviera a pedirle que le nombrara heredero al trono y que como tal recibiera el juramento de lealtad de nobles y pueblo de Córdoba.

Daos cuenta de que Almanzor jamás se atrevió a tanto, seguramente porque era consciente de que de esa manera rompía el débil lazo que mantenía la apariencia de legalidad en su mandato. Tampoco aspiró a ese nombramiento ‘Abd al-Malik, que aunque carecía de la perspicacia y de la inteligencia de Almanzor, desde luego le daba cien vueltas a Sanchuelo, que se despachó con esa petición al califa, tras lo cual lo invitó a una de sus múltiples francachelas, en las que había de todo, desde vino, por supuesto, pasando por bufones, bailarinas, cantores, cantoras y sexo con quien encartara, fuera con compañeros o con compañeras.

Con esa petición, se ponía enfrente de toda la veneración, el cariño y el respeto que el pueblo tenía por los omeyas. Naturalmente que también de la propia familia reinante, que aunque Hixem no tenía hijos, había cantidad de nietos y bisnietos de ‘Abd ar-Rahmān III que podían aspirar al califato, y aumentar esta nómina de enemigos descontentos.

Y, ¿qué creéis que hizo Hixem? Pues como ya os he dicho que eran tal para cual, encargó a un ulema convenientemente domesticado un dictamen jurídico, accedió a la petición insensata de nuestro personaje y fue nombrado heredero al trono de los omeyas, sin darse cuenta de que al pedir y obtener tan alto nombramiento, estaba cavando su propia tumba. Porque no contento con esto, no cejaba en su empeño de meter el dedo en el ojo a la nobleza y al pueblo de Córdoba, por ejemplo, ordenando que para los actos solemnes, audiencias y tal, fueran vestidos a la moda bereber, con turbante en la cabeza en lugar de los vistosos bonetes al uso entre la aristocracia árabe.

Las consecuencias de todas estas fechorías fueron casi inmediatas. Un viejo poeta de Córdoba andaba cantando por calles y plazas unos versos que decían así:

Han ofendido a la religión de una manera inaudita. Se han rebelado contra Dios de verdad al declarar al nieto de Sancho heredero al trono. El palacio de Zāhira se ha enriquecido con los despojos de muchas casas. Quiera Dios que muy pronto muchas casas se enriquezcan con los despojos de ese maldito palacio.

El malestar general fue dando paso a una revuelta que visto lo visto estaba cantada. Y es que había dejado muchos damnificados por el camino. Sin ir más lejos, a la madre de su difunto hermano ‘Abd al-Malik nadie le quitaba de la cabeza que Sanchuelo había mandado envenenar a su hijo. Era una mujer muy rica y se la tenía jurada. De entrada, ella financiaría cualquier proyecto serio de acabar con este impresentable, hacerle pagar lo que hiciera con su hermano y dar al califato un giro radical, si es que a estas alturas era posible.

Sin embargo, aparentemente reinaba la tranquilidad en la ciudad. Como pensaba que el frente interno estaba controlado, Sanchuelo, para no ser menos que su padre o su hermano, dispuso salir en aceifa contra el reino de León. Era muy amigo de alardes, procesiones y otras formas solemnes y externas de exhibirse, así que el viernes día 14 de enero de 1009 salió con sus ejércitos hacia la España cristiana. Pero como tenía mucho de titiritero, tuvo la idea de colocarse en la cabeza el turbante que usaban los teólogos, los ulemas y demás hombres de leyes, seguramente porque le gustaba, o quizá para apropiarse de títulos que no tenía. Y lo que es peor, mandó que todos sus soldados se lo colocaran también, con lo que aumentó el malestar del pueblo, que estaba ya harto de los ultrajes a la religión que continuamente hacía este maldito de cocer.

Con estas mimbres, bastaba con localizar el califa alternativo, contar con algún alfaquí fanático que le diera un tinte religioso a la asonada, escoger los brazos ejecutores y buscar el día y la hora de dar el golpe que todos en Córdoba estaban esperando como agua de mayo. El núcleo duro de la conjura lo formaban los omeyas. La financiación corría de cuenta de la madre de ‘Abd al-Malik. El director del golpe y principal beneficiario sería el príncipe omeya, bisnieto de ‘Abd ar-Rahmān III, llamado Muhammad al-Chabbar, al que ya dieron el nombre con que sería conocido en el caso de triunfar en su intento, que sería el de Muhammad II, al-Mahdí. El padre espiritual de la conjura sería el alfaquí Hassan ibn Yahya, uno de los críticos más acérrimos del comportamiento de Sanchuelo, al que ponía de vuelta y media, y con bastante razón por cierto. Y la fecha para ejecutar el plan sería el 15 de febrero, cuando estuvieran seguros de que Sanchuelo estaba en tierras de cristianos, afanado allí con imaginarias conquistas y sin mucha capacidad de volver a tiempo de sofocar el motín.

Lo primero que hizo al-Mahdí fue buscarse alrededor de cuatrocientos hombres intrépidos que serían la fuerza de choque, de los que seleccionó treinta para lo que ahora llamaríamos operaciones especiales, y mandó que lo esperarán en un terraplén cercano al Alcázar, que era el objetivo primero de los amotinados. Deberían llevar sus armas escondidas debajo de aljubas y chilabas. E impartiéndoles sus instrucciones les dijo:

—Una hora antes de ponerse el sol iré a reunirme con vosotros. Os pido que no hagáis nada ni levantéis sospechas hasta que yo os dé la señal para comenzar el ataque.

Los treinta seleccionados marcharon resueltamente hacia el terraplén, un lugar bastante frecuentado por las gentes porque daba a las tapias del río y a una de las puertas del palacio. Los demás, hasta los cuatrocientos, tomaron también sus armas y se colocaron en los lugares estratégicos para levantar al pueblo y machacar al califa y a los delegados de Sanchuelo. Cuando todos estuvieron en sus puestos, al-Mahdí montó en su mula y se dirigió al terraplén para dar la señal de que el baile y el motín protagonizado por el que va a ser tercer rey de nuestra historia había comenzado.

Aquello fue una especie de revolución total porque la voz de al-Mahdí levantó primero a los treinta, enseguida a los cuatrocientos y minutos después al pueblo, que inició una rebelión que ha sido de las más famosas del reino de al-Ándalus. El primer golpe lo dieron a los soldados de guardia en el Alcázar, que fueron anulados como se hacía entonces, que era cortándoles la cabeza. Al-Mahdí fue personalmente a por Ibn Askeledja, el jefe de los guardianes del califa. El personaje se estaba entreteniendo con dos muchachas de su harén y eso fue lo último que hizo en su vida, porque enseguida dejó el mundo de los vivos sin que le diera tiempo a levantar la espada para defenderse. El resto de los cuatrocientos conjurados se dedicaron a recorrer las calles gritando con todas sus fuerzas:

—¡A las armas! ¡A las armas!

El pueblo en masa estaba esperando justamente ese grito de rebelión, que a ellos les sonaba a esperanza. Por eso siguieron a los amotinados, se sumaron a ellos uniendo sus voces a las de aquellos pioneros que anunciaban la libertad. Daban gritos que unas veces eran de alegría, otras de llamada para que se les unieran las gentes que vivían en los arrabales o en el campo, y otras de amenaza declarada a los usurpadores, comenzando por Sanchuelo y terminando por el último de sus mandados.

El primer objetivo del pueblo amotinado fue el Alcázar y su inquilino, el perezoso, comodón y escurridizo califa reinante. No tardaron mucho en acceder al recinto haciendo un par de brechas en las murallas, tras lo cual tenían a Hixem a su merced porque la guardia de Ibn Askeledja había sido anulada anteriormente. El resto de altos dignatarios estaban en Madinat az-Zāhira muertos de miedo. El califa se vio perdido, sin defensa alguna y a merced de los rebeldes. Seguramente temblaba de miedo porque jamás había sido valiente, o decidido, o enérgico como para hacerse respetar por unos súbditos que sabían que era un cero a la izquierda. Por una vez en su vida tomó la única decisión razonable en esos momentos, que fue enviar a al-Mahdí un mensajero haciéndole ver que si le respetaba la vida abdicaría a su favor.

El jefe de la rebelión, al oír al mensajero, vio el cielo abierto porque su objetivo primero lo había alcanzado. Tenía a Hixem a sus pies pues le cedía el poder. Sanchuelo y sus secuaces eran ya unos muertos en vida. Ahora le tocaba ser generoso y salir del trance convertido en califa y con la cabeza bien alta. Al mismo tiempo, para que se lo transmitiera literalmente al califa, le dijo las siguientes palabras:

—¿Es que piensa el califa que yo he empuñado las armas para matarlo? ¡No! Las he tomado porque he visto con inmenso dolor que querían quitar el poder a nuestra familia. Es libre de hacer lo que quiera, pero si su voluntad es cederme el reino, se lo agradeceré eternamente y puede pedirme lo que quiera.

Como habéis visto, al-Mahdí dio por hecho que Hixem abandonaba el reino en sus manos, que era lo que estaba deseando. Él mismo y el pueblo querían restablecer el orden constituido. Hizo venir a teólogos, ulemas, alfaquíes y otros hombres de leyes y les mandó redactar el documento por el que Hixem abdicaba en reino a favor suyo. Cuando estuvo firmado, al-Mahdí se aposentó en el Alcázar, donde pasó su primera noche como califa, el tercero en esta nómina de impresentables.

A la mañana siguiente, uno de sus familiares más allegados fue nombrado primer ministro. Su misión era gobernar la ciudad, el reino si es que podía, y alistar en el ejército del reciente califa a cuantos más soldados mejor para defender lo que acababan de conseguir. Y como la gente estaba entusiasmada con la nueva situación, acudieron más personas de cuantas pudieran imaginar, desde gentes del pueblo, pasando por labradores de las almunias cercanas, negociantes muchos de ellos ricos, hasta imanes de mezquitas, ulemas o alfaquíes que deseaban dar su vida si fuera necesario para que se mantuviera la dinastía legítima en el poder y se terminara el mandato de un desvergonzado hijo de Almanzor que había tenido el poco sentido común de aspirar al trono de los omeyas.

Al-Mahdí dio instrucciones a su primer ministro de apoderarse de Madinat az-Zāhira, el único lugar donde podía existir algún grupo de partidarios de Sanchuelo y desde luego el que ahora llamaban palacio maldito porque había sido la residencia de los usurpadores. Pues hacia allí se dirigió la turba, que en eso se había convertido ya el cuerpo expedicionario porque a aquellos cuatrocientos hombres de armas se habían unido gentes armadas con garrotes, rudimentarias espadas y lanzas hechas de cualquier material que les pudiera valer para intimidar, herir y matar a los que se intentaran interponer en su camino.

Cuando llegaron a aquel suntuoso palacio, se encontraron con que los dignatarios que en él residían habían pedido el perdón al califa recién nombrado y que éste se lo había concedido, no sin antes colmarlos de reproches, de exigirles fidelidad a su persona y que una parte de sus cuantiosos bienes cambiara de manos, a las suyas propias. Y hecho esto, en muy poco tiempo se dio por liquidado el poder de los partidarios de Almanzor, incluidos sus hijos, aunque faltara por liquidar Sanchuelo. El vuelco había sido tan grande que los cordobeses se pellizcaban para comprobar que lo que veían sus ojos era la realidad y no estaban soñando.

Pero aquella máquina de destrucción del pasado continuó su marcha hacia Madinat az-Zāhira, el que fuera suntuoso palacio y residencia de Almanzor. Allí estaban los más preciosos tesoros del califato y la muchedumbre formada por soldados y populacho iba directamente a por ellos. Nadie podía pararlos porque unos intentaban vengar afrentas pasadas y otros, los más, simplemente querían hacerse ricos expoliando lo que tenían al alcance de la mano. Y nadie era capaz de pararlos, ni siquiera al-Mahdí, que no sabemos si pudo y no quiso, o quiso y no pudo detener aquella máquina de robar y destruir objetos bellísimos, riquezas inmensas, puertas monumentales, artesonados impresionantes, mármoles de ensueño, maravillas de oro, de plata, adornadas con perlas de extraordinario valor traídas desde las lejanas tierras de Oriente. También fueron robadas cajas llenas de monedas de oro suficientes para enriquecer a todos los asaltantes de aquella extraordinaria residencia.

Cuando no quedó nada en el palacio por robar, algunos prendieron fuego al edificio, otros se dedicaron a derribar los muros, tabiques y artesonados, a arrancar preciosas solerías de manera que al caer la tarde de aquel aciago día, de Madinat az-Zāhira no quedaba piedra sobre piedra. La que fuera impresionante residencia del gran Almanzor era un montón de escombros informes y humeantes. Desgraciadamente todo se ha perdido para la posteridad a manos de unos desalmados. ¿Qué quedaba por desaparecer de Almanzor después de tres días de revueltas, robos, quemas y asesinatos? Quedaba su hijo, el desgraciado, el maldito Sanchuelo, el que tanto afrentó a los cordobeses y a la memoria de su padre.

Era viernes, 18 de febrero. Los fieles hicieron un alto en sus pillajes para acudir a las mezquitas. Pues al final de esos oficios religiosos, con todo el pueblo reunido, se leyeron dos edictos del recientemente nombrado califa. En uno se hacía una relación de todos los delitos cometidos por Sanchuelo y se ordenaba que su nombre fuera maldecido al final de todas las oraciones en las mezquitas del reino. El segundo tenía lo que hoy llamaríamos un marcado tinte electoral. Para que los habitantes de al-Ándalus pusieran buena cara a al-Mahdí, se abolían determinados impuestos de los que fastidiaban más a las gentes. Acto seguido, se hizo una llamada a la guerra santa, convocando a filas a jóvenes y a viejos contra un enemigo común, que ocasionalmente no eran los reinos cristianos del norte, ni los fatimíes chiitas africanos, ni siquiera sus ancestrales enemigos los abásidas, sino contra ‘Abd ar-Rahmān Sanchuelo, que con más pena que gloria y con el miedo metido en el cuerpo, ya sabía de los sucesos de Córdoba y se mordía las uñas cavilando la manera y el modo de salir con vida del trance y si era posible recuperar su poder en al-Ándalus.

El ambiente que se vivía en Córdoba era de alegría malsana, de euforia y de satisfacción por haber derribado en tres días lo que con tanto esfuerzo edificara Almanzor, y me estoy refiriendo al Estado, y concretamente a su palacio de Madinat az-Zāhira. Las gentes acudieron por millares a alistarse en el ejército que iba a ir contra Sanchuelo. Cuando más o menos se estaban encuadrando cada uno en su lugar, los cabecillas del populacho dieron una voz de alerta porque miraron a sus generales, a sus mandos intermedios, y comprobaron que eran exactamente los mismos de antes de su revolución proletaria, y eso no podía seguir así porque fueron el brazo ejecutor de las fechorías de Sanchuelo y no era plan de que sus mismos adláteres lideraran la expedición que definitivamente les iba a liberar del tirano. Por tanto, fueron destituidos, desde los generales hacia abajo y reemplazados por gentes del pueblo como guarnicioneros, talabarteros, carniceros, tejedores, etc. El poder militar ya no era de los partidarios de Almanzor. Tampoco de los nobles o los generales que apoyaron a al-Mahdí, sino del pueblo. Un ejército con todos los defectos que sabemos tienen esas cosas, como por ejemplo, la falta de solvencia y de preparación militar. No los perdamos de vista, que este vuelco en los mandos tendrá sus consecuencias de bastante calado.

Os decía que ese ejército se reclutó para liquidar a Sanchuelo, y que entre tanto el muy iluso daba palos de ciego, queriendo reprimir revueltas toledanas mientras sus soldados se le marchaban en desbandadas cada vez más nutridas. Y es que ya sabían cómo iban las cosas por Córdoba y que su jefe era carne de cañón porque carecía de capacidad intelectual o militar para hacer frente a la revolución de que hemos sido testigos. El desgraciado, al verlos huir, iba de acá para allá buscándolos como un abanto, e intentando que le prestaran juramentos de fidelidad a estas alturas imposibles hasta por los propios bereberes, que eran a los que más había beneficiado. Ante el manifiesto desastre preguntó a uno de sus generales si al menos una parte de sus soldados estarían dispuestos a pelear por su causa y esta fue la respuesta:

—No te voy a mentir. Te diré francamente mi opinión y la del ejército. Nadie, absolutamente nadie va a pelear por ti.

Sanchuelo, desconcertado, no se esperaba una respuesta tan rotunda y preguntó a su general:

—¿Estás seguro de que nadie me va a seguir? No me lo puedo creer. ¿Cómo puedo estar seguro de que me dices la verdad?

Su general estaba completamente convencido de que le había dicho la verdad y le respondió:

—Di a tus hombres que se vayan hacia Toledo y que tú los seguirás dos días después. Entonces vas a ver los que quedan a tu lado.

—Seguramente tienes razón —respondió con tristeza Sanchuelo, que no se atrevió a hacer semejante prueba.

El pobre se vio perdido, abandonado por los suyos, que lo habían dejado literalmente tirado. ¿Qué podría salvar a estas alturas? Desde luego, el poder seguro que no. La única luz que podría entrever en el horizonte este optimista impenitente era conservar la vida y sus infinitas riquezas si se sometía al nuevo califa. Eso a condición de llegar vivo a Córdoba, cosa improbable porque estaba completamente solo. A su lado no tenía más que a unos cuantos bereberes de los que no se fiaba, a las setenta mujeres de su harén, a unos cuantos sirvientes y a un conde leonés, de la familia de los Gómez, que el hombre hacía denodados esfuerzos por disuadir a Sanchuelo de su viaje a Córdoba. Quién sabe qué sentía este personaje para seguir a Sanchuelo a una muerte segura. A veces pienso que era un punto de ternura, tal vez de compasión por el hijo de Almanzor, o quizá era cochino interés, que si le daba cobijo en su castillo y salían vivos del trance, con Sanchuelo le llegarían infinitos tesoros que tanto él como su padre habían amasado durante decenios. Desde luego, cualquiera que fuera la razón, estoy seguro de que en ambos había mucho miedo ante su negro futuro. Entre cariñoso e insistente, le repetía lo siguiente:

—Vente conmigo a mi castillo. Allí tendrás un asilo seguro y si vienen a atacarte, yo estaré dispuesto a jugarme la vida por salvar la tuya.

Sanchuelo se estremecía al oír a quien era hasta ayer un extraño, hablarle como si fuera un hermano. Con voz entrecortada, le contestó:

—Te agradezco mucho tu oferta, que demuestra que eres el único amigo que me queda en este trance tan amargo. Sin embargo, no puedo aceptarla. Debo ir a Córdoba donde me están esperando mis partidarios y amigos, que se van a levantar por mi causa apenas sepan que me estoy acercando a la ciudad. Estoy seguro de que muchos de los que ahora están de parte del falso califa al-Mahdí, se van a pasar a mi bando apenas me vean por allí.

El conde Gómez ladeaba la cabeza intentando ser convincente porque era necesario desengañar a Sanchuelo de sus esperanzas de fidelidad. Por eso le dijo:

—No te hagas falsas esperanzas, que son simples quimeras sin visos de realidad. Cree lo que te digo. Todo está perdido. Aquí te has visto solo porque todo el ejército te ha abandonado y lo mismo te va a pasar en Córdoba.

—Eso lo veremos —contestó Sanchuelo—. He decidido ir a Córdoba y lo voy a hacer pase lo que pase.

Entonces el conde, con gesto de resignada determinación, dijo a su ilustre amigo:

—No puedo aprobar en absoluto tu decisión porque me parece una barbaridad. Te estás dejando llevar por una ilusión que va a ser fatal para ti. Sin embargo, pase lo que pase, no te abandonaré y estaré siempre a tu lado.

Así, ambos colegas, Sanchuelo y el conde, acompañados de un séquito bastante reducido, emprendieron su viaje a Córdoba, el uno con la vana esperanza de recuperar lo irrecuperable, y el otro sabiendo a conciencia que iban directamente al matadero. Y encomendándose cada uno a todos los santos de su martirologio llegaron a una especie de posada que estaba ya cercana a la ciudad, donde los pocos bereberes que le habían seguido escaparon buscando aires más respirables y compañías más saludables que los de estos dos ilusos. El conde, de todas maneras, hizo un último intento de que Sanchuelo se olvidara de Córdoba para volver a su castillo, pero éste era terco como una mula y le dijo con una determinación que le parecía bastante suicida:

—Ya he enviado a Córdoba al cadí para que pida mi perdón a al-Mahdí. Estoy seguro de su benevolencia y de que lo otorgará.

En estas estaban cuando en la tarde del día 4 de marzo llegaron a una especie de convento que había cerca de la ciudad. Los monjes, acostumbrados a toda clase de viajeros y a aventuras variadas, les dieron posada sin preguntar mucho, pero oliéndose que sus huéspedes tenían bastante peligro a la vista de los sucesos de Córdoba y conociendo de sobra a los que habían dado su modesta posada. Efectivamente. Cuando apenas despuntaba el día, un escuadrón de jinetes llamó a las puertas del convento preguntando por ellos. A simple vista se podía comprobar que eran enviados por el califa, que venían con malos gestos, con las espadas desenvainadas y con la idea de llevarse por delante a sus más acérrimos enemigos, que eran los que habían malamente descansado esa noche en el convento. Y salió a su encuentro Sanchuelo, que trató de pararlos diciendo:

—¿Qué queréis? Ya me he sometido a vuestro califa, así que dejadme en paz seguir mi camino.

El jefe de los jinetes le dijo:

—En ese caso, vente a Córdoba conmigo.

Sanchuelo vio enseguida que aquella era una orden de obligado cumplimiento y que no había otra opción que obedecer a aquel personaje con apariencia de forajido, así que se puso en camino como le habían ordenado. Hacia mediodía, se encontraron con otro destacamento más numeroso que venía al mando nada menos que del primer ministro. Entonces hicieron otra parada, que aprovecharon para enviar a Córdoba a las setenta mujeres del harén de Sanchuelo, tras lo cual le hicieron presentarse ante la segunda autoridad del califato.

Sanchuelo entró francamente aturdido en la modesta estancia de aquel convento convertido en posada, o quizá en sala de audiencias donde seguramente iba a ser sometido a un juicio sumarísimo. Algunos esbirros lo arrojaron al suelo, que él besaba en señal de sumisión al omeya, a cuya potestad estaba siendo sometido. Por todo saludo, oyó un vozarrón que le dio una orden en verdad humillante:

—¡Besa también los cascos del caballo de tu señor!

El desgraciado, cuya sensación de miedo aumentaba por momentos, se aplicó a rozar con sus labios los sucios cascos de aquel caballo asqueroso. El conde, en segundo plano, contemplaba la humillación a que estaban sometiendo al que había sido dueño de al-Ándalus. Entonces fue el primer ministro quien dio otra orden a sus esbirros:

—¡Que le quiten el gorro!

Los soldados quitaron de un manotazo el gorro del desdichado e iniciaron la tarea de amarrar las manos y los pies de Sanchuelo. Como lo estaban haciendo con una brutalidad que no tenía explicación, el pobre, con un hilo de voz, suplicó a los soldados:

—Me estáis haciendo mucho daño. Por favor, dejadme al menos una mano libre.

Alguno de aquellos mandados, instintivamente hizo caso al pobre cautivo, le dejó una mano libre, momento que aprovechó para sacar un puñal que tenía escondido e intentar clavárselo, evitando de esa manera que sus enemigos se dieran el gustazo de acabar con su vida. Los soldados estuvieron atentos e impidieron que se clavara el puñal en el pecho. Entonces se oyó la voz del primer ministro diciendo al desgraciado aprendiz de suicida:

—¡Yo te voy a ahorrar el trabajo!

El primer ministro en persona, con una enorme frialdad, se sacó de la cintura un puñal, se acercó lentamente a Sanchuelo, miró con detenimiento y recochineo sus ojos que cantaban el terror que lo embargaba, lo tiró al suelo, le clavó mil veces el puñal y a continuación le cortó la cabeza con sus propias manos. Luego volvió su mirada al conde castellano, lo examinó también con frialdad y repitió en él la faena de apuñalarlo, diciéndole mil veces tonto por apuntarse tan estúpidamente a un bando perdedor.

Al día siguiente entraron en Córdoba cuatro jinetes que se dirigieron directamente al Alcázar. A lomos de uno de sus caballos iba por un lado el cuerpo y por otro la cabeza del hijo de Almanzor. Los guardias del palacio les franquearon la entrada y les despejaron el camino hasta que se presentaron ante el califa que miró con desprecio y complacencia los despojos de su mortal enemigo. Al-Mahdí, que estaba montado en su caballo, se acercó y estuvo pisoteando aquel cuerpo destrozado. Luego mandó que se prepararan una cruz y una pica en la puerta del palacio. En la cruz se expondría el cuerpo de Sanchuelo y clavada en una pica iba a estar su cabeza. Al lado de estos horribles despojos había un hombre de porte noble que gritaba continuamente estas palabras:

—¡Este es el felicísimo Sanchuelo! ¡Que Dios lo maldiga y también a mí!

Este desgraciado pregonero era el comandante de la guardia del hijo de Almanzor. Al-Mahdí le había impuesto como castigo que estuviera días y días pregonando las maldades de su jefe al lado de su cuerpo ya descompuesto.

Se ha derrumbado el mito de los descendientes de Almanzor pero las cosas han cambiado tanto que parece que estamos en otro país. La sociedad cordobesa es completamente distinta a la que fue. Córdoba es diferente hasta en el paisaje porque está casi destrozada. Hay un nuevo califa, descendiente de los omeyas. ¿Será capaz de parar las revueltas, de arreglar la convivencia y de rehacer lo que en cuatro días habían aniquilado?

No. Ciertamente no. La cuesta abajo no va a parar. Incluso se hará más pronunciada hasta borrar de la faz de la tierra lo que en tiempos existió. Os lo cuento enseguida.

El pueblo, por unos días, respiró tranquilo porque las cosas estaban saliendo según el deseo de la mayoría de los cordobeses. Los omeyas habían recuperado el trono en la persona de al-Mahdí y todo estaba saliendo a pedir de boca al nuevo soberano. Hasta los bereberes estaban de su parte. Encima, recibió una carta de uno de los eslavos más poderosos llamado Wadhid, que fuera cliente y allegado de Almanzor y que actualmente ejercía como gobernador de una parte de las fronteras. En ella le decía que se sometía completamente a su obediencia y que se había alegrado muchísimo del fin de Sanchuelo.

Naturalmente que al-Mahdí estaba muy contento. Los árabes en general y los omeyas en particular estaban con él. Los bereberes también. Ya sabía él que la fidelidad de estos guerreros africanos era cuanto menos inestable, pero menos da una piedra. Los poderosos eslavos, a la vista estaba, porque detrás de Wadhid vendrían todos los demás. Y el pueblo, no digamos, porque al fin y al cabo la revolución había sido popular, tanto en su iniciativa como en su desarrollo. Enseguida envió al poderoso eslavo pruebas de reconocimiento y afecto, materializadas en cantidad de dinero, ropas de honor, diplomas, cartas y demás presentes que le pusieran contento y le afianzaran en la fidelidad al nuevo monarca de al-Ándalus. Aparentemente todo está saliendo a pedir de boca.

He dicho aparentemente porque si se miraban las cosas con detenimiento, no estaban tan templadas como podría parecer. La unión de todos alrededor de al-Mahdí era mucho menos firme de lo que parecía a primera vista porque la fidelidad no se consigue en un par de días. Pero lo más peligroso era que una revolución popular, entonces y ahora se para muy difícilmente. Cuando las gentes tuvieron tiempo para pensar lo que habían hecho, entendieron que habían derribado del poder a los descendientes de Almanzor pero eso no era ni la mitad del trabajo. Quedaban muchas tapias por derribar, tanto reales como simbólicas, muchas heridas por curar y demasiadas afrentas que seguían escociendo.

Por otra parte, pasados unos días, todos se dieron cuenta de que al-Mahdí no valía para nada. Ni era un hombre religioso, ni medianamente piadoso, y de listo, pues menos de lo justo. Cuando se vio encumbrado a donde ni por asomo soñó con llegar, se mostró como un ser sanguinario, al que le importaba muy poco la religión o las buenas costumbres, que le gustaban el vino y las juergas más de lo normal, y lo que es peor, se mostró paladinamente su infinita torpeza. Porque hemos visto emires, califas o primeros ministros a los que le gustaba el vino más que a este, a otros más crueles que el que nos ocupa, pero, amigos míos, no nos hemos encontrado a uno más necio y más torpe que el omeya al-Mahdí. Y eso era entonces y es ahora enormemente peligroso, sobre todo si ese torpe de solemnidad tiene que gobernar una jaula de grillos como era el reino de al-Ándalus. Y si no, leed las medidas que tomó nada más sentarse en el trono.

Lo primero que hizo fue licenciar del ejército a siete mil trabajadores de los que se alistaron para la revolución popular que os acabo de contar. Fueron los primeros damnificados porque se estaban acostumbrando a cobrar sus buenos sueldos sin hacer nada, se sentían con derechos revolucionarios, y acabaron más descontentos que empezaron, preguntándose para qué habían hecho la revolución, que al que encumbraron los había puesto de patitas en la calle mientras él se reía de ellos en sus juergas palaciegas.

Segunda medida. Los eslavos partidarios de Almanzor, mandamases entonces, sus clientes, amigos y familias, fueron desterrados de Córdoba. Segunda torpeza porque los mandó a la oposición, que éstos eran una casta muy poderosa y a partir de ese día comenzaron a buscar un califa alternativo, más decente, más listo y más favorable a sus personas.

Tercera faena, en forma de actitud y no de acto concreto. Éste le tomó el gusto al Alcázar y no salía de allí aunque lo mandara el médico. Pasaba los días y las noches en juergas infinitas, en algunas de las cuales sonaban orquestas de centenares de laúdes y cantidad de flautistas amenizando veladas que no acababan nunca. Los más devotos decían que era un calco de Sanchuelo y le sacaban coplillas alusivas a su vida bastante licenciosa, impropia de un califa decente.

Y cuarta faena. Era un personaje cruel, que disfrutaba con el sufrimiento ajeno o con escenas macabras propias de un perturbado mental. Os pongo un ejemplo. El eslavo Wadhid, para congraciarse con él y devolverle el detalle de los regalos que recibió del califa, le envió a Córdoba las cabezas de los habitantes de las fronteras que no estuvieron de acuerdo con la sumisión a su persona. Y, ¿qué creéis que hizo nuestro al-Mahdí? Pues que usó esos cráneos como macetas, plantó en ellos flores y los colocó a las orillas del río, frente al Alcázar. Resulta que al tío le encantaba pasearse por ese extraño jardín y contemplar al mismo tiempo la cara que ponían los viandantes ante tan macabro y amenazante espectáculo.

Para ganarse por completo a la parroquia, no le faltaba más que dar un tiento a los bereberes, que al fin y al cabo eran gente ruda, pastores de poca monta, odiados por el pueblo que no les perdonaba que hubieran sido el más firme soporte de Almanzor. ¿Qué hacer con ellos? Porque eran muchos y podían armar un buen motín a nada que se lo propusieran. Tampoco era cosa de devolverlos a su tierra africana porque habían llegado en oleadas de pateras incontroladas y a ver cómo y en qué vehículo se les embarcaba para echarlos de España, que era lo que le apetecía hacer con ellos. De entrada intentó fastidiarlos lo más posible, por ejemplo, prohibiéndoles montar a caballo, llevar armas o pisar siquiera el Alcázar. Partiendo de eso, pues lo que hiciera falta.

De los damnificados por al-Mahdí, los más peligrosos eran los bereberes. Desde que llegaron en tiempos de Almanzor se habían acostumbrado a ser respetados y honrados en la corte. De ahí a ser maltratados, vejados, robadas sus casas y ultrajadas sus mujeres, había un salto demasiado brutal como para que lo aceptaran sin rechistar. Su jefe era un personaje listo, astuto, valiente, que sabía manejar las masas, nada menos que el gran Zawi ibn Zirí, una persona que tendrá mucho recorrido y que andando el tiempo será el primer rey de Granada. Pues se hizo acompañar por unos cuantos jefes de sus tribus y se fueron al Alcázar para quejarse enérgicamente al califa del trato que estaban recibiendo.

En apariencia, el soberano fue receptivo a las quejas de sus visitantes, les puso cara compungida y les prometió que haría todo lo posible por que esos desmanes no se volvieran a repetir. Para reafirmar su decisión, cortó unas cuantas cabezas de los que lideraban ese maltrato a los africanos. Claro que apenas se dieron la vuelta, el califa olvidó sus promesas y el pueblo volvió a las andadas.

Algún consejero áulico debió advertir a al-Mahdí que no se estaban haciendo bien las cosas porque la estima del pueblo por su reciente califa marchaba en una decidida cuesta abajo. Le daba como razones que tenía descontentas a las clases bajas, a los bereberes, a una parte importante del ejército. Los alfaquíes y demás hombres de religión murmuraban abiertamente de su manera de llevar los asuntos del reino. Para que se organizara una revuelta, lo único que faltaba era que alguien llamara a Hixem, el califa destituido, y le propusiera ponerse al frente de los que querían dar la vuelta a la tortilla, y seguro que contarían con él porque a nadie le amarga un dulce.

Y, ¿qué creéis que hizo el desgraciado al-Mahdí? Pues que se tomó en serio el aviso de que corría peligro dejando a Hixem en la sombra, y decidió, ni más ni menos que aparentar que había muerto, enterrarlo simbólicamente y asunto concluido. Eso era complicado de hacer, pero nada imposible para el califa actuante, especialmente si se cuenta con medios adecuados y con bocas cerradas por la cuenta que les trae. De entrada se buscó un alias que se pareciera al antiguo soberano, y encontró a un cristiano que acababa de morir y que daba ese perfil. A continuación anunció a bombo y platillo que Hixem había muerto, prepararon convenientemente al difunto, buscaron acompañantes para el duelo, lo llevaron en procesión a la tumba de sus antecesores en el Alcázar, lo enterraron, y a otra cosa mariposa, que el difunto descansó en la paz de Dios y a al-Mahdí se le quitaron los nervios, aunque sólo por el momento. Al Hixem verdadero lo llevaron al palacio de uno de los visires, le encargaron que lo mantuviera oculto a toda costa, y asunto resuelto. Para situar este chusco acontecimiento en el tiempo, os diré que corría el mes de abril del año 1009.

Por un tiempo, al-Mahdí pudo dormir tranquilo, olvidarse de conjuras y dedicarse a las juergas, que era lo que de verdad le privaba. He dicho por un tiempo porque al poco lo vemos de nuevo cavilando y dándose cuenta de que, al esconder a Hixem, no había solucionado gran cosa porque omeyas había muchos y era bastante probable que los eventuales organizadores de motines en su contra encontraran un sustituto que les resolviera esa carencia. Pero en su miedo a todo lo que le rodeaba, supongo que se haría preguntas como estas: ¿Dónde estaba ese eventual sustituto? ¿Quién podía ser ese malvado omeya que se pusiera a favor de los bereberes y en contra suya?

No tuvo que afanarse mucho en buscarlo porque al más peligroso lo tenía justo a su lado. Resulta que al-Mahdí, nada más ocupar el trono, pensó en el futuro, elaboró sus previsiones sucesorias y nombró su heredero a Suleyman, un hijo talludito del gran ‘Abd ar-Rahmān III. Ahora viene la pregunta que se hizo. ¿Y si éste lo traicionaba, se unía a los bereberes y lo enterraban a él, esta vez de verdad? Pues inmediatamente tomó sus medidas correctoras. En primer lugar, metió en la cárcel a Suleyman, y como segunda providencia, pregonó a los cuatro vientos que en breve plazo iba a cortar la cabeza a diez de los más renombrados jefes de los bereberes que desde hace tiempo vivían tan contentos en al-Ándalus.

Los bereberes no necesitaban que les dieran ánimos, ni que les empujaran a guerras mortales, especialmente si un malvado enemigo los estaba amenazando de muerte, como era el caso. Nada más entrar en la cárcel el omeya Suleyman y ya estaban los bereberes reclutando ejércitos para lo que hiciera falta, que era cargarse a al-Mahdí e imponer sus leyes en todas las tierras de al-Ándalus. Y no les faltaron soldados voluntarios para esta guerra, que consideraban también santa. De entrada, los siete mil obreros a quienes enroló al-Mahdí, recordad que le ayudaron a encumbrarse y enseguida los licenció, les dio el pasaporte y los dejó sin dinero, sin empleo y con cara de tontos. Éstos enseguida empuñaron las armas para hacer la guerra santa en sentido contrario, a favor de los bereberes y en contra del califa reciente. Y como no era cuestión de perder mucho tiempo, se reunieron ante el palacio de un hijo de encarcelado Suleyman llamado Hixem, nieto de ‘Abd ar-Rahmān III, y lo nombraron califa en sustitución de al-Mahdí, al que se proponían relevar inmediatamente. Era el 2 de junio del año 1009 y daos cuenta de cómo se atropellaban los acontecimientos.

Ya tenemos a las gentes del pueblo unidos a los bereberes, marchando directamente al Alcázar en busca de al-Mahdí. Y a este sacudiéndose la cabeza por la resaca de una monumental borrachera y preguntando qué jaleo era ese que se oía debajo de las ventanas del Alcázar. Cuando trasladaron la pregunta al nieto de ‘Abd ar-Rahmān III, éste contestó:

—Tú has metido a mi padre en prisión y no sé qué ha sido de él.

Al-Mahdí se asomó a uno de los balcones del Alcázar, vio que el tumulto era considerable y que las gentes venían con cara de pocos amigos, por lo que decidió templar gaitas, liberar a Suleyman y esperar que pasara una marea que iba subiendo en intensidad por momentos. Porque cuando Suleyman se vio al lado de su hijo Hixem, ambos se envalentonaron y enviaron a al-Mahdí un mensaje bastante más duro en forma de ultimátum, diciéndole que si quería salvar la piel, debía ceder la corona al nieto de ‘Abd ar-Rahmān III.

Al-Mahdí se vio en mala situación y trató de decir que era necesario negociar cualquier cosa, con la evidente intención de ganar tiempo, ver por dónde podía salir, por supuesto que, como suele ser normal en estos casos, empleando todo el tiempo del mundo sin negociar absolutamente nada. Y mientras, tenemos mano sobre mano y mirando al cielo a siete mil obreros que estaban deseando comenzar la faena de cortar cabezas, y a los bereberes con el mismo aburrimiento y con idénticas malas intenciones que los anteriormente nombrados. ¿En qué podía emplear su tiempo este par de colectivos, mientras que los diplomáticos hacían su trabajo? Pues la respuesta era evidente. Hasta tanto no se comenzara a trabajar en serio, irían a dar un tiento a las tiendas de los guarnicioneros que las tenían al lado, robándoles lo que fuera de razón, aumentando de esa manera la cuenta corriente de los asaltantes, también sus bolsillos, y colmando aunque fuera levemente sus ansias de pelear con las espadas, faena que ya tenían casi olvidada por el escaso uso de los últimos tiempos.

Y entonces se organizó un inesperado y feroz combate. Resulta que los cordobeses estaban viendo la escena, se dieron cuenta de que al-Mahdí estaba en serios apuros, y ninguno movió un músculo por defender a un califa al que consideraban un impresentable. Sin embargo, cuando obreros y bereberes se emplearon en saquear tiendas y matar a tenderos, se levantaron en armas contra ellos, no por defender la cabeza del califa en peligro, sino la de sus paisanos, hartos los pobres de pagar los platos rotos de tanta rivalidad y tanta violencia. El combate duró el día entero y la noche, pero a la mañana siguiente, el 3 de junio, los bereberes salieron huyendo de Córdoba en medio de un general desastre para ellos. Entonces salió del Alcázar al-Mahdí, sacó pecho, puso cara de una infinita mala leche y cortó dos cabezas, las de Suleyman y la de Hixem, hijo y nieto respectivamente de ‘Abd ar-Rahmān III, terminando aquí la triste historia de estos dos ilustres omeyas, también fallidos aspirantes a restaurar lo que ya no tenía compostura, que era el califato omeya de Occidente.

Los bereberes salieron del trance bastante tocados pero de ninguna manera hundidos. Los de su casta son por naturaleza tercos como mulas, e indomables como fieras salvajes. Encima, como os conté anteriormente, tenían un fuera de serie como jefe. Me estoy refiriendo a Zawi, que había sido rey de algún territorio cercano a Kairuán, que acudió a al-Ándalus atraído por las invitaciones del gran Almanzor y que va a ser el primer rey zirí de Granada. Como era más listo y más civilizado que todos sus hermanos juntos, pensó que no tenían nada que hacer en Córdoba si no contaban con un soberano alternativo para presentarlo al pueblo como sustituto de al-Mahdí. Y tenían uno en su campamento. Se llamaba Suleyman y era sobrino del Hixem que acabamos de ver decapitado en la reciente pelea de tenderos contra bereberes. Resulta que había intentado ayudar a su tío y cuando lo vio perdido, salió de Córdoba mezclado con los africanos.

Los bereberes, cuando oyeron la propuesta de Zawi, pensaron que era un solemne disparate. Habían tenido que salir de Córdoba por pies y si hacían lo que sugería, estaban por una postura más agresiva todavía que la anterior contra el poder establecido. Si les acababan de dar una buena paliza, nombrar a Suleyman pretendiente al califato era hacer oposiciones a más peleas a muerte y seguramente más derrotas como la que acababan de sufrir. Además, ¿para qué querían ellos un jefe árabe?

Zawi era un personaje singular. Se puede afirmar de él que ejercía sobre los bereberes un poder entre democrático y dialéctico. Convencido de que tenía razón y de que los bereberes debían seguirlo de buena gana, agarró cinco lanzas, hizo con ellas un haz, buscó al soldado más fuerte, se las dio y le dijo:

—Procura romper este haz de lanzas.

El aludido aplicó todas sus fuerzas a la tarea, agarró las lanzas por arriba y por abajo, las apretaba, se le veía rojo por el esfuerzo, pero no hubo manera de cumplir el mandato de su jefe. En vista del estrepitoso fracaso, volvió a darle una orden:

—Desata ahora la cuerda y rómpelas una a una.

Evidentemente enseguida las rompió una detrás de otra. Entonces, elevando la voz para que todos le oyeran, Zawi dijo a los suyos:

—Que esto os sirva de ejemplo, bereberes. Unidos sois invencibles. Desunidos vais a perecer porque estáis rodeados de enemigos implacables, que no os van a perdonar ni una. Pensad lo que acabo de decir y decidme lo que queréis que se haga.

Los bereberes, embobados con la oratoria tan convincente de su jefe, gritaron:

—Estamos dispuestos a seguir tus sabios consejos. Si hemos de ser derrotados y sucumbir, que no sea porque no hemos puesto todos los medios para salir con bien de este difícil trance.

Entonces Zawi señaló a Suleyman con el dedo y les dijo:

—Pues bien, jurad ser fieles a este omeya. Nadie os podrá acusar de aspirar al gobierno del país. Por lo demás, como este es árabe, muchos de su raza y de su nación se pondrán de su parte y de la vuestra.

Enseguida se pusieron a jurar fidelidad al omeya en una ceremonia breve y algo campestre, y cuando estuvo investido con lo que por el momento era una candidatura, Zawi tomó de nuevo la palabra para decirles:

—Los momentos y las circunstancias son especialmente graves para nosotros. Es necesario que abandonemos ambiciones personales, sin que nadie se apropie de poderes a los que no tenga derecho. Que cada una de las tribus elija a un jeque y que éste responda con su cabeza ante Suleyman de su propia fidelidad y la de su regimiento.

Eso hicieron, y Zawi fue elegido como jefe de su tribu, que era la de los sinhaya. Esta propuesta tenía lo que hoy llamamos segundas intenciones. Porque es verdad que daba al ejército mandos intermedios muy útiles para futuros empeños guerreros, pero también dejaba a Suleyman sin poder directo en este ejército, y eso suponía liberar a los bereberes de eventuales caprichos del aspirante a califa, por lo que pudiera pasar en el futuro. Al haber puesto al frente a un omeya con aspiraciones a reinar, indicaban que aspiraban al máximo, que era hacerse dueños del califato. Y hacerlo de esa manera, sin que tuviera autoridad sobre los bereberes, en realidad lo convertía en un simple testaferro.

Os decía que nuestro ejército de bereberes había tenido que salir de Córdoba poco menos que de estampida y que marcharon a las tierras llanas de la estepa castellana para tratar de rehacerse, buscarse aliados y volver con más ganas que antes para hacerse dueños de Córdoba. Marcharon a Guadalajara y se apoderaron de la ciudad. Luego miraron a Medinaceli, donde estaba como dueño y señor de esa frontera nuestro viejo conocido, el eslavo Wadhid, que como era evidente no les hizo ni caso dada la vieja enemistad entre eslavos y bereberes. En vista de eso, y ya con las fuerzas recobradas, con bastante mejor organización que antes y con un omeya como enseña y bandera, tomaron la dirección que les apetecía, que era la de Córdoba, a ver si esta vez tenían más éxito que la anterior. Era el mes de julio del año 1009. A todo esto, Wadhid se puso de acuerdo con el califa al-Mahdí e hizo un intento de evitar que el ejército de bereberes llegara a Córdoba. En vano porque fue derrotado y tuvo que huir con cuatrocientos caballos buscando la protección de Córdoba.

Un ejército camina en dirección a la capital del califato. Sus soldados no visten lujosas armaduras, ni sus caballos llevan preciosos jaeces, ni sus crines están adornadas con cintas vistosas como en los grandes desfiles. Parece más bien un ejército compuesto por pobres, o quizá por pastores, o mejor por guerreros que ocultan su inmensa fiereza bajo la apariencia de pobres campesinos. Pero se les apreciaba una determinación como nunca antes tuvieron, unas ganas inmensas de revancha para hacerse dueños de una ciudad preciosa. Son los bereberes mandados en realidad por Zawi pero que han puesto al frente a un figurón que no pintaba ni decidía absolutamente nada y que daba el parche a los que estaban hartos de al-Mahdí y deseaban respirar aires nuevos en la ciudad y en el reino. La guerra estaba marcada en el rostro de aquellos pastores africanos y en busca de ella caminaban decididamente hacia Córdoba.

Al-Mahdí ya sabía lo que le estaba viniendo encima y trató de prepararse para recibirlos, presentarles batalla y hacerlos volver con las orejas gachas si era posible a su lejana tierra africana. Llamó a filas a los que estaban en edad de empuñar las armas, los organizó como mejor supo y pudo, y marchó a atrincherarse a unas llanuras en la afueras de la ciudad.

Los dos ejércitos estuvieron frente a frente el 9 de noviembre del año 1009 y la batalla duró muy poco porque no había comparación, ni color. Zawi mandó por delante a un escuadrón de treinta de sus hombres más aguerridos y ellos fueron suficientes para desbaratar a los de al-Mahdí, que eran un completo desastre, sin orden, ni mandos, ni ganas, ni fuerzas para combatir. Porque eran una masa ingente de gentes diversas, comerciantes, obreros, alfaquíes, artesanos, sin preparación militar, sin estrategia, sin armamento y a merced de sus enemigos. Se cuenta que más de diez mil personas fueron pasadas a cuchillo aquel día otoñal en las afueras de Córdoba, junto al río Guadalquivir.

Wadhid, en vista del cariz que tomaban los acontecimientos, puso rumbo norte, hacia las llanuras de Castilla, de donde nunca se debió mover, y menos por una causa tan endeble y tan ajena a sus intereses como esta. Al-Mahdí, ¿qué hizo el desgraciado al-Mahdí? Montó otro número, que os voy a contar enseguida.

Lo primero que se le ocurrió fue refugiarse en el Alcázar, cosa torpe porque enseguida se vio rodeado de bereberes pidiéndole cuentas de sus actos. Cuando se vio perdido, se le ocurrió sacar su conejo particular de la chistera. Quiero decir que hizo venir al califa titular, al siempre escondido Hixem. Dijo a los bereberes que no había muerto, que él había organizado lo del falso entierro y que aquí lo tenían para lo que hiciera falta.

Los bereberes, buenos eran ellos, se rieron a mandíbula batiente de al-Mahdí, de su ocurrencia, de Hixem II y del mensajero, al que por pocas no cortan la cabeza. Ya repuestos de la general rechifla que les causó la ocurrencia, dieron su respuesta al mensajero:

—Ayer estaba muerto el nieto del gran an-Nasir, tú rezabas sobre su cadáver oraciones fúnebres y hoy nos dices que está vivo. ¿Cómo se explica eso? Si nos estás diciendo la verdad y Hixem está vivo, nos alegramos mucho de que sea así, pero ni lo necesitamos para nada ni lo queremos para nada. Nosotros tenemos a Suleyman que es nuestro califa.

Los cordobeses se arrimaron al sol que más calienta, que en este momento era el de los bereberes, y vinieron en masa para reconocer a Suleyman como califa, jurarle obediencia eterna y todas esas cosas que se suelen prometer cuando al personal el culo le huele a chamusquina. A partir de aquí, ocurrió que castellanos y bereberes se dedicaron a lo que estaban deseando hacer, que era robar y saquear a manos llenas. Al-Mahdí pudo esconderse en casa amiga y luego, salió para Toledo buscando lugares más saludables.

Hixem, el califa titular, nieto de ‘Abd ar-Rahmān III, volvió al mismo lugar donde siempre estuvo, que es a esconderse si lo hacía voluntariamente, o a vivir encerrado a la fuerza, como ocurrió en este caso. Debió, eso sí, abdicar una vez más, ahora en la persona de Suleyman, el personaje en alza. Le permitieron, menos mal, darse un gustazo porque estaba el hombre algo fastidiado por no haber podido dar un entierro digno a su amigo Sanchuelo y ahora tuvo tiempo y ganas de celebrar las ceremonias que marcaba la liturgia fúnebre y enterrarlo junto a su padre.

Al-Mahdí, mientras tanto, estaba en Toledo, buscando manos amigas y refugio seguro en momentos de tribulación. Suleyman trató de seguirlo pero ya sabemos que los toledanos no se sometían a ningún califa, y menos a éste, al que consideraban un simple aprendiz de brujo. Wadhid, el cacique eslavo, hizo sus amagos de fidelidades recientes, engañó a Suleyman, que le dejó las manos libres para moverse en busca de ayudas donde pudiera encontrarlas.

Y encontró para desgracia del califato y de los cordobeses, porque no tenían bastante con las peleas entre bereberes, eslavos, árabes y arrimados, que fueron en busca de otros. Cuentan las viejas crónicas que Wadhid se marchó a Tortosa y envió una embajada a Barcelona, pidiendo ayuda a los condes don Ramón Borrell y don Armengol. Y dicen también que los embajadores eran notables judíos que estaban bastante asustados por cómo iban las cosas en Córdoba, y, tenían más que miedo por el futuro de sus comunidades y por la propia existencia de aljamas en el reino de al-Ándalus. En poco tiempo entraban en tierras de la España musulmana hasta nueve mil catalanes, con los dos condes al frente. Naturalmente, Suleyman y los bereberes se enteraron de que eran judíos quienes habían llamado a estos nuevos combatientes y a partir de entonces, ocurriera lo que ocurriera en los campos de batalla, se las juraron. No van a olvidar esta afrenta, que enseguida veremos a los bereberes liquidando literalmente las comunidades judías de al-Ándalus.[94]

Entonces, tenemos a Wadhid liderando una coalición en que estaba también al-Mahdí además de los catalanes, esos por un lado, y en el bando contrario a los bereberes unidos a unos pocos cristianos. Los cordobeses no tomaron partido en principio por los bereberes por razones obvias de enfrentamientos raciales bastante añejos. Y de esa manera van a enfrentarse en otra feroz batalla en los alrededores del castillo del Vacar, cerca de Espiel, al noroeste de Córdoba.

La batalla la podemos calificar como psicodélica. Desde luego, los más fuertes, con mejores tácticas y más organizados eran los bereberes, con el notable inconveniente de que los mandaba Suleyman, un personaje ajeno a ellos, que conocía nada más que de oídas su manera de pelear y al que obedecían solamente lo justo como antes os conté. La coalición de omeyas, eslavos y catalanes no era un cero a la izquierda porque tenía cierta entidad, pero no estaba a la altura de sus enemigos. Y, ¿qué ocurrió?

Las tácticas guerreras de los bereberes muchas veces eran una sucesión de añagazas para engañar a sus enemigos, y solía darse el caso de que a veces retrocedían aparentando huir asustados, para volver a la carga cuando menos lo esperaban y con más ímpetu que la vez anterior. De esa manera los desorientaban y bastantes veces los sorprendían, acabando así con ellos. Así estuvieron peleando con notable éxito, tanto que hasta llegaron a acabar con la vida nada menos que del conde catalán expedicionario don Armengol.

Pero en una de esas aparentes retiradas, al que engañaron fue a su califa Suleyman, que echó a correr detrás de ellos como alma que lleva el diablo pensando que estaban perdidos. Y al ver a su jefe en esa vergonzosa retirada, el resto de bereberes se contagiaron del miedo y terminaron el día en una alocada huida, escondiéndose donde pudieron, unos en cuevas y otros en Madinat az-Zahrā’. Los vaivenes eran descomunales. Ahora perdían los bereberes y Suleyman, por la falta de coordinación y por la cobardía de este último. En el lado contrario, los vencedores fueron los catalanes porque tanto los eslavos de Wadhid como los árabes partidarios de al-Mahdí no valían para nada.

De todas maneras, ya los tenemos en Córdoba, con al-Mahdí al frente y con unas ganas infinitas de tomarse la revancha. La ciudad había sido saqueada por los bereberes hacía no más de seis meses y ahora repiten hazaña los catalanes. Por suerte para los cordobeses y desgracia de sus partidarios, al-Mahdí decidió correr detrás de los bereberes, con lo que Córdoba se libró más destrucciones, a cambio de que los bereberes, esta vez más avispados, se tomaran cumplida revancha, aniquilaran el bando enemigo y volvieran por sus fueros. Evidentemente, los catalanes, bastante fastidiados por unas peleas de las que no sacaban absolutamente nada, salieron para su tierra con más pena que gloria, y con bastante disgusto de los cordobeses, que aunque fueran extraños, les temían bastante menos que a los bereberes africanos. Esto dice un autor de la época:

Cuando se fueron los catalanes, los cordobeses se encontraban en la calle y se daban el pésame como si hubieran perdido su familia o su fortuna. Y es que si no la habían perdido ya, todo pintaba a que la perderían en un futuro inmediato.

Es domingo, 23 de julio del año 1010. La situación estaba más embarullada que nunca en la preciosa ciudad. Unos querían volver a dar el califato a Hixem II a ver si así se ponía un poco de orden, otros querían otra cosa, y es que la convivencia era imposible en este revoltijo de razas, de personas y de tribus que habitaban al-Ándalus. Ahora ya los odios estaban enquistados y las enemistades eran tan rancias que era imposible la paz. En esta situación, unos cuantos eslavos asesinaron a al-Mahdí, terminando de esta manera su vida un personaje que debía su ascensión a una conjura y a otra tenía que achacarle su muerte. Poco a poco se iba acercando a su término la historia, la triste historia de un final que estaba cantado desde que Almanzor despojó a los califas de su poder y del prestigio que el pueblo les dio desde que los omeyas llegaron a España. De cualquier manera, aunque os parezca raro y esta situación tenga pinta de no acabar nunca, tenemos nuevamente a Hixem II haciendo como que ejercía de califa de al-Ándalus. Como protector y con las mismas atribuciones que en tiempos tuviera Almanzor, tenemos a su viejo discípulo y amigo Wadhid.

Desde luego no va a ser por mucho tiempo. Con un soberano tan inútil como Hixem II y con las riendas del Estado en las manos de Wadhid, los eslavos estaban en todas partes y lo dominaban todo. Pero las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos de Almanzor. Los bereberes no estaban a partir un piñón con él como lo estuvieran en tiempos pasados. Cuando les envió mensajeros, por cierto que le llevaban también la cabeza de al-Mahdí como regalo, y esos mensajeros les proponían unirse a Hixem y a Wadhid, a poco no le cortan la cabeza al mensajero.

A partir de entonces, Wadhid comenzó a ver enemigos por todas partes, a asustarse bastante ante un futuro cuando menos inseguro y a buscarse aliados donde pudiera encontrarlos. Siempre que los musulmanes españoles se veían en momentos de extrema debilidad por problemas internos, recurrían a los reinos cristianos del norte a ver si por ahí les llegaba la bocanada de oxígeno que tanta falta les hacía. Esta vez Wadhid recurrió al rey Sancho de Castilla. La respuesta castellana siempre era idéntica, fuera en un siglo o en otro, la demandara un emir, un califa o un rey nazarí: les otorgaban esa ayuda, que siempre era raquítica y las más de las veces no se veía por parte alguna pero que debía ser bien pagada, al contado y previa a esa hipotética ayuda. Esta vez el rey Sancho le pidió todas las fortalezas que Almanzor conquistara a los cristianos. Wadhid, viéndose completamente perdido y sin otra puerta a la que llamar, le dijo que sí, le cedió las fortalezas, sólo que la ayuda jamás se vio materializada. Era el mes de septiembre del año 1010.

Viendo que aquello era un chollo, otros reinos cristianos hicieron propuestas parecidas, con idéntico resultado, que era el descalabro del propio califato. De esta manera, el reino de al-Ándalus se caía literalmente en pedazos por causa de estas guerras entre tribus y también por la incompetencia más absoluta de sus gobernantes.

Ahí tenemos una nueva paradoja. Ahora mandaban los eslavos, muchos de ellos cristianos y desde luego ancestrales enemigos de los árabes. Pues no van a ser los que más padezcan la saña de los bereberes, que la va a sufrir el pueblo llano de Córdoba. Porque vamos a ser testigos del asalto más cruel y de la matanza más atroz que vio nunca Córdoba a través de su historia. Va a ser el punto final de uno de los reinos más fuertes y más cultos de la llamada Edad Media europea.

Estamos a finales de septiembre del año 1010. El tratado firmado entre Wadhid y el rey Sancho de Castilla no ha resuelto absolutamente nada, excepto la pérdida de muchos castillos y fortalezas que cambiaron de manos, de las musulmanas a las castellanas. La gente en Córdoba no sabe dónde esconderse. Muchos se van a los campos, otros a diferentes ciudades o pueblos lejanos porque hay miedo, mucho miedo y bastante inquietud por el futuro.

Los bereberes están cada vez más envalentonados porque no hay ninguna posibilidad de hacerles frente. Los ejércitos califales literalmente no existen. Los árabes, ni se sabe dónde se han metido, porque en los últimos tiempos se han convertido en los seres más cobardes del mundo y han huido como ratas. Los eslavos mandan ahora pero no valen para nada porque si algo hicieron en tiempos pasados fue darse de listos, mandar a los que de verdad hacían el trabajo, y poco más. Los españoles de siempre, muladíes o mozárabes, unos se habían asimilado definitivamente a los musulmanes, otros andaban escondidos por remotas aldeas y los más habían cambiado de residencia, marchando a la España cristiana. Los miembros de la gran comunidad judía habían iniciado la huida, unos a Lucena, otros a Granada o a Sevilla. Sabían que iban a ser los primeros dolientes de las destrucciones que se avecinaban. Las gentes de Córdoba, los comerciantes, los artesanos, los campesinos, los hombres de religión, sencillamente estaban resignados a desaparecer porque estaban viendo el discurrir de los acontecimientos y tenían claro que aquello, la Córdoba que fuera una de las ciudades más grandes del mundo, iba a ser borrada de la faz de la tierra.

El último mes fue de continuo asedio de la ciudad por parte de los más fuertes, que eran los bereberes. Madinat az-Zahrā’, después de haberla sitiado durante tres días, ya la habían ocupado por culpa de un maldito oficial que les entregó una de sus puertas. Y enseguida comenzaron en esa preciosa ciudad un atroz exterminio de personas y una bárbara destrucción del que fuera palacio y enseña del gran ‘Abd ar-Rahmān III. Todos los soldados de aquella guarnición fueron decapitados. Las gentes sencillas trataron de refugiarse en los lugares más apropiados, que eran las mezquitas, pero el lugar sagrado para nada intimidó a los bereberes que degollaron a todos, hombres y mujeres, niños y ancianos. Cuando no quedó nada que robar de aquella ciudad admirada por todos los reyes de la tierra, fue incendiada para que quedara igual que Madinat az-Zāhira, convertida en un montón de escombros humeantes.

El asedio a Córdoba no había terminado porque va a durar todo el invierno y la primavera del 1011. Los sitiadores se lo tomaron con astucia, también con relativa calma pero fueron implacables con los sitiados. De entrada, quemaron y arrasaron los campos cercanos a la ciudad, impidiendo que pudieran entrar víveres desde fuera. Eso agravó el asedio porque a los hambrientos sitiados se unieron los habitantes de la campiña, que tampoco tenían qué comer por la destrucción sistemática a que eran sometidos por los bereberes, y decidieron, como mal menor, unir su destino al de los cordobeses. Así tenemos una ciudad superpoblada de seres hambrientos porque no había manera de mantener a tanta gente. A los muertos por la guerra se sumaban cada vez más muertos por el hambre.

El gobierno de la ciudad estaba también sin dinero para atender las necesidades más perentorias. Wadhid no sabía qué vender para conseguir fondos y no se le ocurrió otra cosa que deshacerse de lo que quedaba de la extraordinaria biblioteca del gran al-Hakam. Entre Almanzor y Wadhid acabaron con ella. Otra tragedia de inmenso calado cultural que sumar a las que hemos visto hasta ahora.

El asedio se prolongaba y de alguna manera se extendía a las campiñas y a las ciudades. Y a todas partes llegaba la rapiña, el hambre, la miseria y la muerte. Madinat az-Zahrā’ fue el inicio y el espejo en que se miraron todos los habitantes de al-Ándalus. En los meses de junio, julio y agosto del año 1011 la miseria y el hambre se extendieron por todas las ciudades del reino, aumentando en intensidad si ello era posible. Y por si esto fuera poco, apareció una espantosa epidemia de peste. Parecía que se cebaban en Córdoba todos los males posibles, o como si alguna maldición la hubiera tomado por banda, o como si algún azote divino cayera sobre sus desgraciados habitantes en castigo por su incapacidad para la convivencia entre credos y razas. Y ahora, el que estaba siendo señalado por todos los dedos como culpable de males y tribulaciones era el eslavo Wadhid, el que en teoría tenía en sus manos todo el poder.

Viendo que la situación personal suya y la de sus soldados era desesperada, se le ocurrió otra insensatez. Envió un mensajero a pedir el perdón a Suleyman, el teórico califa de los bereberes, del que evidentemente recibió una rotunda negativa. En vista de lo cual, intentó simplemente pasarse al bando contrario, refugiarse entre los bereberes, que cómo andarían las cosas en casa, que le parecía ese un lugar más seguro que permanecer entre los suyos.

Esta espantada cobarde de su líder hizo que sus hombres estallaran de ira y de rabia. Un grupo de sus soldados entró violentamente en su palacio, lo agarraron de la pechera y le gritaron mil improperios a la cara:

—¡Eres un perro miserable! Has derrochado el dinero que tanto necesitamos y ahora has querido vendemos y entregamos a los bereberes.

Sin que hubieran terminado los insultos y las maldiciones, lo atravesaron con sus espadas, a él y a los que formaban su séquito y acompañamiento. Instantes después salieron a la calle con su cabeza y la pasearon por los lugares más concurridos de la ciudad. A continuación saquearon su casa y las de sus colegas. Así terminó uno más de los eventuales reyezuelos de Córdoba, que quisieron arreglar las cosas y que cada uno las dejaba en peor estado que su predecesor.

Todavía no acabó el asedio ni el martirio de los cordobeses. A los pobres les quedaba más de un año de padecimientos, esta vez con un jefe distinto porque tomó el mando un eslavo llamado Ibn Wadaa, el que más gritaba contra Wadhid y el más activo ejecutor en el momento de su asesinato. El poco tiempo que tuvo éste la vara de mando, gobernó con firmeza y más sentido común que su predecesor. Incluso pudo apuntarse algún sonado triunfo que al final trajo más sufrimiento a los suyos. Os lo voy a contar.

Zawi tenía dos sobrinos que eran de categoría. Valientes para la guerra, ciegos obedientes de su tío y personas de las que se podía fiar. Eran hermanos y uno se llamaba Hubasa y el otro Habus.

Estamos en mayo del año 1012. En una de aquellas alocadas batallas por el control de Córdoba, Hubasa se empeñó más de la cuenta, se metió en lo más recio de la pelea, justo en el momento en que se aflojó la cincha de su caballo y cuando desmontó para apretarla, un eslavo le soltó un certero lanzazo que lo volvió a tirar por los suelos. Inmediatamente se arremolinaron unos cuantos eslavos y acabaron con él a sablazos.

Habus se dio cuenta de la precaria situación de Hubasa y trató por todos los medios de recuperar al menos el cadáver de su hermano, ya que no pudo evitar su muerte. Pero también fue imposible porque a pesar de sus esfuerzos no lo consiguió, llevándose los eslavos a Córdoba ese triste despojo como trofeo de guerra. A continuación fue paseado por las calles para que el populacho se diera el gustazo de pisotearlo, insultarlo, etc., con la intención de descargar su ira en esos despojos y seguramente también de recuperar al menos un poco la moral de la tropa que estaba por los suelos. Después de haber hecho con el cadáver mil perrerías, montaron una hoguera y lo quemaron ante todas las gentes.

Os quiero recordar que Habus, el hermano del fallecido, llegará a ser el segundo rey zirí de Granada, aquel que mandaba Jaén por orden de Zawi y que asume la corona cuando su tío, harto de peleas y de líos en España, decide, con un pretexto que no se creía ni él, volver a su tierra africana en la lejana Ifriqiya. Habus era un hombre templado, dialogante, para nada violento, y amante de la concordia. Lo tendremos años adelante ejerciendo esa democracia participativa en un lugar único, la Rambla del Arenal, que es como era conocida entonces la preciosa plaza de Bibarrambla de Granada.

Pues Habus, al ver lo que habían hecho con su hermano del alma, se excitó muchísimo, convocó a sus hermanos de tribu, los bereberes sinhaya, y les lanzó esta especie de arenga para calentarlos más de lo que ya estaban:

—¡Vengaremos a nuestro capitán y no tendremos bastante con derramar la sangre de todos los cordobeses!

La desesperación de los bereberes, su agresividad extrema, no bastaba, por el momento para entrar en Córdoba y consumar sus propósitos de exterminio de árabes y eslavos, que también extremaban sus esfuerzos por simple instinto de supervivencia personal y de raza. Unas veces volvían de sus batallas con infinitas heridas y la cabeza gacha, y otras veces daba la impresión de que existía esperanza o que la fortuna tímidamente les sonreía. Pero todo fue inútil.

Es domingo, 18 de abril del año 1013. Las fuerzas físicas no existen dentro de Córdoba. Han resistido demasiado tiempo un asedio cruel. Ya, simplemente les quedaba esperar un desenlace que hacía mucho tiempo que estaba anunciado. Un oficial eslavo se había vendido a los bereberes y les abrió la puerta de la ciudad que da al arrabal de la Secunda. Por ella entró un tropel de diablos con los ojos inyectados de sangre que buscaban más destrucción, más sangre y más muerte. Los que podían huir, unos eslavos y otros árabes, corrían por los campos buscando, unos las costas de África, otros las fronteras del norte, y todos salvar la vida, lo único que en estos momentos importaba.

Los bereberes se dedicaron a recorrer calles y plazas de su ciudad soñada. Daban unos gritos que más que personas parecían alimañas que huelen la sangre caliente de sus presas cercanas. Entraban en casas y palacios, y robaban en las que había algo de que apropiarse, violaban a las mujeres que chillaban espantando sus miedos de aquellos seres fanáticos, y mataban. Mataban sistemáticamente a todo el que se les ponía delante. Si oían un grito o un gemido, allá se dirigían con sus espadas ensangrentadas para mancharlas con más muerte y más sangre. Parece que en medio de este monumental barullo fue estrangulado Hixem II.

No reparaban en hombres ancianos, o en virtuosos alfaquíes, o en nobles venidos a menos, o en poetas, escritores, hombres de ciencia, cadíes o simples tenderos. Los muertos fueron tantos que resultó imposible contarlos. Y cuando no hubo más gentes a quienes matar, se prendió fuego a la ciudad para que no quedara de ella piedra sobre piedra. Dejemos que nos lo cuente un cordobés que tuvo tiempo de huir hacia Játiva poco tiempo antes de estos sucesos, el gran Ibn Hazm:

Uno de los que han venido hace poco de Córdoba, a quien yo pedí noticias de ella, me contó cómo había visto nuestras casas de Balât Mugît, a la parte del poniente de la ciudad. Sus huellas se han borrado, sus vestigios han desaparecido, y apenas se sabe dónde están. La ruina lo ha trastocado todo. La prosperidad se ha cambiado en estéril desierto. La sociedad en soledad espantosa. La belleza en desparramados escombros. La tranquilidad en encrucijadas aterradoras. Ahora son asilo de los lobos, juguete de los ogros, diversión de los genios y cubil de las fieras los parajes que habitaron hombres como leones y vírgenes como estatuas de marfil que vivían entre delicias sin cuento.

Su reunión ha quedado deshecha y ellos esparcidos en mil direcciones. Aquellas salas llenas de letreros, aquellos adornados gabinetes que brillaban como el sol y que con la sola contemplación de su hermosura ahuyentaban la tristeza, ahora, invadidos por la desolación y cubiertos de ruina, son como abiertas fauces de fieras feroces que anuncian lo débil que es este mundo, te hacen ver el fin que espera a sus moradores, te hacen ver adónde va a parar todo lo que ves en él y te hacen desistir de desearlo, después de haberte hecho durante mucho tiempo desistir de abandonarlo.

Todo esto me ha hecho recordar los días que pasé en aquellas casas, los placeres que gocé en ellas y los años de mi juventud que transcurrieron allí entre jóvenes vírgenes como aquellas que les gustan a los hombres magnánimos. Me he imaginado en mi interior cómo estarán las vírgenes debajo de tierra, o en posadas lejanas y comarcas remotas desde que las echó de sus casas la mano del destierro y las dispersó el brazo de la distancia.

Se han presentado ante mí las ruinas de aquella alcazaba, cuya belleza y ornato conocí en tiempos, pues me crié en ella en medio de sólidas instituciones, y la soledad de aquellos patios que eran antes angostos para contener tanta gente que discurría por ellos. Me ha parecido oír en ellos el canto del búho y de la lechuza, cuando antes no se oía más que el movimiento de aquellas muchedumbres entre las cuales me crié dentro de sus muros.

Antes, la noche era en ellos prolongación del día por el trasiego de sus habitantes y el ir y venir de sus inquilinos; pero ahora el día es en ellos prolongación de la noche en silencio y en abandono. Mis ojos han llorado, mi corazón ha sentido un inmenso dolor, mis entrañas han sido lastimadas por estas piedras y mi alma ha aumentado su angustia. La separación engendra nostalgia y agitación y despierta el recuerdo de una Córdoba que soñé y que ya no existe más.[95]

La Córdoba musulmana no existe. La destruyeron los mismos que con tanto esfuerzo la edificaron. Pero Córdoba, la anterior a la invasión y la posterior a la reconquista, la Córdoba de siempre, guarda como un preciado tesoro todos sus vestigios, su vieja tradición, también la de los que tan grande la hicieron para luego destruir su obra intentando que no la vieran las generaciones futuras. En este momento, cuando pongo fin a mis relatos, tengo hacia España un sentimiento parecido al que expresaba don Claudio Sánchez Albornoz y que os transcribo literalmente:

A pesar de las maravillas de la España arabizada, y aunque las tenga tan por mías como las más brillantes manifestaciones de la cultura hispanocristiana medieval y moderna, al contemplar el presente de las culturas islamitas, me aterra pensar cuál habría sido la suerte de España, si toda ella se hubiera dejado uncir al yugo del Islam.