CAPÍTULO 8
MUHAMMAD I, QUINTO EMIR DE AL-ÁNDALUS
Es seguro que os estáis preguntando si ‘Abd ar-Rahmān II no se ocupó, como sus antecesores, de dejar todo atado y bien atado en asunto tan delicado como la sucesión al trono. ¿O es que se me habrá olvidado contarlo?
Pues no. Ni se me ha olvidado contarlo, ni el emir que acababa de morir había designado sucesor. El sentimiento de ‘Abd ar-Rahmān era nombrar heredero a su hijo primogénito Muhammad, al que distinguía sobre los demás porque sencillamente pensaba que era el mejor dotado para tan alta dignidad. Sin embargo, existía un clan fortísimo, opuesto a este nombramiento, que se decantaba por que el sucesor fuera ‘Abd Alla, el hijo de la favorita Tarub. Al frente de esta facción estaban la propia Tarub, por razones obvias, y el eunuco Nasr, que odiaba y era odiado por el primogénito Muhammad, con lo que presumía que apenas muriera ‘Abd ar-Rahmān no iba a tener nada que hacer en el reino. Por eso organizaron entre los dos el envenenamiento de ‘Abd ar-Rahmān, que resultó fatal para el propio Nasr.
Ya sabéis que, cuando nos vamos haciendo viejos, dejamos para mañana decisiones importantes, si éstas nos exigen un esfuerzo adicional, físico o mental, o algún tipo de violencia a la que no vemos rentabilidad a corto plazo. Y eso fue lo que le ocurrió al difunto soberano. Dejó para otro día el nombramiento de sucesor y el consiguiente juramento de fidelidad de todas las jerarquías del reino. Un buen lío con consecuencias notables, como enseguida os contaré.
Os dije que la muerte de ‘Abd ar-Rahmān se produjo mientras estaba asomado en su terraza, mirando las horcas de las que colgaban los cadáveres de los últimos cristianos que habían sido condenados a muerte. También dicen que dio orden de que fueran quemados, para evitar el trapicheo de entierros, reliquias y rezos que organizaban los cristianos para estos casos. Estando en estos menesteres, le dio algún ataque cerebral que lo dejó inconsciente, lo llevaron a su lecho y, pasadas unas horas, expiró sin recobrar la conciencia.[41] Como es natural, los dos eventuales interesados en la sucesión, Muhammad y ‘Abd Alla, andaban en sus respectivas casas, ignorantes de cuanto acababa de ocurrir en el Alcázar. Desde luego, si lo hubieran sabido, habrían corrido para aposentarse en el trono de su padre, que sabían que el primero que llegara iba a ser el emir de al-Ándalus.
Los eunucos que habían presenciado la muerte de ‘Abd ar-Rahmān, se miraron los unos a los otros, conscientes de que el reino estaba en sus manos. Se estaban jugando mucho. De entrada se ventilaba quién sería el futuro monarca, y eventualmente, si no se llevaban las cosas con prudencia, podía correr mucha sangre, entre otras la propia, porque a ver qué cara iba a poner el descartado. Como primera medida, prudencia. Lo que había que hacer era cerrar bien las puertas del Alcázar para que no se enterara ni la tierra del reciente fallecimiento hasta que todo estuviera atado y bien atado. Ya llegaría la hora de decidir.
No tardaron mucho en reunirse todos los eunucos notables de la corte, en una especie de cónclave, para ver qué determinación se tomaba o qué camino escoger. La verdad es que ni siquiera todos conocían aún el fatal desenlace, lo que hacía más tensa la reunión. Uno de los cabecillas fue el encargado de comunicar la muerte del emir a los que no lo sabían, y de ponerlos a todos en la delicada tarea que se les había venido encima sin comerlo ni beberlo. Cuando los tuvo reunidos, les dijo:
—Compañeros, acaba de suceder una cosa de vital importancia. Nuestro señor el emir ha muerto.
Para muchos fue esta la primera noticia que tuvieron, por lo que hubo de todo, especialmente gemidos, lágrimas y de ahí para arriba. Muchos de ellos gritaban con desconsuelo, otros se rasgaban las vestiduras, y bastantes acompañaban el coro de plañideros contagiados por los más exaltados. El eunuco líder intentó aplacarlos, dándoles grandes voces hasta que consiguió moderar un poco la llantina. Entonces les dijo:
—No es momento de llorar. Dejadlo para más tarde. Estos momentos son muy delicados y preciosos. Pensemos en nosotros mismos y en el interés general de todos los musulmanes. ¿A quién colocamos en el trono de ‘Abd ar-Rahmān?
Enseguida abrieron los ojos y comprendieron que estaba en sus manos el reino y la sucesión. Los dos bandos estaban cantados. La primera contestación, la más espontánea, la dieron los amigos de Tarub, que continuaba sus intrigas en palacio, como si no hubiera ocurrido el intento de envenenamiento y la muerte de Nasr. Al fin y al cabo, Muhammad no contaba con un clan que pudiera hacer sombra al de ‘Abd Alla. Los eunucos Sadún y Casim fueron los primeros en contestar:
—Preferimos a nuestro señor, al hijo de nuestra sultana Tarub. Ha sido siempre nuestra bienhechora.
Lo que no habían logrado cuando intentaron envenenar al emir, parecía que se iba a conseguir ahora, y todo porque Tarub daba a los eunucos dinero a manos llenas para tenerlos contentos. Tenía toda la pinta de que ‘Abd Alla iba a ser el próximo rey, gracias a los tejemanejes de su madre.
Pero ahora venía la segunda cuestión. ¿Qué preferían los alfaquíes, los nobles, el pueblo llano de Córdoba? Ahí estaba el problema, que era gordo. El pueblo no quería a ‘Abd Alla. Los alfaquíes, menos todavía. No se hacía respetar y sus costumbres eran las de un perfecto bellaco, siempre en danza con borracheras y juergas monumentales, que eran famosas en la ciudad y en el reino. Por supuesto que su religiosidad era menos que escasa. Y de ortodoxia, no digamos.
Había entre los eunucos uno de mucho prestigio, que había hecho la peregrinación a La Meca, llamado Mofrih. Pensó que era necesario reconducir la situación, por lo que se dirigió a los demás diciendo:
—¿Todos sois de la misma opinión?
Los concurrentes contestaron afirmativamente, y entonces les volvió a dirigir la palabra en estos términos:
—Yo tengo más motivos que vosotros para estar agradecido a la sultana Tarub. Ella se ha portado conmigo mejor que con cualquiera de los que estáis aquí presentes. Sin embargo, esto hay que pensarlo detenidamente. Si elegimos a ‘Abd Alla, no vamos a tener ningún poder en el futuro, eso por un lado. Y por otro, cuando nos vean los cordobeses por las calles nos van a maldecir, porque pudiendo elegir al mejor príncipe hemos elegido al más indigno de serlo. Vosotros conocéis a ‘Abd Alla y a la camarilla de indeseables que tiene a su alrededor. Si sube al trono, hay que tener miedo a su proceder. ¿Qué va a ser de nuestra santa religión? Os quiero decir que nos van a pedir cuentas de esta elección, no solamente el pueblo de Córdoba sino también Dios. Pensad bien lo que hacéis.
Lo que acababa de decir era irrefutable. Los murmullos se acallaron enseguida porque tenía toda la razón del mundo el bueno de Mofrih. Ni siquiera se oyó una voz discrepante porque los hechos estaban muy claros y los intereses de los eunucos eran idénticos para todos. Uno de ellos le preguntó por su candidato, a lo que el viejo contestó:
—Os propongo a Muhammad, que es un hombre piadoso y de intachables costumbres.
Alguno se atrevió a replicarle que era bastante severo y muy tacaño, que todo lo quería para sí. La contestación de Mofrih fije inmediata:
—¿Cómo va a ser generoso el que no tiene nada? Cuando reine y disponga de dinero en abundancia, vais a ver cómo nos recompensa por esta elección.
La propuesta convenció a todos, que la adoptaron como suya. Lo primero que hicieron fue jurar sobre el Libro Sagrado que Muhammad sería su emir y no otro. Sadún y Casim, los que inicialmente habían propuesto a ‘Abd Alla, pidieron disculpas a los demás y fueron los primeros en jurar que obedecerían a Muhammad. Sadún rogó a sus colegas que le permitieran ser el que anunciara al nuevo soberano la elección que acababan de hacer. Ahora se trataba de aterrizar, llevando a la práctica una propuesta que no era ni mucho menos fácil de sacar adelante.
Sadún se asomó a una de las terrazas del Alcázar y quedó impresionado. Era una de esas noches oscuras de Córdoba en que se ven todas las estrellas del firmamento y no se intuye ni siquiera el resplandor del agua del río bajando mansamente. Únicamente se oían en la lejanía los cencerros de las vacas que pastaban en los prados, las lejanas campanas de un monasterio llamando a maitines, y el leve murmullo del agua cuando se estrellaba en los recovecos que, a modo de meandros, componen su curso hacia abajo. Las gentes dormían y la ciudad estaba silenciosa, excepto alguno que otro que llamaba la atención de sus vecinos por alguna cosa sin importancia. Luego fijó sus ojos en el lugar adonde debía ir, el palacio de Muhammad, al otro lado del río. Para llegar hasta allí era necesario atravesar justamente los jardines del palacio de su hermano y rival ‘Abd Alla, que estaba en esta parte del río. Un problema. Un grave y delicado problema porque si era descubierto, su plan se iría al traste porque el primero que consiguiera ocupar el Alcázar seria el heredero y eso era una considerable ventaja para el hijo de Tarub. Pero lo haría. A fe que lo haría.
Sadún tuvo la precaución de llevarse las llaves de la Puerta del Puente. Lo primero era pasar por el palacio de ‘Abd Alla. Pudo comprobar que todo el mundo estaba despierto, pero no a causa del duelo sino por una de esas interminables juergas en que él y sus más allegados empleaban las noches. Los había visto tantas veces que sabía que estaban todos borrachos como cubas. El problema era no ser descubierto por los guardias cuando volviera acompañado del príncipe.
Al llegar al palacio de Muhammad se llevó la grata sorpresa de encontrarlo recién levantado, aseándose en el baño, por lo que ingenuamente le preguntó:
—¿Qué deseas tan temprano, amigo Sadún?
A lo que el eunuco, con gesto solemne, contestó con palabras que denotaban sumisión:
—Vengo a anunciarte que nosotros los eunucos del palacio te hemos elegido para suceder a tu padre que acaba de morir. Vengo a traerte su anillo.
Muhammad se frotó los ojos con incrédula desconfianza. ¿Estaba despierto? ¿Tal vez estaba todavía soñando? No se creía absolutamente nada de cuanto le decía el eunuco porque su padre estaba ayer fuerte como un roble y, por otra parte, Sadún era un declarado partidario de Tarub y de ‘Abd Alla, su rival en la sucesión. Por un momento le pareció ver claro de qué se trataba. Seguramente era un nuevo intento de su hermano por hacerse con el trono y ahora, en vez de matar a su padre, le tocaba el turno a él. Sí. Eso era lo que iba a pasar. De otra manera, ¿a quién se le iba a ocurrir enviar a Sadún, un enemigo suyo, con esta embajada? Su vida iba a terminar de un momento a otro a manos de un desgraciado eunuco. Haría un intento por salvar la piel. Al menos recurriría a la piedad. Con un hilo de voz dijo a su visitante:
—Sadún, teme a Dios y perdóname. Yo sé que eres enemigo mío, pero dime por qué quieres matarme. Yo estoy dispuesto a marcharme de al-Ándalus si eso es lo que deseáis. El mundo es ancho y podré vivir en algún lugar lejos de vosotros, sin crear ningún problema a mi hermano.
El eunuco se tuvo que tomar tiempo y emplear sus dotes de persuasión en convencerlo de que nada tenía que temer. Fue necesario que diera argumentos, que pronunciara juramentos, pero nada hacía que los ojos de Muhammad dejaran de mirar las manos que habrían de sacar de alguna parte una gumía para atravesarlo. Cuando al cabo de un tiempo comprobó que tal movimiento no se producía, comenzó tímidamente a confiar en las palabras de su visitante. ¿Y si era verdad que era el nuevo emir de al-Ándalus? Las palabras del eunuco sonaban ahora más convincentes que antes:
—Te ha extrañado que sea yo el enviado por los eunucos de palacio para darte esta noticia, pero es que se lo he pedido a mis compañeros. Espero que de esa manera me perdones mi proceder de antaño.
Muhammad por fin respiró. Había pasado del abatimiento a la satisfacción más plena. Dando un profundo suspiro dijo a Sadún:
—Que Dios te perdone, que yo te he perdonado. Espera un momento que llame a mi mayordomo Ibn Musa. Con él deliberaremos las medidas que es necesario tomar.
Lo que ahora importaba era llegar el primero al Alcázar. Si su hermano lo conseguía, adiós monarquía y muchas cosas más, porque debería emigrar si estimaba su vida. Y para llegar al Alcázar era absolutamente necesario atravesar el palacio de ‘Abd Alla sin que nadie sospechara lo que se ventilaba en ese momento. Si los centinelas de su hermano le veían llegar tan temprano, iban a imaginarse que algo gordo ocurría y no le dejarían pasar sin avisarle antes. Menos mal que todavía se oían los gritos ahogados de los invitados que terminaban su juerga nocturna, y eso que estaba amaneciendo. Pera había que arriesgarse si querían conseguir que Muhammad se sentara en el trono de sus padres. El mayordomo Ibn Musa les ofreció una posible solución:
—Si no arriesgamos, no vamos a conseguir nada. Voy a proponerte una cosa. Sabes, señor, que tu padre el emir, que Dios guarde, llamaba a menudo a tu hija para que le visitara en la Alcazaba. Vístete pues de mujer y te haremos pasar por tu hija. Si Dios nos ayuda, lo vamos a conseguir.
No encontraron mejor solución, así que vistieron de mujer a Muhammad y lo montaron en un caballo. Iba delante Sadún, y tras él cabalgaban Ibn Musa y la supuesta nieta de ‘Abd ar-Rahmān hasta que llegaron al palacio de su rival, en el que oían todavía las canciones finales de una juerga que no terminaba nunca. Los soldados estaban bebiendo las sobras del vino de sus señores y charlaban animadamente cuando sonó la llamada en la puerta. Uno de ellos la abrió mientras preguntaba:
—¿Quién es?
Sadún respondió fingiendo indignación:
—¡Cállate, desgraciado, y respeta a las mujeres! Es la hija de Muhammad que pasa con Sadún para estar con nuestro emir.
Menos mal que habían conseguido traspasar el palacio del rival. Ahora se trataba de que el portero les abriera la puerta del Alcázar. Fue necesario que el heredero se descubriese ante él, tras lo cual recibió su primera felicitación. Esto le dijo:
—Entra, príncipe mío. Que Dios te dé la felicidad y que tú se la des a los musulmanes.
Muhammad entró en su palacio y los eunucos fueron los primeros en prestarle juramento de fidelidad. Tras ellos juraron otros nobles, porque la noticia del fallecimiento de ‘Abd ar-Rahmān se había conocido en el mismo momento en que se avisaba de que Muhammad estaba sentado en el trono de su padre para recibir la pleitesía de todos los dignatarios de la corte y del pueblo. Apenas estaba saliendo el sol en la preciosa campiña cuando se producía el cambio de emir en al-Ándalus. Su reinado iba a ser igual de duradero que el de su padre. Desde el 852 hasta el 886, de aproximadamente treinta y cuatro años.
El nuevo emir era bastante diferente. Fue un ser especialmente frío. Recordáis que, al conocer la muerte de su ‘Abd ar-Rahmān, no expresó el más mínimo sentimiento de pesar o de duelo, sencillamente porque no lo tenía. Era un hombre distante, escasamente culto, con poca fantasía, bastante egoísta, severo y, sobre todo, un amante del dinero de mucho cuidado.
Razón tenían los eunucos cuando decían de él que era bastante tacaño. Ellos conocían mejor que nadie las interioridades de los miembros de la familia real y no se habían equivocado. Acostumbrados como estaban a que los emires derramaran monedas a puñados para recompensar una genialidad o una ocurrencia, la tacañería del nuevo emir les sentó fatal. Una de sus primeras decisiones fue disminuir los sueldos de los funcionarios, también de los soldados, y si se trataba de exigir que le dieran cuentas de algo, pues contaba y discutía hasta el último céntimo. La consecuencia fue que los cortesanos comenzaron a odiarlo y no les faltaba razón.
A quienes sí tenía contentos era a los alfaquíes, ulemas y demás hombres de religión, activos como siempre en la defensa de sus privilegios religiosos y humanos. Y es que se encargó de transmitirles que estaba hasta las narices de los mártires cristianos y eso no lo iba a tolerar por mucho tiempo. Evidentemente se pusieron tan contentos porque era lo que ellos estaban deseando. Y la purga comenzó por donde los tenía más cerca, que era en su palacio.
Apenas recibió el juramento de sus súbditos, decidió despedir a todos los cristianos que había en el ejército o en la corte, menos el exceptor Gómez, que no le dio motivos para ello pues enseguida se cambió la chaqueta, y bien cambiada. Él, que rara vez iba a la iglesia mientras fue cristiano, una vez convertido a la religión de Mahoma, no salía de las mezquitas. Como aquí se colocaba un mote a todo lo que se movía, las gentes avispadas de Córdoba le pusieron uno bastante apropiado. Le comenzaron a llamar la Paloma de la Mezquita. Pero dejemos ahora el tema mozárabe, que lo retomaremos enseguida.
Sus relaciones exteriores no fueron malas. Fue el primer emir que cultivó la amistad y el comercio con sus hermanos del norte de África. No he podido constatar expediciones de guerra que se atrevieran a atravesar el Mediterráneo. Es probable que simplemente se ignoraran. Sin embargo, las relaciones comerciales sí que fueron abundantes, con un tráfico marítimo más que aceptable entre puertos andalusíes y africanos.
También cultivó las relaciones con sus vecinos los francos, con cuyo rey Carlos el Calvo hizo una especie de pacto de no agresión. Y es que ambos se tenían algo más que respeto y no estaba en sus planes hacer unas expediciones tan importantes como las que habían hecho sus antepasados, desde Córdoba a la Septimania francesa o al revés. Bien visto, era lo más práctico porque, aparte de eventuales requisas o botines, los resultados de esas aceifas fueron bastante menguados. Debieron tener los dos la misma idea, que por otra parte era obvia. ¿Valía la pena exponerse a viajes tan largos, tan costosos, a empresas militares de esa envergadura para volver con un puñado de chatarra en las manos? Decidieron que era mucho mejor quedarse quietecitos en casa y emplear las energías y los fondos en algo más productivo. La consecuencia fue que Barcelona, por ejemplo, en adelante dejó de sufrir los ataques periódicos que se produjeron en los reinados de su padre y su abuelo.
La corte de Córdoba cambió radicalmente. No pintaban tanto los eunucos como en tiempo de ‘Abd ar-Rahmān y mucho menos las mujeres, que le gustaban, es cierto, pero no era un empedernido mujeriego como su padre. Bueno. Quiero que se me entienda lo que digo, porque éste tuvo treinta hijos, una nadería en comparación con su antecesor que engendró algo así como cien, entre machos y hembras.
La administración del Estado no cambió mucho con el nuevo emir. Únicamente hay que constatar que no se fiaba de nadie y vigilaba cada cosa, en especial si se trataba de movimientos de fondos. A la cabeza de todo estaba el hachib o primer ministro, que era un cargo civil al que de vez en cuando añadían alguna connotación militar porque en ocasiones recibía el encargo de dirigir alguna aceifa. Los funcionarios se elegían a voluntad del emir, con la particularidad de que acababan siendo de las mismas familias, que se repartían los cargos. Se trataba de los Banu Shuhayd y los Banu Abi ‘Abda. Alguno se salió de esa regla. Me refiero a ‘Abd al-Aziz ibn Hashim, que desempeñó durante este reinado un cargo de la mayor importancia en el círculo más cercano del soberano y que fue un personaje nefasto del que hablaremos ampliamente enseguida.
Al-Ándalus sigue siendo un país rico en el más amplio sentido de la palabra. Como os conté páginas atrás, a la hora de cobrar impuestos, la administración omeya aprendió enseguida a ser implacable. Esa es la razón por la que el tesoro estaba rebosante de riquezas, lo mismo que el bolsillo del monarca, que en realidad se confundían e interrelacionaban entre sí, sin más contabilidad que la normal de estos casos, que era ninguna.
Únicamente pasaban un poco la mano en los impuestos cuando se producían hambrunas, subsiguientes a años de sequía, que como entonces no tenían pantanos como ahora, cuando el agua corría iba al mar, sin más reservas que las hechas por la madre naturaleza. Durante el reinado de Muhammad hubo dos hambrunas terribles. Una duró desde el año 865 al 868 y la otra, que fue peor todavía, desde el 873 al 874. Esta última fue feroz y la sufrieron en España y también en todo el norte de África, desde el Magreb hasta Túnez, llamada por ellos Ifriqiya. Es la única ocasión en que Muhammad se olvidó de los cobros a sus súbditos. Los libró de pagar los diezmos de las cosechas y aplacó algo el celo del prefecto de Córdoba que se llamaba Ibn Basil y que había decidido llenar los graneros del emir aun a costa de que sus súbditos pasaran más hambre de la que sería razonable.
Muhammad se ocupó de tener un ejército fuerte, aumentó de manera notable el número de soldados mercenarios y a los más eficientes les confirió puestos de responsabilidad en las aceifas a tierras asturianas. Son también importantes sus reclutas de caballería en las distintas provincias para nutrir de soldados solventes las aceifas que saldrían cada año en busca de rapiña, de conquistas y de gloria.
Al-Ándalus tenía necesidad imperiosa de una Marina que le permitiera hacer frente a los desafíos que le podían venir por el mar a sus costas. Por eso se ocupó de la construcción de barcos, mandó edificar atarazanas en los principales puertos del reino y que se reforzaran las torres y castillos de vigía en todo el litoral. Es el que pone el embrión de lo que será la armada califal que veremos moverse por todo el Mediterráneo años adelante, como oportunamente os contaré. Desde luego, lo inminente era evitar a los temibles normandos, los manchus, que merodeaban por nuestras costas y que en cualquier momento iban a intentar de nuevo incursiones como las que arrasaron Sevilla en el año 844. Y lo intentaron. Os lo voy a contar brevemente.
Es la primavera del año 858. Las noticias vuelan por ciudades y pueblos costeros de al-Ándalus. Lo que anuncian da miedo. ¡Se acercan a nuestras costas los manchus! Unos hombres horribles de barbas rojizas y fuerzas descomunales, emisarios de sangre y de muerte. Han desplegado a los vientos sus velas pajizas, pintadas con cuernos negros y grises. Para ayudar al empuje del viento, sus brazos de acero manejan enormes remos que se hunden en el mar simulando que lo están azotando. Las gentes de las costas de al-Ándalus cuentan sus horribles hazañas y gestas de muerte en las orillas del Guadalquivir. Ya vienen los manchus. Son muchos. Tantos, que en días sucesivos invaden al par las costas atlánticas de Marruecos y España. Habían intentado en vano voraces rapiñas en las playas verdes de la lejana Galicia, inútil esfuerzo al ser defendidas por Pedro, un conde valiente que supo echarlos atrás abortando desembarcos no deseados. En vista de eso pusieron sus ojos en las costas del sur de España, como hicieran doce años atrás.
Menos mal que los estábamos esperando. Los emires habían fortificado las costas y fabricado ágiles naves para hacer frente a esa amenaza navegando los mares cercanos. Los nuestros llegaban en esas patrullas a las costas de Arcachón, adentrándose en el estuario del Garona hasta la lejana Burdeos. Desde el desembarco en Sevilla, aprendimos la lección y por eso enviábamos a nuestros barcos a atacar las famosas barcas de piratas vikingos antes de que llegaran a las costas de al-Ándalus.
Ahora venían nada menos que sesenta y dos bajeles. Las noticias llegaron rápidas, transmitidas con señales de humo y luz, de torreón en torreón, de castillo en castillo. Los dos que navegaban delante habían sido apresados en el Algarbe. Los que venían detrás tenían intención de repetir la hazaña de sus hermanos y subir hacia arriba por el Guadalquivir. Menos mal que estábamos preparados. Al enterarse de que el ejército del emir bajaba por el valle dispuesto a hacerles frente, ni siquiera desembarcaron. Sabían que de hacerlo darían buena cuenta de ellos.
Al ver fracasar su primer proyecto, los bajeles pusieron rumbo a donde se estrecha el mar por la verde ciudad de Algeciras. El caso era hacer daño. Los brazos sucios y rubios de aquellos bárbaros del norte incendiaron la mezquita mayor. En su asalto perdieron bastantes bajeles. Los musulmanes guardaron sus sólidas maderas de haya para hacer con ellas las puertas de la nueva mezquita que iba a ocupar el lugar de la que fue devastada. Los locos vikingos morían pero sus hermanos continuaron corriendo y matando por Orihuela, por las islas Baleares, tuvieron la osadía de remontar el Ebro y llegar nada menos que a Pamplona. Eran unos insensatos. Si unos morían, otros venían no se sabe por dónde, a ocupar el lugar que dejaban los muertos. Sus incursiones de robo llegaban a todas partes. Nadie se explica cómo fue posible que alcanzaran hasta las mismas bocas del Ródano. Fue una expedición en la que los ejércitos cordobeses estuvieron listos. Menos mal que contaron con una Marina eficaz. Sigamos. Volvamos al tema mozárabe.
Dijimos antes que el mismo día en que recibió el juramento de sus súbditos, despidió a todos los cristianos que estaban empleados en la corte o en los ejércitos, fueran personajes notables o simples trabajadores. Declaró que los cristianos eran indignos de servirlo en cualquier puesto o lugar del reino. Lo mismo hizo con los soldados de la guardia, los célebres mudos, despojándolos de cualquier derecho o dignidad a que se hubieran hecho acreedores por sus propios méritos. Desde luego no disimulaba su odio a los cristianos. Y, como consecuencia, sus ministros, prefectos, gobernadores o visires, siguieron su ejemplo. A partir de entonces se van a recrudecer las persecuciones contra todo lo que huela a cristiano. Lo veremos enseguida.
Se trataba de diseñar un plan para exterminar los vestigios de cristianismo en al-Ándalus y una de las primeras decisiones del emir y su camarilla, fue destruir cantidad de iglesias y basílicas, no solamente las de reciente construcción sino también algunas que databan de época visigoda. También cayó bajo la piqueta de estos bárbaros el gran monasterio de Tábanos, que había sido fundado pocos años atrás. Estas fueron las primeras medidas, calculadas dentro de un plan que contemplaba barrer del mapa de al-Ándalus a la religión cristiana.
En cuanto a los impuestos exigidos a los cristianos, los trató todo lo mal que pudo, según los casos y las circunstancias. A los que pagaban diez, les exigía cien y si por alguna parte el Estado perdía ingresos, se los endosaba a nuestros mozárabes. Se trataba de asfixiarlos usando todos los medios a su alcance.
Los primeros resultados no se hicieron esperar. Como duele tanto el bolsillo, al destituir de sus cargos a muchos cristianos que tenían puestos importantes y bastante lucrativos, comenzó a tambalearse su fe. Muchos de ellos buscaron excusas para, al menos, aparentar que bendecían a Mahoma y consideraban que ahora era Cristo el falso Profeta. Otros miraron para otra parte, que aprovecharon la debilidad económica de sus hermanos para sangrarlos aún más con arrendamientos, intereses y medidas por el estilo que aumentaban la opresión que sufrían. De ellos habla ampliamente san Eulogio, diciendo que los malos cristianos amasaban inmensas fortunas sobre la miseria y las lágrimas de sus hermanos. Como nuestro líder mozárabe era bastante impetuoso, les dice de todo: inicuos, envidiosos, imitadores de Judas, malos cristianos y muchas más cosas por el estilo.
Cuando las cosas se fueron poniendo cada vez peor para los cristianos, cuando los pobres estaban más abatidos que otra cosa, aparecieron las burlas, los reproches, para achantarlos más de lo que ya estaban. No se atrevían ni a pasar por las calles si estaban concurridas porque enseguida aparecían personajes que les decían a voces cosas como estas:
—¿Dónde está vuestro valor, malditos cristianos? Vuestra valentía ha quedado por los suelos, igual que vuestra fortaleza. Los que se atrevieron a blasfemar de nuestro Profeta han sido castigados y ninguno de vosotros se atreve a volver a cometer esas iniquidades porque sabe lo que le espera. Antes decían que no tenían miedo porque Dios estaba con ellos. ¿Dónde están ahora? Que vengan si se atreven.
Parecía que se los hubiera tragado la tierra, como si hubiera muerto su religiosidad o su fervor, hasta que apareció por alguna parte un joven sacerdote, natural de Acci (Guadix), llamado Fandila, acompañado de algunos otros fieles, de quienes enseguida os hablaré.
Eran los primeros días de junio del año 853 cuando se rompió esa especie de vivir achantados ante las invectivas de sus amos musulmanes. Se va a presentar ante las autoridades una nueva serie de candidatos al martirio, entre los que destacó el accitano Fandila. Será el que inaugure la triste nómina de los mártires mozárabes durante el reinado de Muhammad.
Fandila, siendo aún casi un niño, había venido de Guadix hasta Córdoba para estudiar humanidades y después teología. Ya de muchacho, ingresó como monje en Tábanos, donde tuvo como maestro al abad Marín. Como destacaba en ciencia y virtudes, fue llamado por los monjes de Peñamelaria, donde se ordenó sacerdote. Era un joven estudioso, humilde, dedicado a la oración y a vivir su fe conforme a las enseñanzas del Evangelio. Cuando vio la situación de abatimiento de sus hermanos, salió del monasterio y se presentó ante el cadí, protestando firmemente de su fe, afirmando que Jesucristo es Dios y Mahoma un impostor. La consecuencia es, decía, que a los seguidores de ese falso Profeta les esperaban las llamas del infierno.
El cadí pensaba que su trabajo extra con los cristianos había concluido y se llevó un sobresalto al oír a Fandila, al que siguió un cabreo monumental por la osadía del joven y por la contrariedad que suponía tener vivo un tema, el de los martirios de cristianos, que pensaban haber enterrado para siempre. ¿Cómo se atrevía aquel mequetrefe a desafiar su autoridad y a ofender al emir, al Profeta y a su santa religión? Éste se iba a enterar de lo que vale un peine. Él, sus jefes, sus compinches y todos los que le rodeaban.
El cadí tiró por elevación y mandó prender al obispo de Córdoba, al que consideraba, y con cierta razón, amigo, cabeza e inspirador de todos los mozárabes. Su idea era aplicarle una pena que ya decidiría cuando lo tuviera delante, sin que descartara cortarle la cabeza. Afortunadamente, Saúl se enteró de que lo andaban buscando y pudo salvarse poniendo tierra por medio. En vista de que las cosas se estaban volviendo a poner al rojo vivo y teniendo en cuenta los deseos del emir, el cadí juzgó conveniente contarle lo que acababa de suceder y ponerlo al corriente de las posibles consecuencias.
Muhammad, al enterarse, se llevó un disgusto monumental. Las cosas no podían continuar así, porque no se trataba solamente de que estos mozárabes blasfemaran de su religión, que ya era suficientemente grave, sino que estaban levantando contra él a todos los españoles que habitaban al-Ándalus, fueran cristianos o no lo fueran. No habían valido de nada las buenas formas de su padre, ni el concilio celebrado en Córdoba con sus decretos inducidos desde la corte. Volvían ahora a las andadas. O cortaba de raíz estas actitudes o estos martirios irían a más, tras de los cuales vendrían insurrecciones y rebeldías en Mérida, Toledo, Zaragoza y otras ciudades de España. Era necesario tomar decisiones drásticas.
Al día siguiente reunió a sus ministros en un consejo extraordinario, para anunciarles que había promulgado un decreto por el que se condenaba a muerte a todos los cristianos y entregaba a sus mujeres para que vagaran por las afueras de las ciudades como prostitutas. De esa sentencia, obviamente, se libraban los que renunciaran a la fe en Jesucristo y abrazaran la religión de Mahoma.
A los consejeros presentes les pareció contraproducente la decisión del emir. Cosa inusual en estos casos, hasta se atrevieron a criticarla y le dieron sus razones. Toda su ira estallaba por una sola persona. No era para tanto. Un joven monje puede ser atrevido, audaz, quizá un personaje algo alocado, pero en modo alguno significa que todo el pueblo se haya sublevado. Si se excedía en el castigo, seguramente iban a empeorar las cosas, así que le recomendaron retirar el decreto y, como mal menor, castigar a Fandila.
Muhammad era terco como una mula pero por una vez haría caso a sus ministros. Eso sí, el monje rebelde pagaría su osadía, sus blasfemias y su rebelión. Debía ser inmediatamente degollado y colgado de un madero en el lugar apropiado para ello, que era al otro lado del río, para que todos los cordobeses contemplaran la escena y escarmentaran en cabeza ajena. La sentencia sumarísima se cumplió el día 13 de junio del año 853.
La muerte de Fandila no paró, ni mucho menos, las ansias de martirio de nuestros mozárabes. Había demasiados cristianos a los que importaba bien poco la crueldad de Muhammad. Entre ellos estaban los compañeros de Fandila de quienes antes os hablé. Se llamaban Anastasio, Félix y una chica llamada Digna. Los tres se presentaron al día siguiente para seguir los pasos de su amigo y compañero.
Anastasio, como Fandila, era un joven que había estudiado en Córdoba ciencias y humanidades. Más adelante ingresó en un monasterio y se ordenó sacerdote. Félix, natural de Alcalá de Henares, la vieja Complutum, era hijo de musulmanes y siendo aún un niño, había sido hecho prisionero por los asturianos, donde se convirtió al cristianismo, hizo el viaje de vuelta y entró en un convento, como el anterior. Los dos se presentaron esta vez en el Alcázar y confesaron públicamente que Jesucristo era Dios y Mahoma un impostor, lo que les llevó directamente al verdugo y desde allí al patíbulo del otro lado del río.
Digna era joven también, monja en el monasterio de Tábanos. Se cuenta de ella que tuvo sueños de santidad y seguramente por eso acompañaba a Fandila, Anastasio y Félix en sus ansias de martirio. Solamente unas horas después de la muerte de sus compañeros, salió de su monasterio, marchó a Córdoba y se presentó ante el cadí, diciéndole lo siguiente:
—¿Por qué has mandado matar a mis hermanos? Ellos no han hecho otra cosa que predicar la justicia. ¿Ha sido porque adoramos a nuestro Dios y detestamos al vuestro y a vuestro Profeta?
No le dio tiempo a terminar su parlamento porque el cadí la entregó a los verdugos con la orden de degollarla inmediatamente. Eso hicieron los muy malditos. Le cortaron la cabeza y fue colgada por los pies en el mismo lugar que sus amigos. Habían muerto los tres el mismo día.
A la mañana siguiente se presentó ante el cadí una señora de cierta edad. Benilde era su nombre, y sus pretensiones las mismas que todos los mártires que la habían precedido. Le tocaba morir por su fe y eso lo prefería a cualquier otra cosa. También fue degollada y colgada junto a los anteriores. Esta vez el emir mandó que sus cuerpos fueran echados a una hoguera, a fin de que sus reliquias no sirvieran para la veneración de los cristianos de Córdoba y del mundo.
Nuestros mozárabes mantenían sus viejas posturas. Había gentes que los tachaban de fanáticos, simplemente por no entender la realidad tal y como era. Basta con leer lo que ellos mismos escribieron para constatar que sus actitudes eran nada menos que gritos desgarradores por la libertad. Era muy fuerte la presión a que les sometían los musulmanes. Vivían como extraños en sus tierras y si medianamente podían subsistir, era exclusivamente por el dinero que aportaban a las arcas de la clase dominante. La religión cristiana era para aquellos españoles parte de su vida misma. Era su cultura, su modo de vida, daba sentido a su existencia en la tierra y soñaban con un más allá que les recompensara eternamente. Los musulmanes usaron las mismas tácticas de los dictadores de todos los tiempos: aniquilar, borrar los sentimientos del que piensa de distinta manera y si no se pliega a ese designio, sencillamente eliminarlo. No me cansaré de repetirlo: en mi opinión y después de infinitas lecturas, mantengo que los mozárabes españoles eran luchadores por su libertad, y esa lucha la llevaban hasta sus últimas consecuencias.
Han pasado tres meses desde el martirio de Benilde y tenemos de nuevo a dos mujeres ante el cadí. Se llamaban Columba y Pomposa. De las dos habla ampliamente Eulogio.
Columba era la hermana menor de Martín e Isabel, abad y abadesa respectivamente del monasterio de Tábanos. Eran de familia rica y los padres le tenían preparado un casamiento sonado, ya que sus dos hermanos mayores habían optado por el celibato. Recordad que Isabel y su marido eran personas ricas de Córdoba y habían empleado su fortuna en fundar el célebre monasterio, en el que residieron a partir de entonces. Nuestra Columba no estaba por el casamiento que le habían preparado sus padres y apenas pudo se marchó también a Tábanos, a continuar la tradición familiar de vida religiosa, cuando se encontró con el ensañamiento de los musulmanes contra los cristianos de al-Ándalus, que se manifestó con la destrucción de las iglesias y monasterios más recientemente fundados.
En vista de ello, nuestra joven decidió tomar el único camino que le dejaban aquellas imposiciones, que era el martirio. Un día abandonó la clausura y fue a presentarse ante el cadí. Su idea era intentar convencerlo de la maldad de su religión musulmana y hacerlo abrazar la cristiana, y en caso de que sus intentos resultasen inútiles, sería una mártir más del cristianismo cordobés.
El cadí se tomó bastante en serio la visita de Columba, que aunque era joven, guapa, y parecía débil, enseguida comprendió que el asunto era de calado, así que decidió trasladar la responsabilidad a algún organismo superior y librarse él de adoptar determinaciones que tuvieran efectos colaterales no deseados. Por el momento se inclinó por llevarla al Alcázar, presentarla al Consejo y que allí se decidiera qué hacer con la muchacha.
Los consejeros tardaron bastante poco en comprender que sus esfuerzos de conversión iban a ser inútiles porque la joven tenía apariencia débil, pero su fe era sólida como una roca y en estos casos no tenían otra opción que mandar que fuera degollada.
Columba vivió su sentencia y su martirio con una entereza impropia de su edad. Incluso se la veía alegre, tanto que antes de poner su cuello a disposición del verdugo, hizo a éste un regalito para que no se quedara con mal cuerpo por el trabajo que le habían encomendado los consejeros. Era el día 17 de septiembre. Su cuerpo lo metieron en una espuerta y fue arrojado al río, donde lo buscaron los cristianos, lo encontraron y fue enterrado con todos los honores en la iglesia de santa Eulalia.
La historia de Pomposa es bastante similar a la anterior. Ocurrió que el martirio de Columba fue algo conmovedor entre los mozárabes cordobeses, por la alcurnia, la juventud y la belleza del personaje. Ni que decir tiene que la noticia y los sucesos posteriores fueron conocidos por todos, desde la casa más modesta hasta el más alejado monasterio.
El mismo día en que ocurrieron llegó a los oídos de los religiosos de Peñamelaria, que ya había dado sus mártires, como el accitano Fandila, de quien hemos hablado antes. Pomposa era una hija del matrimonio de fundadores del monasterio, una chica joven, virtuosa y muy bella. Su vida se desarrollaba en Peñamelaria, donde empleaba su tiempo en rezar y vivir su fe como le dictaba su conciencia. En estas circunstancias le llegó la noticia del martirio de Columba, de quien era bastante amiga.
La chica enseguida sintió el deseo de acompañar en el martirio a su amiga, cosa que tuvo en principio bastante difícil porque sus padres se dieron cuenta de sus intenciones y no se separaban de ella ni un momento. Pero cuando alguien quiere una cosa, ni familia ni acompañantes consiguen hacerle desistir de su empeño. Pomposa aprovechó una noche de esas oscuras, consiguió acercarse a alguna puerta mal cerrada, la abrió y sin temerle a la oscuridad o a sus fantasmas, bajó de la sierra, caminó por las calles cordobesas y, cuando asomaba la rosada aurora por las campiñas, llegó a la casa del cadí.
El juez musulmán estaría todavía medio dormido cuando vio acercarse a donde impartía justicia y dictaba sus sentencias a una joven tan guapa como Columba y tan determinada a morir como su amiga del alma. Y Pomposa no se cortaba un pelo. Lo tenía todo tan bien meditado que miró fijamente al cadí y comenzó a catequizarlo acerca de los dogmas de nuestra fe y la maldad de las doctrinas de Mahoma.
El cadí esta vez no vio necesario llevar a Pomposa ante el Consejo. Les ahorraría el trabajo porque la jurisprudencia era clara. La muchacha debía ser degollada inmediatamente a las mismas puertas del Alcázar. Como los verdugos estaban a la espera de las órdenes del cadí, la ejecución no se hizo esperar. Apenas se iniciaba el día 19 de septiembre cuando la joven fue ejecutada y su cadáver arrojado al rio de donde lo sacaron unos trabajadores. Le volvieron a dar sepultura y nuevamente fue sacada del sepulcro para ser solemnemente enterrada en la iglesia de santa Eulalia, al lado de Columba, su amiga del alma.
Así fueron pasando los meses, hasta diez, sin que se repitieran estos martirios voluntarios a pesar de que las posiciones permanecían inmutables. Los musulmanes despreciaban a los cristianos y éstos veían su vida sin sentido porque si falta la libertad las demás cosas sobran. Pienso que buscaban el martirio como la mejor de las soluciones para la vida miserable que les tocaba vivir. Al menos les quedaba un rayo de esperanza, que era el de su fe en el más allá. Y si era impensable que consiguieran algún atisbo de gloria en su patria, al menos la buscarían en el cielo de los justos.
Ocurre que los musulmanes le habían tomado el gusto a las ejecuciones de cristianos y si no había ningún espontáneo, se buscaban un voluntario a la fuerza. Eso hicieron con un pobre sacerdote llamado Abundio, que ni había blasfemado de Mahoma ni se hubiera atrevido a hacerlo porque era algo pusilánime, más bien miedoso y procuraba no meterse en más líos que los corrientes. El pobre ejercía su ministerio en un pueblecito de la serranía y sus paisanos musulmanes lo agarraron por la sotana y lo presentaron ante el cadí, acusándolo de blasfemia y cosas por el estilo, que evidentemente no había soñado hacer. Nuestro pobre cura, en vista de las acusaciones que se vertían contra él y de que el asunto ya tenía poco remedio, sacó pecho y confesó su cristianismo al mismo tiempo que refutaba con argumentos más que contundentes la doctrina de Mahoma. Inmediatamente fue degollado y su cadáver abandonado en el campo para que ser devorado por las fieras. Era el 11 de julio del año 854. Habían pasado apenas dos años del emirato de Muhammad y ya veis que no dio tregua a los cristianos.
El emir no se contentó con eso. Buscaba una solución final. Sin embargo, como no lo podía llevar todo por delante, tuvo que priorizar, así que dejó un poco de lado el tema mozárabe y se dedicó primero a hacer sus guerras, que tenía revueltas donde siempre las tuvieron sus antecesores, en Toledo, Mérida, y le iba a salir otra importantísima en las montañas más agrestes de Andalucía. Esas rebeliones tenían una consecuencia bastante fastidiada, porque lo primero que hacían los revoltosos era no pagar impuestos, y sin dinero, a ver qué cosas puede hacer un emir que quisiera pasar a la historia como un personaje importante.
En la historia de los emires cordobeses, como habéis comprobado, hay una especie de hilo conductor, que podemos resumir en una serie periódica de rebeliones de los españoles, hartos de dominación musulmana y deseosos de vivir su libertad política, social y religiosa, que, como es evidente, no conseguían. Esa es la razón por la cual las revueltas se repiten cada poco tiempo, especialmente en las ciudades con más población española, como Zaragoza, Mérida, Toledo, Córdoba, y en menor medida en otros lugares de al-Ándalus. Desde luego, la palma en estas revueltas se la lleva Toledo por la cantidad y la calidad de las que se produjeron durante toda la dominación musulmana. Como hace mucho tiempo que os conté la última, vamos ahora a por la siguiente.
Es el año 852. Es evidente que la gran comunidad mozárabe de Toledo se sentía unida espiritualmente al núcleo duro de sus hermanos cordobeses, como Eulogio, Álvaro, Esperaindeo y otros. Las élites mozárabes toledanas habían sido confinadas en Córdoba, probablemente porque los emires pensaban que teniéndolos cerca los podrían controlar mejor. Eran ni más ni menos que una especie de rehenes, garantes con sus vidas de que en Toledo no se moviera una mosca contra el emir de turno. Pues por enésima vez en esta historia, decidieron dar un golpe de mano, aprovechando que había un nuevo inquilino en el Alcázar cordobés.
Y como esas cosas las hacían por las bravas, encarcelaron al gobernador de la ciudad y enviaron a Muhammad un recado diciéndole que si quería verlo libre en Córdoba, previamente debía soltar a los rehenes y dejarlos ir a su ciudad.
Ese fue el primer paso, que enseguida se envalentonaron, prepararon sus buenos ejércitos y los dirigieron a la fortaleza de Calatrava, en dirección a Ciudad Real, Jaén, etc., formando una especie de barrera en un más que probable enfrentamiento con los ejércitos cordobeses. Su primera acción de guerra fue arrasar Calatrava y no dejar piedra sobre piedra en su vieja fortaleza. Como el corredor estaba diseñado, los ejércitos toledanos se ejercitaron en cortar el cuello a todo el que se pusiera a tiro, especialmente a la guarnición de Jaén, que tuvo que abandonar la ciudad y marchar en desbandada para Córdoba.
Estas cosas no las solían dejar pasar los emires, que ya sabéis que ni olvidaban ni perdonaban. Eso hizo Muhammad. En el verano del año 853 preparó un buen contingente de tropas y lo puso a las órdenes de su hermano al-Hakam con instrucciones expresas de restaurar la fortaleza de Calatrava. Pero los toledanos seguían y seguían con sus ataques. Ese mismo verano se ocuparon de arrasar los campos cercanos al río Jándula e incluso hicieron morder el polvo a algún destacamento cordobés que no los había tomado demasiado en serio.
Cuando se sintieron metidos de lleno en una guerra total contra Córdoba, midieron sus fuerzas y comprendieron que nada tenían que hacer si Muhammad organizaba una contraofensiva solvente. Contaban con unas cuantas compañías de hombres medianamente armados, pero eso era nada ante unos enemigos que consideraban formidables. Y nuevamente, como siguiendo un guión que se venía repitiendo una y otra vez, recurrieron a sus vecinos y hermanos los reyes cristianos del norte.
Ordoño I había sucedido a su padre Ramiro hacía un par de años en el trono de Asturias. Era joven y tenía ganas de hacerse notar en batallas contra moros. No se lo pensó mucho y acudió en defensa de sus hermanos con un ejército más que notable, al mando de Gastón, el conde del Bierzo.
Muhammad vio con preocupación esa coalición, que le partía el reino en dos si no hacía frente a la situación. Por eso tomó personalmente el mando de las operaciones y al frente de sus mejores hombres se puso en camino por la vía romana que comunicaba Córdoba con Toledo. El desfiladero de Despeñaperros lo pasaron con alguna dificultad y en pocos días se plantaron en las llanuras cercanas a Toledo. Como siempre hacían, buscaron la proximidad de un río que suministrara agua y forraje fresco al ganado. Por eso acamparon a las orillas de un pequeño arroyo llamado Guadalecete. Conocían el lugar desde antiguo porque allí, hacía más de cien años, los chunds de Balch acabaron con las bandas de bereberes que querían hacerse dueños de Toledo.
Muhammad era astuto y cruel como todos sus antecesores. Cuando se trataba de someter a súbditos rebeldes era extremadamente duro. Lo llevaba en la sangre omeya, como hemos constatado en reinados anteriores. Y como estratega era impecable. Sus enemigos no sabían nada acerca de sus tropas y él ya sabía a cuántos se debía enfrentar, cuál era su armamento y quiénes sus generales. Por eso no le fue difícil engañarlos miserablemente. Cuando tuvo constancia de que las tropas españolas estaban a su alcance, dejó emboscada la mayor parte de su ejército y salió en descubierta con unos cuantos atacando a sus enemigos, que cayeron en la trampa, siguieron a los que hacían de señuelo y se metieron en la boca del lobo, que era el grueso del ejército cordobés que los estaba esperando en lugares estratégicos.
Era, como veis, una trampa la mar de clásica, usada desde tiempos antiguos, por lo tanto bastante previsible, pero una vez más les salió bien. Los soldados mandados por el emir hicieron una terrible carnicería en sus enemigos. Dicen que murieron ese día ocho mil asturianos y doce mil toledanos. Una barbaridad, sean o no sean exageradas estas cifras.
La fiesta por el triunfo musulmán fue extremadamente cruel pero dentro de lo que era lo usual en estos casos. Por una vez y sin que sirva de precedente os la voy a contar.
Como primera providencia cortaron las cabezas de los veinte mil vencidos. Los cuerpos los dejaran aparte para que sirvieran de alimento a los buitres, alimoches, hienas y otros animales carroñeros que abundaban en nuestra tierra. Las cabezas estaban todavía ensangrentadas y con muecas horribles diseñadas en sus desfigurados rostros, pero aun así las fueron apilando en una especie de torre macabra, parecida la actual Torre de los Cráneos que se puede contemplar en la ciudad serbia de Niss. Cuando estuvo el monumento bien asentado, llegó la hora de los parlamentos. Fue por riguroso turno de antigüedad y categoría. Alfaquíes, nobles y generales, hasta el mismo emir, se iban encaramando encima de aquella horrible torre de cráneos. Desde arriba, seguramente con los bordes de sus chilabas manchados de sangre e inmundicias, daban grandes voces alabando al Altísimo, cantando las excelencias y las victorias de un emir que tan bien les guiaba en las batallas.
Fue la nombrada batalla del Guadalecete, cantada por cronistas musulmanes, que los cristianos no dicen de ella ni pío, como solía ocurrir habitualmente con los perdedores. En Córdoba se celebró a lo grande. Los ensangrentados trofeos recorrieron las calles y los barrios de la preciosa ciudad e incluso algunos fueron enviados a las ciudades del Magreb para honra del nuevo emir y aviso a navegantes por si a alguien se le ocurría repetir la hazaña.
No penséis que los toledanos se achantaron con esta derrota. Ni mucho menos. Otras peores habían pasado. Salieron de ella con más rabia si cabe. Tan mal lo vio Muhammad en este caso, que en lugar de ir corriendo a arrasar la ciudad, o al menos tomarla formalmente, prefirió contemporizar. Al final, en vista que no tuvo otra solución, volvió a sitiarla, destruyendo incluso el viejo puente sobre el Tajo. Por fin los toledanos se rindieron al emir. El rey asturiano les había abandonado. No tenían otra opción que entregarse, por el momento, que ya esperarían mejores momentos.[42]
El emir no se contentó con esta resonante victoria sobre los toledanos. Al año siguiente está de nuevo peleando contra los cristianos en tierras de Álava. En este caso el ejército lo mandaba el emir personalmente. Porque por esos lugares cercanos a Tudela mandaban los Banu Qasi como señores independientes. Realmente existía un parentesco cierto entre ellos y los soberanos vascos. Por eso desde Córdoba se enviaban, unas veces aceifas militares y otras veces, emisarios con mensajes de reconciliación.
La aceifa siguiente, del año 865, fue realmente buena para los musulmanes. Estuvo mandada por el príncipe al-Mundir y combatió a los cristianos por las tierras altas de Castilla, por Briviesca, derrotando a sus enemigos en las mismas riberas del Ebro.
El 868, nuevamente se enviaron aceifas contra tierras de Álava, lo mismo ocurrió al siguiente año, y estas expediciones remitieron un poco al aparecer rebeliones bastante sólidas por Mérida.
El año 878 vemos empeñado a nuestro emir en expediciones contra Asturias, Galicia y su soberano Alfonso III. La ocasión era perseguir al rebelde Hijo del Gallego, señor de Mérida y sus comarcas. La expedición al mando del general al-Barra salió de Coimbra, cruzó el Duero para acometer y rapiñar de la manera usual entonces sin sacar gran cosa en claro.
Esa aceifa, y el peligro de los bajeles normandos, dio a Muhammad una idea que acabaría peor que regular. Nuestro emir sentía una especial predilección por la Marina y pensó que era necesario aprovechar los barcos que vigilaban las costas gallegas para conseguir una rentabilidad adicional. Por aquellas latitudes navegaba habitualmente una flota bastante considerable y sacaban en claro bien poco porque a los normandos se les veía el pelo muy de vez en cuando y eran escasos. ¿Por qué no emplearlos en combatir, conquistar y requisar las riquezas de las costas gallegas?
Cuando un monarca absoluto tiene una idea calenturienta, como la que nos ocupa, el desarrollo de ese sueño genial suele comportar peligros bastantes serios porque no hay nadie, ni cercano ni lejano, que haga poner los pies en el suelo al interesado, antes al contrario, ejercen su influencia los pelotas de siempre, que llevan al genial ideólogo al más absoluto fracaso.
Muhammad se debió frotar las manos al ver lo listo que era y se dispuso a desarrollar su proyecto. Ante todo, había que hacer a la mar una gran flota, que no tenían. Pues dicho y hecho. Las atarazanas de Sevilla se pusieron a trabajar a pleno rendimiento para botar muchos y buenos bajeles. La misma orden recibieron todos los puertos y atarazanas del Mediterráneo. No tardaron mucho en tenerla lista porque la mano de obra era abundante y tenían a afamados calafates mallorquines, especialistas en estas tareas tan específicas. El caso es que ya tenemos lista la armada invencible, dotada de la correspondiente nómina de infantería de Marina para los asaltos costeros, de marineros, remeros, expertos en armamento marítimo, etc. Como almirante, Muhammad nombró a un personaje entendido en mareas y vientos, llamado al-Ruaytí. Y, venga, a hacerse a la mar.
Los imagino zarpando, henchidos de orgullo marinero, con el regomeyo propio de quien va a estar alejado de su casa por mucho tiempo y no sabe si volverá. Sus mentes estarían repletas de gestas, de imaginadas rapiñas, de botines y de mareas por esas latitudes de Alá. Y ¿qué ocurrió? ¿Qué victorias consiguió la primera armada cordobesa de que he tenido noticias?
Dos días después de hacerse a la mar, se desató un vendaval de mucho cuidado que echó a pique los sueños marineros de Muhammad y mandó al fondo del mar a los frágiles barcos, a su almirante y a todo el que tuvo la loca idea de embarcarse en una empresa imposible. Supongo que Muhammad, hombre al fin y al cabo de secano, diría aquello de que no había enviado a sus barcos a luchar contra los elementos.
Miremos ahora a Vasconia.
Muhammad emprendió durante su remado tres expediciones o aceifas contra tierras vascas. La primera fue en el año 873 y tuvo consecuencias importantes, más políticas que militares. La mandó el propio emir y contó con la ayuda eventual de Musa ibn Qasi, que unas veces estaba de una parte y otras de la contraria, según soplaran los vientos y las enemistades ocasionales. Los cordobeses arrasaron Pamplona y varios castillos de los alrededores. En una de esas batallas tomaron prisionero a un personaje singular llamado Fortún, hijo del rey García, al que llevaron prisionero de vuelta. Al pobre chico le apodaron enseguida en Córdoba al-Anqar, que en castellano traduciríamos como «el tuerto», y no hace falta explicar el porqué.
Estos cautiverios solían ser algunas veces bastante duraderos, lo que era una suerte porque lo más normal es que el prisionero se despidiera de sus allegados hasta la eternidad. Nuestro Fortún tuvo cierta fortuna para lo que sería normal en estos casos. Su encierro fue bastante relajado y tuvo hasta su tercer grado penitenciario, con salidas de fin de semana y todo. Pasado algún tiempo ya lo tenemos en la calle, formando parte, como uno más, del paisaje cordobés. El paso siguiente fue que tuvo sus amoríos más o menos estables, de los que evidentemente consiguió una descendencia importante. Os diré, y apuntadlo bien, que el tuerto Fortín dio tanto vigor a su descendencia, que andando el tiempo será bisabuelo del gran ‘Abd ar-Rahmān III. Así que, fijaos bien que el gran califa de al-Ándalus, tenía ni más ni menos que sangre de lehendakari en sus venas.
Volvamos a nuestros mozárabes. Es un tema apasionante, bastante desconocido y pienso que es importante contarlo. Es lejano en el tiempo pero enseña mucho acerca de la convivencia entre civilizaciones y culturas que tanto interesa en los tiempos que corren. Os hablaré de los últimos martirios y de la muerte de san Eulogio.
Corría el mes de marzo del año 857 cuando sufrieron martirio otros dos cristianos. Uno se llamaba Rodrigo y había nacido en Cabra, donde hizo los estudios eclesiásticos y se ordenó de cura. Tenía dos hermanos, uno de ellos permaneció cristiano toda su vida y el segundo se hizo musulmán. Por ese motivo las peleas entre ambos eran continuas y bastante subidas de tono, por lo que Rodrigo consideró que era su obligación mediar entre ellos para que la cosa no llegara a mayores. Y, claro, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Ya sabéis que si alguien se mete en la tarea de separar a dos que se están matando, el que se lleva los golpes es el que está por medio. Nuestro pobre Rodrigo, mediador de buena voluntad, presbítero y todo, recibió una buena somanta de mamporros y acabó por los suelos, bastante fastidiado y algo traspuesto.
Se ve que su hermano musulmán se las tenía juradas porque tuvo las tragaderas de montarlo en las parihuelas de su burra y pasearlo por las calles del pueblo gritando al que quisiera oírlo cosas como esta:
—Este hermano mío, con la ayuda de Dios se ha convertido a nuestra fe musulmana y aunque está a punto de irse con Alá, ya veis que está bastante malito, no ha querido morir sin que todos vosotros conozcáis su última voluntad.
Ya habéis entendido que el susodicho hermano era bastante mala persona, algo hijo de puta, y tenía tripas por estrenar, como enseguida vais a comprender. El pobre Rodrigo consiguió más mal que bien reponerse de la monumental paliza que le propinaron sus hermanos, y entonces comprendió que no le quedaba otra opción que poner tierra por medio y marcharse donde no lo conocieran, que si algún paisano le veía en misa o rezando maitines, por ejemplo, lo iban a acusar de apóstata, con las nefastas consecuencias que se derivarían para su salud de tamaña acusación. Sencillamente el primer cadí que lo viera en ese atuendo o rezando el rosario le iba a cortar la cabeza.
El pobre Rodrigo empezó por refugiarse en la sierra, pero ya se sabe que tarde o temprano iba a tener que acercarse por la ciudad para cualquier recadillo de nada. Eso ocurrió, con tan mala suerte que en una callejuela de Córdoba se topó de bruces con su hermano musulmán. Naturalmente, entre él y algunos adláteres, lo agarraron por las mangas de la sotana y lo llevaron ante el cadí, acusándolo de apostasía, blasfemia y otras cosas de idéntico calibre.
Rodrigo no es que fuera valiente en extremo o se sintiera con demasiadas ganas de sufrir el martirio en plena juventud, con toda una vida por delante, pero al verse ya sin muchas posibilidades de ver amanecer el día siguiente, resolvió afrontar la situación lo mejor que supo y pudo. Al juez le dijo que no solamente era cristiano sino además sacerdote.
El cadí tenía instrucciones de no derramar más sangre que la justa e intentar que el reo se convirtiera en ferviente musulmán, con lo que el pleito quedaba zanjado. Además, le ofrecía sus buenas recompensas si aceptaba la sugerencia, pero nuestro hombre, haciendo un ímprobo esfuerzo, reafirmó su fe en Jesucristo diciendo:
—Esas ofertas se las puedes hacer a otros, que yo no las acepto. Yo vivo por Jesucristo y si muero por Él, con eso estoy pagado.
El cadí, como era de esperar, lo mandó enseguida a la cárcel, en espera de inmediatas decisiones y allí se encontró con otro colega llamado Salomón, reo de su mismo delito y también como él, lo que se dice en capilla.
Los pobres, al menos encontraron consuelo contándose sus penas, rezando, preparándose a bien morir y demás circunstancias que a ellos les daba moral pero al cadí le sentaban a cuerno quemado porque los consideraba insolentes, desgraciados y encima engreídos. En vista de ello tomó la decisión de separarlos y asunto concluido. Quizá así reflexionarían y volverían al buen camino, que para el caso era la religión de Mahoma que tan expeditivamente era defendida por las fuerzas del orden.
Pasados un par de días, el cadí decidió llamarlos a su presencia a ver si habían reflexionado decentemente, porque en caso contrario los esperaba el del hacha para rebanarles la cabeza. Quién sabe si con promesas y halagos conseguiría doblegar la fe y la voluntad de aquellos tozudos e infelices cristianos. Naturalmente sus intentos cayeron en saco roto, en vista de lo cual les informó de que por orden del emir iban a ser ejecutados.
El tránsito desde la cárcel al patíbulo fue una especie de procesión entre tétrica y gozosa porque Rodrigo y Salomón aparentemente se mostraban contentos de morir con el nombre de Jesucristo en la boca. Encima, sus hermanos mozárabes ya los acompañaban, mostrando con ello rebeldía ante el sultán y orgullo por padecer la muerte defendiendo su fe. Rodrigo y Salomón eran héroes de su pueblo, mártires de la fe y líderes a los que siempre iban a recordar, venerar y muchas cosas más.
Efectivamente fueron degollados, primero el cura y luego el seglar, y a continuación colgados de patíbulos al otro lado del río, pero los musulmanes se cuidaron de atar los cadáveres a sacos de piedras, luego echados al agua, para que nadie pudiera enterrarlos como a héroes, nadie encontrara sus cuerpos incorruptos para gozo de los cazadores de reliquias, que posteriormente fueran enarboladas como trofeos entre cánticos y salmodias.
Los esfuerzos por ocultar los cadáveres de Rodrigo y Salomón fueron vanos. Las vicisitudes por las que pasaron estos pobres después de muertos, nos las cuenta minuciosamente san Eulogio.[43]
Nos narra el santo que cuando se enteró del trágico destino de Rodrigo y Salomón, quiso personalmente ver los cadáveres, y no hacerlo a escondidas o mezclado entre la muchedumbre de curiosos, sino que se adelantó hasta hacerse bien visible por todos los concurrentes. Tanto le interesó el tema que le dio motivo para escribir su libro Apologeticus Martyrum, su última obra, en la que ensalza hasta el infinito el proceder de estos personajes. Nos cuenta que pudo ver de cerca los cuerpos de los dos difuntos y para nada los encontró desfigurados o destrozados, sino todo lo contrario. Pues a pesar de los esfuerzos de sus verdugos por hacerlos desaparecer, la comente los arrastró a la orilla, donde fueron recogidos por los cristianos, eso sí, los dos incorruptos, como estaba mandado en estos casos. Que se suponía una obligación de la Divina Providencia mantener incorruptos los cuerpos de los que dieron su vida por la fe que profesaban.
El funeral que se ofició por el alma de los dos mártires fue sonado, con liturgia solemne, el entierro importante en alguna iglesia cordobesa y subsiguiente veneración de unas reliquias por las que se pegaban tortas en España y en el extranjero, porque no os he contado y ahora lo hago, que en la Europa cristiana había muchísimos monasterios y todos ellos tenían una especie de ojeadores que iban de acá para allá en busca de reliquias de mártires para trasladarlas desde su lugar de origen hasta el propio. Debían darles un buen incentivo a esos ojeadores, o como mínimo, dejadme exclamar eso de ¡ganas tenían! porque los vamos a ver enseguida hacer peligrosísimos viajes desde el centro de Europa hasta Córdoba para llevarse consigo cuerpos incorruptos como los que acabamos de dejar descansar en paz de los pobres Rodrigo y Salomón.
¡Bah! Os voy a contar una de esas expediciones en busca de reliquias de mártires. Os confieso que al leerla me he preguntado si esos monjes expedicionarios estaban locos de atar y he concluido que eso era lo más probable, que si no, a ver cómo se explican las cosas que narraré a continuación.
Estamos en las cercanías de París, en el año 858, y en el celebérrimo monasterio de Saint Germain des Prés, dicho en castellano, san Germán de los Prados. Su abad mitrado era el no menos célebre Hilduino. Como el monasterio era de la máxima categoría, se suponía que sus reliquias lo debían ser también, y daba la casualidad de que andaban algo escasos de ellas por alguna razón que no viene al caso. Nuestro abad resolvió poner remedio a esas carencias, pero a lo grande. Tenía noticias de que allá por el siglo III había muerto en Valencia san Vicente Mártir, y mandó a dos de sus monjes más avezados en estos menesteres para que birlaran las preciadas reliquias a los valencianos y las trasladaran a donde en su opinión estarían mejor aposentadas, que casualmente era su monasterio.
Los dos monjes expedicionarios se llamaban Usuardo y Odilardo y emprendieron el peligroso viaje con las bendiciones de su abad mitrado y del no menos ilustre y venerado Carlos el Calvo, que no es la primera vez que lo encontramos repartiendo visados para viajes no deseados hasta nuestra querida España. Recordad lo que os conté del célebre Bodo.
Un viaje de esos era de todo menos turismo. Los monjes se exponían a mil peligros, amén del cansancio por una caminata interminable. Imaginadlos montados en burros algo pencos, haciendo pasito a pasito unos caminos que no acababan nunca y que únicamente eran llevaderos si soñaban empresas imposibles, de las que eran inmediatamente descabalgados por encuentros más que probables con salteadores de caminos o por accidentes totalmente esperables. Eso si no se llevaban algún chasco, como el que enseguida os referiré, que resulta que monjes más solventes y rápidos que ellos habían requisado las preciadas reliquias de san Vicente y se las habían llevado nada menos que a Benevento, más allá de Nápoles, en la querida y lejana Italia.
«¡Vaya tela! ¿Un viaje para esto? ¿Debían volverse a sus prados cercanos a París con las manos vacías?», debieron pensar los diligentes Usuardo y Odilardo. No podían presentarse ante su abad de esa manera, que el tal Hiduino era de armas tomar y les iba a echar un rapapolvos de mucho cuidado, por lo que era necesario fijarse algún objetivo secundario, aunque fuera menos lucido que los restos de san Vicente Mártir. Menos mal que en Barcelona había, y hay, agencias que facilitan de todo, que les informaron dónde y cómo encontrar otras reliquias de mártires que dieran lustre a su monasterio. Probablemente fueran de segundo nivel o menos importantes que las que les trajo hasta aquí, pero menos da una piedra. Deberían cambiar de objetivo, dirigirse a Córdoba, que allí había cantidad de mártires recientes y, por consiguiente, abundancia de reliquias poco ajetreadas.
Los dos monjes se pusieron tan contentos y aceptaron encantados cambiar de rumbo. Claro que los peligros se multiplicaban, porque de Barcelona a Valencia al fin y al cabo era un paseo de nada, comparado con la ruta interminable y peligrosa que les llevaría desde Barcelona a Zaragoza; desde allí, por Medinaceli a Toledo y luego hasta Córdoba. Después de no pocas peripecias y acompañados por altas recomendaciones, el 15 de marzo del año 858 se presentaron los dos monjes en la capital de al-Ándalus.
Estos eran de piñón fijo y venían a tiro hecho, que su informante de Barcelona les había dicho que en la iglesia de san Cipriano había reliquias aprovechables de los mártires Adulfo y Juan, que serían bienvenidas en su monasterio parisiense. Además, les entregó una carta de recomendación para un mozárabe importante llamado Leovigildo, al que todos conocían por el apodo arabizado de Abdeslam.
Sacar valiosas preseas de la iglesia de un pueblo era y es asunto harto complicado porque no hay razón que convenza a los naturales del lugar de que lo que ellos estiman tanto va a estar mejor colocado en diferente lugar, aunque sea en París. Pero en fin, tras no pocas discusiones con el abad Samsón, con el obispo, y especialmente con el pueblo llano, nuestros monjes franceses empacaron las reliquias de manera que no levantaran sospechas entre los musulmanes y salieron tan contentos hacia Toledo, desde allí continuaron viaje por Cómpluto, luego a Zaragoza, Barcelona que ya era tierra amiga, y desde allí a su abadía de san Germán de los Prados.
El abad se puso tan contento con la eficacia de sus dos pupilos y mucho más el rey Carlos el Calvo, que envió a un mensajero a Córdoba para recabar información sobre la vida y milagros de los dos mártires que tan celosamente se guardaban ya en tierras francesas.
¿Qué sacaron el claro unos y otros? Pues la renta fue algo flaca, en mi modesta opinión. Como satisfacción moral, los mártires tan fuertemente ajetreados se tuvieron que contentar con estar relacionados en el Martirologio de Usuardo. En el resto de intervinientes en esta gesta he descubierto pocas, por no decir nulas ventajas. Salieron del trance con vida, que no es poco.
Nos falta por relatar uno de los martirios más sonados por corresponder a un personaje fundamental en nuestra historia. He hablado varias veces de san Eulogio y quiero ahora rematar la faena. Su amigo Pablo Álvaro hace de él una semblanza preciosa. Describe su fisonomía, su atuendo, sus comportamientos con ricos y pobres, su inmensa cultura, sus dotes de buen escritor y su talla de hombre inigualable en España y en la Iglesia del siglo IX.
Tan arriba llegó su fama que, al morir en el año 858 Wistremiro, el metropolitano de Toledo, los obispos de la provincia por unanimidad lo eligieron para sucederle. Eso se lo olió el emir y pensó que le venía fatal el nombramiento, porque la revuelta de los mozárabes cordobeses se iba a extender a Toledo, que era lo que faltaba. En vista de ello, no le dejó hacer el viaje de ida y asunto resuelto. Y es que en lugar de un solideo o una púrpura le esperaba seguir el camino de sus hermanos cordobeses. Iba a morir mártir como muchos de ellos. Os lo voy a contar.
Había en Córdoba una chica preciosa llamada Leocrina. Era hija de padres musulmanes y tuvo la peligrosísima ocurrencia de estudiar primero y abrazar después la religión cristiana. Mala cosa para su integridad física, que ya os he contado el castigo que se aplicaba a los que abandonaban el Islam, que era simple y llanamente la pena de muerte.
Los padres enseguida se enteraron del rumbo que tomaba la existencia vital de su hija e hicieron lo normal en estos casos: intentar por todos los medios que dejara ese camino, abandonara sus recientes creencias y se encaminara por el correcto y convencional, que era el de la religión musulmana. Por eso no la dejaban salir de casa, le pusieron maestras que la hicieran entrar en razón, le rogaban, le suplicaban, le ponían delante el retrato de lo que le podría ocurrir si no cambiaba de sentimientos y demás consideraciones que vinieran al caso, a los que la chica obviamente no hacía ni caso. Su actitud era bastante tozuda, lo que provocaba que la clausura a que la sometían en su casa fuera cada vez más estrecha.
A la vista de esto, Leocrina cambió de táctica. Fingió que volvía a la fe musulmana, lo que puso a los padres la mar de contentos y levantaron la mano, que es lo que ella estaba deseando. Hasta la invitaron a una boda y todo, ocasión que aprovechó la interesada para escaparse y marcharse buscando lugares más acordes con la fe recientemente abrazada. Y no se le ocurrió otra cosa que llamar a la puerta de san Eulogio, que vivía el hombre con su hermana Anulona. (Vaya nombrecitos que tenían nuestros mozárabes). Con estas decisiones tan peligrosas, las cosas se estaban poniendo bastante feas para Leocrina, Anulona, Eulogio y todos los que le rodeaban.
Los padres pusieron el grito en el cielo, porque como Córdoba es un pueblo, se enteraron enseguida del camino que había tomado la muchacha, poniendo en conocimiento del cadí la huida de su hija y la casa donde había recibido hospitalidad. La respuesta del juez fue inmediata. Envió una patrulla de fuerzas del orden público que prendieron a todos los implicados en ese crimen horrendo, y que eran Leocrina, san Eulogio y Anulona.
El cadí los recibió de uñas, como era de esperar, especialmente al cabeza del desaguisado, que era san Eulogio. ¿Cómo se le había ocurrido ocultar en su casa a la muchacha? El santo era un hombre inteligente y sabía que tarde o temprano se iba a tener que enfrentar a esta situación, por otra parte similar a la de tantos otros discípulos y compañeros suyos. Por eso ni se inmutó. Estaba preparado para un momento así. Mirando fijamente al cadí le dijo:
—Tú debes saber que nosotros tenemos la obligación de enseñar los dogmas de nuestra fe a los que lo solicitan. Si alguien busca nuestra religión, no se la podemos negar. Ese mandato lo tenemos especialmente los sacerdotes. Esta muchacha me buscó para que le instruyese en mi religión y eso he hecho. No podía dejar de cumplir con mi obligación. Yo le he enseñado cuál es el camino que lleva al cielo igual que haría contigo, oh juez, si tú me lo pidieras.
El juez se puso más histérico de lo que ya estaba. ¿Dónde se ha visto semejante insolencia? Su enfado crecía por momentos y lo esperable era que los mandara decapitar inmediatamente. Sin embargo, debió pensárselo mejor y ya algo más templado mandó que le trajeran varas de mimbre, se supone que para azotar al insolente Eulogio, lo que atemperaría su soberbia. Pero el santo siguió mirando fijamente al cadí y le dijo:
—¿Para qué quieres esas varas?
—Para sacarte el alma a fuerza de golpes —respondió el juez que perdía los estribos a ojos vista.
—Mejor será —dijo san Eulogio— que vayas preparando el alfanje para enviar mi alma al Criador.
A continuación inició el santo un discurso que, a modo de prédica, intentaba demostrar la falsedad de la doctrina musulmana y que la fe en Jesucristo era la única verdadera. El cadí, como sabía de sobra que estaba tratando con un pez gordo de la comunidad mozárabe, prefirió no tomar determinaciones por sí mismo y pasar la pelota al consejo, una especie de tribunal supremo competente para dictaminar sobre estos delitos.
San Eulogio tenía amigos hasta en el tribunal. Sea por tratarse de esa amistad, sea porque temían que arreciara el vendaval si lo ajusticiaban, el caso es que ese juez amigo intentó hacerlo entrar en razón. Compuso el gesto e hizo un tímido intento de convencer dialogando, con estas palabras:
—Hasta ahora no me había extrañado que una panda de ignorantes e idiotas se expusieran sin necesidad a una muerte miserable. Tú eres un hombre sabio, culto, gozas del aprecio de mucha gente, ¿cómo sigues el camino de los insensatos? Te ruego que no te tires a ese precipicio. En un momento de necesidad como este, cede, por favor. Di una palabra retractándote de lo que has dicho ante el cadí y después vuelve, si quieres, a tu religión. Mis colegas y yo te prometemos que no vas a ser perseguido por ello.
San Eulogio, por toda respuesta, exhibió una sonrisa burlona y contestó:
—Son demasiados los bienes de que gozan los que son cristianos como para que me hagas siquiera esa propuesta. Si yo pudiera meterte en la cabeza mis sentimientos, entonces no me intentarías convencer de tus creencias y hasta te harías cristiano tú mismo.
Dicho lo cual, intentó lanzar un nuevo sermón ante el consejo para ver si alguno se convertía al cristianismo. Lo que consiguió con su actitud fue que lo enviaran inmediatamente a la jurisdicción del verdugo. Allí se arrodilló, rezó, y puso su cuello ante la espada que acabó con su vida. Era media tarde del día 11 de marzo del año 859.
Los cristianos recogieron sus restos y les dieron cristiana sepultura en la iglesia de san Zoilo. Cuatro días después fue también decapitada Leocrina. El año 861 muere su amigo Álvaro y el 862 el obispo Saúl. Dos pérdidas muy importantes para la comunidad mozárabe cordobesa.[44]
Las cosas se ponían cada vez peor para los cristianos. A las matanzas y martirios que hemos relatado, se unía la descomposición interna fomentada por los musulmanes y por la actitud de no pocos mozárabes, algunos de ellos de alta consideración social. Ocurría que vivían tan mezclados que acabaron contagiándose de bastantes cosas, y más si esos cristianos estaban metidos en el mundillo de la corte por una u otra razón. La tentación era aprovechar esa cercanía a los emires para conseguir nombramientos eclesiásticos, que evidentemente eran desempeñados por los interesados más como una regalía que como servicio al Pueblo de Dios. He encontrado un aluvión de apóstatas desempeñando oficios religiosos, de los que se aprovechaban a favor de sus propios bolsillos y de los intereses de los emires, descuidando por completo el cristianismo al que deberían dedicarse.
Os voy a contar ahora las andanzas de dos pardales de alto nivel, para terminar diciendo una palabra sobre el último de los grandes abades cordobeses del siglo IX. Los pardales que tanto daño hicieron a la Iglesia fueron Samuel, obispo de Elvira, y Hostégesis, obispo de Málaga. El abad del que os quiero hablar para concluir esta parte de mis relatos es el célebre Samsón.
Samuel fue obispo de Elvira del año 850 en adelante. Su episcopado duró bastante, para beneficio de su bolsillo y perjuicio de los intereses espirituales y también económicos de los que debían ser sus diocesanos. Porque no le quedó maldad en que no estuviera metido hasta las cejas. Para empezar se circuncidó, cosa bastante fastidiada para un obispo, habida cuenta de que debía aparentar un celibato que con ese gesto estaba pregonando a los cuatro vientos que no iba con él. Esa circuncisión tenía otro valor simbólico, aunque secundario, que era manifestar más cercanía de la que sería conveniente a las dos religiones rivales a la suya en la España de entonces, que eran la judía y la musulmana. Siguió negando que exista vida después de la muerte, lo que le dejaba a años luz de la fe que teóricamente debía predicar. Y de ahí en adelante, todo lo que queráis y más.
Menos mal que quedaban en lo que se llamaba Provincia Eclesiástica algunos obispos decentes, que lo destituyeron, lo que enfureció bastante al dichoso prelado, que abandonó Elvira y marchó a Córdoba, con la declarada intención de continuar sus desafueros y sus invectivas contra los mozárabes. Lo primero que hizo fue ganarse al emir, y para ello hizo su entrada en la ciudad un Viernes Santo, rapándose la cabeza como hacían los musulmanes y negando a Jesucristo cualquier autoridad o relevancia divina o humana. Quiero decir que a partir de entonces vivió como musulmán y dedicó el resto de su vida a hacer la vida imposible a los cristianos.
Hostégesis, obispo de Málaga, era sobrino del anterior y aventajó a su tío en maldades e inquinas contra la Iglesia en general y sus diocesanos en particular. Su padre apostató de la fe para dedicarse a perseguir a los cristianos. El hijo se agenció el carisma episcopal y consiguió la sede malacitana con dos objetivos: enriquecerse él y hacer cuanto más daño mejor a sus fieles. La verdad es que no sé cómo los pobres no lo acabaron apaleando por lo que enseguida os contaré.
Era una auténtica joya. No tenía fe ni conciencia, era un ser ambicioso, dedicado por completo a todos los placeres que os podéis imaginar, bastante ignorante, que compró por un puñado de monedas el episcopado de Málaga, con el exclusivo fin de dejar sin blanca a sus feligreses y a la Iglesia que regentaba. Diez años le duró el chollo, desde el 845 al 854. No tenía otro norte que la requisa, la rapiña, enriquecerse en suma a costa de la Iglesia. El pájaro se dedicaba en alma y vida a apropiarse del dinero que agenciaran sus sacerdotes, bien fuera a través del cepillo, con donaciones o por cualquier otro método. Y si se resistían a entregarle el montante, debían vérselas con él. Os cuento un par de casos:
A un cura venerable y viejo que se negó a entregarle todos sus ahorros, le dio tal paliza que el pobre no levantó cabeza. A los pocos días del evento entregó su alma a Dios, el cura apaleado, se entiende. Las cantidades que guardaba la diócesis para edificar templos y ayudar a los pobres, las llamadas tercias, debían pasar a engrosar la fortuna personal del prelado. Algunos clérigos hicieron un tímido intento de resistirse a esa entrega y recibieron su merecido. Mandó a unos cuantos esbirros musulmanes que los azotaran en la plaza pública y de paso les practicaran la conocida decalvación, que era desollarles la cabeza por la parte de la nuca, dejando el hueso al aire libre. Uno de los sayones que debían aplicar el castigo a los pobres tonsurados, abandonaba de vez en cuando los vergajos para vocear ante los concurrentes que el castigo de los clérigos estaba bien merecido por no pagar al obispo.
Y si eso ocurría con los clérigos, no os cuento nada de lo que diseñaba el maldito prelado para esquilmar a sus feligreses. En Málaga, los cristianos se las arreglaban como podían para evitar el pago del impuesto correspondiente por permanecer fieles a su religión. ¿Cómo? Sencillamente callándose y no manifestando a nadie la creencia que profesaban. Así, más mal que bien, capearon el temporal durante algún tiempo para dicha suya, pero con la duda primero y el mosqueo después de los recaudadores.
Ya se sabe que estas cosas terminan por ser conocidas. Si todo el mundo defrauda, las arcas quedan menguadas y esto, como es natural, lo acaba notando el recaudador. ¿Qué podrían hacer las autoridades musulmanas a la vista de esta extendida picaresca? Pues que decidieron ir a la raíz del asunto, que era ni más ni menos que contactar con el obispo para que contara lo que supiera sobre el número y fervor cristiano de sus feligreses. No hace falta que os diga que los musulmanes sabían que Hostégesis era de su cuerda.
Nuestro prelado lo dudó al principio y, pasado un tiempo de reflexión, pensó que era lo más sano estar del lado de las autoridades, por más que fueran enemigos de su fe, y prometió a los enviados de la hacienda facilitarles una lista completa de los que deberían ser sus contribuyentes. Y ¿cómo actuó el dichoso prelado? Pues como un perfecto bellaco. Os cuento:
En la homilía dominical y en las catequesis correspondientes, convenció a sus feligreses de la conveniencia de que su oración por ellos fuera lo más explícita posible, por lo que era necesario tener una lista completa de todos los creyentes, de sus parientes y amigos. Así, entre sus rezos de maitines y laudes, por ejemplo, o entre vísperas y completas, él se encargaría de recordar al Padre Eterno el nombre de sus feligreses para que, ahora que corrían malos tiempos, velara por ellos.
Los cristianos no pensaron ni por un momento que su obispo fuera un canalla y los estuviera engañando como a chinos. Juzgaron buena cosa que Hostégesis rezara expresamente por ellos y se apuntaron en la lista, con nombre, apellidos y filiación completa.
Cuando estuvo redactado el registro, el obispo se lo pasó a los recaudadores y sus feligreses se quedaron sin oraciones, sin dinero, jurando en hebreo y sin querer ver al obispo ni en pintura. Un perfecto bellaco, como os he dicho, pero no fue el único. La Conferencia Episcopal Española estaba casi como el obispo de Málaga. Sin mucha fe, sin demasiada confianza en el futuro y sin saber qué camino tomar.
Con esos fondos nuestro obispo daba convites, organizaba festejos y francachelas a los que estaban invitados los magnates musulmanes. Sus borracheras fueron memorables, como nos cuenta al detalle el escandalizado abad Samsón en su libro Apologeticus. Los mozárabes, como habéis comprobado, estaban cada vez más desanimados, más escandalizados, en una palabra, cada vez peor.
En el otro lado de la balanza quedaban cada vez menos. Alguno hubo, como el abad Samsón, un hombre estudioso, gran latinista, teólogo, experto en Sagrada Escritura y en los Santos Padres, que era hasta cierto punto bien visto en el Alcázar porque de vez en cuando lo llamaban para traducir del árabe al latín y viceversa las cartas que se enviaban o se recibían de las cortes francesa o bizantina.
En el fondo y en la forma era un cristiano, defensor a ultranza de sus hermanos mozárabes y, por tanto, enemigo de gentes como los que acabo de contar. Sus escritos, especialmente el Apologeticus, son alegatos apasionados y llenos de fuerza a favor de los cristianos, en contra de las doctrinas musulmanas y de las vejaciones a que eran sometidos sus hermanos por parte de musulmanes y renegados. Como es evidente, más pronto que tarde una personalidad de ese calibre chocaría contra los arribistas desvergonzados como los antes citados.
La pelea entre ambos bandos, entiéndase que dialéctica, fue memorable, con concilios y todo, intentando cada uno influir a favor de las tesis propias y en contra de las ajenas. Como era previsible, nuestro Samsón tuvo que salir por pies de Córdoba y emigrar a Tucci, la vieja Martos, donde continuó su lucha por la fe que profesaba y por la religión en que creía.
Bien. Hemos dedicado algunas páginas a la vida de los cristianos españoles en tierras dominadas por los musulmanes. Ahora vamos a referimos a los que abandonaron su religión. Y es que durante el remado del emir Muhammad se dieron hechos notables, rebeliones tremendas y gestas memorables de otros españoles, los que por conveniencia o cualquier otra causa se convirtieron a la religión musulmana. Son los muladíes. Vamos allá.
Porque podría decirse que los martirios tocarían a su fin por agotamiento de los sufridores. Sin embargo algo va a estallar. La revolución de los españoles renacerá de sus cenizas. Vamos a ser testigos de nuevas revueltas que amenazarán muy seriamente el emirato omeya de al-Ándalus. El móvil ahora es más patriótico y racial que religioso. O si lo preferís, vamos a ver cómo los muladíes hacen causa común con los mozárabes porque compartían con ellos cultura, formas de vida, y hasta la tierra que pisaban, que era de ellos y se la habían apropiado los invasores.
Los cronistas musulmanes lo tienen claro. Antes, cuando hablaban de los mozárabes, los llamaban politeístas. Ahora que veremos peleando a muladíes, mencionarán a estos últimos como los hipócritas porque simulaban un islamismo que no sentían. Las luchas que veremos a continuación tienen como objetivo único la emancipación, librarse del dominio musulmán, y las emprenden simple y llanamente los españoles. Vamos a ellas.
Muhammad tenía francamente complicado el dominio de todas las tierras de España. En el norte estaban creciendo y fortaleciéndose los reinos asturianos y gallegos. En Toledo acabamos de mencionar nuevas revueltas de españoles, a las que seguirán muchas más. En cuanto a Aragón, podemos afirmar que contaba con un Estado en la práctica independiente de Córdoba. Por aquellas tierras mandaba una familia muladí de la que algo hemos hablado anteriormente, que eran los Banu Qasi.
Esta era una familia de origen visigodo, que habían abandonado su religión cristiana para hacerse musulmanes pero mantenían muy fuerte su sentimiento español. De hecho vivían como españoles, se casaban con españolas, fueran o no cristianas, y aunque no hacían ascos a alianzas con los emires cordobeses, en realidad no pertenecían a ese bando, que, si podían, se unían a los suyos.
El primer Musa, os conté que apareció allá por el 788, y sus descendientes se negaron sistemáticamente a reconocer la soberanía de los omeyas. Naturalmente que esas posturas se modulaban según la personalidad y la fuerza del que ejerciera el liderazgo en cada momento. Cuando accedió al trono Muhammad, los tenemos detentando el poder absoluto en Huesca, Zaragoza, Tudela y sus comarcas, sin depender en absoluto de Córdoba y estableciendo alianzas con sus hermanos de Toledo para conseguir la independencia y la unión entre los reinos cristianos.
Estos muladíes para nada eran hostiles a los mozárabes, porque aunque fueran musulmanes, se sentían hermanos de ellos, que en Zaragoza disfrutaban de bastante tolerancia casi siempre, a menos que las circunstancias o las enemistades interiores indicaran otra cosa.
Ahora vayamos a Mérida, que se parece bastante a lo que os acabo de contar. Quiero decir que también era capital de una de las marcas, la inferior, y que la mayor parte de sus habitantes eran españoles, con lo que la malquerencia a los omeyas estaba servida. Pero hay algunas variantes entre lo que hemos hablado de Toledo y lo que os contaré a continuación, que es de más recorrido porque la revuelta no va a ser sometida ni por Muhammad, ni por sus dos siguientes sucesores, porque igual que en Aragón, contarán con un personaje que va a dar que hablar en adelante. Me refiero a ‘Abd ar-Rahmān ibn Yunus, conocido por casi todos como Ibn al-Chilliqí, que en castellano traducimos por «el hijo del gallego».
Ante todo, digamos que era muladí de pura cepa, de familia procedente de Portugal pero asentados desde tiempo atrás en Mérida. Su padre había sido un fiel servidor de ‘Abd ar-Rahmān II, hasta el punto de dejarse matar por defender el emirato, cosa que su hijo en modo alguno estaba dispuesto a hacer. Más bien al contrario, se agenció una buena panda de rebeldes como él y decidieron librarse del yugo que suponían para ellos los emires cordobeses. Esto ocurrió en el año 868.
Muhammad no dejaba podrir estas rebeliones, así que salió inmediatamente a hacer frente a los sediciosos, que en realidad estaban mal armados y peor equipados, con lo que tuvieron enseguida que pedir la rendición.
El emir no solía ser tajante en estos casos, como lo fue su abuelo al-Hakam, por ejemplo. Era de la opinión de que cortar cabezas de insurgentes, salvo casos excepcionales, no conducía a nada bueno sino que más bien envalentonaba al personal. Por eso les perdonó la vida, con la condición de tenerlos atados en corto, lo que para el caso se traducía en que todos los amotinados debían vivir en Córdoba con sus familias y servir como soldados en los ejércitos. Desde luego, Mérida fue arrasada, a excepción de la Alcazaba, que debía servir de residencia al gobernador y a su guarnición correspondiente.
El Hijo del Gallego se acomodó en Córdoba más mal que bien hasta que un desagradable incidente ocurrido en el 875 le hizo salir de allí bastante mal parado. Resulta que los muladíes eran normalmente tratados con desprecio por los árabes de pura cepa y un día, el primer ministro, llamado Hashim, por un quítame allá esas pajas, delante de todos los consejeros, le lanzó una sarta de improperios, entre los cuales destacaba el siguiente:
—¡Un perro vale más que tú!
Nuestro Hijo del Gallego era rebelde por naturaleza y no aguantaba humillaciones. Por nada del mundo dejaba de responder esa clase de injurias, y eso intentó sin llegar a conseguirlo porque Hashim, en vista de su manifiesta insumisión, ante todos se hartó de darle bofetadas. A partir de ese día vivía pensando en el momento de su venganza, para lo que era fundamental salir de Córdoba y buscar refugio en algún lugar seguro. Sólo unos días después salieron de allí y buscando buscando encontraron a escasas tres leguas al sur de Mérida un castillo conocido como Hisn al-hannash, o «castillo de las Culebras».[45]
De nuevo salió a por él el emir y por segunda vez el Gallego salió mal parado. No aprendía de errores pasados. Ni tenían agua para beber, ni alimentos con que subsistir, así que los sitiados tuvieron que sacrificar caballos para alimentarse. Nuevamente les vemos pidiendo árnica al emir, y nuevamente éste les perdona, con la condición de que en adelante residieran en una pequeña aldea del valle del Guadiana, llamada Badajoz.
Muhammad actuó con bastante ingenuidad creyendo que nuestro hombre se iba a estar quieto de una vez por todas. Se equivocó de medio a medio porque a esta clase de personajes no hay quien los pare. En esta ocasión se preparó más concienzudamente. Se ocupó de completar y reedificar las desvencijadas murallas de Badajoz para defenderse con alguna solvencia. Aquí nadie le iba a privar de agua en abundancia ni de alimentos para subsistir. Y en cuanto a preparación de las tropas, bien sabía todo el mundo en al-Ándalus que existía un caudillo de muladíes que era el más fuerte y el más diestro en el manejo de las armas, al que moros y cristianos conocían con el mote del Saltimbanqui, nombre árabe, os lo advierto, que traducido al castellano significa «el del regocijo perpetuo», por lo fuerte que era y lo contentos que se ponían cuantos luchaban a su lado. Un buen dúo. Entre el Hijo del Gallego y el Saltimbanqui, se iban a enterar el emir y todos los ejércitos cordobeses juntos.
El paso siguiente fue sublevar a todos los muladíes de Mérida y su comarca, una especie de cruzada, para lo que se preparó una ideología algo peculiar y desconocida hasta entonces. Algo así como un sincretismo, mezcla imaginativa entre las dos religiones, que nuestro hombre, como buen gallego aunque fuera de apodo, quería contentar a todo el mundo hasta mentalmente. Pero lo principal era la guerra y ya se sentían fuertes para acometer cualquier empresa, incluso la de atacar a los soldados cordobeses.
El emir debía estar ya hasta las narices de las rebeliones del Gallego y compañía. Seguramente por ese cansancio no salió él personalmente a hacerle frente y mandó un buen ejército, al mando de su hijo al-Mundir y del primer ministro Hashim, el mismo que se hartó de darle bofetadas ante el consejo, como antes os conté. El Gallego, al enterarse de que venían a por él, envió al Saltimbanqui a León en demanda de ayuda para salir del atolladero en que una vez más se había metido. Menos mal que Alfonso III, el sucesor de Ordoño I, acudió enseguida en auxilio de sus hermanos de sangre.
Él, desde luego, no se hizo de rogar y marchó a encontrarse con el enemigo cordobés, aun antes de que le llegaran los previsibles aliados leoneses. No tardó en encontrarlos en las cercanías del castillo de Monsalud, en dirección a Sevilla. Allí se enfrentó a su odiado enemigo Hashim.
Al principio las cosas no fueron muy bien para el Gallego. Sin embargo, cuando llegaron los refuerzos leoneses, ya el enfrentamiento no tuvo color. Hicieron lo que tantas veces hemos visto en esta clase de enfrentamientos. Nuestros muladíes, capitaneados por el Gallego y el Saltimbanqui, procuraron que se adentraran los soldados cordobeses en unas zonas escarpadas, los esperaron en una especie de desfiladero y allí fueron vapuleados de lo lindo, sin que pudieran defenderse. Literalmente los ejércitos del emir fueron destrozados. Perecieron al menos cincuenta de sus mandos y el mismo Hashim cayó gravemente herido. Ni que decir tiene que sus captores lo pusieron de rodillas ante el anteriormente abofeteado, sabiendo que le tenía ganas desde el día de marras. Sin embargo, el Gallego se portó como un caballero, o mejor, como un Quijote aunque ese personaje no viera la luz hasta bastantes siglos más tarde. Ni un reproche, ni una simple bofetada en respuesta a las que recibió, ni una mirada de esas que confunden. El Gallego se conformó con enviárselo como regalito al rey Alfonso, que sabía era bastante avaro y por él le pagarían los cordobeses su buen estipendio, como compensación a la expedición que acababan de rematar.
Pues valiente castigo le dieron al ex primer ministro de Muhammad. Entre que los leoneses exigieron una suma suculenta, nada menos que 100.000 dinares, y que los familiares del primer ministro no debían tener las arcas boyantes, la conclusión es que se pasó en unas mazmorras de León más o menos dos años, que sepamos. Eso sí que fue servir una venganza en plato frío, con elegancia y todo.
El Hijo del Gallego se sintió fuerte y continuó sus correrías por tierras de Sevilla y Huelva, devastando mientras pudo las cosechas de sus enemigos. Digo esto porque la otra parte no era manca y Muhammad tenía bastantes ganas de vengarse de este personaje díscolo e inquieto. En el verano del año 877 un ejército mandado por el príncipe al-Mundir tomó la dirección de Mérida, ante lo que el Hijo del Gallego abandonó el campo y se marchó a las tierras asturianas, donde su aliado Alfonso III le recibiría bastante bien, o al menos eso pensaba él.
Nuestro personaje permaneció en León hasta el año 884, en que le encontramos de vuelta en al-Ándalus. Probablemente tuvo algún altercado con el soberano de allá, el caso es que salió de mala manera, otra vez camino de Badajoz, la tierra que adoptó como suya. Y vuelta la burra al trigo, que Muhammad estaba de él hasta el gorro y apenas se enteró de su regreso envió a sus tropas para que se marchara lo más lejos posible. Sin embargo, el emir le va a pasar la mano una vez más, perdonando a medias sus rebeliones. Le dejará vivir en Badajoz con tal de que le reconozca como soberano, al menos formalmente, que no había nacido quien a éste lo metiera en vereda. A partir de entonces Badajoz, como otras tierras españolas, hará rancho aparte y será un territorio en la práctica independiente del emirato omeya.
Vamos ahora a una tierra enclavada en las zonas más aisladas de al-Ándalus, arropada por Córdoba, Elvira, Sevilla, y al sur por el mar mismo. Una tierra poco apropiada para rebeliones o revueltas como las que hemos narrado, porque Zaragoza, o Mérida, o Toledo, hacían frontera con reinos cristianos y eso les facilitaba el contacto con ellos y en caso de necesidad una fácil huida. Me estoy refiriendo a Málaga, la provincia entonces llamada de Regio, en la que vamos a ser testigos de las revueltas más formidables y más peligrosas para el califato de cuantas se hayan producido. Por su propia geografía parece imposible lo que vamos a contar. Pero si tenemos en cuenta la psicología de las gentes que pueblan la provincia, ya el asunto cambia, especialmente si se tiene un caudillo que lidere las ansias de libertad que ha tenido este pueblo desde siempre. Y ese caudillo lo tuvo. Se llamó ‘Umar ben Hafsun y es uno de esos personajes, mitad líderes populares, mitad bandoleros que se han dado en la Serranía de Ronda. Os aseguro que vale la pena detenemos a contar su vida y su historia.
‘Umar ben Hafsun nació en el año 854 en una alquería cercana a Parauta, llamada entonces Hins Auta. Era hijo de una familia más que acomodada, de la que os daré algunos datos.
Cuando los musulmanes atravesaron por primera vez el Estrecho y derrotaron a los godos, era gobernador de Ronda el quinto abuelo de ‘Umar, que se llamaba Altfuns. No he conseguido saber demasiadas cosas de él pero a juzgar por su nombre, debía ser un personaje de bastante importancia. Ya sabéis que el nombre Altfuns, nuestro castellano Alfonso, es la unión de dos palabras. Alt que significa «noble», y Funs quiere decir «guerrero belicoso». Si nos tomamos la etimología de su nombre y la aplicamos al personaje, era un noble en toda la extensión del término.
Esto permitió que el cargo de gobernador o conde de Ronda y su comarca lo siguieran desempeñando sus descendientes. Un hijo de Altfuns, llamado Fruela o Frugela, el cuarto abuelo de nuestro personaje, heredó cargo y funciones del padre. Un nieto de Altfuns, llamado Damián, el tatarabuelo, a quien los musulmanes llamaban Dobzan, fue el sucesor de Frugela. Y un bisnieto de Altfuns, el bisabuelo de ‘Umar, que se llamó Septimio, sucedió a Dobzan.
En tiempo de Septimio las cosas cambiaron bastante. O mejor dicho, en los años que pasaron, desde Altfuns hasta Septimio, las circunstancias fueron cada vez a peor para los españoles. El bisabuelo Septimio era un hombre muy ambicioso. Había visto a sus antepasados desempeñar el mando en Ronda y su comarca y tenía claro que iba a perder posesiones y prebendas a no ser que diera un giro radical a su modo de vida. Todo era ya musulmán. La música, la cultura, el dinero, por supuesto el poder, estaban controlados casi en exclusiva por los musulmanes. A los cristianos no les quedaba otra opción que marchar a tierras del norte, donde estaban dando sus batallas a los invasores, o aceptar la nueva situación y hacerse musulmanes para asimilarse a todo lo que les rodeaba.
Al final a Septimio le empujaron dos cosas: el amor a su tierra, que en modo alguno deseaba abandonar, y la ambición, el poder y el dinero a que estaba acostumbrado desde que nació. No soportaban marcharse, dejar su preciosa ciudad y su Serranía. Tampoco aceptaba una pobreza a la que nunca estuvo acostumbrado. Un día llamó a sus hijos, a los representantes de los emires cordobeses, a la nobleza rondeña, y ante todos, en una ceremonia solemne, reconoció a Alá como Dios Único, a Mahoma como Profeta y públicamente se hizo circuncidar. Su nombre dejó de ser Septimio. En adelante todos le llamaron Xatim.
En la conversión le siguieron sus hijos, que vieron morir al padre al poco tiempo. Le sucedió como gobernador de Ronda el primogénito, el abuelo de ‘Umar, al que ya todos llamaron Sofar ibn Xatim. Siguiendo la costumbre musulmana, su nombre ya se fue complicando. Para decirlo en nuestra lengua romance, deberíamos llamarle «el Calderero, hijo de Septimio». Pero, como era previsible, en Ronda le pusieron un mote: le llamaron para siempre el Islamí, que quiere decir simple y llanamente «el islamizado», o mejor dicho, «el renegado».
Esta conversión supuso para él muchos beneficios. Pudo continuar siendo gobernador de Ronda, pero lo mejor que le ocurrió, la única cosa por la que sus sucesores lo bendijeron, fue porque los emires le regalaron la preciosa alquería de la Torrecilla, una estupenda finca de la Serranía, cercana al castillo llamado por nosotros Parauta y por los dominadores musulmanes Hins Auta, donde nació ‘Umar. Junto a estos beneficios, vivieron el contratiempo sentimental de no sentir para siempre como suya la religión de sus padres.
Nuestro personaje, ‘Umar, siempre fue un rebelde. Nunca aceptó a un rey extranjero como el que desgraciadamente padecían en España desde que Tārif desembarcó con sus expedicionarios allá por el año 710 de la era cristiana. Hacía ya de eso muchos años y los invasores cada vez se hacían más insufribles para los españoles, fueran de religión cristiana o musulmana. ¡Le daban asco! Y no sólo a él sino a la mayoría de los habitantes de estas tierras. Ese era el ambiente más extendido entre las gentes de la comarca de Regio, hoy provincia de Málaga.
Muchos de ellos, en el tiempo de la conquista habían huido a los montes para no caer bajo el dominio musulmán. La mayor parte continuaban siendo cristianos y a la par mantenían un amor a su patria que se estaba perdiendo en otras regiones de España. Oían hablar de las rebeliones de Mérida, las matanzas de Toledo o Córdoba y sentían hervir su sangre hasta el punto de tomar las armas ellos también, intentando repetir las hazañas de aquellos héroes soñados y superarlas si fuera posible. Más de una vez habían pensado unir las fuerzas de todos los rebeldes para hacer frente a los invasores, que de no hacerlo así, difícilmente iban a conseguir la libertad y la soberanía de que gozaron sus antepasados.
La Iglesia de Málaga era una de las más antiguas y famosas de España. Aún conservaba casi intacta su estructura, su sede episcopal, sus iglesias y sus monasterios. Pero lo más notable era que entre los cristianos se mantenía lo que podíamos llamar espíritu nacional o sentimiento de patria. Allá por el año 880, los habitantes de las tierras de Málaga, desde la serranía hasta las costas limpias y cálidas del Mediterráneo, estaban enardecidos con las noticias que llegaban desde las provincias donde las rebeliones contra los emires se hacían más notables. Para unirse a esas revueltas, o quizá para organizar las propias, bastaba un paso, que dieron bajo el liderazgo de ‘Umar ben Hafsun.
‘Umar, desde niño, era un ser inquieto, indomable, valiente, tal vez fogoso o quizá irresponsable. Lo que podíamos llamar un chico difícil y un ser rebelde por naturaleza. Apenas era un muchacho y ya lo encontramos envuelto en peleas y quimeras porque era de esas personas que están siempre en medio de líos, y si no los tienen, los buscan. En una de estas mató a uno de sus vecinos. Su padre, que estaba harto de él, y temiendo a la justicia que, como sabéis, era sumarísima y expeditiva, resolvió sacarlo de Parauta y enviarlo a un lugar más montañoso aún y bastante inaccesible. Lo mandó a un poblado enclavado en una especie de nido de águilas, llamado Bobastro.
Bobastro es un lugar único, cercano a un imponente desfiladero llamado El Chorro, que domina el inmenso y precioso valle del Guadalhorce. Nuestro personaje, por las mañanas se levantaba cuando todavía se podían ver en el cielo las estrellas. Si os fijáis, es como si el manto estrellado de la noche se fuera retirando para dar paso a una luz sonrosada que se asoma por el Oriente y desde ahí lo va invadiendo todo. La oscuridad se va marchando, las estrellas poco a poco también, porque un reguero de luz color rosa se apodera del cielo en un trazo cada vez más amplio y más blanco. La naturaleza entera ya ha intuido lo que va a suceder, y cuando todavía es de noche, los animales se van llamando unos a otros anunciando el nuevo día. Rugen los lobos que cazan en las laderas del monte, comienzan a cantar los pájaros, los gallos, que se sienten en la obligación de despertar a todo lo que les rodea, parecen desperezarse orgullosos mientras entonan su quiquiriquí, conscientes de que están llamando a los que aún no han despertado. Sientes dentro de ti que se ha producido un nuevo milagro, te ves despertar con toda la naturaleza, aspiras fuertemente el aire frío de la mañana y te dispones a comenzar de nuevo.
Cuando ‘Umar contemplaba ese espectáculo, se echaba en la cara un poco de agua muy fría, tomaba un trago de leche que acababa de ordeñar de sus cabras y se ponía a hacer algo en el campo. Debía sembrar para comer él y los pocos amigos, fieles que le habían acompañado hasta este lugar único.
Pero ‘Umar no era capaz de quedarse quieto, contemplando las estrellas y esperando pasivamente lo que la vida le regalara mañana. Encima, tenía metido muy dentro el espíritu de pendencia, de pelea y cosas por el estilo, a lo que le animaban algunos compañeros de correrías que lo habían acompañado hasta este lugar poco menos que inaccesible. La consecuencia fue que, partiendo de Bobastro como base de operaciones, andaba de acá para allá cometiendo sus fechorías, sus rapiñas y desafueros por los pueblos cercanos de Ardales, Antequera o Casarabonela. Era ni más ni menos que un bandolero. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir, que el gobernador del lugar lo prendió y mandó que lo azotaran públicamente a ver si cambiaba de modo de vida, hecho lo cual, lo envió a su padre, por si hacía carrera de él y se comportaba a partir de entonces como un hombre de provecho.
El padre cuando vio que le traían a su hijo de esa manera, le dio literalmente con la puerta en las narices, diciendo a los enviados del gobernador y a todo el que quisiera oírle, que su hijo para él no existía y que no deseaba verlo ni en pintura.
‘Umar se sintió verdaderamente mal. Ni lo quería su padre, ni tenía en su tierra un lugar donde fuera bien recibido, en vista de lo cual se preparó el petate, tomó el camino de la costa, subió a un barco que se daba a la vela y le llevó a las cercanas y a la par lejanas tierras de África, donde al menos podría comenzar de cero. Allí anduvo bastante desorientado, vagando y mendigando hasta que llegó a un pueblo llamado Tahort, donde consiguió un empleo como aprendiz en la casa de un sastre paisano suyo. Al fin podría decirse que nuestro personaje asentaba un poco su loca cabeza.
Habían pasado días y meses en un trabajo rutinario y hasta aburrido, para nada parecido a lo que dejara atrás por las serranías malagueñas. Ni siquiera pensaba ya que alguna vez volvería a ver a su familia, sus amigos y aquellos lugares únicos que le vieron nacer. Pero el destino marca a las personas, no se sabe cómo ni cuándo, porque un día se presentó en la sastrería un viejo andalusí con aspecto de astrólogo, con una pieza de tela en la mano, pidiendo que le cortasen un vestido para sustituir al único que poseía, raído por los años y zurcido mil veces. Era uno de aquellos españoles que habían huido a África y que soñaban con que alguna vez recuperarían su libertad y su independencia. En la charla que mantuvo con el dueño de la tienda y con el aprendiz, conoció que tenía delante a un personaje de quien había oído hablar multitud de veces. Era ‘Umar, el hijo de Hafsun, el bandolero de las montañas de Bobastro. Todo el mundo sabía en al-Ándalus, y lo sabía también el viejo, que ‘Umar era en realidad un caudillo, un héroe de la independencia de su tierra, y era necesario que volviera cuanto antes para devolver la esperanza, ya casi perdida, a los españoles, fueran muladíes o mozárabes. El viejo entornó sus ojos y mirando fijamente a ‘Umar, le dijo:
—¡Oh desdichado! ¿Quién te ha aconsejado tan mal como para que vengas aquí a tener como único fin de tu vida luchar contra la pobreza? ¡Vuélvete a tu país! Yo te aseguro que llegarás a estar por encima de los omeyas y reinarás en tu patria sobre un gran pueblo.
Las palabras del viejo levantaron los ánimos de ‘Umar, bastante decaídos. Por otra parte, ya era conocido en Tahort, y por consiguiente en estas tierras africanas. Nada tendría de extraño que algún desalmado cometiera algún disparate, matándolo cuando pasara por alguna esquina del pueblo, o como mal menor ser entregado al emir de Tahort, bastante amigo de los omeyas. Era un peligro para su vida el haber sido reconocido. Mirándolo bien debía volver a su tierra para llevar a cabo lo que para el viejo era una simple adivinación del futuro y para él un sueño que le había acompañado desde niño y que ahora vivía más fuerte que nunca. ¡Volvería a España!
No esperó al día siguiente. Apenas abandonó la sastrería el viejo andalusí, ‘Umar metió dos panes en las mangas de su aljuba y salió a escape camino de los lugares de la costa de donde salían renqueantes bajeles hacia las costas de su añorada Andalucía. Nunca había hecho un viaje con tanta ilusión. Si hubiera podido, habría henchido con sus pulmones las sucias velas de aquel viejo barco que gemía por el empuje del viento y de las aguas.
‘Umar no se atrevió a presentarse en su casa, después de la recepción que le dio su padre a la vuelta de Bobastro, y necesitaba un primer empuje para rehacer su vida una vez más. Menos mal que encontró a un tío suyo llamado Modhair, que cuando le contó la escena del viejo astrólogo en la sastrería de Tahort, le abrió las puertas de la casa, le ayudó en sus inicios, lo comprendió y, lo más importante, financió sus sueños. El tío estaba convencido de la valía del sobrino y de que al menos debía intentarlo. La empresa era grandiosa. Nada menos que librar a la patria de los invasores extranjeros. Quién sabe si lo conseguiría o sus intentos terminarían en fracaso, pero debía poner manos a la obra. El objetivo de ‘Umar, sus sueños, valían la pena. Modhair le dio lo que necesitaba: le facilitó un puñado de dinero y le consiguió la compañía de un grupo de unos cuarenta jóvenes, tan lunáticos y atrevidos como él. Con esto, por ahora, bastaba para iniciar su proyecto.
Era el año 850 cuando ‘Umar y sus cuarenta compañeros de aventuras tomaron el camino de una fortaleza que conocían sobradamente. Su refugio, su castillo y su base de operaciones sería Bobastro. Un lugar único, situado en lo alto de una peña inaccesible, con algunos muros romanos medio destruidos, con cuevas muy antiguas que les dieran cobijo y desde donde se contempla y domina un horizonte amplísimo, ideal para estar atento a eventuales atacantes. A los pies de esas peñas discurre un río precioso, al que los árabes llaman Guadalhorce, que en castellano quiere decir Río de las Viñas, por la cantidad de ellas que hay sembradas en sus riberas. Y en el horizonte, las costas andaluzas, la montaña de Tārik, y, en los días más limpios de bruma y de nubes, la costa africana, desde donde llegaron a España los males que ahora padece. Allí asentó sus reales ‘Umar, y allí quiso poner los cimientos del Estado que soñaba.
Bobastro era un lugar ideal para sus propósitos. Era inaccesible, dominaba desde la altura el territorio de sus enemigos. Él conocía palmo a palmo las veredas y vericuetos para subir o bajar, atacar a los enemigos o defender su preciada fortaleza. ‘Umar y sus compañeros reconstruyeron los muros dañados, perforaron pasadizos secretos, reforzaron las viejas almenas y acondicionaron habitaciones dignas para ellos y para los que quisieran unírseles, que el grupo de lunáticos crecía por días con un incesante número de hombres de armas que querían compartir el sueño de ‘Umar. Cuando la fortaleza estuvo reparada y las habitaciones construidas, se sentían señores de España. Sus sueños, poco a poco, iban tomando forma. Ahora quedaba, nada más y nada menos, que tomar las armas contra los malditos invasores.
Lo estaban deseando. No habían pasado más que unos cuantos días en su castillo tantas veces soñado y ya bajaban a las alquerías y pueblos de los alrededores, robando y matando a los conocidos enemigos de su pueblo, para volver a su refugio con las cosas que habían conseguido requisar. Y no habían pasado dos o tres meses cuando aquella partida dejó definitivamente de ser de bandoleros para tomar un carácter más político, más de reivindicación de libertad, como que era la expresión de un pueblo oprimido y machacado que siente necesidad de pelear por ser libre.
A partir de entonces la hilera de hombres que subían aquellas empinadas cuestas para unirse a los sediciosos, aumentaba por días. Venían sobre todo mozárabes y también muladíes, arrepentidos de haber cambiado de vida y de religión y deseosos de volver a sus viejas leyes y costumbres. De vez en cuando acudían también simples aventureros, de esos que necesitan una guerra para respirar, o quizá musulmanes despechados, perseguidos por algún crimen, que evitaban así la persecución de las autoridades cordobesas.
Era la hora de intentar empresas de mayor calado. Había que llegar en las correrías hasta ciudades y pueblos de importancia, precisamente cuando las tropas cordobesas mantenían peleas bastante serias contra nuestro viejo conocido El Hijo del Gallego. Sólo de esa manera se dibujaba el desafío de mostrar abiertamente que las hostilidades tenían como objetivo nada menos que el emir Muhammad y todo lo que él representaba. Sus primeras expediciones de envergadura fueron contra Campillos y luego contra los grandes pueblos, como Lucena, Poley (Aguilar), Cabra y Montilla en la campiña cordobesa.
La corte del emir enseguida acusó el golpe y se tomaron bastante en serio la cantidad y calidad de aquellos golpes de mano. Se diría que hasta se asustaron a la vista del discurrir de los acontecimientos. El primero en responder a las tropas de ‘Umar fue el gobernador de Archidona, que se llamaba Amir. Estos gobernadores estaban siempre dispuestos a sofocar revueltas internas y externas. Eran algo así como la primera fuerza de choque en defensa de la legalidad cordobesa. Sin embargo, en este caso sufrió una rápida y humillante derrota. Su ejército era mediano y jamás hubiera podido hacerse con una plaza del calibre y de las defensas de Bobastro. Además, las tropas de ‘Umar no estaban compuestas por soldados al uso sino por guerrilleros que aprovechaban el terreno para caer sobre el enemigo, replegarse, luego atacar de nuevo, en movimientos ágiles e imprevisibles. El resultado fue que el prestigio de las tropas de Amir cayó por los suelos, en la misma proporción en que subió hasta los cielos la fama y la moral de las tropas españolas de ‘Umar.
Los temores en el Alcázar cordobés crecían por días. Esta no era una revuelta de poca monta, como tantas otras que habían tenido que someter y que ya conocemos. Se trataba de algo mucho más serio. Como primera providencia, Muhammad destituyó fulminantemente al gobernador de Archidona. A partir de ahí se imponía un estudio concienzudo de la situación y tomar medidas que fueran eficaces para extirpar un cáncer que amenazaba el emirato. No podían dejar pasar el tiempo, así que bajo la presidencia del emir se reunió el consejo y se decidió enviar al primer ministro, que era a la sazón el ajetreado Hashim, ya por nosotros conocido de anteriores hazañas. Debía partir hacia Bobastro al mando de un ejército importante, con órdenes expresas de acabar con ‘Umar y con toda su tropa.
Las noticias volaban desde Córdoba a Bobastro. ‘Umar contaba con partidarios en todas partes porque casi todos los españoles compartían sus ideas de libertad e independencia. En muy poco tiempo se supo en Bobastro que venía un ejército muy serio a sacarlos de su nido de águilas. Y, como era de esperar, organizó la defensa. Divide y vencerás. No era prudente que todos sus hombres permanecieran encerrados en la fortaleza. Sería mejor sacar un par de destacamentos y situarlos en las montañas cercanas para atacar por la retaguardia a los cordobeses. ‘Umar contaba con subalternos bastante solventes, los destacamentos los puso al mando de dos muladíes llamados Lope y Abixoard y los envió a la serranía, por la parte de Grazalema, cerca y lejos de Bobastro.
El ejército de Hashim era inmenso. Nunca habían visto los rebeldes nada igual. En unos días los teman cercando por completo su viejo castillo. Que consiguieran conquistarlo era otro cantar. Los muros y los tajos que lo defendían daban miedo a cualquiera que se planteara entrar en él. Lo que estaba claro era que de allí no salían sin el beneplácito de los cordobeses. Y encima Hashim sabía que dos destacamentos de ‘Umar andaban por los montes cercanos. Su táctica estaba descubierta y había sido desbaratada porque se habían sometido a los cordobeses. Lo más inteligente, por el momento, era negociar una avenencia con seguro de vida para los rebeldes y otras condiciones ventajosas. Eso era lo mejor para todos porque ni Hashim podría sacarlos de allí sin que se produjera una carnicería en sus hombres, ni ‘Umar podía salir con vida de su ratonera, hiciera lo que hiciera.
El resultado fue que se firmó esa avenencia y ‘Umar salió de Bobastro dejando en la fortaleza una pequeña guarnición, y fueron recibidos con toda solemnidad y consideración por el emir Muhammad. Al fin y al cabo los españoles eran hombres muy aprovechables si sabían tratarlos adecuadamente. Y, ¿qué sacaban con otra matanza y más rebeliones? A estas alturas en la corte se tenía asimilado que no era lo mejor una política de mano dura a toda costa. Si era factible templar gaitas, mejor. El emir demostró consideración a los rebeldes y los admitió en sus ejércitos donde podrían pelear y obtener sus buenos emolumentos. Quizá así se aplacaran sus sentimientos independentistas.
Y la verdad es que al principio las cosas funcionaron razonablemente durante su estancia en Córdoba. Tenían sus casas pagadas por el ejército, se les daba comida y manutención suficiente para que se sintieran como en casa, y de guerras o aceifas, pues irían a las que se les indicara. Como a éstos les encantaba pelear donde fuera, bien pensado estaban mejor que querían, especialmente si olvidaban sus afanes nacionalistas o independentistas, cosa que ocurrió enseguida. Su antaño enemigo, el célebre primer ministro Hashim, acabó por admirarlos por su valentía y su decisión.
Una de sus más célebres expediciones al lado del ejército cordobés les llevó al gran desfiladero de Pancorbo, donde Castilla se estrecha en un pasadizo diabólico que lleva hasta tierras de vascones. Los mandaba una vez más su ya querido Hashim. Allí, retorciendo un poco sus sentimientos, pelearon contra hermanos de raza, los muladíes mandados por Muhammad ibn Lope, para la ocasión el jefe de los Banu Qasi, que se había aliado contra Don Alfonso, el rey de León. Y les fue bastante bien porque ‘Umar y sus hombres fueron la admiración de los cordobeses por su valentía y su destreza en el manejo de las armas.
Cuentan los viejos cronistas que en esta expedición ocurrió algo singular y bastante inesperado. Un jeque muladí, familia de los Banu Qasi, lo vio pelear en aquellos desfiladeros y enseguida se dio cuenta de que estaba ante un personaje especial. Como éstos eran bastante dados a la adivinación, algún sentimiento le dijo que debía manifestar a ‘Umar lo que su mente le estaba dictando. Por eso, al concluir la batalla se acercó a él y le dijo lo siguiente:
—Vuélvete a tu castillo y llegarás a ser el señor de gran parte de Andalucía.
Así, entre luchas de frontera y bienestar en sus mansiones cordobesas, parecía que nuestros héroes olvidaban los ideales revolucionarios e independentistas que alentaban en Bobastro, para acomodarse a una existencia más ciudadana y convencional.
De todas maneras, la vida en Córdoba para unos muladíes como los de ‘Umar no era del todo fácil. Ya os he contado en relatos anteriores cómo los árabes despreciaban hasta el odio a los que no eran de su casta, sin distinción de bereberes, muladíes o mozárabes. Uno de esos episodios fue decisivo para el futuro de ‘Umar y sus tropas. Os lo voy a contar.
Resulta que el gobernador de Córdoba, un tal Ganim, era enemigo acérrimo del primer ministro Hashim. Es evidente que cuando se odia de esa manera a un superior, ocurren dos cosas. La primera es que, a pesar del más alto estatus del adversario, no se olvida ese odio, antes bien, se tienen más ganas si cabe de hacerle daño. Y la segunda es que se evita el choque frontal con el odiado, del que evidentemente se saldría perdiendo. Es preferible buscar vericuetos, caminos secundarios, hacerle faenas en las espaldas de terceros, que así probablemente no nos retratamos ante el que manda y desahogamos la inquina que nos corroe, haciéndola caer sobre las espaldas de un amigo del odiado.
A lo que vamos. Que Ganim sentía odio africano por Hashim, que Hashim era bastante amigo de ‘Umar y que, como consecuencia, Ganim hacía la vida imposible a nuestros héroes de Bobastro, ocasionalmente reconvertidos a la obediencia del emirato de al-Ándalus. Si estaba estipulado que se les diera pan blanco de buen trigo candeal, se les daban cuscurros más duros que las piedras o, como mal menor, un oscuro y horroroso pan de centeno. Y si el gobierno cordobés debía procurarles alojamiento saludable, los cambiaba de posada un día sí y otro también, zarandeándolos desde posadas sucias y oscuras a otras más inmundas todavía. El caso era amargarles la vida para fastidiar en sus espaldas a su protector el bueno de Hashim.
Ya sabéis cómo era el temperamento de ‘Umar. Pues de esa clase de personas que aguantan las afrentas bien poco. Además, como era lo que se dice vulgarmente un culillo de mal asiento, ya estaba un poco cansado de la vida ciudadana y añoraba su vieja fortaleza de Bobastro. Un día de esos en que el pan era peor que malo, agarró uno con sus nervudas manos y se presentó ante Ganim con los ojos que se salían de sus órbitas. Cuando lo tuvo delante le espetó, sin más miramiento ni consideración:
—Dios te perdone, pero ¿tú crees que es posible echarse esto a la boca?
El gobernador, que no estaba por aguantar impertinencias de unos desgraciados muladíes, le contestó, también de mala manera:
—¿Y tú, quién eres para venirme con esas quejas? No eres más que un desgraciado diablo, que no se merece ni ese pan ni ninguno.
‘Umar se comía por dentro de indignación y de rabia. Una cosa así hacía mucho tiempo que nadie se había atrevido a decírsela. Sin pararse a mirar las consecuencias de su enfado salió en busca de Hashim y le contó lo ocurrido. Y su respuesta fue la de una persona que siente lo que ha pasado pero no le encuentra fácil solución. Esto le dijo:
—Esta gente no sabe lo que tú vales. Es mejor que hagas que se enteren de una vez de lo que llevas dentro.
‘Umar no necesitó que le dijeran más. Se reunió con sus antiguos compañeros de armas, les contó lo que le acababa de suceder y les propuso volver a su fortaleza de Bobastro a concluir el proyecto que habían dejado aparcado por la estancia considerada en la Córdoba de los omeyas. Se trataba de volver a la libertad, a la vida aventurera que habían llevado durante años en el castillo de las montañas malagueñas.
Sus hombres estaban deseando oírle esa propuesta. Se diría que la estaban esperando de un día a otro. Conocían de sobra a su líder como para que se mantuviera por mucho tiempo sumiso a los dictados de una gente que no era la suya. La alegría se reflejó en el rostro de todos ellos y sin hacer el equipaje ni despedirse de nadie, ese mismo día emprendieron el camino de su viejo castillo abandonado. Corría el año 884.
Pero no era tan fácil como a primera vista pudiera pensarse. Muhammad y Hashim habían imaginado que tal cosa iba a ocurrir tarde o temprano. Por eso habían dejado en Bobastro un destacamento de soldados al mando de un capitán llamado Tachubí, que había rehecho los muros de la fortaleza, se sentía dueño de la plaza, había instalado en ella a sus mujeres e hijos y vivía estupendamente. Echarlo de allí costaría dinero, esfuerzos y probablemente derramamientos de sangre. Tampoco tenían dinero. No habían sido previsores y el camino lo emprendieron sin apenas efectivo para alimentarse. ¿Qué podrían hacer?
‘Umar, siempre que se encontraba en un apuro o iniciaba un proyecto nuevo, miraba a su tío Modhair. Por eso, antes de marchar sobre Bobastro, pasó por Parauta, su pueblo, a verle y pedirle parecer sobre la forma de reconquistar su viejo castillo. Y una vez más no le defraudó. Le entregó dinero, le aconsejó la mejor manera de sacar adelante su proyecto y le dio su bendición deseándole el más sonado de los éxitos.
A todo esto, las gentes de las aldeas por donde pasaban los trataban como a libertadores y muchos hombres se les unían dispuestos a hacer algo importante por su patria. La moral de ‘Umar subía enteros conforme se acercaba a su destino, ahora ocupado por los hombres del emir. Cuando pudieron subir las empinadas cuestas y acercarse a los muros de su castillo, ya la batalla estaba ganada. Lo hicieron tan sigilosamente que los soldados que la ocupaban ni se enteraron del peligro que se cernía sobre ellos y sus familias. Fue tal el empuje de los hombres de ‘Umar que Tachubí y los suyos emprendieron la huida sin mirar atrás ni recoger enseres o pertenencias. Dejaron incluso a una mujer bellísima que había sido amante del capitán cordobés y a partir de ese día pasó a ser propiedad de ‘Umar, que le puso un mote en recuerdo de su anterior dueño, para que veáis que a éstos no les daban celos de los recuerdos del pasado. La llamó la Tachubía.
Desde las alturas de su recuperado castillo, ‘Umar respiró profundamente y se dispuso a dar forma a sus sueños. Su intención era firme. Iba a forjar con su espada un principado independiente por esta parte de al-Ándalus, de la misma manera que su colega el Hijo del Gallego había hecho más al Oeste.
Esta vez la fortuna se puso de su parte. Las noticias de su vuelta a Bobastro y sus planes de futuro volaron por las ciudades y aldeas de al-Ándalus. Ya era un líder consolidado, con batallas, victorias y proezas a sus espaldas. Muchos mozárabes y muladíes venían y le aclamaban como jefe indiscutible de una revuelta popular que seguirían todos los pueblos de España. Los castillos y ciudades más alejadas enviaban emisarios para decirle que le seguirían hasta la muerte si era preciso por recobrar la libertad. Pero ante todo convenía ser prudentes. Conocía muy bien al emir y sabía que más pronto que tarde enviaría un ejército para acabar con la insurrección. Por eso, su primera medida fue fortificar el castillo hasta hacerlo uno de los más inexpugnables de al-Ándalus.
Su segunda medida fue reunir en torno suyo todas las adhesiones posibles. Sabía que contaba con muchos españoles y era el momento de que se pusieran de su lado. Una vez instalado, envió a sus mensajeros por toda la comarca y el resto de Andalucía con proclamas verdaderamente revolucionarias. Se trataba de poner de relieve las tiranías de los emires cordobeses y de ofrecer a todos su proyecto de Estado libre para los que se pusieran de su lado y lucharan contra el opresor. El texto literal de esos mensajes fue el siguiente:
—Hace mucho tiempo que los emires os maltratan de palabra y de obra, os arrebatan vuestros bienes y os imponen cargas fiscales superiores a lo que podéis soportar. Los árabes os están continuamente humillando y os empujan a ser unos meros siervos suyos. Por eso he tomado la decisión de levantarme en armas y sacaros de esta situación de esclavitud.
Las gentes que escuchaban estas proclamas sentían nacer muy dentro unas ansias tremendas de libertad. Por eso, al oír a los mensajeros, mostraban su agradecimiento a ‘Umar y se ponían a su lado. La pregunta que se hacían era simplemente para saber cómo, cuándo y dónde arrimarían sus hombros para que la empresa del muladí llegara a feliz término.
Muchos castillos y ciudades lejanas y cercanas se pusieron inmediatamente al lado del nuevo líder. Estaban demasiado hartos de los omeyas y de todos los árabes que desde hacía siglo y medio eran dueños de España y había llegado la hora de sacudirse ese pesado yugo para ellos y para las generaciones futuras.
El primer pueblo que respondió a la llamada de ‘Umar fue Parauta, donde nació. Luego vino una larga lista de ciudades y castillos de los contornos: Mijas la de las casas blancas pegadas a una ladera que mira a un mar serenísimo; Comares, otro nido de águilas como Bobastro, fortaleza también inexpugnable con tajos que hacen de murallas y almenas que miran al mar infinito. Y hasta la capital de provincia, la preciosa Archidona, también encaramada a una roca de acceso imposible, que incluso se le ofreció para trasladar allí su residencia.
Pero había que ser inteligente y no admitir castillos imposibles de mantener en caso de ataque. Archidona era una pieza demasiado grande como para que Muhammad aceptara su pérdida sin pelear hasta la muerte. Seguiría en Bobastro. Ninguna plaza era tan inexpugnable ni tan fuerte para una empresa como la que tenía entre manos. Ese sería el núcleo en torno al cual haría una especie de muralla imaginaria que abrazara toda Andalucía. Su estrategia era muy inteligente. Se trataba de hacer un inmenso circo fortificado en torno a Bobastro. Abarcaría nada menos que las provincias de Elvira, Jaén, Córdoba y Sevilla.
Poco a poco se fueron edificando esos castillos porque las gentes hervían en deseos de secundar a quien consideraban su libertador. En la provincia de Málaga eran nada menos que treinta. Os enumero algunos: Casabermeja; Sancti Petri, junto a Álora; Mondrón; Torrox; Dos Amantes, actualmente conocido como Peña de los Enamorados; Ojén, Casarabonela; Ardales; Arriate; Jotrón, en plena comarca de los Montes, y muchos más en esta provincia y en las de Córdoba, Sevilla, y especialmente Elvira.
Ya le tenemos convertido en el líder natural de los españoles. Había que mudar las formas para que su natural pendenciero cambiara por algo más convencional en un papel como el que el destino le había asignado. Si antes era arrogante, ahora debía ser humilde; si antes insolente, ahora templado; desde luego, su tendencia a organizar trifulcas por un quítame allá esas pajas, debía desaparecer porque mandaba en un gran pueblo, en su mayoría cristiano. A partir de ahí se trataba de pelear para conseguir las metas que se habían propuesto. Mirad lo que dice de él un cronista musulmán:
‘Umar ben Hafsun fue un azote y un castigo con que Alá afligió a sus siervos, aprovechándose de lo revueltos que estaban los tiempos, lo rebeldes y corrompidos que eran los corazones, la perversidad de los ánimos y lo aficionados que eran al mal y a la sedición. Junto a sus conocidos desmanes, era muy amante de sus compañeros, llano y modesto con sus amigos y a pesar de sus maldades e impiedades, era un hombre celoso de amparar a los suyos y de evitar que nadie les hiciese daño. Por eso se ganaba los corazones de los que le acompañaban.
Mientras él dominaba ciudades y castillos de al-Ándalus, una mujer podía caminar sola de una comarca a otra con sus alhajas y bienes sin que nadie le saliera al encuentro para robarla o ultrajarla. Su espada era el escarmiento de los criminales y se comportaba con tal equidad que igual atendía a una sencilla mujer que a un hombre o a un niño, o a cualquiera que viniera a querellarse contra otra persona. Para dilucidar el caso le bastaba la queja, sin pedir más testigos. Llegaba a hacer justicia ejemplar hasta con sus mismos hijos.
Era humano y benéfico con todos los hombres y honraba a los valerosos. A los más esforzados en los certámenes y ejercicios de armas, les regalaba brazaletes y otras joyas de oro. Esta actitud suya le convertía en un magnífico jefe, querido por todos los que le rodeaban y temido por sus adversarios.
Estamos en junio del año 886. Muhammad, el emir reinante, es un anciano de 63 años. Ya no está para salir al frente de expediciones como la que era necesario montar contra ‘Umar ben Hafsun. Y esta no sería una más por la calidad del rebelde, por la cantidad de hombres y apoyos con que contaba y por la fortaleza que iba a ser necesario asaltar. Pero no importaba. Contaba con un príncipe resuelto, valiente y que ocuparía su lugar con total garantía. Era su hijo al-Mundir, un hombre de 40 años, curtido en batallas y expediciones en todas partes del reino.
Al-Mundir no resolvió atacar directamente la fortaleza de Bobastro. Seguramente pensó que era una aventura demasiado arriesgada y prefirió tantear el terreno en escaramuzas secundarias antes de ir directamente contra el corazón de la revuelta. Prefirió atacar la ciudad y el castillo de Alhama, otro portento de fortificación, porque el caudillo del lugar, un muladí llamado Handum, había levantado banderas de insurrección.
‘Umar se enteró enseguida de las intenciones de al-Mundir y resolvió unirse al rebelde. Con él tenía una especie de tratado de amistad y, en todo caso, era uno de los suyos. No podía dejarlo en la estacada cuando le atacaban los enemigos de ambos. Fue hacia allá con un destacamento y la intención de dar al príncipe omeya la respuesta que sus intenciones merecían.
Al-Mundir cercó Alhama estrechamente. Sus soldados y capitanes vigilaban con bastante éxito los tajos y las puertas de la vieja ciudad para evitar que les entraran soldados o provisiones del exterior. Las fuerzas de ‘Umar estaban siendo sometidas a una dura prueba de fuego. Ya llevaban dos meses de cerco y los víveres escaseaban. No podían mantenerse así las cosas, que iban a ser fatales para su suerte y para el sueño de reconquistar para los españoles al-Ándalus. Había que contraatacar.
Una mañana se reunieron ‘Umar y Handum para decidir la táctica más conveniente o la postura a tomar en vista del desarrollo de los acontecimientos. Miraron las puertas, las murallas, examinaron cuidadosamente los pasadizos secretos, los tajos y los acantilados que fortificaban Alhama aún más que los muros de piedra. Consultaron con sus capitanes de escaladores, expertos conocedores de los recovecos, pasadizos y escondites de la ciudad y tomaron una decisión valiente. Dada la actitud de ambos rebeldes, era la única que se podía esperar. ¡Atacar al atacante! Hacer una vigorosa salida en descubierta que seguramente iba a hacer huir como ratas a los miserables ejércitos cordobeses.
Apenas se insinuaba la primera luz sonrosada del 3 de agosto del año 886. Aunque subía a la ciudad desde el fondo del tajo un fresquito aliviador, se anunciaba un día de canícula. Era el momento. Sonaron los roncos atabales anunciando a los soldados muladíes una temeraria salida en descubierta. Las tropas de choque se lanzaron en tromba hacia abajo por las veredas y trochas en busca de sus enemigos. La pelea fue dura, encarnizada, cruel como tantas otras. Una vez más era una lucha por la supervivencia, por conseguir que los sueños de libertad pudieran hacerse realidad. Sangre por libertad. Qué contrasentido, o quizá, ¿no vale la pena entregar la sangre por conseguir la libertad?
Las cosas no marchaban bien para los muladíes de Alhama y Bobastro. Al-Mundir era un hombre valiente, capaz de manejar el alfanje o la lanza con la solvencia del mejor soldado. Peleaba al frente de sus hombres, sin esconderse ni parapetarse detrás de ellos. ‘Umar quiso también pelear al frente de los suyos y medirse personalmente al príncipe, pero cuando quiso intentarlo ya no era posible. Se descubrió cubierto de heridas que ni siquiera sabía quién, dónde y cuándo se las habían hecho. Una mano la tenía dislocada de lanzar mandobles con todas sus fuerzas sin reparar en las consecuencias de unos ataques bastante alocados. Los sitiados estaban siendo derrotados. Estaban verdaderamente apurados. Así llegó la noche, menos mal, y ambos ejércitos tuvieron que parar en sus ataques aunque las posiciones las mantenían donde estaban. Los cordobeses reunían sus capitanes para que al-Mundir les diera las instrucciones oportunas. Mañana, al amanecer, había que asestar el golpe definitivo para acabar con los rebeldes y con sus malditos sueños de libertad.
‘Umar y Handum también reunieron a sus capitanes. El sudor de sus frentes mezclado con sangre brillaba a la luz de unas antorchas que apenas alumbraban. Se les notaba miedo, rabia, desazón, amargura por ver cómo sus ilusiones se evaporaban una noche de verano ante las murallas y los tajos de Alhama. Definitivamente todo estaba perdido. No había nada que hacer. ¿Quién era capaz de dormir en esas circunstancias?
Los gallos iniciaron su alegre canto anunciando la llegada de la aurora. Los muladíes de Alhama y Bobastro se preparaban para lo peor. Unos se resguardaban en las acequias, otros se escondían en pasadizos secretos, algunos trataban de escudriñar en la oscuridad de la noche buscando un resquicio o una quiebra por donde escapar de aquella ratonera, y todos, absolutamente todos teman miedo. ‘Umar permanecía serio, impasible, con su negra barba sucia de sangre y con presagios de muerte anunciándose en su rostro. De un momento a otro oirían el tropel de los cordobeses intentando rematar la faena que quedó inconclusa la noche anterior. Entonces todo habría concluido. Sus sueños, desde luego, pero lo que más le dolía era la frustración de millones de españoles que habían depositado en él sus esperanzas. Los oídos y las miradas de todos estaban fijos en el lugar donde habían acampado los cordobeses. Era el final. Iba a ser el final.
Inesperadamente, un soldado de Alhama hizo callar a los demás con gestos cautelosos pero enérgicos. Parecía decirles que guardaran silencio porque se oía algo que podían ser llantos, tal vez gemidos, o quizá alguien lloraba a sus muertos en el bando cordobés. ¿Sería alguna miserable estratagema? Instantes después, un capitán de Bobastro se acercó a los demás asegurando que oía llantos desgarradores, impropios de hombres que están a punto de conseguir una memorable victoria. Los murmullos se fueron generalizando entre los muladíes y sus voces aumentando de volumen en la medida en que los gritos y los llantos crecían también en el bando contrario.
¿Qué había ocurrido? ¿Por qué o por quién lloraban los soldados cordobeses?
Una tragedia. Algo imprevisible y tremendo. Un correo había llegado antes del amanecer procedente del Alcázar cordobés anunciando que Muhammad, el emir reinante, acababa de morir repentinamente y su hijo al-Mundir debía ponerse inmediatamente en camino para ocupar en el Alcázar y en el reino el lugar de su padre. Las demás cosas pasaban a segundo término. Incluso acabar con ‘Umar, el rebelde con más solera que nunca tuvo al-Ándalus, eso podía esperar. Ahora se imponía el llanto, el luto, caminar en busca del trono que le tocaba ocupar. Alhama y Bobastro quedaban atrás. Eso podía esperar.