CAPÍTULO 4
‘ABD AR-RAHMĀN, EL EMIGRANTE,
PRIMER EMIR DE LA ESPAÑA MUSULMANA
Vamos a contar la odisea de un muchacho, de familia real, nacido en la lejana Siria y perseguido como pocas personas lo han sido en la historia, que hizo de España su tierra prometida. Es un personaje digno de ser cantado por juglares y poetas, para que todos los españoles lo conozcan, lo admiren y lo respeten. Sus hazañas son memorables y su legado, el de los omeyas, es admirado en nuestra patria muchos siglos después.
Vayamos a Damasco. Tenemos que volver atrás en el tiempo.
Sabéis, os he hablado de ello, que Mahoma tuvo un yerno llamado Alí, que dio mucho que hacer y que hablar. Como a todos los yernos del mundo, se le puso entre ceja y ceja heredar el poder del suegro. Y como consecuencia doctrinal a este afán sucesorio, pues concluir y dictaminar que la sucesión en el califato debía hacerse por vía de estricta consanguinidad dinástica, de padres a hijos. Eso, por un lado.
Al amparo de Alí, también os lo conté, aparecen los chiitas, una especie de secta integrista, que deciden transformar a Alí en un mártir de la causa, hacerlo su abanderado, pero lo que en realidad pretendían era iniciar una verdadera revolución, subvertir el orden constituido, que era el de los califas omeyas a los que consideraban usurpadores, para mandar ellos e imponer sus reales deseos al paisanaje.
Y para completar el panorama, estaban los jarichíes, otra buena reunión de protestantes, a los que se les había venido a la cabeza la idea de cuestionar la autoridad establecida y concluir que califa puede ser cualquiera, noble o no, descendiente del Profeta, o de Alí, o de un beduino cualquiera.
Como lo que se dice árabes eran minoría, pues los recién convertidos estaban encantados con ser ellos los que impusieran la ley y el orden, y más si veían alguna probabilidad de ponerse a la altura de los que hasta ahora habían sido herederos del Profeta.
Y como último, os repito lo que a estas alturas os sabéis de memoria y es que a estos les gustaba más una guerra que a un tonto un lápiz. Con estos ingredientes, la subversión estaba servida. Nadie los iba a parar a no ser que los califas oficiales, los omeyas, hubieran sido unos tipos enérgicos, conscientes de que la dinastía estaba amenazada si no ponían pies en pared. Y no los pusieron, sencillamente porque sus pensamientos estaban en otra cosa. Para los omeyas el califato había pasado a ser algo meramente civil, sin las connotaciones religiosas que les dieron el mando en tiempos de Mahoma. Por lo demás, pues a vivir. Les gustaba la buena vida, los placeres, el dinero, porque el califato les había puesto todo esto en bandeja. Y no lo iban a desaprovechar así como así.
Como era de esperar, aparecieron por acá y por allá focos de rebelión contra la dinastía omeya hasta que estalló todo en la misma Siria. El penúltimo califa tuvo que huir de Damasco y fue decapitado en Palmira. Su sucesor consiguió recuperar Damasco pero la revuelta no había quien la parara. Hubiera sido necesario recuperar Mesopotamia, Siria, meter en vereda a los jarichíes y aplacar a los chiíes, cosa imposible porque a éstos no ha habido nadie que los meta en cintura, ni antes ni ahora. El último califa omeya se dio cuenta enseguida de que era imposible reconducir la situación. Lo dio todo por perdido.
El día 2 de septiembre del año 749 cae en poder de los revoltosos la gran ciudad de Kufa, en Iraq. El día 28 de noviembre del mismo año, un bisnieto de un primo hermano de Mahoma y también de su yerno Alí, ahí es nada, sale por esos zocos diciendo que él es el imán esperado por los creyentes y se proclama califa en la mezquita mayor de Kufa. Una dinastía, la omeya, ha sido derrocada.
Y se traslada a Bagdad la capitalidad del nuevo califato.
El primer califa abasí se llamaba Abul-‘Abbas ‘Abd Alla y enseguida se dedicó a poner negro sobre blanco su programa de gobierno. Su bandera será negra. Ese será el emblema de los abásidas. Hecho esto, ordena que los imanes lo proclamen califa de todos los musulmanes y, además, que a su nombre de pila, es un decir, vaya siempre unido un sobrenombre, que él mismo se pone, y por el que quiere que todos lo conozcan en adelante. Como su objetivo número uno era amedrentar al paisanaje, decidió llamarse el Sanguinario, o quizá, si os lo traduzco mejor, el Derramador de sangre. Ya veis que éste no se cortaba un pelo.
El Sanguinario, una vez investido, se dedicó a lo que se tenía que dedicar, que era a matar uno tras otro a los que le estorbaban e incluso a los que no le bailaban el agua. Excuso deciros que apenas asumió sus funciones, sacó a su ejército de chiitas y fue en busca de los pocos que quedaban de sus oponentes omeyas. El último califa omeya hizo un tímido intento de oponerse al abásida pero lo cazaron y le dieron muerte. Era el año 750.
El Sanguinario tenía perfectamente diseñado su plan de acción. Cuando liquidó el califa, se trataba de acabar con el resto de los componentes de la dinastía. Pocas veces en la historia de la humanidad, alguien ha diseñado una estrategia de exterminio tan depurada y tan escrupulosamente llevada a la práctica como la del Sanguinario para acabar con sus antecesores en el trono de Damasco. Los príncipes omeyas que quedaban fueron sometidos a una cacería implacable. La persecución se extendió de Siria a Iraq, de aquí a Palestina, a Egipto, a todas partes. Donde los encontraban, eran inmediatamente ejecutados y no se enterraban sus cuerpos para que la gente escarmentara en cabeza ajena y no se le ocurriera a nadie levantar la voz. Os contaré algún ejemplo.
Un nieto del califa Hixem fue cazado e inmediatamente le cortaron un pie y una mano. Acto seguido lo montaron en un borrico y lo pasearon por pueblos y ciudades de Siria. Llevaba delante una especie de heraldo y pregonero al par, que lo enseñaba al populacho mientras gritaba con todas sus fuerzas:
—Aquí tenéis a Aban, el hijo de Moawia, el que decía ser el caballero más cumplido de los omeyas.
Cuando el desgraciado murió, lo echaron a las fieras pero al menos el pobre terminó sus vejaciones y sus sufrimientos.
Pasado cierto tiempo en esta tarea de matar omeyas, el Sanguinario se dio cuenta de que quedaba todavía un buen puñado de ellos pero que habían aprendido a esconderse y le iba a costar trabajo encontrarlos y degollarlos. El tío cerró un ojo con toda la mala leche del mundo y se hizo el blando. Mandó pregonar por las mezquitas que el nuevo califa se había compadecido de los omeyas que quedaban y los iba a perdonar, así que podían salir de sus escondites y vivir tranquilamente en sus ciudades y pueblos.
Casi todos se lo creyeron, salieron a campo abierto e inmediatamente fueron degollados por los esbirros que enarbolaban banderas negras. Solamente dos no se creyeron la proclama de amnistía y eso los salvó. Eran nietos del último califa omeya. Uno se llamaba Yahya ibn Moawia y el otro ‘Abd ar-Rahmān, además de dos hermanas, llamadas Um y Amat, más un hijo pequeño de ‘Abd ar-Rahmān. Esa desconfianza los salvó y ello hizo posible que se reinstaurara la dinastía omeya en el otro lado del Mediterráneo. Pero antes debió pasar por peripecias increíbles, por peligros muy grandes, que os voy a intentar relatar.
‘Abd ar-Rahmān, hijo de Moawia, había nacido en Palmira, una preciosa villa situada en los alrededores de Damasco. Su padre murió al poco tiempo y nuestro joven personaje quedó bajo la tutela de su abuelo el califa. Su madre se llamaba Rah y era una joven cautiva bereber norteafricana, de la tribu de los Nafza. En los momentos en que fueron destronados sus familiares, él tenía más o menos veinte años. Era bastante alto e iba casi siempre vestido de blanco, el color de su casa. Tenía una abundante cabellera rubia, con bucles que caían a ambos lados de la frente. Su aspecto era agradable, hasta simpático, aunque dejaba traslucir un gesto de energía. Una única cosa lo afeaba y era la pérdida de un ojo, que se había dejado en alguna trifulca de muchacho. Era un poeta bastante aceptable y cuando hablaba en público se mostraba como un experimentado y elocuente orador.
Decía que los abásidas descubrieron el escondite de ‘Abd ar-Rahmān y sus acompañantes, que estuvieron listos, salieron por pies y más mal que bien huyeron hasta esconderse en una aldea aislada, a las orillas del Éufrates.
Allí estaban los fugitivos, asustados y bastante cansados. Menos mal que encontraron una mísera cabaña donde poder dormir un poco por la noche y resguardarse del sol, porque ‘Abd ar-Rahmān había pillado seguramente una conjuntivitis y el pobre bastante hacía con cerrar el único ojo que tenía, esconderse por el día y salir a tomar el aire y el fresco al atardecer.
Así estaban una mañana, ‘Abd ar-Rahmān encerrado en la cabaña y su hijo jugando en el exterior, cuando el chico entró agitadísimo en busca de su padre. Le latía el corazón a mil por hora. El padre intentaba en vano calmarlo cuando se asomó a las puertas de la cabaña y descubrió a un nutrido grupo de jinetes que se acercaban a galope tendido, enarbolando las banderas negras de los abásidas.
Nuevo sobresalto y nueva partida. ‘Abd ar-Rahmān, sin pensárselo dos veces, se tiró al agua nadando con todas sus fuerzas hacia la otra orilla, tierra en la que no tenían jurisdicción sus enemigos. El resto del grupo, sus hermanas y su hijo pequeño, se dispersaron, confundiéndose entre las gentes de las cabañas cercanas.
Yahya, su hermano, ¡no sabía nadar y sentía terror por el agua y las corrientes del río! ‘Abd ar-Rahmān, de vez en cuando, volvía su mirada hacia atrás y le animaba a seguirle pero todo fue en vano. Lo alcanzaron los abásidas y, ante la mirada aterrorizada del hermano mayor, fue decapitado, descuartizado y sus despojos echados al río. Él, cansadísimo y asustado, pudo alcanzar la orilla opuesta. Estaba transido de dolor y solo. Su hermano había muerto, sus hermanas lo más probable es que corrieran idéntica suerte, así como su hijo y el único servidor que le había seguido, el fiel liberto Badr. ¿Los volvería a ver? Lo más probable es que no. Pero seguiría. No sabía hacia dónde pero seguiría. En él estaba perpetuar el linaje de los omeyas. Le habían contado sus maestros que en los primeros tiempos no fueron de las familias nobles más cercanas a Mahoma, pero consiguieron hacerse con la autoridad suprema y en poco tiempo ser la dinastía reinante, los verdaderos sucesores del Profeta. ¿Iba a desaparecer con él la familia, a las orillas del Éufrates? A fe que lucharía porque perdurara centenares de años, aquí o en otro lugar cercano o lejano.
Aparentemente estaba a salvo, pero en tierras lejanas, y solo. Más solo que nunca. Sin embargo, los sueños le bullían en la cabeza. Cuando recordaba el miedo pasado y se le agolpaban en la imaginación sus deseos de grandeza, la sangre le golpeaba las sienes como si fuera el galope de caballos pura sangre. Un día miró hacia delante y se llevó una alegría inmensa. Desde lejos estaba viendo acercar se a su fiel liberto Badr, acompañado de Selim, también liberto de una de sus hermanas. Le traían dinero, algunas piedras preciosas y el anuncio de que tras de ellos venía el hijo pequeño de ‘Abd ar-Rahmān y también sus hermanas. La alegría que sintió fue muy grande. Pareciera que ya le acompañaba toda la corte de su abuelo el califa.
Y volvió a caminar y a soñar. El destino era África. Allí seguramente encontraría refugio en las tribus bereberes de su madre. En cualquier caso, esa era la dirección que tomaban todos los fugitivos de Siria, los perseguidos por el Sanguinario.
Y más lejos, mucho más lejos, en unas tierras que llamaban al-Ándalus, podría tal vez encontrar a bastantes clientes suyos, de los que hacía años habían conquistado esa lejana nación. Pero más valía no soñar. La dura realidad era atravesar Suez hacia la también peligrosa Ifriqiya.
Una noche volvió a recordar algo que le sucedió cuando era un niño y que os voy a contar. Porque debéis saber que los árabes están seguros, y lo estaba ‘Abd ar-Rahmān, de que todos llevamos el destino escrito y reflejado en la cara.
Pues hace mucho tiempo, cuando tenía más o menos diez años y su padre Moawia había muerto, alguien le llevó, junto a sus hermanos, al precioso palacio de la Ruzafa. Estaba en el distrito de Qinnasrin y era la residencia del califa Hixem. Cuando apenas habían sido presentados a su abuelo, vio que se acercaba a ellos un personaje distinguido. Luego supo que se trataba de un hermano de su abuelo llamado Molesma, persona versada en la astrología, las ciencias ocultas y en la adivinación del futuro basada en el estudio de los astros y en descifrar los secretos en el semblante de las personas. Recordó cómo el viejo se fijó él y paró en seco su caballo mientras preguntaba a las personas que estaban a su lado:
—¿Quiénes son estos niños?
Uno de los criados que los acompañaban hizo una profunda reverencia al anciano y le contestó:
—Son los hijos de Moawia, señor.
Molesma se sintió profundamente afectado por la respuesta y mirando fijamente al pequeño ‘Abd ar-Rahmān, volvió a preguntar al sirviente:
—¿Quién es este niño?
—Es un hijo de Moawia, señor —contestó esta vez el califa a su hermano el astrólogo.
Entonces Molesma se acercó al califa para decirle algo, que por el gesto y el tono que empleaba comprendió que era muy importante. Su voz era lo suficientemente alta como para que lo pudiera oír perfectamente. Dijo esto:
—Se aproxima un acontecimiento nefasto y decisivo para nuestra dinastía y este niño será el hombre providencial del que os he hablado.
El califa experimentó un sobresalto notable y preguntó a su hermano:
—¿Estás bien seguro?
El viejo Molesma se mesó las barbas encanecidas, miró al niño con ojos penetrantes y contestó al califa:
—Sí. Os lo juro por Dios Único. He reconocido sin duda los signos que están marcados en su rostro y en su cuello.
A partir de ese día todo cambió para él. Su abuelo lo colmaba de regalos que compartía con sus hermanos, le quería tener a su lado cada vez que podía y se esmeraba en que fuera instruido en la sabiduría del Corán, de la sunna, y que escuchara los hadices de boca de los alfaquíes más afamados.
A menudo se preguntaba qué significado tenían las palabras que le dijo aquel día el viejo Molesma. Andando el tiempo, supo que muchos sabios hacían sus predicciones sobre el fin de los omeyas. Es verdad que la dinastía no era aceptada por los alfaquíes, especialmente los más ultramontanos, por su origen discutido, por su falta de fe y la disolución de sus costumbres. Ellos, que eran bastante supersticiosos, preguntaban insistentemente a los adivinos, que coincidían en que se acercaba un desastre de incalculables consecuencias.
Y él, ¿qué papel tenía en la profecía y en el futuro de los omeyas? Ya se sabe que siempre se quiere adaptar lo que nos dice un adivino con lo que nosotros deseamos que ocurra. Ellos también veían que la dinastía tenía mal porvenir y auguraban un desastre, pero estaban convencidos de que un descendiente suyo la restauraría en alguna parte del mundo.
Mientras se adentraba en Suez no paraba de hacerse mil preguntas. ¿Sería eso verdad? ¿Estaría destinado a ser el califa de los musulmanes? ¿Dónde? ¿Debería volver a Damasco? Completamente imposible. Oriente estaba perdido para los omeyas. ¿Qué le quedaba? ¿África? ¿La lejana España que acababan de conquistar los suyos? No sabía absolutamente nada. Ni cuál sería su papel si es que lo tenía, ni cuál su reino si alguna vez llegara a ocuparlo. Su mente estaba completamente en blanco pero algo le empujaba a huir hacia occidente, sin rumbo o con él, no sabía dónde terminaría su peregrinaje porque ahora sólo importaba correr, huir de los malditos abásidas, buscar allá lejos su futuro y el de los suyos.
Conforme pasaba los días caminando, se alejaba el peligro de los de las banderas negras. Lo palpaba también en sus acompañantes. Los veía respirar más tranquilos, con una especie de rictus que denotaba alegría y tristeza al mismo tiempo.
Y enseguida vio cómo le miraban queriendo interrogarle. Sus rostros lo decían todo. ¿Cuál es nuestro destino? Todo necesitaba una profunda reflexión. Porque dondequiera que llegaban eran recibidos con veladas amenazas de muerte. Eran unos proscritos en lugar de unos pobres peregrinos que buscan la amable caricia de la hospitalidad. Aquí, lejos ya de Damasco, debían extremar las precauciones.
Y si no, escuchad lo que os voy a contar.
En África mandaba ‘Abd ar-Rahmān ibn Habib, pariente de Yusuf, el gobernador de al-Ándalus. Éste odiaba a los abásidas tanto o más que él, pero no era en absoluto de fiar porque lo que quería era instaurar en esas tierras un califato independiente de Damasco, en el que él y sus hijos fueran la dinastía reinante. Evidentemente, la llegada del omeya ‘Abd ar-Rahmān era un estorbo y un peligro para sus intenciones porque podía imaginar que buscaba lo mismo que él.
Antes de poner en marcha su plan de instaurar una nueva dinastía, hizo lo que tenía que hacer, que era, digámoslo así, su plan estratégico. Y, ¿cuál era el plato fuerte de ese plan? ¡Pues consultar con adivinos y astrólogos!
Casualmente andaba por la corte de Ibn Habib un astrólogo judío, discípulo de Molesma, por tanto de buena escuela y de probables mejores resultados. Evidentemente, nuestro aprendiz de califa le preguntó con todo interés sobre sus intenciones, ofreciéndole una suculenta nómina si decía bien, y encima acertaba.
El astrólogo judío se mesó las barbas, se rascó la parte trasera de las sucias orejas, miró fijamente a su cliente ‘Abd ar-Rahmān ibn Habib, y le dijo lo siguiente:
—¡Oh poderoso príncipe! Has de saber que he escudriñado los astros, he mirado bien las señales de tu rostro, he orado devotamente a mi Dios y debo decirte que un descendiente de la familia regia llamado ‘Abd ar-Rahmān y que tiene un rizo a cada lado de la frente, será el fundador de una dinastía de príncipes que reinarán durante siglos en África y en España.
Ni que decir tiene que Ibn Habib dio un respingo que hizo temblar todos los cojines de su otomana. Le cambió la cara de gusto porque daba por supuesto que él era el señalado por los astros para tan magnífico destino. Era el dueño de África, se llamaba ‘Abd ar-Rahmān, y en cuanto al tema de los rizos, no los tenía porque era más bien escaso de pelo, pero eso era una nadería. Se los dejaba crecer, los cuidaría y…, asunto resuelto. ¿Por unos rizos cualesquiera se iba a meter el destino en la tarea de buscar a un candidato diferente a su humilde persona?
Nuestro judío sabía que se la estaba jugando pero la profesionalidad de un adivino es sagrada, así que con cara entre atrevida y asustada, le dijo a Ibn Habib:
—No eres tú la persona designada. No desciendes de una familia real y lo de los rizos, no cuela.
Poco después apareció por allí nuestro ‘Abd ar-Rahmān, —el decente, para entendemos—. Al adivino le cambió la cara. Las palabras le salían a borbotones de la boca. Señalándolo con el dedo, dijo:
—-Este es aquél a quien el destino ha llamado a ser dueño de África y de España. Cumple todos los requisitos exigidos. Mira cómo tiene dos rizos a los lados de su frente.
Ibn Habib ni se inmutó. Se acercó al judío como que iba a dejarle un recado a la oreja y con cara de soma le dijo:
—Eso va a ser imposible porque casualmente voy a rebanarle el cuello apenas se descuide.
El judío se sintió profundamente compungido. Él había sido cliente de los omeyas y con ellos había aprendido a adivinar decentemente. Experimentaba un profundo cariño por los miembros de la dinastía. Por otra parte se sentía mal. Si el joven ‘Abd ar-Rahmān era asesinado por aquel desgraciado, suya sería la culpa. Como se sabía poseedor de dotes de convicción, no perdió la compostura y dijo a Ibn Habib:
—¡Oh poderoso señor! He de decirte que este joven es el señalado por los astros para tan alto destino. Veo que te ha convencido mi profecía y por eso debes aceptar lo que te digo a continuación. Si yo no hubiera acertado y ‘Abd ar-Rahmān no fuera el príncipe designado, lo vas a poder matar ciertamente y vas a cometer un crimen horrendo y sin sentido. Si en verdad es el designado para reinar en España y en África, es inútil que intentes matarlo porque va a ser imposible. Te vas a retratar con él para nada, y a fin de cuentas no vas a conseguir tu propósito.
Ibn Habib paró en seco sus proyectos inmediatos porque ya estaba desenvainando el alfanje. El judío tenía razón. Cambiaría de planes. Lo mejor sería asustar al recién llegado más de lo que ya estaba, a ver si tomaba las de Villadiego y lo dejaba reinar en paz en su Ifriqiya.
A partir de entonces ocurrieron varias cosas dignas de notar. Una que ‘Abd ar-Rahmān —el africano—, bastante escamado con las predicciones del judío, asustaba y mataba a los omeyas que pasaban por su reino camino de España, que no eran pocos. Otra, que nuestro joven ‘Abd ar-Rahmān entendió que soplaban para él malos vientos por aquellos lugares. Y la consecuencia de todo esto es que tomó sus escasos bártulos y salió en cuanto pudo camino de occidente. Allí, entre los bereberes, estaban los Nafza, a fin de cuentas de su sangre. Estaba el Magreb y más allá estaba al-Ándalus, donde vivían, dicen que bastante bien, muchos omeyas, antiguos clientes suyos y de su familia. Pero todo eso eran por el momento quimeras. Ahora sólo importaba caminar, caminar, continuar su desdichada vida de príncipe emigrante.
Nuestro príncipe continuaba hacia occidente, recorría ciudades y pueblos, exploraba el sentimiento de las tribus por donde pasaba, sin demasiadas esperanzas ya de que se cumplieran en él las predicciones del viejo Molesma. En todas partes despertaba un recelo bastante explicable. Era nada más y nada menos que un príncipe omeya en busca de un incierto destino.
Así pasó cerca de cinco años. Cinco años intrigando, buscando partidarios sin encontrarlos, consiguiendo más bien poco, incluso perdiendo, porque alguno de sus acompañantes se llegó a desesperar. Selim, el liberto de su hermana, que ya anteriormente había estado en al-Ándalus con las primeras invasiones, no aguantó más este peregrinar sin rumbo y, todo hay que decirlo, el mal carácter de su amo, y se marchó sin dar explicaciones. Él se lo perdió. La verdad es que Selim no entendía que su amo aceptara ser arrojado de tribu en tribu, cada vez más allá, y que no hubiera pensado en el viejo sueño de al-Ándalus.
Se encontraba… ¿Dónde se encontraba? En el horizonte divisaba la vieja ciudad de Ceuta. Era la tierra de los Nafza, la tribu de su madre. Pero ni aquí lo dejaban en paz porque la llegada de un príncipe era una especie de botín de guerra para los levantiscos y aprovechados bereberes. Seguramente no lo iban a dejar marchar sin cobrar un suculento rescate. Esto le había producido un profundo desengaño. Ni en las tribus de su madre era bien recibido.
Un día estaba recostado en la orilla del mar. A lo lejos, o mejor, ahí muy cerca, divisaba una agreste montaña que parecía querer cortar la vía de agua que discurría ante él. A su derecha tenía un mar plácido, azul, limpísimo, sereno. A su izquierda otro ensanche del mar, esta vez de color gris, duro, que se movía arriba y abajo dejando olas bravías, espumas hirvientes que se mezclaban con jirones de nubes que parecieran querer acercarse a acariciar el agua. Le habían contado que la montaña que tenía ante sí la había conquistado hacía unos cuarenta años un caudillo bereber llamado Tārik y a partir de entonces todos la llamaban Gib al-Tārik, montaña de Tārik. En ese momento tomó una decisión. Su destino estaba allí, al otro lado del mar. En al-Ándalus, donde tantos clientes de su familia vivían como reyes y seguramente estaban añorando su llegada. ¡Ese era el destino marcado en su rostro y en los astros! ¡Iría a España!
Se levantó pausadamente, sacudió la arena de sus ropas y sus pies y llamó a Badr. Él era su mano derecha, su confidente, su consejero; es lógico que fuera el primero en conocer la decisión de su amo.
Badr se mostró contentísimo con la decisión de dirigirse a España. Le habían contado que era una tierra deliciosa, que los indígenas se habían decantado por pactar con los musulmanes y así vivían pacíficamente muchos omeyas. Nunca estuvo de acuerdo con vagar de una parte a otra de África y menos en quedarse a vivir entre los bereberes. Pero era necesario preparar el viaje. Presentarse así como así era inútil y peligroso. Mandó a Badr preparar recado para escribir y cuando estuvo listo le dictó una carta para los jefes de los chunds que vivían en al-Ándalus. Decía así:
Yo quiero vivir en medio de vosotros que sois clientes de mi familia, porque estoy convencido de que, con arreglo a nuestras leyes ancestrales, vais a ser para mí amigos fieles. Pero no me atrevo a ir a España. El emir de ese país, como el de Ifriqiya, me va a considerar como un enemigo y un pretendiente y va a intentar matarme. Y yo os pregunto: ¿No tengo derecho a aspirar al emirato de al-Ándalus, yo que soy nieto del califa Hixem? Os quiero decir que si no puedo ir allá como un particular, voy a ir como pretendiente al emirato. Pero no voy a salir de aquí hasta que reciba de vosotros la seguridad de que vais a estar a mi lado y de que vais a considerar mi causa como la vuestra. De esa manera tendremos todas las posibilidades de éxito en nuestra empresa. Porque no olvidéis que mi causa es vuestra causa. Si lo conseguimos, vosotros vais a estar sentados a mi derecha y vais a detentar los puestos más altos en la consolidación del Estado que con la ayuda de Alá vamos a levantar en esa tierra.
Badr guardó cuidadosamente la carta, tomó la primera barca que hacía el trayecto entre ambos lados del estrecho, recorrió caminos, preguntó a unos y a otros y se presentó en Elvira. Allí, y en un poblado cercano al que llamaban Granada, ciudad de judíos, vivían los más fiables de los clientes omeyas, los pertenecientes al distrito de Damasco. Se entrevistaría con ellos.
Badr fue recibido en Granada por ‘Ubayd Alla y por Ibn Khalid, los dos jeques del antiguo chund de Damasco asentados aquí. El lugar era único. La reunión se celebró en un monte, ideal para edificar una torre que velara sobre aquella inmensa vega. Por lo pronto habían construido una especie de mirador. A la izquierda se veía un increíble espectáculo para los hombres del desierto. ¡Nieve! Una montaña blanca, inmensa, preciosa. Enfrente había un circo enorme con vegas, riachuelos, campos sembrados ya con árboles traídos de Damasco, mezclados con los autóctonos. Debajo de ellos, a su derecha, discurría un río, del que según le contaban, se podía extraer nada menos que oro. De ese río hacia arriba subían empinadas cuestas, coronadas por una fortaleza, a la que llamaban Alcazaba Cádima. Era un atardecer. Una puesta de sol inimaginable y única. El liberto Badr pensó que jamás olvidaría un lugar y un momento tan bello como el que estaba contemplando.
Los jeques escucharon atentamente al liberto, que les leyó la carta de su amo. Sus ojos denotaban inquietud, miedo, avaricia, cariño, todas esas cosas al mismo tiempo. Se miraban entre sí una y otra vez. Al final, después de obsequiar a Badr como el caso y el personaje merecían, le dijeron que era una empresa de mucha importancia, por lo que debían consultar con los demás clientes omeyas, asentados en distintos lugares de nuestra España. Al menos a los más cercanos. A un día largo de caminar estaban los chunds de Qinnasrin, en Jaén, otra ciudad antigua y magnífica recostada en la ladera de un monte.
Tres días después se reunían de nuevo Badr, ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid, esta vez con Yusuf, el jeque de Jaén. Previamente habían consultado con sus hermanos de tribu acerca de la postura que debían adoptar y fueron exponiendo uno a uno su impresión, su disposición, los peligros y la conveniencia o no de dar un golpe de mano en al-Ándalus, proponiendo nada menos que instaurar aquí la dinastía omeya que tan miserablemente había sido barrida del mapa en la lejana Damasco.
La empresa que se proponían era verdaderamente difícil pero había que intentarlo. Era su deber acometerla. La clientela entre los árabes supone un lazo indisoluble y sagrado. Era una obligación de tribu el que los hijos de los clientes sigan hasta la muerte ligados a los herederos de quien ha hecho tanto por ellos.
Además, si salía bien el plan, entre los árabes es una obligación que los clientes del príncipe ocupen en exclusiva todos los puestos importantes de la corte y del Estado. Si peleaban por el partido de ‘Abd ar-Rahmān, estaban peleando por su propio futuro, su riqueza, sus honores, su prosperidad. A estas alturas la cuestión no era si debían trabajar por elevar a ‘Abd ar-Rahmān al emirato de al-Ándalus, sino cómo hacerlo, con quién contar, dónde buscar aliados.
No era fácil realizar lo que se proponían. Aquí mandaban dos buenos pardales: el gobernador titular Yusuf, un personaje oscuro que residía en Córdoba, y un ambicioso, gobernador a medias, pendenciero, listillo, borracho pero con resortes para todo, llamado al-Sumayl. Os he hablado antes de él y era lo que podríamos llamar una fuerza emergente, porque en realidad mandaba más que Yusuf. Pues todo sumado, es probable que pudieran contar con Sumayl. Estaba hasta las narices de Yusuf, que no había ido a Zaragoza a socorrerle cuando estuvo en peligro y se pensaba que conservaba afecto por los omeyas, que habían ayudado antaño a su familia. Decidieron enviar a Zaragoza a unos treinta nobles omeyas acompañados de Badr. Intentarían ganarlo para la causa del Príncipe Emigrante.
Al-Sumayl era un caisita. Había sido cercado en Zaragoza y gracias a los de su tribu consiguió salir del trance. Eso también podía ser un punto a favor de ‘Abd ar-Rahmān. Ya se sabe que las alianzas, amistades y enemistades eran la razón formal del poder, la desgracia o el encumbramiento de éstos en España y en cualquier lugar donde estuvieran.
Pues cuando los embajadores estuvieron delante de Sumayl, comenzaron por pedirle que no hablara de esto ni con la almohada y cuando lo prometió, le contaron la venida de Badr, la carta de ‘Abd ar-Rahmān y su absoluta disposición a hacer lo que él les indicara. Como habéis entendido, le mintieron como bellacos porque estaban decididos a apoyar al omeya pero, ¿qué otra cosa podían decir unos cuantos jeques, nada menos que al gobernador casi efectivo de al-Ándalus?
Sumayl se quedó un rato sopesando pros y contras, imaginando las intenciones de sus interlocutores, y con gesto de estarlo dudando todavía les dijo:
—Es un asunto muy grave. No me pidáis ahora mismo una respuesta. Pensaré detenidamente lo que acabáis de decir y ya os diré lo que decido.
Badr, que estaba presente en la audiencia, fue obsequiado por Sumayl y nada más terminar la entrevista, emprendió el penoso camino en dirección a Córdoba, donde estaba Yusuf, el gobernador titular. Intentaban los dos reunir un ejército importante que pretendía castigar a los de Zaragoza, que anteriormente habían atacado a Sumayl. Y con ese fin Yusuf llamó a Córdoba a los jeques sirios de Elvira y Jaén para que les enviaran soldados y pertrechos con que acometer una expedición y un ataque de esa magnitud. Naturalmente, ignoraba lo que se traían entre manos.
Cuando, tras un viaje bastante penoso, ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid estuvieron ante Yusuf, éste les dijo:
—Id a vuestros clientes y decidles que vengan con nosotros a la guerra que he dispuesto contra los rebeldes de Zaragoza.
Los dos se lo estaban maliciando, así que tenían preparada la respuesta, que les salió de un tirón:
—Es imposible, señor. Los años pasados hemos padecido sequías, hambres e infinitas desgracias. Nuestros hombres no tienen fuerzas para emprender esa expedición. Los que podían, acaban de volver de Zaragoza de ayudar a Sumayl y no es cosa de hacerlos ir otra vez.
Naturalmente que mentían descaradamente porque estaban preparando otra, y bien gorda, como sabemos.
Yusuf los conocía como si los hubiera parido, así que metió la mano en la faltriquera, extrajo un saquito de monedas que pesaba un montón y con desparpajo les dijo:
—Aquí tenéis para reponer las fuerzas. Entregáis a vuestros clientes estas mil monedas para que se compren lo que necesiten.
‘Ubayd Alla e Ibn Khalid se vieron pillados en un renuncio. Como su objetivo era su objetivo y éste, con sus dádivas, los quería hacer mirar para otro lado, tuvieron reflejos y le contestaron:
—¿Mil monedas de oro para quinientos guerreros? Eso no es nada. La vida ha subido mucho y con eso no tienen para matar el hambre.
Yusuf se disgustó con la salida de los jeques pero se mantuvo firme en su decisión. ¡Ni un felús más!
—Haced lo que os parezca bien pero no tengo más —les dijo.
Los dos jeques contestaron con desparpajo:
—Pues quédate con tu dinero. No podemos ir contigo a Zaragoza.
Nada más salir de su presencia, todavía dentro del palacio del gobernador cordobés, los dos pintas se miraron el uno al otro y se entendieron sin decir palabra. Bueno. Digamos que, para quedar de acuerdo ante Yusuf, ‘Ubayd Alla dijo muy bajito a su compinche Ibn Khalid:
—El dinero de este desgraciado nos va a venir muy requetebién. Nos lo llevamos y luego hacemos de nuestra capa un sayo. Quiero decir que necesitamos dinero para lo que tenemos en mente y mira por dónde, éste se nos viene a la mano. Ya encontraremos pretextos para decirle que no pudimos acompañarlo en su expedición a Zaragoza.
Dicho y hecho. Volvieron a donde estaba el gobernador, tomaron sus mil monedas y salieron de Córdoba hacia Granada con la sana intención de engañar a este miserable y emplear la pasta en lo que tenían que emplearla.
Cuando hacían el camino entre Córdoba y Granada, pensaban cómo distribuirían el dinero. Y optaron, como es natural, por repartir, teniendo claro que el que parte y reparte se queda con la mayor parte. A cada uno de sus hermanos de tribu le dieron diez monedas de plata de parte de Yusuf. Les dijeron que lo emplearan en comprar trigo, que había bastante escasez. Pero esto era la tercera parte. Las dos terceras partes restantes, se las guardaron para dar cumplimiento al plan que traían entre manos.
A Yusuf lo dejaron sin plumas y cacareando. Quiero decir que se llevaron el dinero, y en cuanto a acompañarlo en la expedición a Zaragoza, pues todavía lo están esperando. A Sumayl lo volvieron a visitar por si definitivamente estaba de acuerdo en su proyecto de hacer del omeya emir de al-Ándalus. Lo encontraron cuando estaba algo colocado y les aseguró que contarían con él. Se volvían tan contentos pero cuando se le pasó la mona, mandó que volvieran y les dijo que nada de nada. Que si seguían en sus trece, se las tendrían que ver con él.
Pero había muchos árabes en España. Éstos eran incansables. Buscaron a los jeques yemenitas, que estaban descontentos con unos y con otros, dejaron a Yusuf y a Sumayl en su expedición a Zaragoza y por fin vieron llegado el momento de enviar a recoger a su patrón, que el pobre estaba ya de África hasta el pelo. Prepararon un barco, se lo encomendaron a un marino llamado Tammán, que iba acompañado de once nobles más, lo dotaron de tripulación, y en la compañía de Badr se hicieron a la mar en busca del príncipe. Bien guardadas entre las jarcias llevaban quinientas monedas de oro por lo que pudiera pasar. Eran parte de las que birlaron a Yusuf, el que iba a ser último e infeliz gobernador de al-Ándalus.
Cuentan las viejas leyendas que ‘Abd ar-Rahmān había emigrado entretanto de un lugar para otro, porque los malditos bereberes estaban encima de él, echándole el aliento en el cogote, seguros de que más pronto o más tarde podrían sacar algo de ese extraño personaje. Y al pobre se le hacían pequeñas las costas. Vagaba de acá para allá, siempre con los desgraciados bereberes empujándole las espaldas. No lo dejaban tranquilo ni a sol ni a sombra.
Una tarde estaba haciendo la oración preceptiva en la orilla del mar. No es que fuera especialmente religioso, pero a estas alturas no le quedaba más que rezar por su destino. Levantó sus ojos y sus manos al cielo cuando pudo ver acercarse a la costa un pequeño bajel. Miró algo más atentamente y parecía que lo llamaban a gritos. Dejó los rezos, se levantó, se puso la mano sobre la frente para otear mejor el horizonte, y vio que alguien se lanzaba al agua nadando hacia él, mientras que el resto de los tripulantes continuaban llamándolo a voces. ¡Era Badr! ¡Su fiel liberto Badr!
El príncipe oía su corazón latir debajo de la modesta chilaba mientras intentaba meterse también él en el agua para aproximar las distancias. El liberto apenas podía dar brazadas. La emoción le impedía nadar. Tampoco podía dar gritos a su amo aunque lo estaba deseando porque no le salían las palabras de la garganta. Cuando estuvo más cerca, por fin pudo articular las palabras. Dando grandes voces le dijo:
—¡Buenas noticias, señor!
Los tripulantes vararon el bajel a la orilla mientras primero Badr, después Tammán y el resto de los tripulantes se iban abrazando al joven príncipe.
Uno tras otro besaban la mano de ‘Abd ar-Rahmān y las palabras se atropellaban en sus bocas hasta el punto de que era imposible entenderse. Cuando se hubo hecho un poco de orden, le contaron lo que habían encontrado en España, le refirieron lo que ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid habían hecho por él y la intención que tenían de zarpar inmediatamente para las costas de al-Ándalus.
El pobre ‘Abd ar-Rahmān estaba exultante de gozo. Abrazaba a unos y a otros, les daba a beber un poco de agua fresca, hablaba, les preguntaba cómo era la tierra que tanto había soñado…, hasta que algo le hizo volver a la cruda realidad. A su alrededor se arremolinaban los bereberes, cada vez más y más, tantos que no los dejaban dar un paso, ni hablar, ni apenas moverse. Menos mal que entre Tammán y Badr pusieron un poco de orden. Entre ellos y unos cuantos tripulantes desenvainaron los afilados alfanjes y comenzaron a enarbolarlos amenazantes sobre los bereberes. Badr sacó un puñado de monedas y las fue entregando a aquellos asquerosos pedigüeños, mientras que el resto de los tripulantes pidieron con urgencia a ‘Abd ar-Rahmān que montara en la barca, la empujaron hacia el mar, embarcaron el resto de los viajeros y por fin parecía que podían volver a su soñada España.
¿He dicho por fin? Ya estaba levada el ancla, los bereberes miraban ansiosamente las monedas que les había dado Badr, ¡pero quedaba uno! Un desgraciado se aferraba a la barca impidiéndoles zarpar. Reclamaba lo suyo. ¡No se iba a quedar sin nada! Una mano lo soltó pero el maldito consiguió asirse a una cuerda, lo que impedía a la barca alejarse de la orilla. Quería su parte.
A uno de los tripulantes se le inflaron las narices. ¡Estaba harto de estos desgraciados mendigos! Sacó su espada y de un tajo cortó la mano al infeliz, que perdió el equilibrio, luego el sentido a causa de la pérdida de sangre, y se hundió bajo el agua de aquel mar limpísimo que unía África con España.
Era un atardecer tranquilo y hasta caluroso del mes de septiembre del año 755. Pasaron la tarde y la noche hablando y navegando. Las preguntas se agolpaban en su mente. La primera, desde luego la más importante en estos momentos, se la hizo a Tammán apenas se alejaron de la orilla africana:
—¿Cómo es la gente que me voy a encontrar? ¿Qué clase de sociedad han configurado conquistadores y conquistados?
A esta pregunta que se hacía ‘Abd ar-Rahmān, dejadme que conteste yo, tantos años después. Es extemporánea, lo sé, pero me importa ahora dejar algún apunte sobre la sociedad musulmana del siglo VIII.
Los conquistadores, que no eran ni mucho menos un grupo homogéneo, se encontraron una sociedad visigoda, más que débil, agonizante. Gracias a ello, consiguieron lo que consiguieron. Y hay que tener en cuenta que los que llegaron primero no eran hombres de letras que nos dejaran demasiados testimonios escritos, ni artesanos, ni siquiera gentes piadosas de un sentido religioso grande. Eran soldados y punto. Su fe se limitó a destruir las iglesias cristianas o, en el mejor de los casos, convertirlas en mezquitas, como hicieron con las de san Vicente en Córdoba o la de santa Rufina en Sevilla. Aparte de eso, conquistar y conquistar.
Un poco tiempo adelante fueron llegando los primeros cadíes, gentes que dominaban los hadices que, como sabéis, son expresiones que la tradición atribuye a Mahoma y que enseguida se convirtieron en las únicas fuentes del Derecho.
Llegaron perfectamente encuadrados en clanes, descendientes de un antepasado común, fuertemente cohesionados, defensores de su honor, que estaba representado en sus mujeres y en su tribu. En torno a esos clanes se estructuró la conquista y la sociedad posterior en al-Ándalus. Porque he de deciros que buena parte de la sociedad visigoda se integró en esos clanes. Os pongo un ejemplo. Sara, una nieta de Witiza, se casó con un miembro de los chunds de Siria y formaron en Sevilla un clan, el de los Banu Hayyay, que lo tenía todo de musulmán y apenas vestigios de su pasado visigodo y cristiano.
Los clanes eran fortísimos. Podían pelearse los hermanos entre sí, los sobrinos con los tíos, los suegros con los yernos o al revés, pero ante la gente de fuera eran una piña y se mataban por defender al grupo. Así se organiza lo militar y social de los conquistadores, y divididos en clanes se asentaron en España.
Para establecer pactos o alianzas con otros clanes estaban los matrimonios. Cuando querían unir sus fuerzas con los de enfrente, casaban a una mujer distinguida de uno con hombre influyente de otro y se arreglaban los conflictos políticos o económicos, o se formaban alianzas militares que de otra manera serían imposibles.
Las mujeres, contrariamente a lo que se dice, no eran un cero a la izquierda en estas sociedades. Las mujeres árabes, por poner un ejemplo, podían ser propietarias de sus bienes inmuebles. La ley islámica les otorgaba este y otros derechos en el matrimonio.
Los hechos más importantes que sucedieron tras la invasión fueron la llegada de los chunds sirios y la de ‘Abd ar-Rahmān. La mayor parte de los clientes omeyas estaban encuadrados en el chund de Damasco y vivían en Elvira y sus alrededores.
Hasta el momento de la llegada de ‘Abd ar-Rahmān, los gobernadores eran el centro del dominio fiscal y militar de los conquistadores. Su poder era absoluto, sólo en teoría dependiente de Damasco. En la práctica, el califato sacó poco de al-Ándalus. Ni siquiera dinero.
Los bereberes también vivían, como los árabes, divididos y subdivididos en tribus y clanes. Estaban escasamente islamizados y su fe, ni era ortodoxa ni muy profunda. Desde el primer momento de la invasión quedó claro que estaban absolutamente sometidos a los árabes. Recordad cómo Musa, un árabe, se hartó de dar latigazos a Tārik, un bereber, como respuesta a la proeza que había realizado de conquistar prácticamente toda la península ibérica. No lo hizo al gusto del árabe, su jefe, y esa propina se llevó de los campos de Almaraz. Vivían subyugados pero estaban muy descontentos. Fruto de ese descontento es la revuelta que antes os he contado y que tuvo sus consecuencias. A partir de entonces las cosas cambiaron. De entrada, los árabes en la práctica abandonaron las regiones del norte de la meseta y las dejaron en manos de los bereberes, con lo que ellos, de ser auxiliares de los ejércitos, pasaron a dueños y señores de bastantes territorios.
En los ejércitos de al-Ándalus eran sencillamente imprescindibles. Cuando entraban en batalla eran valientes hasta las últimas consecuencias. Muchas veces combatían semidesnudos, o a lo sumo vestidos con unos simples zaragüelles, que eran una mezcla de calzones mal hechos y calzoncillos blancos. Por lo demás, o se rapaban la cabeza o llevaban ostentosas melenas. El caso era llamar la atención.
Las mujeres tuvieron una presencia muy notable en la sociedad bereber. Contaron hasta con una reina y todo, en África, por supuesto, desde luego una jefa muy famosa de clan, llamada Kahina. Y las mujeres, en bastantes ocasiones, acompañaban a los hombres a la guerra para animarlos antes del combate, celebrarlo si habían ganado o simplemente consolarlos si habían perdido. ¡Buen detalle!
En cuanto a los nombres que tenían, eso sí que era un verdadero lío, pero es forzoso que os lo cuente, que si no va a ser difícil entendemos. Tenían su nombre, por ejemplo, Muhammad, luego venía una referencia a sus ascendientes, que si eran famosos formaba una auténtica retahíla, por ejemplo, ibn tal, ibn cual, ibn lo que sea…, y por fin se hacía mención a lo más sobresaliente de su genealogía, su lugar de procedencia o su tribu, por ejemplo, el Cordobés, o al-Fihri, en referencia a su lugar de nacimiento o su tribu, etc. Cuantos más ibn («hijo de») tenía, se supone que más importante era la ascendencia del personaje.
Esta era la sociedad que iba a encontrar ‘Abd ar-Rahmān en su deseada al-Ándalus y hablando de esto emplearon el tiempo que duró la travesía entre las costas africanas y las españolas.
Cuando amanecía un día espléndido, pudieron divisar una ciudad y un castillo romano. Tammán dijo al príncipe que iban a arribar a una preciosa ciudad antigua, a la que los romanos llamaron Sexi y los musulmanes Almencab, que quiere decir «villa presidiaría», porque allí se encerraba a los cautivos del reino. ‘Abd ar-Rahmān apenas tenía tiempo para mirar la belleza de aquel lugar, enfrascado como estaba en recordar el pasado y planear el futuro. Que si duro había sido el tiempo que había quedado atrás, no pensaba que iba a ser más plácido el futuro que le esperaba en su nueva tierra. Ahora tenía bastante con contemplar aquella tierra extraordinaria.
Por fin pudieron pisar aquellas arenas casi negras y el corazón del príncipe latía fuertemente. Estaba contentísimo. La acogida que le dispensaron fue impresionante. Su asombro no conocía límites. Le estaba esperando un auténtico ejército, con jefes y soldados, a los que no había visto en su vida. Allí estaban los jeques ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid, acompañados de sus séquitos, todos ellos antiguos clientes de su dinastía. Nunca antes los había visto, pero estaba seguro de que darían su sangre por él, un desconocido en realidad, pero los vínculos de tribu hacían que lo consideraran un líder y un padre. Eran las leyes de la clientela entre los árabes, que aquí iban a hacer que renaciera de sus cenizas una de las dinastías más notables de cuantas existieron en la Europa medieval.
Y él, por su parte, iba a convertir al-Ándalus en la casa del linaje de los omeyas. Me adelanto en el tiempo, lo sé, pero he de decir que habrá más de diez emires de esa dinastía. Y creará en nuestra tierra una estirpe de nada menos que cuatrocientos descendientes. Me vais a decir que son muchos, pero se entiende lo que digo en base a la poligamia y al concubinato que éstos practicaban con absoluta soltura y con la convicción de que era lo mejor que podían dejar para la posteridad. Porque el joven ‘Abd ar-Rahmān no había cumplido los veintiséis años cuando desembarcó en Almuñécar y tenía muy claro su primer objetivo: crear una dinastía apoyada en primer lugar en su familia y en segundo lugar en su clientela.
Apenas desembarcaron, los jeques ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid decidieron salir de Almuñécar e instalar provisionalmente al príncipe en algún lugar más abrigado. Primero fueron a al-Fontín, seguramente la actual Fuente Vaqueros, un castillo propiedad de Ibn Khalid, situado estratégicamente entre Archidona y Elvira, capitales respectivamente de las coras más importantes del oriente de al-Ándalus. Luego cambiaron de destino, buscando uno más apropiado. Y encontraron el castillo de Torrox, propiedad de ‘Ubayd Alla y situado entre las fortificaciones de Iznájar y Loja.[2]
Entretanto, ¿qué maquinaba Yusuf, el emir que estaba a punto de ser defenestrado? ¿Qué hacía al-Sumayl, el listo y ambicioso que siempre soñó con ocupar el puesto de Yusuf?
Andaban por Toledo, esperando la llegada de ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid con sus ejércitos para hacer la guerra a los de Zaragoza. ¿No les había dado Yusuf dinero para eso? ¡Que los esperaran sentados! Un día estaban de francachela mientras entretenían la espera de los jeques, y Sumayl, más avispado y conocedor de que no iban a venir, dijo a Yusuf:
—Un jeque como tú no puede estar tanto tiempo esperando a gente sin importancia como esos desgraciados. Si esperamos sin atacar a los de Zaragoza, vamos a perder un tiempo precioso y van a preparar militarmente nuestra llegada, lo que nos hará mucho más difícil darles un escarmiento.
Yusuf, que tenía poco criterio, siempre esperaba la decisión de Sumayl para sumarse a ella. Eso hizo. Levantó el campamento y puso las tropas en marcha, que más mal que bien consiguieron su propósito tras no pocas peripecias.
Nuestros dos personajes estaban volviendo de esa expedición. No les había ido bien del todo porque se habían cargado a algunos importantes personajes y eso, ya se sabe, siempre termina cobrando su factura más pronto que tarde. Habían pasado la noche charlando, convencidos de que Yusuf había terminado por instaurar en al-Ándalus una dinastía con perspectivas de gran estabilidad. Con todo estaba triste y no sabía muy bien por qué. Sumayl, más optimista, trataba de darle ánimos aunque lo odiaba.
A media mañana se reunieron de nuevo para el almuerzo, tras lo cual Yusuf volvió a su tienda para echarse otro ratito y dormir la siesta. En el fondo estaba abatido. Se diría que el pesimismo acerca de su futuro se había apoderado de él. Inesperadamente oyó a un soldado que daba grandes voces diciendo:
―¡Un correo! ¡Viene un correo procedente de Córdoba!
Yusuf se levantó de sus almohadas como movido por un resorte. Se asomó a la tienda y preguntó a sus sirvientes:
―¿Qué dice ese soldado? ¿Es verdad que llega un correo de Córdoba?
―Sí ―le respondieron―. Es un esclavo que viene montado en una mula de tus cuadras.
―Que entre enseguida ―dijo Yusuf.
Por unos instantes pensó de todo. ¿Por qué le enviaba ahora su esposa un correo? Sin duda debía tratarse de algo grave o al menos urgente. El correo desmontó de la mula, entró en su tienda y le entregó un billete que decía lo siguiente:
Un nieto del califa Hixem ha llegado a España y está en Torrox, el castillo del infame jeque ‘Ubayd Alla ibn Othman. Los clientes omeyas se han declarado por él. Tu lugarteniente en Elvira había salido a rechazarlo y ha sido derrotado. Sus soldados han sido apaleados. Haz enseguida lo que juzgues conveniente.
Yusuf se quedó de piedra al oír la lectura del mensaje de labios de su katib y mandó llamar a Sumayl. Éste había visto llegar al correo pero estaba harto de sobresaltos y no le hizo ni caso. Cuando oyó que Yusuf le mandaba llamar comprendió que se trataba de algo importante. Entró en la tienda y preguntó:
―¿Qué ha ocurrido para que me llames a la hora de la siesta? ¿No será algo malo?
—¡Sí! ―contestó Yusuf— Es una cosa muy grave. Me temo que es un castigo de Dios por nuestra maldad. Acabo de recibir esta carta que va a leerte Khalid, mi secretario.
Sumayl era hasta cierto punto un irresponsable pero el asunto era demasiado importante como para no tomárselo muy en serio. La llegada de ‘Abd ar-Rahmān era una malísima noticia para los dos. Miró fijamente a Yusuf, convencido de que estaba esperando le indicara qué debía hacer y con firmeza le dijo:
―Es un asunto muy grave y voy a darte mi opinión. Sin esperar más refuerzos, debemos salir enseguida a combatir al omeya. Vamos a presentarle batalla inmediatamente. Probablemente lo vamos a matar. De cualquier manera, ahora sus fuerzas son escasas y las podremos dispersar sin demasiado riesgo por nuestra parte. Le haremos morder el polvo y vas a ver cómo no le quedan ganas para intentarlo de nuevo.
Yusuf lo escuchó atentamente y le contestó:
—Me parece muy bien lo que dices. Vamos a ponerlo en práctica enseguida. Salgamos inmediatamente hacia Torrox.
La noticia de la llegada de ‘Abd ar-Rahmān se conoció inmediatamente por toda España. Durante unos días fue conversación habitual de árabes y bereberes, soldados y campesinos, incluso de los españoles que todavía no se habían asimilado a los musulmanes. La decisión de combatirlo que habían tomado Yusuf y Sumayl, fue conocida también por su ejército, que estaba de ellos hasta las narices y comenzó a extenderse la especie entre los soldados de que tendrían un mejor futuro sirviendo al omeya. Al principio cundió el descontento, luego se oyeron palabras como deserción, y al caer de la tarde la mayor parte del ejército de Yusuf había vuelto la espalda y salían hacia sus hogares por bandadas. Yemenitas quedaron unos cuantos, los que no tuvieron tiempo de escapar. Al lado de Yusuf había solamente algunos qaisíes, un puñado de maaditas, pero soldados de poca monta, cansados de tanta guerra y que estaban deseando volver a sus hogares.
Pretextos para no hacer la guerra contra el omeya les sobraban a todos. Se acercaba el invierno, llovía un montón y en esas condiciones era imposible cruzar las sierras de la provincia de Regio. Las lluvias y las nieves de ese año eran un peligro mayor que los ejércitos de ‘Abd ar-Rahmān.
Sumayl era terco como una mula y no lo convencían estos razonamientos pero acabó por aceptar la decisión más sensata, que era volver a Córdoba y enviar a ‘Abd ar-Rahmān mensajeros ofreciéndole un buen trato a cambio de que no aspirase al emirato de al-Ándalus.
Yusuf por una vez lo midió todo minuciosamente. Irían como embajadores tres hombres de su máxima confianza. Serían ‘Ubayd, el jeque más importante de los qaisíes después de Sumayl; iría también Khalid, su fiel secretario, un español listísimo e instruido, que se había convertido en su mano derecha, y por último escogió a Isa, un cliente omeya, pagador del ejército de Yusuf. Le ofrecerían a ‘Abd ar-Rahmān en matrimonio a una de las hijas de Yusuf, dos esclavos, mil monedas de oro, dos caballos, dos mulos, ricos vestidos de seda y devolverle las tierras que habían pertenecido a su dinastía. A cambio, renunciaría a ocupar el emirato de al-Ándalus.
Los embajadores hacían el camino, convencidos de que ‘Abd ar-Rahmān no iba a aceptar el trato y encima se iba a quedar con los regalos que tan generosamente le enviaba Yusuf. Pero ¡qué se le va a hacer! Cumplirían la misión que les habían encomendado.
El castillo de Torrox hervía de soldados, de clientes omeyas y de pueblo que se arremolinaba en torno al príncipe que acababa de llegar. Allí estaban los yemenitas de las divisiones de Damasco, del Jordán, de Qinnasrin. Lucían ostentosos sus banderas y en sus rostros se percibía la euforia que les inspiraba el joven omeya. Apenas entraron los mensajeros de Yusuf, pidieron ser recibidos por el príncipe, que no les hizo esperar demasiado.
‘Abd ar-Rahmān comprendió que ese era su primer acto solemne en al-Ándalus y quiso darle un realce especial. En el castillo había una especie de torre del homenaje y allí los recibió. A su derecha y a su izquierda estaban los dos jeques, ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid, además de una pequeña corte. Cuando entraron los embajadores debía hablar el cristiano Khalid, el más instruido de todos porque dominaba perfectamente la lectura y la escritura en árabe culto. El príncipe le dio la palabra y tras una profunda reverencia se expresó de la siguiente manera:
—¡Oh poderoso príncipe ‘Abd ar-Rahmān, hijo de Moawia y nieto del califa Hixem! Nos envía Yusuf, el emir de al-Ándalus, para decirte que está lleno de reconocimiento a los omeyas tus padres y abuelos. Su tatarabuelo, el ilustre Ocba ibn Nafi, recibió de tus antepasados toda clase de beneficios. Por eso desea tener contigo, ¡oh príncipe de los omeyas! un buen entendimiento. Tuyas serán las tierras de España que fueron propiedad del califa Hixem. En ellas podrás vivir toda tu vida con opulencia. Yusuf te da como esposa a su hija, que tendrá una dote tan importante como no ha habido otra en las tierras de al-Ándalus. También venimos cargados de regalos de nuestro príncipe, entre los que destacan mil monedas de oro, caballos, mulos, vestidos de seda y muchos otros que te agradarán sobremanera. La única condición que te pone es que no aspires al emirato de estas tierras. Si aceptas la proposición que te hace Yusuf, puedes venir a Córdoba, donde serás recibido con la pompa y la distinción que mereces.
Los dos jeques, ‘Ubayd Alla e Ibn Khalid, se miraron mutuamente buscando complicidad. Bien visto, la propuesta de Yusuf era aceptable. Subían unos cuantos peldaños en la estima de Yusuf, y una guerra se sabe cómo comienza pero no cómo acaba. Más vale pájaro en mano que ciento volando. A estas alturas tenían bastante asumido que el joven príncipe haría lo que ellos decidieran. ¿Qué remedio le quedaba? ‘Ubayd Alla se adelantó y contestó de esta manera a las palabras de Khalid:
—Vuestra propuesta es muy buena y aceptable para nosotros. Es verdad que el príncipe no ha venido a otra cosa que a reivindicar las tierras de que es legítimo heredero. Él quiere, más que ningún otro, la paz en al-Ándalus.
‘Abd ar-Rahmān se mordía los labios para no contestar a los enviados de Yusuf como le pedía el cuerpo. ¿Qué le importaba a él ser un rico propietario de España? No estaba en absoluto de acuerdo en renunciar a sus derechos al emirato. Pero ¿qué podía hacer? Por el momento no era sino un rehén de los dos viejos jeques. Lo mejor era callar y esperar el momento. Enseguida volvió a tomar la palabra Khalid:
—Aquí tienes la carta que Yusuf te envía. Verás cómo confirma todo lo que acabo de decir.
El príncipe tomó la carta y se la dio a ‘Ubayd Alla para que la leyera en voz alta. Cuando a duras penas había conseguido hacerlo, recibió una nueva indicación del joven omeya:
—Tú conoces mi manera de pensar. ¿Quieres encargarte de contestar la carta y dar mi respuesta a Yusuf?
Ya sabéis lo que suponía escribir una de estas cartas tan rebuscadas, floridas y llenas de retórica y poesía. Cada príncipe, o cada emir, tenían a su lado a un personaje que fuera capaz de hacerlo con primor y precisión literaria, con buena retórica y desde luego cuidada caligrafía. El encargado de ello recibía un gran honor porque se suponía que era un ser cultísimo, que además debía conocer los poemas antiguos y ser capaz de insertar versos propios en esas cartas, junto a innumerables citas del Corán que vinieran al caso. Los secretarios, para llegar a serlo, debían haber pasado largos años de aprendizaje, lo que les daba gran prestigio social. En el séquito de Yusuf, esta función la desempeñaba Khalid, un antiguo cristiano y descendiente de cristianos, que con su esfuerzo llegó a ser entre los árabes un maestro en ese arte. Los acompañantes eran bastante rudos y lo envidiaban por saber desempeñar con tanta pulcritud esa tarea.
Naturalmente, tanto él como Yusuf estaban bastante orgullosos de ello, y dudaban que nadie le igualara en el entorno del joven ‘Abd ar-Rahmān. Por eso, dar ese encargo a ‘Ubayd Alla fue en cierto modo humillarlo ante el español Khalid, que miraba la escena con soma. Así que, tenemos frente a frente a un cristiano, que por serlo era mirado por los árabes por encima del hombro, a su vez mirando por encima del hombro al principal jeque de los chunds de Damasco, con residencia en Elvira. El enfrentamiento estaba servido.
‘Ubayd Alla intentó cumplir con el encargo de ‘Abd ar-Rahmān pero se veía claramente que estaba pasando un mal rato. Lo suyo era la guerra, el harén, si me apuráis los torneos o las francachelas, pero ¿escribir? ¿La poesía? ¿La retórica? El pobre tomó en sus manos el cálamo, se rascaba las orejas con las plumas, miraba de reojo a los presentes, y sudaba un poco abochornado al comprobar que se iba a mostrar a los cuatro vientos su incompetencia.
Khalid había soportado mil veces las puyas de los árabes y no supo aguantarse. Ahora le tocaba a él. Miró al jeque y ante toda aquella corte le dijo en tono de cachondeo:
—¡Antes de contestar una carta como esa, te van a sudar un poco los sobacos!
A ‘Ubayd Alla le faltaba eso para explotar. Llamó infame a Khalid, le tiró la carta a la cara, lo mandó encadenar, le dijo de todo y la solemne embajada acabó como el rosario de la aurora.
Pues este incidente, como hemos dicho, acabó con la embajada, con las ofertas de paz, con el enlace de la hija de Yusuf con ‘Abd ar-Rahmān, y ambos bandos iniciaron una guerra, que era lo que estaba deseando el joven príncipe omeya. Pero todo a su tiempo.
Era el invierno y para esas cosas había que esperar a la primavera. El otoño y el invierno estaban siendo especialmente duros y así era imposible salir en expediciones guerreras.
Ya los tenemos preparándose para un enfrentamiento que estaba cantado desde que ‘Abd ar-Rahmān puso los pies en las playas de Almuñécar. Lo primero que hicieron ambos contendientes fue intentar que se sumaran a su causa la mayor cantidad de efectivos posibles, y ya os he contado que éstos iban divididos en tribus y clanes. Uno y otro enviaron sus correos por toda la geografía de al-Ándalus y en poco tiempo tenían más o menos claro con quién podían contar. En el bien entendido de que a unos y a otros les movía la relación de clientela, naturalmente, pero también el odio que hubieran acumulado contra el adversario a corto o largo plazo. Eran amores y odios eventuales, que iban y venían según soplaran los vientos. Éstos mataban por poco, sin motivos, digamos, trascendentales, y como es natural sus odios o amores cambiaban de dirección de un día para otro.
‘Abd ar-Rahmān contaba con los yemenitas, con parte de los bereberes, que estaban divididos, y con unos cuantos jeques qaisíes.
Las fuerzas estaban equilibradas porque de parte de Yusuf peleaban bastantes tribus árabes, todos unidos por el deseo de que las cosas no cambiaran porque les pintaba bastante bien como estaban. Yusuf era ya un viejo influenciable, que les dejaba hacer lo que querían y esto era un punto a su favor.
Había pasado lo más duro de un invierno lluvioso y estallaba la primavera en Andalucía. Nuestro joven príncipe se dio cuenta de dos cosas: no estaba en el mejor lugar para iniciar la conquista, y por otra parte necesitaba recabar más adeptos si quería realizar sus planes con algunas probabilidades de éxito. En primer lugar, iría a Archidona, la capital de la provincia de Regio, donde se habían asentado los sirios del chund del Jordán.
Era gobernador de Archidona un árabe de la tribu qais y lo primero era intentar ganárselo para la causa del príncipe. ‘Ubayd Alla le envió un correo preguntando si permitiría el paso del omeya y sus ejércitos, y si era bienvenido en la ciudad.
Djidar, que así se llamaba el gobernador, estaba hasta las narices de Sumayl y de Yusuf, con lo que el terreno era favorable. Mandó volver al correo con un billete que decía lo siguiente:
—Trae al príncipe a la plaza de Archidona el día de la ruptura del ayuno y comprobarás cómo lo recibo.
Era el día 8 de marzo del año 756 cuando llegó a la plaza de Archidona el príncipe acompañado de sus clientes. Se celebraba la ruptura del ayuno y el predicador debía comenzar el acto con una fórmula ritual en la que se pedía la bendición de Alá para el gobernador Yusuf. Llegado ese momento, se levantó Djidar y dijo al predicador:
—No pronuncies ya el nombre de Yusuf. Sustitúyelo por el de ‘Abd ar-Rahmān, hijo de Moawia, hijo de Hixem. Ese es nuestro emir, hijo de nuestro emir.
‘Abd ar-Rahmān se sintió profundamente emocionado pero no tuvo tiempo de reaccionar porque inmediatamente el gobernador se dirigió al pueblo congregado en la plaza y dando grandes voces les dijo:
—¡Pueblo de Regio! ¿Qué opinas acerca de lo que acabo de decir?
Por todas partes de aquella preciosa e inmensa vega se oían multitud de voces llenas de júbilo que decían:
—¡Pensamos lo mismo que tú!
Entonces el mulá elevó sus plegarias al Eterno para que protegiera al emir ‘Abd ar-Rahmān. Una vez terminada la oración, todos pasaron delante de él para prestarle juramento de fidelidad y obediencia, ya que le consideraban su nuevo soberano.
El acto le trajo a la mente muchas cosas. Recordó a sus antepasados desaparecidos y pensó que había sido muy afortunado. Se estaban cumpliendo en él una profecía y un sueño increíble.
¿Soñar? No podía soñar. Había que afrontar la dura realidad. Sus tropas eran escasas y la tarea grande. No podía recrearse ni por un momento en su suerte. Era necesario seguir adelante en sus proyectos porque nada se consigue sin un considerable esfuerzo. Aparte del juramento, que no es poco, en lo referente a efectivos el nuevo emir no consiguió gran cosa en Archidona.
Siguió adelante y recibió una inesperada y excelente noticia. Cuando menos lo esperaba se presentó en su campamento un escuadrón de cuatrocientos jinetes bereberes de la familia de los Beni-al-Khali. Venían de un precioso castillo y un pueblo encuadrado en la serranía de Ronda, que años adelante se llamará Benadalid. Ya todo el mundo sabía lo que había ocurrido en Archidona y tarde o temprano tenían que tomar partido. Ellos pensaron que el bando indicado era el del omeya.
La siguiente escala de su recorrido era Sidona, donde se había asentado el chund sirio de Palestina.
El camino desde Regio hasta Sidona era increíble. Las montañas forman desfiladeros, pegados a los cuales hay caminos de cabras, por las que debía pasar el joven emir con su ya importante ejército. Más allá hay impresionantes árboles llamados pinsapos, en montañas de las más lluviosas del mundo. Una ruta que jamás pensó que existiera cuando vivía en su añorada Siria. Y encontró de todo. En un castillo llamado Kinena, que tiempo adelante conoceremos como Jimena, había únicamente mujeres, porque los hombres estaban con su enemigo Yusuf. Las dejó sin hacerles daño. No quería que se corriera la voz de que era un hombre cruel con las mujeres. Por fin llegó a la provincia de Sidona, donde, menos mal, se le unieron bastantes yemenitas.
Sin detenerse demasiado continuó su ruta hacia Sevilla, habitada por los sirios del chund de Emesa. Allí también tuvo una fenomenal acogida. Los dos jeques principales salieron a su encuentro y el 15 de marzo hizo su entrada en la ciudad, donde recibió el juramento de obediencia de la población. En adelante también en las mezquitas de Sevilla se haría la oración mencionándole como emir. Una nueva emoción que tampoco tuvo tiempo de disfrutar porque ya sabía que Yusuf había puesto en marcha su ejército hacia Sevilla, para encontrarle y entablar batalla.
¿Esperarlo sentado? ‘Abd ar-Rahmān debía tomar la iniciativa. Eso era lo que le tocaba hacer. De pronto, una idea iluminó su mente calenturienta. ¿Por qué no marchar hacia Córdoba, ahora que Yusuf la había abandonado? La idea era más propia de un astuto y viejo estratega que de un joven emir. ¡Quién sabe si la conseguiría conquistar ahora! Marcharía por la orilla opuesta a la que empleaba Yusuf para hacer el camino a la inversa. Tenía noticias de que su enemigo había hecho una parada en Almodóvar y bajaba por la orilla norte. Él escogería para subir, justamente la contraria. Era imposible que consiguiera atravesar el río porque había llovido mucho ese invierno.
A unas cuarenta y cinco millas árabes de Córdoba los soldados de ‘Abd ar-Rahmān llegaron al pueblo de Tocina, donde ambos ejércitos se encontraron con el río por medio.
Yusuf quería atacar a su enemigo apenas tuviera oportunidad de hacerlo. Sus tropas estaban más descansadas y, por otra parte, estaba viendo cómo muchos cordobeses venían a unirse al omeya. El tiempo corría en su contra.
‘Abd ar-Rahmān hubiera deseado no ser descubierto y atacar Córdoba, ahora que estaba desguarnecida. Habría sido un puntazo tomar posesión del palacio de Yusuf, con lo que ello tenía de simbólico. Sin embargo, ya no era posible. Demasiada distancia a recorrer e imposible pasar desapercibido para el enemigo. La consecuencia, que los dos ejércitos tomaron dirección a Córdoba, luego la contraria, en un correcalles que los llevaba cada vez más cerca de la ciudad. Estaban frente a frente y había que tomar una decisión.
Era un jueves, trece de mayo en que se celebraba la fiesta de la Arafa.[3] Las aguas del Guadalquivir bajaban cada vez más mansas. De un día a otro iba a ser posible pasar al otro lado. Estaban en las mismas puertas de Córdoba, ante un vado conocido como al-Naura.
El corazón del joven omeya latía cada vez más fuerte porque la hora de la verdad se acercaba. La cabeza le funcionaba más atropelladamente que el corazón. Su cuerpo le pedía destrozar a Yusuf a las orillas del Guadalquivir, conquistar Córdoba…, tantas cosas. Pero ¿contaba con la inquebrantable lealtad de todos sus hombres? Tenía que reconocer algo aunque le costara trabajo. Hoy por hoy no era un líder incontestado en el ejército que estaba a sus órdenes. Le costaba tomar una decisión pero la iba a tomar. Se jugaría el todo por el todo. Mandó llamar a consejo a los jeques y demás jefes de tribus y clanes. Cuando estuvieron reunidos tomó la palabra para decirles:
—Debemos adoptar una decisión de gran trascendencia. Ya sabéis que Yusuf me hizo unas proposiciones de paz bastante favorables, que se fueron al traste por las ofensas que el maldito Khalid infligió a nuestro jeque ‘Ubayd Alla. Si es vuestra opinión que las acepte y olvidemos la guerra, haré lo que me digáis. Si queréis que se haga la guerra, debéis saber que yo también la quiero. A pesar de que pelear es sufrir y tal vez morir, personalmente no conozco otra manera de triunfar y recuperar aquí el trono del que fueron despojados mis antepasados en la lejana Damasco. Decidme cuál es vuestra opinión, si pelear o aceptar la mano tendida de Yusuf. Sea la que sea, esa será mi decisión.
Los yemenitas estaban aquí para algo más que para apoyar al príncipe. Estaban deseando borrar de la faz de la tierra a Yusuf y vengar anteriores humillaciones. No se les pasaba por la cabeza pactar absolutamente nada. Su única idea, ya convertida en obsesión, era la guerra. Y como eran mayoría, los demás concluyeron que había que empuñar las armas cuanto antes. Eso manifestaron de forma unánime y ‘Abd ar-Rahmān nuevamente se dirigió a ellos en estos términos:
—Me alegro de vuestra decisión. Vamos a pasar el río lo antes posible. Si se puede, hoy mismo. Mañana daremos la batalla al maldito Yusuf. Va a ser un día grande para vosotros, para mí y para mi familia.
Enseguida se puso a dar unas órdenes que tenía muy bien estudiadas desde hacía bastantes días. En primer lugar, era necesario nombrar jefes de todos los cuerpos en que se dividía el ejército. Los escogió entre los más valientes y los que mejor asumían los riesgos. Iba a ser una lucha sin cuartel, enorme, dura, trascendental. Luego, las tácticas. ¡Había pensado tantas veces cómo engañar al viejo Yusuf! Su idea era calenturienta. Una enorme osadía. Se trataba de pasar el río y conseguir que Yusuf incluso le ayudara a hacerlo. Y de paso, si era posible, le suministrara alimentos, de los que carecían sus soldados después de una ya larga campaña. Mandaría un mensajero a Yusuf y le diría que aceptaba las propuestas que le hizo cuando estaba en Torrox. Una vez en la otra orilla y bien comidos, le haría probar el acero de su cimitarra.
Lo engañó como a un chino. El muy cretino se creyó el cuento de ‘Abd ar-Rahmān, que esta vez se portó como un miserable rufián. Le dejó pasar tranquilamente el río por el vado de Casillas y encima le regaló vacas, corderos y otros suculentos manjares con los que el omeya dio de comer a sus hambrientos soldados. Había caído dos veces en la trampa. Con mil monedas de los bolsillos de Yusuf, lo recordáis, se financió el viaje de los omeyas desde África hasta Almuñécar. Y ahora, bien alimentados con sus vacas y corderos, les iban a recetar una formidable medicina. Cuando anochecía el trece de mayo, los hombres del príncipe habían pasado el río y se estaban poniendo morados con el regalo que les había enviado su enemigo.
Amaneció el viernes catorce de mayo del año 756. Era la fiesta de los Sacrificios. Apenas la aurora asomaba sus rosados dedos iluminando débilmente las aguas del Guadalquivir, el ejército de ‘Abd ar-Rahmān se puso en frenético movimiento mientras los enemigos dormitaban pensando en la comilona que les esperaba. Y enseguida Yusuf comprendió que había hecho el lila. Por si no tenía bastante en qué pensar, acababan de incorporarse al ejército del omeya un buen puñado de yemenitas procedentes de Elvira y Jaén. Un nuevo contratiempo, pero qué remedio, había que pelear.
‘Abd ar-Rahmān montaba un precioso caballo blanco, al que hacía dar cabriolas que lanzaban al viento su vistosa capa blanca. El resto, los jeques y demás caballeros, montaban en modestos mulos. Era lo habitual en la España musulmana, cuando todavía no se había extendido el uso del caballo. Alguno de los jefes yemenitas lo miraba con desconfianza, diciendo a sus hermanos de clan:
—Este chico es bastante joven. Pero ¿será valiente? ¿Y si el miedo lo sobrecoge y aprovecha la velocidad de su caballo para huir y dejamos en la estacada?
Cuando se está a punto de iniciar una batalla decisiva, se miran todos a todos y un simple comentario como ese puede ser fatal para la confianza de los soldados en su caudillo y en el desenlace final de la pelea. ‘Abd ar-Rahmān, que de tonto no tenía un pelo, conoció el comentario y rápido como un rayo se dirigió al que lo había hecho con palabras bastante estudiadas. De buena gana lo hubiera fulminado pero ahora convenía ser astuto. Esto le dijo:
—Mi caballo es demasiado fogoso. Da tantos saltos que me es imposible apuntar bien con la lanza. Preferiría montar un mulo y el que veo mejor de todos es el tuyo. Es dócil y de pelo tordo, casi blanco. Montándolo, todos mis soldados me van a reconocer por el pelo del animal. Y si las cosas nos fueran mal, lo que Dios no quiera, les sería muy sencillo reconocerme y seguirme. Si no te importa, monta tú mi caballo que yo montaré tu mulo.
¡Era joven pero había aprendido bien la lección! El aludido se sintió un poco turbado y contestó a ‘Abd ar-Rahmān:
—¿No sería mejor que nuestro emir permaneciera en su caballo y yo en mi mulo?
—De ninguna manera —contestó el emir.
En un par de saltos había desmontado el caballo y estaba en lo alto de un robusto mulo tordo. El temor a la cobardía del emir se había evaporado de la cabeza de los desconfiados yemenitas. Ya sólo quedaba pelear.
La batalla en sí ya fue un paseo militar. La caballería del omeya se bastó para acabar con medio ejército enemigo. Yusuf perdió un hijo en la pelea. Sumayl, que estaba también, aunque un poco en segunda fila, perdió otro de sus vástagos. Los dos volvieron la espalda y salieron por pies de aquel vado y de las orillas del Guadalquivir. Únicamente mantuvieron el tipo algunos qaisíes, pero en un par de horas había terminado la lucha.
Suele ser lo común que al acabar una pelea como la que os he contado, se produzca el desmadre. Tras la derrota del enemigo, se imponían dos cosas: la primera era despojarle de todo lo que tuviera valor; la segunda, vengarse del adversario y hacerle morder el polvo, lo que quiere decir que los iban a destrozar más de lo que ya estaban.
Los yemenitas se dieron prisa en saquear a sus enemigos los qaisíes y demás seguidores de Yusuf y Sumayl. Allí había de todo. Las suculentas comidas preparadas para la fiesta del Sacrificio terminaron como tenían que terminar, sólo que algo cambiadas de rumbo. Quiero decir que sirvieron para poner como el quico a los yemenitas de ‘Abd ar-Rahmān. Luego, el pillaje y la consecuente apropiación de los tesoros que encontraron a mano, que no eran pocos.
Todos sabían que el grueso de los tesoros de Yusuf y Sumayl no se los iban a traer a la orillita del Guadalquivir. Lo más obvio es que estuvieran bien guardados, el uno en el palacio cordobés de Yusuf, y el otro, de Sumayl, en su residencia al otro lado del rio, en el arrabal de la Secunda. Pues lo limpiaron todo. Incluso un par de yemenitas listillos pasaron como buenamente pudieron el precioso puente romano y encontraron en el palacio de Sumayl un cofre con nada menos que diez mil monedas de oro. Éste iba camino de Jaén y pudo ver claramente a los dos interfectos con su botín, huyendo no se sabe dónde.
El pobre lloraba con desconsuelo lágrimas de sangre. Había perdido a su hijo y sus mejores tesoros. A su hijo lo había perdido para siempre. ¿Recuperaría alguna vez el tesoro? ¡Échale tú un galgo a los dos yemenitas! ¡Se le ocurrieron tantas cosas! ¿Dónde estaba la antigua fuerza de su espada? ¿Dónde su orgullo? ¡Bah! Compuso para el caso un poema malísimo, parejo a como estaba su ánimo: bajo mínimos. Pero en fin, algo es algo.
‘Abd ar-Rahmān entró enseguida en Córdoba. Tenía al alcance de la mano cumplir un sueño que siempre consideró imposible. Iba a ocupar el palacio del gobernador de al-Ándalus en nombre de sus antepasados los omeyas. Algo emocionante. Sin embargo ¿podía detenerse un instante en experimentar emociones? Imposible. Los malditos yemenitas estarían saqueando todo cuanto encontraran a su paso y también, seguramente matando, degollando a qaisíes, ultrajando a sus mujeres. Debía darse prisa. Una victoria suya no podía ser una orgía, ni tampoco la destrucción del pasado.
Lo primero que hizo al llegar fue echar del palacio a los saqueadores yemenitas, que eran muchos y estaban ciegos. Tuvo que hacer encaje de bolillos. Tan pronto los amenazaba con cortarles el cuello como intentaba contentarlos dándoles baratijas, ropas, cosas en fin de valor secundario.
Diferente fue cuando llegó al harén de Yusuf. El odio de los yemenitas hacia Yusuf lo iban a pagar unas indefensas mujeres. Apenas entró, pudo comprobar el terror en los ojos de las desdichadas. La esposa de Yusuf, al verlo llegar, vio el cielo abierto. Se hizo acompañar de sus dos hijas y cuando estuvo ante él le dijo:
—Primo, sé bueno con nosotras ya que Dios lo ha sido contigo.
‘Abd ar-Rahmān las miró. Por un momento se dio cuenta de que eran de su familia. Tuvo un gesto de piedad y le contestó:
—Lo seré.
Acto seguido, mandó llamar al superior de la mezquita y le ordenó que las escondiera hasta que todo hubiera pasado. Cuando desaparecieron las amenazas se le acercaron de nuevo para darle las gracias por haberlas salvado de aquella horda de insensatos y tuvieron con él un gesto que tendrá gran trascendencia. Una de las hijas de Yusuf le regaló una joven y preciosa esclava llamada Holal, que con el tiempo daría a luz a un niño llamado Hixem, que sería el segundo emir de los omeyas en España y sucesor de ‘Abd ar-Rahmān.
No le saldría gratis esta postura de evitar que los yemenitas lo arrasaran todo. Les sentó muy mal que el ya emir les quitara de las manos la venganza que tanto habían soñado. Se la iban a guardar y ‘Abd ar-Rahmān lo sabía. Pero ¡tenía tantos enemigos! Llegaron incluso a pensar en asesinarlo. Menos mal que tenía oídos en todas partes. Fue informado de las intenciones de sus socios y tomó sus medidas para protegerse. Nombró un jefe de policía y una guardia personal. Su sola presencia era una medida de disuasión ante cualquier intento contra su persona.
Por fin era dueño de Córdoba. Pero era necesario dar a esta posesión el sentido ritual que demandaba la ocasión. Por eso los habitantes de la ciudad fueron pasando por el palacio para prestarle sumisión. Acto seguido, entraron todos en la mezquita mayor, donde fue proclamado emir de al-Ándalus, heredero de los califas omeyas de Damasco. Nuestro joven ‘Abd ar-Rahmān tenía algo más de veinticinco años.
El Príncipe Emigrante por fin había visto cumplida la profecía que le hiciera cuando era un niño el viejo Molesma. Un sueño imposible que se había hecho realidad. Aquella noche no pudo dormir. A su lado yacía recostada Holal, la bellísima esclava, esperando sus caricias, pero no le hacía ni caso. Tenía que pellizcarse para convencerse de que lo que le había ocurrido era verdad. Hubo de pasar un rato para volver a la realidad. La miró detenidamente e hizo el amor. Luego ambos se quedaron profundamente dormidos.
‘Abd ar-Rahmān despertó cuando todavía era de noche. Dedicó unos instantes a acariciar a su acompañante, luego mandó a una esclava que le trajera agua caliente para lavarse y, hecho esto, comenzó su primer día como emir de al-Ándalus. Tenía muchas cosas dentro de sí que era necesario sacar fuera. Durante los largos años de huida desde Damasco hasta aquí, había hecho infinidad de proyectos y había que ponerlos en práctica. Pero antes, ¿con qué gentes contaba? ¿Quiénes eran sus enemigos? ¿En quiénes podía confiar? Al-Ándalus era un conglomerado de razas, de tribus, de religiones, de intereses tan diversos que iba a ser muy difícil de gobernar y más aún si quería ilusionarlos a todos con un gran proyecto común. Pero lo haría. Aunque costara sangre, a fe que lo haría.
Lo primero que debía hacer era poner fin a la casa de locos que era su ejército. Al menos organizarlo un poco, excluir a los menos fiables, escoger bien a los mandos y personas de confianza, fueran clientes o no. Necesitaba hombres capaces y fieles a su persona y a su proyecto.
Pero ¿dónde estaban esos hombres? Dentro de España había un formidable guirigay de españoles cristianos, de españoles convertidos a la religión musulmana, bereberes de diversas tribus, árabes del norte y del sur…, había clanes y divisiones, amigos y enemigos hasta hartarse. ¿Con qué núcleo contaba para articular el ejército? ¿No sería lo mejor abrir las puertas a los clientes omeyas que llegaban todavía desde la lejana Damasco?
Y eso hizo. Puertas abiertas, mano tendida. Había que intentar la reconciliación de todos con todos. Sería un nuevo sueño el que su persona fuera el lazo de unión de clanes y tribus tan diversas, en un empeño común de hacer aquí algo grande. Desde luego valía la pena intentarlo.
Como consecuencia de esa política llegó a nuestra España una nueva oleada de gentes. La noticia del triunfo de un omeya en este lado del mundo llegó en un vuelo a África y poco después a Siria. Muchos miembros de su familia hicieron preparativos para un viaje muy largo, que les trajera a las tierras donde ahora triunfaban de nuevo los suyos. Con el tiempo van a constituir la aristocracia gobernante en Córdoba y en el resto de al-Ándalus. Son los llamados quraisíes, una nobleza de sangre real que gozará de exenciones de impuestos, ocupará lugares de preferencia en las ceremonias oficiales y muchos o casi todos vivirán a expensas del tesoro real.
No podía perder tiempo. Tenía el enemigo en casa y su poder en modo alguno estaba consolidado. Seguramente que la política de mano tendida no daría mucho de sí dada la cantidad de enemigos y las formas de entender la convivencia que tenían unos y otros. Si dejaba campar a sus anchas a los descontentos, los disgustos a que se exponía iban a ser formidables.
Sin ir más lejos, no quiso ensañarse con Yusuf y Sumayl y ahora se estaban creciendo a ver si le daban la vuelta a la tortilla. Tras su derrota dijeron que se sometían al nuevo emir y al día siguiente habían hecho lo contrario. Yusuf se había marchado a Toledo a ver si conseguía reunir un nuevo ejército y Sumayl había hecho otro tanto en Jaén, en busca de sus amigos los qaisíes. Y planearon las cosas con astucia. Cuando tuvieron fuerzas que calculaban suficientes, intentaron atraerse al emir, sacarlo de Córdoba con sus ejércitos, mientras los dos desgraciados atacaban la capital desguarnecida.
Pues a punto faltó poco para que les salieran las cosas como pensaron. Ocurre que las fuerzas de ‘Abd ar-Rahmān estaban intactas y su inteligencia y arrojo eran los propios de sus años jóvenes. Los persiguió hasta cerca de Granada, donde los dos pardales le pidieron árnica y le ofrecieron sumisión a cambio de poder vivir en paz con sus cuantiosos bienes.
El emir aceptó las propuestas y poco después salieron de la mano camino de Córdoba. Era el año 756. Pensaba ‘Abd ar-Rahmān que una vez sometidos Yusuf y Sumayl nadie iba a poner en cuestión su autoridad en al-Ándalus. Cuando llegaron, mandó que se hiciera un acto solemne en la mezquita mayor. Estaban todos los nobles yemenitas, los quraisíes que le seguían, muchos bereberes, pero especialmente destacaba la presencia de Yusuf y Sumayl. Allí, ante toda la nobleza y el pueblo de Córdoba, hizo que se pronunciaran maldiciones contra los califas abásidas de Bagdad. A partir de entonces nunca más se nombraría en los sermones de los viernes al califa reinante, Abu Chafar al-Mansur. Era una ruptura memorable con el pasado y el comienzo de un nuevo proyecto omeya en España.
Pero la vida en aquellos tiempos era así. Las sumisiones duraban un rato, y las promesas sagradas de fidelidad eterna, pues hasta que el dominante volvía la espalda. Quiero deciros que Yusuf se rodeó de amistades peligrosas, fihritas, hachemitas y otros nobles que habían mangoneado lo suyo durante su mandato y querían seguir haciéndolo. Le calentaron la cabeza y se marchó otra vez a Toledo con la esperanza de reclutar efectivos y recuperar el trono. Éste no se jubilaba ni para atrás, ni buscaba un plácido retiro en una de las preciosas almunias que hay por aquí. Consiguió nada menos que veinte mil bereberes que andaban un poco escasos de fondos y se unieron a él a ver si sonaba la flauta, vencían al emir y de paso requisaban sus buenos emolumentos. Pero, claro, como era de esperar Yusuf consiguió lo que tenía que conseguir, que era que le cortaran su ya vetusta y ajetreada cabeza. A Sumayl por esas fechas le dio una apoplejía según cuentan unos. Otros dicen que fue envenenado por órdenes del emir. Por lo menos murió en su cama. Algo es algo. Sus principales enemigos, menos mal, estaban fuera de combate.
Desde ese momento, ‘Abd ar-Rahmān se dejó de contemplaciones. Se acabaron las manos tendidas y los diálogos. La clemencia para con sus adversarios vencidos no había servido para nada y en cuanto a la persuasión, la verdad es que jamás había convencido a nadie por las buenas. La experiencia le decía que lo único que persuade a amigos y enemigos es saber que el que manda es más fuerte y que está en continua alerta empuñando las armas. Ése será en adelante su lema y su definitivo argumento.
A partir de la desaparición de Yusuf y Sumayl, ‘Abd ar-Rahmān va a convertirse en un ser despiadado, despótico, cruel, en una palabra, un tirano. Va a exponerse personalmente en las luchas, sin miedo a perder la vida. Va a ensañarse con los que traicionen su confianza. Sabía que en ello le iban el trono y la vida. Porque al menor desfallecimiento o a la más mínima indulgencia se iban a desatar todos los demonios contra él y su proyecto de un emirato en al-Ándalus, independiente de Oriente. Eso lo experimentarán todos en adelante, empezando por sus clientes omeyas y acabando por los españoles, muladíes o mozárabes, cristianos viejos o adoptados.
Había danzado demasiado de un lado para otro durante cinco largos años como para jugarse el emirato que le había costado tanto conseguir. Era consciente de que su poder tenía raíces muy escasas. Ni siquiera los yemenitas, que tanto le ayudaron al principio, estaban por seguir a su lado a cambio de nada. Cada uno iba a su bola y éstos tenían la idea fija de vengarse de los qaisíes, los maaditas y muchos otros clanes que no bailaban al son de su música. El emir contaba con la fuerza de su brazo, con su tesón, con su perspicacia, y nada más.
‘Abd ar-Rahmān reinó en Córdoba durante treinta y dos años, en los cuales no tendrá tranquilidad, ni paz, ni sosiego, ni pudo darse el lujo de tener un momento de relativo descanso. Va a tener enfrente, disputándole el trono, unas veces a yemenitas, otras a qaisíes o a fihritas, bastantes veces a bereberes y desde luego a los españoles, que aunque unos se hubieran convertido a la religión de Mahoma y otros no, todos estaban hartos de una dominación de gentes extrañas.
El omeya contaba con un punto a su favor, de inmenso valor para él: jamás se unieron los árabes para nada, excepto para matarse unos a otros. Nuestro ‘Abd ar-Rahmān, menos mal, por ese lado respiraba tranquilo. Porque ellos sabían que para vencer al emir necesitaban unirse y eso era insoportable para gentes de su condición. Seguramente esa es la razón por la que se mantuvo en el poder. Esa razón y su astucia, su falta de escrúpulos, su puño de hierro y desde luego por la ayuda de bastantes nobles y de un ejército de bereberes a los que hizo venir de África y a quienes pagaba espléndidamente para que siempre estuvieran a su lado.
Ojo, que el principal enemigo lo tenía en Bagdad. Eso no lo podía olvidar, que ya se sabe que las noticias vuelan y a estas alturas el califa de allá estaba al cabo de la calle de los sucesos de España. Difícilmente pudo llegar a esa corte una noticia que irritara tanto como lo que acababa de ocurrir en al-Ándalus. Un desgraciado descendiente de los exterminados omeyas, un nieto del maldito califa Hixem, se había proclamado emir en la preciosa y lejana Córdoba. Abu Cha’far al-Mansur, que así se llamaba el califa abásida, estallaba de ira, pero con eso no se arregla nada. Era necesario pasar a la acción. Por eso no se entretuvo demasiado en preparar una especie de cuerpo expedicionario, o mejor, dinero y gente de valor, para borrar de la faz de la tierra al maldito ‘Abd ar-Rahmān. Pero dejemos un momento de hablar de los invasores. Habrá tiempo de continuar esta historia.
Miremos hacia otro lado.
¡Hay tantas cosas que contar del remado del primer emir omeya de al-Ándalus! Es muy difícil referirlo todo con un cierto orden, porque en la historia todo se mezcla. Quiero decir que todos los hechos tienen muchas facetas a las que hay que hacer por fuerza mención para formarse una idea del conjunto. Os voy a contar algo sobre su relación con nuestra gente. Me refiero a los españoles, muladíes o mozárabes. Seguramente me vais a notar apasionado en las líneas que siguen, pero es natural. Al fin y al cabo, es la historia no únicamente de unos árabes que vinieron de Siria o de unos bereberes que atravesaron en pateras una pequeña lengua de agua. Estamos hablando de nuestros antepasados, los que nos transmitieron la cultura que consideramos nuestra y que estamos viendo cómo perdieron sus tierras, su modo de vida y su libertad desde el momento mismo de la invasión. Debemos hablar de lo que tuvieron que soportar los invadidos y cómo se adaptaron más mal que bien a la nueva situación.
El pensamiento de ‘Abd ar-Rahmān, como hemos contado anteriormente, era destruir cualquier poder que no fuera su soberanía en un nuevo Estado, musulmán y omeya. No hace falta ser muy listos para comprender que los españoles cristianos, los mozárabes, eran un peligro. Como tener al enemigo en casa. Una cosa son los pactos de conveniencia que se pudieran haber hecho y otra comprender que eran una especie de quiste al que tarde o temprano había que extirpar. Un enemigo más para el recién proclamado emir. Y los muladíes, los adaptados, también constituían un peligro para el nuevo poder porque, sencillamente, no eran de los suyos. Eran personas a las que había que vigilar estrechamente y de los que había que desconfiar porque al primer descuido iban a tratar de echar de España a los que habían venido a invadirla y a apoderarse de ella.
Al principio tenía tantos frentes abiertos que más le valía dar una de cal y otra de arena. Mientras no tuviera en un puño a los árabes, mejor tener una mano tendida con éstos. Desde luego, si se hacían musulmanes les ponía la mejor de las sonrisas y les ofrecía las mejores condiciones de vida. Y eso hicieron muchos. Más de los que hubiera sido deseable. Esto favoreció un mestizaje. Se creó en España una población nueva, muy numerosa, bastante culta porque dominaban el latín, el romance y el árabe, que daba cien vueltas a árabes y bereberes, y que obviamente era mirada por encima del hombro por la aristocracia árabe.
Los mozárabes, y bastantes muladíes, los indígenas, conservaron el saber científico, literario y artístico de la España antigua, una cultura que ganaba de largo a la traída por los musulmanes.
‘Abd ar-Rahmān, y los emires que le sucedieron, supieron aprovecharse de ellos en todo y por todo. De hecho, quiso promover movimientos literarios como los que había en Bagdad, muchos de ellos bajo la influencia de los cristianos de allí. Ocurría lo mismo con la arquitectura de allá. La vieja iglesia de san Juan de Damasco tuvo una influencia decisiva durante la época de los primeros califas de allá. Nuestro joven omeya lo conocía y trató de hacer aquí lo mismo.[4]
Como veremos más adelante, va a iniciar la construcción de muchos edificios durante su reinado, la gran mezquita entre otros. Pues la dirección de esas obras las encomendó a los mozárabes, que incorporaron en ellas el estilo bizantino al uso en las iglesias cristianas. Y no hablemos de la administración del Estado que apenas estaba diseñando, en la que se valió de los mozárabes.
Pero no la hizo limpia porque en el fondo, como os he dicho, los consideraba enemigos. Cuando se le ponían por delante los perseguía hasta la muerte o, como mal menor, el destierro. Y es que no olvidemos que era un tío fanático, soberbio, ambicioso, cruel, en una palabra, un tirano. No tardó mucho en perseguirlos, unas veces dentro y otras fuera de sus fronteras. Gracias a ello tenemos en nuestra España algunas cosas buenas que enseguida os contaré. Menos mal.
No llevaba dos años reinando en Córdoba cuando ya inició una persecución contra los mozárabes y muchos tuvieron que salir de las tierras de al-Ándalus. Uno de ellos se llamaba Argerico y era abad de alguno de los monasterios que había en la campiña cordobesa. Pues a la vista de que éste les hacía la vida imposible, en unión de su hermana Sara y de varios monjes, se fue en busca de aires más sanos allá en la lejana Galicia. Era el año 757 y mandaba por allí el rey Fruela, que les regaló el solar de un antiguo monasterio llamado de san Julián de Sámanos. Como no hay mal que por bien no venga, allí fundaron un gran monasterio que existe hoy día y que es el monasterio de Samos.
También, apenas pudo, ¡la dichosa guerra santa!, la emprendió contra Castilla, una tierra que antiguamente llamaban Bardulia y que comprendía desde el rio Duero hasta Asturias.[5]
Ante enemigo tan fuerte, no terminaron demasiado bien los cristianos porque los dejó vivir pero los hizo tributarios, a condición de que, cito el documento:
… le paguen anualmente diez mil onzas de oro, diez mil libras de plata, diez mil cabezas de los mejores caballos y otros tantos mulos, mil armaduras, mil cascos de hierro y otras tantas lanzas. Y esto durante cinco años. Se escribió esta carta en la ciudad de Córdoba el día tres de Çafar del año 142. (30 de octubre del 778).
Como veis, las condiciones eran bastante fastidiadas, que aunque ancha es Castilla, tanto oro, tanto caballo y tanto pago debía dejar a los castellanos bastante esquilmados. Menos mal que las guerras entre árabes no dejaban en paz al emir. Gracias a ello pudieron medio vivir.
Bueno. Es un decir, porque casi nadie cuenta que en Córdoba había antes de la invasión musulmana una preciosa y suntuosa catedral, erigida por el emperador Heraclio, dedicada a san Vicente. Pues ‘Abd ar-Rahmān, simple y llanamente, se la quitó a los cristianos. Les quitó, digamos que disimuladamente, primero la mitad, con lo que se celebraban los dos cultos en ella, el del dominante y el del dominado. Luego les pidió la otra mitad por las buenas, dándoles algún dinero y así acabó esta peculiar alianza de civilizaciones. Por supuesto que, una vez conseguido su propósito de apropiársela, pasó a la segunda fase del proyecto que era construir encima una nueva mezquita que va a ser la admiración del mundo.
Sobre los muros de la arrasada catedral mandó edificar una preciosa mezquita aljama, que quiso fuera tan bonita y grandiosa como la de Damasco. Las obras duraron nada más que un año y gastó en ellas 100.000 piezas de oro. Al principio se parecía a la catedral cristiana que acababa de requisar. Incluso en alguna de las columnas de la nueva mezquita aparecían las imágenes de Jesucristo y los santos. Y los cristianos sentían añoranza de su catedral y hasta rezaban a menudo en ella, pero las cosas acabaron en que se borraron los vestigios cristianos dondequiera que estuvieran y se multiplicaron las mezquitas en Córdoba, donde llegó a edificar nuestro emir hasta 430, y disminuyeron las iglesias cristianas en idéntica proporción, porque no los dejaban reparar las existentes ni construir nuevas.
¿Que si destruyó iglesias ‘Abd ar-Rahmān? Leed lo que dice un cronista al que todos conocemos como el moro Rasis:
Y nunca encontró en España una iglesia que no la destruyese. Y había en España muchas y muy buenas de tiempos de los godos y de los romanos. Y quemaba los cuerpos de los que los cristianos consideraban como santos. Como consecuencia los cristianos huyeron como pudieron, unos a las sierras y otros a lugares fortificados. Los cristianos se llevaron a esos escondites sus objetos sagrados y de culto.
¿Más claro? Los españoles sufrieron en sus carnes persecuciones, destrucciones de sus iglesias y objetos de culto, así como una presión descarada para que abandonaran su religión y abrazaran la de los vencedores. Sin embargo, este empeño no dio sus frutos, al menos a corto plazo. No olvidemos que los cristianos eran mayoría. Su adaptación a la nueva situación fue bastante aceptable dadas las circunstancias. Vivían en los arrabales, extramuros de la medina, formando núcleos de población alrededor de las iglesias.
Debo seguir contando la historia de tantos años del reinado del primer omeya español. Os dije hace un momento que su principal enemigo lo tenía en Bagdad y era el califa Abu Cha’far al-Mansur. Él va a ser el que organice la más formidable rebelión a que debió hacer frente ‘Abd ar-Rahmān. Bueno. No la primera, porque nada más proclamarse emir, un hijo de Yusuf, el anterior gobernador, que se llamaba Hixem ibn Ozra, apoyado por los fihritas, se había sublevado en Toledo. No había aún conseguido dominar a este desgraciado cuando estalló una de enorme calado.
Un buen día del año 763 llegó a Córdoba un correo con la noticia de que había aparecido un jefe árabe en Beja, al sur de Portugal, que incitaba a todos a la rebelión. El insurrecto se llamaba al-‘Alla’ ibn Mugith. Algo esperable, y hasta cierto punto controlable si no es porque dos días después llega otro correo con noticias más inquietantes todavía. El rebelde enarbolaba la bandera negra de los abásidas y había desembarcado procedente de Bagdad. Traía dinero en abundancia, instrucciones para una revuelta general, y promesas del califa Abu Cha’far al-Mansur para todo aquel que le siguiera en este empeño. Al-‘Alla’ ibn Mugith iba a ser gobernador de al-Ándalus si conseguía derrocar a ‘Abd ar-Rahmān, matarlo y enviar su cabeza a Bagdad. Los que le siguieran estarían en puestos de honor en el futuro Estado que se proponía refundar. Sus cofres llenos de monedas de oro le permitirán reclutar un ejército importante entre los habitantes de España. Las instrucciones que traía eran las de aglutinar debajo de las banderas negras a todos los descontentos que había dejado por el camino ‘Abd ar-Rahmān, y a los clientes de los abásidas que pudieran vivir en al-Ándalus.
Y ocurrieron dos cosas. Una, que ‘Abd ar-Rahmān se tomó muy en serio la amenaza. Tenía el enemigo en casa e iban a por él, con todas las consecuencias. La pelea iba a ser a muerte. Y dos, que enseguida el rebelde consiguió demasiados adeptos. Se pusieron a su lado muchos yemenitas descontentos, porque el omeya, al que inicialmente apoyaron, no les dejaba hacer lo que querían. También corrieron a alistarse en sus filas bastantes baladíes, los primeros en llegar, que soñaron con un poder que ‘Abd ar-Rahmān no les otorgó. Y fihritas, y bereberes, y tantos otros.
El omeya tenía ante sí una amenaza formidable. Sus enemigos eran muy fuertes y estaban apoyados y financiados por el más peligroso de todos. Si el odio suele ser siempre recíproco, a nadie odiaba ‘Abd ar-Rahmān más que al califa de Bagdad y viceversa. ¿Qué hacer? ¿Cómo podría defenderse? ¿Cómo conseguiría machacar a aquellos desgraciados?
Lo primero que hizo fue escoger los mejores soldados del reino. Debían ser fuertes, muy valientes y de lealtad inquebrantable al emir. Como los revoltosos avanzaban hacia Córdoba, se encerró con sus hombres en Carmona, una plaza fuerte magníficamente defendida. Y allí los esperó. Poco después, desde las murallas de la ciudad, vio acercarse al ejército de las banderas negras. Las odiaba más que nunca pero ahí las tenía otra vez, amenazantes como antaño. Eran su pesadilla.
Cuando el ejército estuvo debajo de los muros de la vieja ciudad, se llevó un nuevo sobresalto. Eran mucho más numerosos de lo que había imaginado e iban mejor armados de cuanto suponía. Se ve que el oro de Siria había sido abundante porque estaban bien comidos, montaban lustrosos mulos y miraban a los sitiados con suficiencia y desprecio. ¡Si lo hubiera imaginado habría ideado una táctica diferente! Pero ya no tenía remedio. Se daría tiempo. Tenía alimentos suficientes dentro de la ciudad y sus hombres sabrían esperar hasta tenerlo todo de cara.
Conforme pasaban los días, el tiempo corría a su favor. Los desgraciados traidores que se unieron al impostor de las banderas negras no teman paciencia. Como eran una masa diversa y no les unía más que la rapiña y la ambición, se cansaban del asedio y se marchaban buscando mejores aires. ¡Mejor así! De esta manera pasaron dos meses. Los sitiados tenían miedo, la verdad, y los sitiadores perdían efectivos por días, también fatigados por el asedio.
‘Abd ar-Rahmān fue un osado y tomó una decisión bastante arriesgada. Eligió a setecientos hombres, de los más fuertes, valientes y fieles a su persona. Al caer la tarde encendió una gran hoguera ante la Puerta de Sevilla. En los ojos de sus hombres se reflejaba el fuego de aquella hoguera. Por lo demás, la noche era muy oscura y sus enemigos permanecían silenciosos. El omeya miró fijamente a sus hombres y les dijo:
—Amigos míos, este es un momento decisivo. No hay más que luchar para vencer, o morir. Vamos a echar en el fuego las vainas de nuestras espadas y juremos morir como valientes si no somos capaces de conseguir la victoria sobre estos desgraciados traidores.
Los aludidos estaban como hechizados por la valentía de su emir. Uno detrás de otro fueron echando al fuego las vainas de sus espadas. Acto seguido ‘Abd ar-Rahmān abrió las puertas de la ciudad y los sitiados se abalanzaron sobre los sitiadores como si fueran una jauría de perros rabiosos. El fuego iluminaba aquella noche fantasmal. Parecían demonios abalanzándose sobre sus enemigos que, asustados, retrocedían sin saber hacia donde. Era una pelea desigual en la que había unos valientes y otros cobardes, unos que huían y otros que arrojaban sobre ellos lanzas y espadas en un festín de sangre que se perdía en la oscuridad de aquella noche de Carmona. Las ropas blancas del emir omeya se destacaban en la oscuridad matando enemigos, empujando a los suyos, gritando maldiciones a aquellos que tanto daño le habían hecho a él y su familia.
Dos horas después todo había terminado. Junto a las murallas de Carmona habían muerto siete mil seguidores de los abásidas. También perecieron todos sus jefes. Un gran desastre para ellos y una formidable victoria para ‘Abd ar-Rahmān, que seguía mirándolo todo como si fuera un poseso y examinando con detenimiento a los muertos y a los que estaban heridos. Su obsesión era encontrar al maldito al-‘Alla’ ibn Mugith, testaferro del califa Abu Cha’far al-Mansur.
Poco después se le acercó un soldado bereber. Traía ensartado en su lanza lo que parecía ser un guiñapo. Era el cadáver del maldito traidor, organizador de todo aquello. ‘Abd ar-Rahmān lo miró con absoluto desprecio y a partir de ese momento recobró una frialdad admirable. Le tocaba actuar de manera que al califa de Bagdad no se le ocurriera repetir algo parecido. Mandó que cortaran las cabezas, primero a al-‘Alla’ ibn Mugith y luego a todos los jefes de los sediciosos. Hizo que manos expertas las limpiaran y las llenaran de sal y alcanfor. En la oreja de cada uno colocó un escrito en que se mencionaba el nombre, el cargo, la tribu y otras circunstancias personales del desdichado. Luego mandó que su katib escribiera un relato de la batalla y de la humillante derrota sufrida por sus enemigos. Metió en sacos las cabezas, las envolvió con las banderas negras abásidas, colocó cuidadosamente en los sacos el escrito de su katib y contrató a un comerciante para que las dejara de noche en el zoco de Kairuán, la capital de Ifriqiya.
Semanas después llegaban a Bagdad las noticias de la derrota de sus partidarios, de la fiereza de ‘Abd ar-Rahmān, de su refinada crueldad y de su odio a los abásidas y al califa.
Abu Cha’far al-Mansur cambió de cara al conocer la tragedia. A continuación se dibujó en su rostro el rictus del miedo. ¿Tendría ‘Abd ar-Rahmān la osadía de hacer el camino a la inversa y atacar Bagdad para promover aquí una sedición y recuperar el trono de sus antepasados? Se estremecía con sólo pensarlo pero estaba convencido de que era capaz de hacerlo. La verdad es que le tenía miedo. Cuentan las viejas crónicas que llamó a sus cortesanos y les dijo:
—Doy gracias a Alá por haber puesto un mar entre mi mayor enemigo y yo.[6]
Así terminó, felizmente para nuestro emir, la más peligrosa insurrección que hubo de afrontar durante su remado. No será la última.
Toledo fue punto y aparte durante todo el emirato y el califato. Estaba lejos de Córdoba y vivían allí demasiados cristianos como para que la ciudad aceptara así como así la autoridad de los omeyas cordobeses. Por si esto fuera poco, los árabes y bereberes descontentos con la autoridad del emir cordobés, consideraron esa ciudad como un lugar apartado, adecuado para albergar a los disidentes de al-Ándalus. Las revueltas toledanas fueron famosas, abundantes y especialmente sangrientas. Os contaré muchas en mis relatos. Vamos con una de ellas la mar de especial.
Los rebeldes de Toledo, que los hubo siempre, miraron espantados la derrota que acababa de sufrir al-‘Alla’ ibn Mugith, y eso que contaba con el dinero y el apoyo del califa de Bagdad. Allí vivían bastantes que habían seguido o alentado esa intentona y lógicamente debieron pensar que más valía retirarse a tiempo. Si por una parte habían visto cómo se las gastaba el emir, y por otra resulta que estaban cansados de luchar para no sacar nada en claro, optaron por una rendición honrosa, que seguramente trataría mejor ‘Abd ar-Rahmān a los que le entregaban humildemente su espada que a los que la usaban en contra suya. Eso pensaron ellos, así que enviaron sus mensajeros y eligieron como interlocutores en el bando del emir a dos hombres que, sin duda, eran influyentes. Pensaron en el liberto Badr y en Tammán, el que le trajo en su bajel desde África hasta Almuñécar.
Fueron a Toledo Badr y Tammán y no penséis que se hicieron los blandos con los sediciosos. Concedieron a la ciudad una especie de amnistía a cambio de que les entregaran a sus jefes para llevarlos a Córdoba.
¡Bien! Trato hecho y a respirar tranquilos, debieron pensar los toledanos. Es verdad que les entregaban a sus jefes pero seguramente iban a ser bondadosos con ellos, ya que les evitaron una guerra y esas cosas. Badr y Tammán estaban de acuerdo con ser un poco clementes, así que emprendieron el viaje de vuelta con sus rehenes y antes mandaron decir al emir el trato que habían hecho y que volvían con los jefes de la intentona para que le pidieran perdón.
Ya vais conociendo cómo se las gastaba el emir y estoy seguro de que al leer estas líneas estaréis pensando en la putada que les había preparado. Pues no os la imagináis. Mandó que les salieran al encuentro tres emisarios especiales: un barbero, un sastre y un cestero. El barbero afeitó a los desgraciados la cabeza y las barbas. El sastre les hizo túnicas de lana, estrechas y espesas. El cestero hizo cestas en las que cupieran los insurrectos. Pues un buen día asomó por Córdoba una recua de asnos cargados con cestas en las que sobresalían las cabezas rapadas de los infelices, envueltas en extrañas túnicas de lana. Así fueron paseados para general rechifla. Cuando los cordobeses se hartaron de reírse de ellos, fueron llevados a las murallas y allí mismo crucificados. ¡Y éstos eran los arrepentidos!
Ahí lo tenéis. Esto es democracia, o si lo preferís, una convivencia pacífica algo especial. A estas alturas todo el mundo en al-Ándalus le tenía al emir una especie de respeto mezclado con algo de miedo. ¿No creéis?
A todo esto, ¿dónde vivía nuestro emir?
‘Abd ar-Rahmān siempre soñó con Siria, su tierra lejana. Era una añoranza que le acompañó en su peregrinar africano, y que se trajo consigo a nuestra Córdoba.
Os quiero decir que los califas de allá eran en el fondo beduinos y no podían vivir por mucho tiempo en sus palacios sin volver cada poco al desierto. Era su vida. Necesitaban las palmeras y la arena como el aire para respirar.
Su abuelo, el califa Hixem, había mandado edificar en medio del desierto, al noroeste de la ciudad de Palmira, un precioso palacio rodeado de palmeras, con abundantes jardines y agua que bajaba cantando por fuentes y arroyos. Llamó a ese palacio La Ruzafa. Era el año 728 cuando se edificó y posteriormente lo usaron todos los califas, primero los omeyas y posteriormente los abásidas. Allí vivió su niñez nuestro emir, allí jugaba, sentía las caricias de su abuelo, allí fue feliz de encontrarse en un lugar único.
Una vez conquistada Córdoba, enseguida se puso manos a la obra para tener su casa de campo, sus palmeras y su añoranza. Era necesario edificar un gran alcázar, que fuera residencia suya y de sus sucesores. Pero eso podía esperar. La añoranza, sin embargo, no tiene espera. Lo primero, buscó un lugar adecuado. No podía ser en Córdoba sino a las afueras. Cerca y lejos al par. Debía poder irse allí temporadas a disfrutar del campo, pero estaría cerca de Córdoba para vigilarlo todo, dirigirlo todo, gobernarlo todo. Y encontró un precioso lugar a unos tres kilómetros al noroeste de la ciudad, al lado de un río que baja de la sierra. Allí mandó edificar su palacio. Debía tener agua en abundancia, jardines, muchas flores, frutas traídas de Oriente, y palmeras como las de allá, aunque tuvieran que traérselas pesadas carretas por caminos infinitos desde su querida Siria.
Cuando la tuvo terminada no necesitó pensar en el nombre de aquel palacio. Se llamaría como aquel que siempre soñó. Como aquel lugar tan bonito que tanto había añorado. Su nombre sería La Ruzafa.
Bueno. Al principio vivió en la residencia del gobernador y la compartía con la Ruzafa. Años adelante, ya os lo contaré, emprendió otra de sus grandes obras: El Alcázar Califal.
Y otra pregunta que seguro se os pasa por la cabeza. ¿Qué organización dio al Estado omeya que acababa de fundar?
Nuestro emir, como es natural, copió en casi todo a Bagdad, Bizancio o Damasco. Y en eso de tener mano de hierro, a los abásidas. En las comunidades musulmanas existía y existe una norma que debe regir el comportamiento social religioso y político. Era sencilla: «Ordenar el bien y prohibir el mal». ‘Abd ar-Rahmān decidió que, para cumplir esa máxima, lo más adecuado era constituirse en una especie de monarca de poder absoluto. Y eso hizo. Lo decidía todo, tal y como le parecía bien. Era dueño y señor de vida y de muerte de sus súbditos, en quienes mandaba sin límite alguno.
Era el jefe religioso de al-Ándalus. A él correspondía presidir la oración solemne de los viernes así como interpretar el Corán y los hadices. En lo económico, en su nombre se acuñaba moneda, empleaba el dinero como le parecía sin dar cuenta a nadie, gastaba en mantener su casa lo que estimaba oportuno y controlaba los ingresos del tesoro público y, por supuesto, los de su peculio particular, que ambos eran una misma cosa porque el reino y el tesoro eran suyos.
Los signos externos de soberanía de los emires se los trajeron de Bagdad. No acostumbraban a ceñirse con coronas como sus colegas cristianos. Sin embargo, lo mismo que en Oriente, en ocasiones solemnes se sentaban en un trono y recibían el juramento de obediencia de sus súbditos, al que llamaban jassa. Como fórmula de juramento usaban una traída de Oriente. Cada uno de los participantes colocaba su mano sobre la del emir y decía lo siguiente:
—Pensando en ti alabo a Alá, único Dios, y reconozco que te demostraré sumisión y obediencia según las normas de la sunna de Alá y de Su Profeta, en toda la medida de mis fuerzas.
La verdadera insignia de los soberanos cordobeses era el sello real, que era un anillo de oro que llevaba grabada la insignia del monarca y una inscripción alusiva al Corán.
Más adelante seguiremos hablando de la organización del Estado. Vamos de nuevo a las guerras, que éste tuvo para dar y tomar.
Hacia el año 766 se le rebelaron otra vez los yemenitas, y vendrán más. Procedían ahora de Niebla y los mandaba su jeque, llamado Matarí, que en tiempos había sido nada menos que dueño de Sevilla.
Este Matarí estaba un poco pirado. Al tío le gustaba empinar el codo más de la cuenta, y cuando estaba como una cuba se dedicaba a contar fantasías, hacer promesas imposibles y otras fanfarronadas propias de personajes como el que os estoy retratando.
Pues una noche de esas, ya bastante pasado de rosca, le dio por hablar y hablar de la cantidad de yemenitas que habían dado su vida en batallas a favor de ‘Abd ar-Rahmān y el mal pago que habían recibido. Sus compañeros de juerga debían ser muchos e importantes, por lo que sus palabras fueron subiendo de tono hasta que agarró su lanza, le ató un trapo a modo de enseña y así, solemnemente, juró vengar la muerte de sus hermanos de tribu y hacérselas pagar todas juntas a ‘Abd ar-Rahmān. Diciendo bobadas de este estilo estuvieron hasta que cayeron todos rendidos por el sueño y la monumental borrachera.
A la mañana siguiente despertaron y nadie se acordaba de lo que había pasado la noche antes, ocupados como estaban en el dolor de cabeza, la resaca y demás inconvenientes propios de estos casos. Las fanfarronadas parecían haberse olvidado hasta que alguno miró la lanza convertida en estandarte, se lo refirió a Matarí, que preguntó por los sucesos del día anterior. Cuando alguno le contó lo que salió de su boca se asustó bastante, porque todo el mundo sabía cómo se las gastaba el omeya y la medicina que recetaba para estos casos de rebeldía. Con un hilo de voz, gritó:
—¡Quitad ese pañuelo de mi lanza y que nadie se entere de lo que pasó anoche!
Sus compañeros de francachela, que eran yemenitas, subordinados suyos en Niebla, lo miraron incrédulos pensando para sus adentros los pocos redaños que tenía y lo fanfarrón que era su patrón, que amenazaba al emir por la noche y por la mañana se le había olvidado. Y, claro, las miradas y los gestos se notan, lo que hizo pensar a nuestro Matarí que iba a quedar ante sus paisanos como Cagancho en Almagro. Evidentemente tragó saliva y decidió que pasara lo que pasara, debía concluir su proyectada hazaña, pensando aquello de que a lo hecho, pecho. Puso gesto entre compungido y valiente y dijo a los suyos:
—¡No! Dejad ese estandarte. Un hombre como yo no abandona un proyecto, sea el que sea.
Y se lió una gorda. ‘Abd ar-Rahmān, que se enteraba enseguida de todo y que no necesitaba que lo empujaran, preparó su expedición de castigo y fue al castillo de Alcalá de Guadaíra, donde el Matarí había intentado hacerse fuerte con sus tropas y su insensatez. Naturalmente, no le duró dos telediarios. Le cortó la cabeza y sus compinches imploraron clemencia al emir, que se la concedió por una vez, sabiendo que los que le habían seguido eran personajes sin importancia. Menos mal.
A estas alturas ‘Abd ar-Rahmān era consciente de que los yemenitas eran sus enemigos y que iban a sacudirse su dominio apenas pudieran. Es verdad que le ayudaron al principio, pero ahora los tenía enfrente y ya sabéis que el emir no se andaba con rodeos ni con chiquitas. ¿Dónde estaba el cabeza de los yemenitas? ¿Quién era su líder más renombrado? Pues a por él.
Ese jefe se llamaba Abu-l-Sabbah Yahya al-Yahsubí. Para no complicamos la vida con nombres larguísimos, lo llamaremos en adelante Abu Sabbah. Éste fue uno de los que pensaron asesinarlo nada más terminar la batalla de la Musara, a las orillas del Guadalquivir. Entonces al emir no le pareció oportuno liquidarlo. Os conté que en los primeros tiempos andaba con paños calientes, así que lo hizo nada menos que gobernador de Sevilla.
Pero, amigos míos, pasaron los años y ya no aguantaba ni una. Hacia el año 766 ya no tenía otros enemigos más fuertes y le llegó a éste su hora. Empezó por destituirlo del cargo de gobernador, cosa que puso a Abu Sabbah hecho una furia, porque sabía que el asunto no paraba ahí. El jeque debió pensar que la mejor defensa es un buen ataque y, de todas formas, la única opción que tenía era acabar con el emir, que si no, o moría peleando contra él o acuchillado en la antesala de alguna audiencia. Por tanto, llamó a las armas a todos los yemenitas que pudo y se enfrentó a ‘Abd ar-Rahmān.
Nuestro emir sabía mirar al enemigo antes de pelear y eso hizo, llevándose una sorpresa mayúscula porque habían seguido a Abu Sabbah más yemenitas de cuantos pudo imaginar. Así que, enemigo fuerte a la vista, al que no debía menospreciar.
¿Y qué hizo el omeya? Ya conocéis el perfil psicológico del personaje. Lo primero fue pensar y decidir que era más fácil acabar con Abu Sabbah engañándolo, si no podía vencerlo en campo abierto. Y eso hizo.
Lo llamó a Córdoba para parlamentar. Pero, claro, el yemenita no venía porque no se fiaba de él ni un pelo. Entonces, para confiarlo, mandó que su katib Ibn Khalid le firmara un salvoconducto, que era sagrado para los árabes. Con ese papel en la mano, imposible que el emir le hiciera daño. Fiador y testigo era Ibn Khalid. Aceptaría la invitación de ‘Abd ar-Rahmān. Al fin y al cabo, pensaría, más vale un mal arreglo que un buen pleito.
Con todo, el yemenita no se fiaba un pelo. Sabía cómo se las gastaba y por si las moscas, le acompañaron a la reunión cuatrocientos caballeros armados hasta los dientes.
El omeya lo tenía todo pensado. Los caballeros se quedarían en la puerta del palacio mientras su jeque era recibido en el salón del trono. Su guardia ya les atendería, ya.
El emir y el jeque se entrevistaron a solas y parece que hubo palabras mayores. ‘Abd ar-Rahmān le preguntaba por su traición, le reprochaba su actitud, le decía de todo, sin dejar a su enemigo ni abrir la boca. El omeya, en un momento, sacó una gumía y trató de apuñalarlo con sus manos, pero, amigo mío, el otro ni era tonto ni estaba manco. Era fuerte como un roble y su intentona quedó en eso. Pero tenía recursos para todo. Llamó a su guardia personal y allí mismo lo acribillaron a puñaladas. En pocos minutos el desdichado había muerto.
¡Un enemigo menos! Pero ahora había que justificar lo injustificable. En la puerta tenía esperándole a muchos clientes omeyas y a bastantes árabes, yemenitas o qaisíes. En la puerta estaba su katib Ibn Khalid, que había dado fe de que no se tocaría un pelo del invitado. Y en el patio, un amenazante escuadrón de cuatrocientos soldados. ¿Qué les iba a decir a unos y a otros?
Por lo pronto, cubrió con una manta el cadáver y mandó que se limpiaran cuidadosamente los restos de sangre. A continuación mandó llamar a todos los nobles que esperaban en la puerta y les dijo que Abu Sabbah estaba prisionero en el palacio. Como el crimen era gordo y podían temerse consecuencias, trató de implicarlos a todos, para que no se dijera que había incumplido su palabra. Los miró fijamente y les formuló una pregunta: ¿Debería matarlo?
A la mayoría de los convocados les parecía un disparate ese crimen, por el hecho en sí y por el peligro que entrañaba, ya que los cuatrocientos caballeros yemenitas estaban en las puertas del palacio y las tropas del emir eran escasas en ese momento. Solamente uno de ellos, pariente de ‘Abd ar-Rahmān, se atrevió a llevarles la contraria. Mirad lo que dijo en presencia de todos los visires:
—Hijo de califas, te voy a dar un buen consejo. Mata a ese hombre que te odia y que está deseando vengarse de ti. Que no se te escape porque si queda con vida nos va a traer bastantes quebraderos de cabeza y bastantes desgracias. Si acabas con él vas a liquidar una plaga importante para tu reino. Hunde en su pecho una buena espada de Damasco. Con ese hombre hasta la violencia es generosidad.
‘Abd ar-Rahmān estaba esperando una cosa así y les dijo:
—Sabed que lo he hecho matar.
Entonces levantó la manta y les enseñó el cuerpo desfigurado del yemenita.
Los visires y demás acompañantes no miraron mucho al muerto porque lo que en verdad les preocupaba eran los caballeros de Abu Sabbah que estaban en la puerta. Pero ‘Abd ar-Rahmān era más listo que todos ellos y había pensado en el modo y la manera de anularlos. Mientras él mataba a su jeque, algunos hombres del emir entregaban a cada caballero su buena bolsita de monedas para tenerlos contentos. Así que, cuando salieron a decirles cómo había acabado su caudillo, se fueron tan contentos, cada uno a su pueblo como si no hubiera pasado nada.
El único que no aceptó su papel y acabó herido, moralmente se entiende, fue el katib Ibn Khalid. ¿Dónde quedaba su palabra? ¿Dónde sus escritos concediendo el amparo del emir? No. No podía fiarse de ‘Abd ar-Rahmān, ni servirlo, ni estar a sus órdenes. Agachó la cabeza, salió de palacio, se llevó a sus mujeres, hijos y sirvientes a algún lugar apartado en el campo y ya nunca más quiso servir a un señor que le dejaba en tan mal lugar.
Poco a poco nos damos cuenta de la clase de emir que tocó en suerte a los españoles. Creo que ya os podéis hacer una idea acerca de su modo de ser y de la forma de gobernar nuestra tierra. Pero no hemos terminado. Quedan muchas cosas por contar. Echemos una breve mirada a la organización militar y territorial.
España había sido una simple provincia dependiente de Damasco y se trataba ahora de hacerla independiente. El emir aprovechó que existían provincias o coras y mantuvo esa división territorial, poniendo al frente de ellas un gobernador. Él se encargaba de todo, especialmente de cobrar los impuestos.
En cuanto a la organización militar, estamos viendo que ‘Abd ar-Rahmān no se fiaba de nadie. Por eso, hacia la mitad de su remado, ya tenía un ejército profesional compuesto por unos 40.000 efectivos. Había bastantes bereberes africanos, pero la mayoría eran europeos que habían sido hechos esclavos en diferentes incursiones y que ya se buscaban la vida aquí divinamente. Casi ninguno era musulmán. Así que, por ese lado, estaba seguro.
Tuvo enemigos en todas partes, pero a los que más temía era a los procedentes de Bagdad, alentados por los abásidas. Naturalmente fue a los que trató con más crueldad. Con ninguno de sus enemigos fue benigno que digamos, pero con los abásidas fue realmente implacable. Se cuenta que incluso pensó en organizar una expedición que fuera sobre Bagdad para reconquistar su tierra perdida y de paso dar de su propia medicina a los de las banderas negras. Unos cronistas dicen que eso le pasó por la cabeza y otros dicen que fueron quimeras. Sinceramente, vista la psicología del personaje, a mí no me extraña lo más mínimo que llegara a planteárselo.
Sigamos adelante. No he terminado de contar las sublevaciones que tuvo que doblegar. Ahora me voy a referir a una de las más peligrosas. Los bereberes, hasta este momento, se habían comportado más o menos bien con el emir. Ahora les tocaba a ellos y va a ser sonada.
En la zona del Levante español vivían bastantes bereberes, que ya sabéis que hacían una especie de rancho aparte. Pues en uno de esos asentamientos apareció un maestro de escuela algo lunático, visionario, con ínfulas de grandeza, llamado Chakya.
El personaje había tenido la ocurrencia de fundar una especie de secta musulmana de la que, por supuesto, se proclamaba líder espiritual. Como para ese menester era necesario contar con alguna, digamos, sangre azul, pregonaba a los cuatro vientos que descendía de Alí, el tan zarandeado yerno del Profeta, y de su esposa Fátima, hija de Mahoma. ¿Qué credenciales aportaba para demostrar tan importantes antepasados? Pues una. Su madre, la de Chakya, se llamaba Fátima. Tan convencido estaba y tenía tanta capacidad de convencer que casi todos sus seguidores se lo creyeron.
Nuestros bereberes, ya los sabéis, eran gente bastante iletrada, algo fanática y que deseaban poder presumir de genealogía como los árabes. A pesar de esos deseos más o menos inconfesados, las pretensiones de nuestro maestro de escuela no colaban en su tierra natal por aquello de que ningún profeta es reconocido en su tierra.
Chakya decidió que eso era bastante fácil de solucionar mudándose de pueblo, cosa que hizo enseguida, porque los designios de arriba no se iban a quedar en nada por un simple cambio de residencia. Se estableció en las zonas manchegas que hay entre el Guadiana y el Tajo. Allí los bereberes eran mayoría y estaban deseando que apareciera un morabito que les marcara las pautas y les enrolara en sus ejércitos.
Pues éste enseguida reunió una tropa abundante y bastante deseosa de hacer algo grande en nombre de un pueblo que siempre había sido segundón y había que colocarlo como fuera en el candelero. Chakya puso en pie de guerra a sus bereberes y enseguida conquistaron ciudades como Coria, Mérida, Medellín y otras de menor importancia. Le salió al frente el gobernador de Toledo y también pudo con él. Luego pensó que había muchos bereberes en los ejércitos del emir, que debían estar enrolados en el suyo. Así, por ejemplo, en el ejército del viejo cliente omeya que ayudó al emir a venir a España, de nuestro amigo ‘Ubayd Alla, había bastantes. La emprendió con ellos usando principalmente argumentos religiosos y secundariamente, por si eran débiles de espíritu, tenía a mano la espada. Bueno. Para que pensaran las cosas detenidamente comenzó por la espada y después de haberlos derrotado, consiguió que lo aceptaran como nuevo líder, abandonaran a su jefe, y se unieran al bando decente, que casualmente era el suyo.
‘Abd ar-Rahmān no podía con él porque hacía una especie de guerra de guerrillas, enfrentándose a los enemigos cuando el terreno era favorable y escondiéndose en los montes cuando no vislumbraba posibilidades de éxito en una batalla convencional. Así que el emir no vio otra salida que provocar la división entre los partidarios de Chakya, cosa relativamente fácil dado el perfil psicológico de los bereberes. Simplemente pagaba bien a algún jeque y por esa vía acababa con la sublevación.
Esa fue su estrategia y en principio le dio resultado porque Chakya tuvo que retirarse a las montañas, mientras el emir destruía las aldeas bereberes que encontraba en su camino. Digo que la estrategia funcionaba en principio porque le llegó un correo anunciando una nueva revuelta de yemenitas que estaban deseando vengar la muerte de su jeque Abu Sabbah. Sus parientes de Beja y de Niebla, viendo al emir empleado en peleas en la meseta, se aliaron con los bereberes de sus tierras para conquistar, si es que podían, una Córdoba desguarnecida.
‘Abd ar-Rahmān volvió a Córdoba inmediatamente, no para luchar sino para meter más cizaña entre los bereberes. Les mandó emisarios para desengañarlos, asegurándoles que sólo él podía defenderlos de sus enemigos naturales, los yemenitas. Como en esta clase de trucos era un maestro, consiguió que los bereberes engañaran a sus aliados los yemenitas.
¡Otra batalla! Los yemenitas y los bereberes juntos van a intentar destrozar a los de ‘Abd ar-Rahmān en las orillas del río Bembézar. Por una vez los bereberes van a burlarse de los yemenitas. Les dijeron que les prestaran sus caballos, que ellos eran consumados jinetes y los yemenitas luchaban mejor a pie. Los creyeron, comenzó la batalla y los jinetes bereberes se unieron a la caballería omeya contra los yemenitas, que fueron literalmente masacrados. Lo malo es que los soldados de ‘Abd ar-Rahmān ya no distinguían a bereberes de yemenitas y hubo sablazos y matanzas para todos. Dicen los cronistas que yacían por los suelos treinta mil cadáveres de enemigos del emir. Chakya fue asesinado por dos compañeros suyos de clan, bien pagados, claro. Sabía quitarse enemigos de encima.
‘Abd ar-Rahmān había podido con todos. Era un tirano con todas las de la ley, pérfido, cruel, vengativo, despiadado, enemigo de todos y sin amigos fieles en parte alguna, porque nadie quería estar a su lado. Daba miedo. Tenía demasiados enemigos, demasiadas cuentas pendientes. Se la estaba ganando. Se organizará otra bastante más importante de la que enseguida os hablaré. Pero antes os voy a contar algunas de las construcciones con que engrandeció Córdoba.
Ya hemos indicado antes que comenzó la construcción de la mezquita mayor de Córdoba allá por el año 784.
Las primeras mezquitas españolas eran edificios de pequeñas dimensiones, por lo general antiguas iglesias romanas o visigodas. Conté también someramente que ‘Abd ar-Rahmān ordenó que la vieja catedral cordobesa dedicada a san Vicente, fuera repartida por igual entre los dos cultos, lo mismo que había visto hacer en Damasco con la iglesia de san Juan Bautista. Luego se le antojó la otra mitad y para quitarse problemas negoció hasta hartarse con los mozárabes y al final resolvió el asunto quedándose con la iglesia entera, dándoles dinero y permitiéndoles restaurar otras iglesias. Al final tuvo lo que quiso para su religión, que era la gran catedral de san Vicente.
Cuando ‘Abd ar-Rahmān se proclamó emir, la ciudad recobró una importancia grande. Este hecho, y que el número de musulmanes había crecido considerablemente por las conversiones y por la constante inmigración de gentes de Siria y de África, hizo que las mezquitas fueran pequeñas e insuficientes para dar cabida a tantos devotos. Parece que las negociaciones con los mozárabes terminaron en el año 785. Las obras de su mezquita comenzaron ese mismo año y en 786 estuvieron parcialmente terminadas, e inaugurada con la primera jutba, que era el sermón predicado desde su almimbar. Cierto que empleó materiales de la catedral, como sus columnas, pero al final fue una proeza por su belleza y la rapidez de su construcción.
Era una sala rectangular de 2.698 metros cuadrados. En ella cabían más de diez mil fieles. Tenía once naves de doce columnas cada una, perpendiculares al muro de fondo, donde estaba la alquibla, que debía señalar la dirección de La Meca. Para dar a la alquibla la orientación adecuada, vinieron sabios discípulos descendientes del Profeta, como antes os conté. Que por cierto, en Córdoba no está orientada al Oriente como es preceptivo, sino hacia el sur. Copiaron tanto a Damasco que se pasaron de rosca. Evidentemente, la dirección de La Meca es el sur mirada desde Damasco, pero se les olvidó que esto no es Damasco y los santones debían estar pensando en la luna porque indicaron esa dirección del mihrab. Se pasaron de listos.
Era un edificio de aspecto frágil pero bellísimo. Su planta y su organización fueron copiadas de las de Oriente y la solución a la aparente fragilidad la hacía esbelta y bellísima. Las soluciones arquitectónicas fueron impecables porque se mantuvo sólida durante siglos.
Los elementos decorativos fueron variados, unos traídos de Oriente y otros tomados del arte español, romano y visigodo. Los muros, desde luego, fueron de sillería como los usados en la arquitectura española anterior a la invasión musulmana.
Más o menos por los mismos años acometió otra obra de gran alcance. Al lado mismo del Guadalquivir, justo donde estuvo el palacio de los visigodos de la Bética, mandó construir un edificio de nueva planta. Hacia el año 784 se instala en él. Allí será enterrado a su muerte cuatro años más tarde. En él vivirán los emires posteriores.
El Alcázar fue una verdadera ciudad aparte, rodeada de sólidos muros y con puertas que la comunicaban con la medina. En su interior había amplios salones, estancias, espléndidos jardines, con la mezquita a un lado y el Guadalquivir a otro. Enfrente sobresalía el gran puente romano. En el nuevo edificio vivía un mundo de funcionarios, oficiales, eunucos, esclavos, nobles clientes de la dinastía, cuerpos del ejército que defendían al emir… Más allá de los inmensos jardines estaban las habitaciones privadas del emir, su harén, un mundo aparte que infundía admiración, miedo y muchas cosas más. Más adelante hablaremos ampliamente del Alcázar.
Seguro que os estáis preguntando por las expediciones de conquista que ‘Abd ar-Rahmān organizara contra la España cristiana. Y si os digo que su actividad por ese lado fue más bien escasa no lo vais a comprender. O sí. Intento explicarlo.
En primer lugar, hay que recordar que la conquista de España fue obra de Tārik, Musa y dos o tres gobernadores. Punto. Ellos llegaron hasta Narbona, Toulouse, por supuesto que conquistaron Barcelona, Gerona, pusieron la Media Luna lo más al norte que estuvo nunca. A partir de ellos les tocó retroceder. Poco a poco, unas veces despacio y otras deprisa, pero volviendo hacia el sur. ‘Abd ar-Rahmān y sus sucesores hacían incursiones en el norte, ellos las llamaban aceifas, para conseguir botín, apresar cautivos y poco más. No digo que no conquistaran alguna plaza puntual, pero pocas y de manera esporádica.
Ya os referí una del año 767 cuando enviaron ejércitos contra Álava, dirigida por el liberto Badr. En ella vencieron los del emir. Sacaron en limpio un cuantioso botín compuesto por oro, plata, caballos, mulos, lanzas y muchas cosas más que los de Álava se comprometieron a pagar al emir, y lo hicieron durante bastante tiempo. Al año siguiente, el 768, pensaron que todo iba a ser coser y cantar y enviaron sus ejércitos nada menos que hasta Pontedeume, pero esta vez ganaron los cristianos. Fue un desastre para los musulmanes, con millares de muertos, entre ellos el príncipe Umar, uno de los hijos de ‘Abd ar-Rahmān.
Esas expediciones de conquista fueron escasas porque habéis podido comprobar que ‘Abd ar-Rahmān durante casi todo su reinado estuvo más que liado en sofocar revueltas de bereberes, yemenitas, qaisíes y otras por el estilo, desde luego en el interior de sus fronteras, para tener controlado lo que podríamos llamar el frente interno. No le dio materialmente tiempo para más.
Para una aceifa importante que hizo, por poco no le cuesta el reino y la piel, porque se las tuvo que ver con una extraña coalición de cristianos del norte con árabes descontentos con el emir. El cristiano era nada menos que Carlomagno, y los musulmanes, tres nobles enemigos a muerte de ‘Abd ar-Rahmān. Esa expedición con pretensiones imperiales acabó como el rosario de la aurora para suerte del emir y desgracia de sus potentísimos enemigos. Menos mal. Los cristianos sacaron del trance muchos heridos, más muertos y una pieza literaria grandiosa: la llamada Chanson de Roland, un poema épico y romántico único en el mundo. ‘Abd ar-Rahmān salió indemne de un peligro más y pudo continuar con el proyecto que tanto soñó. ¿Os cuento la historia? ¡Vamos allá!
Como siempre, debo decir un par de cosas a modo de introducción.
Una, que Zaragoza era mucho Zaragoza. Estaba demasiado lejos de Córdoba, era demasiado rica, estaba habitada principalmente por mozárabes y en ella vivían bastantes árabes a los que no gustaban las crueldades de ‘Abd ar-Rahmān. Esto de que allí vivieran los descontentos, no es de esta época. Recordad que cuando mencionábamos a los últimos gobernadores, os decía que Yusuf envió a Zaragoza al ambicioso Sumayl, donde se hizo algo así como reyezuelo independiente. Ahora ocurría lo mismo y va a suceder bastantes veces en el futuro, como oportunamente os contaré. Los más rebeldes buscaron un lugar alejado, donde pudieran estar relativamente libres de las puñaladas del emir.
La segunda cosa que quería mencionar es que en Europa mandaba el gran Carlomagno, que al principio bastante tenía con pelear en la Lombardía, Baviera o Sajonia, pero cuando vio las cosas más o menos normalizadas por ese lado, no pudo por menos que mirar de reojo a su enemigo del sur, que encima era un impío aniquilador de la fe cristiana, un musulmán cruel, con una fuerza interior sobrehumana. Éstos tenían espías en todas partes y el cristiano sabía de sobra cómo se las gastaba el musulmán. Que resulta que ya era un mito, con su persecución en Damasco, su huida por África, su venida a España, su pelea sin tregua contra enemigos y tantas hazañas más. Era lo que se dice una leyenda viviente.
Dicen las viejas crónicas que al principio se estuvieron hostigando el uno al otro hasta que se tomaron respeto y pensaron que lo más práctico era enviarse propuestas de alianzas, con casamientos y todo, que entonces ponían a las mujeres en medio, casaban a la hija de uno con el hijo del otro y así se arreglaban más de cuatro cosas.
A fin de cuentas eran dos gallos demasiado poderosos y, aunque estaban en corrales bastante alejados, lo normal era que más pronto que tarde se presentara alguna ocasión para verse las caras y partírselas mutuamente si se daba el caso.
¿Y cuál fue esa ocasión?
Pues que un día se reunieron tres importantes árabes, enemigos acérrimos de ‘Abd ar-Rahmān, y dando por supuesto que con sus solas fuerzas no podían con él, se fueron a la España cristiana a buscar la complicidad y el apoyo de Carlomagno. Éstos, con tal de borrar del mapa a sus enemigos musulmanes, no tenían empacho en aliarse con el mismísimo diablo. Que para ellos diablo debía ser el emperador de la cristiandad. Eso de ayudarse de cristianos para liquidar a sus hermanos de religión, lo van a hacer muchas veces en España. Esos tres personajes fueron legendarios. Os voy a contar brevemente quiénes eran.
Uno era árabe kalbí, se llamaba Suleyman al-Arabí y ejercía como gobernador de Barcelona y Zaragoza.
El segundo era también árabe pero fihrita y se llamaba ‘Abd ar-Rahmān ibn Habib. Era yerno de Yusuf, el gobernador cordobés al que liquidó nuestro emir. Le llamaban de mote el Eslavo porque era rubio, delgado, alto, de ojos azules y abundante melena. Los españoles le habían puesto ese mote por razones obvias. Desde luego parecía ser oriundo de alguna parte por encima de los Pirineos.
El tercero se llamaba Abu-l-Asward y era un hijo también de Yusuf. Al ser derrotado, fue condenado a cadena perpetua por ‘Abd ar-Rahmān en atención a que el muy tunante se había hecho el ciego. Cuando liquidaron a su padre y le tocaba al hijo pasar por el verdugo, dijo que no veía, que estaba ciego, a ver si les daba algo cortarle el cuello en esas condiciones y lo dejaban en paz. Al principio no lo creyeron y le hicieron pasar por pruebas de su ceguera. El tío era listo, se quedó con ellos, los despistó y cuando sus carceleros ya no le echaban cuentas, lo aprovechó para hacerles la peseta y tomar las de Villadiego. Se tiró al río, lo atravesó a nado, se mangó un caballo que pastaba por allí y a galope tendido se escapó a Toledo.
Estos tres tenían una cosa en común. Odiaban a ‘Abd ar-Rahmān con toda su alma pero sabían que, o se buscaban poderosos aliados, o no había quien pudiera con él. Se trataba pues, de reunir a más interesados en acabar con el omeya.
El primero que levantó la mano diciendo que contaba con un poderoso aliado fue el Eslavo. Les dijo a los otros dos que podían contar con una ayudita de excepción. Nada menos que el califa de Bagdad, que para la ocasión era Muhammad al-Mahdí, le había encargado crear las condiciones para echar a nuestro emir, tal y como había hecho con otro paisano, su antecesor Abu Ca’far al-Mansur.
Esta proposición gustó a los otros dos colegas, algo es algo, pero no los convenció. Demasiado bien recordaban que el subalterno de entonces fue a por lana y salió trasquilado, a continuación de lo cual su cabeza rodó por los suelos. Bien, debieron pensar. Menos da una piedra. No era una alianza definitiva pero al menos contaban con algo.
Reconociendo los tres socios que necesitaban una mano bastante más fuerte y expeditiva, decidieron hacer su excursión por Europa y buscar a Carlomagno. Cualquier alfaquí decente los hubiera fulminado de conocer la ocurrencia. ¡Qué vergüenza —les diría—, tres musulmanes pidiendo ayuda a un perro cristiano para pasaportar a otro musulmán! ¿Hasta dónde hemos llegado? Bueno. Los tres se echaron a la espalda la hipotética reprimenda del alfaquí porque lo que de verdad les ponía era acabar con ‘Abd ar-Rahmān y eso, o lo hacían con la ayuda de Carlomagno, o no lo hacían nunca. Estaban al cabo de la calle de experiencias pasadas. Así que emprendieron el viaje en busca del Emperador.
Hay que decir que los tres socios prepararon bien su viaje. En Zaragoza, —le dijeron al gran emperador cristiano y era la pura verdad—, nunca habían aceptado a ‘Abd ar-Rahmān. Debería aprovechar que estaban hartos de él, ir con sus ejércitos a la preciosa ciudad del Ebro y conquistarla. Suleyman al-Arabí les abriría las puertas de la ciudad, que para eso era su gobernador. Encima le iba a dar un rehén de excepción para que se lo llevara de vuelta. Sería Thalaba, un general distinguido del emir cordobés, que se había cambiado de bando y de chaqueta.
¿Y qué cara les puso Carlomagno ante empresa de tanto recorrido?
La verdad es que lo pusieron a cavilar. Resulta que hacía sólo sesenta años que los musulmanes habían invadido España y veintidós desde que ‘Abd ar-Rahmān tomara el poder en Córdoba, y ahora no pasaba por sus mejores momentos. En el norte las tenía crudas. Zaragoza, Huesca y Barcelona no le obedecían ni respetaban. Muhammad al-Mahdí, el califa de Oriente, estaba dispuesto a acabar con él. Y en Córdoba estaba todo el mundo achantado por lo que ya sabemos. Aparentemente ‘Abd ar-Rahmān estaba en apuros y seguramente era un momento aprovechable.
La reunión entre los tres musulmanes rebeldes y Carlomagno se celebró en Paderbom (Westfalia), donde se estaba celebrando la gran dieta. Corría el año 777. Los sajones vencidos se estaban bautizando por millares, aunque se echaba en falta que recibiera las aguas del bautismo su caudillo Witikind. Ya que aparentemente había arreglado las cosas por ese lado del mundo, quizá convenía mirar para otra parte, y el sur, invadido por los infieles, desde luego era el lugar adecuado. Se lo pensaría bien.
Si el cristiano decidía invadir Zaragoza, iba a ser una empresa memorable. Pero, ¿qué fue a hacer realmente en España el gran Carlomagno? ¿Su objetivo era religioso? ¿Político quizás? ¿Las dos cosas al mismo tiempo?
Me inclino por esto último. Es decir, que le impulsaban motivos políticos y también religiosos. No era poco eliminar a un personaje de la talla de ‘Abd ar-Rahmān y sacudirse el dominio de una potencia emergente que empujaba por el sur, y de qué manera. Y en cuanto a la motivación religiosa, consta que el rey escribió una carta al papa Adriano y se conserva la contestación de éste, fechada en mayo del año 778. En ella el Sumo Pontífice promete a Carlomagno que rezará para que Dios envíe a un ángel que vaya por delante de sus ejércitos y le conduzca a la victoria. Dice que, —cito la carta en su original latino—, francorum exercitus Deo dilectos, que el ejército de los francos era amado por Dios, lo que le daba bastantes posibilidades de ganar esa batalla u otra más importante que decidiera acometer si hacía falta.
«Bien —debió pensar Carlomagno—, al menos la vanguardia de mis ejércitos estará decentemente guardada. Pero ¿y la retaguardia?»
Eso es otro cantar. Ya os contaré, ya.
El caso es que, como dice un cronista, «Carlos, movido por los ruegos y quejas de los cristianos mozárabes, oprimidos en España bajo el pesado yugo sarracénico, llevó su ejército allá».[7]
Era el día 19 de abril del año 778. Carlomagno había celebrado la Pascua en Chasseneuil, una pequeña villa regia de Aquitania, próxima a la vía que llevaba desde Burdeos a Pamplona. Un ejército, formado por francos, bretones y aquitanos, se encaminó hacia los Pirineos occidentales. Otro cuerpo de ejército, formado esta vez por borgoñones, bávaros, provenzales, gentes de Nimes y longobardos, iba a entrar en España por el Pirineo oriental.
Va a España a recibir la rendición de Zaragoza, según le prometió Ibn al-Arabí. Por supuesto. Pero para eso no hubiera hecho falta un ejército tan formidable. Iba realmente contra Córdoba. ¿No había conseguido conquistar el reino lombardo? ¿No había atravesado el Rhin, sometido y bautizado a los sajones? ¿No había atravesado los Alpes por dos lugares diferentes consiguiendo conquistar más de media Italia?
Carlomagno había leído en un libro que:
‘Abd ar-Rahmān fue el más cruel de los reyes sarracenos. Oprimió tanto con tributos a los cristianos y a los judíos de España que vendían a sus hijos y a sus siervos. Los redujo a la miseria y con tanto apremio conturbó a toda España. [8]
El emir omeya se estremecería en Córdoba y los cristianos mozárabes se alegrarían enormemente cuando supieran la noticia de la invasión de España. Lo recibirían seguramente como a un redentor.
¿Fue recibido Carlomagno como un redentor en la católica España? Pues os vais a quedar de piedra cuando os lo cuente. Los catalanes recibieron a Carlomagno a regañadientes. Se diría que las gentes de Barcelona preferían el dominio de los omeyas antes que el de los francos. Les pusieron cara de circunstancias, pero el asunto fue pasable. En el otro extremo de los Pirineos el recibimiento fue bastante peor. Los navarros y los vascos no querían por nada del mundo que los invadiera Carlomagno. El pobre pensaría que al fin y al cabo representaba al Sacro Imperio Romano Germánico y que éstos, de fuerte raigambre católica, les harían estar como en casa. Pues se equivocó de medio a medio como os contaré enseguida.
A mediados de abril pasó los Pirineos hacia el sur por Roncesvalles y llegó a Pamplona, llamada por los Anales Regios «fortaleza de los navarros». Allí acudió, como había prometido Ibn al-Arabí, el gobernador musulmán de Zaragoza y Barcelona, y le entregó sus rehenes. Lo mismo hizo el de Huesca, que se llamaba Abu Thawr. Éste entregó a su hermano y a su hijo. Ellos garantizarían la lealtad de estos dos importantes personajes. De manera que las cosas se iban consolidando conforme al proyecto. Tenía rehenes de Barcelona, de Huesca, de Pamplona, quedaba por ventilar Zaragoza, que en realidad era la clave militar de la empresa que acababa de acometer. Los dos cuerpos de ejército, tanto los que entraron en España por el este como los que lo hicieron por el oeste del Pirineo, se dirigieron a Zaragoza, donde deberían poner el cuartel general de las operaciones del emperador en España. Tal y como les prometió Ibn al-Arabí, las puertas de la ciudad se les abrirían de par en par como a libertadores que eran.
¿Qué ocurrió realmente?
Carlomagno se encontró con algo que no estaba en el guión. Estos musulmanes aguantaban muy poco las ausencias de sus jefes titulares. Ibn al-Arabí se pasaba la vida yendo y viniendo a tierra de los francos y apareció otro listillo que le movió el sillón. El tal se llamaba al-Husayn y le tomó tanto gusto a su mando interino que decidió dar una vuelta a la tortilla y asumir las funciones plenas de gobernador, hasta nueva orden. Por lo pronto, cuando los ejércitos de Carlomagno se acercaban a la ciudad, con ganas los pobres de descansar junto al Ebro de tanto camino, se encontraron con que les daban con las puertas en las narices. Y si querían adueñarse de Zaragoza deberían hacerlo por la fuerza. ¡Vaya contratiempo!
El emperador se llevó un disgusto tremendo pero tenía bastante poco margen de maniobra. Por lo pronto, para matar su cabreo, tomó prisionero a Ibn al-Arabí. Pero ya el asunto tenía poco remedio, salvo asaltar la ciudad. Tenían rehenes de Pamplona, de Barcelona, de Huesca, de Zaragoza, pero, ¿de qué le servía tanto rehén ante la indisciplina de otro árabe ambicioso? La ciudad estaba cerrada a cal y canto y ese era el único hecho incontestable.
La posibilidad de asediarla no suponía algo irrealizable para el gran Carlos. Tenía treinta y seis años, una experiencia considerable y sus fuerzas estaban intactas. Ya había cercado Pavía, tras lo cual conquistó media Italia. Era evidente que estaba rodeado de una población hostil pero tampoco era algo nuevo para él. Era un contratiempo pero aunque no tuviera ganas, lo haría.
En estas estaba cuando recibió un correo que le trajo noticias bastante fastidiadas. Los desgraciados sajones, a los que dejó aplacados, vencidos y bautizados antes de partir para España, se habían levantado, incendiando y destrozando aquellas preciosas ciudades cercanas al Rhin. Carlomagno sintió que su presencia allí era urgente y no veía claro qué podría ventilar en esta España tan especial, donde convivían unos compañeros de cama tan extraños. ¡Quién lo hubiera imaginado! No era bienvenido. Los habitantes de España se sentían mejor en compañía de musulmanes que con sus hermanos de religión. ¿Qué pintaba aquí? Se marcharía a sus tierras europeas.
Sin embargo, se sentía engañado. Sospechaba que la toma del poder en Zaragoza por al-Husayn era una traición. Ibn al-Arabí lo había engañado miserablemente haciéndole venir para esto. Menos mal que lo tenía en su poder como rehén. A éste se le iba a caer el pelo. Se lo llevaría de vuelta a Francia. Los rehenes le serían de utilidad porque pensaba volver más adelante para conquistar lo que en esta expedición no había conseguido. Una vez que dominara la rebelión de los sajones, les llegaría el turno a estos desgraciados musulmanes. Con estos pensamientos abandonó el cerco de Zaragoza y se dirigió a Pamplona, desde donde proyectaba regresar a Francia.
En Pamplona habían cambiado las cosas. Si en el viaje de ida, navarros y vascos habían guardado las formas con Carlomagno, ahora la hostilidad hacia el ejército franco era evidente. Se ve que se habían envalentonado al conocer lo que hizo en Zaragoza al-Husayn y no iban a ser ellos menos. No aguantaban el dominio franco, por lo que el emperador tuvo que emplearse a fondo para conquistar militarmente la ciudad y a continuación hizo lo que le pareció más práctico, que fue desmantelarla completamente y destruirla. Cuando hubo arrasado Pamplona, decidió marcharse a su Francia, atravesando el desfiladero de Roncesvalles.
El ejército de Carlomagno era muy importante. Lo componían alrededor de cinco mil caballeros que debían cargar con unas armaduras pesadísimas. Hombres de a pie iban bastantes más. En primer lugar marchaba la vanguardia, compuesta por una quinta parte del total de efectivos, a continuación de los cuales iba el emperador. Entre la vanguardia y el grueso del ejército iban alrededor de cuatro mil caballeros, acompañados de sus correspondientes peones. Marchaban de dos en fondo, por lo que se extendían aproximadamente siete kilómetros de aquel empinado camino. La retaguardia la componían mil caballeros, acompañados de sus peones, mulos e impedimenta. Deberían ocupar más o menos tres kilómetros. En la retaguardia iban los más expertos capitanes, los nobles encargados del servicio en el palacio real y los encargados de guardar el tesoro del ejército. También en la retaguardia, pero muy bien custodiados, iban Ibn al-Arabí, Abu Thawr y los demás rehenes capturados en Zaragoza, Barcelona, Pamplona y Huesca.
En la parte opuesta había ocurrido algo que si no se cuenta no se cree. ¡Los vasco-navarros eran aliados de los musulmanes! ¿No os dije antes que íbamos a encontrar a unos extraños compañeros de cama? ¿Qué intereses tenían en común dos comunidades tan dispares? ¿Qué aportaba cada colectivo a los intereses del otro?
El interés común era expulsar a los francos de España. Es difícil descifrar cómo tanto árabes como los vasco-navarros llaman a Carlomagno para a continuación echarlo a pedradas de aquí. Se puede entender que los hijos de Ibn al-Arabí armaran todo lo que tenían que armar para rescatar en el desfiladero de Roncesvalles a su padre, rehén de los francos. Y, si me apuráis, que los vascos pensaran que los de Carlomagno en vez de ayudarles los iban a someter. Pero entonces, ¿por qué los llamaron?
Bueno. Entendámoslo o no, ahí tenéis a unos, los musulmanes, que aportaban la técnica militar. A otros, los vasco-navarros, que conocían muy bien el terreno que pisaban y, como arma más efectiva, contaban con sus venablos, utensilios arrojadizos que éstos empleaban con bastante eficacia.
Unos y otros se emboscaron en los riscos altos del desfiladero y dejaron pasar a la vanguardia y al grueso del ejército franco. Seguramente sabían que el papa Adriano había prometido a Carlomagno que delante de su ejército iba un ángel guardián y eso hay que tenerlo en cuenta por si las moscas. Cuando la retaguardia comenzaba su cuesta hacia abajo en el puerto, dio comienzo una batalla desigual. Ya ahí no iba ningún ángel y éstos tienen siempre la manía de atacar por la espalda.
La caballería, principal arma de los francos, no podía moverse en los desfiladeros. Los caballos no podían galopar ni revolverse y los caballeros iban vestidos con unas lorigas pesadísimas y más en plena canícula de agosto. Las lanzas y las espadas de los caballeros no les servían para nada ante unos asaltantes que les lanzaban sus venablos desde las alturas. Los soldados de Carlomagno se desenvolvían en franca inferioridad de condiciones. Y vinieron el desorden, los tumultos, las muertes. En esas circunstancias no podía haber orden de batalla que permitiera salvar los muebles. La retaguardia del ejército franco fue exterminada. Murieron muchos nobles, consejeros áulicos, murió Eggihardo, el prefecto de la mesa regia; también Anselmo, conde de palacio, por supuesto que también Rolando, prefecto de la marca de Bretaña y muchos otros nobles y soldados.
Cuenta el viejo poema que Rolando hizo trizas un peñasco de un golpe de su espada; dice también que, cuando vio a sus soldados dispersos por aquellos montes, hizo sonar su trompa a ver si los conseguía organizar, pero fue lo último que tocó en la vida, porque algún venablo lo mandó al más allá. Un desastre. Un auténtico desastre para el emperador Carlomagno.
Los musulmanes consiguieron liberar a sus rehenes. Los hijos de Ibn al-Arabí sacaron de las manos de los francos a su padre y al resto de los prisioneros. Y, como es natural, la rapiña. Unos y otros saquearon toda la impedimenta del ejército franco, se hicieron dueños del tesoro real, que era imponente, y lo repartieron a partes iguales entre los que gritaban Allah hu Akhbar y los que gritaban más fuerte todavía Gora Euskadi askatuta. Ya veis, amigos míos. Si alguna vez os topáis con que éstos se han vuelto a hacer socios, temedles.
¿Consecuencias?
Una, que Carlomagno no quiso ver más a España ni en pintura. Dos, que los tres socios árabes agacharon sus orejas, trataron de pasar desapercibidos y no buscaron en adelante alianzas contra ‘Abd ar-Rahmān, porque ya sabían por experiencia que más vale malo conocido que bueno por conocer. Tres, que los vasco-navarros siguieron en sus montes partiendo troncos, lanzando venablos y cantando el Eusko gudariak. Y cuatro, que ‘Abd ar-Rahmān I, ya algo más entrado en años y con bastantes espolones, respiró tranquilo una vez más, dueño y señor de esta parte del mundo, que él llamaba al-Ándalus y nosotros España. [9]
Lo de Roncesvalles, como era de esperar, tuvo su resaca en la España musulmana. Ibn al-Arabí, de vuelta en Zaragoza, fue apuñalado mientras rezaba en la mezquita. Al-Husayn fue el brazo ejecutor. Lo acusó de traidor a la religión musulmana y eso era bastante para que lo liquidaran. ¿Lo creemos? ¿No sería más bien que no quería a su lado a quien podía moverle la silla? Dejémoslo ahí porque no terminó el asunto.
‘Abd ar-Rahmān salió inmediatamente para Zaragoza, con el objetivo de limpiar la ciudad de desafectos a su régimen. No quería que se volviera a repetir eso de que llamaran a los enemigos contra su persona. Al-Husayn se sometió al emir omeya, pero sólo por el momento. Como era un ambicioso nato, al poco tiempo volvió a levantarse en armas contra el omeya. Sus paisanos fueron sensatos por una vez y decidieron no consentir más levantamientos, que consideraban bastante peligrosos, así que lo prendieron y se lo enviaron preso a ‘Abd ar-Rahmān, que lo liquidó pronto, y eso lo sabía al-Husayn, que hacía el camino entre Zaragoza y Córdoba rezando todo lo que sabía porque no tenía que preguntar qué iba a ser de él. Como era de esperar, sus captores lo llevaron a presencia del emir, que enseguida mandó que le cortaran los pies y las manos para a continuación matarlo a golpes de maza. Así acabaron los conjurados.
‘Abd ar-Rahmān, el hijo de Moawia, el nieto del califa Hixem, era un hombre entrado en años. Los rizos que antaño caían a ambos lados de su frente ya eran canosos, casi blancos. Su vida entera fue una peripecia increíble, desde su nacimiento en la lejana Siria hasta ahora, en que se veía casi un anciano. Pocos caudillos podían decir, como él, que había vencido en todas las guerras que tuvo que sostener contra propios y extraños.
Un día decidió dejar a un lado las guerras. Le apetecía componer versos, que fueran una especie de testamento por el que le distinguieran las generaciones posteriores. Todavía vivía su querida Holal, la esclava que le regalaran las hijas de Yusuf y que había sido siempre una de sus favoritas. Cuando algo turbaba su mente o en los momentos especiales, era la que mejor lo entendía. Este era un momento especial. No había guerras, sus enemigos apenas existían, pero iba a dejar escrito algo importante. Su hijo Hixem, el heredero del trono, andaba por Toledo haciendo guerras. Acompañado de ella y de un séquito reducido, se fue a la Ruzafa. Allí, en aquel lugar inolvidable, recordaba su niñez, su familia, su tierra y las lágrimas resbalaban por su curtido rostro. Todo se agolpaba a su mente. Se sentía grande, casi omnipotente. Sus hazañas deberían ser recordadas. Mandó que se acercara el katib y le fue recitando unos versos que decían lo siguiente:
Nadie como yo, empujado por una indignación tan noble y desnudando una espada de doble filo, cruzó el desierto, surcó el mar y superando olas y campos estériles, conquistó un reino, fundó un poder y un almimbar independiente para la oración.
Organicé un ejército que estaba aniquilado. Poblé ciudades que estaban desiertas y después llamé a toda mi familia a un lugar donde pudo vivir como en su propia casa.
Mi familia vino acosada por el hambre, amenazada por las armas, fugitiva de la muerte y obtuvo seguridad, abundancia y riquezas. Soy para ellos más que un bienhechor o un patrono.
Su familia. Su adorada familia. Ella era la razón de ser de todas sus hazañas. Pese a todo, ahora, ya viejo, tenía un rictus de tristeza. Caros había pagado sus triunfos. Ningún jeque quería estar con él porque lo consideraban un ser tirano, vengativo, cruel. Sabía que apenas volvía la espalda lo maldecían como si fuera un miserable apestado. Se dio cuenta de ello cuando tuvo que elegir a un nuevo cadí para Córdoba.
Sus dos hijos, Hixem y Suleyman, por una vez se habían puesto de acuerdo en que nombrara a Mozab, un anciano virtuoso, austero y prudente, apreciado por todos. El emir lo mandó venir y le ofreció el cargo pero el anciano le dijo que no. Estaba convencido de que un cadí debe aplicar las leyes, hacer justicia conforme a la sunna y eso era imposible con ‘Abd ar-Rahmān, que era un monarca que imponía siempre su tiránica voluntad.
En el gesto del emir se veía que iba a ocurrir algo malo, porque no soportaba que le torcieran sus designios, y menos un viejo cualquiera. Menos mal que se contuvo, quizá porque Mozab le imponía un cierto respeto. A pesar de todo le soltó las siguientes palabras:
—Vete de aquí. Malditos sean los que te han recomendado, aunque se trate de mis hijos.
Todos le huían. Ni siquiera Ibn Khalid, uno de los dos jeques de Elvira que le ayudaron tanto al principio, ni siquiera él quería estar a su lado y tenía sus razones. ‘Ubayd Alla, el otro jeque de Elvira, a pocas no termina mal porque tampoco se fiaba de él. Lo llegó a considerar su enemigo, tanto que lo apartó completamente de su lado. Incluso Badr, su fiel liberto, el que le acompañó en los primeros momentos cuando era un vulgar fugitivo, incluso él se había apartado de su señor.
Hasta su familia le volvió la espalda. Su sobrino Mugirá se había aliado con un hijo del gobernador Yusuf, para vengar la muerte de su padre. Todos estaban contra él. Los clientes omeyas, su familia, los bereberes…, pero él se mantenía fuerte, enhiesto a ratos como un árbol del camino, aunque en otros momentos entrara en una profunda depresión.
Cuando esto ocurría, instantes después despertaba de su ensimismamiento y llamaba a su lado a su ya vieja esclava Holal. Ella le entendía sin decir palabra. Sabía de los pensamientos de su señor como si fueran los suyos propios. Le miró con ojos de ternura esperando oír sus preocupaciones, como tantas otras veces había ocurrido. ‘Abd ar-Rahmān se dirigió a ella como si estuviera hablando con todos los nobles del reino juntos, y le dijo:
—He instaurado en al-Ándalus un reino basado en el despotismo y en la fuerza de mi espada. Pero ¿quieres decirme de qué otra manera hubiera podido gobernar a árabes, a bereberes y a gentes tan diferentes como las que habitan aquí? ¿Qué prefieres, la violencia y la tiranía o la anarquía y el más absoluto desorden? Si no es por mí, aquí hubiéramos tenido centenares de reinos, tantos como tribus, tantos como clanes. ¿Quién hubiera tenido fuerzas para mantener a raya a los cristianos del norte como los he mantenido yo?
‘Abd ar-Rahmān decía todas estas cosas a Holal, unas veces gritando, enfadado, y otras con voz queda, con cariño, como pidiendo comprensión o tal vez perdón. ¿Por qué debía pedir perdón? ¿No dejaba una monarquía fuerte, a la que los cristianos no podían hacer ningún daño? ¿No estaba el reino unido como nunca antes estuviera? ¿No estaban sus tesoros repletos de oro y de plata, sus almacenes de grano llenos hasta arriba…? ¿No vivía su pueblo en la abundancia?
Era un día de septiembre del año 788. No había cumplido los sesenta años. La vieja Holal por una vez en su vida se atrevió a tomar la mano del soberano. Él estaba recostado en su otomana, disfrutando del atardecer otoñal de la Ruzafa. Miraba al infinito, porque en el infinito estaba su añorada Siria. Inclinó la cabeza y los dos rizos de sus cabellos parecía que se unían en uno, tapando el único ojo de nuestro emir. Holal tembló por un momento. ¿Dormía el emir? Apartó con delicadeza los rizos de su ojo y comprendió que su amo había muerto.
Su cuerpo fue llevado al Alcázar que fundó y allí se le dio sepultura, en un mausoleo que serviría para los demás soberanos de Córdoba.