CAPÍTULO 3
OTROS GOBERNADORES
Desde la muerte del gobernador ‘Abd al-Aziz hasta la llegada a España de ‘Abd ar-Rahmān I van a pasar cuarenta años. Los gobernadores durarán poco tiempo en el mando. Algunos apenas unos meses. Habrá nuevas conquistas, pero la mayor parte del tiempo la vida en España estará fuertemente influenciada por la situación del califato de Damasco. Nuestros paisanos españoles van a contemplar, y a sufrir, luchas épicas entre árabes y entre éstos y los bereberes africanos. Es necesario que os las cuente para que tengáis una visión lo más completa posible de esa parte de nuestra historia.
Esta serie de gobernadores fueron, en algunos casos, simplemente delegados del gobernador de Kairuán, en Ifriqiya. Su misión fue la de consolidar la conquista y conseguir, si es que podían, la pacificación de España. Se trataba ahora de obtener la sumisión de las pocas regiones que no habían sido conquistadas y hacer alguna incursión más allá del Pirineo. Y, cosa importante, consolidar un sistema recaudatorio de impuestos, que asegurara a los conquistadores el mayor bienestar posible y, como segundo objetivo, enviar dinero al lejano califa de Damasco. Digo que este era el segundo objetivo porque aunque originariamente era el más importante, Damasco estaba demasiado lejos y España era un bocado muy apetecible para los nuevos conquistadores, que decidieron que lo primero es lo primero, y lo que sobre, ya se enviará a la lejana metrópoli.
A ‘Abd al-Aziz le sucedió un sobrino de Musa llamado Ayub, que fue gobernador durante seis meses. Un mando efímero. El gobernador de Kairuán no se debía fiar mucho de él porque le mandó enseguida un sustituto algo más definitivo. Se llamaba el elegido Al-Hurr y llegó a España acompañado de cuatrocientos nobles tunecinos, sin duda con el objetivo de ir adoctrinando y de paso metiendo en vereda a los levantiscos andalusíes.
De todas maneras, su mandato tampoco fue demasiado duradero, aunque tomó alguna decisión que va a conformar para siempre el futuro de la España musulmana. La sede del gobierno estaba entonces en Sevilla y Al-Hurr debió pensar que Córdoba era un lugar más adecuado para sus propósitos. El Guadalquivir, el Río Grande, era y es navegable hasta Sevilla, lo que representaba un peligro importante. Por ahí podían llegarle invasiones, piratas, gentes en fin indeseadas que pusieran en peligro su sede. Por otra parte, Córdoba estaba más cerca de los lugares de conquista, de las fronteras que debía defender y en lo posible ampliar.
Y otra cosa de no poca importancia. A estas alturas la invasión no les había calentado demasiado el bolsillo y era el momento de que así fuera. Sevilla no les ofrecía la posibilidad de apropiarse de los bienes de los nobles godos porque de allí eran los hijos y sucesores de Witiza, que se convirtieron a la nueva religión y gracias a eso conservaron casas, fincas, bienes y prerrogativas. Allí no tenían futuro económico nuestros gobernadores. Córdoba era diferente. Los antiguos nobles, herederos del derrotado Rodrigo, seguían fieles a su antigua fe y, por tanto, eran un objetivo clarísimo para hacer una requisa general y obtener el consiguiente enriquecimiento. Así que nuestro Al-Hurr cargó sus bártulos en una buena recua de borricos, mulas y carretas y se dirigió con el puesto de mando a Córdoba.
No le dio tiempo a mucho más porque en las fiestas de ramadán del año 100, que eran entre marzo y abril de nuestro 719, fue sustituido por otro gobernador llamado Al-Samh al-Jawlaní.
El califa de Damasco se puso a meditar seriamente en las expediciones que habían llevado a sus hombres a la otra orilla del mar Mediterráneo. Y bien pensado, no estaba muy conforme con la manera en que iban las cosas en España. No le reportaban los dividendos que esperaba y se podría decir que se sentía bastante preocupado por una conquista tan lejana y tan desconocida. Más que miedo, sintió la picazón de la responsabilidad por haber dejado a sus hombres en un peligro tan evidente. En vista de ello, dio al nuevo gobernador consignas precisas para estudiar la mejor manera de consolidar esas conquistas y, en caso de que eso fuera poco menos que imposible, hacer que sus hombres volvieran a sus bases de Ifriqiya.
Había dos cosas que le preocupaban y necesitaba una respuesta precisa. ¿Cómo era la configuración geográfica de la Península? Le habían hablado de montañas altísimas, de cordilleras sin fin, de barrancos increíbles que abrazaban tierras fértiles y bellas como el mismo paraíso que describiera el Profeta en el Libro Sagrado. ¿Era eso realmente así? ¿Era verdad lo que le habían contado los viajeros que llegaron hasta ese Occidente, tan lejano a Damasco?
Para consolidar su imperio necesitaba unas comunicaciones fáciles y lo más estables posibles, si no directamente con Damasco, al menos con Ifriqiya. ¿Podrían establecerse rutas marítimas que aseguraran comunicaciones fiables? ¿Eran posibles comunicaciones terrestres, atravesando ríos, desiertos, naciones pobladas, unas veces por amigos y otras por encarnizados enemigos? ¿Y los españoles? Le habían dicho que eran feroces y orgullosos guerreros que habían hecho frente con éxito a infinidad de enemigos.
¿No era mejor, simple y llanamente, abandonar España? El califa en verdad se estaba planteando que la única postura realista sería sencillamente que sus hombres salieran de España, se volvieran a Ifriqiya y desde allí a Damasco. Una conquista tan lejana era una locura, imposible de mantener durante un cierto tiempo.
Y en caso de retroceder, de proceder a evacuar a sus hombres, ¿cómo hacerlo? ¿Por mar? ¿Por tierra? Esto era también poco menos que imposible. Musa había venido a España con una masa heterogénea de orgullosos árabes, unos qaisíes y otros kalbíes, a los que se habían unido infinidad de africanos recién convertidos al Islam. ¿Cómo hacerlos volver sí se profesaban entre ellos un odio feroz? ¿Haría regresar también a los africanos? ¿Volverían juntos qaisíes y kalbíes? El desastre que se presagiaba en esas expediciones de evacuación era peor que una eventual derrota a manos de los godos españoles.
Permanecer en España era la única decisión sensata, por ahora. Esperar y ver. ¿Y mientras?
Mientras esperaban para ver qué tal iban las cosas…, lo mejor era dedicarse a embellecer Córdoba, a hacerla más grande. Tal vez, con el tiempo, podrían conseguir que fuera una de las mejores ciudades del mundo. ¿Ponemos manos a la obra?
Porque con la llegada de los gobernadores, Córdoba había crecido muchísimo. Ya se sabe cuánto arrastra una corte aunque sea pequeña, cuántos servidores del nuevo Estado se instalan en esa ciudad y cómo va haciéndose grande por días. Había que hacer muchas cosas y lo primero era fortalecer las vías de comunicación, lo que hoy llamaríamos estructuras de una gran ciudad.
El viejísimo puente romano tendido sobre el Guadalquivir estaba bastante deteriorado. Formaba parte de la calzada Augusta romana. El tiempo, y las grandes avenidas, hacen estragos en las mejores obras de los hombres y ya no era una segura vía de comunicación entre las dos orillas. Era urgente restaurarlo para que volviera a su antiguo esplendor y fuera útil para los cordobeses. El gobernador pidió permiso al califa para acometer esta obra tan importante, y cuando lo obtuvo puso manos a la obra. Será la primera construcción que los musulmanes realicen en España y no va a ser la última. ¡Quién sabe cuántas maravillas harán estos en nuestra tierra! Porque son capaces, tienen sentido de la construcción y seguramente nos dejarán obras que deslumbren a generaciones futuras.
La segunda obra que van a acometer en Córdoba será instalar a los gobernadores dentro de la propia medina, junto al puente romano, en un edificio llamado Balat al-Hurr, que tomó su nombre del gobernador que tuvo la feliz idea de hacer de esta ciudad la capital de un enorme imperio. Más adelante estará en ese edificio la llamada Casa de Rehenes, entre la mezquita y el río.
Luego, se ocupó de Córdoba. Hizo habitable el arrabal de la Secunda, instalando en él un gran zoco; arregló los alrededores, y construyó un cementerio en la margen izquierda del río. Por cierto que a la Secunda se fueron a vivir muchos cristianos.
Y vuelta al tema económico. Seguían sin sacarle a la conquista el partido que sería de esperar. Decía el viejo califa ‘Umar que para dominar una provincia, era absolutamente necesario contar con un buen gobernador, con un buen juez, con un eficaz responsable del Tesoro Público y con un califa decente, que casualmente era él.
Pero, claro, ¿qué Tesoro Público iba a haber en al-Ándalus si no existía un censo de contribuyentes, que es la base de un eficaz sistema recaudatorio? Como se entendió que esa tarea era urgente, así se hizo y cada cristiano adulto, varón, debía censarse en su pueblo y no moverse de allí ni a sol ni a sombra. ¡Impuesto de capitación al canto! A tanto por cabeza. Ya se encargarían ellos de poner eficaces recaudadores que consiguieran aumentar el bolsillo del califa, el del gobernador, y de paso el suyo propio. Los pobres cristianos, encima, ni podían salir a darse un garbeo o a buscarse la vida por otros pueblos de los alrededores, o no tanto.
Como era de prever, poco a poco los invasores se iban apropiando de casas, fincas y demás bienes de los invadidos que no habían abrazado la nueva religión. Los indígenas eran machacados mientras que los invasores literalmente se forraban. Algunos árabes llegaron a amasar fortunas inmensas.
Y guerras. Muchas batallas en el norte y en todas partes. En una de ellas, en Francia, hacia el año 721, murió el gobernador.
A este gobernador le siguieron seis, de los que apenas se recuerda nada notable, y eso hasta el año 732.
Voy ahora a referirme a tres hechos bastante concatenados, que tuvieron mucha importancia: unas revueltas generalizadas contra el califa de Damasco, la rebelión de los bereberes del norte de África y la venida a España desde la lejana Siria de ejércitos muy bien estructurados, para intentar poner orden en nuestro país, que por supuesto consiguieron pero sólo en parte.
La verdad es que no sé cómo el califa de Damasco aguantó, con revueltas por el norte, rebeliones por el sur, por el este y el oeste. Algunos escritores antiguos dicen de él que al principio de su reinado fue bastante buena persona pero con el tiempo se convirtió en un tirano ambicioso de mucho cuidado.
No dudo que fuera un ambicioso e impenitente esquilmador de los bolsillos de sus súbditos. Quizá lo fuera. Pero decidme qué economía puede mantener simultáneamente ejércitos en Egipto, en Irán, en Afganistán, en el Cáucaso, en el Punyab, hasta en la lejana España de sus desvelos. ¿Quién pagaba todo eso? ¿Qué economía aguantaba tamaño despliegue de efectivos militares? Es natural que se rebelaran contra él, pero seguro que no fue por el dinero que pudiera meterse en el bolsillo, sino más bien porque no había quien aguantara un Estado en guerra por todas sus inmensas fronteras. Y como es natural, ese permanente estado de guerra en la lejana metrópoli, alejaba España de Damasco más de lo que ya estaba.
En estos años va a estallar la primera gran guerra entre musulmanes en España y de éstos contra el califa de Damasco. No será la última. Con el discurrir del tiempo os contaré muchas más. A veces da la impresión de que tienen muy metido dentro el demonio del odio entre ellos, que les hará un daño infinito. Os hablo ahora de la primera revuelta de los bereberes africanos.
Os dije que los primeros invasores de España fueron bereberes y que hasta la tercera expedición, la de Musa, no vino un considerable número de árabes, unos qaisíes y otros kalbíes. Decíamos entonces que, junto a los invasores, pasaron el Estrecho muchos norteafricanos de a pie, no soldados, que jamás volvieron a su tierra. La vida allí era muy precaria y fueron entrando en emigraciones incontroladas pero persistentes. Aquí se casaban, muchas veces con mujeres españolas, y a vivir en una tierra que los encandilaba por su belleza y por las perspectivas de bienestar que les ofrecía. Y no se puede decir que tuvieran mala acogida. Los gobernadores eran todos árabes, es verdad, pero no estaban por favorecer la emigración de árabes a la Península. No se podían ver los unos a otros, así que debieron pensar que mejor tratarse con bereberes, que al fin y al cabo se reconocían inferiores.
Naturalmente estos bereberes, al pasar el Estrecho, se habían traído su carácter y su forma de ser. Eran orgullosos, turbulentos, independientes, no soportaban la opresión de los árabes y no los podían ver ni en pintura. Vivían completamente apartados unos de otros y raramente se hablaban si no era para dar o recibir órdenes. Más que odiarse, se despreciaban profundamente. Unos eran la aristocracia y otros el pueblo bajo. Unos eran descendientes del Profeta, y por tanto con derecho a todo, y otros simplemente debían obedecer, hacer la guerra, trabajar, y punto. Como podéis comprender, el conflicto estaba servido.
Cuando las cosas están así suele aparecer un ideólogo o un profeta que quiere arreglarlo todo y termina por ponerlo peor que estaba. A algún loco de atar se le ocurrió desarrollar una doctrina, a la que llamaron jarichismo, que pretendía poner los puntos sobre las íes. Aquello era una especia de cisma venido de Oriente, pero que a los de acá vino como anillo al dedo. Predicaban un fanatismo alucinante y la igualdad de todos los musulmanes, independientemente de que fueran árabes o bereberes, descendientes directos del Profeta o del arrebato de una concubina del Atlas con un tuareg cualquiera. Todos podían ser jefes máximos de los musulmanes.
Esta doctrina llegó al norte de África y a España en el momento justo, porque los bereberes estaban sencillamente hartos de los árabes. No se les pasaba por la cabeza abandonar su religión y no estaban dispuestos a aceptar el viejo catecismo musulmán, que les imponía obedecer a una aristocracia religiosa, a la que odiaban con todas sus fuerzas.
Y, claro, los odios siempre son de ida y vuelta. Si queréis saber si una persona os odia, va a ser muy fácil averiguarlo aunque vuestro oponente lo disimule. Os basta con haceros la pregunta a la inversa: ¿Vosotros lo odiáis a él? Con esto quiero decir que los árabes estaban hasta el gorro de los bereberes y deseaban encontrar una buena ocasión para darles un escarmiento. En estas estaban cuando se dieron las circunstancias para que se organizara un buen lío. Os cuento:
Había en Egipto e Ifriqiya un gobernador árabe qaisí llamado Ubayd ibn al-Habbab, que odiaba a los africanos más aún que a sus hermanos de tribu, que ya es decir. Era una especie de patrón todopoderoso, dueño de cuanto sucediera en África y en España, porque tenía plenos poderes del califa de Damasco. Evidentemente, lo primero que hizo fue nombrar personal de su cuerda para el gobierno de todas las provincias bajo su jurisdicción, entre las que se encontraba al-Ándalus.
Existía entonces aquí un gobernador llamado ‘Abd al-Malik al-Fihrí, que gobernó España hasta el año 734, cuando el de Ifriqiya encontró uno mejor, que se llamaba al-Salulí. Pues éste vino acá con instrucciones precisas de fastidiar a los bereberes, idénticas a las que tenía su colega tunecino.
Las cosas se pusieron muy mal en Tánger y en Sus para nuestros bereberes. Como en tantos casos que hemos visto en la vida, cuando algún gobernador da instrucciones a sus subalternos de hacer la vida imposible a este o a aquel colectivo, los jefecillos de turno se divierten aumentando los padecimientos que les ha tocado aplicar. Los obligaron a cosas que eran inimaginables entre musulmanes, como pagar los impuestos que correspondían a los infieles, hacer los trabajos más viles, incluso les exigían que entregaran sus hijas para el harén del califa o para lo que nos podemos imaginar sin tener que llevarlas tan lejos.
Estas humillaciones, y muchas más que me ahorro contaros, hicieron su efecto en los orgullosos bereberes y estalló una auténtica guerra civil. Aprovechando que algunos adláteres del gobernador se habían marchado a Sicilia a hacer otra guerra, se alzaron en armas, e inmediatamente siguieron tras ellos todos los que estaban hartos de la opresión de aquellos asquerosos aristócratas. Se unieron las diferentes tribus, cosa por otra parte impensable, y nombraron jefe de la insurrección a uno de ellos llamado Maisara, al que inmediatamente pusieron un mote que le venía como anillo al dedo. A partir de entonces todos le llamaron el Vil, porque era de esa clase de gente él mismo, y de esa casta sus antepasados.
Cuando el gobernador de Ifriqiya se enteró de que los insurrectos se habían apoderado de Tánger, mandó al gobernador de España para que pasara el Estrecho hacia el sur y liberara la ciudad.
Los cuerpos de ejército árabes fueron pasando el Estrecho y uno tras otro iban cayendo derrotados a manos de los bereberes. Así, la rebelión que tuvo su origen en el Magreb pasó enseguida a España. El odio entre ellos era el mismo al norte y al sur del Estrecho y en la mente de todos los bereberes ya había un único y fundamental pensamiento: mandar a los árabes lo más lejos posible. Porque resulta que las mejores tierras de España las habían poblado los árabes, dejando a sus hermanos africanos las más montañosas, amén de muchas otras vejaciones y desprecios que los habían puesto al borde de un estallido que acababa de producirse en el Magreb. España entera se levantó en una revuelta contra los árabes, empezando por el norte y terminando por las ricas tierras del sur. Les bastó oler cercana la victoria para alzarse en armas, y eso en todas las ciudades de España. Evidentemente, los árabes tuvieron que huir ante una acometida tan brutal y decidieron hacerse fuertes en Córdoba, donde también fueron derrotados.
Las noticias volaban de una a otra parte del mundo y llegaron enseguida a Damasco. Un buen día, el califa recibió dos mensajes a la vez, uno de al-Ándalus y otro de Ifriqiya. Contenían un llamamiento idéntico: los bereberes atacaban a los árabes al mismo tiempo en el Magreb y en España. Era imposible hacerles frente. Vencían al norte y al sur del Estrecho. Querían aniquilarlos y a fe que si no recibían ayuda urgente, los malditos africanos lo iban a conseguir porque los quintuplicaban en número.
Hixem estalló de ira. Sentía su orgullo de árabe herido por una chusma que no valía para limpiarle las babuchas. Reunió a su corte y ante todos expresó a gritos sus sentimientos con estas palabras:
—¡Por Alá! Voy a hacerles probar la cólera de un árabe. Voy a enviar contra ellos una fuerza expedicionaria tan enorme que la cabeza habrá llegado a su destino antes de que los últimos hayan salido de aquí.
Enseguida se reunió un formidable cuerpo expedicionario. Lo componían treinta mil hombres, de los que doce mil eran sirios, mandados por Balch, el mejor general del califa.
El camino hasta el Magreb lo hicieron a marchas forzadas. Así, más cansadas que otra cosa, llegaron al norte de Marruecos a finales de octubre del año 741 (123 de los musulmanes). Allí los estaban esperando los bereberes y los cazaron como si fueran conejos. Estaban exhaustos por un camino tan largo y no les quedaban demasiadas fuerzas, por lo que fueron estrepitosamente derrotados en las orillas del río Sebú.
La desbandada fue general y únicamente quedó entera la vanguardia, que estaba mandada por Balch, un árabe qaisí, orgulloso de su poder y su ascendencia. También fue perseguida por los bereberes, menos mal que consiguieron refugiarse en Ceuta, que bien pensado era una cárcel para ellos, pero al menos habían salvado la piel, por el momento. Las tropas a su mando eran unos siete mil jinetes sirios, divididos en grupos según su procedencia. Unos eran de Palestina, otros de Damasco, del Jordán, de Egipto, Emesa, y Qinnasrin. Miraron a un lado y a otro y comprendieron que la única ayuda que podía venirles era de los árabes de al-Ándalus.
En España mandaba un gobernador llamado Ibn Qatán, que era yemenita. Mala cosa. ¿Cómo iba un qaisí a pedir ayuda a un yemenita? Tenía que verse en las últimas para hacerlo, y eso precisamente fue lo que sucedió. Balch estaba sitiado, encerrado en un bellísimo presidio que se llamaba Ceuta y aunque le costaba un mundo hacerlo, pidió ayuda a su odiado hermano, el gobernador de al-Ándalus, que por supuesto, sacó el orgullo de tribu y decidió, en un principio, que Balch y los suyos se pudrieran en Ceuta, que eso era lo que le pedía el cuerpo. El apuro por que pasaban los sirios lo ponía contentísimo, así que se cerró en banda a cualquier tipo de ayuda a los odiados qaisíes.
Pasaron los días, los meses y el vejestorio Qatán se acordó de aquello de ayúdame y te ayudaré. Él, en su palacio de Córdoba, bien pensado, estaba tan rodeado de enemigos y tan indefenso como Balch en Ceuta. Al fin y al cabo, la caballería siria era la caballería siria, una fuerza formidable, que ya estaba descansada, con ganas de hacer morder el polvo a los desgraciados bereberes.
Y los conocían bien. Seguro que lo conseguirían. Le dolía en el alma pedirles auxilio pero lo haría. Tomaría sus precauciones. Se garantizaría con rehenes que cuando los sirios expulsaran a los bereberes, volverían a África por donde habían venido. Pero no tenía más remedio que llamar a Balch y a sus chunds, si es que quería librarse de los desgraciados africanos que estaban a punto de echarlo de España. Las urgencias hacen amigos hasta en el infierno.
Balch y sus jinetes atravesaron por fin el Estrecho y la emprendieron contra los africanos. La lucha ya no tenía color. Aquello era una pelea entre dos animales uno fuerte, los sirios, y otro débil y mal preparado. Los bereberes se dividieron en tres columnas y las dirigieron una hacia Medina Sidonia, otra para Córdoba y otra a Toledo. Las tres fueron destrozadas y Balch se encontró de buenas a primeras con que era el hombre más fuerte y más adinerado de España, porque ya se sabe que los vencedores suelen hacerse ricos apenas consiguen que los vencidos cierren el pico.
Qatán no pudo respirar tranquilo por la derrota de sus odiados enemigos porque sabía que Balch lo era también. Distinto si se quiere, pero sabía perfectamente que si lo no echaba pronto de España, los que mandarían aquí, en adelante, serían los árabes qaisíes y él, un yemenita, iba a quedar arrinconado. Sin saborear la victoria se aplicó a hacer cumplir a Balch y a los sirios la promesa de marcharse de España, cuanto más pronto mejor.
¿Y qué pasó? Pues pasó lo que tenía que pasar. Balch, como era previsible, se hizo el amo de Córdoba, echó a Qatán de su palacio y se instaló en él como dueño y señor de al-Ándalus. ¿Qué hizo con su predecesor? Pues lo normal. A pesar de que era lo que se dice un anciano bastante decrépito, lo mandó ajusticiar.
¿Y qué pasó después? Pues que los qaisíes tomaron el mando e inmediatamente se produjo la reacción del bando contrario, porque se organizaron los yemenitas y apenas pudieron apuñalaron a Balch, que el pobre no pudo saborear demasiado tiempo las mieles del triunfo. Continuaron mandando los de su bando pero él se fue con Alá, bendito de Dios.
Ahí no para la cosa. En éstas llega a al-Ándalus otro gobernador, que era kalbí, y se dio cuenta de que si mantenía en Córdoba a los chunds sirios no iban a parar las disensiones y las peleas. Le pedía el cuerpo pura y simplemente echarlos de España pero comprendió que eso iba a liar más las cosas de lo que ya estaban. Tomó una decisión intermedia. Puesto que estos chunds pertenecían a diferentes regiones, los distribuiría por acá y por allá según sus lugares de origen. Así mantenían la piel pero separaba a unos de otros, les daba buenas tierras donde vivir, a ver si se olvidaban de hacer la guerra y lo dejaban en paz.
Dicho y hecho. A los que procedían de Damasco les dio la ciudad y provincia de Elvira, con sus tierras riquísimas. Seguramente fueron ellos los que trajeron a esas preciosas vegas algunas de sus antiguas tradiciones, o quizá enseñaron a cultivar el árbol de la morera y la hicieron rica en tejidos de seda que serían mejores que los de Oriente. Y frutas exquisitas por su sabor, como caquis y otras.
A los chunds que procedían del Jordán los envió a Regio, la capital de una provincia bañada por un mar único, en cuya ribera se asienta una ciudad a los que los fenicios llamaron Malaca. A los de Palestina les dio las tierras de Sidona, a la que enseguida cambiarán el nombre por el de Medina Sidonia. A los que venían de Emesa los envió a las incomparables tierras y ciudades de Sevilla y Niebla. Los de Qinnasrin marcharon a Jaén, una vieja ciudad arropada por un mar verde tierra adentro. Y por fin, a los de Egipto, que eran mayoría, a unos les dio las tierras de la Garbía portuguesa y a otros los envió a la Axarquía, al lejano distrito de Tudmir, de donde había ya desaparecido el godo Teodomiro.
De paso, ¡qué bien!, ya contaban con recaudadores de impuestos, solventes, expeditivos y distribuidos por todo el territorio, para tener asentadas las cuatro patas en que se fundamenta el dominio de una provincia, según decía el califa Umar.
Así, separados para que hagan el menor daño posible, consiguió que estos chunds abandonaran sus ansias de guerra y se aplicaran a lo antes dicho y a llevar a sus nuevas tierras las técnicas y cultivos que habían hecho de sus lugares de procedencia únicos en el mundo. ¿De dónde, si no, aprendieron los granadinos a cultivar la morera, el frágil gusano que produce la seda, a hilarla, a tintarla, a tejerla hasta conseguir que con ella se vistan los reyes más poderosos de la tierra?
Y éstos, ¿no se marcharon a sus casas, donde seguramente les esperaban sus múltiples esposas e hijos? Los soldados expedicionarios de cualquier país están deseando volver a su tierra. ¿Por qué no ocurrió lo mismo con los sirios de Balch?
El califato iba de mal en peor. Allí no eran dueños de sus tierras y aquí, tal y como pintaban las cosas, seguramente lo iban a ser. Por eso, cuando los árabes baladíes, los que llegaron en las primeras oleadas, les pidieron que volvieran por donde habían venido, ellos, con bastante buen sentido, decidieron que de irse, nada de nada.
Al asentarse aquí, como ejército y al par como recaudadores de impuestos, comenzaron a recibir un tercio de todo lo que pagaban los cristianos al fisco. Ellos, por supuesto, no tenían que pagar nada.
Nos trajeron, lo he dicho, muchas cosas buenas y algunas malas. Al llegar a sus ciudades de adopción se encontraron con que casi nadie era musulmán y por todas partes había iglesias cristianas, unas sencillas y otras preciosas. Pues éstos, en lugar de edificar mezquitas para sus propios rezos, copiaron a los musulmanes de Damasco o de Emesa y tiraron por la calle de en medio, quitando a los cristianos la mitad de sus catedrales o sus iglesias para convertirlas en mezquitas musulmanas. Esto hirió profundamente a los cristianos pero, qué remedio, eran los nuevos dueños. Con el tiempo, ya lo veréis, les van a quitar las otras mitades para quedarse con los edificios enteros.
¡Vaya lío! ¡Vaya convivencia! Los árabes del norte contra los del sur, ambos contra los africanos, ni se unían para nada, ni se soportaban y lo único que les apetecía realmente era destrozarse unos a otros. Esto en el bando de los musulmanes.
¿Los demás habitantes de España?
Los judíos eran ya multitud. Si en la dominación romana llegaron a España a millares, ahora, con un dominio musulmán, volvían y volvían a venir de todas partes, convencidos de que esta era en realidad su Tierra Prometida. Sefarad, así llamaban a España, era su paraíso, su sueño, un lugar en el que echar raíces y permanecer.
¿Quedaban cristianos? Pues sí, quedaban cristianos, pero cada vez menos. Hablaremos mucho en adelante de los mozárabes, que de ser inicialmente mayoría iban poco a poco disminuyendo en número. Quedaban muchos españoles que habían renegado de su religión por no pagar los impuestos, pero que en el fondo se sentían mal por haber vuelto las espaldas a su fe y a sus tradiciones. Se consideraban a sí mismos renegados y este sentimiento les dejaba un poso de amargura porque eran traidores, y encima sin posibilidad de vuelta atrás.
España era una pura esquizofrenia. Todos eran a la par leales y miserables, cultos e incultos…, un desastre para nuestra tierra.
A estas alturas España entera estaba invadida por los guerreros musulmanes. Incluso se habían atrevido a atravesar la gran barrera montañosa que llaman los Pirineos. Advirtamos que en tiempos de los visigodos no constituían frontera entre Francia y España porque españolas eran las tierras de Languedoc y el mismo Rosellón. Lo que hoy podríamos llamar Francia, comenzaba a partir de la Septimania.
Porque no os he dicho que fue el mismo Tārik el que ordenó que se invadiera Francia. Mandados por el gobernador Al-Sam, en el año 721, consiguieron conquistar la Septimania, Barcelona, Narbona, Aviñón y llegaron hasta Lyon. Consolidaron el dominio de Narbona, Gerona y Barcelona, Carcassonne, Toulouse, etc. Y es que la Galia era otro desastre, igual que la España visigoda. Si al final se hubieran decidido, no les habría resultado demasiado difícil porque hubiera sido presa fácil para aquellos fanáticos guerreros venidos de Oriente.
Algunas crónicas antiguas afirman que Musa intentó hacer volver a sus hombres de Damasco por Europa. ¿Atacaron Francia por tener expeditos los caminos de retirada por esa parte? ¿Lo hicieron simplemente por dominar un territorio más? Me inclino por lo segundo porque éstos, ya puestos en conquistas, se ocupaban realmente poco de eventuales retiradas. En cualquier caso pienso que no continuaron la ocupación sistemática de Francia porque encontraron aquí tantas riquezas, tantas tierras increíbles, que les parecería una estupidez ocuparse de lo desconocido teniendo tanto bueno al alcance de la mano. Supongo que pensaron que harían incursiones de vez en cuando, tomarían lo que encontraran, pero lo que se dice quedarse, mudarse de casa…, nada. Ya tenían una que acababan de encontrar y conquistar.
Otro gobernador llamado ‘Abd ar-Rahmān al-Gafiqí, en el año 732, emprendió una de estas incursiones. Se fijó en el otro lado de los Pirineos y concentró el ejército en Pamplona. Atravesó el Pirineo por Roncesvalles y se dirigió a Burdeos.
Un duque de Aquitania llamado Eudes quiso pararlo pero fue derrotado muy cerca del río Garona, así que el ejército musulmán entró en Burdeos saqueando cuanto encontró y evidentemente arrasando los restos. Pero no era ese su objetivo. Habían oído decir a los monjes viajeros que en la iglesia de san Martín de Tours, junto al río Loira, había unas riquezas fabulosas. Y hacia allá se dirigieron.
Tuvieron una gran suerte entonces los francos. Contaban con un duque formidable llamado Carlos Martel, que dedicaba su vida y sus fuerzas a recomponer la unidad de la Galia francesa. Eudes, el duque de Aquitania, lo mandó llamar, indicándole el desastre evidente que iban a sufrir los cristianos si no conseguían un gran ejército, disciplinado y unido. Carlos Martel respondió a la llamada y entre los días 25 al 30 del año 732 deshizo completamente a los musulmanes. ‘Abd ar-Rahmān al-Gafiqí cayó en un lugar cercano a Poitiers, al que los musulmanes llamaron en adelante Calle de los Mártires de la Fe.
A partir de entonces, se lo pensaron dos veces antes de atravesar el Pirineo y continuar más al norte sus campañas guerreras. A decir verdad, esta derrota les hizo comprender que entre atacar por las bravas o ganarse a los indígenas, lo mejor era establecer alianzas y acuerdos con las gentes de acá. Eso les era desde luego más rentable que hacer guerras de las que podían salir esquilmados en sus recursos y con un seguro pasaporte para el Paraíso de las huríes.
¿Los españoles del norte? ¿La Reconquista? Se estaba haciendo algo, pero bien poco.
Antes de la muerte de ‘Abd al-Aziz, el hijo de Musa, el grueso de la conquista de España se había consumado y bastantes españoles habían abandonado su religión para reconocer, por puro interés económico, que Alá es el Único Dios y Mahoma su Profeta. Pocos, muy pocos fueron los visigodos que opusieron resistencia duradera al invasor. Buscaron un rincón prácticamente inaccesible, entre los Picos de Europa y el mar, y allí se hicieron fuertes. En el año 718 eligieron para rey al que les pareció más idóneo, que resultó ser el hijo de un cortesano de Egica, llamado Pelayo. Recién nombrado, bajó a un pueblo cercano a su refugio, Cangas de Onís, y estableció en él la capital de su minúsculo reino.
Cuentan algunas crónicas antiguas que, al enterarse los musulmanes de que se había producido esta rebelión en las montañas de Asturias, enviaron un ejército considerable para someter a los revoltosos. Iban al mando, fijaos qué desatino, de Don Oppas, el arzobispo de Sevilla, y algún general musulmán. Pelayo se escondió con sus nobles visigodos en unas cuevas a las que ahora llaman Covadonga y desde allí, dicen que con la ayuda de la Virgen María, consiguieron destrozar al ejército musulmán y de alguna manera hacerse dueños de ese territorio.
La verdad es que en un principio los musulmanes no hicieron demasiado caso a esa panda de revoltosos. Estaban engolosinados con sus incursiones por Zaragoza, Barcelona, Narbona y desde allí con dirigirse hacia Europa. De ahí que no tomaran en consideración a Pelayo y los suyos. Pensaron que ya les llegaría su hora. Por eso, y también a causa de que las cosas se pusieron francamente mal en España. Desde el año 749 al 754 hubo una sequía que destrozó los campos y provocó una hambruna de las que hacen época, que dejó a nuestros musulmanes más destrozados de lo que se pueda imaginar. Tanto que muchos de los que vinieron buscando mejores condiciones de vida, se volvieron a sus tierras africanas porque aquí no había un mendrugo de pan que echarse a la boca y sí muchas guerras.
Los españoles, especialmente los mozárabes, comenzaron a respirar. De una parte, los musulmanes se estaban destrozando con sus guerras entre árabes y bereberes; de otra, los pocos que quedaron, a cuenta del hambre que asolaba España, se marchaban a sus tierras de procedencia. Entre una cosa y otra, lo que más temían, que era el arraigo de los invasores en España, no se estaba produciendo, o al menos se encontraba con serias dificultades.
Todo esto dio alas a la débil monarquía cristiana que acababa de asentarse en Asturias. No olvidemos que los destacamentos de bereberes que estaban acuartelados en Galicia, en Asturias y en parte de la Lusitania, se habían dirigido a Córdoba a pelearse con los árabes o simplemente a volverse a su tierra. Eso era lo que estaban esperando los cristianos de allá para sacudirse el yugo musulmán. Se levantaron contra los pocos árabes que habían quedado y se pusieron al lado de los reyes asturianos, primero Pelayo y después Alfonso I, el primer rey que inició lo que todos llaman Reconquista de España.
En estas condiciones, no le costó mucho trabajo a Alfonso recuperar bastantes de las tierras que habían conquistado los musulmanes. Bajó de las montañas de León y de Asturias y se apoderó en primer lugar de Astorga, luego de toda Galicia y el norte de Portugal, Álava, La Rioja, León, Zamora, Salamanca, Osma, Ávila, Segovia y tierras cercanas hasta que vio que no disponía de suficientes soldados para continuar. Se ocupó de dejar una especie de tierras de nadie, a las que llamó marcas, y que delimitaban el territorio de uno y de otro bando. Ya continuaría con sus conquistas cuando las cosas se le pusieran más favorables.
Entonces, se puede decir que bastantes ciudades españolas estuvieron muy poco tiempo en manos musulmanas. Pamplona fue musulmana dos años; Salamanca treinta; León, treinta y ocho; Segovia, otro tanto. Esto independientemente de futuras expediciones más o menos duraderas, de expolios o destrucciones que más adelante os contaré. Estoy seguro de que los llamados mozárabes influyeron mucho en la vuelta de esas ciudades a poder de sus dueños.
El último de los gobernadores se llamaba Yusuf al-Fihri y duró bastante para lo que era corriente en estos casos. Fue nombrado en el año 747, de una manera realmente anormal. Los líos entre árabes y bereberes habían contribuido a que España se alejara de Siria, más de lo que ya estaba. De hecho, al-Fihri no fue designado gobernador por el califa sino mediante elección por parte de la nobleza cordobesa. Y no penséis que lo hicieron con miedo a lo que pensara el califa. Partían del convencimiento de que sus problemas no se los iban a solucionar desde Damasco, sino que debían resolverlos ellos mismos.
¿Cómo se las arregló al-Fihri para que lo eligieran a él y no a otro? ¿Cómo duró tanto, nada menos que hasta el año 756? Pues porque fue maestro en componendas. Él era qaisí y contaba con el apoyo incondicional de los sirios. La facción opuesta, la de los yemeníes, tenía por jefe a otro pardal llamado al-Sumayl. Como con buena cara todo se arregla, al-Fihri negoció todo lo que pudo con al-Sumayl, le concedió honores y competencias, le prometió que mandaría también lo suyo, firmaron su pacto y…, trato hecho. Ya tenemos a al-Fihri investido con la máxima autoridad en al-Ándalus.
La luna de miel entre los dos personajes duró el tiempo justo. Era de esperar. Nunca en la dominación de España por los musulmanes ha prosperado una paz entre clanes opuestos. Evidentemente, al poco estalló el conflicto, que probablemente acabaría con uno de ellos o quizá con los dos. Extrañamente no ocurrió así. La solución al enfrentamiento también fue pactada, lo que ya fue un triunfo. Uno de los dos, al-Sumayl, marchó a Zaragoza y el otro quedó en Córdoba. Zaragoza, como Siria, también estaba lejísimos, lo que le brindaba al desterrado la posibilidad de ser en la práctica un reyezuelo independiente, y eso era lo que querían los dos. Al-Fihri estuvo gobernando Córdoba durante bastante tiempo. Tenía clanes de sirios diseminados por todas partes, bereberes por las montañas, qaisíes y kalbíes por las vegas, pero a fin de cuentas era el mandamás de una tierra más bella de lo que nunca pudo soñar.
¿Hacemos un balance final de la invasión?
Los califas sacaron en claro honores, parabienes, laureles y poca cosa más. Ni les llegaba dinero de acá, ni podían establecer políticas de imperio, y en cualquier caso tenían tantos líos en el norte, sur, este y oeste de sus dominios que bastante hacían con ocuparse de lo de allá.
En España, llamada ahora al-Ándalus, todo eran pactos y componendas. Los árabes tomaban esposas de la aristocracia visigoda y los antiguos nobles españoles hacían idénticos tratos con los ejércitos invasores. De camino se repartían los impuestos o, en último caso, se beneficiaban de ellos. Eso les salía bastante rentable a las dos partes. Desde luego mucho mejor que andar enzarzándose en peleas en las que iban a perder la cabeza.
¿La religión? ¿Infieles? Corrían unos tiempos, no conviene olvidarlo, en que los cronistas cristianos decían que Mahoma era un profeta, un apóstol, un caudillo, que desde luego apoyaba buena parte de su doctrina en la Biblia y que manifestaba en su libro la más profunda admiración por Jesucristo y por la Virgen. Y los cristianos de verdad estaban bastante confundidos con la Trinidad, Dios Uno y Trino, sabelianismo, arrianismo, monofisitismo y otras discusiones bizantinas que los traían de cabeza. Bastantes de ellos decidieron que la religión islámica era más sencilla, desde luego más comprensible para sus molleras. Y encima, por si esto fuera poco, la religión de Mahoma aceptaba la poligamia. En la práctica era bastante más digerible para aquellos nidos cristianos tener varias mujeres que contentarse con una, de la que, además, era casi imposible separarse. ¿Es de extrañar que así las cosas decidieran hacer otro pacto, esta vez con sus creencias, y acomodarse a la nueva situación? Todo les empujaba a ello. Era la solución más obvia, desde luego la más fácil, y la acabaron adoptando los menos fuertes en su fe.