CAPÍTULO 6
AL-HAKAM I, TERCER EMIR DE AL-ÁNDALUS
El día 14 de safar (abril) del año 180, el 796 para los cristianos, fue al-Hakam aclamado por el pueblo como emir de al-Ándalus. Contaba apenas veintiséis años y tenía ante sí un proyecto ilusionante, que era continuar con la dinastía omeya en este lado del mundo. Córdoba se vistió de gala y todo el pueblo salió a la calle para contemplar el espectáculo y a grandes voces mostrar su obediencia al nuevo soberano. Tras el largo paseo por las calles, la comitiva fue a la gran mezquita, y allí se hizo la chobta u oración solemne por el emir, que después se repetiría en todas las mezquitas del reino.
Al-Hakam era un joven guapo, cuya buena presencia se mostraba cuando montaba a caballo o salía a cazar con sus halcones por la campiña cordobesa. Es natural porque estaba en la flor de la vida. Su vitalidad, belleza física y elegancia eran la admiración del reino. No era rubio ni pelirrojo como algunos de sus colegas en el trono, sino más bien moreno, y eso que su madre era una esclava de procedencia franca, porque se la había regalado a su padre el gran Carlomagno en los momentos en que estaban intentando alianzas imposibles.
Los cordobeses esperaban que iba a ser un digno sucesor de su padre y su abuelo. Todo anunciaba que sería así, desde el ejemplo de su padre, hasta la educación que había recibido de un hijo del hagib de su padre llamado ‘Abd al-Karim, un hombre sabio, listo y magnífico poeta. Ahora le tocaba reinar, gobernar un país de gentes magníficas, pero revoltosas. ¿Le dejarían respirar siquiera unos meses? ¡Tenía tantos frentes abiertos, tantos enemigos, unos musulmanes y otros infieles! Eran como un inmenso enjambre de abejas locas que se arremolinaban delante de sus ojos jóvenes, impidiéndole hacer otra cosa que defenderse de ellas. Sus enemigos eran muchos y muy poderosos. Os los voy a enumerar brevemente.
En Córdoba estaba Yahya ibn Yahya, el magnífico estudiante de Medina, que trajo de allá muchas cosas buenas de su maestro Malik y otras no tanto. Porque el carácter del nuevo emir no casaba bien con los alfaquíes cordobeses, bastante fanatizados y acostumbrados a mandar lo suyo durante el remado de su padre.
No es que al-Hakam fuera poco religioso. Su educador se había esmerado en enseñarle la doctrina y las prácticas que debe observar todo musulmán. Incluso aceptaba con muy buen talante que sus cadíes dictaran sentencias que personalmente le eran contrarias. Pero no era como su padre, que llevaba una vida de monje, viviendo en un magnífico Alcázar. El joven emir era alegre, le gustaba gozar de la vida, charlar con sus amigos, era un practicante apasionado de la caza, y lo que es peor, no hacía ningún caso a la prohibición coránica de beber su buen vino cuando se presentaba la ocasión. Todo esto irritaba seriamente a los alfaquíes, pero hasta se lo hubieran dejado pasar. Lo que no le perdonaban era que los hubiera marginado en los puestos más importantes de la corte. Y eso era un peligro notable para el futuro de al-Hakam. Los alfaquíes estaban muy unidos por las doctrinas que trajo de Medina Yahya ibn Yahya y eran un poder dentro del Estado cordobés, con el que había que contar si quería tener la fiesta en paz. Por ese lado era necesario tener mucho cuidado.
¿Otros flancos? Toledo era un foco de españoles, la mayor parte cristianos, que habían dado cobijo a los árabes y bereberes que por una causa o por otra no aceptaban al emir. Y encima estaba demasiado cerca de las marcas, las fronteras donde su dominio no era demasiado claro. Miraba hacia el norte y tenía enemigos en las tierras de Álava, de Asturias, de Galicia. En Zaragoza apenas se aceptaba su autoridad porque ocurría otro tanto que en Toledo; más arriba, en la Septimania, desde donde salían expediciones de cristianos para atacar Barcelona, Gerona… ¡Tenía tantos enemigos por todas partes! ¿Lo dejarían siquiera un tiempo gozar de la vida, del reino que acababa de heredar?
Al-Hakam no era el hijo mayor de su padre. ¿Tendría que pelear contra su hermano primogénito ‘Abd al-Malik, como lo tuvo que hacer su padre contra sus hermanos, el Sirio y el Valenciano? Como era un ser extrovertido, a veces preguntaba a sus generales y se preguntaba él mismo por dónde le vendría la primera bofetada.
Estos flancos abiertos condicionaban cualquier política interior del emirato. También impedían dar respuestas adecuadas a los ataques cristianos del norte. Si había fuego en casa, era imposible ocuparse de ladrones o de otros personajes que quisieran hacer daño a sus moradores. Esta va a ser la gran tragedia de los musulmanes españoles durante casi todo el tiempo que permanecieron en España.
Desde el primer momento de su reinado tuvo claro que los musulmanes españoles en general eran muy poco fiables. Además, si daba poder a unos, se iba a enfrentar a muerte con otros. La conclusión fue que dio poder a los españoles, o al menos a uno de ellos que fue su mano derecha, o mejor, el brazo ejecutor de sus maldades. Estoy hablando del comes Rabi, personaje nefasto, de quien hablaremos ampliamente durante este reinado. No lo perdáis de vista.
Os decía que estaba esperando la primera bofetada y le vino desde su propia casa. Pero no de su hermano mayor sino de sus tíos, los que hicieron tanto daño a su padre. Renacía un viejo conflicto que Hixem pensó haber zanjado con aquel buen puñado de monedas y la marcha de sus hermanos al norte de África. Os lo voy a contar.
Dijimos antes que en el norte de África estaban sus tíos, el Sirio y el Valenciano. Los dejamos contando el dineral que les dio Hixem a cambio de que lo dejaran en paz, y os adelanté que no se iban a conformar con eso. El viejo rencor iba a renacer siete años después de que pareciera haberse extinguido definitivamente.
El mayor de los hermanos de su padre, Suleyman, apodado el Sirio, se había instalado con los bereberes en los alrededores de Tánger. El segundo, ‘Abd Alla, era más inquieto y anduvo de acá para allá, recorriendo el norte de África, siempre intrigando, liándola si es que podía. Cuando se enteró de que el emir de Kairuán se había hecho independiente de los abásidas, fue a visitarlo, a ver si le ayudaba a recuperar el trono de España, al que creía tener más derecho que nadie.
Y estando allí se enteró de que su hermano Hixem había muerto, así como de la proclamación de su sobrino al-Hakam como sucesor.
Éste no perdió un minuto, porque seguramente debió pensar que ahora o nunca, así que se puso enseguida en camino hacia España, con la intención de ganar por la mano a su hermano Suleyman, en el que tenía un serio oponente, si es que conseguía cargarse previamente a al-Hakam, el emir cordobés. Pasó el mar con sus mujeres, hijos, esclavos y demás clientes y se fue a Valencia. Allí tenía algunos bereberes adictos y estaba cerca de las marcas llamadas superiores, donde podría encontrar aliados para derrocar a su sobrino y ocupar su puesto.
Como éstos entendían la lealtad fraternal como algo eventual o de pura conveniencia coyuntural, al ver que si iba cada uno a su bola lo iban a tener crudo, pensaron que era mejor ponerse de acuerdo, hasta cierto punto y por el momento. Como el objetivo inmediato era derrocar a al-Hakam, ‘Abd Alla mandó llamar a su hermano Suleyman, que también se presentó por Valencia con toda su harca de soldados de conveniencia, hijos, primos, tíos y demás familia, en la que el harén formaba una parte numerosa y esencial.
Una vez en Valencia se repartieron las tareas. ‘Abd Alla se marchó a Zaragoza, que por ser una de las ciudades más lejanas de Córdoba, era el lugar donde habían puesto tierra por medio bastantes de los enemigos del emir. Intentaría enrolarlos en su causa. Eso hizo pero sus esfuerzos produjeron frutos importantes en calidad y escasos en cantidad. Digo esto porque por allí andaban bastante enfadados con el emir por asuntos de nombramientos, los hermanos ‘Abd al-Karim y ‘Abd al-Malik ben Mugith, dos importantísimos personajes, uno de los cuales llegará a ser nada menos que chambelán o mano derecha del emir por mucho tiempo. Hablaremos más adelante de ellos. Como todos los descontentos de Córdoba marchaban, unos a Toledo y otros a Zaragoza, ese fue el caso de estos hermanos, que se pusieron de parte de ‘Abd Alla. Era un refuerzo importante en cuanto a calidad. A la hora de reclutar soldados, hay que decir que sólo se le unieron cuatro pelagatos, gente claramente insuficiente para la guerra, con ninguna preparación militar y con menos aportaciones económicas.
Como ya os he contado, éstos eran incansables en las intrigas. Al ver que su objetivo de conseguir adeptos en Zaragoza había fallado estrepitosamente, no se cortaron un pelo, pusieron rumbo a Aquisgrán, en busca del aliado más fuerte y con más respaldo moral, económico y militar que existía en esos momentos en el mundo. Nada menos que Carlomagno. Difícil empeño, desde luego, porque Córdoba estaba lejísimos de la preciosa Aix-la-Chapelle, pero a lo mejor conseguían engatusar al emperador, poniéndole ante la que hubiera sido una de sus grandísimas conquistas. Ni más ni menos que Córdoba. Claro que, a fin de cuentas, no se la iban a entregar porque el emir sería él, pero, en fin, al menos conseguían dar un golpe de mano.
‘Abd Alla tenía dos hijos formidables que se llamaban ‘Ubayd Alla y ‘Abd al-Malik. Eran dos jóvenes fuertes, instruidos, leales y sobre todo magníficos soldados, que darán que hablar en el futuro. No los perdáis de vista. Le acompañarían en su visita a Carlomagno. Dejémoslos camino de Aquisgrán.
¿El Sirio? ¿Qué hizo entretanto el hermano mayor Suleyman, conocido también como Abu Ayyub, y al que en nuestra tierra todo el mundo conocía como el Sirio, por haber nacido en aquellas tierras tan lejanas? Pues naturalmente, dar toda la guerra que podía. Y como éste era más lanzado, si me apuráis, más insensato que su hermano, sin encomendarse a Alá ni al demonio, a pesar de que sus fuerzas eran escasas, decidió plantar cara a su sobrino al-Hakam. Organizó un ejército de medio pelo y se puso en camino hacia Córdoba.
Al-Hakam ni era pacifista, ni más piadoso que lo justo, ni un ser templado, ni nada de eso. Seguramente será el emir que más barbaridades cometió contra sus súbditos, como os contaré más adelante. Pero le gustaba todo. El vino, las francachelas, incluso su mejor cronista nos lo retrata en unas juergas memorables, haciendo una especie de ménage à cinq, que él mismo nos celebra en versos más bien regulares.[14] Supongo que le debió dar una pereza tremenda tener que salir tan pronto a defender su corona de la insensatez de sus tíos. Pero qué remedio. La obligación era salir y eso hizo.
El encuentro con los sediciosos tuvo lugar en un pueblo precioso de Jaén llamado Quesada y tras algunos combates bastante duros, los ejércitos de Suleyman fueron destrozados. Él pudo salir huyendo y anduvo por las montañas mientras el emir volvió a Córdoba, contento por haber deshecho el ejército de su tío, pero fastidiado de no haberle cortado la cabeza. Pero ¿dónde lo buscaba ahora? Ya le llegaría su momento.
Y le llegó, porque el insensato marchó a Mérida, se buscó otra recua de aventureros más necios que él, y a la tarea, que cuando un personaje así se ponía en marcha no había quien lo parara, a no ser que le cortaran la cabeza, que es lo que acabó sucediendo. Se apoderó de Palma del Río, a la que cambió de nombre hasta llamarla Palma de Abu Ayyub, luego se fue a Fuente de Cantos, de allí a Mérida, pero el caudillo de Mérida estaba deseando hacer méritos ante al-Hakam, lo buscó, lo encontró y con una saeta bien lanzada le atravesó la gola y consiguientemente la garganta. Acto seguido, le cortó la cabeza y se la envió a al-Hakam, que a pesar de que echó sus lagrimitas y todo al ver la cabeza de su tío, expuso el trofeo en Córdoba para general escarmiento. Pero como las formas son las formas, mandó que le trajeran el cuerpo y ya, con todos los despojos reunidos, hizo que le dieran sepultura decentemente en el Alcázar, junto a su padre ‘Abd ar-Rahmān y su hermano Hixem. Como veis, éstos eran crueles y tiernos al mismo tiempo cuando de ejecutar familiares se trataba.
‘Abd Alla se enteró enseguida de la suerte que había corrido su hermano mayor y decidió cambiar de modales y de sumisiones. Escribió una carta a su sobrino al-Hakam, ofreciéndole algunas cosas y pidiéndole otras. Le ofrecía sumisión eterna, reconocerle emir para siempre, y además, entregarle a sus dos hijos ‘Ubayd Alla y ‘Abd al-Malik, que era considerados como unos grandes soldados y magníficos estrategas, además de valerosos, leales, etc. A cambio le pedía algo la mar de obvio: que le perdonara radicalmente sus errores pasados y que le diera otro poquito de dinero, que ya se le había terminado el que le entregó su padre Hixem por una sumisión que pretendía ser la definitiva. Eso sí, le aseguraba que esta vez iba en serio.
Al-Hakam se puso tan contento. Dinero no le faltaba. Ganas de vivir, tampoco. Daría a su tío lo que le había pedido, que era su perdón y una buena transferencia de fondos. Pero ¡que lo dejara en paz! Como condición irrenunciable, Abd Alla no podía moverse de Valencia. Era y es una tierra preciosa, llena de flores, de luz, de amor, ¿qué más quería? Si no se movía de allí, tendrían la fiesta en paz. Y para tenerlo sujeto por la faltriquera, el dinero se lo entregaría por meses vencidos, a razón de mil mizcales al mes y cinco mil cada fin de año, para que celebrara a gusto la Nochevieja. La medida era sumamente eficaz porque recordaba al interesado que la próxima rebeldía le cortaría la transferencia mensual, y esa era ya razón suficiente para dar por sentado que esta vez iba a ser la definitiva.
Al-Hakam concedió su perdón incluso a los jeques que estuvieron de parte de su tío. ‘Abd Alla fue tratado por el emir como el primo que era y, para sellar los pactos, hubo hasta el correspondiente casamiento, ya que una preciosa hermana de al-Hakam llamada Alkinza, fue dada en matrimonio a un hijo del Valenciano, llamado Esfah. Más adelante esta pareja dará que hablar, como oportunamente os contaré.
El rebelde cumplió lo prometido mientras vivió al-Hakam. Fue inteligente y se hizo tan valenciano, que ya todo el mundo le puso el mote por el que será conocido por la historia. ¿Qué más podía soñar que llamarse el Valenciano, un rebelde impenitente, un maldito de cocer que se había pasado la vida soñando con emiratos imposibles? Todos ganaban. Él tenía un paraíso llamado Valencia y al-Hakam por fin podría vivir tranquilo.
He dicho que cumplió su palabra sólo a medias porque al-Hakam murió antes que el Valenciano, y vuelta la burra al trigo. ‘Abd ar-Rahmān II, que así se llamó el sucesor, acabó con las pretensiones de su tío abuelo echándole algún brebaje en la comida y asunto concluido. El pobre terminó sus días de una enfermedad, dicen que provocada por el que mandaba más en al-Ándalus, que era el emir reinante. Pero esto es adelantar acontecimientos. Dejábamos más o menos dominada la sedición de los tíos de al-Hakam y a éste viviendo por el momento seguro en su bellísimo Alcázar.
¿Seguro? Al-Hakam tenía para entretenerse con rebeliones que van a manifestarse sucesivamente en tres de las más importantes ciudades de al-Ándalus, Zaragoza, Toledo y la misma Córdoba. La intensidad de estas revueltas va a ser creciente y las tres de enorme calado, como os contaré enseguida.
Zaragoza nunca fue una plaza con adhesión inquebrantable al emir. Es más, su autoridad pocas veces fue reconocida establemente allí. Estaba demasiado lejos de Córdoba y demasiado cerca de Navarra y de la Septimania francesa. La clase dominante estaba compuesta, simple y llanamente por españoles, bastantes de ellos convertidos a la religión musulmana aunque había muchos mozárabes. Sobresalió más adelante una familia de caciques, la de los Banu Qasi, descendientes de un conde visigodo convertido al Islam en los primeros tiempos de la invasión. Éstos darán bastante guerra en el futuro, como me encargaré de contar. Además de españoles de pura cepa, vivían allí algunos bereberes y, como antes he dicho, los árabes que no estaban de acuerdo con el emir. Desde luego, el mandamás en Zaragoza y en lo que hoy llamamos Aragón, era un español muladí oriundo de Huesca, llamado Amrus ibn Yusuf. Era el hombre del emir por aquellas tierras y cuando hacía falta le llevaba de acá para allá, haciéndole el trabajo sucio en las provincias. No le perdáis de vista.
Bien. Apenas había pasado un año de la jura de al-Hakam como emir de al-Ándalus cuando apareció por Zaragoza un agitador llamado Bahlul, que por su cuenta y riesgo se proclamó emir independiente. Os conté que andaban por Zaragoza los hermanos ‘Abd al-Karim y ‘Abd al-Malik ben Mugith, enojados con el emir porque a uno de ellos lo había destituido del cargo de gobernador de Toledo. Pues pensaron que era su momento, si conseguían desembarazarse de Bahlul e instalarse ellos mismos como dueños y señores de la bella ciudad del Ebro.
La reacción de al-Hakam no se hizo esperar y su hombre para estos casos era el muladí Amrus, que ocasionalmente era gobernador de Talavera. El emir lo llamó para que metiera en vereda a los levantiscos aragoneses, naturalmente con plenos poderes.
Amrus era listísimo y disponía de recetas para curar este tipo de males. Lo primero que hizo fue buscarse aliados, prometiéndoles bienes y fortunas si le ayudaban a despachar a los sediciosos. No tardó en encontrar al clan familiar de los Banu Mahsa, que estaban dispuestos a lo que fuera necesario con tal de congraciarse con Amrus, con el emir y con todos los que hiciera falta, si al final conseguían el mando supremo en Zaragoza. Como sabían hacerlo bien, en sólo un par de días estos Banu Mahsa le llevaron la cabeza del sedicioso Bahlul, con lo que pensaron haber contentado a Amrus, al emir y se dispusieron a esperar la recompensa prometida.
Y ¿qué les regaló el maldito de Amrus? Pues que los llevó de excursión a Talavera para celebrar con una buena fiesta los éxitos conseguidos y cuando estaban en plena francachela, entraron unos mandados y cortaron la cabeza a los que llegaron esperando recompensas. Supongo que antes de caer bajo el alfanje de sus ejecutores se les habría puesto cara de tontos.
Amrus recibió su paga por la fechoría que acababa de cometer. Su hijo Yusuf fue nombrado gobernador de Toledo y tampoco la hizo limpia, pero digamos que en tono menor. Como no paraba de molestar a los nobles, gente castellana y recia, acabaron por rodear su residencia y emprenderla a pedradas contra el nominado y sus adláteres, que eran muchos. El asunto acabó bastante bien, probablemente porque Amrus y su hijo tendrían algún empeño ineludible, que si no, ya habéis visto cómo se las gastaban éstos. Claro que el rencor les va a durar y les harán pagar caro a los toledanos sus gestos inamistosos.
¿No quería al-Hakam pacificar Zaragoza? Pues nada. Asunto resuelto por partida doble. Con las cabezas de uno y de los otros habían rodado por el suelo las ambiciones, las infidelidades, las traiciones y los peligros que acechaban por aquellas tierras a la autoridad del emir. Pero era necesario rematar la faena a fin de dar estabilidad a la región, para lo que mandó edificar una plaza fuerte a medio camino entre Zaragoza y Vasconia, que será la preciosa, la importante ciudad de Tudela. Para tenerlo todo atado y bien atado, instaló en ella de manera estable a su hijo Yusuf, al mando de una guarnición.
Ya podía el emir dormir tranquilo y vivir la vida, que era lo que estaba deseando, gracias a la eficacia del español Amrus, su mejor brazo ejecutor en estos menesteres. Que tampoco la hizo limpia, al menos temporalmente, como más adelante me encargaré de contar.
Vamos a hacer un paréntesis en las rebeliones internas. ¿Hablamos de algunos personajes singulares de la corte de al-Hakam? Porque ¡había cada pájaro! He encontrado sabios, poetas, juristas, jueces, inventores, a decir verdad, casi todos curiosísimos, pero locos de atar.
Al-Hakam era un personaje inquieto, curioso, vitalista, al que gustaba ver todo y examinarlo todo, especialmente si eran cosas llamativas o nunca vistas. Una vez le contaron que vivía en Córdoba un sabio chiflado, un bereber de familia originaria de Ronda, que hacía cosas maravillosas, llamado Abbas ibn Firnas, y decidió visitarlo para conocer sus inventos y sus experimentos.
El revuelo que se organizó en la corte y en el entorno de Firnas fue considerable. Automáticamente todas las fuerzas vivas de Córdoba fijaron su atención en el sabio inventor, dando cada uno su opinión acerca de las cosas que habían visto y oído. Unos proclamaban que componía magníficos versos, aunque el poeta por excelencia de Córdoba, el gran Algazali,[15] decía que sus poemas no valían nada. Otros afirmaban que era un hábil filósofo, otros que un veraz e inspirado astrólogo, otros que un pensador sensato, casi todos le reconocían como el que introdujo en al-Ándalus el estudio de la métrica, pero lo que de verdad hacía bien era inventar cosas jamás vistas por estas tierras, experimentar con artilugios increíbles y dejar a todos con la boca abierta con sus aparatos extraños.
Firnas, por su parte, se sintió bastante complacido y algo nervioso con la visita del emir. Podía ser su definitiva consagración como personaje importante en el reino si todo iba bien, pero estaba seguro de que entre el cortejo de acompañantes vendrían personas que iban a ponerlo de vuelta y media a nada que alguna de sus exhibiciones saliera regular. Lo calculó todo y allí estaría el viejo poeta Algazali, que en verdad componía poemas impresionantes, pero al que no importaba otra cosa que irse a la cama con muchachas jovencitas; luego para nada, como él mismo se encargaba de pregonar a los cuatro vientos en sus versos. ¿Qué iba a hacer un viejo verde? Desde luego, a nada que ocurriera, soltaría sus ocurrencias para ser el protagonista del día. Algazali no iba a prestar atención a la obra de Firnas. Iría seguramente con el emir el cadí principal de Córdoba, el insobornable, el gran Ibn Basir, el de la túnica color canela, teñida con flores de cártamo, otro excéntrico del carajo. Vendría ‘Abd al-Karim ben Mugith, el chambelán, la mano derecha, el hombre para todo del emir. No faltaría el paje Jacinto, el metomentodo, el más liante de la corte cordobesa. Y, por supuesto, el comes Rabi, el cristiano todopoderoso y el hombre más odiado del reino. Vendrían todos. Iba a ser un gran espectáculo y nada podía fallar. Lo prepararía lo mejor que supiera, como no podía ser de otra manera.
Efectivamente, ese día su casa estaba reluciente del suelo al techo. Por las ventanas asomaban geranios reventones de colores vivísimos y en cada esquina había ramos de rosas, celindas, romero y otras plantas aromáticas. La gran sala donde estaba representado el firmamento, había sido perfumada con algalia de olor a almizcle y agua de rosas. En el pequeño salón de al lado había instalado una clepsidra, que funcionaba perfectamente marcando las horas conforme caía el agua de un recipiente a otro. Más allá, en una mesa pequeña, colocó sus preciosos libros sobre el modelo de la métrica, no en vano había sido él el primero en enseñar esa disciplina en al-Ándalus. Al otro lado estaban cuidadosamente expuestos los artilugios con los que practicaba la magia y la alquimia, pero un poco escondidos porque sabía que en la comitiva vendrían celosos ulemas o alfaquíes ultramontanos, a los que estas prácticas infundían sospechas de manifiesta irreligiosidad.
Sobre las nueve de la mañana se abrieron las puertas del Alcázar y poco a poco se vislumbraba que saldría el emir por la cantidad de guardias personales, casi todos negros, cortesanos, músicos y palafreneros que entraban y salían preparando un cortejo que se antojaba inminente. Efectivamente, enseguida se comenzó a oír el sonido de flautas, albogues y atabales, anunciando la salida del monarca.
La comitiva era vistosísima, y eso que se trataba de una visita, poco menos que personal y privada. Delante iban los músicos que anunciaban el paso del soberano. A continuación marchaban los soldados de su guardia personal, un buen grupo de personajes extraños, aparentemente extranjeros, la mayoría de ellos negros africanos, o rubios de las tierras altas de los francos. Casi ninguno sabía hablar en las lenguas usuales en al-Ándalus, el árabe para la clase dominante o el romance para los españoles. Parecían ser mudos, desde luego con aspecto fiero y distante. Y rodeado por esta guardia marchaba el emir. Su joven figura, montando un precioso caballo blanco, vestido con una túnica también blanca, daba la apariencia de un ser sobrenatural. Junto a él, atento a sus menores movimientos o deseos, estaba el paje favorito del emir, un cristiano llamado Jacinto, el ser más intrigante de al-Ándalus. Detrás marchaba el chambelán ‘Abd al-Karim ben Mugith acompañado de su hermano ‘Abd al-Malik, con un reducido número de secretarios y servidores; luego el gran alfaquí discípulo de Malik ibn Annas, Yahya ibn Yahya acompañado de los alfaquíes más notables de Córdoba; el gran cadí Ibn Basir, el de la túnica color canela; Algazali, el poeta, que aunque tenía sus años y andaba ya renqueante, no quería perderse el espectáculo que daba en su casa Ibn Firnas; otro grandísimo alfaquí, que había sido discípulo de Malik ibn Annas, bastante rebelde y algo excéntrico llamado Talut; y más alejado, como queriendo pasar desapercibido, iba un asqueroso poeta llamado Ibn Sahid, enemigo declarado de Ibn Firnas, que seguramente iba a aguarle la fiesta a poco que se le presentara la oportunidad, porque la envidia le comía las entrañas de ver que el protagonista era Firnas y no él mismo.
El pueblo entero de Córdoba se había echado a la calle para contemplar aquel vivísimo espectáculo, arrojar flores y ramitas de oloroso romero al paso de la comitiva, y dar grandes voces de alabanza y sumisión a al-Hakam.
La casa de Ibn Firnas estaba cerca y en poco tiempo se presentaron ante ella. El anfitrión, que esperaba en la puerta al emir acompañado de sus hijos, deudos y sirvientes, se inclinó profundamente y le dio la bienvenida. Verdaderamente se sentía orgulloso de recibirlo en su casa, ya que muy pocos cordobeses habían tenido ese honor. Las mujeres de su harén estaban agolpadas en las ventanas de arriba, escondidas detrás de tupidas celosías y no querían perderse la ocasión de ver al monarca. Sus murmullos de admiración y de envidia se podían percibir desde abajo, y no era para menos. Ellas pensaban en la suerte que tenían las esposas, concubinas y esclavas del harén del emir, con un príncipe tan guapo, tan apuesto y tan noble.
Al-Hakam estaba deseando ver los extraños artilugios que se le habían anunciado y no se detuvo mucho en protocolos porque le picaba la curiosidad. Pareció querer decir algo así como ¡Vamos al grano!
Ibn Firnas los introdujo en su casa, en cuyo pequeño salón destacaba uno de sus maravillosos inventos, una preciosa clepsidra de barro, compuesta por dos vasijas, una colocada encima de la otra, comunicadas por un calculado orificio por el que bajaba el agua de una a otra, marcando las horas. Era un reloj de agua, un invento la mar de práctico para la noche, cuando la luz del sol se ha ido y es imposible que la sombra de las agujas nos indique el paso del tiempo.
El emir se sintió vivamente interesado con el invento de Firnas. No paraba de mirarlo por abajo y por arriba, mientras que alababa su utilidad para saber la hora en las noches de fiestas con sus amigos o con sus mujeres, y es necesario saber cuánto falta para que el gallo cante y anuncie la llegada de la rosada aurora. Los miembros del acompañamiento, cuidándose de no estorbar al emir, miraban por encima de los hombros y hacían sus comentarios.
Basir, el cadí, persona culta, dijo con voz baja al chambelán que el invento no era de Firnas porque la clepsidra la usaban los egipcios, o tal vez los griegos, o quizá los romanos. ‘Abd al-Karim ben Mugith, como buen militar, no hizo ni caso al comentario del cadí, también interesado en el invento, porque en las noches de guardia de los campamentos en épocas de guerra, era necesario fijar claramente los relevos. Cuando salieron de la habitación, todos murmuraban, haciendo alabanzas del ingenio y la sabiduría de Firnas. El que más celebró el invento fue un alfaquí llamado Muhammad ibn Isá, al que todos llamaban el Nictálope, porque veía mejor de noche que de día y, naturalmente, esos artilugios le venían muy bien en su casa, fuera la hora que fuera.
Luego pasaron a ver dos preciosos libros en los que aprendió el arte de la métrica, del que Firnas era maestro indiscutido de al-Ándalus. Uno se titulaba Almital min alsarud, que en nuestra lengua quiere decir «modelo de métrica». Un eunuco llamado Abulfarag lo encontró tirado por el Alcázar, sirviendo de juego a las esclavas, lo recogió con esmero y se lo dio a Firnas, que gracias a él realizó atinados estudios sobre ese arte tan difícil para los que hablan la lengua árabe. Junto a ese libro, estaba expuesto también otro del mismo tema que le habían traído de Oriente y tenía el título de Libro de los tapices. Los dos estaban primorosamente escritos en la lengua sagrada, tenían delicadas figuras representadas en sus páginas en miniaturas artísticas de difícil factura y muy hermosos de ver. Desgraciadamente, los libros no merecieron de al-Hakam más que una leve atención y casi todos los acompañantes pasaron de largo.
A continuación accedieron a una estancia bastante grande, con el techo ovalado, iluminado por múltiples linternas, en el que Firnas había reproducido el firmamento, representando los astros, poniendo pequeñas linternas que simulaban estrellas, nubes, rayos, truenos, y hasta una especie de serpiente con colmillos y muelas, figurando los nodos que por la noche nos muestra la luna.
Al ver tan extraña pintura y los artificios que sobresalían en el techo, casi todos profirieron murmullos de admiración. Al-Hakam, hombre práctico y vitalista, no se mostró demasiado interesado en aquello, lo que dio lugar a que los comentarios de los acompañantes subieran de tono. Ese momento lo aprovechó el envidioso Ibn Sahid para ridiculizar a Firnas. Porque se le oyó claramente improvisar una casida que decía lo siguiente:
Me senté bajo el firmamento de Ibn Firnas
y pensé que un molino daba vueltas sobre mi cabeza.
Es el cielo fabricado por un tonto,
de una serpiente con colmillos y muelas.
Tiene estrellas que te dirán que su creador
es el mayor necio. Merecería que alguien
lo subiera a lo alto y lo tirara de cabeza.
El paje Jacinto, al escuchar a Sahid, soltó una estruendosa carcajada, que hizo volver la cabeza al emir, indagando el porqué de tantas risas. Ibn Firnas era rápido, como los rayos que se podían ver en su firmamento. Enseguida dijo a los que lo rodeaban:
—No lo dijo así. El primer verso en realidad dice lo siguiente:
Me senté en el pene tieso de Ibn Firnas
y pensé que me sobresalía un palmo de la cabeza.
Y nueva carcajada de Jacinto, y otra vez la cara de al-Hakam y de la concurrencia indagando el motivo de tanto cachondeo. En vista de que la conversación iba subiendo de tono, lo que no era apropiado en presencia del emir, y de que no estaban los concurrentes demasiado atentos a sus explicaciones, pasó a mostrarles lo más admirable, lo nunca visto, el plato fuerte de la visita. Esta vez sí que le aplaudirían, admirados con lo que iban a ver. Porque, escuchad, amigos míos. ¡Iba a volar como los pájaros!
Lo tenía todo preparado. Al final del jardín de su casa había una especie de torre albarrana asomada a un cortado, a la que condujo al emir y a todo el acompañamiento. Allí se embutió en un vestido de seda muy ajustado, al que había hecho pegar plumas de ave. Luego se colocó unas alas de estructura calculada. Cuando todo estuvo listo, inició una veloz carrera hacia la torre, desplegando las alas al llegar al precipicio, y, ¡voló! Fue por el aire, evolucionando en él durante un tiempo, hasta que llegó a posarse a gran distancia del lugar de partida. Los gritos de los concurrentes, incluido el emir, iban siendo, primero de admiración, luego de preocupación por la suerte que correría aquel pájaro improvisado, a continuación ya de terror contenido y cuando cayó al suelo, dándose un fenomenal batacazo, las risotadas se oyeron en el castillo de Almodóvar, distante dos leguas de Córdoba. Pero había volado, amigos míos. Es verdad que acabó haciéndose daño en el culo porque no lo había previsto bien. Si os habéis fijado en las aves, éstas se posan echando el peso sobre el trasero, como si estuvieran recogiendo su inercia al acercarse al lugar donde se han de posar, cosa que Firnas no hizo. De todas maneras, aquello fue una auténtica proeza. Como os dije antes, lo nunca visto porque era la primera vez que un hombre conseguía volar como los pájaros. Un poeta, esta vez partidario de Firnas, compuso unos versos que fueron aplaudidos por todos y que decían lo siguiente:
Supera al ave fénix en su vuelo
al vestir su cuerpo con plumas de buitre.
El emir alabó su ingenio y sus inventos, pero se quedó únicamente con la clepsidra. No era plan de lanzarse volando desde su Alcázar hasta el río que, aunque ganas no le faltaban, era demasiado peligroso, y ciertamente ridículo, si acababa por los suelos como su anfitrión. Dio a Firnas sus parabienes, le aseguró su estima y se marchó al campo a continuar la diversión, cazando tórtolas y ánades con sus halcones.[16]
Dejemos Córdoba y vayamos a Toledo, donde se cobijaba la disidencia más importante del emirato, compuesta esencialmente por españoles, muladíes o mozárabes, acompañados por algunos árabes que no podían ver al emir. Como Mérida y otras ciudades de la España central, Toledo, con la invasión, no había perdido su importancia civil y religiosa, por el elevado número de españoles que vivían en ella y por los pocos árabes o bereberes que se atrevieron a establecerse allí. Seguía siendo la ciudad regia de los vencidos y el lugar de refugio de algunos árabes que por la causa que fuera estaban deseando sacudirse el yugo de los emires en general o de al-Hakam en particular. Fue llamada la ciudad de los rebeldes del emirato.
Habían pasado casi cien años desde la invasión y era evidente la consolidación del dominio musulmán en todos los ámbitos de la vida. Sin embargo, el cristianismo continuaba siendo muy fuerte. Bastaba con mirar alrededor y ver la cantidad de iglesias que permanecían abiertas, los obispos seguían ejerciendo su ministerio y los monasterios abundaban por todo el territorio.
A los cristianos se les hacía la vida más difícil cada día. Ya no pensaban en emigrar a tierras del norte como hicieron sus padres y abuelos, y se iba extendiendo la idea de que era necesario hacer algo desde dentro. Casi seguro que en ese caso podrían contar con los muladíes, al fin y al cabo tan españoles como ellos. Bien visto, eran una pieza fundamental del Estado cordobés. Sin su trabajo los campos estarían baldíos y nadie se ocuparía de la artesanía o de las industrias de todo género, porque los árabes se habían vuelto bastante señoritos y esos trabajos los consideraban de gente inferior.
Las cosas en Toledo iban a explotar cualquier día. Apenas apareciera algún personaje revolucionario que levantara las masas, seguro que se encendería la mecha de la rebelión contra los omeyas.
Y apareció un magnífico poeta llamado Girbib Abdullah, que desde primera hora desconfió de al-Hakam, se marchó a Toledo, donde recibió toda clase de parabienes y, a cambio, puso al cabo de la calle a los toledanos de la clase de personaje que reinaba en Córdoba y de los males que les esperaban con este emir. Los poetas, bien lo sabéis, suelen ser los primeros revolucionarios, especialmente si no han conseguido lo que esperaban del poder constituido. Éste era una especie de libertario, que no hacía el menor caso a imanes y alfaquíes, al que importaba poco la comunidad islámica y que, por encima de todo, odiaba a al-Hakam. Naturalmente se ganó a los toledanos, que lo convirtieron en una especie de ídolo de masas. Sus poemas, desde luego, son fantásticos y demoledores. Éstos, cuando se trataba de lanzar sentencias, lo hacían en verso. Leed lo que decía a sus conciudadanos:
Cordobeses, que os fiasteis unos de otros,
defenderse con afán es mejor que fiarse.
Los esclavos que tuvisteis son ahora
vuestros dueños, pues las cosas cambian.
A quien más amáis es al que os perjudica,
como al perro, nunca más manso que cuando lo ahorcan.
A los alfaquíes los ponía a caer de un burro.
Como en casos parecidos, el inspirador de la disidencia toledana era Girbib, aunque el mando efectivo lo asumiera otro árabe llamado ‘Ubayd Alla ibn Hamir. Por tanto, contaban con un inductor intelectual de la rebelión, con un líder, y con el ambiente dispuesto a sacudirse el yugo de al-Hakam. Digamos que se había juntado el hambre con las ganas de comer y un año después del juramento de al-Hakam como emir de al-Ándalus, Toledo y sus contornos en la práctica se desligaron de la autoridad cordobesa.
Los muladíes toledanos y sus mandos árabes, como es natural, lo habían meditado casi todo y entre sus cálculos estaba que saliera de Córdoba un ejército para sitiarlos y destruirlos. Incluso estaban casi seguros de que ese ejército lo mandaría ‘Abd al-Karim ben Mugith, o quizá su hermano ‘Abd al-Malik, los mejores generales con que contaba el emir. Pero, por ese lado estaban tranquilos. ¿Quién iba a ser capaz de destruir un puente tan sólido como el suyo, o unas murallas y torreones tan inexpugnables como los de Toledo? Imposible.
Contaban, además, con ingentes provisiones que les llegaban puntualmente desde los extensos alfoces que rodean la ciudad. Había abundante agua y una red de silos en los que almacenar esas provisiones, protegiéndolas del deterioro durante años, de tal manera que, en caso de asedio, se bastaban y sobraban por más tiempo del que pudieran soportar los eventuales sitiadores. ¿Por qué iban a aguantar al emir, su petulante crueldad, su civilización, sus costumbres? ¿Por qué debían pagar sin rechistar los asfixiantes impuestos a que eran obligados por los esbirros de un rey al que odiaban? Al fin y al cabo, eran los invasores que vinieron desde muy lejos para apropiarse de una tierra que nunca fue suya. ¿Por qué tenían que vivir como los invasores, rezar como los invasores, morir cómo y cuando les diera la gana a los invasores?
Toledo, la Ciudad Imperial de los españoles, tenía que sacudirse el yugo de unas gentes que nunca fueron de aquí. Toledo sería por fin libre. Siempre lo había sido.
Todo esto era conocido en Córdoba, casi al día. El trasiego de correos a caballo y de palomas mensajeras era continuo e iba cargándose el ambiente en la corte por el descaro de los toledanos en faltar a la debida obediencia al emir. Y enviar un ejército con probabilidades de asaltar las defensas y masacrar a los rebeldes era una pura ilusión. Se trataba de una ciudad prácticamente inexpugnable. Varias veces había discutido esa posibilidad con el chambelán ‘Abd al-Karim ben Mugith y siempre habían convenido en que un ataque frontal era temerario. Se podría decir que suicida. Pero era urgente acabar con ellos. Si aceptaba esa rebelión, el emirato se derrumbaría como un castillo de naipes, y con él el sueño de sus antepasados de hacer grande en al-Ándalus lo que se les vino abajo en Damasco. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Con quiénes contaba?
Al-Hakam, a pesar de su juventud, era un ser retorcido, rencoroso, a veces diabólico. Cuando algo le preocupaba, buscaba en los libros de historia la manera como habían resuelto situaciones parecidas sus antepasados, consultaba con sus más estrechos colaboradores, le daba vueltas en su cabeza hasta que se le venían a la mente las soluciones más fantasiosas, que muchas veces desechaba pero que en ocasiones eran bastante acertadas. Y eso ocurrió. La solución se llamaba Amrus. Él, un muladí, un español al fin y al cabo, sería el veneno que entraría mansamente en Toledo para hacer reventar a aquellos malditos rebeldes. Pero era necesario que el interesado lo aceptara, porque para que todo saliera bien, había que planearlo al milímetro. Andaba por Huesca y lo llamaría a Córdoba, donde hablarían ampliamente de cómo llevar a cabo la idea.
Amrus, al que unos españoles llamaban Amorós y otros Ambroz, acudió prontamente a la llamada de al-Hakam. Si le convocaba era para algo importante. Algún fuego había que apagar en al-Ándalus. Tenía fama de ser una persona sin escrúpulos y sin principios, con un único objetivo en su vida, que era la fama y el dinero. Fuera cual fuera el encargo del emir, seguramente le reportaría beneficios. Inmediatamente preparó el viaje. El equipaje era escaso. Apenas algo de ropa, su alfanje, algunos criados, tres o cuatro soldados que le dieran escolta y poco más.
Amrus fue recibido por al-Hakam con más atención si cabe que la vez anterior, cuando lo invitó, cosa insólita, a practicar su deporte favorito, que era jugar a la pelota. Esta vez lo alojó en el Alcázar y el primer día de conversación captó que le llamaba para algo que le preocupaba grandemente. Entendió enseguida que el emir tenía cosas importantes que comunicarle porque el tono de su voz era insinuante. Unas veces le hablaba como si quisiera convencerlo de algo y otras indagando en la lealtad del muladí. Se palpaba que al-Hakam necesitaba de su fidelidad y al par desconfiaba de él, seguramente por ser al fin y al cabo un renegado, un cristiano que por interés ha sido capaz de adaptarse a la nueva realidad musulmana, abandonando sus convicciones de siempre.
Al segundo día de su estancia en Córdoba, al-Hakam entró de lleno en lo que había sido el objeto de su llamada. Su preocupación era Toledo y los revoltosos de allí. Lo necesitaba a él, un hombre de probada fidelidad a su persona, pero que era uno de ellos, y esto sería un punto importante para que se fiaran de él, más todavía si les daba a entender que compartía muchas de sus reivindicaciones.
La idea la había aprendido de libros antiguos, cuando un rey de Persia castigó a rebeldes de la tribu Temin, valiéndose de un hombre de su misma tribu. Al fin los persas tenían más apego a sus tribus que los españoles, y por eso estaba seguro de contar con él para darles su merecido. Por supuesto que a grandes trabajos, grandes soldadas; lo que quería decir que la recompensa sería tan grande que colmaría sus apetencias más ambiciosas.
Cuando comprendió que podía contar con él, le dijo estas palabras:
—Sólo con tu ayuda espero tomar satisfacción de estos rebeldes, pues no dudo que siendo tú de su misma nacionalidad, de buen grado te van a recibir como gobernador.
A continuación le fue detallando un plan de acción minucioso, cruel hasta lo inimaginable, audaz si se quiere, pero el mejor que pudo encontrar después de haberlo meditado mucho en las noches de insomnio.
Amrus escuchaba y, conforme el emir iba detallando sus planes, sus ojos se abrían, sacudía la cabeza hasta asegurarse de que no estaba soñando, para luego volver a la realidad y concluir que, de realizar los planes conforme a las instrucciones del emir, iba a recibir una recompensa como jamás pudo imaginar. Sí. Por supuesto que aceptaba el cargo de gobernador de Toledo, para ejecutar al milímetro los planes de al-Hakam. Le importaba un comino que los perjudicados fueran cristianos y españoles como él. Suyo, suyo, era el bolsillo y nada más.
El emir se sintió satisfecho de la respuesta de Amrus. No esperaba otra cosa, si se tiene en cuenta que recibiría dinero y honores para él, sus hijos, nietos y varias generaciones. Ahora tocaba ponerlo en práctica.
Dos días después llegaron a Toledo unos viajeros que venían de Córdoba y que, como solía ocurrir, traían noticias, rumores y chismes de la corte, que corrían por mentideros y corrillos de la vieja ciudad. Contaban que el emir no podía someter a los toledanos y, en vista de eso, iniciaba una política de mano tendida, cediendo a las pretensiones de sus habitantes. Como primera medida iba a nombrar gobernador a Amrus ibn Yusuf, de la familia de los Banu Amrus, españoles de pura cepa.
La noticia, o más bien el rumor, inmediatamente se extendió por Toledo, dando lugar a toda clase de comentarios. No había otro tema de conversación entre ricos y pobres, nobles o plebeyos. Casi todos eran orgullosos, como buenos castellanos, y se les vio contentos a unos, envalentonados a otros y expectantes a todos. Desde luego, el sentimiento general era de satisfacción.
Entre los pocos árabes que vivían allí, el sentir era bien distinto. No se fiaban un pelo de al-Hakam, ni de Amrus, ni de cualquier cosa que viniera de Córdoba. El poeta Girbib, al ver la euforia de sus conciudadanos, se puso hecho una fiera contra ellos. Los tachó de necios, de tontos, de incompetentes, en una palabra, de imbéciles de remate. Recoma dando voces las callejuelas estrechas hasta llegar a la plaza de Zocodover y allí se subía en una roca, y ante aquellos atónitos e infelices personajes, les decía estas casidas:
A quien más amáis es al que os perjudica,
como el perro, nunca más manso que cuando le ahorcan.
Me asombra vivir en Toledo donde
rigen los necios al inteligente.
Los toledanos no escuchaban estas críticas y se decían unos a otros que el nombramiento de Amrus no podía traerles más que beneficios.
Apenas habían pasado unos días de estos rumores cuando les llegó el anuncio oficial. Y semanas después Amrus, con la lección bien aprendida, tomó posesión de su cargo de gobernador de Toledo y su comarca. Traía un mensaje de al-Hakam para ser leído en ese acto, que literalmente decía lo siguiente:
—Os he escogido a uno de los vuestros. Con él reposarán vuestros corazones, eximiéndoos de la presencia de nuestros agentes y clientes a quienes siempre aborrecéis. Reconoced, pues, el favor que supone nuestra decisión con vosotros y nuestro deseo de agradaros. Y obrad rectamente con vuestro hermano Amrus, pues no tenéis excusa para aborrecerlo y perjudicarlo.
El recibimiento de Amrus hacía muchos años que no lo había tenido personaje alguno en Toledo. Se palpaba que su designación los había tranquilizado. De estar haciendo acopio de víveres por si venía un ejército a aplastarlos, habían pasado al convencimiento de que el emir había levantado la mano y ahora permitía que los gobernara uno de los suyos. La alegría fue general, y los nobles, que hacía pocos días se preparaban para una guerra contra los omeyas invasores, ahora rivalizaban por acercarse al gobernador, hacerle la pelota, halagarlo y darle toda clase de parabienes. Solamente Girbib, y unos cuantos rebeldes como él, permanecían fuera de este círculo de imbéciles, y llamaban tontos de remate a los que se mostraban tan contentos. Gritaban para todo el que quisiera oírles que éstos, o la hacen a la entrada o la hacen a la salida.
Los primeros tiempos de su mandato confirmaron a los toledanos que habían tenido mucha suerte con este gobernador. Además, siempre que podía, dejaba entrever a los cabecillas que él, en su fuero interno, compartía su odio a los omeyas, como no podía ser de otra manera. Evidentemente, todo esto acrecentaba la confianza que tenían en él, al par que recobraban una tranquilidad interior que hacía mucho tiempo habían perdido. Y respiraban, porque parecía que por fin ellos mandaban en su ciudad, con el consentimiento del gobernador.
Siguiendo esa política de hacerles la vida lo más agradable posible, un día Amrus los reunió y les dijo:
—Amigos y compatriotas, he estudiado detenidamente los numerosos problemas que se suscitan entre vosotros y los gobernadores, y el odio que tenéis a los hombres del emir, y es porque convivís estrechamente con la guardia, que se instala en vuestras propias casas o en vuestros barrios y abusa de vuestras mujeres e hijos, o cuando menos os molesta con su prepotencia. No habéis debido consentir que se alojen entre vosotros, a veces en vuestras propias casas, porque eso altera la paz de vuestros hogares y da lugar a continuos problemas. Creo que se puede solucionar todo esto si se construye una alcazaba en un extremo de vuestra ciudad, pero separada de vosotros. En ella se instalaría el gobernador, la guardia y demás servicios, y así, quedando separados de ellos, se van a acabar las prepotencias, los abusos y el odio que mutuamente os tenéis.
La propuesta de Amrus les pareció bien a casi todos. Bien mirado, podría ser hasta una buena solución. Si por ahora era impensable librarse definitivamente de guardias emirales, recaudadores de impuestos y demás cortejo de árabes que se hacían los dueños de todo, mandarlos a vivir apartados de los cristianos no era una mala solución, provisional si se quiere, porque les hubiera gustado que desaparecieran del mapa, pero al menos se evitaban los conflictos que diariamente causaban aquellos personajes prepotentes y asquerosos.
La idea puso a cavilar a más de uno, especialmente a los más desconfiados, pero la mayoría pensó que no podían rechazarla. Iban las cosas demasiado bien como para variar ese rumbo por una simple sospecha. No valía la pena contrariar al gobernador, ahora que las cosas habían cambiado para bien. De cualquier manera, no era plan de desairar las propuestas del único gobernador que se había preocupado por ellos y que manifestaba con palabras y hechos estar claramente de su parte.
Pasados unos días, los notables toledanos se reunieron con Amrus para agradecerle la deferencia que había tenido con ellos y decirle que estaban de acuerdo en construir la Alcazaba, tal y como les había propuesto. Claro que preferían que se edificara, no en un extremo de la ciudad sino en el mismo centro, en el barrio de Montichel.[17]
Amrus se puso enseguida a construir el edificio en el lugar que le indicaron los toledanos. Era al mismo tiempo un acuartelamiento, una fortaleza, la residencia de todos los servicios del Estado, especialmente de los fiscales, y además, un palacio que sirviera de residencia para el propio gobernador. En el centro de ella, en lugar de una espaciosa plaza de armas, mandó construir un estrecho pasadizo que discurría junto a un profundo foso. Las obras duraron muy poco, solamente dos años, y una vez concluidas, Amrus se instaló, al igual que la guardia emiral y los demás servicios administrativos. Naturalmente que al-Hakam estaba perfectamente informado de cada paso que se iba dando, aunque en apariencia demostrara que ya le importaban bien poco lo que ocurriera por esa parte de al-Ándalus.
Así iba pasando el tiempo. Los habitantes de Toledo tomaban confianza en vista de cómo se desarrollaban las cosas, convencidos de que el gobernador era uno de los suyos. Se podría decir que sus recelos iniciales habían desaparecido, aunque Girbib y los que lo rodeaban no se fiaran ni un pelo, a pesar de ver que aparentemente no habían acertado al desconfiar de Amrus. Pero no os equivoquéis. Todo estaba planeado al milímetro. El odio de estos musulmanes, cuando se instalaba en sus mentes, era infinito. Aunque las cosas fueran discurriendo más o menos apaciblemente, ni olvidaban ni perdonaban. Os decía que todo estaba muy bien preparado, hasta lo que os contaré a continuación.
Al-Hakam envió un correo secreto a la Marca Superior, con instrucciones a su gobernador de que hiciera una petición de socorro urgente al emir ante unas supuestas agresiones de que estaba siendo objeto. La verdad es que era pura invención porque por esas tierras, cosa rara, disfrutaban de una idílica paz. Se trataba de dar motivos para poner en marcha un ejército que, casualmente, pasaría cerca de Toledo, sin que fuera motivo de sospecha a los confiados notables de la Ciudad Imperial.
Para dar más apariencia de realidad, el emir fingió una gran inquietud ante la supuesta invasión de la Marca Superior y preparó un ejército formidable en el que estaban todos, desde soldados de leva andalusíes, unos árabes, otros bereberes y otros muladíes, mercenarios europeos y africanos, e incluso un contingente de fieles voluntarios de la fe, que iban a cumplir su precepto coránico de hacer la guerra santa al infiel. El núcleo más importante estaba compuesto por cinco mil caballeros con sus monturas, su armamento, acemileros y acompañamiento. Al mando de esa aceifa iba el chambelán ‘Abd al-Karim ben Mugith, pero al frente de todos, para darle mayor realce a la expedición, al-Hakam había querido que estuviera su hijo preferido, el que sería su sucesor con el nombre de ‘Abd ar-Rahmān II, que por pura casualidad había nacido en Toledo. Tenía el chico apenas trece años y si el padre lo metía en esos berenjenales a edad tan temprana era para que fuera aprendiendo y por dar importancia a la lucha y a sus resultados. Al ser una expedición bastante excepcional, iban en el cortejo muchos visires y alcaides de fortalezas, siempre proclamando a los cuatro vientos que el destino era Barcelona, o Gerona, o quizá la Septimania francesa.
La salida de Córdoba de esa expedición fue solemne como siempre. Se representaba un espectáculo de gran colorido, con sus tintes de miedo al ver la fiereza de los hombres de armas, y de emoción contenida ante lo incierto de los resultados. Tras cinco días de marcha, el ejército debía acampar en un lugar cercano a la ciudad llamado Caserío de Mohares.
Evidentemente, Amrus estaba al tanto de la salida de aquella aceifa fingida, de que al frente de ella venía el heredero ‘Abd ar-Rahmān y de que habían acampado muy cerca de Toledo. Tenía sus propios batidores que montaban los caballos más veloces de al-Ándalus y le informaban de los movimientos del ejército, pero en verdad no hubiera hecho falta. Todos los movimientos estaban calculados y perfectamente ejecutados, así que Amrus conocía de antemano las idas y venidas del ejército expedicionario.
Una vez el ejército en su campamento, Amrus se reunió con los notables toledanos y les dijo:
—Ya veis que este ejército está acampado junto a mí y que debo salir a cumplimentar al príncipe ‘Abd ar-Rahmān, como es mi deber, y seguramente también el vuestro. Si estáis dispuestos o hay entre vosotros quien lo esté, venid conmigo para cumplir ese deber. Si no lo estáis, iré yo solo.
Ellos le dijeron que lo iban a acompañar y en poco tiempo salió Amrus de Toledo con los más notables, camino del campamento del ejército emiral. ‘Abd ar-Rahmān se mostró muy contento de charlar con Amrus, que le pidió recibiera en audiencia a la delegación de notables toledanos, que deseaban verlo y mostrarle su adhesión y sus respetos.
‘Abd ar-Rahmān los recibió enseguida, dándoles un trato exquisito, lo que confirmó el sentimiento que tenían de que las cosas habían cambiado para bien y que habían acertado con ir al campamento a visitar al príncipe heredero.
A todo esto, uno de los personajes clave de la aceifa, había entregado en privado a Amrus una carta de parte de al-Hakam, ordenándole ir adelante con sus instrucciones contra los toledanos que, ignorantes de lo que se tramaba contra ellos, salieron de allí tan contentos, y diciéndose unos a otros que era necesario corresponder de alguna manera a las gentilezas que el príncipe había tenido. Fijaos qué ignorantes. Había bastado con que les miraran a la cara para que se echaran a la espalda el odio ancestral y se instalara en ellos el deseo de aparentar y sacar pecho ante los que mandaban en al-Ándalus.
Amrus manifestó a los notables que era partidario de pedir al príncipe que entrara en la ciudad, y hacer una fiesta en su honor verdaderamente memorable. Con ello, les dijo, conseguían algunas cosas. Una era corresponder a la amabilidad con que los había recibido en el Caserío de Mohares. Y otra sería hacer ver al príncipe y a los ejércitos del emir la calidad de las defensas y la cantidad y calidad de sus soldados. Eso era muy importante porque la visita los iba a disuadir de ejecutar cualquier plan militar contra la ciudad, a la vista de sus extraordinarias defensas. Si era cierto que desde siempre el emir tenía bastante respeto, y hasta miedo, a los toledanos y sus defensas, la visita no haría más que aumentar a los ojos del príncipe y de los visires y alcaides cordobeses ese sentimiento.
La invitación les pareció estupenda a los ilusos magnates, que encima les reafirmaba en la idea de que Amrus era un toledano más, con intereses distintos a los de los omeyas y su imperio de Occidente. Consiguientemente, una delegación volvió a Mohares para pedir al joven ‘Abd ar-Rahmān que aceptara su invitación y viniera a Toledo, donde se celebraría una magnífica fiesta en su honor.
El príncipe, que se tenía estudiada la lección, en un principio declinó la invitación porque decía que su padre le había ordenado que no entrara en Toledo. Ellos insistieron, diciéndole que deseaban agasajarlo, y en vista de sus peticiones y de las súplicas de Amrus, dispuso las cosas para salir hacia la ciudad y pasar unos días con ellos, alojado en el Alcázar recién construido, que ya era residencia de Amrus y de la administración civil y militar.
El cortejo salió del campamento y se dirigió a Toledo. Aquello parecía una boda, pero con sus escoltas y todo. Amrus se cuidó de ordenar el cortejo, en el que iban los alcaides, visires y alcatibes del emir; rodeando al príncipe marchaba el chambelán y mando supremo de aquella aceifa fingida, sus pajes y servidores más cercanos y una escolta militar de mil quinientos soldados de a caballo, con apariencia de hacer los honores al joven ‘Abd ar-Rahmān, pero que iban perfectamente armados porque, o lucían disimuladamente sus alfanjes, o habían tenido el cuidado de que sus sirvientes y acemileros los llevaran escondidos entre las albardas de sus mulas.
Amrus se encargó de aposentar la comitiva en las estancias del Alcázar, según su categoría y dignidad. Acto seguido, se permitió que los nobles que lo desearan, pudieran cumplimentar al príncipe. Y acudieron en masa. Aquello parecía un enjambre de abejas alrededor de un rico panal de miel. Así de tontos nos ponemos ante el que manda, que aunque lo odiemos profundamente, cuando está ante nosotros se nos cae la baba y no podemos por menos que inclinar la rabadilla en profundas reverencias.
Pero la cosa no podía parar aquí. El príncipe quería dar una fiesta a los toledanos por lo bien que se habían portado con él, pero de las que hacen época. Amrus dijo a todo el mundo que ‘Abd ar-Rahmān le había ordenado preparar un copioso banquete en su residencia, al que estaban invitados todos los principales de la ciudad. Como primer plato se servirían frutas riquísimas: naranjas, manzanas, peras dulces como la miel, higos frescos y secos y otras clases de frutas, algunas de ellas raras, traídas de las tierras tropicales de al-Ándalus. El segundo plato estaba compuesto por carnes de vaca, cordero y caza que había mandado matar en las dependencias de su residencia. Luego, postres riquísimos, especialmente mazapán toledano, que ya estaba encargando a sus reposteros. Y pan, que lo estaban amasando y preparando para cocerlo en los hornos. Habría también vino procedente de las viñas cercanas, que aunque se sirviera un poco a escondidas, nunca faltaba en los banquetes. Sería un acontecimiento memorable, en el que se estrecharían los lazos entre españoles e invasores, entre árabes y muladíes o cristianos mozárabes.
Los nobles de Toledo se apuntaron todos. Eran condes, duques, marqueses, maestres de las órdenes de la caballería castellana, alto clero con los obispos, abades, canónigos y dignidades de la Catedral Primada, ricos hombres de la ciudad y sus alrededores; todos se vistieron de punta en blanco, preparándose para acudir al banquete homenaje que el príncipe había tenido a bien ofrecerles para rubricar esta nueva alianza entre musulmanes y cristianos. Todo les estaba diciendo que aquello terminaría sellando el pacto de autogobierno que pondría tan contentos a los toledanos y dejaría tranquilos a los emires cordobeses.
Y llegó el gran día. Las personas principales de Toledo salieron de sus palacios y residencias acompañados de sus palafreneros caminando hacia el Alcázar, los que vivían cerca a pie, y los que vivían más lejos, montados en acémilas lujosamente enjaezadas. Al poco formaban largas y solemnes filas de notables que charlaban animadamente con sus criados y acompañantes, felices por concurrir a un banquete tan inusual, ya que un príncipe heredero no te invita todos los días.
Al llegar a las puertas del Alcázar, desmontaban y hacían una especie de cola porque Amrus había ordenado a sus criados que los hicieran entrar ordenadamente todos por la puerta delantera, que al terminar el festín ya saldrían por detrás, por la otra puerta del Alcázar. Así, los palafreneros, acemileros y el acompañamiento de criados y fámulos tenían orden de esperar a sus amos por la parte de atrás.
Al entrar, los toledanos eran recibidos con cortesía por el guardián de la puerta, que les hacía una estudiada reverencia. Cuando se iban perdiendo en el interior del edificio, las formas de los soldados emirales iban cambiando, ya que eran literalmente empujados al estrecho pasadizo que bordeaba un foso situado en la parte central de la edificación. Paso a paso sus semblantes iban cambiando de la alegría a la indignación por las formas y después al auténtico terror que les infundían los verdugos que tenían delante, pues estaban con los brazos arremangados para acometer sus tareas y en la mano levantaban amenazantes espadas.
Los desdichados apenas tuvieron tiempo de cambiar sus caras de imbéciles porque estaban viendo a los verdugos cortando de un tajo la cabeza del que les precedía, para a continuación, sin perder tiempo en apartarse de los borbotones de sangre que salía hacia todas partes, echar al foso el tronco del que acababan de decapitar, e inmediatamente aplicarse a hacer lo mismo con el siguiente, y el siguiente, y después el siguiente. Así uno y otro y otro, sin que los que entraran llegaran a percatarse de que habían sido invitados a una matanza colectiva, premeditada, cruel como pocas, a un festín de sangre y de muerte como jamás se había conocido en Toledo.
A todo esto, no os lo perdáis, Amrus había hecho una especie de palco, situado en alto, en el otro lado del pasadizo, para contemplar en barrera el ajusticiamiento de aquellos a quienes había engañado tan miserablemente. Allí estaba Amrus, por supuesto, y allí estaba también el joven heredero ‘Abd ar-Rahmān, que no sabía si era verdad lo que estaba viendo. El chico, al ver los certeros sablazos cortar las cabezas de aquellos desgraciados, sentía sacudidas en su cuerpo, movía la cabeza y se le cerraban instintivamente los ojos en tics comprensibles, que ya tendrá durante toda su vida como herencia de aquella horrible jornada. El espectáculo macabro duró rato y rato porque la fila de invitados al convite no paraba de aumentar y los ajusticiamientos continuaron desde la mañana hasta la tarde.
Así de cretinos fueron los nobles de Toledo. Algunos, todo hay que decirlo, estaban siendo algo reticentes a entrar. Recordad que os contaba cómo el poeta Girbib no estaba dispuesto a creer en un acercamiento o un perdón emiral por las ofensas pasadas. Éste, mientras veía a las gentes acudir al convite, caminaba arriba y abajo por las estrechas callejuelas, daba vueltas al Alcázar por detrás y por delante, repitiéndose como un sonámbulo que no los creía, que éstos, o la hacían a la entrada o a la salida. Junto a él había algunos de su cuerda, pero no muchos, que la inmensa mayoría o había entrado en el Alcázar o estaba a punto de entrar.
De pronto, se dio cuenta de que muchos entraban y ninguno salía, lo que acrecentó su mosqueo hasta convertirlo en certeza. Entonces se puso frente a la puerta principal y comenzó a dar grandes gritos, diciendo a los que entraban:
—¡Eh, vosotros! ¿Qué ha sido de la multitud de amigos vuestros que llegó temprano al convite?
Uno de los aludidos le respondió:
—Salen por la puerta de detrás de la Alcazaba.
—Y, ¿adónde van? Porque yo no he visto salir a ninguno. Sabed que han entrado en un lugar que no tiene salida.
Girbib instintivamente miró hacia arriba y descubrió una especie de vapor que sobresalía por encima de los muros del recinto, y eso convirtió sus sospechas en realidad. Entonces comenzó a dar grandes voces hasta quedarse ronco y decía:
—¡Toledanos! ¡Sois todos unos miserables insensatos! La espada se ha cebado en vosotros desde esta mañana. El vapor que estáis viendo sobresalir de los muros es de la sangre de vuestros hermanos y no de la comida que os han preparado, que era puro engaño.
No pudo terminar sus palabras porque un guardia de Amrus lo atravesó con su espada de parte a parte, terminando también él sus días en aquella aciaga tarde para Toledo y sus habitantes.
Murieron muchos. Muchísimos. Ya sabéis que en estos casos se suelen exagerar las cifras. Algunos cronistas dicen que Amrus acabó ese día con cinco mil españoles. Yo creo que la cifra es algo exagerada, pero desde luego, probablemente pasaron de mil los asesinados.
¿Consecuencias? Al principio los toledanos, como es obvio, quedaron bastante mal, y sin muchas ganas de volver a las andadas, así que la obediencia a al-Hakam fue general, por un tiempo sólo, que éstos eran castellanos recios y las revueltas las volveremos a ver a no pasar mucho tiempo.
‘Abd ar-Rahmān se quedó allí durante algunos meses y posteriormente volvió a Córdoba. Su padre lo seguirá enviando a misiones de guerra pero ya para siempre tendrá en su retina la imagen de las espadas cortando cabezas al lado de un foso en la preciosa ciudad de Toledo. Y le quedará, también para siempre, ese tic de abrir y cerrar un ojo en gestos nerviosos de horror, de compasión y de miedo.
Al-Hakam, a partir de ese día, ya no será el mismo. Su vitalidad se convertirá en retraimiento y sus gestos alegres van a desaparecer en adelante, porque, aunque no lo vivió, también tendrá ese peso encima que lo va a acompañar durante todo su reinado. Pero volverá a las andadas con la misma crueldad que en Toledo. Más adelante os lo contaré.
¿Amrus? El español traidor a sus hermanos seguirá cometiendo felonías, si no tan grandes como la que os acabo de contar, de menor volumen pero con idéntica mala leche. Os contaré alguna, no tan cruenta como la de Toledo, pero que vuelve a demostrar la calaña del personaje.
Le hemos dejado en Toledo, pero su territorio natural era Aragón en especial y Huesca en particular. Apenas pudo, le pidió al emir que le enviara de nuevo allá, que ya se sabe lo que tira el terruño. Pues cuando se vio como dueño y señor de esta lejana región, también pensó en independizarse del emir. Para conseguirlo, incluso intentó negociar el apoyo de Ludovico Pío. Luego debió pensar que más vale malo conocido que bueno por conocer, o quizá le temió al ejército del emir, que se enteró de que su mejor hombre le estaba saliendo rana y mandó a uno de sus generales, el célebre ‘Abd al-Malik ben Mugith, para que lo hiciera entrar en razón. Pero no hizo falta. Amrus se fue para Córdoba, el emir debió pensar que estaba domesticada la fiera, y pelillos a la mar. Hasta lo invitó a jugar con él a la pelota, de la que eran ambos aficionados, a algunas partidas de caza, para escándalo de los alfaquíes ultramontanos y alegría del emir y de su invitado español llamado Amrus.
¿Vamos a Mérida?
Los mozárabes emeritenses estaban igual o peor que los toledanos. Debían soportar unas condiciones de vida completamente hostiles, con el agravante de que los impuestos eran más confiscatorios si cabe que en otros lugares de al-Ándalus. Las condiciones de vida eran realmente insoportables. Sin embargo, ahora os voy a contar una revuelta algo más doméstica. Digamos que fue un litigio entre árabes que a punto estuvo de provocar un derramamiento de sangre parecido al de Toledo. Pero no os asustéis. El asunto no llegó hasta el extremo, gracias a que actuó oportunamente la diplomacia femenina. Os cuento.
Al-Hakam ya veía enemigos por todas partes, donde los tenía y donde se los imaginaba. Mérida, como Toledo, también estaba poblada mayoritariamente por españoles y por consiguiente el emir andaba bastante mosqueado con lo que pudiera ocurrir allí. Por eso había mandado como gobernador a un hombre de su confianza, su primo Esfāh, que a la par era cuñado suyo como en su momento os dije. Recordad que Esfāh era hijo de ‘Abd Alla, el Valenciano, y al hacer las paces con el emir, convinieron el casamiento de la hermana preferida de al-Hakam llamada Akinza, con este sobrino. Así que eran parientes por partida doble. Pues el casamiento salió estupendamente porque se amaban con ternura y los dos vivían encantados, él como reyezuelo de la preciosa ciudad de Mérida y ella en su papel de esposa sumisa y enamorada. La pareja vivía algo alejada de la vida cortesana de Córdoba, en una preciosa ciudad, pero felices con su vida de provincias.
A al-Hakam, a estas alturas, de vez en cuando se le cruzaban los cables y desconfiaba de todos los que lo rodeaban. Alguien le debió preguntar por Mérida, le dijo que allí muy bien se podían repetir las revueltas de Toledo y ni corto ni perezoso nombró un nuevo gobernador. Como suele ser normal en los casos en que el que manda ha perdido un poco el norte, la nominación recayó en un paniaguado, torpe, maledicente, un personaje de esos que van por la vida hablando mal de aquellos a quienes quieren reemplazar. El sustituto iba y venía contando al emir maldades imaginadas de Esfāh, poniéndole de imbécil y de todo lo que se le ocurrió. La consecuencia fue que el sustituto hizo el camino entre Córdoba y Mérida con su nombramiento debajo del brazo, así como con el escrito en que se cesaba al pariente por partida doble.
Cuando el sustituto se presentó en Mérida, con la orden del emir de que su primo saliera de la ciudad, produjo en los afectados el consiguiente disgusto, por el hecho en sí y por la manera de notificarlo. Esfāh había sido siempre un hombre del emir, fiel y obediente a las órdenes que se le daban. No merecía ser destituido y, menos, enterarse de esa forma. En un arranque de tristeza mezclada con ira, dijo a su sucesor en el cargo:
—Me extraña muchísimo que el emir haya dado más crédito a tus palabras que a las mías. He sido siempre un hombre de probado respeto y amor a al-Hakam. Algo ha ocurrido y me voy a enterar de lo que es. Desde luego, a un nieto de ‘Abd ar-Rahmān el Emigrado, no se le despide como a un liberto o como a un hombre vulgar.
Cuando llegó a oídos de al-Hakam esta respuesta, se puso hecho una fiera e inmediatamente mandó que saliera su caballería hacia Mérida para prender a su primo Esfāh y traerlo cargado de cadenas. Luego lo pensó mejor y salió personalmente para castigar al presunto rebelde.
Cuando llegaron las tropas a los alrededores de Mérida, Esfāh dio instrucciones a sus soldados de que se cerraran las puertas de la ciudad y no se permitiera la entrada a los soldados del emir. Al-Hakam vio el movimiento de su primo y se encendió de ira, resolviendo no moverse de allí sin castigarlo y hacer una carnicería parecida a la de Toledo.
Esfāh tenía soldados suficientes para hacer frente al atacante, pero prefirió no entablar una pelea que sabía iba a ser sangrienta. No podía consentir que la ciudad padeciese un castigo que de antemano imaginaba. Resolvió simplemente que, cuando los soldados de al-Hakam entraran por una puerta, él saldría por la otra, y eso a pesar de que muchos de Sus hombres lo animaban a pelear contra su primo.
Entonces ocurrió algo insólito. Inesperadamente se abrieron las puertas de las dependencias del harén y salió por ellas Alkinza, la hermana de al-Hakam y esposa de Esfāh. Iba acompañada únicamente por dos siervas de su casa. Las tres montaban en mulas que llamaban la atención. Inmediatamente, todos los habitantes de Mérida fijaron sus ojos en ella, una mujer de belleza espléndida, morena, de ojos negrísimos, con las mejillas rojas por una emoción que resaltaba sobre una leve pintura de alheña y carmín. Alkinza hacía caminar a sus mulas con resuelta determinación. Ordenó que se abrieran las puertas de la ciudad, atravesó el precioso puente romano sobre el río Guadiana y se presentó en el campamento de su hermano.
Al-Hakam había sido avisado. Iba a recibir una embajada para nada usual y desde luego inesperada. Venía su hermana del alma, la que compartió con él los juegos de la niñez en los jardines del Alcázar cordobés. La que le enseñaba a cantar en las tardes preciosas de la primavera cordobesa. La que le acompañaba a recoger flores, allozas dulces y amargas, a contemplar el vuelo de los milanos buscando sus presas. Su hermana venía a su encuentro más bella que nunca, roja de emoción y de miedo. Cuando estuvo ante él bajó de la mula y se arrojó a sus pies para besarlos. Las gentes de Mérida estaban asomadas a los muros, sin saber si aquel día sería de amor o de muerte.
Y fue de amor. Los dos hermanos se abrazaron y en los ojos de ambos aparecieron las imágenes de la niñez, todas de amor y ninguna de dolor ni de muerte. Así, por el amor de una mujer, Mérida no fue Toledo y los hermanos olvidaron el odio para recuperar la sonrisa de la niñez.
Creo que podemos ir dibujando el perfil de al-Hakam. La verdad es que era un ser extraño. Se parecía poco a su padre, un hombre piadoso y bastante templado. Quizá podemos encontrarle algunas semejanzas con su abuelo, en el sentido de que su obsesión era conservar el reino y transmitir esa herencia a sus descendientes. Era cruel, pérfido a veces, pero indudablemente tenía otros valores. Sentía pasión por la música, por la poesía, en general por las bellas artes. A él se debe en gran parte la consolidación de la dinastía. Es verdad que quitaba la vida a muchos de sus súbditos, pero también es cierto que entonces se las gastaban así moros y cristianos.
Todavía siguen llegando a al-Ándalus desde Siria muchos clientes omeyas, en busca de refugio y bienestar. Con ellos llega la cultura de Oriente, el gusto por las formas, la poesía, la música, el sentido del arte que va a florecer de manera importante durante el reinado de su hijo y sucesor ‘Abd ar-Rahmān II. A los que vienen, sean cultos o no lo sean, se les ayuda a integrarse, a veces con donaciones importantes. Y va perdiéndose el sentimiento de odio que ha existido hasta ahora entre los distintos grupos de musulmanes que pueblan al-Ándalus, en el bien entendido de que esos odios volverán periódicamente a renacer. Los matrimonios entre gentes de orígenes o razas dispares van haciendo de bálsamo bienhechor en la convivencia, hasta ahora tan difícil.
Por otra parte, la población netamente española se va integrando en el entramado social y político que han configurado los omeyas. Vamos a ver en adelante a los muladíes ocupando puestos de enorme relieve, a los libertos gestionando parcelas de poder muy importantes o a cristianos declarados conviviendo con las élites musulmanas. Al-Hakam se rodeó de personajes que no eran árabes, unos bereberes, otros cristianos, o esclavos, o eunucos, para disgusto de los alfaquíes, a quienes sacaban de quicio estas nominaciones y que se sentían con todo el derecho del mundo a mangonearlo absolutamente todo.
Nos extraña comprobar el trato tan deferente y el puesto tan distinguido que daba a sus mujeres. Muchas de ellas costean obras de tipo social y religioso que adornarán Córdoba y, desde luego, en el trato con ellas era exquisito. Pongamos un par de ejemplos de lo que acabo de decir.
Una de estas esposas se llamaba Ayab, que fue madre de uno de sus hijos. Era inmensamente rica y tuvo el buen sentido de emplear bien el dinero. Mandó construir algo así como un arrabal nuevo, al sur del rio, que era una especie de continuación de la Secunda. Integrada en ese núcleo de población salido de la nada, edificó una mezquita y una especie de leprosería para atender las enfermedades infecciosas de los más necesitados. El barrio estuvo poblado mayoritariamente por cristianos y en él estaba la iglesia y el monasterio de san Cristóbal, según nos cuenta san Eulogio.
Otra mujer importante de al-Hakam, por el legado que dejó a la ciudad, fue una concubina llamada Mut’a. También era muy rica, y con su dinero constituyó un legado que dedicó a erigir una mezquita y un cementerio en las cercanías de la iglesia de san Zoilo, que por cierto fastidió bastante a los cristianos que tenían la costumbre de pasar por allí con sus muertos camino de su cementerio también cercano.
Y ya que estamos contribuyendo a configurar la Córdoba de tiempos de al-Hakam, digamos que un hijo suyo llamado al-Mugīra era dueño de una almunia, llamada naturalmente Almunia de al-Mugīra y alrededor de ella se fue formando otro arrabal. Estaba al norte de la medina, extramuros, entre las salidas en dirección a Toledo y Mérida.
En cuanto a su forma de vida, era un ser bastante culto, aceptable poeta especialmente de género épico, la mar de extrovertido, le gustaba el campo, jugar a la pelota, o su gran pasión, cazar grullas o ánades con sus halcones en las campiñas cercanas al Guadalquivir.
Los años le harán cambiar. Se irá convirtiendo en un ser huraño, huidizo, esquivo, casi un misántropo, seguramente por miedo a perder el reino y la vida, o probablemente porque este sentimiento le ha obligado a hacer grandes barbaridades, de las que en el fondo está arrepentido. Lo he contado antes y lo repito ahora. Creo que es el emir con más matanzas a sus espaldas y que más odio ha podido suscitar en sus súbditos.
Ese miedo le hizo rodearse de una guardia excepcional, compuesta nada menos que por cinco mil hombres, de los cuales tres mil eran andaluces mozárabes y dos mil eslavos centroeuropeos, aparte de una multitud de eunucos, que casi todos eran también centroeuropeos. La comunicación de esta guardia pretoriana con el pueblo era nula. Ni siquiera sabían hablar árabe, por lo que no les era posible comunicarse con los cordobeses, que les llamaban los mudos. El mando de esa tropa lo detentaba el célebre comes Rabi. Tenían como acuartelamiento y vivienda un palacio que estaba en el interior del Alcázar. En él estaba también la siniestra oficina del comes, que era el encargado de ejecutar todas las fechorías que le ordenaba el emir, que no eran pocas. Este personaje era multiuso, y así lo vemos cobrando los tributos más exagerados e injustos que se le ocurrieran al emir o al propio comes, si eventualmente decidían que su caudal era escaso relacionado con sus merecimientos. Ni que decir tiene que el tal Rabi era el hombre más odiado del reino.
La vida de al-Hakam no fue nunca fácil. Mantuvo una lucha sin descanso en dos frentes, cada uno de los cuales hubiera exigido toda su energía y la unión sin fisuras del reino para afrontarlo. Y no encontró esa unidad. Los sucesos que os he contado de Zaragoza, de Mérida, de Toledo, no fueron los únicos, como vais a poder comprobar más adelante. Si el frente interno no le hubiera dado tanto que hacer, sus enemigos debían haber sido los cristianos de Álava, de Galicia, de Asturias, los francos, capitaneados por el gran Carlomagno y sus hijos, nada menos.
Voy a contaros brevemente las peleas que mantuvo con los cristianos del norte. No es fácil, porque los acontecimientos se confunden y las fechas son diferentes según las cuenten unos u otros cronistas. Estas expediciones a tierras de cristianos están mezcladas en el tiempo con las rebeliones domésticas que ya se han contado porque, como seguramente habéis comprendido, coexistieron las batallas del emir en los dos frentes, el interno y el de fronteras hacia fuera. Vamos allá.
La primera expedición o aceifa la organizó nuestro emir el verano siguiente de su ascensión al poder. No perdió el tiempo. El juramento fue en abril y en junio del 796 ya andaba en guerras el maldito de cocer. La dirigió el célebre ‘Abd al-Karim ben Mugith y fue contra lo que ellos llamaban genéricamente Región de los Castillos. Subieron por el Ebro arriba, conquistaron la ciudad de Calahorra y desde allí hicieron sus excursiones por los alrededores hasta Santander, consiguiendo abundante botín y sin encontrar resistencia. Desde la bella ciudad cántabra se volvieron para Córdoba porque no podían literalmente arrastrar tantas cosas como habían requisado.
Pasaron alrededor de dos años en los que el emir se dedicó preferentemente a domesticar a sus tíos y demás cuentas pendientes en el interior, lo que aprovecharon los cristianos en hacer sus expediciones a Lisboa.
En el año 799 los musulmanes pierden la ciudad de Pamplona sin ninguna intervención exterior o ayuda cristiana de otras regiones. Los navarros aprovecharon los líos del emir y sus guerras civiles para organizar una revuelta contra los invasores. Dicen los cronistas que «En ese año (183 musulmán), la gente de Pamplona traicionó y mató a Mutarrif ibn Musa, gobernador de ella».[18]
Pamplona se incorpora así de manera permanente a las tierras reconquistadas por los españoles. No habrá vuelta atrás como ocurrirá en otras plazas, aunque conoceremos muchos ataques esporádicos y puntuales de tropas cordobesas, que le hicieron mucho daño y en ocasiones hasta la completa destrucción de la ciudad, como os contaré en su momento.
Dos años después los cristianos reconquistan Barcelona, esta vez con ayuda exterior. Carlomagno intervino en la reconquista más de lo que se cuenta. Desde luego una parte importante del mérito fue suyo. Leed lo que dice el cronista:
Año 185. (801) En él se apoderó el enemigo franco, al que Dios quiebre, de la ciudad de Barcelona, en el extremo contiguo a él de la Marca Oriental de los musulmanes, aprovechando el período de agitación de la Marca Superior contra el emir al-Hakam, ocupado en combatir a sus tíos Suleyman y ‘Abd Alla.[19]
A pesar del desastre de Roncesvalles, Carlomagno no se olvidó de España ni de los musulmanes. Podría decirse que fue para él un deseo no cumplido, o si me apuráis una especie de obsesión. El año 785 es reconquistada Gerona definitivamente, como ocurrió con Pamplona, gracias a los mozárabes, que en la práctica entregaron la ciudad a Ludovico, al que aclamaron como su libertador. Si no es por ellos, nunca lo hubiera conseguido el hijo de Carlomagno.[20] Ludovico puso como gobernador de la ciudad a un conde llamado Rostagno, mozárabe de pura cepa, partidario de los francos, con la misión de guardar la ciudad y preparar desde allí la conquista de Barcelona.
Barcelona nunca dejó de ser cristiana a pesar las invasiones y de que algunos de sus templos fueron arrasados y convertidos en mezquitas. En otros templos, justo es decirlo, se celebraba el culto católico. Jamás se interrumpió la sucesión de obispos. Durante la dominación musulmana continuaron existiendo los vegueres, cristianos mozárabes que ejercían poderes delegados de los gobernadores de Córdoba.
Sin embargo, les ocurría algo parecido a lo que contamos de los vascos. Entre la dominación musulmana y la de los francos, preferían ser mandados por musulmanes. Seguramente pensaban, digo yo, que si los dominaban los francos iba a ser muy difícil librarse de ese dominio, y de los musulmanes les sería más fácil. O quizá se trataba de una vulgar esquizofrenia, porque ni querían a los unos ni a los otros. De cualquier manera, la Reconquista de Barcelona no fue cosa de un día sino un proceso que duró años.
Os conté que en los últimos años del siglo VIII, ‘Abd Alla, el Valenciano, había ido a visitar a Carlomagno. Trató de convencerlo de realizar una expedición que saliera de Gerona para conquistar Barcelona y Tortosa, obviamente con la intención de desgastar a su sobrino el emir y eventualmente ocupar su lugar. En esos días el emperador recibe también a Alfonso II de Asturias, que le hace otra propuesta bastante atractiva: si le ayuda contra los musulmanes invasores, Asturias reconocerá a Carlomagno como soberano. La tercera embajada es de Zato, el gobernador del emir en Barcelona, que se había cambiado de chaqueta, y le anima a conquistar la ciudad, que «apenas lo vean llegar —le dice—, se van a rendir a sus pies».
Carlomagno estaba bastante escarmentado con estos embajadores interesados y recordó el desastre que organizó por escuchar los cantos de sirena de otros mensajeros parecidos a estos. Se lo tomaría con calma. Tiene que llegar el año 798 para que su hijo Luis emprenda una operación de envergadura en territorio musulmán. Va con tropas gasconas y provenzales, pone sitio a la ciudad y tarda dos años en conseguir entrar en ella con la ayuda inestimable de sus habitantes cristianos. Así, los cristianos mozárabes de Barcelona quedaron libres para siempre de la dominación cordobesa, permaneciendo bajo los francos. Se puede afirmar que sin los mozárabes no se hubiera reconquistado Barcelona, que fue en adelante un baluarte franco frente el califato.
En el año 801, al-Hakam envió una nueva aceifa contra Álava y Castilla. La mandaba su hermano Moawia y acabó en un completo desastre. Los cristianos los emboscaron en un desfiladero de Cantabria y murieron casi todos los expedicionarios. Moawia volvió a Córdoba más mal que bien, muy triste y bastante avergonzado, tanto que murió a los tres o cuatro meses, dicen que de un mal llamado tristeza. ¡Vaya usted a saber si no fue finiquitado!
En el año 803 sale de Córdoba una nueva expedición militar. La manda ‘Abd al-Malik ben Mugith y tiene el mismo objetivo que la anterior, haciendo notar que Álava, para ellos, comprendía las tierras de los navarros y los vascos, y Castilla era aproximadamente el resto del norte de España.
El verano del año 808 hay nueva expedición, esta vez al mando de Hixem, hermano de al-Hakam. Su objetivo era Galicia y consiguieron botines aceptables en esclavos, tesoros, etc. Volvieron a Córdoba por tierras de Portugal.
Pasan ocho años sin que se organicen nuevas aceifas en esta parte de España, tiempo que aprovecharon asturianos y gallegos en contraatacar sobre territorios musulmanes, consiguiendo idénticos objetivos que los musulmanes en tierras de cristianos, rapiñas, botines, atemorizar al paisanaje y poco más.
El año 818 sale de Córdoba una nueva expedición, esta vez más poderosa que las anteriores, y con un objetivo esencial. Os conté que en el año 799, los habitantes de Pamplona mataron al caudillo musulmán Mutarrif ibn Musa y pusieron en su lugar a un mozárabe de la tierra llamado Velasco. Al-Hakam no había olvidado la afrenta de los pamplonicas y trató de vengarse de la manera usual, que era cortando la cabeza a Velasco y a cuantos más de los suyos, mejor. Por eso encargó que dirigiera la aceifa a su militar más solvente, que era ‘Abd al-Karim ben Mugith. Éste, con su hermano ‘Abd al-Malik se hacían el relevo en las expediciones más importantes que acometían los ejércitos de al-Hakam.
Ocurrió que, antes de llegar a Pamplona, este ejército se encontró con una expedición de asturianos mandados por el rey Alfonso II, y fijaos qué cosa, libraron a los de Pamplona de una buena porque después de tres días de intensas batallas, los cristianos tuvieron que batirse en retirada dejando por el camino muchos soldados muertos y grandes pérdidas. En esa carrera hacia atrás, los asturianos pudieron parapetarse en un desfiladero que hizo de barrera natural entre ellos y los cordobeses, con barrancos, ríos en el fondo y otros obstáculos bastante intimidatorios. En vista de ello, los musulmanes se dieron media vuelta hacia Córdoba sin haber finiquitado al tal Velasco, como había sido su objetivo inicial. Esta fue la última aceifa de al-Hakam contra asturianos, gallegos, navarros o vascos.
Dejemos estas expediciones y volvamos a Córdoba. En la ciudad y en la corte hubo unos personajes interesantísimos, algunos de ellos notables y otros bastante troneras, a los que vale la pena conocer. A dos los he mencionado antes brevemente. Me refiero al cadí Ibn Basir y al poeta Algazali.
Basir fue cadí de Córdoba durante la mayor parte del reinado de al-Hakam. El cadiazgo era una magistratura religiosa de enorme prestigio en el mundo musulmán, con poderes para impartir justicia delegados directamente por el emir. Los cadíes debían ser personajes modelo, sencillos, religiosos hasta el punto de llevar una vida de ascetas, y eso lo fue con creces Basir durante el reinado de al-Hakam, que lo apreciaba enormemente.
Fijaos cómo le quería el emir, que os voy a contar una anécdota referida por algunos eunucos del palacio, dejando claro desde el principio que jamás fue parcial en sus juicios a favor de al-Hakam, fallando muchas veces en su contra.
Ocurrió la noche en que acababa de morir nuestro Basir, y estaba el emir en la cama con una de sus concubinas llamada Agag. Estas cosas las llevaban en el harén a rajatabla y las hacían, creo que aún hoy las hacen, por riguroso turno y, claro, había que cumplir con la designada estuviera el ánimo en horas bajas o en altas, así que los dos se aplicarían al correspondiente chicoleo, tras el cual la señora se echaría a dormir, como es normal en estos casos. El emir, y también es explicable, no podía conciliar el sueño acordándose del vacío que le dejaba Basir, por lo que se levantó de la cama y fue a dar un paseo al fresquito y a pedir al Altísimo que le iluminara en la designación del sucesor.
En estas se despertó Agag, alargó la mano y no encontró a su señor, lo que la dejó la mar de fastidiada, no solamente por el desaire que eventualmente podría suponer para ella, sino especialmente porque los eunucos metían la nariz en todo, también en estos íntimos menesteres, y se iba a correr la voz por el harén que el emir no hacía ni caso a Agag, o lo que es peor, que el día de autos había pasado de ella un kilo.
Temiéndose esas hablillas, la concubina intentó remediar inmediatamente el desaire, se levantó de la cama y se puso a buscar al emir por acá y por allá. Ya se estaba poniendo en lo peor, que para el caso era encontrarlo acostado con otra, cuando lo pudo entrever en la oscuridad. Estaba sentado en un banco, rezando a más rezar, con los pies juntos, levantándose e inclinándose repetidas veces mientras musitaba con aparente devoción plegarias coránicas. Se quedó un rato mirándolo, sin atreverse a interrumpirlo, hasta que reaccionó, cayendo en la cuenta de que esta noche era la suya. Por eso se acercó y comenzó a preguntarle con fingido cariño qué era lo que lo había desvelado y hecho salir de la cama, a lo que el emir contestó, casi con lágrimas en los ojos:
—Una calamidad terrible y una gran desgracia. Yo estaba descansando de los asuntos de los súbditos gracias al cadí Ibn Basir que me llevaba esa carga. He estado suplicando a Dios para que me ilumine en el nombramiento de un sustituto que llene el vacío que me deja el que ha muerto.
Basir era un personaje raro, de apariencia estrafalaria, aun antes de ocupar el cargo de cadí. Usaba siempre una túnica teñida con flores de cártamo, que le daba un color de azafrán, y se peinaba con una extraña raya en el pelo que le llegaba hasta el lóbulo de la oreja.
Fue uno de los principales cadíes ortodoxos de al-Ándalus. Era un hombre culto, recto, con opiniones y sentencias basadas siempre en el derecho. Era firme y decidido cuando había que impartir justicia. Ni cargaba la mano más allá de lo justo sobre los delincuentes, ni pasaba la mano a los poderosos. Por eso era muy querido y recordado por todos en el reino.
Cuando fue nombrado cadí, puso a al-Hakam tres condiciones para aceptar el cargo. La primera, que sus sentencias las cumplieran todos, desde el emir hasta el más bajo del escalafón. La segunda, que si algún día pidiera ser exonerado del cargo por incapacidad, se le concedería. La tercera condición, que su salario fuera con cargo a los botines de guerra y no del bolsillo de los litigantes, a los que no quería deber nada. El emir le contestó satisfecho:
—Esas condiciones serán guardadas por mí.
Os hago notar que la justicia que impartía solía ser inapelable, se aplicaba inmediatamente y era gratuita para todo el pueblo.
La primera sentencia que llamó la atención durante su cadiazgo fue precisamente contraria a al-Hakam. Se trataba de la propiedad de unos molinos del Puente Romano de Córdoba, en disputa entre un demandante y el emir. Basir entendió que pertenecían al demandante y sentenció a su favor y contra el emir, que posteriormente hubo de comprarlos legalmente a su propietario.
Esto puso de bastante mal humor a al-Hakam pero al final se alegró porque al comprarlos legalmente quedó tranquilo y en posesión no disputada, ni siquiera moralmente. La fama popular de Basir subió como la espuma porque había tenido las santas narices de fallar contra la suprema autoridad y encima dejarlo tan contento, lo que era un colosal milagro. Las gentes lo miraban pasmados por su aspecto y por su valor.
Basir celebraba los juicios al lado de la mezquita de Utman, que estaba en la parte trasera del Alcázar. Su casa estaba en un callejón adyacente a esa mezquita. Celebraba las sesiones de pleitos desde la mañana hasta el mediodía, una hora antes de la plegaria, que hacía devotamente. Después volvía y continuaba las vistas hasta el atardecer. Se sentaba solo, sin nadie al lado, con una especie de carpeta de documentos que él mismo revolvía en busca de lo que fuera necesario. Así recibía a los litigantes por orden riguroso, de dos en dos, presentando cada uno sus argumentos con calma, sin prisa, ni ruido, ni voces groseras. Cuando pronunciaba las sentencias, los litigantes se marchaban con orden y en silencio. Jamás hacía dos cosas al mismo tiempo. Si escuchaba a un litigante, su atención estaba en el asunto a juzgar. Así valoraba las pruebas y los testimonios de cada uno hasta que pronunciaba la sentencia. Nunca se quedaba a solas con nadie, ni en el tribunal, ni en su casa, ni recibía recomendaciones, ni leía cartas que se le enviaran para influirle en un sentido o en otro.
Su apariencia dio lugar a alguna anécdota que os voy a contar:
Una vez vino a Córdoba un forastero pidiendo justicia, preguntó por él y algunos viandantes le indicaron dónde encontrarlo. El personaje se presentó en el lugar donde celebraba las audiencias, preguntando nuevamente a los que estaban alrededor si ese era el gran cadí de Córdoba. Cuando le contestaron que sí, pensó que le estaban gastando una broma. ¿Cómo iba a ser ese el cadí de Córdoba, con esa melena extrañamente partida, la túnica teñida color azafrán y con mondadientes en el rostro? ¿Le estaban tomando el pelo? Se dirigió a los mirones y les dijo:
—¡Eh, vosotros! Yo soy forastero y os he preguntado con la mejor intención por vuestro cadí y os habéis burlado de mí. Os he preguntado por un cadí y me habéis señalado a un flautista.
Los interpelados le hicieron callar porque estaba diciendo cosas impertinentes. Entonces le respondieron:
—No te hemos mentido. Lo que te ha chocado es su apariencia. Ve a él, háblale de tu asunto y verás cómo te alegras.
Las sentencias de este cadí fueron motivo de alabanza y recuerdo para todos en Córdoba.
Persona diferente era Algazali, un sabio, poeta y adivino, que se hizo famoso en tiempos de al-Hakam pero que, al llegar a los noventa y cuatro años, dio que hacer a cinco emires. Fue un hombre de mente calenturienta, gran habilidad poética, con dominio de los distintos géneros, fuertes dotes de inspiración, con una poesía siempre festiva y a veces tan procaz que, si refleja la vida diaria, es necesario considerarlo como el mayor pendón de al-Ándalus, al menos en mi modesta opinión.
Era un hombre de clara mirada, sincero hasta dejárselo de sobra, de hermosa figura y movimientos de joven, aunque hubiera pasado con creces esa edad. No estoy seguro de si nació en Jaén o en Córdoba, aunque en cualquier caso era oriundo de Jaén.
Os voy a copiar algunos poemas porque es muy difícil tener acceso a ellos por las vías normales. Ahí va uno al que yo he titulado Poema del amante viejo e impotente.
Ella te salió con el vestido revuelto,
estremecido el corazón de alegría por ti.
Sentiste la llamada de juvenil pasión y alegróse
un alma juguetona con el impulso del extravío.
Te uniste como antaño, sin que te lo
impidieran la edad ni las canas.
Supiste lo que había en su alma, la abrazaste,
se dejó caer risueña y temblorosa.
Tomé aquello como agarra el halcón,
pues se me echó encima, opulenta y oscura.
Me hice agua al gusto de su goteo,
temí incluso que mi corazón se derritiera,
pero el maldito se retrajo, y por mucho
que ella me prometía bien, no respondía.
Se negó, cabeceando en la negativa,
cual condenado, cuitado, llevado al suplicio.
Se le arrugaron los flancos y parecía
un fuelle caduco y agujereado.
Y otro, también del amor en los años viejos.
«Te amo» —dijo ella—. Y yo: «Mientes.
Engaña así al que no discierna.
Estas son palabras que no acepto
pues al viejo no lo ama nadie.
Aunque ame el hombre, no entrará
con canas y sin dientes en corazón de moza».
Algazali era un librepensador, un ateo en medio de un pueblo demasiado religioso como para consentírselo. A los alfaquíes los aborrecía y atacaba con poemas mordaces, satíricos, contando el escándalo que suponían sus cuantiosas riquezas. Otras veces ponía en solfa desde la inmortalidad del alma hasta lo más sagrado. Desde luego, el que se la hacía se la pagaba. Leed estos versos poniendo como un trapo a un eunuco cortesano y a un recaudador de impuestos que lo estaba molestando demasiado:
Dos versos tengo sobre Nasar y Abbas.
Escuchadlos los aquí reunidos:
El pene del burro de fuerte vejiga
y verga como de piedra dura
está en los traseros de Nasar, su madre,
su padre, Abusalmawal y el recaudador Abbas.
Evidentemente los presentes se partían de risa a costa de los aludidos y éstos, que eran de la cáscara amarga, le tenían odio africano. Pero le importaban poco. Pensaría aquello de que dentro de cien años, todos calvos. Se reía hasta de los mausoleos sepulcrales de los nobles cordobeses.
Y ahora vayamos a Córdoba, que si la de Toledo que os conté fue gorda, ésta no va a ser menos.
Córdoba había cambiado mucho en los últimos cincuenta años. Era más grande por las inmigraciones de muchos musulmanes, unos árabes que vinieron de Oriente y otros, bereberes moros, que llegaron desde las cercanas tierras de África.
Los cristianos mozárabes formaban una comunidad muy sólida, a pesar de los pesares. Disponían de muchas iglesias, tanto en el centro de la ciudad como en los alrededores. Nunca se interrumpió la sucesión de obispos, y el clero era parte del paisaje cordobés. Eran muy numerosos los monasterios, como los de san Cristóbal, Peñamelaria (peña que daba miel), san Zoilo, Tábanos, etc. Algunos de ellos eran dúplices, es decir, que tenían dos comunidades religiosas, una de hombres y otra de mujeres, separadas por altas tapias. Había también seminarios y universidades de estudios teológicos, de humanidades clásicas, de medicina, lingüística y otros, dirigidos por sabios cristianos. Como consecuencia de esto nacen líderes en el pensamiento cristiano, como los abades Esperaindeo y Samsón, o el presbítero Eulogio. En torno a ellos se ha ido articulando una especie de núcleo duro en defensa de la religión cristiana y de la civilización clásica española, no solamente para defender lo nuestro sino incluso para tratar de convertir a los musulmanes. Como ejemplo, os diré que un arzobispo de Sevilla, llamado Juan, tradujo la Biblia al árabe y el abad Esperaindeo, de Peñamelaria, escribió un libro titulado Apologeticus para rebatir las ideas y a la misma persona de Mahoma, al que por cierto, pone de vuelta y media.
Lo que acabo de contar confirma que los mozárabes eran parte importante de la población cordobesa e intervinieron en los sucesos que enseguida os contaré y en otros posteriores.
Cuando Hixem I restauró el Puente Romano sobre el Guadalquivir, dio mucha vida a la ciudad. El barrio del Arrabal, al otro lado del río, hasta entonces estaba habitado por gentes modestas, clases populares, la mayoría artesanos españoles, muladíes o mozárabes.
Al restaurarse el puente se convirtió en un lugar ideal para vivir de muchos cordobeses que trabajaban o estudiaban alrededor del Alcázar o de la gran mezquita. Y eso hicieron, sobre todo bastantes hombres de religión, casi todos alfaquíes notables, discípulos de Malik ibn Annas o de Yahya ibn Yahya, su primer seguidor en al-Ándalus. Para que os hagáis una idea, entre alfaquíes, teólogos y estudiantes talibanes,[21] había más de cuatro mil. Ahí es nada. Os conté anteriormente que estos alfaquíes estaban visceralmente enfrentados a al-Hakam por su modo de ser y porque los había marginado de los puestos clave en la administración del Estado.
La convivencia entre estos alfaquíes despechados y los españoles renegados que querían hacer méritos u ostentar su fe de nuevos conversos, era una mezcla que tarde o temprano iba a explotar. Al principio no se atrevían a levantar la cabeza porque la matanza del foso en Toledo estaba demasiado cercana en el tiempo, pero poco a poco se les fue quitando el miedo y el barrio se convirtió en un reducto de personas que no querían ver al emir ni en pintura.
Al-Hakam quiso echarles un pulso para convencerlos de que no tenían otra alternativa que bajar la cabeza. Para ello hizo tres cosas. La primera, fortificar el Alcázar, elevar las murallas y reforzar todas las instalaciones militares de la ciudad. La segunda cosa fue aumentar el contingente de sus guardias de seguridad, todos mercenarios, malas personas, a los que llamaban los mudos [22] porque casi ninguno hablaba las lenguas usuales en Córdoba. Y la tercera cosa que hizo para someter a los habitantes del Arrabal, y de paso al resto de los cordobeses, fue freírlos a impuestos. En estas tres acciones tuvo parte fundamental el célebre comes Rabi, que ejecutaba encantado las órdenes del emir, añadiéndoles padecimientos adicionales para infundir a los cordobeses más terror del que ya tenían.
La consecuencia era previsible. Primero llegaron las murmuraciones en familia, después se pasó a poner de vuelta y media al emir en los corrillos que se forman en las plazas, ya más públicamente, para continuar siendo el tema preferido de debate entre los habitantes del Arrabal. Desde luego, por aquellas estrechas callejuelas, no se atrevían a pasar más que los que formaban el clan contrario a al-Hakam. Los célebres mudos por allí no iban ni de visita. Si alguno se atrevía a pasar, como mal menor era insultado y echado a escobazos, pero lo más probable era que fuera simplemente degollado.
Por no pasar por el Arrabal, no pasaba ni el rey. Si lo veían le decían de todo. Una vez estaba el muecín llamando a la oración desde lo alto del minarete y como el emir tardaba en entrar en la mezquita, desde el Arrabal, los neoconversos le gritaron a coro:
—¡Borracho! Ven a rezar, que falta te hace.
Los alfaquíes, más instruidos, escogían frases más teológicas para reprenderlo, pero seguían siendo lindezas como esta:
—Eres un libertino que perseveras en la iniquidad, que te obstinas en el orgullo y que menosprecias los mandamientos de Alá. ¡Sal de la embriaguez en que estás continuamente liado! ¡Cambia de una vez de tu culpable iniquidad!
Y así todos los días. Si alguna autoridad intentaba averiguar quién lo había insultado, nadie había sido. Así llegamos al año 805 en que pasaron de las palabras a los hechos, porque los alfaquíes no podían dejar que todo siguiera igual, por lo que organizaron un núcleo duro de conjurados y pasaron a la acción. Os lo voy a contar.
Yahya ibn Yahya se reunió con los alfaquíes más notables, también con bastantes aristócratas, nobles, etc. Y resolvieron que era necesario dar un golpe de Estado, quitar de en medio a al-Hakam y ofrecer el trono a alguien más templado que él, pero con lo que podríamos llamar sangre azul, que ya sabéis que éstos no iban a ninguna parte sin alta alcurnia, abolengo y descendencia del Profeta. Quiero decir que el sustituto debía ser un omeya claramente demostrable. Buscaron y buscaron y les pareció aceptable un primo hermano de al-Hakam, nieto también de ‘Abd ar-Rahmān I, que se llamaba Chammas. Les pareció adecuado porque era maleable, buena gente, lo que podríamos llamar una elección perfecta.
Fueron a ver al elegido, le informaron de su intención, y el hombre se puso en principio tan contento y con su ego por los cielos. Hay que reconocer que a nadie le amarga un dulce y más si su imaginación volaba, escuchaba su nombre proclamado en la chobta de todas las mezquitas de al-Ándalus y a su real persona colocando en fila de a una a todas las esclavas, concubinas y esposas del harén emiral para que lo pusieran como lo tenían que poner.
Luego paró en seco su imaginación y se puso a pensar cosas más prosaicas. ¿Con quiénes contamos? Porque eso no se consigue así como así. Se necesitan apoyos fortísimos. ¿Y si el emir se entera? Porque a al-Hakam no le iba a temblar el pulso. Él sí que los iba a poner en fila de a uno para cortar las cabezas que hiciera falta, empezando por la del designado para sucederle y acabando por el último conjurado. Cuando imaginó esa posibilidad sintió escalofríos de terror recorriendo su espina dorsal. Lo más prudente era parar a esta gente, porque el miedo a las represalias pasaba por encima de la ilusión de ocupar un cargo de esa importancia. Chammas miró fijamente a sus interlocutores y les dijo:
—Todo eso me parece bien. Pero ¿con quiénes contamos para acometer una empresa de esa envergadura, y sobre todo de ese peligro? Yo necesito saber quiénes son los que me van a seguir.
Yahya le contestó que no había problema. La lista con todos los conjurados se la darían en su casa pasadas dos noches. Se reunirían al terminar la oración.
Los enviados se marcharon y dejaron a Chammas hecho polvo. ¡En qué lío lo habían metido estos indocumentados! Era una de esas veces en que por un instante sientes una satisfacción, que enseguida debes reprimir porque la propuesta era un solemne disparate. Al-Hakam era un ser despiadado, sus mudos lo dominaban todo y los iban a despedazar en cuanto se descubriera el pastel. No tenía más opción que ir corriendo al Alcázar y poner al cabo de la calle al emir de lo que estaban tramando a sus espaldas. Era ya noche cerrada y eso beneficiaba sus planes. Caminó todo lo rápido que pudo por las callejuelas estrechas y oscuras, llamó a las puertas del Alcázar, pidió ser recibido por el emir para un asunto de vital importancia y en poco tiempo estaba ante al-Hakam.
Chammas comenzó a contarle cuanto acababa de suceder. Hablaba rápido, con la respiración agitada y el corazón latiendo a mil por hora, mientras contaba que los personajes más importantes de la corte estaban urdiendo un plan para destituirlo, tras de lo cual sería evidentemente finiquitado.
Al-Hakam daba la impresión de no querer escuchar las bobadas que le contaba su primo. Se había tomado ya sus copitas y lo estaban esperando para pasar la noche con la concubina de turno, así que pensó que no era hora de entretenerse en sandeces. Cuando ya salía de la estancia, por un instante se volvió desconfiado y pensó que seguramente Chammas quería vengarse de los personajes que estaba delatando. No podía ser cierta su denuncia. Su primo daba por sentado que les iba a cortar las cabezas y quería ocupar en la corte el lugar de los supuestos conjurados. Se volvió, lo miró con una mala leche infinita y le dijo:
—Lo que me cuentas tiene que ser mentira. Lo que quieres tú es ponerme a noventa para que liquide a los personajes más importantes que hay en mi alrededor. Te juro por Alá que si no pruebas lo que dices, la cabeza que va a rodar por los suelos va a ser la tuya.
Chammas respondió al emir sin titubear:
—Te voy a probar lo que estoy diciendo. Estoy citado con los conjurados pasado mañana en mi casa, al terminar la oración de la mezquita. Envíame con antelación a alguna persona de tu confianza que escuche personalmente lo que me van a proponer.
Al-Hakam se volvió hacia su primo, ya tomándose más en serio cuanto le acababa de contar. Pasado mañana, a media tarde, irían a su casa dos personas de su confianza: su secretario Ibn al-Khada para escribir todo lo que se dijera, y su paje, el cristiano Jacinto.
El día indicado y a la hora precisa, estaban en casa de Chammas el paje y el secretario, éste provisto de tintero, hojas y una colección de cálamos, plumas excelentes para dejar constancia escrita de cuanto pudieran escuchar. El anfitrión les proporcionó mesas y sillas en la misma habitación en que habría de celebrarse la reunión, pero bien escondidos detrás de grandes cortinas. Así esperaron la llamada del muecín a la oración de la noche y poco después se oyó un sonoro y repetido golpe en la puerta de la casa. Los cabecillas de la conjura estaban allí. Chammas los hizo entrar, los aposentó en la habitación y les preguntó:
—Vamos a ver ahora con qué personas contáis.
Como se trataba de hacerles cantar los nombres de todos, fingió ante ellos estar preocupado por si eran pocos o si al final iban a flaquear en su empeño dejándolo en la estacada. Por eso era necesario que le dieran todos los detalles de su plan de acción, con los nombres uno a uno de todos los personajes que daban su apoyo al golpe de Estado que le habían propuesto.
Los emisarios tomaron sus precauciones y ante todo le pidieron que prometiera por lo más alto que guardaría el más sepulcral secreto de lo que iban a decir, hecho lo cual comenzaron a darle nombres de todos los que le proponían como futuro emir de al-Ándalus, finiquitando previamente a su primo.
La relación era sorprendente por la cantidad de personajes notables de la ciudad. Se trataba de la práctica totalidad de la nobleza, de los alfaquíes más nombrados, de bastantes mandos militares, cadíes, katibes, etc. Y era muy amplia. Tanto como jamás pudiera imaginar. Yahya los iba nombrando según sus profesiones y sus categorías.
Cuando comenzó a referirle los nombres de los katibes que pretendían derrocar a al-Hakam, detrás de las cortinas ocurrió algo más que notable. A Ibn al-Khada, el secretario del emir que copiaba los nombres, le temblaban las manos. Sus plumas de ánade rasgaban violentamente aquellos finos papeles hechos con láminas de caña y recubiertos con pasta de almidón. Temía que de un momento a otro se oyera su nombre como uno más de los conjurados. ¿Sería posible? ¿Él era uno más de los que querían matar a al-Hakam? ¿Lo nombrarían aunque no estuviera mezclado en el lío? Aquello había que pararlo por si acaso. Yahya continuaba cantando todo lo que tenía que cantar. Ahora decía estas palabras:
—Esto será, si Dios lo decreta así, el viernes en la mezquita aljama. Así tendrá más repercusión y eficacia.
Pero algo había ocurrido. Los cálamos del katib habían rasgado más violentamente de lo normal el papel de caña, haciendo un extraño ruido que mosqueó a los conjurados, se fueron en tropel hacia las cortinas y se descubrió el pastel. Las maldiciones que lanzaron a Chammas apenas pudieron ser oídas por éste porque corrían a más correr, unos a esconderse donde pudieran, otros huyeron en dirección a Toledo o a sitios a donde no pudiera llegar la larga mano del emir. Lo conocían de sobra y sabían que la venganza iba a ser inmediata y terrible.
La venganza fue inmediata, terrible y más amplia de lo que cualquiera pudiese imaginar. Ese mismo día al-Hakam los hizo prender. En total fueron setenta y dos personajes importantes en la ciudad. Por poner un ejemplo, había cadíes e hijos de cadíes, inspectores de mercados, eunucos importantes del palacio, alfaquíes tan afamados como Yahya ibn Mudar, uno de los discípulos de Malik ibn Annas, y bastantes más. Ya, de camino, sacó de sus cárceles a algunos que le estorbaban, entre otros a Moslama y Umayya, hijos de ‘Abd ar-Rahmān I, por tanto tíos suyos, que estaban encerrados desde que fue proclamado emir. Plantó sus cruces y los crucificó en las orillas del Guadalquivir, para que sirvieran de escarmiento.
Estos sucesos produjeron en el pueblo de Córdoba una conmoción fácil de imaginar. Ya sabían cómo se las gastaba el emir, sin embargo no esperaban que su crueldad llegara a estos extremos. Naturalmente, el descontento del pueblo aumentó en idéntica proporción a la venganza. Las plazas públicas eran un hervidero de gentes que odiaban al emir, preguntándose unos a otros la manera de librarse de un ser tan despreciable. Las mezquitas se convirtieron en lugares donde se conspiraba abiertamente en lugar de espacios de reunión religiosa, con la particularidad de que se escudriñaba cada cara intentando encontrar a posibles chivatos como el desgraciado Chammas.
Al-Hakam sabía muy bien lo que estaba ocurriendo a su alrededor y veía traidores en todas partes. Se sentía rodeado de enemigos a los que odiaba profundamente. Por supuesto que no se quedó cruzado de brazos. Mandó que se repararan las murallas de la ciudad de manera que la cerraran herméticamente. A continuación dio orden de que se cavara un foso profundo pegando a las murallas y siguió reparando brechas, reponiendo las puertas que estuvieran defectuosas, hasta que las tuvo preparadas para eventuales sucesos.
Luego se ocupó de reforzar su guardia personal, los célebres mudos. Compró nuevos esclavos, la mayoría de ellos de tierras muy lejanas, y acumuló en el propio palacio armas modernas para esa guardia personal. No se fiaba un pelo de sus hermanos árabes a los que consideraba unos redomados traidores, y se fiaba menos todavía de los bereberes o muladíes renegados o falsos. Entonces confió el mando de esa guardia a un español de pura cepa, al jefe de la comunidad cristiana de Córdoba el llamado comes Rabi, hijo de Teodulfo.[23] ¿Conseguiría meterlos en vereda? No va a ser posible. Lo veremos enseguida.
Ha pasado un año de los hechos que os acabo de contar. En el 806 tenemos de nuevo un problema en el Arrabal, mientras al-Hakam estaba en Mérida.
Os he contado antes que el emir trataba mal al pueblo, le exigía impuestos confiscatorios y había dado órdenes muy estrictas a los encargados de la policía de los mercados, a los que llamaban almotacenes o zabazoques. Uno de estos, que ejercía en el Arrabal, se pasó de rosca y como consecuencia se organizó una especie de rebelión cívica contra el personaje y quien lo había mandado. No se trataba de un tumulto sangriento sino de una especie de huelga con manifestaciones y demás parafernalia. El cabecilla era empleado del zoco, un pobre diablo, un don nadie al que apodaban el Lobillo, un tío con mala leche pero algo canijo y bastante inofensivo excepto para armar bulla.
Como el emir tenía ya bien organizado su departamento de información, enseguida se enteró, dejó las cosas de Mérida, que para él eran secundarías, y en tres días se plantó en Córdoba para meter en cintura a los desmemoriados habitantes del Arrabal.
Lo primero que hizo fue averiguar quién era el organizador del tumulto y le señalaron al Lobillo, que había sido el primero en enfrentarse al almotacén, en quejarse y ponerse al frente del conato de huelga. La orden inmediata fue que trajeran al interfecto sin excusa ni pretexto. Pero, claro, no había quien lo encontrara. Parecía que se lo había tragado la tierra. Al final, el pobre apareció, para inmediatamente ser crucificado boca abajo. Luego preguntó por los que le habían seguido y los mandó degollar.
Alguno se libró por los pelos. Os cuento brevemente las peripecias del alfaquí llamado Talut, uno de los cabecillas de la rebelión del Arrabal. No penséis que este Talut era un don nadie. Había sido discípulo de Malik ibn Annas y de otros eminentes sabios de Oriente y, además, fue bastante bien tratado por al-Hakam, casi amigo suyo, sólo que le entró la vena revolucionaria y se puso a maquinar contra el emir, a pesar de los evidentes riesgos que tal actitud comportaba.
Tras los hechos que os he contado, nuestro alfaquí, temiéndose correr la suerte del Lobillo, huyó de su casa y se escondió en la de un judío vecino suyo, que, a pesar del peligro que suponía dar posada a un rebelde, se portó con él como un hermano. Así estuvo durante un año, hasta que dio por supuesto que al emir se le habían pasado el cabreo y las ganas de crucificar paisanos. Entonces echó mano a otra recomendación, un musulmán llamado Abu Basan, amigo suyo y socio en asuntos de graneros. Talut estaba deseando salir a campo abierto y decidió cambiar al judío por Basan, porque seguramente éste le iba a allanar algo el camino ante al-Hakam. El judío no paraba de decirle que tuviera cuidado con lo que hacía, pero Talut cambió de escondite y de la casa del judío se pasó a la de Basan.
Aparentemente fue recibido bien. Hombre, siempre es un problema facilitar escondite a uno que es objetivo de las iras del emir, pero bueno, qué se le va a hacer. Irían adelante. Basan le puso sonrisas de conejo, le dijo que se alegraba de tenerlo en casa y preguntó a Talut dónde había pasado todo ese año. Le contó la verdad y Basan le dio todas las seguridades del mundo y las garantías que hicieran falta. Por supuesto que intercedería ante el emir para que le otorgara su amán. A continuación le mostró su aposento para la próxima temporada, le dijo que se diera un buen baño, descansara, que ya hablarían al día siguiente. Cuando lo dejó bien acostado, mandó ensillar su caballo, salió de su casa y enfiló sin pestañear el Alcázar y de allí pasó a la presencia del emir. Así que ya os estáis haciendo una idea de la calaña de este personaje, chivato y mala persona. Cuando estuvo ante él, tras las pertinentes reverencias, le dijo con gesto de adulación y de mala leche:
—¿Qué te parece si te traigo un ternero cebado, mantenido durante un año en un pesebre? ¿Te gustaría comértelo?
Al-Hakam, con el mismo gesto enigmático de su interlocutor, le respondió:
—Más me gusta el animal que anda y se ejercita que ese que tú prefieres.
Basan puso media sonrisa y moviendo la cabeza con sumisión fingida, contestó al emir:
—Era sólo una adivinanza. Mi intención es otra. Talut, el alfaquí a quien buscabas, está en mi casa. Dios te lo ha entregado.
Al-Hakam contestó como un rayo:
—Venga. Tráemelo enseguida.
Dio un salto del sillón, avanzó a la puerta del aposento, puso cara de infinita mala leche, se retorció el bigote, síntomas todos de que su cólera contra Talut subía de tono a cada instante. Poco después aparecía en el aposento real el infeliz Talut, arrastrado por los esclavos de Basan y por él mismo. El pobre maldecía a Basan, sudaba, cambiaba de color, no sabía si reír o llorar, desde luego convencido que de allí no salía vivo. Pensaba que de un momento a otro al-Hakam alargaría la mano, alguien le daría una espada y allí terminaría su revolucionaria existencia. Sin embargo, mirad lo que ocurrió. El emir puso cara de buena persona y le dijo lo siguiente:
—¡Talut! Bendito sea Dios que te ha puesto en mis manos. ¡Ay de ti! Dime: si tu padre o tu hijo hubieran ocupado mi lugar en este Alcázar, ¿te habrían tratado con mayor honor y consideración que yo? ¿Acaso alguna vez rechacé cualquier cosa que me pidieras? ¿No participé en tus dulzuras y en tus momentos de amargura? ¿No te visité cuando estabas enfermo? ¿No compartí tu tristeza por la muerte de tu mujer, yendo a pie en su funeral hasta el cementerio del Arrabal y luego volví contigo hasta tu casa? ¿He hecho contigo algo que no fuera honrarte y enaltecerte? ¿Qué te empujó a corresponder a mis favores nada menos que con querer deponerme de mi reino, matarme, declarar presa lícita a mis mujeres y violar mi intimidad?
Talut escuchaba, primero con miedo, luego, al oír las palabras del emir, que parecían de amigable reproche, fue cambiando su semblante. Claro que, a la hora de contestar la pregunta, se veía en un buen compromiso. Efectivamente se había portado como un bellaco con al-Hakam y era necesario ser sincero. Por eso le contestó lo siguiente:
—En este momento no encuentro nada que decir que sea más saludable que la verdad. Te aborrecí solamente por Dios. No valió de nada todo lo que habías hecho por mí en esta vida.
El evidente disgusto con que el emir recibió a Talut iba desapareciendo por momentos. Contrariamente a lo que habría de esperarse, se palpaba en él la benevolencia, casi el cariño. Le miró fijamente y le dijo:
—Pardiez que al traerte estaba imaginando el peor de los tormentos para ti. Pero estás a salvo de ellos. Aquel por cuya causa me aborreciste, me ha hecho dejarte en paz. Vete con el perdón de Dios y sin preocuparte de nada. Pídeme lo que quieras que te lo daré mientras viva. ¡Ojalá no hubieras hecho lo que tanto te he reprochado!
Talut respiró profundamente aliviado y contestó:
—Razón llevas. Ojalá no hubiera sido así pero no se puede evitar la voluntad de Dios.
—¿Dónde te acogió tu amigo Abu Basan? —preguntó al-Hakam.
—Yo me puse en sus manos —dijo Talut—, porque éramos muy amigos y esperaba que intercediera ante ti a favor mío pero me traicionó e hizo lo que has visto.
La cara de Basan, lo habéis comprendido, estaba cambiando hacia el desasosiego en la misma proporción en que Talut respiraba tranquilo. El emir volvió a preguntar:
—¿Dónde estuviste todo este año?
—En casa de un judío vecino mío —contestó Talut—. Él me acogió y me protegió sin escatimar medios ni preocuparse de los problemas que mi presencia le podría acarrear.
Al-Hakam miró a Basan con ganas de fulminarlo, o cuando menos de hacerle ver que había sido un villano. Luego le dijo:
—Debes de sentirte avergonzado por lo que has hecho. Un judío, enemigo de nuestra fe, ha tenido con este maestro la consideración que se merece por su piedad y su ciencia. Ha arriesgado su vida y su fortuna por ocultarlo. Tú, un correligionario y un amigo suyo, tiras por tierra los favores que le hizo el judío a uno de los hombres más importantes de nuestra comunidad y más dignos de protección. Tu culpa hacia él es muy grave. Has sido un hombre vil en tus sentimientos y tus deseos. Haciendo que se derrame sangre inocente, has querido incrementar las acusaciones que se nos hacen. Eres un mal compañero y peor amigo. ¡Sal de nuestra presencia! ¡Que Dios te dé un mal pago! Yo, desde luego, no quiero volver a verte nunca más.
Menos mal que os puedo contar algo con final feliz. Talut se fue para su casa tan contento, y más porque el emir le dio bastante dinero para que se consolara de un año de miedos y un día de terror. Basan pasó al ostracismo. Bien poco para lo que era usual en estos casos.
A la vista de estos comportamientos ejemplificadores, el pueblo se calmó, a regañadientes pero se calmó, aunque los sentimientos de odio al emir quedaron muy dentro. Aparentemente cada uno iba a su bola pero tenían un odio que tarde o temprano iba a estallar de nuevo.
Han pasado varios años. Lo normal hubiera sido que al-Hakam levantara un poco la mano e intentara formas un poco menos severas a ver si así se calmaban los ánimos, pero eso era no conocerle. En lugar de templar gaitas, ahora le dio por imponerles nuevos impuestos, que encima debía cobrar el comes Rabi, que a estas alturas era el que más mandaba después de al-Hakam. Por tanto, el nivel de tensión crecía por días. Bastaría un leve incidente, una chispa por pequeña que fuera, para que todo estallara en una revuelta de impredecibles consecuencias.
Y eso va a ocurrir.
Estamos a mediados del mes de ramadán del año 202, 818 de la era cristiana. Es miércoles. Los alfaquíes aprovechaban estos días sagrados para echar más leña al fuego en el odio del pueblo a su emir. Un negro de la guardia del emir ha ido al Arrabal en busca de un armero para que le limpie y afile su espada. El establecimiento está situado en una callejuela estrecha y el guardia ha entrado por ella impasible, sin hacer caso a las miradas de odio de los habitantes de aquel barrio rebelde. El guardia explicó al armero lo que deseaba y éste lo miró por encima del hombro y le preguntó:
—¿Quieres esperar? Ahora tengo otras cosas que hacer.
—No tengo tiempo de esperar —contestó el soldado.
—Vas a esperar lo mismo si te lo tomas a bien como si te lo tomas a mal —dijo el armero.
El guardia desenvainó su espada y atravesó al armero de parte a parte.
Enseguida se arremolinó en torno al muerto una muchedumbre de gentes enfurecidas, que gritaban a quien quisiera oírles que ya estaba bien de aguantar al emir, a sus guardias, a sus impuestos y a todos los malditos que les apoyaban. Las voces de unos pocos encendieron al resto de los habitantes del Arrabal, hasta que la multitud se unió en un tumulto que no por esperado iba a ser menos sangriento.
Precisamente ese día al-Hakam había salido a la campiña sur de Córdoba para practicar su diversión favorita, que era la caza. Y se le ocurrió volver a su palacio atravesando el Arrabal, en la crítica hora en que se estaban produciendo los alborotos que acabamos de contar. Le dijeron lo que llevaban callando durante años. Le gritaban cosas tales como mamarracho, impío, que era un personaje cruel y vengativo, borracho, de todo. Evidentemente, esto puso al emir más encendido de lo que ya estaba, mandó que su guardia prendiera a diez de los que más gritaban y los crucificaran cabeza abajo a las orillas del río, por la parte del Arrabal.
Cuando los amotinados vieron que al-Hakam entraba en el palacio se cerraron las tiendas y ya todos juntos redoblaron los gritos, las voces, el tumulto, con la particularidad de que cada uno tomaba el arma que tenía a mano, unos espadas, otros lanzas, otros simulacros de espadas o de lanzas, algunos simplemente palos u horcas. Cualquier cosa valía para armarse. Las turbas, con los ojos que les estallaban de ira y los artilugios amenazantes en las manos, se dirigieron resueltamente al Puente Romano. Su objetivo era asaltar el Alcázar y acabar con al-Hakam, con su guardia de mudos y con todos los que le rodeaban.
Los primeros en ver que aquello tomaba un cariz bastante peligroso fueron el chambelán o hachib ‘Abd al-Karim ben Mugith y el secretario o katib Fatuya ibn Suleyman, que tomaron las primeras medidas en defensa del Alcázar y del emir. Enseguida se unió a ellos al-Hakam, que subió a la azotea del Alcázar, sobre la Puerta de la Asuda, para dar ánimos a sus hombres y tratar de organizar la manera de salir con bien de aquella fenomenal asonada. Reunieron las tropas que había disponibles en palacio y con ellas intentaron contener la avalancha de amotinados que crecía por momentos y que se les venía encima con fuerzas que parecían incontenibles. Tras los primeros enfrentamientos, todo daba la impresión de que las turbas eran imparables y que los defensores serían barridos de la faz de la tierra.
El peligro era muy grande. Aunque el Alcázar había sido fortificado recientemente, no iba a poder aguantar los asaltos de los insurgentes. Y empezó a cundir el miedo porque sabían el fin que les esperaba a manos de aquellas turbas desenfrenadas. Al-Hakam también estaba seguro de que no tenía mucho que hacer y presentía que su fin se acercaba, pero, a pesar de todo, conservaba la sangre fría, el orgullo, la altivez de las gentes valientes y sin escrúpulos. A su lado siempre estaba Jacinto, su paje cristiano. Se acercó a él y le mandó ir en busca de alguna de sus mujeres para que le trajera un frasco de perfume de algalia.
Jacinto no le hizo caso, sencillamente porque no podía creer lo que sus oídos oían. Probablemente había entendido mal a su emir. ¿Para qué iba a querer al-Hakam, ahora precisamente, un perfume fuerte y untoso? ¿Iba quizás al acostarse con alguna de sus concubinas? No había oído bien su mandato. El emir, impacientándose por no haber sido obedecido al instante, dijo a Jacinto:
—Anda, hijo de incircunciso. Haz enseguida lo que te he mandado.
Jacinto corrió al harén y en poco tiempo tenía en la mano el frasco de perfume que le pidiera su señor, que se puso a derramarlo sobre su cabeza y sus barbas, igual de tranquilo que si fuera a cortejar a alguna de sus mujeres. Jacinto seguía sin entender lo que estaba pasando. Entonces, con humildad y sin levantar mucho la voz, preguntó a su amo:
—Perdóname, señor, pero pienso que eliges un mal momento para perfumarte. ¿No estás viendo el peligro que corremos de perder la vida en manos de estos malditos insurrectos?
—Calla, miserable —contestó al-Hakam—, quiero que el que me vaya a cortar la cabeza la distinga de las otras por el perfume.
Al-Hakam bajó de la azotea, se armó de pies a cabeza y se dispuso a enfrentarse a las turbas. Recorrió con una serenidad inimaginable las filas de sus soldados y dio ánimos a todos con palabras de afecto. Naturalmente que sus tropas se sintieron reconfortadas aunque vieran que tenían las de perder.
Entonces ocurrió algo inesperado, porque aquello era un desorden y cada uno hacía lo que mejor le parecía. ‘Ubayd Alla, el hijo del Valenciano, al-Mugīra, hermano del emir, y otro omeya llamado Ishaq ibn al-Mundir, hicieron un llamamiento para que se pusieran bajo sus órdenes todos los jinetes que estaban en la ciudad y su campiña. Una vez reunidos, salieron por la Puerta Nueva hacia un vado por el que cruzaron en río y desde allí llegaron a las últimas casas del Arrabal, atacando por la espalda a los amotinados.
En el fondo los atacantes eran simplemente unas turbas que habían estallado por una opresión que duraba muchos años. Ni tenían jefes, ni seguían tácticas premeditadas, ni estaban bien armados, ni eran tropas preparadas para la guerra. Enfrente, con el emir, ya había dos cuerpos de ejército perfectamente encuadrados. Unos eran los guardias de palacio, los célebres mudos, y los otros jinetes regulares del ejército. Al mando de cada uno estaban los dos generales más prestigiosos de al-Ándalus, el chambelán ‘Abd al-Karim ben Mugith y el jefe del ejército, ‘Ubayd Alla, hijo del Valenciano.
Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Cuando los revoltosos se dieron cuenta de que eran atacados por delante y por detrás, y que sus casas del Arrabal estaban siendo quemadas, sus mujeres e hijas asesinadas, dejaron el palacio e iniciaron una huida que fue fatal para ellos.
Lo que inicialmente fue un tímido retroceso enseguida se convirtió en desbandada general. Había terminado el motín y se inició una matanza que va a pasar a la historia. Al-Hakam no tuvo ningún miramiento con los habitantes del Arrabal. Habían estado a punto de acabar con él y ahora iba a acabar con todos ellos y con su maldito barrio. Con el pelo y las barbas perfumadas de algalia, con unos ojos que se les salían de las órbitas, con una mala leche infinita, el emir dio órdenes a sus hombres de cortar las cabezas de todos aquellos seres que habían sido tan despreciables y traidores.
La matanza fue seguramente la más extensa y cruel de todas las que hasta entonces se habían conocido en al-Ándalus. Imposible contar las personas que fueron degolladas en las callejuelas, en las plazas y en las mismas casas del barrio. Duró nada menos que tres días y no hubiera parado de hacer caso al katib Fatuya, que insistía al emir en la conveniencia de continuar matando hasta que no quedara ni uno vivo. Menos mal que la paró el buen sentido del chambelán ‘Abd al-Karim ben Mugith, que convenció a al-Hakam de tomar una determinación menos sangrienta pero también muy cruel y que se puso en práctica.
Como primera medida se cerró herméticamente el Arrabal para que nadie pudiera escapar. Se trataba de meditar con frialdad qué decisión se tomaba con los supervivientes. Unos días después, un alguacil de palacio iba vociferando por Córdoba la sentencia que se había dictado sobre aquellos desgraciados. Los trescientos supervivientes más notables serían crucificados boca abajo y sus cruces clavadas en las orillas del río para que el pueblo viera el destino que estaba reservado a los que se sublevaban contra al-Hakam. Los demás tenían suerte. Se les perdonaba la vida pero debían abandonar inmediatamente la ciudad de Córdoba. Todas las casas del Arrabal serían destruidas y el solar roturado para ser sembrado como un campo cualquiera. Nunca nadie en adelante podría vivir allí. Aceptó muy a regañadientes puntuales excepciones, algo así como una amnistía de la que se beneficiarían los alfaquíes y sus familias. Todos los demás probarían la amargura de un cruel exilio.
El gran arrabal de la Secunda fue literalmente convertido en un haza, lista para sembrar patatas. El encargado de esa labor de demolición fue el comes Rabi, que ya era el brazo ejecutor de las venganzas de al-Hakam. Para esta tarea se hizo acompañar de una panda de mil mudos, de esos que gozaban matando y destruyendo cuanto encontraban. Mandó que se trasladara el gran zoco de la ciudad, y fue situado justo al lado de las murallas del Alcázar.
Aún no había terminado el mes de ramadán del año 818. Estallaba la primavera en Córdoba. Los patios de las casas se cubrían de flores multicolores. Los alrededores de la ciudad recuperaban un colorido inigualable. Era la alegre exuberancia de cualquier mes de abril en una ciudad encantada. El campo era alegría, fiesta, color, menos para los habitantes del Arrabal que habían perdido a sus mejores hombres y mujeres. Ni se sabe cuántos cayeron bajo las espadas despiadadas de los malditos mudos del palacio. Ahora tocaba el destierro. Exiliarse de la ciudad que había sido suya y que ahora tenían que olvidar.
Dicen algunos escritores antiguos que salieron de Córdoba veinte mil familias. O quizá más. O menos, qué importa. ¿Adónde fueron a parar? Como todos los exiliados del mundo salieron hacia todas partes y acabaron donde el viento los impulsó. Iban sin rumbo fijo, «unos cayendo, otros levantándose, unos llorando, otros rezando, que daba pena de los ver».[24]
Repito. ¿Adónde fueron a parar estos cordobeses?
Unos pocos intentaron lo más fácil, que era irse a Toledo, donde esperaban encontrar consuelo en gentes que odiaban a al-Hakam tanto como ellos. Pero el peligro estaba ahí al lado. Lo entendieron porque, cuando pasaban por las ciudades y aldeas, eran acosados, robados por gentes miserables que sabían que así se congraciaban con el emir. Enseguida decidieron poner más tierra por medio e irse con las tribus bereberes del norte de África.
Una parte muy importante de cordobeses marchó a tierras del Magreb. Las tribus rifeñas los acogieron como tantas otras veces ha ocurrido a través de la historia. Además, hacía muy poco tiempo que se había fundado la ciudad de Fez y el rey Idris estaba buscando gentes que quisieran establecerse en ella de forma permanente.[25]
Menos mal que alguien les daba la bienvenida. Algo de luz se hacía ante su futuro bastante negro. Unos llamaron a otros y muchos habitantes del Arrabal tomaron posesión de un barrio que llevará para siempre su nombre. Se llamará Ciudad de los Andaluces o Madinat al-Andalusiyyin. Se integraron en ella pronto. Hasta allí llevaron su cultura, sus maneras de cultivar la tierra, de construir casas, o de hacer con sus manos maravillas que serán la admiración de siglos futuros. Pero su nostalgia los va a acompañar aunque hayan muerto. Ya para siempre añorarán su ciudad, su barrio, el aire único, inmenso, de una ciudad inolvidable que habían dejado atrás. Y es que atrás se quedó nada menos que Córdoba.
Otros fueron más valientes. O quizá tenían más miedo, o probablemente más asco al emir y por eso marcharon muy, muy lejos. Alguno tuvo una idea calenturienta, que hizo fortuna y todos se pusieron a trabajar febrilmente para llevarla a la práctica. Los bajeles eran navíos pequeños pero seguros si estaban guiados por expertos marineros. En el Arrabal había muchos hombres que entendían de barcos y de velas y de vientos y de mareas y sabían manejar astrolabios, aparatos para guiarse en el mar mirando las estrellas. Si se trataba de olvidar Córdoba, habría que ir al otro lado del mar.
Se pusieron a trabajar, hombres, mujeres, niños, calafates expertos en ensamblar las maderas para fabricar barcos y artesanos para tejer velas que pudieran recoger los vientos veloces. Seguramente bajaron río abajo, o quizá, más prudentes, hicieron a pie el camino hasta un mar más tranquilo, más nuestro, el que une las tierras de Oriente con las de Occidente. Las lágrimas de la nostalgia se iban remansando en sus rostros conforme se alejaban de su ciudad. Al llegar al mar, se hicieron más limpias, más serenas, como las aguas que tenían delante.
Y un día se hicieron a la mar. Al poco tiempo no veían más que el cielo y el agua. Sus frágiles barcos jugaban con las crestas de las olas y su añoranza subía y bajaba como si fuera un capricho más, esta vez de un mar bravío. Pasados muchos días, los bajeles echaron las pesadas anclas en la vieja ciudad de Alejandría.
La odisea de estos cordobeses es digna de ser conocida. En esas tierras lejanas de Egipto consiguieron formar una especie de república independiente que les duró algo así como diez años, hasta que los gobernadores de los califas abasíes los obligaron a huir de nuevo, buscando otra vez un lugar donde revivir sus sueños cordobeses.
Son expulsados de Alejandría y de nuevo se hacen a la mar, buscando tierras bizantinas en la lejana isla de Creta. Hasta se buscaron un nuevo líder, natural de algún pueblo del Valle de los Pedroches. Pues se hicieron dueños de la isla, mandaron en ella por más de cincuenta años, siendo el terror de los navegantes que se atrevían a acercarse a sus costas. Ya veis. Cordobeses en Fez, en Alejandría, en Creta, en todas partes.
Volvamos a Córdoba. Al-Hakam ya era conocido como al-Rabadí, el del Arrabal. Llevará para siempre ese mote y esa infamia. Su carácter ha cambiado. Quedó atrás aquel emir extrovertido, culto, a veces guasón, amante de la música, de la buena vida, de la caza, de las mujeres y del vino. Ya es un hombre desconfiado, misántropo, que da la apariencia de sentir remordimiento por todos los asesinatos que ha cometido. Algo le ha hecho perder la salud. Ya no sale a cazar como antaño, ni se asoma a los adarves de las murallas de su palacio para ver a la gente. Permanece siempre solo, encerrado, con la única compañía de sus milicias de mudos que protegen su desconfianza. Vive en perpetua alerta. De vez en cuando transmite sus temores al comes Rabi, el cristiano al que más han odiado los cordobeses. Su única preocupación es que continúe unido su reino.
Han pasado cuatro años desde los sucesos del Arrabal. Es la primavera del 206, el 822 para los cristianos. Las revueltas interiores han desaparecido. Hay calma en las fronteras. Es el momento de pensar en el futuro de la dinastía antes de que se produzcan discrepancias tras su muerte. Es el momento de designar al heredero del trono.
Su hijo ‘Abd ar-Rahmān era un joven inteligente, valiente, le había acompañado en muchas batallas porque era su preferido. Era su primogénito, hijo de una esclava llamada Halawah. Había nacido en Toledo en una de las estancias de al-Hakam en esa ciudad. Vivió desde su niñez en el Alcázar, junto a su padre, que cuidó con esmero su educación, ya que le puso maestros que le enseñaran la lengua árabe, las humanidades y las ciencias de la época. Desde muy joven tenía sus propios criterios científicos y humanísticos. Cuando al-Hakam vio acercarse su fin, le hizo venir, vivir en el Alcázar sin separarse de él ni un instante y le entregó el sello para que se ocupara de todos los asuntos del reino.
Convocó a todos los nobles, desde el chambelán hasta el último gobernador, a los cadíes y alfaquíes de al-Ándalus, al pueblo, y ante todos lo designó como heredero y sucesor en el emirato de España. A continuación, todos pasaron ante él para rendirle obediencia y sumisión, tras lo cual se pronunciaron las oraciones en todas las mezquitas.
¿Qué le quedaba por hacer al cruel al-Hakam? ¿Tal vez congraciarse con los alfaquíes, con el pueblo, hacerles olvidar todo lo pasado? Sí. Eso estaba muy bien, pero ¿cómo hacerlo? ¿Tal vez regalando a las gentes alguna pequeña parte de su inmenso tesoro? ¿Quizá acercándose a ellos con piedad, con la dulzura que nunca tuvo?
Pues se le ocurrió otra faena de inmensa crueldad. ¿No había sido el comes Rabi, jefe de la comunidad cristiana de Córdoba su amigo y confidente? ¿No es verdad que todos lo odiaban porque era el encargado de ejecutar las órdenes más crueles que le dictaba el emir?
Un día, pensando que con ello daba gusto al populacho en Córdoba, ordenó a su hijo ‘Abd ar-Rahmān que lo mandara crucificar, para no variar, boca abajo, y ser clavada su cruz en un lugar que todos lo vieran en las orillas del Guadalquivir.
La tortura del comes Rabi y su posterior crucifixión fue una especie de festejo en Córdoba. Estaban todos allí, contemplando el espectáculo, contentos al ver la crueldad del emir ensañarse en la persona que más daño les había hecho después del propio al-Hakam. Más de uno pensaría que hubiera sido un gustazo que lo crucificaran a él a continuación.
Pero ya no valía la pena. Al-Hakam iba a morir. El emir falleció en su cama entre las oraciones del mediodía y de la tarde, cuando faltaban siete días para que terminara el mes de mayo del año 206. Su hijo rezó por él, falta le hacía, y fue enterrado en el sepulcro real dentro del Alcázar, en un lugar conocido como la Rauda, un jardín precioso que le sirvió de sepulcro.