CAPÍTULO 9
AL-MUNDIR, SEXTO EMIR DE AL-ÁNDALUS
Según algunos cronistas, el nuevo emir era hijo una esclava cristiana. Nada nuevo bajo el sol, que raro era el omeya con pura sangre siria. Son a estas alturas normales los emparejamientos, ocasionales o no, del emir de turno con cristianas, muchas de ellas vascas. La madre de al-Mundir fue una cristiana con una historia peculiar que os voy a contar.
Nuestra umm walad, que así llamaban a la esposa o concubina que tenía la fortuna de ser madre de un emir, era una mujer con un carácter y una determinación no corriente entre sus congéneres, por lo general, bastante dóciles en atender los requerimientos de sus amos. Ésta, como tantas otras chicas de su época, apenas se hacían mujeres eran vendidas en Córdoba al mejor postor, que en este caso fue nuestro viejo conocido, el primer ministro Hashim, hombre importante, guapo y uno de los mejores partidos de al-Ándalus.
Pero nuestra protagonista, amigos míos, tenía metido entre ceja y ceja un deseo bastante improbable de cumplir, que era acostarse con el emir y dar un heredero a la corona. Como estaba de buen ver, pasó lo que tenía que pasar y es que cuando el primer ministro Hashim hizo por ella, quiero decir que cuando intentó pasarse un ratito con la chavala en la intimidad más reposada del plácido harén, la chica le dio las más sonoras calabazas, con las palabras que os voy a transcribir del cronista:
—Ni deseo ni necesito a ningún hombre. No quiero ser esclava tuya ni de nadie como tú. Lo que yo quiero es a un califa. Este vientre se ha de quedar preñado de un califa, y da la casualidad de que tú no lo eres, ni siquiera descendiente de esa familia.
Supongo yo que a Hashim se le pusieron los ojos como platos. Ya es una machada parar a un hombre que está embalado, mucho más que el interesado oiga unas palabras como las que os acabo de relatar. Lo obvio era que la tachara de desconsiderada, de tonta de remate, además de indocumentada en asuntos amatorios, especialmente de los califas reinantes, que éstos tenían millares de esclavas, concubinas, etc., y la probabilidad matemática de que se acostara con el emir reinante la gilona que tenía delante era de una entre un millón. Dice el cronista que le dio algo así como un empujón para apartarla de su lado, a lo que la chica no se achantó, se encaró al primer ministro y le dijo lo siguiente:
—Voy a ser madre de un emir de al-Ándalus y él te castigará por lo que acabas de hacer.
Dicho esto, salió de la casa de Hashim, entre el escándalo de eunucos, siervos y mujeres del harén, que no paraban de contar el atrevimiento de una mujer como esta, porque lo esperable hubiera sido que no saliera viva de allí, y visto lo visto se iba a ir de rositas.
Cuenta el cronista que Muhammad se enteró del sucedido y al hombre le entraría la curiosidad por conocer a una mujer como esa. La buscó, se acostó con ella y mirad por dónde le dio un hijo a la dinastía, que es el emir de quien vamos a hablar a continuación.
Era moreno, alto, tenía el pelo rizado teñido de alheña, y su cara estaba marcada por las pintas que deja la viruela. Cuentan de él que fue un príncipe bueno para sus súbditos, generoso, algo confiado, pero ante todo un hombre valiente. Su reinado duró muy poco. Apenas dos años. Fue el más corto de los omeyas que reinaron en España. Su descendencia también fue inusualmente corta, de sólo cinco hijos, ninguno de los cuales reinaría por razones bastante trágicas como oportunamente os contaré.
El 9 de agosto del año 886, cuando no había cumplido los cuarenta años, fue proclamado emir en el Alcázar cordobés. Su reinado tuvo dos obsesiones. Cumplió una y dejó inacabada la otra. Os las voy a contar brevemente.
Al primer ministro de su padre, nuestro viejo conocido Hashim, no lo podía ver ni en pintura. Lo demostró desde el mismo día en que ocupó el trono.
Era éste un personaje notable, del que hemos hablado bastante en ocasiones anteriores. Desde luego había sido la mano derecha de Muhammad, que le dio cargos importantes. Llegó a ser walí de Jaén. Cuentan algunos cronistas que a él se debe la construcción de Úbeda, o al menos su transformación desde un mero poblado a la ciudad que va a ser en el futuro. También se ocupó de edificar los castillos y fuertes de los alrededores de Úbeda. Se puede decir que era un caballero por su valor en las guerras, su gentileza y elegancia en la corte, por su ingenio y su erudición entre los sabios de al-Ándalus.
Al-Mundir, mientras vivió su padre, no demostró para nada que le tuviera tanto odio como se le despertó tras la muerte de Muhammad. Cuando llegó al-Mundir a Córdoba, nada más apearse del caballo, se presentó en la sala de jura con las ropas sucias y arrugadas por la silla y el camino. Enseguida la gente comenzó a entrar y, acto seguido, se presentó Hashim en su función de primer ministro, con el libro de la jura en las manos y comenzó a leer el texto ritual. Al llegar el momento en que debía mencionar a Muhammad, el emir difunto, no pudo reprimir las lágrimas y los sollozos de forma que no se entendía nada de la lectura, por lo que tuvo que recomenzarla. Al-Mundir, al verlo en este estado, lo miró con ojos de ira.
Hashim no se dio cuenta de aquella mirada, que sí fue notada por muchos asistentes al acto. Cuando el cadáver del emir fue depositado en el sepulcro, Hashim se quitó capa y turbante y estuvo durante un raro llorando abundantemente y gritando:
—¡Oh Muhammad! Deseo que mi alma esté con la tuya.
Al-Mundir, al ver al primer ministro en este estado, aumentó hacia él su inquina y sus deseos de eliminarlo. Digo yo que lo habría calentado su madre por el célebre desaire que os acabo de contar, el caso es que no lo podía ver. Pues un día, al volver de una de las expediciones que más adelante os contaré, salía Hashim de su casa acompañado de su hijo ‘Umar. Poco después fueron tomados presos y Córdoba entera lloraba por su suerte, que conocían estar echada de antemano. Al día siguiente se presentó a verle el emir, que le soltó en la cara las siguientes palabras:
—Tú fuiste quien me aconsejó. Tú quien ayudó a la perfidia de los rebeldes. Tú vas a morir hoy para que otros aprendan a ser prudentes y cautos.
Entonces, olvidando cuanto había hecho por su padre y por él mismo, mandó que le cortaran la cabeza, lo que se hizo en el mismo patio del Alcázar. Su cuerpo y su cabeza fueron envueltos en sus mismas ropas y enviados a su familia.
El ajusticiamiento de Hashim fue muy sentido por bastantes caballeros y caudillos de al-Ándalus, conocedores de los servicios que había prestado a los emires. Se había hecho acreedor de la honra y la estima de las gentes de bien y a cambio recibía el castigo de los traidores. Sus dos hijos, llamados ‘Umar y Ahmad, walíes de Úbeda y Jaén, fueron presos en una torre por orden del emir y sus bienes confiscados. Primera obsesión cumplida.
La obsesión que no llegó a cumplir fue la de acabar con su principal enemigo, el muladí ‘Umar ben Hafsun. Os lo contaré a continuación.
‘Umar era un ser bastante listo y sabía aprovechar las ocasiones favorables. La muerte de Muhammad y la toma de posesión de al-Mundir eran, desde luego, un respiro que le venía muy bien y era necesario sacarles el máximo partido posible. Por eso envió mensajeros para visitar a los castellanos de los castillos cercanos a su residencia y próximos a la costa. Se trataba de invitarlos a seguirle y a luchar a su lado por la libertad.
Muchos aceptaron la invitación, tomaron el partido de ‘Umar y le reconocieron como su señor. Los habitantes de esos castillos seguían de buena gana a sus dueños y se declaraban contrarios al emir y favorables a la causa de ‘Umar. Una vez conseguidas esas adhesiones de los castillos costeros, dirigió su mirada hacia los más lejanos. Ahora, junto a los mensajeros, iban algunas compañías de soldados, que conquistaron Priego y tomaron cautivo a su gobernador, llamado ‘Abd Alla ibn Samaa. Luego continuaron hacia Iznájar y ocurrió lo mismo. Desde allí pasaron a Cabra, que también se puso de su parte, y a las provincias cercanas de Jaén y de Elvira.
‘Umar había aprovechado muy bien la pausa que le brindaron los festejos de la jura del nuevo emir. Prácticamente tenía levantadas todas, o la mayor parte de las provincias del sur, como el fuego de una especie de guerra civil contra el invasor que llegaba hasta las mismas puertas de su ciudad. Era previsible que por parte cordobesa se diseñara una respuesta lo más contundente posible. En ello iba la integridad del reino y la misma reputación del emir que acababa de sentarse en el trono del Alcázar.
Como primera avanzadilla, se enviaron unas cuantas divisiones para enfrentarse a los partidarios de ‘Umar en la propia campiña cordobesa. Y los encontraron en las cercanías de Lucena, Rute e Iznájar, incluso puede afirmarse que las tropas cordobesas consiguieron algunos éxitos parciales pero en modo alguno definitivos. Eran peleas encarnizadas en las que ambos bandos se dejaban muchos muertos en el campo, batallas en las que la victoria se repartía alternativamente entre ambos bandos, pero terminaban en nada. Los partidarios de ‘Umar seguían creciendo en territorio y en número, y los hombres del emir, ni conseguían victorias importantes, ni sufrían derrotas de consideración.
Por las calles y las plazas de Córdoba se iba extendiendo la especie de que el reino estaba herido de muerte, y no era para menos. Zaragoza no obedecía al emir. Tampoco Tudela, ni Mérida, ni Toledo. La rebelión de ‘Umar era lo que faltaba para terminar de dar la estocada de muerte al reino omeya de Córdoba. ¿Qué le quedaba por hacer a al-Mundir? Hasta su hermano, el príncipe ‘Abd Alla, andaba intrigando entre los cortesanos y eunucos, tachándolo de inepto para sacar adelante al reino del atolladero en que estaba metido.
Apenas despuntó la primavera del año 887 salió al-Mundir en persona con un formidable ejército en busca de ‘Umar. Los rebeldes habían tocado todas sus fibras sensibles, desde la paciencia hasta su probada valentía para el combate. Estaba seguro de que le tocaría pelear personalmente. Y nada le gustaría más que enfrentarse directamente al rebelde y atravesarlo de parte a parte con su afilada espada. Era difícil controlar una rebelión tan extendida pero pondría todas sus energías y sus fuerzas en conseguirlo. Salió de Córdoba hacia Bobastro.
En el camino, por la parte de Cabra, había ciudades y castillos rebeldes que fue sometiendo conforme avanzaba. Luego pasó a la provincia de Regio, sitiando Archidona, su capital.
Era gobernador de Archidona un muladí bastante flamenco llamado Aixón, de esa clase de personajes engreídos, algo alocados y bastante fanfarrones. La verdad es que asaltar Archidona era harto complicado, por su castillo, situado encima de un monte bastante escarpado, sus murallas y sus torreones, lo que se dice una plaza muy difícil de tomar. Tuviera o no tuviera su pizca de miedo a los ejércitos del emir, él proclamaba a los cuatro vientos que se los pasaba por salva sea la parte. Bueno. Lo decía con palabras de entonces que os voy a transcribir:
—Éstos no se van a apoderar de mí por nada del mundo. Si yo me dejo coger, que me crucifiquen, clavando un puerco a mi derecha y un perro a mi izquierda.
Tres cosas a las que tenían más miedo del que se cuenta y que con sólo imaginarlas los ponían enfermos, y que eran la crucifixión, el puerco y el perro.
Al-Mundir tampoco era torpe. Nada más echar una ojeada a la fortaleza de Archidona comprendió que le iba a ser imposible apoderarse de ella sin gastar mucho tiempo, bastante dinero y no pocas vidas. En vista de ello, usó una táctica, tan vieja como el mundo mismo, que era pagar a algunos partidarios de Aixón para que se lo entregaran vivo sin disparar una simple ballesta. Eso ocurrió. Un día en que entró en casa de uno de aquellos bellacos, lo agarraron de improviso, lo ataron con hierros y cadenas y lo enviaron a al-Mundir, que lo mandó enseguida crucificar de la misma manera que él hablaba en son de burla: con un puerco a un lado y un perro al otro. Las gentes de Archidona, al ver el final que había tenido su gobernador, se entregaron al emir, que los trató bastante bien para lo que era normal en estos casos.
Desde allí, en un zigzag explicable en vista del discurrir de los acontecimientos, pasaron las tropas del emir a tierras de Priego, donde capturaron a tres caudillos muladíes de la familia de los Banu Matruch y los enviaron a Córdoba donde fueron crucificados a la manera del gobernador de Archidona. Una vez conseguidas estas victorias parciales, al-Mundir y sus ejércitos se dirigieron directamente a atacar al caudillo en su nido de águilas, la inexpugnable Bobastro.
‘Umar estaba al tanto de los movimientos de al-Mundir y supo enseguida que se proponía sitiarlo en su castillo. Cualquier soldado que sabe que ejércitos superiores en número van a sitiar la plaza que defiende, debe sentir, creo yo, bastante inquietud y algo de miedo. Sin embargo, los hombres de ‘Umar espiaban los gestos de su cara y no observaban más que suficiencia y algo de cachondeo. Y es que su roca era inexpugnable. El miedo se lo dejaba al emir y a sus tropas. Él no pensaba en otra cosa que en la jugarreta que iba a gastar a sus acérrimos enemigos. Era un bromista empedernido y disfrutaba jugando al ratón y al gato con la gente. Ahora lo haría nada menos que con el emir. Seguro que al probarla no tendría ganas de repetir la hazaña y atacar de nuevo Bobastro. Cuando vio que las tropas cordobesas habían cerrado el cerco al castillo, mandó un emisario al real de al-Mundir con esta propuesta:
—Iré a vivir a Córdoba con mi familia. Seré uno de tus generales y mis hijos serán clientes tuyos.
Al-Mundir cayó miserablemente en la trampa. Pensó que debería sin más aceptar la propuesta de ‘Umar porque acababa con la revuelta sin derramamiento de sangre. No era la primera vez que el rebelde aceptaba vivir en Córdoba y someterse a los legítimos soberanos. Lo contrario era una locura. ¿Iba a ser capaz de rendir el castillo, de asaltar aquellas enormes murallas naturales, de vencer a unos fanáticos que pensaban luchar por la patria y la libertad? La disyuntiva no tenía color. Aceptaría la propuesta del muladí, liquidando así la revuelta que más dolor de cabeza había causado a su padre y a él mismo. Asunto resuelto. Como se trataba de firmar un documento oficial de capitulación con favorables condiciones, hizo venir desde Córdoba al cadí y a los principales astrólogos para que le ayudaran en este trance memorable. Ellos redactarían en un documento las propuestas de ‘Umar.
Se acercaba el momento solemne de la firma del tratado de paz. Al-Mundir se había instalado en un castillo cercano para dar al acto el realce que merecía. Ni por asomo quería subir por ahora a Bobastro hasta que no abandonaran el fortín los hombres de ‘Umar. Seguía siendo demasiado peligroso. Cuando faltaban un par de días para la firma, el ambiente entre ambos era relajado y hasta cordial. Todos estaban contentos porque aparentemente unos y otros salían beneficiados. Entonces ‘Umar hizo a al-Mundir una petición bastante razonable:
—¿Por qué no me envías un centenar de mulas a Bobastro para transportar mis equipajes en el viaje hasta Córdoba?
Era normal que así fuera porque la vieja fortaleza se había convertido con el paso del tiempo en una verdadera ciudad repleta de provisiones y de riquezas considerables. Accedería a los deseos del rebelde mientras sus tropas se retiraban de la plaza asediada y tomaban la dirección de Córdoba. Cuando no quedaban apenas soldados cordobeses en los alrededores, llegaron los mulos con una escolta de diez jefes de tropa subalternos y ciento cincuenta caballos. Como veis, el emir se acabó confiando en las palabras del rebelde.
‘Umar aprovechó la oscuridad de la noche para escapar, volver a Bobastro y hacerse seguir por una compañía de soldados escogidos con los que atacó la escolta, se apoderó de los cien mulos y los mandó encerrar en las cuadras de su fortaleza. El emir había sido burlado porque el grueso de sus ejércitos hacía el camino de Córdoba y el rebelde mantenía intactas sus fuerzas y su castillo.
Las noticias del engaño miserable que sufrió al-Mundir se extendieron por Córdoba y el ambiente, por esa causa y por otras, era bastante fastidiado. A nadie le gusta que lo engañen como a un chino, y menos si el engañado es el emir de las tierras de al-Ándalus.
Al-Mundir literalmente bramaba de rabia. No sabía qué hacer, ni dónde estar. Salía, entraba, subía, bajaba, daba voces a sus esposas y a veces a los eunucos, y literalmente juraba en hebreo. Se prometía a sí mismo ir al sitio de Bobastro y no volver hasta haber conseguido arrasar la fortaleza y crucificar a todos sus moradores, empezando por el maldito de ‘Umar. Su primera medida coherente fue llamar nuevamente a sus tropas y hacerles volver a Bobastro.
En el Alcázar las cosas estaban pero que mal para el emir. Tenía el enemigo en casa, y era su propio hermano ‘Abd Alla, un ambicioso de mucho cuidado que estaba empeñado en acabar con él antes de que salieran a relucir sus hijos como herederos al trono. El ambiente era hostil al emir, especialmente después de haber padecido las burlas de un maldito muladí. Los eunucos, que lo mangoneaban todo en la corte, hacían bromas contra al-Mundir y lo estaban poniendo ante todos como un ser inepto, incapaz de dirigir el timón del reino omeya en al-Ándalus.
‘Abd Alla había decidido matar a su hermano para ocupar su puesto. La cuestión era resolver cómo y cuándo. Podría hacerse pagando a su cirujano, cosa fácil pues era un judío bastante avaro, fácilmente sobornable y conocedor perfecto de los venenos, tales como la adormidera, el cáñamo indio, el beleño o las sales de plomo. Si pagaban bien a ese personaje, él mismo encontraría la ocasión.
Amanecía un día de junio del año 888. El ejército cordobés asediaba una vez más la formidable fortaleza. Al-Mundir estaba enfermo de ira y de rabia. Sus ojos parecían querer salírseles de las órbitas. Su semblante estaba rojo y sus labios adquirían por momentos colores morados. Un eunuco decidió llamar al cirujano para que le practicara una sangría y aliviar de esa forma la salud del soberano.
El cirujano estaba esperando ese momento para cumplir con el deseo de ‘Abd Alla y de paso hacerse rico para siempre. Sacó del maletín su mejor lanceta y la untó de fuertes y sutiles venenos. Cuando el instrumento penetró en la vena del emir, el eunuco cómplice del asesinato que estaba presente, pasó la información a ‘Abd Alla de que su hermano estaba viviendo sus últimas horas. Poco después al-Mundir se sintió gravemente enfermo. Se sentía morir. Por pura prudencia mandó llamar a su hermano ‘Abd Alla para capitanear al ejército, ya que él no tenía hijos en edad de ocuparse de estos menesteres.
El 20 de junio expiró entre estertores, vómitos y dolores terribles. Un nuevo emir había sido asesinado, esta vez por su propio hermano.