CAPÍTULO 13

HIXEM II, TERCER CALIFA DE AL-ÁNDALUS.
ALMANZOR

Terminaba el capítulo anterior diciendo que al-Hakam murió en los brazos de Fayic y Djaudhar, los dos eunucos principales del palacio y del reino. Decíamos de ellos que eran un par de pájaros de cuenta y os lo voy a explicar.

El primero tema el importante cargo de guardarropa del palacio y el segundo era el gran halconero del califato, empleos los dos importantes, que además les conferían un inmenso poder en el entramado del Alcázar. Su condición de eunucos no les privaba de ser dos de los más grandes señores de al-Ándalus. Los eunucos que a su vez estaban a su directo servicio eran alrededor de mil, que también era muy ricos y tenían multitud de esclavos. También disponían de un ejército personal de soldados no tan eunucos, armados hasta los dientes, bien pagados y que daban su vida por complacer y servir a estos dos personajes. Eran por tanto muy poderosos, con una escolta armada para lo que hiciera falta.

Este clan de eunucos, de esclavos, de soldados y de mangantes, mandado por nuestros Fayic y Djaudhar, eran algo así como el cuerpo de élite de la corte, los que formaban el primer círculo palatino, al que era imposible acceder sin especiales merecimientos. Hay que decir de ellos que tenían muchos privilegios que molestaban profundamente al pueblo porque iban por el mundo de sobrados, despreciaban al común de los mortales y hacían lo que les daba la gana, sin someterse a leyes ni a costumbres que, según la opinión de los propios interesados, no estaban hechas para ellos. Y el caso es que si alguien se quejaba al califa de estos comportamientos, encima les daba la razón en todo. Digamos en resumen que eran una especie de poder fáctico, si no el más poderoso, al menos uno de los que más mangoneaban en el Estado.

Pues estos dos no podían soportar a Hixem. Los intereses contrapuestos que existían en el círculo íntimo del califa niño era de órdago a la grande. Todos eran hombres muy poderosos, todos estaban dispuestos a matar al de al lado con tal de conservar sus privilegios, y todos querían anular a Hixem para ponerse ellos en su lugar más o menos descaradamente. Y es fácil de explicar si os cuento las fuerzas y las flaquezas de cada uno.

Cha’far al-Mustafí, el primer ministro, y por tanto, en teoría, el que debía estar por encima de los demás, era un hombre oscuro, de origen bereber y por tanto de baja cuna, tacaño, poco brillante, nada imaginativo, que tenía colocados a sus hijos y parientes en puestos que sobrepasaban su nivel de incompetencia. Su única virtud, si así podemos llamar a esto, era su amistad íntima con al-Hakam y su fidelidad a él por haber compartido la niñez y la juventud como si fueran hermanos. A éste le interesaba que se mantuviera la designación de Hixem, sencillamente porque el poder estaría en sus manos y en las de su familia durante bastantes años.

En el bando opuesto estaba el príncipe al-Mugīra, al que mucha gente veía como la solución ideal porque nadie se creía que pudiera ser factible el reinado de Hixem, sirviendo de muñeco de feria para los intereses de uno o de varios personajes ambiciosos. Y si alguno de los promotores de esta idea argumentaba que al-Hakam nombró heredero a su hijo, respondían que eso se arreglaba fácilmente si se nombraba califa a al-Mugīra y heredero a Hixem, que ocuparía el trono tras su tío. Como punto débil de esta opción, he de decir que de ambicioso no tenía más que lo justo, que lo suyo era vivir bien y que no quería meterse en líos. El hombre vivía apaciblemente en su almunia y se dejaba ver por el Alcázar nada más que lo preciso.

¿En que lado estaban los demás?

Gālib no era problema. Podía estar en un lado o en otro, teniendo en cuenta que su enorme prestigio podía inclinar la balanza del lado que se pusiera. De cualquier manera, era ya viejo, sus ambiciones habían sido colmadas y no era un primer enemigo a batir porque no me parece que intentara suplantar al califa, fuese cual fuese.

Fayic y Djaudhar sí eran agentes activos en las luchas de poder que se avecinaban porque eran dos capitostes de mucho cuidado, lo fueron en el reinado de al-Hakam y estaban seguros de que no lo iban a seguir siendo en el supuesto de que reinara Hixem. El asunto se les ponía feo si el designado accedía al califato porque mandaría Cha’far al-Mustafí, que iba a quitarlos de en medio para poner a otros en su lugar, probablemente familiares suyos. Eso no hace falta que se lo digan a uno porque se nota con mirar a los ojos al que puede ponerte o quitarte de un lugar bajo el sol. E imaginad la mala leche que podían atesorar unos sujetos a quienes habían castrado siendo niños, a los que habían cortado por las bravas las ambiciones amorosas pero habían dejado intactas las ansias de poder, de dinero, de mandar en lo propio y en lo ajeno.

¿Y Almanzor? ¿De qué bando estaba Almanzor?

Lo bueno y lo malo que tiene contar esta clase de historias es que todos sabéis cómo terminan, lo que hace perder a la narración ese punto de intriga si se deja para el final desvelar el desenlace. Como no es el caso, os diré que Almanzor era el más ambicioso de todos, el más listo, el que más apoyos tenía, el que más tiempo iba a emplear en maquinar soluciones a su gusto, y por tanto es el que terminó haciéndose con lo que todos ambicionaban. Además, era el más hábil en usar a unos contra otros, en aprovechar sinergias para que otro haga el trabajo sucio, quedando él con las manos limpias y con las ambiciones colmadas.

¿La gente? ¿El pueblo de Córdoba? ¿Qué prefería el pueblo como solución a un caso en verdad delicado?

No hace falta decir que nuestros musulmanes no sabían qué cosa eran elecciones libres y democráticas, tampoco se hacían encuestas, así que hay que conformarse con rumores, que estaban descaradamente a favor de que un príncipe de sangre real, al-Mugīra, hijo, nieto y hermano de califas, se sentara en el trono, que un chico es un chico y lo más probable es que se cumpliera el augurio de los astrólogos que pregonaban el final de la dinastía si no se hacían las cosas como Dios manda.

Y una vez hecha esta introducción de los personajes, vayamos a los hechos.

Os dije que al-Hakam murió en los brazos de Fayic y Djaudhar y que nadie, excepto ellos mismos, sabían que se había producido el fallecimiento. Y en capítulos anteriores os referí una especie de cónclave de eunucos a la muerte de ‘Abd ar-Rahmān II, así que no os puede extrañar lo que ahora diré.

Los dos personajes se reunieron para decirse lo que ya se sabían de memoria, y es que si se cumplían las previsiones sucesorias y reinaba Hixem, quien reinaría realmente sería el primer ministro y el poder que ahora detentaban tendría los días contados. Era necesario, por tanto, pasar urgentemente a la acción y conseguir que quien se sentara en el trono de los omeyas fuera su tío al-Mugīra y que se nombrara heredero a Hixem para tapar la boca a los posibles descontentos. Pero, ¿quién ponía los cascabeles al gato? ¿Qué hacer para anular a Cha’far al-Mustafí?

Djaudhar, el de menor rango pero más lanzado, aportó enseguida la solución:

—Vamos a hacerle venir y le cortamos aquí mismo la cabeza. Creo que es la mejor manera de quitamos estorbos para ejecutar nuestros planes.

Fayic, más humano, más templado y el de más autoridad, opinó que eso era un disparate y que lo mejor era arreglar las cosas dialogando, método entonces desconocido en la práctica pero que de vez en cuando pasaba por la cabeza de personajes como los de nuestra historia. En cualquier caso, convinieron que no tenía tanta fuerza como para estorbar los planes que acababan de poner sobre la mesa, por lo que sin más discusiones lo mandaron venir para ponerlo al tanto de acontecimientos y proyectos.

El pobre Mustafí se llevó un buen sobresalto al oír lo que le decían los dos colegas. La muerte de al-Hakam era una tragedia pero, al fin y al cabo, esperada. El que le contaran sus planes de anular a Hixem y elevar a al-Mugīra al califato, el que le pidieran ayuda para eso, lo desconcentró, provocando en él una serie de sentimientos bastante hirientes y encontrados. Su incondicional dedicación y lealtad al califa difunto, desde luego estaba con su hijo, así que sentía dolor, sorpresa y rabia al mismo tiempo. Y por otra parte, le había recorrido la espalda algo así como un miedo electrizante porque sabía que estaba en terreno ajeno, donde era vulnerable en extremo, y si a estos tíos no les daba la razón, no iba a salir vivo de allí. Por eso intentó escurrirse lo mejor que pudo, fingir hasta hartarse mintiendo como un bellaco, poner sonrisa de conejo, tras lo cual les dijo lo siguiente:

—Vuestro proyecto es el mejor para todos. Si lo ejecutáis, mis amigos y yo os vamos a ayudar con todas nuestras fuerzas. Lo que os aconsejo es que, antes de ponerlo en práctica, os aseguréis de la opinión de los grandes del reino para evitar posibles revueltas. Por mi parte voy a hacer lo que siempre he hecho. Defenderé las puertas del palacio y estaré a la espera de vuestras órdenes.

De la respuesta de Mustafí sacamos un par de conclusiones. La primera es que los engañó como a chinos porque le temblaban las carnes de que saliera el plan que le acababan de poner encima de la mesa, y además podía despedirse de su ascendencia en el caso de que saliera bien. La segunda cosa que me admira era el poder que tenían estos eunucos, por encima incluso del primer ministro. De cualquier manera, al menos salía vivo de allí, y probablemente después de haber convencido a los dos de que estaba de su parte.

Naturalmente, apenas llegó a su residencia, convocó de urgencia a un buen capítulo de interesados para ponerlos al cabo de la calle de acontecimientos, de planes y de perspectivas, que el ambiente echaba chispas y había que ponerse las pilas inmediatamente si querían conservar el poder, el cuello y muchas cosas más. Los convocados eran, nada menos que Almanzor, Ibn Aflah, un cliente de al-Hakam, un hijo del general Tomlos, aquel que murió peleando en África, y algunos otros personajes bastante influyentes. También se hizo rodear, como es natural, de un buen contingente de tropas afines, entre las que había regimientos africanos y algunas tropas españolas porque los dos eunucos lo tuvieron a su merced y ese chollo no podía permitir que se repitiera. Cuando estuvieron reunidos, les comunicó la muerte de al-Hakam y los planes de los eunucos sobre el futuro del reino, continuando de esta manera:

—Si Hixem sube al trono conforme al designio de su padre y a nuestro juramento de fidelidad, no vamos a tener nada que temer. Pero si con al-Mugīra triunfa el plan de los eunucos, vamos a perder los empleos y seguramente también la vida porque ese príncipe nos odia.

Los convocados se quedaron con la boca abierta al oír a la vez tantas noticias y tan importantes. La gran mayoría de los asistentes tenían la misma opinión que Mustafí. Los cuchicheos iban subiendo de tono porque se trataba de poner remedio al dislate y se atropellaban las palabras de unos con las de los otros. De todas maneras iba prevaleciendo una opinión que alguno puso encima de la mesa. Era necesario matar a al-Mugīra antes de que se enterara de la muerte de su hermano. Y en una especie de decisión asamblearia, la propuesta fue aprobada por unanimidad, con lo que estaba encantado Mustafí. Ahora se trataba de ejecutar el plan, ir a casa de al-Mugīra, acabar con su vida, y a otra cosa, mariposa. Pero ¿quién se atrevía a hacerlo? Las caras se fueron torciendo, la gente miraba para otro lado, porque ninguno quería cargar a sus espaldas semejante asesinato. Por fin Almanzor se dirigió a los asistentes diciendo:

—Este asunto no va a acabar bien. A pesar de eso, como somos todos amigos de Mustafí, es preciso hacer lo que él ordene. Y puesto que ninguno de vosotros quiere encargarse de matar a al-Mugīra, voy a hacerlo yo, si el jefe está de acuerdo. No tengáis miedo y confiad en mí.

La gente se quedó de piedra porque no era normal que un civil al fin y al cabo se prestara tan fácilmente a cometer asesinatos, a los que sí estaban más acostumbrados los hombres de armas. Sin embargo, su propuesta fue aceptada al momento. Alguno de ellos trató de justificar la decisión con estas palabras:

—Tienes razón al encargarte de este negocio. Si tenías el honor de ser admitido en la intimidad del califa, si eres estimado por muchos miembros de la familia real, eres el más indicado para cumplir un encargo tan delicado y tan fundamental para el reino.

Pues manos a la obra. Almanzor salió de la estancia dispuesto a llevar a cabo el encargo. Hizo que le acompañara un general pariente de ‘Abd ar-Rahmān III por aquello de dar al trabajo un toque militar, reunió un centenar de guardias bereberes así como algunos escuadrones de españoles, montó en su caballo y dirigió la comitiva a la residencia de al-Mugīra. Una vez allí, rodeó el palacio con sus soldados y entró a la casa donde estaba el príncipe, ajeno a los sucesos que hemos contado. La familia de al-Mugīra apreció enseguida que aquella visita, que parecía un ciclón, no traía a la casa nada bueno. Sin dejarlos respirar, Almanzor miró al príncipe con gesto de fiereza y le dijo:

—El califa ha muerto y le va a suceder en el trono su hijo y heredero Hixem. Pero los visires temen que estés descontento de este nombramiento y me han enviado para preguntarte lo que piensas.

El príncipe se quedó blanco cuando oyó las palabras de su impetuoso e inesperado visitante. No necesitaba que le dijeran mucho más para comprender que su suerte estaba echada porque éstos se las gastaban así. El pobre miraba la mano de Almanzor, sabiendo que en cualquier instante desenvainaría la espada para matarle. A todo esto, los escuadrones de soldados españoles entraban en el palacio, atropellando a sus esclavos y sirvientes. Tenía la boca seca y le temblaban las piernas porque veía a los soldados dirigirse hacia él. Pese a todo, hizo un desesperado y tímido intento de defensa. Con un hilo de voz y con tono de súplica susurró lo siguiente:

—La muerte de mi hermano me aflige mucho más de cuanto soy capaz de expresar en este momento y veo con enorme satisfacción lo que habéis decidido sobre mi sobrino. Dios quiera que su reinado sea largo y feliz. Di a los que te han enviado que los obedeceré en todo y que cumpliré el juramento que hice de aceptar a Hixem como califa de al-Ándalus. Pídeme todas las garantías que quieras que te las daré. Sin embargo, si has venido con otras intenciones, te suplico que tengas piedad de mí, que te aseguro que jamás haré nada que te pueda molestar. Perdóname la vida y piensa serenamente en lo que vas a hacer.

Las últimas palabras no terminó de pronunciarlas este hijo y hermano de califas. Almanzor hizo un gesto a un par de soldados de su guardia que lo agarraron fuertemente por la garganta y estuvieron oprimiéndola durante unos minutos. Al principio se notaba que al-Mugīra hacía esfuerzos por zafarse de sus verdugos, luego poco a poco fue perdiendo el aliento, las fuerzas, hasta que cayó en sus brazos, asesinado por una panda de indeseables ambiciosos. Cuando comprobaron que estaba muerto, lo llevaron a rastras hasta la habitación contigua, tomaron una cuerda y lo colgaron de una viga que había en la techumbre. Porque la versión que correría por Córdoba sería que el príncipe se había ahorcado al saber que reinaría su sobrino y no él.

Almanzor había cumplido con su misión sin mancharse las manos y fue a dar cuenta de todo a Mustafí, que le felicitó efusivamente por la limpieza y la eficacia con que había realizado su cometido. ¡Buen trabajo! Ya se había cargado a uno, que no iba a ser el primero. Lo veremos enseguida actuar. Los dos eunucos se enteraron del papelón que habían hecho con Mustafí y su cabreo era tan monumental que juraban en arameo. Ahora no les quedaba otra opción que poner buena cara y tratar de salvar los muebles.

Córdoba va a iniciar un reinado paradójico, difícil de entender, porque, ¿qué perspectiva tenía el califato? ¿Hacia dónde iba este reino centenario, brillante, grandioso para unos y terrible para otros? Todo tenía la pinta de que tarde o temprano, lo que no habían podido hacer los españoles, lo iban a conseguir las peleas entre clanes, las luchas entre hermanos, la ambición, la malicia de unos cuantos vivales que querían ser dueños del poder, del dinero, de lo todo bueno que daba esta tierra maravillosa.

La situación de la monarquía cordobesa va a cambiar en lo sustancial porque la autoridad suprema va a sufrir un golpe mortal de necesidad. El califa, que era un niño, no va a pintar absolutamente nada y sus funciones las ejercerá un dictador, un simple mayordomo sin escrúpulos, un ser genial, un villano, un aprovechado lleno de ambición y de fuerza para conseguir dar los golpes necesarios con el objetivo de que todo el poder pasara de las manos del califa a las suyas, las de un simple escribiente, hijo de familia venida a menos. Todo esto era una tragedia para el califato y para España porque una monarquía musulmana no es nada sin ascendencia religiosa y sin ese halo de fe y de misterio que da la religión al poder en los reinos musulmanes de ayer y de hoy.

Porque os advierto que en este capítulo hablaremos bien poco de Hixem, el tercer califa de al-Ándalus, y hablaremos mucho del auténtico soberano, que ahora era Ibn Abi ‘Amir, al que todos llamarán Almanzor. Su carrera va a ser prodigiosa hasta el punto de que defenderá la causa del Islam frente a los cristianos españoles con más eficacia de cuanto lo hiciera el mismo ‘Abd ar-Rahmān III. Suyas van a ser las victorias más sonadas de los musulmanes en España, paradojas de la vida, de un hombre que había estado nada más que un rato en un cuartel, y por tanto, que de milicia y de tácticas de guerra no sabía absolutamente nada. Porque dará una nueva estructura al ejército, encuadrando en él a cantidad de bereberes, de españoles mismos que, por cierto, le adoraban y estaban dispuestos a dar cualquier cosa por defender a este hombre tan singular. En cuanto al pueblo, va a dirigir magistralmente la convivencia en al-Ándalus, quitando privilegios, humillando a los árabes poderosos y a los eslavos especialistas en esquilmar a los pobres, para dar un poco de aliento a los que siempre estuvieron oprimidos. Estamos delante del auténtico califa de al-Ándalus, que regirá los destinos del Estado durante más de veinte años, mientras que el califa niño era algo así como un juguete en sus manos.

Pero me he adelantado en el tiempo contando hasta dónde llegó, sin decir primeramente cómo consiguió alcanzar un poder tan omnímodo en medio de ese nido de víboras que era el entorno del Alcázar. Vamos a intentar hacerlo.

Es la mañana del lunes, 2 de octubre del año 976. ¡Cuántas cosas habían pasado en un día, probablemente el más largo de la dominación musulmana en España! Los pregoneros estaban anunciando a grandes voces algo que parecía bastante extraño hasta a los más viejos del lugar. Todos los ciudadanos de Córdoba debían acudir al palacio. Como no era día de fiesta religiosa, ni se había producido la vuelta de aceifas o la llegada de embajadas, la gente estaba bastante intrigada, imaginando que se iba a anunciar algún acontecimiento interior o alguna novedad no esperada.

Efectivamente. Cuando entraron, se encontraron a Hixem sentado en el Salón del Trono. A su lado estaba al-Mustafí, y al lado de éste los dos eunucos Fayic y Djaudhar inmediatamente detrás, a derecha e izquierda del primer ministro. Los demás ocupaban sus lugares habituales según sus dignidades, empleos y categorías. Enseguida dio comienzo la liturgia del acto y nuestro antiguo amigo Salim, el cadí mayor de Córdoba, se dispuso a tomar juramento de fidelidad al soberano, primero a sus tíos y sus primos, para continuar con los visires, los nobles, los funcionarios cortesanos y los notables de la ciudad y del reino. A continuación, Salim dio la palabra a Almanzor, que era el encargado de que el resto de los asistentes prestara también juramento de fidelidad al monarca. Y finalmente se proclamó califa de al-Ándalus a Hixem, dándole el título honorífico de al-Mu’ayyad bi-Alla, que en nuestro castellano podríamos traducir como «el que recibe la asistencia victoriosa de Alá».

La verdad es que no resultó fácil aquel juramento poco menos que multitudinario porque se había producido lo que el pueblo no quería. En ese momento se veía más claro que nunca que habían sentado en el trono a un niño que bostezaba aburrido mientras que en la cara de los demás se palpaba la tensión y en algunos casos la contrariedad porque se decían unos a otros que el califa iba a ser un monigote en manos de una panda de ambiciosos sin escrúpulos. Menos mal que allí estaba Almanzor con su oratoria convincente para hacer entrar en razón con gran habilidad y tacto a los más disconformes, que había bastantes. Al final terminaron negándose a jurar tres o cuatro personas y si algo quedó claro fue que el pueblo estaba de uñas con lo que había ocurrido y que podía ser previsible una rebelión, que de eso se sabía bastante en Córdoba.

La gente volvió a su casa con gesto de disgusto, cuando no de rabia contenida porque ya corría de boca en boca el vil asesinato del príncipe al-Mugīra, el que fuera la esperanza del reino. Las maldiciones a la clase dominante se oían indisimuladas por calles y plazas porque el pastel se había descubierto y a nadie se le ocultaba que ahora iban a reinar los ambiciosos, los que ni tenían título para ejercer esa alta función, ni debían hacerlo. Las palabras más repetidas eran desastre, descalabro, traición y en algunos casos necesidad de una revuelta popular que dejara las cosas en el lugar de donde nunca debieron moverse.

Almanzor había detectado la movida y también, cosa grave, que se estaban produciendo idas y venidas de gentes afectas a los eunucos, seguramente para fomentar una revuelta que desde luego debería ser favorable a ellos. El ambiente estaba muy caldeado y era necesario estudiar desde el poder qué medidas se tomaban para que las aguas volvieran a serenarse, si es que a estas alturas eso era posible.

Al-Mustafí, desde luego, era un hombre carente de ideas, que siempre preguntaba qué se debía hacer y qué no. Actuó una vez más el hombre para todo, nuestro amigo Almanzor. Era uno más del pueblo y lo conocía bien. Se hacía necesario enviar tres mensajes. Había que parar los pies al populacho haciendo un desfile o una parada militar, eso por un lado. Por otro, vendría muy bien pasear a Hixem por las calles, que de esa manera se despertaría el amor que siempre tuvo a sus soberanos. Y por fin era necesario que el pueblo sintiera que los que ahora mandaban estaban de su parte. ¿Y cómo se hacía eso? Pues simplemente suprimiendo el impuesto que más fastidiaba, que era el del aceite.

Al-Mustafí aceptó enseguida la propuesta de Almanzor y se convino que el sábado día 7 de octubre se presentaría Hixem al pueblo, el niño califa que los iba supuestamente a gobernar en los próximos años.

Esa mañana al-Mustafí, hasta entonces visir, se autoproclamó hachib, o primer ministro. Almanzor, con la inestimable ayuda de Sub, la Vascona, fue nombrado visir. El acuerdo no escrito decía que entre los dos regirían el califato durante la minoría del califa. A continuación se celebró un vistosísimo desfile civil y militar en el que Hixem aparecía montado en un precioso caballo. Iba primorosamente vestido y su caballo blanco había sido enjaezado con los mejores arreos que se pudieron encontrar en las caballerizas reales. Las gentes lo piropeaban al pasar porque les provocaba cariño, ternura, veneración y el respeto que ancestralmente profesaban a sus soberanos. Acompañaba el cortejo un ejército impresionante de hombres de armas, unos de a caballo y otros de a pie. Al frente de esta milicia marchaba con gesto entre humilde y orgulloso nuestro Almanzor, que se hacía notar para que todo el mundo fuera dándose cuenta de que lo que estaba ocurriendo lo dirigía él por el bien del pueblo. Mientras que el cortejo discurría por calles y plazas, los pregoneros reales alzaban sus bien timbradas voces, anunciando que los gobernantes habían decidido suprimir el impuesto sobre el aceite, el más odioso y el que más gravaba el bolsillo de los cordobeses.

Cuando el sol de aquel sábado luminoso y frío llegaba a lo más alto del cielo, en los ánimos del pueblo se había producido un vuelco considerable. Las gentes marcharon a sus casas con una cara diferente. La mañana los había convencido de que era necesario temer a los soberanos, no había nada más que ver qué ejércitos tenían. También de que el califa era un ser adorable, por el que sentían un profundo cariño y una gran veneración, y por fin que Almanzor era un amante del pueblo, que él se había encargado de que se supiera que la supresión de impuestos había sido cosa suya, y a él le debían que sus bolsillos y sus mentes funcionaran mejor de lo que esperaban. Id tomando nota de la astucia, de la habilidad para manejar personas y acontecimientos que poseía este hombre.

¿Los dos eunucos?

Ya os conté que se habían tratado de camuflar en el paisaje favorable al sol que más calentaba, que estaba conformado por al-Mustafí y Almanzor. Pero, claro, a medio gas continuaban con la tarea de dar la vuelta a la tortilla, si es que podían. Pero eso, a estas alturas, era imposible. Almanzor contaba con una técnica muy depurada para deshacerse de adversarios, que puso en práctica resueltamente. En primer lugar, consiguió desarmar la poderosa guardia personal con que contaban, pagando él mismo a esos soldados para que cambiaran de patrón, de cuarteles y de mando, desde el de Fayic y Djaudhar hasta el suyo propio. Y, hecho esto, procedió a quitarles mandato, atribuciones y a bajarles los humos hasta anular momentáneamente a uno y enviar desterrado a Mallorca al otro. Ahí tenemos un par de damnificados más, que seguirán dando que hablar como oportunamente os contaré.

Ha pasado poco tiempo pero parece que hace un siglo, porque los acontecimientos se han amontonado haciendo que los días se hagan eternos. Estamos a finales de febrero del año 977. En los escasos meses que han pasado desde octubre, las cosas han cambiado bastante en las fronteras con los reinos cristianos. Las noticias les llegaban enseguida y conocieron la muerte de al-Hakam, la ascensión al trono de un niño, el asesinato de al-Mugīra, todos los líos sucesorios y las feroces ambiciones de la corte cordobesa. Y lo malo, lo bueno para ellos, era que aún no se sabía quién tenía la sartén en la mano, es decir, en manos de quién estaba el poder en Córdoba.

Como a río revuelto, ganancia de pescadores, los reinos cristianos detectaron enseguida que era un momento excelente para sacudirse viejas obligaciones, dejar a un lado temores más que explicables, y atacar al califato ahora que parecía estar debilitado con luchas intestinas. Y eso hicieron, comenzando poco a poco con la sana intención de medir las fuerzas del enemigo y darles posteriormente un fenomenal zarpazo en caso de que estos tanteos no obtuvieran respuesta musulmana.

En pocas semanas las fronteras hervían de batallones cristianos atacando y robando todo lo que encontraban, destruyendo villas, ciudades y almunias, quemando todo lo susceptible de arder y metiendo el miedo en los musulmanes, que estaban entretanto mirando para otro lado. El atrevimiento cristiano crecía por días hasta el punto de que habían llegado hasta las mismas puertas de Córdoba, sin que se les diera la respuesta que habría sido esperable. Y lo malo es que la autoridad suprema del califato era al-Mustafí, un personaje incapaz de liderar la reacción que merecían y que estaba haciendo falta para dejar las cosas, al menos como estaban.

La primera en poner el grito en el cielo fue Sub, porque estaban ocurriendo cosas de no poca importancia. Los cristianos se crecían por días, los musulmanes estaban más que enfadados y con razón, y nadie hacía nada por defender el reino. Esta vasca listísima estaba en todo, lo detectaba todo y era lo que llamaríamos hoy un poder fáctico. Por eso, en lugar de hablar con Mustafí, que era el indicado, se dirigió a Almanzor porque era necesario tomar alguna determinación militar y el hachib era un ser débil e incapaz de afrontar el problema que se les estaba viniendo encima. Almanzor tranquilizó a su íntima amiga. Le dijo que si él disponía de dinero suficiente y le daban el mando del ejército, pondría los cascabeles al gato, echando a los cristianos muy lejos.

Nada más dejar a Sub, Almanzor se fue en busca de Mustafí con una idea fija, que era hacerse él con el mando supremo del ejército. Se trataba de hacer entender a un inepto que urgía emprender una campaña militar, y que la jefatura de esa campaña debían asumirla su único amigo fiel y capaz de hacer lo que con tanta urgencia demandaba el pueblo de Córdoba.

Mustafí sabía que su colega tenía toda la razón. Gālib era el más indicado pero estaba en Medina Selim y era ya un viejo, con deseos de ayudar en lo que fuera necesario pero sin fuerzas para asumir en su integridad una empresa como esta. Por eso convocó a los visires para estudiar el modo y manera de enviar una expedición contra los cristianos.

Todos estaban de acuerdo en la urgente necesidad de la aceifa y ahora se trataba de decidir quién la mandaría. Porque ningún visir estaba dispuesto meterse en un embrollo de resultado más que incierto. Entonces dio un paso adelante el astuto de Almanzor y les dijo lo siguiente:

—Yo estoy dispuesto a mandar esas tropas con dos condiciones. Debo ser yo quien las elija, y debo disponer de cien mil monedas de oro para costear los gastos.

Uno de los visires puso el grito en el cielo, sencillamente porque la cifra le parecía disparatada, pero recibió inmediata respuesta de Almanzor:

—De acuerdo. Toma tú doscientas mil monedas, el doble de lo que exijo yo, y ponte al mando del ejército si te atreves.

El protestón agachó la cabeza, dijo que estaba de acuerdo con que dispusiera de cien mil, todos dijeron que sí, y acabó la reunión con que nuestro amigo contaba con el dinero y tenía el mandato de reclutar un ejército para enfrentarse a los cristianos.

Los expedicionarios eran los mejores soldados de Córdoba, tanto árabes como bereberes, eslavos y cristianos. La recompensa prometida valía la pena porque jamás soldado alguno de al-Ándalus había salido en campaña con una paga tan considerable como la que daba nuestro Almanzor. Salieron el último día de febrero del año 977, pelearon por tierras de Salamanca, llegaron hasta los alrededores de Simancas, mataron, robaron, se hicieron con infinitas riquezas y volvieron hacia el 15 de abril con los bolsillos llenos, con infinitos prisioneros que serían vendidos en el mercado de Córdoba a precios exorbitantes, y con nuestro amigo más encumbrado todavía de lo que ya estaba.

Esta fue la primera de las cincuenta aceifas que va a sacar Almanzor a tierras de cristianos. Debo decir enseguida que este hombre fue un castigo para los cristianos como no lo habían sido todos los emires y califas juntos. A punto estuvo de acabar con todos ellos y parece increíble que esto fuera así, tratándose de un civil al fin y al cabo, que de milicia sabía nada más que lo justo.

Militarmente, la aceifa no es que fuera gran cosa; sin embargo, la noticia alegró mucho a los cordobeses por varias razones. Por fin el ejército musulmán había tomado la iniciativa, dando una soberana lección a los cristianos. Ya no se iban a aventurar alegremente en expediciones por tierras musulmanas. Se lo pensarían dos veces porque aquí había un mando extraordinario, unos soldados excelentes y tenían más ganas de pelear que el primer día.

Y Almanzor era un astuto vendedor de ilusiones, que sabía lo que quería y cómo llegar a sus objetivos. En lugar de apropiarse él de la parte del león del botín, lo repartió entre sus soldados, que ya lo aclamaban como a un líder carismático, amante del pueblo al que salvaba de males sin cuento, y un hombre que pensaba en el bien de sus soldados, comenzando por el bolsillo. La principal consecución era haberse ganado al ejército, desde los oficiales hasta los simples soldados. Como veis, su estrategia era perfecta, le estaba saliendo bordada y nada se ponía en su camino para evitar que siguiera adelante, aunque todavía le quedaban peldaños por escalar y personajes que le estorbaban en esa ascensión increíble.

¿A quién le tocaba ahora? Lo estáis adivinando. Era el turno de al-Mustafí.

Este personaje era ya un gigante con pies de barro. En primer lugar, era un bereber de origen valenciano, que todo se lo debía a su vieja amistad con al-Hakam. Estas dos realidades ya por sí mismas lo dejaban ante la aristocracia cordobesa literalmente en pelotas porque no soportaban que un bereber fuera la autoridad suprema del califato y porque, muerto al-Hakam, había perdido todo su apoyo. Y es que jamás intentó ganarse a la gente de una manera o de otra. Encima, había colocado a toda su familia en puestos que en modo alguno sabían desempeñar. Era, es verdad, un hombre culto y un poeta, que de otra manera no hubiera conseguido la amistad de al-Hakam. Sin embargo, ni era un político, ni tenía el prestigio o las cualidades que se le exigían por su alta condición de hachib. Bastaba con que le consultaran cualquier asunto delicado para darse cuenta de que no sabía qué decir o qué decidir. Generalmente, en estos casos, recurría a su colega Almanzor. La pregunta era hasta cuándo aguantaría este último aparecer en segundo plano en lugar de tomar las decisiones en primera persona. Los más cercanos a ambos estaban seguros de que no estaba lejano el momento en que el cargo de hachib cambiara de mano.

No estaban equivocados los que pensaban así porque la mente calenturienta del antiguo estudiante de Torrox ya estaba funcionando, buscando el momento de dar el golpe de gracia al bereber. Sin embargo, aparentemente nada cambió entre ambos. Lo seguía tratando con respeto aparente y hasta con fingido cariño aunque no lo podía ni ver. Desde luego, en sus frecuentes visitas al harén para tener contenta a Aurora, dedicaban siempre los momentos anteriores y posteriores en poner de vuelta y media a al-Mustafí, hablar de su absoluta incompetencia y de que el momento de quitárselo de encima no podía ni debía demorarse por mucho tiempo.

El que más odiaba a al-Mustafí era Gālib. El viejo general lo tenía todo hecho y campaba por sus respetos en su feudo de Medinaceli con el mando supremo en los ejércitos de aquella frontera y no soportaba que un bereber inútil y advenedizo se hubiera hecho con la máxima autoridad en el reino. Su influencia en el ejército era tan grande como su odio a Mustafí. Por eso, cada vez que podía, le ponía palos en las ruedas, hablaba mal de él y, desde luego, había perdido el interés por luchar, que cuando se preguntaba por qué y para quién lo hacía, se sentía postergado, ninguneado y asqueado porque el puesto debía ser suyo y de nadie más.

Al-Mustafí se dio cuenta de que ahí tenía un enemigo y trató de ganarse al general, haciendo de aprendiz de brujo e imitando en sus técnicas a su amigo Almanzor. Porque fijaos qué ignorante, hasta le pidió consejo acerca del modo y la manera de quitarse de encima la enemistad con Gālib. Y la respuesta que obtuvo fue algo así como:

—Deja el asunto de mi cuenta. Voy a salir de aceifa a tierra de cristianos e iré en compañía de Gālib. Aprovecharé los largos días de viaje para hablarle de ti y para quitar hierro a la posible enemistad que exista entre los dos.

Era el 23 de mayo. Había pasado apenas un mes desde que volvieron de la primera aceifa y ya estaban en marcha para la segunda. Almanzor estrenaba nombramiento una vez más. Era el generalísimo de los ejércitos de Córdoba y con esas estrellas en su bocamanga emprendía esta segunda expedición.

En Madrid se encontró con Gālib. Almanzor tenía la lección bien estudiada y ahora tocaba usar al viejo general contra el hachib. Por eso lo colmó de atenciones, le trató con inmenso cariño, le pidió consejo y le aseguró una y mil veces que consideraba a Mustafí absolutamente indigno de ocupar un puesto que le venía demasiado grande y que no tenía condiciones para desempeñar. Cualquiera diría que entre ambos se había creado una corriente de amistad y que habían unido sus estrategias para quitar el puesto a Mustafí. Luego continuaron juntos la aceifa, consiguiendo algunas victorias y abundante botín, tras lo cual dieron la campaña por terminada, marchando el uno para Medinaceli y el otro para Córdoba.

La verdad es que el mérito de la expedición correspondía a Gālib, que lo dirigió todo. A su joven aliado no le quedó otra cosa que ver, oír y aprender, que falta le hacía. Sin embargo, actuando conforme a su resentimiento, pregonó a los cuatro vientos que todo el mérito era de Almanzor, que era un caudillo magnífico y más cosas que podían molestar a su odiado Mustafí.

Estas alabanzas y estos éxitos le valieron nuevos cargos que añadir a los que ya detentaba. Resulta que era prefecto de la ciudad y encargado de la policía un hijo de Mustafí, que no se ocupaba del cargo más que para enriquecerse. La consecuencia era que los ladrones campaban por sus respetos y el pueblo de Córdoba estaba desprotegido como jamás lo había estado. Almanzor ocupó el puesto, dio un golpe de timón, se encargó de hacer bien las cosas y en pocos días los ladrones habían buscado mejores aires, dejando Córdoba limpia de esa y de otra gentuza, cosa que agradecieron profundamente los cordobeses.

A todo esto, a Mustafí se le habían abierto los ojos porque la destitución fulminante de su hijo estaba cantando a las claras que su poder perdía fuerza por momentos. A estas alturas tenía claro que su rival era Almanzor y de que ya poco podía hacer ante él. Contaba con la poderosa Sub, que era su amante. Las familias más notables también estaban con él porque entre un bereber y un árabe, siempre apoyaría a este último. El ejército también estaba de su parte, como había comprobado en las dos recientes aceifas. Mustafí se sintió bastante solo ante tanto poder, preguntándose en quién se podría apoyar para afrontar a un enemigo así de fuerte. Y encontró que su único asidero sería su más encarnizado enemigo el general Gālib, si es que era capaz de engatusarlo para su causa. Pero, ¿cómo se conseguía ese imposible? Alguno de sus adláteres debió soplarle al oído la solución. Gālib tenía una hija preciosa llamada Ismá. Era una chica bellísima y la quería tanto que había mandado construir una almunia deliciosa en el arrabal, al otro lado del río, precisamente para ella. La solución era que Mustafí pidiera a Gālib la mano de su hija y casarla con uno de sus hijos, el más apuesto y decidido de todos. Y el caso es que al viejo general le pareció una idea genial, a pesar de que odiaba al hachib con toda su alma.

Existe un libro precioso, que cuenta la belleza de esta chica, el amor que le tenía su padre, sus sueños, sus amores y su esperanza en el futuro.[88] El casamiento con un hijo de al-Mustafí era un partido excelente para ella, sólo que… ¿sabéis con quién acabó casándose esta chica de belleza extraordinaria? Os lo voy a decir sin más preámbulos. ¡Se terminó casando con Almanzor!

Estoy viendo la extrañeza dibujada en vuestras caras hasta el punto de que alguno se va a poner las manos en la cabeza y se va a hacer varias preguntas que intentaré contestar en cuanto sepa y pueda. Por ejemplo:

¿Se casó Almanzor enamorado de esta chica? Y os respondo que por supuesto que no, que lo hizo por quitar a Mustafí su coartada y el poder con que tanto soñó. En la casa de Gālib se metía él y únicamente él.

¿De quién estaba enamorada Ismá? Si creemos a Simonet en el libro antes citado, del más valiente, del más audaz, del más apuesto, del que más poder tenía, que era Almanzor. Esto puede explicar que Gālib cambiara tan rápido de parecer. Puede ser que se lo pidiera la chica, a la que tanto quería, o quizás pensó que entre pillo y pillo, era mejor partido el de Torrox.

¿Y Sub, la Vascona? ¿No puso el grito en el cielo viendo a su amante en brazos ajenos, que encima eran jóvenes y mucho más apetecibles que los suyos? ¿No temía Almanzor el despecho de una mujer tan poderosa como la sultana?

Conocemos mal la vida, costumbres y milagros de nuestros musulmanes españoles, especialmente en lo que se refiere a sus afanes sexuales y sentimentales. Para ponemos un poco al tanto, digamos enseguida que Sub era amante de Almanzor, cosa escandalosa mirando la relación con ojos de hoy, pero eso no era una excepción. Se acostaba también con as-Salim, el cadí principal del reino de que hablamos anteriormente. Para que podamos entender la magnitud del evento, imaginemos que estamos en un país cualquiera, y que la reina ejerciente se acuesta los lunes, miércoles y viernes con el Presidente del Tribunal Supremo y los martes, jueves y sábados con el Presidente del Gobierno, que todavía no lo era pero que lo va a ser enseguida.

Con lo dicho, que seguramente os habrá asombrado, sacamos unas cuantas conclusiones:

  • Que Sub era bastante zorra, lianta, ambiciosa, y que tenía amplias tragaderas, que de otra manera no se explica lo que acabo de decir, y menos que estuviera tan contenta con sus amores y los de su amante.
  • Que Almanzor no para de sorprendemos, porque hay que tener redaños para hacer sin pestañear todo lo que le hemos visto hasta ahora, y os advierto que no he terminado de contar su historia.
  • Que somos bastante ingenuos al decir e imaginar que en tiempos pasados la gente era más mirada en eso de salir del lecho conyugal y ocupar eventualmente los ajenos. Entonces cocían habas, probablemente más y mejor que ahora.

Bueno. Pues se celebró el matrimonio y parece que las cosas marcharon bien en lo personal. Ismá era una muchacha culta, preciosa y de buen carácter. Tenemos noticias de que estuvieron enamorados en lo que cabe y que Almanzor la puso por delante de todas sus demás esposas. ¡Menos mal!

Desde el punto de vista político, este casamiento de conveniencia tuvo una consecuencia inmediata, que fue la fulminante destitución de al-Mustafí. El pobre perdió sus cargos, los perdieron sus hijos y, a partir de ahí, tuvo que soportar el martirio chino de verse expoliado de sus bienes, luego encausado judicialmente con acusaciones de malversación de fondos, que realmente era culpable, pero no más que Almanzor, que Gālib o que toda la camarilla que ahora detentaban el poder en Córdoba. Ya veis. Un damnificado más en la cuenta del ambicioso Almanzor, que el mismo día en que destituyó a al-Mustafí, se autonombró hachib, lo que es igual que decir presidente del gobierno. A partir de entonces, la autoridad suprema estaba en las manos de Almanzor, que la ejercía teóricamente acompañado por su suegro Gālib aunque en realidad, el antiguo liberto era también un cero a la izquierda.

¿Y la gente? ¿Nadie levantaba la voz ante tanta desfachatez, ante tanta vida rara y tanta ambición desatada?

Naturalmente que sí hubo sus cosas. Un par de ellas os voy a contar, una de la gente del pueblo y otra con dimensión de golpe de Estado fallido. Vayamos primero a lo popular.

El pueblo veía fatal lo que estaba ocurriendo. Por una parte, el califa no existía porque lo que tenían era un personaje al que estaban educando entre Sub y Almanzor para que se ocupara de todo menos del reino. Almanzor ni era un califa ni lo iba a ser nunca. No tenía ascendencia real y un simple noble de familia venida a menos jamás ocuparía ese lugar. Por delante estaban los mandatos religiosos y el sentir de la gente. Y el ejemplo que daban era como para taparse la cara de vergüenza. El pueblo murmuraba, la gente y los poetas largaban por esa boca lo que no está en los escritos.

Había un poeta al que llamaban Ramadí, que había sido amigo de Mustafí y que se dedicó a hacer sus coplillas poniendo verde al califa, a su madre, a Almanzor y a todo lo que se movía por el Alcázar. Estos poemas eran convertidos por el pueblo en coplas populares y se cantaban por plazas y calles con ese desparpajo con que el pueblo critica todo lo que le parece que está mal hecho. Una de esas coplillas decía lo siguiente:

—Este es el fin del mundo porque ocurren cosas increíbles. El califa está en la escuela y su madre tiene dos amantes distinguidos.

Almanzor se ponía de los nervios cuando se enteraba de esas habladurías. Incluso llegó a castigar a algunos cantores pero eso era como tapar con las manos un hormiguero, así que tuvo que tragarse unos cuantos sapos y mirar para otro lado porque no le quedaba otra opción.

La segunda revuelta tuvo más calado. Fue una especie de golpe de Estado y a punto estuvo de que saliera bien a los insurgentes. Estamos en el 979 y hacía un año justo de la destitución de al-Mustafí. Vamos a ser testigos de una de esas asonadas que salen raras veces pero que apuntan a la cabeza misma de un régimen.

El organigrama de la conjura estaba muy bien diseñado y los papeles habían sido repartidos con especial cuidado. A la cabeza de la intentona y como líder de ella estaba el eunuco Djaudhar, uno de los dos de quienes hemos hablado anteriormente, defenestrado por Almanzor y de quien dijimos haber sido anulado, queriendo significar que no le habían cortado la cabeza y que lo dejaron vivito y coleando. Estaba también el prefecto de la ciudad llamado Ibn Aflah, el poeta Ramadí y unos cuantos notables más que tenían como común denominador su amistad con al-Mustafí y su odio a Almanzor. Contaban con un califa alternativo, que era nieto de ‘Abd ar-Rahmān III y se llamaba ‘Abd ar-Rahmān ibn ‘Ubayd Alla.

El plan que trazaron era sencillo y tosco. Se trataba simplemente de que Djaudhar entrara en palacio, apuñalara a Hixem e inmediatamente los compañeros de fatigas aclamaran a su candidato alternativo como ‘Abd ar-Rahmān IV, que ya le habían puesto su nombre de guerra y todo.

El día señalado para la acción y cuando el prefecto abandonó la casa del califa para marcharse a la suya llevándose consigo a la guardia personal, Djaudhar pidió permiso para ver al califa, y como era viejo conocido de la casa, no tuvo ningún problema para entrar y ponerse delante del muchacho, que tenía a la sazón 14 años.

El plan salió fatal, en primer lugar porque calcularon mal la fuerza y la viveza de Hixem, al que tenían por tonto pero que ya era un hombre, así que al ver al eunuco con el puñal en las manos, el chico se echó para atrás, esquivó el golpe y dio lugar a que uno de los que se encontraban en el salón se abalanzara sobre el agresor y acabara con él por el suelo y con el proyecto más por el suelo todavía. Defensor y agresor se enzarzaron en una pelea y acabaron con las ropas hechas trizas y con el eunuco en manos de la guardia palatina.

Uno de los amotinados, el prefecto Ibn Aflah, se enteró enseguida del fracaso de su intentona y quiso salirse en el último momento, o al menos dar la apariencia de que estaba de parte de los buenos. Para ello se puso en primera fila a la hora de meter en la cárcel a los amotinados, sacudiéndose así las sospechas que su conducta infundía. Pero al final acabaron todos en la cárcel de Madinat az-Zahrā’, en espera de proceso, de juicio y de sentencia. Las tres cosas fueron rápidas y que casi todos se marcharon enseguida al paraíso, convenientemente pasaportados por el de la cimitarra. He dicho casi todos porque al pobre poeta Ramadí le aplicaron un suplicio distinto, para él peor que la muerte. Podía vivir, y pasear por calles, plazas, zocos y mercados de Córdoba pero no podía hablar con nadie, ni contestar a nadie, ni comunicarse con nadie por los siglos de los siglos. A tanto llegó el mandato que las gentes de Córdoba le pusieron un nombre de guerra adecuado a su nueva situación. Le llamaron el Muerto.[89]

Este intento de golpe de Estado dio bastante que pensar a Almanzor y a toda su camarilla. Le habían visto las orejas al lobo porque entre los conjurados había personas bastante cercanas al palacio y a los círculos del poder. ¿Qué habían hecho mal? ¿Dónde estaba el fallo? ¿A quién tenía realmente enfrente? Para continuar mandando en al-Ándalus era de urgente necesidad contestarse estas preguntas y cambiar en las cosas que pudieran haberse hecho mal.

Y Almanzor sacó unas cuantas conclusiones y comenzó a actuar en la dirección que le marcaban esas reflexiones.

Desde luego, tenía enfrente a los alfaquíes y a los hombres de religión más ortodoxos. Y es que ni era ni había sido un observante mediano de las prescripciones religiosas, ni se le reconocía la práctica de virtudes como la piedad, tampoco daba limosnas a los pobres, nunca se le veía con un Corán en las manos, iba a la mezquita de higos a brevas, y se decía en círculos de estricta observancia que tenía en su poder libros de filosofía y otras obras que incitaban a la apostasía, a la impiedad y a la blasfemia. De todo esto se enteró nuestro hachib y se dispuso a hacer las cosas de manera que recuperara el honor perdido y sus enemigos cambiaran de parecer.

Lo primero que hizo fue ir a la mezquita cada día y procurar que lo vieran en actitud orante, como extasiado en súplicas y acciones de gracias al Altísimo. Por limosnas no había problema, que el dinero le sobraba, nadie se lo controlaba y a fin de cuentas daba lo que no era suyo, así que no le dolía la limosna en el hipotético caso de que despilfarrara por esa vía más de la cuenta.

Su segunda ostentación de religiosidad sincera fue ponerse a copiar con sus manos un Corán, desde la primera aleya hasta la última. Era ésta una tarea de chinos, porque se trataba de hacerlo artísticamente, pintando cada letra como si fuera una obra de arte. Los musulmanes no pintan escenas o personajes religiosos en cuadros o murales, y el arte de la pintura lo aplican a hacer con sus manos libros del Corán que son auténticas obras de arte y al mismo tiempo expresión de su fe y de su veneración a la palabra revelada en el Libro.

Ya conocemos un poco la psicología de nuestro personaje. Sinceramente, no me lo imagino en esa labor meticulosa, artística y llena de colorido que es la de un Corán escrito, o mejor, pintado por las manos de un fiel musulmán. Pero lo hizo. No sé si pediría secretamente el auxilio de algún ayudante o si lo haría personalmente desde la a hasta la zeta, pero lo hizo. Y cuentan los cronistas que a partir de entonces siempre lo llevaba consigo, en campañas o aceifas, en sesiones solemnes o en eventos privados; siempre tenía a la mano ese Corán para dar a entender a todo el que quisiera ver u oír que era un ferviente y piadoso musulmán.

Su tercera manifestación exterior de religiosidad, dejadme que diga lo que pienso, fue una auténtica fechoría. Para congraciarse con los alfaquíes ultramontanos, los mandó venir y organizó una quema de libros, así que una parte de la biblioteca única que había conseguido reunir al-Hakam, acabó en la hoguera de un ambicioso, ignorante, inculto, desgraciado personaje, que nada más que por esto merece la reprobación de todos los españoles de bien, sean musulmanes o cristianos. La excusa era quemar los libros de astronomía y los de filosofía, pero como ni el uno ni los otros habían leído un libro en su vida, arrambló con todos o casi todos para que quedara constancia de que era un hombre religioso, del que se podían fiar en adelante. Una tragedia. Una auténtica fechoría y una verdadera tragedia.

Esa quema de libros, junto a la destrucción de iglesias y monasterios cristianos, fue uno de los actos de vandalismo cultural más nefastos de la historia de la dominación musulmana en España, y estoy seguro de que Almanzor era consciente de ello. Su objetivo era poner de su parte a los ulemas y al pueblo y eso, al menos en parte, lo había conseguido.

Hablemos de Hixem, el califa niño. ¿Qué tal era? ¿A qué se dedicaba? O mejor, ¿qué le dejaban hacer entre su madre y el amante de ésta? He comentado que llegó a los 14 años sin que nadie, o casi nadie, se ocupara de él, y ya era el momento de hacerlo.

Cuentan los cronistas que era un chaval rubio, de ojos azules, guapo y bastante espabilado. Su preceptor decía que era listo y que hubiera podido hacer de él un califa digno porque le gustaba estudiar y lo hacía con agudeza y aplicación. Aprendía fácilmente cuanto le enseñaban y aparentaba una madurez en el juicio impropia de una edad tan temprana. Sin embargo, entre Almanzor y Aurora lo desgraciaron. En lugar de prepararlo para desempeñar las funciones a que estaba destinado, crearon a su alrededor el clima adecuado para hacerlo inútil total. Se trataba de anular sus capacidades y de meterlo en caminos que lo convirtieran en un muñeco en manos de estos dos pájaros de cuentas.

De una parte tomaron con él la dirección opuesta a la de ‘Abd ar-Rahmān III con su hijo al-Hakam. Quiero decir que encargaron a los eunucos que, desde que apenas le fue posible, le trajeran hembras hermosas, una detrás de otra hasta que el chico dijera basta, que era nunca, porque el chaval se aficionó al chicoleo y para qué os quiero contar la procesión de afortunadas yendo y viniendo del harén al Alcázar y del Alcázar al harén. Pues como tanto y tanto acaba desgastando al más pintado, cuentan algunos cronistas que se volvió impotente, así que de una u otra manera lo acabaron desgraciando desde este importante punto de vista.

Otra cosa que hicieron con el pobre chaval fue ponerlo a rezar y a hacer ejercicios espirituales indagando en los misterios del sufismo y demás importantes corrientes de mística y espiritualidad musulmana, advirtiéndole de que esa era la mejor dedicación de un hombre decente como él, que si se ocupaba de gobernar al-Ándalus, como hubiera sido su obligación, desatendería lo más importante, que era la contemplación de las cosas divinas.

La consecuencia de esta educación para la ciudadanía fue que sus mentores acabaron por conseguir sus propósitos. Hixem, como primera dedicación, se hartaba de revolcarse con señoras del harén, y como segunda, hacía buenas obras, leía el Corán, rezaba y ayunada hasta que el cuerpo le pidiera volver a la primera dedicación, y así un día sí y otro también. Aquí concluía la tarea del califa porque las demás cosas, o le estaban vedadas o le traían sin cuidado. De esta manera Almanzor estaba tranquilo, Aurora no tanto, que acabó por cabrearse de ver a su retoño en ese lamentable estado. El califa estaba completamente apartado de los asuntos del reino, de manera que todo, absolutamente todo, pasaba por las manos de Almanzor y al chico no lo veía nadie por parte alguna, que lo tenían prácticamente encerrado y alejado de lo que debería ser su tarea fundamental, que era ejercer como califa de todas las tierras de al-Ándalus. Incluso llegó a rodear el Alcázar de un muro y un foso, evitando por las bravas el contacto entre el soberano y el pueblo al que teóricamente debía gobernar.

¿Qué le quedaba por conseguir a aquel estudiante de Torrox? ¿Hasta dónde se atrevería a llegar? Os advierto que no lo hemos visto todo. Llegará en su audacia hasta sitios impensados, como enseguida os contaré.

En el año 979 puso en práctica una idea que no se le hubiera ocurrido al más osado y ambicioso de los hombres. Hacía unos meses que decidió abandonar su espléndida residencia situada en la Ruzafa porque se le quedaba pequeña en su intento de sacar del Alcázar y de Madinat az-Zahrā’ todas las dependencias del Estado para tenerlas cerca y dominarlo todo aun físicamente. Era una idea diabólica, una más, en la que remataba su inmensa ambición y las ansias que tuvo desde que era un muchacho por suplantar al califa y ocupar su lugar. No le valía el Alcázar, donde todo recordaba la soberanía de los omeyas. Tampoco la ciudad palatina de Madinat az-Zahrā’ donde cada pared, cada mueble traía al visitante el recuerdo de ‘Abd ar-Rahmān III. Él debía edificar la suya. Su palacio, una ciudad en la que cupiera el Estado y que hiciera palidecer las bellezas y la grandeza de las residencias de sus antecesores.

Si hemos de creer a Lévi-Provençal y al doctor Arjona entre otros, esa ciudad se edificó al este de Córdoba, entre los bucles de agua y de plata que forma el Guadalquivir. Le sirvió como referencia una antigua almunia conocida como ‘Amiriya, y en los alrededores ordenó una construcción fantástica, que será conocida como Madinat az-Zāhira, que quiere decir «ciudad del brillante».[90] Se niveló el terreno, se construyó el recinto completo dándole la apariencia de fortaleza, se emplearon en ella miles de obreros, materiales preciosos, de manera que poco a poco iba tomando forma una ciudad encantada, paradigma de los sueños de grandeza de un dictador sin escrúpulos que se había cargado al califato y estaba viendo convertido en realidad un sueño que hasta entonces le parecía imposible. Era una nueva y grandiosa y ciudad, un maravilloso palacio para sí y para sus hijos, y estancias para las dependencias del Estado y para los altos dignatarios del reino.

La Ciudad del Brillante estuvo terminada en dos años y enseguida se pobló por las clases altas de la ciudad, que abandonaron Córdoba y su Alcázar, abandonaron también Madinat az-Zahrā’ para acercarse al lugar donde se repartía el bacalao, que era en las dependencias de Almanzor y en sus alrededores, que crecieron hasta el punto de tocarse con los arrabales de Córdoba. En el año 981 se iniciaba una etapa nueva en la vida del dictador y del reino. A partir de ese día se rompen totalmente las relaciones entre Hixem y Almanzor. Llegó a prohibir que en actos públicos y oficiales se pronunciara siquiera su nombre. Desde entonces asumirá personalmente la dirección completa del Estado y dispondrá de todo según su real voluntad.

Tenemos delante veinte años en los que podemos hablar con propiedad del reinado de Almanzor. Nunca hasta ahora reinó Hixem pero al menos se guardaban las formas. A partir de ahora, ni eso. No llegó a proclamarse califa, eso es verdad, y seguramente no lo hizo por su astucia demostrada, que es bastante probable que esa autoproclamación le hubiera reportado más perjuicios que beneficios.

Vamos a conocer al más valiente y eficaz de los musulmanes que hicieron la guerra santa contra la España cristiana. Ninguno de los que le precedieron llegó a tanto, ni gobernadores, ni emires, ni califas. Va a pelear en dos frentes, en África y en España en nada menos que cincuenta aceifas, va a ser el magnífico organizador de un ejército que estaba anticuado y que era ineficaz, y va a dar paz, prosperidad, buena administración y tranquilidad a al-Ándalus, que buena falta le hacía.

De fronteras para adentro, la España musulmana va a disfrutar de veinte años de tranquilidad y de paz, mayor si cabe que la proporcionada en el reinado de ‘Abd ar-Rahmān III. Contrariamente a lo que sería de esperar a la vista de los escasos escrúpulos del gobernante, la Administración fue bastante limpia, justa, rigurosa, y las arcas del Estado crecieron considerablemente en este período. Las gentes vivían mejor que nunca. Los productos de primera necesidad tenían precios asequibles y la riqueza se verá en todas partes, ciudades, aldeas y hasta en el mismo campo.

Las expediciones de Almanzor a la España cristiana, que se contaban por victorias, suministraban a Córdoba millares de esclavos de origen cristiano, que se vendían a precios muy bajos en los mercados que para el caso había en Córdoba. Todo esto dará a los habitantes de al-Ándalus bienestar, sensación de estar mejor administrados que lo estuvieron nunca, y por tanto Almanzor, con todas sus cosas, era un hombre admirado, en cierto modo querido, preferido a gobernantes anteriores, más crueles, más despilfarradores y que miraban menos por su pueblo. El resumen es que los cordobeses tenían la boca callada porque la ciudad jamás había vivido tan próspera y tranquila, nunca había estado tan bien administrada, y probablemente también porque sabía que Almanzor tenía puño de hierro, así que mejor dejar las cosas como estaban y no meterse en problemas que nada iban a arreglar.

¿Todos pensaban así? ¿Todos los habitantes de al-Ándalus estaban por dejar el agua correr y el poder en manos de un usurpador?

Evidentemente que no. Había un personaje que rajaba como nadie, protestaba más que ningún otro por la situación del califato y del propio soberano. Me estoy refiriendo al general Gālib, el liberto de ‘Abd ar-Rahmān III, el más fiel servidor de los omeyas, que fuera amigo del califa al-Hakam y al que disgustaba el trato que recibía Hixem porque Almanzor se había pasado varios pueblos en su ambición y en su temeraria osadía. Gālib estaba hasta las narices de Almanzor y no se molestaba en disimularlo aunque fuera su yerno. Lo que estaba haciendo era una auténtica afrenta a la dinastía a la que tanto amaba y tan fielmente había servido.

A pesar de tener los ochenta años cumplidos era con mucho el primero en colocarse su larga cota de malla, en cubrir su cabeza con un casco dorado rodeado por una banda roja, empuñar su monumental cimitarra con la fuerza de un joven y espolear su caballo negro para recorrer las filas de sus soldados, animándoles a batallas legendarias, en las que se empleaba como si fuera un recluta.

Almanzor si algo tenía era olfato para detectar potenciales enemigos, y evidentemente supo sin que nadie se lo dijera que su suegro lo odiaba y que era un enemigo de cuidado porque sabía que él controlaba el ejército y, además, que si se le ponía entre ceja y ceja, tenía poder y salero para unir a los cristianos a su causa, con lo que se tendría que enfrentar al mejor ejército cordobés, coaligado con quién sabe cuántos expedicionarios cristianos que también le tenían ganas al dictador de Córdoba.

Ya tenemos otra vez a nuestro hombre maquinando para dar la vuelta a lo que aparentemente era un buen apuro. Y como le hemos visto en ocasiones anteriores, fue al grano, atajó el problema en el lugar adecuado y puso en marcha la solución más idónea a sus intereses. Lo que había que hacer era cambiar profundamente las estructuras del ejército y amoldarlo a la nueva situación y al nuevo dueño, que era su persona. Me trataré de explicar.

El ejército, sus cuadros y sus mandos, estaban en manos de árabes, a estas alturas hartos de todo y con pocas ganas de partirse la cara por causa alguna y menos por la de un advenedizo, con escaso pedigrí y sin la genealogía necesaria para que el personal le respete y obedezca. Con ellos contaba muy poco, por no decir nada, nuestro amigo Almanzor. ¿Qué hacer ante eso? Sencillamente, estructurar un ejército diferente, compuesto en su mayoría por soldados que confiaran en él y estuvieran de su parte hasta la muerte. Esos soldados no podían ser los de siempre, árabes de raza pero ineficaces y flojos de solemnidad. Sí podían serlo los bereberes africanos, los postergados guerreros duros como la piedra y con hambre de triunfos, de gloria y de dinero. También podían serlo los mercenarios cristianos, los perdedores de la invasión, especialmente si se les pagaba bien y se les consideraba mejor. Seguramente, entre el dinero y la consideración a las tropas de nueva recluta, podría hacer un ejército distinto, a la medida de sus deseos y fuera del alcance y de las influencias de Gālib. Para ello, los gestos eran importantísimos, y si presenciaba una pelea entre un árabe y un cristiano por ejemplo, debía dar la razón al cristiano. Así contaría con soldados nuevos, deseosos de hacerse un porvenir en la rica España de Almanzor.

Cuando tuvo este plan meditado y diseñado, puso manos a la obra. Hasta ahora había pensado muy poco en África, una tierra seca y pobre de la que poco se podía sacar excepto quebraderos de cabeza. Pues escribió cartas a los bereberes invitándolos a alistarse en los ejércitos de al-Ándalus y asegurándoles que no les iba a faltar de nada y que iban a ganarse un sueldo considerable. Y la respuesta fue mayor de cuanto pudo imaginar porque respondieron en masa al llamamiento, llegando enseguida un cuerpo de seiscientos hombres de a caballo, como avanzadilla de muchos más que vendrán en oleadas sucesivas. Lo mismo hizo con los cristianos y con los eslavos centroeuropeos, obteniendo idéntica respuesta, de manera que en poco tiempo ya tenía ejércitos formidables que sustituirían a los árabes, todavía estructurados en chunds como aquellos de Balch, que eran flojos y cobardes hasta dejárselo de sobra.

Los bereberes no se arrepintieron de haber acudido al llamamiento de Almanzor porque fue muy generoso con ellos. Llegaron vestidos como pordioseros y por caballos tenían unos asquerosos jamelgos que estaban esqueléticos por el hambre y comidos por la sama. Pues en muy poco tiempo se les vio prosperar, vestirse de otra manera, ganar algunos kilos de peso y montar por las calles en caballos lustrosos, a los que hacían dar cabriolas para demostrar lo bien que se encontraban, ellos y sus amos. Y en cuanto a su alojamiento, hay que decir que ni por ensueño habían imaginado el lugar donde vivían, que más que casas eran palacios. Los tíos se acostumbraron a pedir y para qué queréis que os cuente. Y Almanzor trataba de contentar a todos, dándoles cuanto deseaban y más. Cosas que no concedía a los árabes, se las ponía delante apenas abrían la boca.

En el bando cristiano usó idéntica táctica y le llegaron soldados extraordinarios. Eran gente pobre, generalmente no muy comprometidos con religión o con patria pero que vinieron al calor de unas pagas que jamás las iban a ganar en el bando cristiano. Y ocurrió lo mismo que con los bereberes. Se sintieron en Córdoba como en su casa, vivían como reyes y eran tratados por Almanzor con más consideración que si fueran musulmanes. Si os digo que no peleaban los domingos para que pudieran ir a misa y observar el descanso festivo, ya está contado todo.

Desde tiempos de la invasión, los regimientos, las compañías y las divisiones se formaban partiendo de identidad de tribus con sus infinitas divisiones y subdivisiones. Esto se había acabado. Los árabes eran unos soldados más y se encuadraban donde viniera bien a los intereses generales. Al hacer esto, el dictador estaba siguiendo conceptos que sobrepasaban la tribu para ser más nacionales. Estos fueron sus soldados. Los otros, los árabes, pasaron a segundo plano porque los recién llegados le garantizaban profesionalidad, ganas de combatir y una lealtad a toda prueba.

Bien. Decíamos que Gālib estaba furioso de lo que Almanzor había hecho con la monarquía, con el ejército, con el propio Estado, y que ese disgusto lo manifestaba abiertamente, sin miedo ni respeto a su yerno, al que consideraba un mequetrefe, un arribista y un hombre carente de ética y de escrúpulos. Ya ni siquiera se guardaban las formas entre ambos, excepto en las ocasiones en que salían de aceifa. Estas salidas las fomentaba Almanzor por aprender de un soldado como su suegro, valiente, conocedor de la tácticas de la guerra y dispuesto a salir apenas se lo propusieran porque seguía teniendo la ilusión y las fuerzas de un muchacho.

Y como era de esperar estalló la tormenta entre ambos. Un día coincidieron en un castillo de frontera y se encontraron los dos frente a frente oteando el campo enemigo cuando Gālib se dio cuenta de que era el momento de cantarle en la cara las verdades del barquero, diciéndole lo que tantas veces había repetido al que quisiera escuchar. Lo miró fieramente y comenzó a echarle en cara su actitud, su ambición, su desprecio por lo más sagrado, que era la monarquía, y muchas cosas más. Los reproches le salían a borbotones de la boca, soltando lo que tantas veces quiso decir a aquel desgraciado.

Almanzor le contestó, es verdad, pero tratando de aplacar las iras del viejo porque no tenía ninguna gana de montar un número en aquella ocasión y en lo alto de una almena, con un tajo impresionante a sus pies. Tenía claro que había que acabar con él, pero sería de otra manera y en otro momento. Ahora tocaba aguantar el chaparrón e intentar que bajara la tensión que iba creciendo por momentos. A Gālib no lo paraba nadie. Con más ira que nunca, continuó gritando a su yerno:

—¡Eres un maldito perro! ¡Al querer para ti la autoridad suprema lo que vas a hacer es cargarte la dinastía!

Entonces desenvainó su enorme espada y se abalanzó sobre él queriendo confundirlo con sus voces, sus ojos, con las espumas que salían de su boca y también con el arma imponente que tenía en sus manos. Algunos oficiales trataron en vano de interponerse entre ambos porque Gālib, ciego de ira, continuaba sus empellones, sus sablazos y sus envites. Almanzor sintió miedo a salir de la refriega hecho trizas y trató de saltar la muralla, buscando refugio en los pedruscos que sobresalían entre los adarves y el tajo. Eso le salvó de las iras de un viejo fiel a la corona que acababa de firmar su propia sentencia de muerte. Porque la guerra era inevitable entre ambos y más pronto que tarde iba a estallar.

A partir de ese momento, Gālib reclutó sus ejércitos para salvaguardar la monarquía y al califa de su yerno, al que odiaba profundamente. Le siguieron bastantes soldados leales a los omeyas y a él mismo. También consiguió que le acompañaran algunos destacamentos cristianos, especialmente leoneses, y al mando de este ejército tan diverso, se propuso, y lo consiguió, pelear contra su yerno hasta la muerte, porque no había lugar para los dos en tierras de al-Ándalus.

Una de esas batallas estaba siendo especialmente favorable a Gālib por la fiereza de sus embestidas y porque era un conocedor extraordinario de las artes de la guerra. Sin embargo, contra su yerno quería pelear más con el corazón que con la cabeza porque lo odiaba profundamente y lo despreciaba más todavía. Muchas veces había puesto en las batallas la fuerza y el arrojo por encima de la reflexión, y esta era una de ellas ya que estaba viendo la victoria y la destrucción de su enemigo al alcance de la mano. Se había colocado al frente de la caballería y recorría el campo de batalla repartiendo sablazos a diestro y siniestro, dando órdenes a los capitanes de las secciones, animando a unos, maldiciendo a otros, gritando a todos para que pelearan hasta la muerte por su causa, que era la de la dinastía omeya.

En uno de esos movimientos bruscos en que se exigía a sí mismo más de lo que daba su cuerpo, se golpeó contra el arzón de la silla que montaba y cayó del caballo inconsciente, siendo arrastrado en una loca carrera que acabó con su vida. Sus soldados, tanto los musulmanes como los aliados cristianos, al ver el cadáver de Gālib por los suelos, emprendieron una huida bastante explicable. No les quedaba nada por lo que luchar más que por sus propias vidas.

Almanzor se alegró muchísimo por la muerte de su último competidor pero no se paró a celebrarlo porque quería dar una lección a los leoneses a fin de que no se les ocurriera repetir alianzas en su contra. Entonces dio órdenes a su vanguardia para que atacara Zamora y si era posible arrasaran la ciudad. Y eso hicieron, al mando de un príncipe de familia noble pasado al bando del dictador, que se llamaba ‘Abd Alla, y le habían puesto el mote de Piedra Seca, de quien hablaremos más adelante. Era el año 981 y todos los que podían hacerle sombra habían ido desapareciendo. Si lo hubiera soñado, no le habrían salido sus planes mejor.

A partir de entonces hasta las apariencias cambiaron. No se molestaba en disimular su deseo de hacer olvidar al califa, y de apropiarse completamente de los simbolismos que no le pertenecían. Se dio a sí mismo el sobrenombre de Almanzor («el victorioso»), usando la vieja costumbre de algunos soberanos omeyas, que tomaron también apelativos pomposos para realzar su majestad. En las audiencias que concedía hizo que se volviera a la liturgia y a las reglas de etiqueta palaciega usadas por los califas. Todos los que acudieran a esos recibimientos debían besarle la mano y darle dos títulos que pertenecían a los califas, el de señor, y el de noble rey. Estas manifestaciones eran expresión de su deseo por emular el poder y la majestad de los califas y desde luego suplantar al titular efectivo, al que había convertido en un ser inútil y luego lo había ocultado a cualquier mirada o a cualquier añoranza.

Al ir conociendo a este personaje, me he hecho muchas preguntas y os quiero trasladar algunas de ellas. Por ejemplo, Sub, su querida amiga, la madre del califa despojado de su trono ¿aceptó sin rechistar este estado de cosas? ¿No movió un dedo por defender a su hijo del instinto depredador de Almanzor?

Hacia el año 996 la vemos haciendo lo que cualquier madre habría intentado muchos años antes. Su hijo hacía tiempo que era mayor de edad, tenía treinta años, y debieron pensar entre los dos que algo habría que hacer. Y algo urdieron, que se pasaron bolsas de dinero de una mano a otra, se buscaron enemigos de Almanzor, se recordó a los más viejos que el califa reinante era otro, pero al final no sacaron nada en claro. Su enemigo era experto en maquinaciones y en quitarse enemigos mucho más fuertes que ellos, así que esto no pasó de una mera intentona, o quizá de una manera de justificarse el hijo y la madre a la vista del estado tan lastimoso a que habían sido reducidos por el mayor ambicioso que se haya conocido de la historia de la dominación musulmana en España.

Dediquemos ahora unas páginas a contar las expediciones a tierras de cristianos, que os lo digo de antemano, fueron alrededor de cincuenta y la mayoría de ellas supusieron sonadas victorias para nuestro personaje y para las armas musulmanas. Como es imposible enumerarlas todas, voy a limitarme a contar lo más señalado, lo más notable y, en cualquier caso, lo más chocante de algunas de ellas.

La que acabo de narrar, en la que perdió la vida Gālib, tuvo lugar el 10 de julio del 981 y es conocida por los cronistas como la de san Vicente. Además de Gālib, murió en ella un príncipe vasco llamado Ramiro, hijo de Sancho Abarca. Las fuerzas del conde castellano Garci Fernández fueron diezmadas, así que los cristianos perdieron más de lo que pudieron imaginar, que si lo saben de antemano hubieran dejado a Gālib morir sin más acompañamiento, que no le hacía ninguna falta.

Almanzor no se detenía demasiado a explotar los resultados de la victoria o a machacar a los vencidos. Este trabajo sucio lo dejaba al cuidado de subalternos, que en este caso fue como os conté para Piedra Seca que se hizo acompañar por la caballería de Toledo y arrasó literalmente Zamora. Se llevó para Córdoba 4.000 cautivos zamoranos y los tesoros de infinidad de iglesias, monasterios, aldeas y castillos. En resumidas cuentas, que Piedra Seca llegó a Córdoba con las alforjas bien llenas.

Semanas después y repuestos del berrinche, Sancho Abarca, Ramiro III y Garci Fernández intentaron la revancha, supongo que porque aún no conocían los arrestos del personaje que tenían enfrente. Almanzor acababa de llegar a Córdoba y volvió a recorrer el camino por Toledo hasta el valle del Duero, donde estaban concentrados los cristianos. Era agosto del 981 y en Rueda Almanzor destrozó a los coaligados, arrasó Simancas y se llevó de vuelta a Córdoba a miles de prisioneros para venderlos como esclavos. Esta derrota costó el trono a Ramiro III. Sus nobles decían de él que era un príncipe con mala suerte congénita y adonde iban con un personaje así. Se marcharon a la iglesia de Santiago de Compostela, deliberaron con el santo la decisión más adecuada y decidieron que el más competente sería Bermudo, así que lo ungieron rey y hasta la próxima.

Bermudo era un tío casi tan listo como Almanzor. Lo veremos unas veces atacándole, otras tratando de aliarse con él para liquidar a sus oponentes domésticos y otras intentando emparentar con el de Torrox, cosa que consiguió, como más adelante os contaré. Dejemos por ahora el asunto en que el reino de León era una especie de tributario de al-Ándalus y por eso Almanzor comenzó a mirar para otro lado.

Una de las aceifas más famosas de Almanzor lo llevó hasta Barcelona, que resulta que pertenecía al reino de los francos y nuestros musulmanes hasta ahora la habían dejado estar para no tener abierto un frente más. Pero, amigo mío, nuestro antiguo estudiante de Torrox, no teniendo cosas más importantes que hacer, decidió que había llegado la hora de darle un buen tiento.

Como era una expedición a tierras lejanas y fuertes, la preparó a conciencia y el 5 de mayo del año 985 salieron de Córdoba. De paso os quiero decir que en estas aceifas iban también corresponsales de guerra. No me pongáis cara de extrañeza porque ya os he contado varias veces que el papel de los actuales periodistas lo ejercían entonces los poetas, con bastante solvencia por cierto. Quiero decir que la expedición que iba camino de Barcelona, estaba acompañada por cuarenta poetas a los que pagaba el ejército y cuya misión era presenciar las batallas, componer sus poemas y recitarlos a su vuelta para que todo el mundo estuviera bien informado de las hazañas de sus soldados, de la valentía de sus generales y de lo que debían penar lejos de su Córdoba soñada para volver con las manos llenas de tesoros y el laurel en las sienes.

¡Igualito que ahora! En lugar de magnetófono u ordenador, llevaban su bien ejercitada memoria. Sus herramientas de trabajo eran unas dotes de componer poemas que para sí las quisieran los reporteros actuales. ¿No os parece admirable? ¡Cuánto daría yo por encontrar y leer esos poemas, auténticas crónicas de guerra de una civilización admirable y lejana!

Decía que salieron de Córdoba el 5 de mayo y pasaron por Elvira, por Baza, por Lorca, llegando hasta Murcia donde encontraron a un espléndido anfitrión que los estuvo agasajando durante un par de semanas, tratándolos a cuerpo de rey. Este murciano era un ricachón llamado Ibn Khattab, seguramente descendiente de aquel conde Teodomiro que tan bien supo capear el temporal y sortear los peligros en los tiempos de la primera invasión. La verdad es que tenía dinero de sobra y sabía gastarlo cuando el momento y el personaje lo requerían.

Durante trece días estuvieron a mesa y mantel, comiendo, bebiendo, descansando y haciendo lo que les apetecía, no solamente Almanzor y su séquito sino todo el ejército expedicionario. Les tenía siempre la mesa puesta, servida con los más ricos productos de la huerta, con el añadido de que jamás les repitió un plato o les puso una vajilla usada anteriormente. A Almanzor lo sorprendió preparándole un baño con agua de rosas, lo que dejó al hombre relajado para una temporada, boquiabierto, limpito, más contento que el mundo y dispuesto a lo que hiciera falta.

Evidentemente acabó pagándole los favores, que ni el uno ni el otro daban puntada sin hilo. Como muestra de agradecimiento, lo declaró exento de pagar la contribución del territorio y mandó llamar a los administradores de la provincia, encargándoles que lo cuidaran como a la niña de sus ojos, que bien se lo merecía el murciano. Así que, ya veis, el Khattab éste hizo al final un buen negociete. Y pasadas dos semanas de descanso, reanudaron el camino hacia su objetivo.

En Barcelona mandaba Borrell desde el año 954 y enseguida se enteró de que la expedición de Almanzor iba contra él y contra su ciudad. Como sabía lo que se le venía encima, estimó conveniente salir con sus ejércitos hasta la orilla del Ebro, a ver si allí los paraba y se marchaban de vuelta sin causarle males mayores.

Pero eso era no conocer a Almanzor. El 1 de julio el ejército cordobés estaba ante los muros de Barcelona y la armada musulmana, al mando de Ibn Rumahis, echaba sus anclas en la misma bocana de aquel rudimentario puerto para dar cobertura a los soldados, aportarles armamento, provisiones, para apoyarlos en cuanto fuera necesario. Cinco días después los soldados de al-Ándalus entraron en la ciudad destruyendo cuanto había en ella. Todos los habitantes de Barcelona o habían muerto o estaban siendo cargados de cadenas para llevarlos a Córdoba y venderlos como esclavos. Los monasterios fueron saqueados, las iglesias y los palacios también, de manera que de aquella ciudad no quedó piedra sobre piedra.

No tenía demasiado interés en permanecer allí mucho tiempo. El trabajo estaba hecho. Volvían a Córdoba con las manos y las faltriqueras llenas hasta más no poder. Un triunfo más en su cuenta. Un nuevo y resonante triunfo.

A los pocos días de volver de la expedición de Barcelona se puso a mirar a África.

Os dije páginas atrás que Almanzor solucionó el problema que tenía con el ejército, reclutando soldados bereberes africanos, de los que hizo, junto a los españoles, la columna vertebral de sus nuevas milicias. No podía olvidar tampoco que África estaba demasiado cerca como para ignorarla por completo. Era necesario ocuparse de aquella tierra, de donde le podían venir peligros y también buenas oportunidades para sus objetivos de conseguir el dominio de al-Ándalus. Su primera intención fue atraerse a los zenetes, que tan útiles le estaban siendo en su ejército. Los ziríes eran, por el momento, causa perdida porque casi todos se habían vuelto fatimíes de los pies a la cabeza.

En una de esas peleas de zenetes apoyados por Almanzor contra los ziríes ultramontanos, nuestro dictador mandó una escuadra a Algeciras para apoyar a los suyos y en esta ocasión acabó con el gran almirante de la flota califal, que era el último que le quedaba. Resulta que Ibn Rumahis quería llevar la guerra en el mar a su modo, contra las órdenes de Almanzor, que lo mandó envenenar en un banquete para que no estorbara sus planes en adelante y para que se fuera al otro mundo con buen sabor de boca.

En el fondo, las regiones del norte de África estaban en la misma situación que las dejamos en reinados anteriores. Ahora el rey de Ifriqiya se llamaba Bulugguin y era un chiita, fatimí, por consiguiente enemigo de Almanzor, a quien consideraba un apéndice de los omeyas cordobeses y desde luego un impostor por partida doble.

Después de la muerte de este rey, bastantes ciudades africanas estaban sacudiéndose el dominio fatimí cuando apareció en el horizonte el viejo pretendiente chiita Ibn Kennum, que ya dio su buena lata en tiempos de al-Hakam, acabó entregándose al omeya, éste le perdonó la vida y ahora lo tenemos en danza nuevamente intentando conseguir lo que antes le fue imposible.

Almanzor, como es natural, trató de impedírselo y para ello envió a África una expedición al mando de un primo suyo llamado Askeledja. Como Kennum no era tan fuerte como para enfrentarse a un ejército del calibre del que tenía delante, el rebelde acabó rindiéndose con la promesa de que, igual que ocurrió en ocasión anterior, también ahora sería perdonado. Askeledja lo tomó como rehén y emprendió el camino de vuelta hacia Córdoba para que su primo decidiera de la vida de su prisionero como mejor le viniera en gana.

Cuando iban a la mitad del camino, a Askeledja se le pasó por la cabeza preguntarse qué tenía su primo que no tuviera él y por qué iba a disponer de la vida de Kennum Almanzor y no el que le había capturado, que era justamente su humilde persona. Y ocurrió lo que os estáis imaginando. Entre Córdoba y Algeciras, una noche de esas de otoño andaluz, mandó que se lo trajeran, le dijo que las promesas que le hizo de salvarle la vida eran agua de borrajas y lo mandó decapitar allí mismo.

Kennum había sido en vida una mala persona, que se divertía arrojando por los tajos a sus enemigos. Eso es verdad, pero también que era un notable de mucho cuidado y un descendiente del yerno del profeta, remoto si se quiere, pero no por ello menos digno de consideración y respeto. Lo que había hecho el primo de Almanzor era un sacrilegio para las gentes sencillas del reino y hasta para los mismos soldados que le cortaron la cabeza, que mientras lo hacían les temblaban las manos y después de la faena más todavía. Y por si faltaba algo, para asustarlos más de lo que ya estaban, resulta que esa misma noche se desató una tormenta que les tiró al suelo, arrasó el campamento, los dejó hechos una sopa y fuertemente aterrorizados porque concluyeron que era un castigo divino por el ajusticiamiento de uno de los chiitas vivos más importantes de todos los musulmanes. Y lo que es peor, todos o casi todos echaban la culpa del asesinato a Almanzor, que no imaginaban que su primo le hubiera cortado la cabeza sin su consentimiento.

Como el runrún iba subiendo en decibelios, Almanzor comenzó a tomárselo en serio, que ya se sabe que estos chiitas no necesitan mucho para lanzar ataques suicidas contra los que les lleven la contraria o les hagan agravios, sean éstos sangrientos, cruentos o no lo sean. Y por si no estuviera bastante caldeado el ambiente, hasta Askeledja andaba por ahí poniendo de vuelta y media a su primo, sin miramientos de ninguna clase.

Esto segundo, las maledicencias de su primo, lo arregló Almanzor por la vía rápida, es decir, llamándolo a capítulo y cortándole la cabeza sin más miramientos. Lo malo era arreglar lo primero, que era el asesinato de uno de los chiitas más notables del mundo mundial. Sabían entonces, y sabemos ahora, que a éstos no los paran todas las divisiones acorazadas del mundo, mueren como mártires con las babuchas puestas y salen como hormigas para tomar el relevo del difunto hasta que el malvado que les hizo el primer agravio muerde el polvo, o no lo muerde, porque ya no le quedan alientos para ese menester. ¿Cómo aplacaría los exaltados ánimos de los dolientes nuestro Almanzor? Porque lo hemos visto resolviendo situaciones francamente delicadas, pero esta era una de las que requerían toda su pericia y desde luego hacer algo que contentara el difícil sentimiento nada menos que de los chiitas.

Que ahora os diga que Almanzor era un zorro no es novedad. A lo largo de estas páginas hemos ido retratando al personaje y podemos asegurar que tenía salidas para todo y para todos. Pero, ¿qué iba a hacer ahora? Esta vez no os lo imagináis. ¡Va a decidir agrandar la mezquita! Seguramente el hacer una obra piadosa de ese calibre aplacará un poco los exaltados ánimos de unos furibundos paisanos. No me parece a mí que todos olvidaran la matanza de Kennum porque ya era demasiado, pero con que se aplacaran un poco, el ambiente que existía, más explosivo que otra cosa, se iría desactivando. Y parece que así fue.

Debió hacerse esa ampliación entre los años 987 y 988 fundamentalmente.

Y la verdad es que hacía falta porque la población de Córdoba crecía a pasos agigantados. Los bereberes africanos llegaban en oleadas de tribus enteras para engrosar el ejército y se traían sus familias, sus pertenencias y sus bártulos a cuestas, convirtiendo la ciudad, que ya era grande, en más grande todavía. En esta época llegó a ser enorme, se poblaron todos los arrabales, se edificaron otros y había gentes que vivían en tiendas de campaña. Por eso se trataba de una necesidad, que de paso se ganaba a los alfaquíes y en general al pueblo.

Si consideramos la mezquita como un todo, la ampliación de Almanzor viene a ser aproximadamente el 40% del total del monumento como hoy le conocemos. Más o menos un 15% sería la mezquita original de ‘Abd ar-Rahmān I, un 15% sería la ampliación de ‘Abd ar-Rahmān II y el 30% la ampliación de al-Hakam II.

Desde el punto de vista arquitectónico, Almanzor copia descaradamente lo hecho por al-Hakam pero sin la riqueza ornamental que le dio el califa sabio. Parece mentira que en quince o veinte años se haya pasado de lo precioso, casi inigualable, a lo monótono y ramplón de esta parte del monumento. Y es que al-Hakam fue un sabio, un hombre con gusto exquisito y con una cultura fuera de lo común y Almanzor era otra clase de persona. Le interesaban otras cosas que no vamos a repetir aquí por haberlas enunciado bastantes veces.

Hemos mencionado hace un momento la superpoblación de Córdoba, causada por las inmigraciones de bereberes africanos, a las que hay que añadir la de muchos cristianos, españoles o no. Todo esto conformó una ciudad de las más pobladas de su época, a la que vale la pena dedicar un momento siquiera.

Según los cronistas musulmanes, Córdoba tenía una extensión enorme. Dicen que el muro que la rodeaba media catorce millas, unos veinte kilómetros, teniendo en cuenta que estamos hablando de la medina y que los arrabales quedaban fuera.

Maqqari dice que en época de Almanzor había 113.067 casas ocupadas por el pueblo y 60.300 casas o palacios ocupados por nobles y gente principal. Oficinas y tiendas, 80.455. Dentro del recinto mismo del Alcázar había 430 casas. Os advierto que la mayor parte de la gente popular vivía en los arrabales. Podemos decir sin miedo a equivocamos que en Córdoba vivían alrededor de 500.000 personas.

Ibn Hayyān dice que había en Córdoba en esa misma época 1.600 mezquitas y 600 baños. Otros autores dan cifras diferentes: 3.877 mezquitas, de las cuales 18 estaban en el arrabal de la Secunda.

Había nueve puertas, que eran las siguientes: Bab Alcántara o Puerta del Puente; Bab Algecira Aljadra o Puerta de Algeciras; Bab Alhadid o Bab Saracostha, Puerta de Hierro o de Zaragoza; Bab Tholaithola o Bab al-Chabbar, Puerta de Toledo o del emir al-Chabbar, la del Colodro o de Plasencia; Bab Arrumia, Puerta de los Rumies, la actual de Osario; Bab Thalabira o Bab Liun, Puerta de Talavera o del León, la actual de los Gallegos; Bab Amir al-Quraysí, que estaba al lado del cementerio de al-Quraysí; Bab Alchauz o Bab Bathalius, Puerta del Paso, o de Badajoz, quizá la de Almodóvar; Bab Alatharin o Bab Ixbilia, Puerta de los Perfumistas o de Sevilla.[91]

En cuanto a arrabales, había en los alrededores de Córdoba cerca de veinte y algo os diré de ellos, sobre todo para que conozcamos un poco el paisaje urbano de Córdoba en tiempos de Almanzor.

Dos de ellos estaban al sur del río y eran el de la Secunda y el de la Almunia. En la parte occidental había nueve, algunos llevaban nombres que nos dan a entender que estaban habitados mayoritariamente por personas del mismo oficio y otros se identifican por algún monumento que estuviera situado en él. Así, estaban el arrabal de las Tiendas de Perfumes, el de los Esclavos, el de la Mezquita de la Cueva, el del Palacio de Mugith, el de la Mezquita de los Remedios, el del Baño de Elvira, el de la Mezquita de los Placeres, el de la Rauda o el Vergel, el de la Cárcel Vieja.

En el norte de la ciudad había dos arrabales: el de la Puerta de los Judíos y el de la Ruzafa. En la zona oriental o axarquía había siete arrabales que se identificaban así: el del Salar, el del Horno del Barril, el del Baluarte, el de la Almunia de ‘Abd Alla, el de la Almunia de al-Mugīra, el de az-Zāhira y el de la Ciudad Antigua.

Hemos hablado repetidas veces de los palacios, alcázares, almunias y residencias que se repartían en los alrededores de Córdoba, que fueron edificándose a lo largo de los trescientos años en que fue capital de al-Ándalus. Voy a enumerar ahora algunos de ellos. Servirá para que mentalmente imaginemos aquella gran ciudad y sus preciosos alrededores.

La Ruzafa, fundada por ‘Abd ar-Rahmān I, estaba hacia norte; un poco hacia el noroeste, Madinat az-Zahrā’; hacia el oriente, las almunias de ‘Abd Alla y al-Mugīra, próximas a los arrabales que acabamos de mencionar y también Madinat az-Zāhira; hacia el sur, cercana a la Puerta de Sevilla, la del Bostán o del Huerto; en la parte occidental estaba el alcázar de Mugith y la almunia conocida como Dar-Annaora, que a menudo servía de residencia a personajes ilustres que venían a visitar a los soberanos; también el llamado Alcázar de los Placeres, la Rauda y el sepulcro de Amir al-Quraysí, rodeado de jardines. Había otras almunias conocidas como la de Damasco; otra del Florido; otra del Enamorado; de la Corona, etc.

Rodeando la ciudad, su campiña y todas estas almunias, había más de cuatro mil cortijos o aljarafes que se elevaban en montículos para dominar los campos como si fueran los ojos de sus dueños. Había también tres mil alquerías, cada una de las cuales tenía una mezquita y un alfaquí. Desde Córdoba hasta Sevilla, las riberas del río estaban jalonadas por miles de asentamientos que daban vida a aquellos parajes y los hacían ser de los más bellos de la tierra.

Dejemos la descripción de Córdoba. Vayamos adelante en el tiempo. Es el año 988. Os conté que Bermudo, rey de León, era un tributario del califato, un vasallo a fin de cuentas de Almanzor. Y estas situaciones no suelen aguantarse de buena gana por mucho tiempo, así que se tocó la ropa, midió sus fuerzas y se echó hacia delante, con la intención de expulsar a los moros de León y de todos sus contornos.

Almanzor reaccionó rápido como un rayo, que no era perezoso y menos para dar respuestas contundentes a los que le hacían una faena. De camino hacia su objetivo le dio un tiento monumental a Coimbra y la arrasó, hasta el punto de que durante siete años nadie se atrevió a poner los pies en aquel solar, por si las moscas. Luego pasó por Astorga, que se defendió durante cuatro días pero al final acabó como Coimbra y de aquí a León, que ya, visto lo visto, se le entregó pidiéndole disculpas y todo.

El año siguiente, el 989, tuvo que vérselas con una rebelión especialmente delicada porque metido en ella estaba nada menos que su hijo ‘Abd Alla. Pero no le va a temblar el pulso en reprimirla. Va a actuar con total frialdad, como si tal cosa. Os lo voy a contar.

Os dije anteriormente que nuestros musulmanes, en asuntos amatorios, eran bastante libres y más espabilados de cuanto nuestra mente pudiera imaginar. Dicho esto, no os va a extrañar que haga una afirmación que os sonará fuerte. Este ‘Abd Alla, en teoría, era el hijo primogénito de Almanzor. Digo en teoría porque el padre putativo estaba casi seguro de no serlo en realidad ya que la madre, en sus buenos tiempos, andaba de diván en diván, de cojín en cojín y no se privaba de nada, ni siquiera de ponerle los cuernos a un personaje tan fiero como nuestro Almanzor. La consecuencia es que al chico no lo quería ver ni en pintura, y que su preferido era el segundón llamado ‘Abd al-Malik, seis años menor, de quien también hablaremos ampliamente en el futuro. En cuanto a la manera de ser del presunto primogénito, debo decir que era valiente, uno de los caballeros más distinguidos del ejército cordobés, pero de esa clase de personas que caen en desgracia por un motivo o por otro, probablemente esta vez con bastante razón.

Como ‘Abd Alla se creía más fuerte y con más valía que su hermano segundo y se sentía postergado por su padre, decidió poner tierra por medio y marcharse a Zaragoza, de donde era virrey Mustarrif, uno de los de su cuerda, de los pocos que habían sobrevivido a la limpieza de Almanzor y que miraban de reojo hacia el sur esperando en cualquier momento que el dictador lo pusiera en el punto de mira. Con esto quiero decir que un día sí y otro también, maquinaba el hombre lo suyo sobre el modo y la manera de adelantarse él para el que barrido del mapa fuera Almanzor y no su ilustre persona.

Mustarrif recibió en Zaragoza encantado de la vida al hijo de Almanzor porque ya eran dos para odiarlo profundamente y podía ser un buen puntal para poner en marcha el golpe de Estado que llevaba años soñando. Así que entre ambos diseñaron un plan de acción, conviniendo, como primera premisa, que entre los dos se repartirían el reino, quedándose ‘Abd Alla con el sur y Mustarrif con el norte, cuya capital era Zaragoza, y como segunda premisa que había que cortar la cabeza a toda costa al dictador y padre putativo de nuestro personaje.

Enseguida el complot consiguió bastantes adeptos. Más de la cuenta, como de inmediato os contaré. Entre los más notables estaba Piedra Seca, que por entonces era gobernador de Toledo, y muchos más hasta ser una conjura formidable, con ramificaciones en todos los rincones de al-Ándalus.

Nuestro personaje se enteró enseguida porque tenía informadores en todas partes a los que pagaba espléndidamente. Pues como dije, sin pestañear y disimulando, organizó una aceifa pregonando a los cuatro vientos que iba a por Garci Fernández. Llegó a Guadalajara donde se le unieron más soldados y desde allí se fue para Zaragoza, destituyendo fulminantemente a Mustarrif, el gobernador. Lo mismo hizo con Piedra Seca, que era gobernador de Toledo. Entonces mandó llamar a su hijo, que se olió el percal y evidentemente no acudió a la convocatoria, sino que se fue en busca de amparo al palacio de Garci Fernández. Vana ilusión la suya porque el conde, al verse como objetivo de las tropas cordobesas, entregó el hijo al padre, que era la única posibilidad que tenía de salir del trance con vida.

Bueno. Resulta que el hijo fue presentado a Almanzor en algún lugar de la preciosa ribera del Duero y el padre, allí mismo y sin consultarlo con la almohada, mandó que le cortaran la cabeza, la metieran en una cajita y se la enviaran envuelta y todo como regalo envenenado a Hixem, el califa titular. Delante de la macabra comitiva marchaba un solemne pregonero que tenía como misión decir las siguientes frases a todo el que quisiera oír y entender:

—¡Este es ‘Abd Alla, que abandonó a los musulmanes para hacer causa común con los enemigos de nuestra religión!

Asombroso, ¿verdad? Asombroso que cortaran la cabeza a un hijo con la misma tranquilidad y desenvoltura con que se pela una gamba. ¡Manda narices! Asombroso también que hiciera envolver la cabeza y se la enviara como presente al califa que hasta ahora no le había dado un amparo de guerra. Una de dos, o es que le gustaban a Hixem estas macabras escenas, cosa que dudo, o es que Almanzor trató de intimidarlo y dar un aviso a navegantes. Me inclino decididamente por esto último, que el califa tenía ya sus buenos años y debió pasar por la cabeza al dictador que podría darse el caso de que tuviera una ocurrencia parecida a la que acababa de tener su propio hijo.

Digamos ahora una palabra sobre los mozárabes en tiempos de Almanzor.

En primer lugar, que estamos hablando de una época en la que se expande el dominio musulmán, ya que las continuas aceifas de este reinado hacen que los cristianos desplacen sus fronteras al norte del Duero porque los musulmanes conquistaron de manera permanente o esporádica ciudades como Coimbra, León, Zamora, Santiago y hasta la misma Barcelona. Por eso, parte de los cristianos de esas ciudades y territorios, de ejercer libremente su fe y sus costumbres en territorio cristiano, pasaron a ser dominados por los musulmanes y, por tanto, volvieron a su condición de mozárabes y eso se da especialmente en tierras de Galicia y del actual Portugal.

La escabechina que hizo Almanzor entre los cristianos de estas tierras fue amplia, profunda, cruel y memorable. Parece que fueron destruidas muchas diócesis, como las de Évora, Coimbra, Oporto y otras. Sin embargo, las poblaciones cristianas se mantenían como podían bajo dominio musulmán, desde luego, unas mejor que otras. Para ilustrar lo que digo, os voy a contar lo que sucedió con los cristianos de Coimbra tras la invasión y la destrucción que acabamos de narrar hace un momento.

Os decía que antes de la invasión de Coimbra, esta ciudad estaba en poder del rey de León. Resulta que para restaurar un monasterio, habían llamado a un arquitecto cordobés llamado Zacarías y que seguramente era mozárabe, quedando contentos y agradecidos con el trabajo, que por el mismo precio les había construido hasta unas aceñas, esos molinos harineros que se ponían en los ríos para que cumplieran su función haciendo que el agua trabajara moliendo trigo en lugar de los borricos. Quiero decir que había una especie de convivencia pacífica entre gentes de un lado y de otro de la frontera. En estas estaban cuando se produjo la invasión de la ciudad por Almanzor, según acabamos de contar.

En el barullo de la invasión, los habitantes de Coimbra abandonaron la ciudad y se marcharon a los bosques, buscando refugio de la más que segura destrucción que les esperaba. Entonces, uno de los habitantes de la ciudad fue en busca del gobernador musulmán para contarle dónde estaban escondidos los pobres cristianos, que tuvieron que bajar y sufrieron el desastre que os podéis imaginar.

En la propia ciudad de Córdoba seguían abundando los mozárabes, que mantenían sus iglesias y monasterios, unas veces con más facilidad y otras con menos. En otras provincias, se conservan lápidas que atestiguan de la existencia de comunidades mozárabes en Atarfe (Granada), y en Jotrón, una aldea hoy desaparecida, situada en los Montes de Málaga.

En Córdoba continuaban existiendo escuelas que enseñaban la lengua latina y la cultura occidental y cristiana. Esto lo sabemos por la afluencia de monjes franceses para estudiar en ellas y por diferentes códices y manuscritos que se conservan.

Cambiamos de tema. Habéis oído hablar seguramente de otro hijo de Almanzor, al que todos en España, moros o cristianos, llamaban ‘Abd ar-Rahmān Sanchuelo. Os voy a contar quién era este personaje, de dónde le venía el mote, y de paso algunas de sus hazañas.

Los reyes cristianos, dado el grueso calibre de sus enemigos musulmanes, hacían a todo. Unas veces se mataban con ellos en batallas memorables y otras entraban en discursos más dialogantes o en ilusorias alianzas que casi siempre terminaban como el rosario de la aurora, es decir, peor que las batallas antes mencionadas.

Sancho Abarca, vasco él, tuvo la ocurrencia de negociar con Almanzor con el objetivo de llegar a un acuerdo por el que sus súbditos decidieran el lugar más conveniente para ellos en la España musulmana. A éste no se le olvidó que para llegar a ese acuerdo entre las dos partes hay que preguntar a los unos y a los otros, es decir, a los vascos y a los españoles porque no es presentable que los unos decidan amablemente cómo deben actuar los otros. Y si no era el caso de consultarles, al menos era necesario tenerlos contentos.

¿Cómo resolvió Sancho Abarca este conflicto inicial? Pues mandando una hija suya a Córdoba para que formara parte del harén de Almanzor, si era posible como esposa y si no, como simple concubina. Un gesto diplomático que vaya usted a saber cómo le sentó en principio a la pobre chica. Digo en principio porque andando el tiempo no debió parecerle del todo mal ya que se hizo musulmana, cambió su nombre por el de Abda, y lo que es más importante, hacia el año 984 dio un hijo al dictador, al que pusieron por nombre ‘Abd ar-Rahmān. Moros y cristianos, tan dados al mote bien puesto, rebautizaron al chaval con el apodo cariñoso de Sanchuelo. Así que, ya tenemos el ‘Abd ar-Rahmān Sanchuelo de nuestras historias, que dará que hablar en el futuro.

Pues decía que Sancho Abarca y Almanzor se mataban vivos cada vez que podían pero, cosas de la diplomacia, emparentaron. Y como estos vascos en el fondo son unos sentimentales del carajo, el abuelo decidió ir a Córdoba a conocer a su nieto y de paso rentabilizar el parentesco en caso de que la visita discurriera por los deseables caminos de la familiaridad entre ambos.

Bueno. Pues es el año 992 cuando Sancho Abarca anuncia a Almanzor que pretende visitarlo, conocerlo a él, a su nieto Sanchuelo y también ver cómo estaba su hija, a la que en Córdoba, despreciando su nombre adoptivo musulmán, conocían todos como la Vascona. A nuestro caudillo le pareció muy bien porque acababa de darle unos cuantos escarmientos militares y podía ser que viniera en son de paz. Por eso sus órdenes fueron darle un magnífico recibimiento.

Sancho Abarca llegó a Córdoba el 4 de septiembre y enseguida le prepararon algo así como un par de destacamentos militares que le abrían camino y le servían de escolta hasta el palacio de Madinat az-Zāhira. La formación era imponente y en el fondo, además de rendir honores al visitante, creo yo que tenía una misión levemente intimidatoria.

Sanchuelo era un niño de apenas ocho años y el preferido de su padre, que a edad tan temprana ya lo había nombrado visir. Pues el protocolo de palacio mandó que estuviera rodeado de un magnífico y vistoso cortejo y de esa manera saliera al encuentro de su abuelo, al que seguramente se le caería la baba al verlo así de guapo, tan bien rodeado y con un porvenir que sería seguramente espléndido. ¿Qué más podía pedir un abuelo decente?

Sancho Abarca descabalgó ante su nieto y le besó el pie en señal de humildad. Luego pasó al salón del trono, donde Almanzor le recibió en una de sus deslumbrantes audiencias. Sancho, cuando estuvo ante Almanzor, besó varias veces el suelo, luego las manos y los pies del soberano de al-Ándalus, como ordenaba el protocolo. Enseguida unos eunucos le acercaron un asiento dorado, hecho lo cual se retiraron los acompañantes y dejaron solos a yerno y suegro. En este tú a tú, el vasco tuvo que escuchar reproches y acusaciones de su yerno por sus continuas incursiones y ataques a tierras donde mandaban los musulmanes. Y cumplido este natural desahogo, terminó la audiencia con el mismo ceremonial con que fue recibido, con la variante de que Almanzor lo colmó de regalos y fue necesario traer una buena recua de mulas para transportarlos de vuelta a casa.

Al año siguiente se repite la historia, pero esta vez cambiando de rey cristiano. Os estoy viendo arquear las cejas, extrañados de lo que estoy contando, pero os aseguro que no digo más que la vedad, sin inventarme absolutamente nada, y si no me creéis, leed la cita que os doy.[92]

El rey Bermudo de León se enteró del parentesco adquirido entre su colega vascón y Almanzor y debió pensar que era una buena idea y que por qué no podía él repetir la faena teniendo como tenía hijas casaderas. Y eso hizo. Escogió una de las suyas llamada Teresa, la encomendó a unos cuantos nobles leoneses e hizo que se la llevaran a Almanzor.

Teresa fue más brava que la vasca y desde luego no agachaba la cabeza para decir a todo que sí. De entrada, cuando iban camino de Córdoba y los nobles la instruían acerca de cómo debía engatusar a Almanzor para que favoreciera a sus compatriotas, les soltó en la cara estas palabras:

—Una nación debe confiar la guardia de su honor a las lanzas y las espadas de sus soldados y no a los encantos de sus mujeres.

Me figuro yo que los nobles se quedarían cortados y seguirían su camino pensando que su embajada iba a terminar como el rosario de la aurora. Pero no. Las cosas salieron razonablemente bien para lo que sería de esperar. Almanzor la tomó primero como concubina, las llamadas chariya. Luego debió agradarle la chica porque la manumitió para casarse con ella, sin que conste que le diera ningún Bermuduelo como su colega la vasca. Finalmente, tras la muerte de Almanzor, consiguió que la devolvieran a su tierra, que seguramente no aguantaba los harenes esta leonesa, brava donde las haya. Una vez en León, se metió en un convento, donde según mis informaciones, murió ya bien entrado el siglo XI.

Con esto termino de contaros las habilidades amatorias de Almanzor, que fueron muchas, variadas, notables y aventureras. Únicamente me resta aconsejar a mis lectores que de ahora en adelante no digan que así se las ponían a Femando VII porque a éste sí que se las ponían a huevo. Y dicho esto continuemos con guerras y demás flagelos para propios y extraños.

En los primeros meses del año 997, Almanzor inició los preparativos para una aceifa que iba a ser la más audaz, la más importante y de mayor resonancia de cuantas emprendiera durante su reinado. Hasta ahora lo hemos visto hacer ataques bastante fugaces cuyo objetivo era arrasar los campos y las ciudades de sus enemigos, robar cuanto más mejor, capturar y apropiarse de cantidades enormes de cautivos, y volverse a su tierra con los bolsillos llenos, la moral por todo lo alto y con su aureola de héroe legendario más alta todavía. Salvo raras excepciones, no ocupa permanentemente las plazas arrasadas ni establece en ellas guarniciones para desplazar a los indígenas y hacer que los nuevos invasores vivieran permanentemente en ellas. Nunca hasta ahora tuvo interés especial en machacar lugares simbólicos como le vamos a ver en esta expedición a tierras gallegas, en concreto a Santiago. Yo creo que quiso darse el gustazo de atacar los lugares santos de los cristianos, profanar uno de sus santuarios más famosos, y derrotarlos allí, humillándolos hasta hacerles bajar la cabeza.

Es conocido por todos que existe una tradición, según la cual, Santiago vino a España a evangelizar, desembarcando nada menos que en los alrededores de Padrón, y que un obispo llamado Teodomiro estuvo ayunando y rezando durante tres días, pasados los cuales descubrió la tumba del santo en un bosquecillo y la trasladó a un lugar delicioso llamado Compostela, el Campo de las Estrellas.

Para que no quedara un ápice de duda acerca de la autenticidad del viaje apostólico desde Palestina hasta Galicia, el Papa León III declaró solemnemente que el sepulcro en cuestión era de Santiago. Y también es conocido que a principios del siglo X, casi ayer para nuestra historia, un rey llamado Alfonso el Grande había mandado construir una extraordinaria y preciosa basílica donde se venerara al Apóstol Santiago y que a ese lugar comenzaron a venir en peregrinación de todas partes de Europa, haciendo el recorrido llamado ya entonces Camino de Santiago. Oleadas de peregrinos llegaban desde Francia, Italia, de Alemania y hasta de lugares remotos de Oriente.

Es de imaginar que esa peregrinación fuera una respuesta de la cristiandad a la invasión musulmana y que fastidiara bastante a Almanzor, no solamente por ponerles en las mismas narices un paralelismo indeseable que podía hacer sombra a la que ellos hacían a La Meca, sino también por traerles a rivales europeos hasta los mismos confines de sus territorios. Y el caso es que ningún musulmán podía contar lo que había en ese lugar sagrado de los cristianos, porque los únicos que habían llegado hasta allí eran los cautivos de alguna invasión a la inversa.

Almanzor, probablemente, quiso demostrar a sus súbditos, y demostrarse a sí mismo, que él si era capaz de llegar a Santiago, ver lo que allí se cocía, y plantar cara a ese remedo de peregrinación a La Meca de los cristianos que tanto fastidiaba a los musulmanes españoles. El caso es que el 3 de julio del año 997 salió de Córdoba una formidable aceifa compuesta por la mejor caballería de al-Ándalus, en la que destacaban escuadrones de bereberes, de cristianos y de algunos árabes. Marcharon directamente hacia Coria, desde allí hasta Viseu, donde se le unieron contingentes de caballeros cristianos que se habían declarado tributarios suyos. Desde allí marcharon hasta Oporto, donde les esperaba la escuadra califal que les trajo por mar armamento, impedimenta y sobre todo soldados de infantería, a los que había ahorrado el penoso viaje a pie desde uno de los puertos del sur del actual Portugal.

Una vez reunido todo el ejército, asignados los mandos y repartidas las funciones, cruzaron el Duero amarrando sus bajeles uno al lado de otro para que les sirvieran de improvisado puente, repitiendo idéntica faena en el Miño. Desde allí continuaron hacia el norte atravesando rías, destruyendo pueblos y castillos, atemorizando a los habitantes y arramblando con todo cuanto encontraban por aquellos remotos caminos en los que nunca hasta ahora se habían aventurado los ejércitos musulmanes.

El 10 de agosto Almanzor tuvo ante sus ojos y ante los de su ansioso ejército la ciudad y la catedral de Santiago, que estaba desierta como podían comprobar a simple vista. Las noticias de su venida habían llegado antes que ellos y todos los habitantes de la ciudad y sus contornos estaban ocultos en los bosques cercanos para librarse del ataque y de la quema que sabían iba a ser inmediata. Y eso ocurrió. Aquel ejército, hambriento de rapiña y de gloria, entró a saco en la ciudad, que fue arrasada, lo mismo que su preciosa basílica. Nada quedó en pie. Únicamente se libró por orden de Almanzor el sepulcro del Apóstol por raro respeto ancestral a una figura señera de la cristiandad. Idéntico sentimiento libró de morir a un humilde monje que había decidido no huir ante aquellos formidables ejércitos y quedarse como guardián del sepulcro. Se cuenta que Almanzor encontró al pobre viejo, arrodillado, rezando fervorosamente a su santo y le preguntó:

—¿Qué haces aquí?

El monje, con la serenidad de un santo varón y sin mostrar una pizca de miedo, le contestó:

—Rezo a Santiago.

El caudillo musulmán lo miró fijamente, hizo una leve inclinación con la cabeza y le dijo:

—Reza todo lo que quieras que nadie te hará daño.

Efectivamente. Como sus palabras eran órdenes, el anciano monje continuó sus rezos impasible hasta que aquella marabunta desapareció de su vista. Algo es algo. Del resto, es decir, de la ciudad de Santiago y su preciosa basílica no quedó piedra sobre piedra. Un antiguo cronista dijo que la ciudad fue arrasada de modo que nadie hubiera sospechado que existía la víspera de su destrucción.

Almanzor no se paró mucho tiempo para contemplar la destrucción de aquellos preciosos parajes. Con las alforjas llenas a rebosar por el ingente botín, dio órdenes de volver a sus tierras de al-Ándalus. Mientras hacían el camino hacia el sur, de vez en cuando se pasaba por los destacamentos de acémilas de carga para repasar con la vista todo lo que traían en sus lomos aquellas dóciles bestias. El botín era especialmente noble, llamativo, humillante para los cristianos. Daba por descontada la cantidad de cautivos que volvían cargados de cadenas haciendo para ellos terrible el penoso camino hacia Córdoba. Tampoco le llamaban la atención los tesoros en oro y en plata que iban a sumarse a los del Estado cordobés y a los bolsillos de sus soldados. En esta ocasión miraba una y otra vez las campanas enormes de la basílica de Santiago, para las que tuvo que requisar grandes carretas cuyos ejes de madera chirriaban quejándose de caminos duros, empinados e infinitos. En otras carretas viajaban las dos grandes hojas de madera que cerraban las puertas de la ciudad. Un botín importante, del que iba a sentirse orgulloso. Ya pensaría dónde colocarlas para que lucieran en su ciudad califal y pregonaran las glorias de un caudillo único que dio tantas victorias al Islam español.

Al volver de la expedición a Santiago, Almanzor estaba a punto de cumplir los sesenta años. Era un anciano considerando la esperanza de vida de aquellos tiempos. Su vida había sido agitada, dura, llena de actividad, de ambiciones, había corrido riesgos infinitos para llegar desde una modesta cuna en Torrox hasta la más alta magistratura en una de las ciudades y de los reinos más importantes del mundo. Se podía decir que no había tenido descanso y que no había parado un momento. Y nadie le había vencido en guerras o en luchas de poder, a pesar de que no tuvo miramiento en meter los dedos en los ojos a todos los que le rodeaban, fueran omeyas, árabes, bereberes, moros o cristianos, nobles cordobeses o condes castellanos.

Al llegar a Córdoba no miraba desafiante a las gentes que le recibían una vez más como a un héroe, ni buscaba en ellos gestos de admiración o de agradecimiento por haber encumbrado el poderío de al-Ándalus hasta lugares jamás conseguidos y ni siquiera soñados. Cualquier observador de aquella entrada triunfal percibía en su rostro un rictus de cansancio mezclado con una infinita tristeza. Cansancio porque los años no perdonan. Sus energías jóvenes quién sabe dónde estaban, que ahora no le apetecía más que descansar de guerras, de expediciones, de viajes y de ambiciones ya más que de sobra colmadas. Y tristeza porque percibía en el aire que respiraba que su fin lo iba a encontrar a la vuelta de la esquina. Hacía ya tiempo que mandó a sus hijas tejer para él una mortaja, que siempre lo acompañaba en sus viajes. Y, desde luego, se ocupaba en recoger cuidadosamente el polvo que se había pegado a sus ropas en aquellas caminatas infinitas, meterlo en cajitas, conservarlo como un tesoro, con el mandato de que a su muerte, antes de ser echado en la tierra, su cuerpo llevara pegado ese polvo, que era su gloria, su mejor condecoración y su orgullo de soldado que ha peleado por el Islam en todas las tierras de al-Ándalus.

Esta vez, cosa rara, miraba para atrás con cierto resquemor y con un punto de preocupación. Aquel viejo monje que dejó rezando junto a la tumba de Santiago era para él una especie de pesadilla porque su mirada penetrante la tenía clavada en la mente. Estaba seguro de que por una vez los cristianos iban a hacer lo posible y lo imposible por darle cumplida respuesta y vengar la afrenta que les acababa de hacer en su tierra santa del Campo de las Estrellas. No podía quitar de su mente la escena, que le llevaba indefectiblemente al temor a una reacción de los cristianos que ahora no tenía fuerzas para afrontar. ¿Le dejarían descansar?

¡Menos mal! Durante al menos dos años la actividad de Almanzor discurrió a marcha lenta. Hay vagas noticias de la repoblación de Zamora por musulmanes, también de una nueva expedición a Pamplona, cuando nos metemos en el año 1000, en el que vamos a ser testigos de la reacción de los cristianos al ultraje que supuso la destrucción de Santiago. O quizá no se tratara de reacción sino de que sabían que era ya un viejo y que podía ser un buen momento para tomar la revancha de las incontables derrotas, de tantas veces como les hizo morder el polvo en los campos de batalla.

Efectivamente. Sancho García, conde de Castilla, siempre tuvo en la mente derrotar a Almanzor y a los musulmanes, devolverles las humillaciones que año tras año estaban recibiendo de ellos. Pero para eso era necesario unir muchas fuerzas cristianas, sin las cuales su proyecto sería una simple quimera. Y era el momento porque el pueblo, desde Pamplona hasta Astorga, sentía que había llegado la hora de rebelarse contra el dictador cordobés. También era el sentir de los nobles, fueran vascones, leoneses o de otros lugares de la España cristiana, que respondieron al llamamiento del conde con una idea que se había convertido para ellos en obsesión, y que era oponer una feroz resistencia a Almanzor y derrotarle en toda regla, ahora que aparentemente podía ser una buena ocasión.

El clamor que anunciaba batallas se extendía a lo ancho y a lo largo de los reinos cristianos de España y días después Sancho García reunía todos sus hombres en el valle del Duero, cerca de una montaña conocida como Peña Cervera.

Almanzor tardó muy poco en responder a la agresión. El día 22 de junio salió de Córdoba con sus ejércitos. Esta vez le acompañaban sus hijos ‘Abd al-Malik y ‘Abd ar-Rahmān, el conocido como Sanchuelo, y tomó el camino de Medinaceli, cuartel general y plaza fuerte avanzada de todas sus aceifas contra los cristianos. Una vez allí, se dirigió a la montaña donde estaban reunidos sus enemigos cristianos.

El lunes 30 de julio, en un tiempo récord, las tropas musulmanas se situaron frente a las cristianas, en disposición de entablar batalla apenas lo ordenara el jefe supremo, que había colocado su puesto de mando en una prominencia del terreno. Los corazones de moros y cristianos latían a mil por hora porque sabían que se acercaba una hora decisiva. Los nobles y los caballeros se ajustaban sus cotas de malla, se ceñían las grandes espadas, agarraban las monumentales lanzas, prontas para ensartar con ellas al enemigo. Los soldados de a pie miraban de reojo a los caballeros, temerosos de su suerte al sentirse más vulnerables. Almanzor no había perdido la fiereza ni el instinto de viejo guerrero, que ahora quería inculcar a sus hijos, continuadores seguramente de su poder y de su demostrada astucia en la paz y en la guerra.

El conde Sancho García animaba a los suyos y les avisaba de que era el momento, el día y la hora de vencer a un caudillo listo pero carente de fuerzas y de ilusión para repetir las hazañas que le hicieran antaño famoso en el sur y en el norte de España. De esta manera ambos bandos hicieron que sus compañías se situaran en forma de amplio abanico para atacarse apenas se diera la orden de hacerlo.

El primero en hacer sonar sus tambores de guerra fue Garci Fernández. Siempre ocurre lo mismo. Había uno que deseaba pasar enseguida a la acción porque era su momento, y otro, más conservador, que quería mantener lo que con tantas batallas había conseguido. Uno, más impetuoso, más alocado, y el otro, Almanzor, reservón, trataba de pelear a la defensiva, buscar los puntos débiles del enemigo y en caso de encontrarlos, pasar al contraataque.

La caballería que estaba situada en el ala izquierda del ejército del conde, atacaba a los musulmanes con una inusitada fiereza, con vigor y solvencia que estaban olvidados desde hacía años en los ejércitos cristianos. Así una vez y otra y otra, hasta que el ala derecha de la caballería musulmana inició un claro movimiento de retirada porque les era imposible aguantar las acometidas de unos caballeros que parecían fieras rabiosas y salvajes.

Almanzor, desde el altozano, lo vigilaba todo y lo controlaba todo. En sus buenos tiempos, hubiera corrido personalmente en socorro del punto débil de su ejército, pero ahora su cuerpo ya viejo no aguantaba carreras o ataques de respuesta como el que se exigía en ese momento delicado. Y el caso es que lo que al principio era un leve retroceso de los suyos, se estaba convirtiendo por momentos en desbandada y en matanza de muchos de sus soldados a manos de los cristianos. Percibía claramente que estaban siendo derrotados. ¿Qué podía hacer el viejo caudillo? Porque se mordía las uñas, rezaba, agarraba fuertemente los vientos de su tienda hasta casi derribarla, en gestos de desorientación y de impotencia, porque situaciones como esta no las había vivido en su ya larga vida. La verdad es que solamente un milagro podría hacer que el desenlace de aquella aborrecible batalla le fuera favorable Entonces miró a sus dos hijos, ‘Abd al-Malik y Sanchuelo, que estaban a su lado contemplando el desastre. Ya que él no tenía fuerzas para combatir, lo harían ellos en su lugar.

Le pareció un siglo el tiempo que tardaron sus hijos en prepararse, reunir unas tropas escogidas, correr hasta el lugar de la pelea e iniciar una batalla que bien podría ser para ellos fatal por el cariz que habían tomado las cosas en el primer momento. Sin embargo, en medio de su fenomenal preocupación, experimentó por un instante una gran satisfacción porque los veía pelear como jabatos, defender a sus hombres con enorme coraje, hacer lo que él durante tantos años había hecho.

Instantes después se tuvo que restregar con las manos sus ojos para convencerse de que era verdad lo que estaba viendo. Yaddayr, el fenomenal oficial de los bereberes, se había lanzado a tumba abierta contra un notable conde cristiano, había peleado con él cuerpo a cuerpo, se agachaba, se volvía a levantar, se lanzaban sablazos a diestro y siniestro en una pelea memorable y que le tenía bastante preocupado porque apreciaba al bereber y estaba casi seguro de que acabarían allí sus días. En esta angustia se debatía Almanzor cuando se produjo el milagro. En una de esas agachadas y levantadas, ambos permanecieron inactivos más tiempo del normal hasta que vio a Yaddayr agarrar con una mano la cabeza ya cortada de su enemigo, montar resueltamente en su caballo y picar espuelas para volver a campo amigo con ese extraordinario trofeo, que con toda seguridad iba a levantar los ánimos bastante decaídos de los soldados cordobeses.

Entonces ordenó a sus hombres que trasladaran el campamento desde una colina hasta otra, para dominar mejor el escenario de una pelea que en modo alguno tenía por el momento un claro vencedor. Quería ver bien qué hacían sus hombres y dirigirlos en aquella batalla que estaba a punto de perder.

En el ejército cristiano la situación era también de mucha preocupación y mucho miedo. Estaban peleando contra el mítico Almanzor, que los contemplaba desde el altozano, dirigiendo con maestría a hombres experimentados y con moral de victoria. Con una maestría que en modo alguno poseía Garci Fernández, que miraba a todas partes con un recelo infinito, con miedo diría yo, y esperándose cualquier treta de su mortal enemigo porque de él cualquier fechoría era imaginable.

En una de esas ojeadas al campamento enemigo, Garci Fernández vio movimientos extraños, idas y venidas de hombres armados, y el miedo le hizo concluir que ahí estaba la treta que durante tanto tiempo había esperado. El terror le hizo ver lo que nunca ocurrió, y es que su enemigo acababa de recibir refuerzos importantes, o quizás que había escondido una parte de su ejército para lanzarlo sobre los cristianos cuando sus fuerzas estuvieran desgastadas por la pelea.

Desde ese instante, el conde cristiano comenzó a retroceder, a buscar la salvación en la huida porque ni él ni sus hombres tenían fuerzas para oponerse a los que suponía acababan de llegar frescos como lechugas. A partir de ahí, el ejército cristiano inició un repliegue ordenado, que enseguida se convirtió en vergonzosa huida. Amarradas a los arzones de sus caballos tenían ya las cuerdas con las que iban a atar a los musulmanes cautivos, y ahora trataban de evitar que los cautivos o los muertos fueran ellos mismos.

Almanzor entendió enseguida que la suerte esta vez le había acompañado. Respiró tranquilo, se tragó toda la rabia y el miedo que había acumulado en aquellas largas horas de lucha, y sin darse tregua pasó a la acción. De entrada había que saquear el campamento enemigo y apropiarse de sus armas, víveres, hacer cuantos más cautivos mejor, matar al resto del ejército o al menos a cuanto pudiera. Y después, se trataba por una vez en su vida de lamerse las heridas porque le habían quedado muchas y profundas. Allí a sus pies estaban los muertos de su bando en esta batalla, que eran nada menos que ochocientos de sus mejores soldados. Demasiados. Era necesario pensar que algo había fallado, o quizá lo que habían fallado eran sus fuerzas. Pero ahora había que dejar para más tarde esas reflexiones para emplearse en castigar a los cristianos tanto cuanto fuera posible.

Una vez arrasado el campamento enemigo, el objetivo era masacrar a los cristianos allí donde estuvieran, en Castilla, en León o en las tierras de los vascones. Prácticamente todo el mes de agosto, el ramadán, lo empleó en llevar la desolación, la sangre y el fuego a tierras de sus enemigos. Días después atacó Burgos y se aplicó con toda la saña de que era capaz en destruir aquella preciosa ciudad. Luego pasó por Pamplona, por Zaragoza, matando, arrasando, robando, tomando cautivos hasta que puso punto final a esta campaña tan desdichada, o al menos más agitada de cuanto pudo imaginar.

Almanzor volvió a Córdoba tras ciento diez días de ausencia. Y llegó cansado. Muy cansado. También con una sensación amarga porque sus hombres, o al menos muchos de ellos, le habían fallado. Ya no eran los de antes. Ni su ilusión por combatir ni su valentía ni sus fuerzas eran las de campañas anteriores. Pero, ¿lo eran las suyas? De buena gana hubiera cortado la cabeza a unos cuantos pero ni para eso le quedaban arrestos al antiguo estudiante de Torrox. Ahora había que descansar en su querida Córdoba si tenía la suerte de que le dejaran tiempo para ello.

El caso es que se sentía enfermo, cansado, triste, como si algún mal estuviera destruyendo desde dentro su cuerpo, tan fuerte en tiempos pasados. A veces le aparecían llagas en los pies o en las manos que costaban tiempo y tiempo en curar. De no ser porque le faltaban las fuerzas se diría que era duro como una roca, y si no, escuchad lo que os voy a contar.

Un día de esos en que tenía llagas en un pie, mandó llamar a un cirujano para que las cauterizara. El físico se presentó ante él con su instrumental, que era una varilla metálica con mango en un extremo y aplanada en el otro, dispuesto a acometer su cirugía, en verdad dolorosa porque se trataba de manipular en carne viva una herida infectada. Almanzor estaba en un consejo, a pesar de lo cual ordenó al físico que hiciera su trabajo porque el pie le molestaba y no podía dejar la reunión para otro momento.

El cirujano lo miró perplejo, le advirtió que le iba a doler, pero Almanzor le ordenó comenzar en su delicada tarea. Él hablaba y hablaba como si no le estuvieran haciendo nada, trataba los temas a debatir sin mirarse la herida e ignorando completamente su sufrimiento y el olor a carne quemada que inundaba aquella espaciosa sala. Así era un hombre único, diferente, grande en la historia de España.

El viejo león estaba consumiendo sus días y él lo sabía. Pero estaba satisfecho consigo mismo porque todos sus objetivos se habían ido cumpliendo uno a uno. Había sido el terror de sus enemigos y al mismo tiempo el ídolo de sus soldados, que lo trataban como a un padre aunque sabían de su severidad en castigar cualquier insurrección o indisciplina.

Había dado a España un esplendor que nunca tuvo, ni siquiera en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān III. Amaba la cultura y premiaba la inteligencia de cuantos lo rodeaban. En su corte había cantidad de poetas que le acompañaban en sus aceifas para cantar en versos preciosos las hazañas que contemplaban en tierras lejanas. Sin embargo, detestaba al adulador y despreciaba especialmente al mentiroso.

Como constructor, hay que decir que lo fue, fundamentalmente en lo que hoy llamaríamos obra civil, porque tuvo como obsesión mejorar caminos y multitud de vías de comunicación en al-Ándalus. También construyó puentes sobre el Guadalquivir, uno en Écija y otro en la misma Córdoba que costó una fortuna.

Era un hombre genial, que ni olvidaba los servicios que le habían hecho ni era capaz de olvidar las ofensas. Por poner un ejemplo, recordáis que contábamos sus soliloquios de estudiante y aquellas promesas o bravatas que profirió ante cuatro compañeros suyos cuando era un don nadie. Pues no olvidó aquella escena y cumplió sus promesas. Los tres que tomaron sus sueños en serio, recibieron los empleos que ambicionaron aquel día, y el cuarto, el que lo trató como un chiflado cachondeándose de él, éste pagó caro su desprecio porque recibió como castigo la pérdida de todos sus bienes.

Sus reacciones, muchas veces duras y otras complacientes, desde luego inesperadas, están retratadas en una anécdota que os voy a contar, que tiene que ver con sus apetencias sexuales, sus amores y desamores en la tarda madurez, quizá en la senectud.

Veréis. Una tarde, estaba Almanzor pasándose un ratito a gusto en un rincón de los deliciosos jardines de Madinat az-Zāhira, en compañía de uno de sus visires, un apuesto joven llamado al-Mugīra. Quiero decir que estaban los dos copita va, copita viene tan contentos, cuando Almanzor tuvo la feliz idea de llamar a una preciosa y joven cantora para que les amenizara la velada. Ellos bebían, la chica les cantaba y al mismo tiempo les bailaba sus danzas, mostrando sus caderas, sus ojos y sus deliciosas piernas a aquel par de pájaros de cuenta, que cada vez que empinaban la copa se les subían los deseos de quedarse un cuarto de hora a solas con la bella cantora.

Pero, claro, el amor es libre como los pájaros y no conoce visires ni hachibes ni nada que se le parezca. Porque entre un viejales como Almanzor y un joven alto y guapo como al-Mugīra, la elección no tenía color, así que la chica miraba al visir más de la cuenta y el visir miraba a la joven, embobado y con cara de cordero degollado. Pero, claro, Almanzor también estaba deseando acostarse con la muchacha, con lo que el ambiente estaba que echaba chispas porque de un momento a otro, la autoridad suprema de al-Ándalus iba a quedar por los suelos en asuntos amatorios y cualquiera sabe por dónde iba a explotar una bomba de relojería, que era en lo que había convertido la velada de marras. Porque ya sabéis que a un par de tórtolos no los para nadie y desde luego disimulan poco, con lo que el ratito de copas y de canciones sensuales a la sombra de un mirto podía costar caro a más de uno. Y encima a la chica le había dado por cantar canciones más que sugerentes a su amado del alma, que naturalmente era al-Mugīra.

El visir, picado en su amor propio, debió pensar que las cosas no podían quedar ahí, que había que contestar las canciones de amor de la chica con otras canciones, a ser posible picantes y más explícitas si cabe porque se estaba poniendo a noventa por hora y en esas circunstancias un hombre decente está ciego, presencie la escena Almanzor, ‘Abd ar-Rahmān III o el Sursum Corda.

Y pasó lo que tenía que pasar, y es que Almanzor cogió un mosqueo de los que hacen época, porque, ojo, la chica le gustaba a él y tenía toda la pinta de que se iba a ir al catre con un visir del tres al cuarto, que era al-Mugīra. Quiero decir que Almanzor no aguantó más, se puso que echaba chispas y miró a la muchacha con ojos que matan mientras le preguntaba:

—¡Dime la verdad! ¿Estás cantando para el visir, o para mí?

¡Qué iluso! Porque a estas alturas estaba pidiendo confirmación de la chica acerca de sus preferencias. Ocurre que el amor entonces y ahora es ciego, no se para en considerar las consecuencias, y ella, sin medir sus palabras y con total desparpajo, le contestó lo siguiente:

—Una mentira podría salvarme, lo sé. Pero voy a decir la verdad. Sí. Su mirada me ha llegado al corazón y me ha hecho decir lo que debía haber callado. Me puedes castigar, señor, pero no sé si lo vas a hacer porque eres un hombre bueno, un amigo de las personas que confiesan francamente las faltas que han cometido.

No terminó las frases porque se echó a llorar amargamente, pensando en lo que acabaría todo aquello, porque podían ocurrir dos cosas. Lo más probable era que en unos cuantos minutos las cabezas de al-Mugīra y la suya rodaran por el verde césped de aquel delicioso jardín, aunque cabía la remota probabilidad de que los perdonara. La pobre tenía un nudo en la garganta que no la dejaba moverse.

Almanzor, la verdad es que ya la estaba perdonando en su interior porque le había tocado la fibra sensible, que era decir la verdad cara a cara y pedir disculpas al presuntamente ofendido, que era él. Pero como no podía reprimir su ira y su mal humor, miró a al-Mugīra haciéndole toda clase de reproches, lanzándole improperios que iban subiendo en decibelios por momentos, de manera que cualquier observador imparcial sacaría la conclusión de que la cabeza que iba a rodar sería únicamente la del joven y apuesto visir. El pobre escuchó con la cabeza baja el torrente de reprimendas que le lanzaba Almanzor esperándose cualquier cosa, incluido que mandara llamar al de la cimitarra. Cuando vio que los improperios iban bajando de tono, se atrevió a decir con un hilo de voz:

—Señor, sé que he cometido una falta muy grave, pero ¿qué otra cosa podía hacer yo? Cada persona es esclava de su destino. Nadie lo elige. Todos lo sufren y el mío ha querido que yo amara a la mujer que no debía amar. Si puedes y quieres, te ruego perdones mi gran falta, y si no lo consideras así, ya sabes que puedes disponer de mi vida según te plazca.

Almanzor estuvo callado durante un par de minutos, que parecieron una eternidad. Le pedía el cuerpo hacer dos cosas opuestas, castigar al joven visir y perdonarle. Bajó la cabeza pensativo, luego miró al par de tórtolos insensatos y les dijo:

—¡Pues bien! Os perdono a los dos. ¡Abu al-Mugīra, la que amas es tuya. Soy yo quien te la da!

Así se las gastaba, así de contradictorio, tierno y duro al mismo tiempo era el más fiero caudillo de al-Ándalus, el ya viejo Almanzor.

Vamos a ser testigos ahora de los últimos días de su vida porque su reinado, sus luchas y sus hazañas estaban a punto de concluir. Y como no podía ser de otra manera, murió con las botas puestas, cansado, agotado, enfermo pero peleando hasta el último momento porque será en una de sus aceifas, la que llevó a cabo en la primavera del año 1002.

En esta ocasión, su objetivo era La Rioja, dependiente del conde castellano al que tanto odiaba. Atacó Nájera y a continuación se fue hacia los monasterios de san Millán de la Cogolla, saqueándolos como había hecho con otros tantos en la España cristiana. Y poco más. Su salud estaba muy quebrantada y sus fuerzas eran tan escasas que ni podía ni quería seguir adelante en sus campañas. No le apetecía otra cosa que rezar, leer devotamente el Corán y tener cerca su mortaja y las cajitas con el polvo de sus cincuenta campañas para que fuera depositado en su sepultura. Esa tierra y esa leyenda debían acompañarle siempre. Él sabía que su enfermedad se estaba agravando por momentos y que su fin estaba cercano. Los médicos se arremolinaban a su alrededor para prescribirle tratamientos a cual más extravagante sin que supieran la naturaleza de su enfermedad. Por eso no los quería ver a su lado ni aceptaba pócimas, jarabes o sangrías que no le iban a valer para nada.

Estaba triste. Muy triste. Su mente volaba hasta los años de su juventud, imaginaba hazañas pasadas, revivía ambiciones pasadas pero su cuerpo se negaba una y otra vez a acompañarle en sus sueños. Cuando experimentaba la amargura de su impotencia, decía para los que quisieran oírle:

—Tengo a mis órdenes veinte mil soldados que luchan bajo mis banderas y ninguno de ellos es tan miserable como yo.

Sus generales decidieron abandonar la campaña y llevarle en camilla, a hombros de sus esclavos, al menos hasta Medinaceli, que ya era territorio amigo. El camino era largo e iban a emplear en hacerlo trece o catorce días porque la marcha por fuerza debía ser lenta. Demasiado largo para un hombre en esas condiciones. Pero al menos le dejaba tiempo para pensar, quizá para torturarse con nuevas inquietudes o con miedos inconfesados.

¿Qué iba a ser del reino después de su muerte? Bien sabía que iba a dejar un califato sin califa, y eso era una auténtica tragedia. Lo más seguro era que estallara una revolución para privar del poder a sus hijos y en general a su familia. ¿Qué sería de sus palacios, de sus inmensos y deliciosos jardines, construidos con tanto cuidado para que resplandeciera su belleza muchos siglos después de su muerte? Seguramente serían arrasados porque el pueblo iba a borrarlos de la faz de la tierra pensando que así borraban la memoria del que los mandó edificar. Sí. Eso iba a ocurrir. Cuando se le venían a la mente estos negros pensamientos, mandaba llamar a uno de sus consejeros para decirle:

—¡Desdichada Zahira! ¡Quisiera conocer al que dentro de muy poco tiempo la va a destruir!

Su confidente trataba de quitarle esos pensamientos de encima, decirle que no eran más que imaginaciones llenas de pesimismo de un hombre anciano y enfermo. Pero no lo dejaba hablar y le decía:

—Tú mismo vas a ser testigo de esa catástrofe. Cierro los ojos y estoy viendo con la imaginación al populacho saqueando ese hermoso palacio y a mi patria ardiendo en sus cuatro puntos cardinales con el fuego de la guerra civil que se avecina.

Pero lo que más lo atormentaba era pensar en sus hijos. ¿Dónde estaban sus hijos? Una y otra vez mandaba acercarse al mayor ‘Abd al-Malik, luego a Sanchuelo, para repetirles las mismas instrucciones de siempre, los mismos consejos de siempre, las mismas monsergas de siempre. El primogénito debía asumir el poder supremo y Sanchuelo se debía hacer cargo del mando del ejército. Sólo así y con mano dura, estaría todo atado y bien atado. Deberían marcharse inmediatamente a Córdoba, sin dar lugar a las apetencias de los ambiciosos, que los había, claro que los había y más de cuantos se pudieran imaginar.

Almanzor era en la práctica un moribundo que repetía siempre las mismas cosas. Como todos los viejos que en el mundo han sido, se hacía pesado unas veces y otras daba a su hijo unos consejos que bien pueden ser considerados como su testamento político. Respiraba con dificultad y mostraba una astenia considerable, pero a pesar de todo, le decía lo siguiente:

«Hijo mío, debes seguir por el camino que yo he trazado y que he allanado para ti. Te dejo una hacienda próspera y los graneros están llenos de toda clase de alimentos para el pueblo. Lo mismo ocurre con los depósitos de armas, que también están hasta arriba. No debes preocuparte por ello ahora. Sin embargo, no malgastes lo que tienes porque los recursos deben cuidarse si no quieres que se acaben. Y para que continúen creciendo, vigila activamente a los agentes fiscales que están repartidos por el reino.

»Debes, hijo mío, mantener con el califa Hixem la misma relación y el mismo trato que yo te he enseñado. Esto es muy importante. Él debe conservar aparentemente todas las prerrogativas. Si lo haces así, nada debes temer de su parte porque él lo que desea es vivir tranquilo y que lo dejes en paz. La que sí es peligrosa es la camarilla que lo rodea, que como te descuides va a intentar utilizarlo en contra tuya.

»Tu posición será sólida si no te sales de la línea que he marcado yo y mantienes los juramentos prestados al titular de la soberanía. Sí debes tener mucho cuidado en que permanezca lo más aislado posible y alejado de las decisiones de gobierno, como yo he hecho en todo este tiempo.

»Me preocupa grandemente, hijo mío, el comportamiento y la manera de ser de tu hermano ‘Abd ar-Rahmān, el conocido como Sanchuelo. Sé benevolente con él porque es joven y está peor dotado que tú para el gobierno y para el manejo de los asuntos, tanto públicos como privados. También te aconsejo que otorgues los puestos de confianza a los príncipes que son de tu familia y a los que debes cuidar para que ellos te cuiden a ti».

‘Abd al-Malik de vez en cuando lloraba por ver de esa manera a su padre, pero siempre a escondidas porque no quería mostrarse como un hombre débil y sin carácter para afrontar lo que se le venía encima. En una ocasión en que lo encontró algo mejor, mandó que se le acercaran sus capitanes, que estaban inquietos por la salud de su caudillo, pero cuando lo vieron se sintieron pesimistas. Casi no reconocían en aquel ser esquelético al caudillo que les guió en tantas batallas. Pero tuvo tiempo para despedirse de ellos, mitad con palabras, mitad con gestos, mitad con lágrimas que el viejo león no quería se escaparan de sus ojos. Pero era imposible contenerlas.

El 10 de agosto del año 1002, Almanzor expiró en su plaza fuerte de Medinaceli. Sus hijos y sus esclavos lo envolvieron en la mortaja que tejieron con sus manos sus hijas, cavaron una tumba adecuada al personaje, depositaron su cuerpo en ella y echaron solemnemente encima de su cadáver el polvo recogido en cincuenta expediciones contra los cristianos. Sobre su tumba, a partir de ahora convertida en leyenda, se grabaron unos versos que decían lo siguiente:

Las huellas que ha dejado en la tierra te enseñarán su historia como si la estuvieras viendo con tus ojos. ¡Por Alá! Jamás traerán los tiempos otro semejante a él para que defienda nuestras fronteras.

A partir de ahora, Almanzor será una leyenda cantada por poetas y juglares moros o cristianos. Cuentan que un viejo anacoreta cristiano que hacía sus rezos en una cueva cercana a Medinaceli, se acercó de noche a la tumba de Almanzor y puso encima de ella un epitafio que decía lo siguiente:

En el año 1002 murió Almanzor y fue enterrado en los infiernos.

Los cristianos, que le tenían un odio mortal, se sintieron aliviados porque «en su tiempo el culto divino había desaparecido en la práctica, la gloria de los cristianos estaba por los suelos, los tesoros de las iglesias y los monasterios habían sido robados»,[93] es natural que cantaran de alegría cosas que ocurrieron en realidad y otras que únicamente estaban en su imaginación.

Cuentan los viejos cronistas cristianos que por entonces apareció en las orillas del Guadalquivir un personaje que en unas ocasiones parecía ser un pescador y en otras un fantasma, que gritaba, unas veces en árabe y otras en romance aquello de:

En Calatañazor,

Almanzor perdió su atambor.

Quería decir el fantasma que en esa supuesta batalla había perdido su vigor, su alegría, las fuerzas de antaño. Y, claro que perdió su alegría y sus fuerzas aunque no perdiera ninguna batalla por suerte o por casualidad. Dicen que los cordobeses, al ver al pescador gritando de esa manera, salían a buscarlo para cortarle allí mismo las ganas de gritar, matándolo, por supuesto. Pero el maldito de cocer desaparecía de la vista de los musulmanes como si fuera un ser del otro mundo. Y lo era, que de otro mundo son las leyendas, los sueños, las fantasías que convierten en realidad lo que no ha ocurrido nunca.

¿Qué ocurrió en Córdoba tras la muerte de Almanzor? Os lo intentaré contar en el capítulo siguiente.