CAPÍTULO 1

ALGO SOBRE LA ESPAÑA VISIGODA

Para hacemos una idea de lo que ocurrió en España en los años 711 y siguientes, es bueno que dejemos un poco volar la imaginación. Por eso, os pido que vengáis conmigo, cerremos los ojos, imaginemos que somos uno más de aquellos españoles del siglo VIII, y desde esa situación privilegiada contemplemos la invasión musulmana de nuestra España y el cambio radical que sufrieron las gentes que desde siempre vivían en esta hermosa tierra.

Porque va a ser una especie de cataclismo nacional. Imaginad las cosas que cambiaron con la invasión. Cambiaron los reyes y también las clases dominantes, que de visigodos pasaron a ser los que acababan de atravesar el Estrecho. Cambiaron la forma de vestir, las costumbres, las maneras de comer, de cantar, de pelear, el idioma dominante también pasó a ser diferente, como lo fue el pago de impuestos, la estructura familiar, el matrimonio y, especialmente, cambió la religión.

Ojo, que la religión era entonces parte fundamental de la estructura de cualquier sociedad, fuera cristiana, judía, musulmana o budista. Destruir las preciosas iglesias romanas, bizantinas o visigodas y edificar sobre ellas mezquitas, suponía un mazazo muy fuerte en la cultura del pueblo, en sus sentimientos más profundos, en su amor a la patria y a la fe de aquellos españoles, y también en la sociedad en la que vivían desde hacía siglos.

Sobre aquella invasión me hago muchas preguntas: ¿Los españoles de entonces fueron unos conformistas? ¿Aceptaron de buena gana a reyes de otra tierra como a los que padecieron desde que Tārif desembarcó con sus expedicionarios allá por el año 710 de la era cristiana? ¿Podemos hablar de una invasión? ¿Los españoles estaban encantados con sus nuevos dueños? ¿Tal vez los odiaron?

Pero antes, ¿por qué vinieron? ¿Cómo fue posible que en un espacio de siete años acabaran con una civilización antiquísima y se hicieran dueños y señores de las tierras de España? ¿Fue esto realmente así? ¿Vino un ejército estructurado como tal para invadir España? ¿De dónde vinieron? ¿Eran bereberes africanos, o árabes de Arabia, habitantes de países lejanos?

Los árabes, a finales del siglo VII y principios del VIII, emprendieron una serie de conquistas que a primera vista parecerían increíbles. Unos beduinos incultos, que apenas sabían que existiera algo más allá de su tribu, se decidían a invadir el mundo conocido. Se atrevían a lo que años antes ni se les pasaba por la imaginación. Enardecidos por las doctrinas de Mahoma llegaron más allá del Mar Rojo, conquistaron las tierras que rodean el Golfo Pérsico y pusieron sus ojos en el norte de África, unas tierras áridas, bastante parecidas a las de Arabia. Pero lo más asombroso de lodo, el colmo de su osadía fue la invasión de España. También fue su obra maestra por la audacia con que la emprendieron, por la facilidad y rapidez con que la ejecutaron.

¿Fue algo completamente inesperado? ¿Irrumpieron en la Península Ibérica como un auténtico vendaval y llegaron en un corto espacio de tiempo desde las columnas de Hércules, en las cercanías de Cádiz, hasta los altos montes del Pirineo? Como veis, hago una pregunta y no una afirmación porque de verdad me parece increíble, y tengo que partir de la base de cuestionarme si realmente fue o no una invasión como nos ha contado la historia.

El cristianismo sufrió una conmoción enorme. Las gentes, no solamente de España sino de la Galia y el resto del continente, sintieron en sus carnes el miedo ante un peligro tremendo, comparable a la invasión del Imperio Romano por los bárbaros. Fue algo increíble. Como un fenómeno sobrenatural, porque es imposible imaginarlo dentro del orden natural de las cosas.

Pero seamos realistas. Una nación nunca ha sido invadida por otra sin que exista previamente una descomposición política y social del invadido. Y eso ocurrió desgraciadamente en España a principios del siglo VIII. Es verdad que los invasores tuvieron mucha suerte porque se adueñaron de España sin un coste apreciable en vidas humanas. Pero su verdadera fortuna fue encontrar a la monarquía visigoda destrozada por la desorganización, las luchas entre clanes, el enorme malestar del pueblo, al que a fin de cuentas le daba igual ser dominado por gente extraña. Vivían esclavizados por los visigodos, por la nobleza, ¿qué importaba ser esclavos de los que acababan de llegar? Pensaban que quizá fuera más soportable su existencia con éstos que con los que les estaban haciendo la vida imposible desde el fin de la dominación romana. La debilidad de aquella desgraciada monarquía era tan grande, su gestión de la cosa pública tan nefasta, que bastó un pequeño ejército, unido a la traición de unos cuantos, para acabar con ellos.

Las grandes revoluciones nunca tienen una única causa. Un hecho aislado, por más grande que sea, jamás consigue dar un giro tan radical en la forma de vida de una civilización. Lo normal es que exista un caldo de cultivo, una situación favorable, y entonces aparece un hecho que actúa como detonante, y la revolución se desarrolla como pez en el agua en el clima que ya existe. Eso ocurrió con la invasión de España por los musulmanes.

Hablaremos primero de lo que llamo caldo de cultivo, previo a la invasión musulmana.

¿Quiénes vivían en España antes de la invasión de los musulmanes? ¿Cómo era la convivencia entre las distintas razas? ¿Cómo se regían? Comencemos por ahí, nada menos, y digamos que los treinta años anteriores a la invasión musulmana fueron muy malos para las gentes de España. Políticamente, pueden calificarse como caóticos.

En la España visigoda había una nobleza bastante parecida a la romana. Vivían mejor que querían, en soberbias mansiones situadas en colinas plantadas de viñedos y olivares. Poseían inmensos latifundios, empleaban su tiempo en el juego, los baños, la equitación y los banquetes. Las salas de sus palacios estaban cubiertas de tapices tejidos en las tierras lejanas de Persia. A la hora de comer, sus esclavos les servían manjares y vinos exquisitos. Sus invitados, tendidos en lechos cubiertos de púrpura, recitaban versos, contemplaban a las bailarinas o escuchaban deliciosas melodías de sus músicos de cámara.

Tenían multitud de esclavos. Muchísimos. Séneca, un filósofo cordobés contemporáneo de Jesucristo, decía que una vez, en el Senado de Roma, se propuso ponerles un traje que los distinguiera, pero los senadores desecharon la idea porque temían que los esclavos llegaran a contar a los hombres libres y eso era un peligro muy grande porque los iba a incitar a la rebelión. En la España de los siglos VII y VIII ocurría lo mismo, con el agravante de que vivían peor que durante la dominación romana. Los trataban con un rigor inhumano, no solamente sus dueños sino también los propios compañeros encargados de vigilarlos. Estos esclavos tuvieron un peso muy importante en la conquista musulmana, como más adelante os contaré.

La clase media vivía en permanente opresión, sin acceso a la propiedad de los bienes de consumo y, en realidad, también esclavizados por los nobles y por la monarquía.

Y encima era un conglomerado de razas bastante explosivo. Una parte pertenecían a la antigua raza ibérica, casi todos de religión cristiana. Eran valientes, amantes de la libertad, de vida sencilla y costumbres austeras, honestos, religiosos, si bien no todos. Había otras influencias culturales. Elementos como el latino, el oriental, el céltico y otros habían aportado a lo genuino ibérico no pocas costumbres, algunas de las cuales no eran todo lo deseables que se quisiera. Otros vinieron con los invasores que destruyeron el Imperio. Eran los suevos, los vándalos, los visigodos, muchos de los cuales pertenecían a la Iglesia arriana, por tanto enemigos declarados de los antiguos católicos. Las luchas entre arrianos y católicos fueron épicas y dejaron un poso de odio que será aprovechado posteriormente por los musulmanes porque algunos nobles godos, descontentos con la monarquía católica, fueron los que llamaron a los musulmanes que estaban en la otra orilla del Estrecho. Os lo contaré después.

Había en España una importante colonia judía que había sido vapuleada hasta límites increíbles por los católicos, vencedores de los arríanos. Os recuerdo que los judíos estuvieron de parte de los arríanos cuando éstos mandaban en España y, al dar la vuelta la tortilla y sufrir persecuciones, entendieron que su lugar estaba de parte de los que querían cambiar las cosas.

Ataúlfo fundó en España una gran monarquía, no sin antes luchar y vencer a muchos pueblos y naciones. Abarcaba toda la Península Ibérica e incluso una parte de la Galia. Fue un estado poderoso, muy bien constituido, el más culto de todos los que nacieran de las ruinas de Imperio Romano. En los siglos VI y VII vivió esa monarquía momentos muy importantes.

Profesaban el cristianismo siguiendo las doctrinas de Arrio, lo que quiere decir que eran arríanos. Era hasta explicable. Casi todos venían del paganismo, creían en multitud de dioses y eso de Dios Uno y Trino les traía a mal traer. No había manera de que les entrara en la cabeza. Arrio, con una lógica aplastante, decía: «Si el Hijo fue engendrado por el Padre, necesariamente tuvo que haber un tiempo en que no existía. Y si no existe desde la eternidad, no es Dios».

La herejía era de cuidado por lo bien argumentada que estaba y por las consecuencias que tendría en España siglos adelante. Aquí debió calar bastante porque cuando la Iglesia decide convocar un concilio en Nicea —muy cerca de Bursa, la preciosa ciudad de la seda—, encomiendan la presidencia a Osio, obispo de Córdoba, que probablemente era el teólogo más experto para refutar esas teorías y esa línea de pensamiento.

Arrio hizo que temblaran los cimientos a la incipiente Iglesia y he de decir que influyó más de lo que parece en la religión musulmana, que, como la cristiana, se extendió entre adoradores de ídolos, a los que costaba un mundo entender eso de la Trinidad. Los discípulos de Mahoma repetían y repiten hasta la saciedad eso de que «no hay más Dios que Dios…»

En el año 589 Recaredo consigue la unidad religiosa de España. Desaparece la Iglesia arriana y emerge con todo su esplendor el catolicismo. La dualidad de credos en nuestra tierra había acarreado muchos problemas de convivencia que no se llegaron a arreglar en ese instante. Con Recaredo se crea la llamada sociedad de los fieles de Cristo que, en resumidas cuentas, quería decir que los dignatarios de la Iglesia se hacen con el poder civil, o más bien al revés, que el poder civil se hace con la Iglesia. A partir de entonces se celebran en Toledo una serie de concilios que parecen ser más bien sesiones plenarias de unas cortes civiles, porque tratan poco de temas religiosos y están casi por completo dedicados a dilucidar asuntos relacionados con el reino.

Cada vez que se moría un rey tenían garantizado otro problema. ¿Quién debía suceder al difunto? ¿Monarquía hereditaria? ¿Hijos designados por el padre? A partir del año 633 decidieron que lo más sensato era una especie de monarquía electiva. Algo así como una república, donde el presidente sea elegido más o menos democráticamente y adopte el título de rey. Claro que esto es muy fácil de dictaminar pero bastante difícil de llevar a la práctica. La mayoría de las veces el rey moribundo designaba un sucesor que asumía poder, funciones, mando y a ver quién era el guapo que le decía que ese no era el camino, que dimitiera para dar lugar a una elección que probablemente no recaería en su persona.

Con todo, hubo importantes figuras. Recesvinto fue uno de ellos. Mandó hacer un Código inspirado en el Derecho Romano, que se llamó más tarde Fuero Juzgo. Durante bastantes siglos fue el único código escrito, vigente para los cristianos de España. Wamba, sucesor de Recesvinto, fue un gran rey, muy buen administrador de los asuntos del Estado, valiente y honesto. Ervigio, sucesor de Wamba, reunió el XIII Concilio de Toledo, en el que se recortaron aún más los poderes reales.

Egica inició su reinado allá por el año 687. Reunió nada menos que tres Concilios en Toledo, en los años 688, 693 y 694. Como os he contado, estos Concilios no se ocupaban casi nada de temas religiosos. Eran convocados para resolver asuntos de poder, como por ejemplo, los conflictos entre el monarca y los herederos de su antecesor.

En el año 693 Egica pensó asociar al trono a su hijo Witiza para evitar que tras su muerte hubiera votaciones y se les ocurriera a los electores que el mejor rey pudiera ser otro. Efectivamente, muere Egica en el 702 y asume el mando Witiza, sin pasar por las urnas, como hubiera sido preceptivo. Reunió su concilio y se dedicó a reinar.

Como era ya un vejestorio, tomó ejemplo de su padre y decidió asegurar la sucesión a favor de su hijo predilecto, que se llamaba Akhila, al que para que se fuera entrenando, confió el mando en la provincia Tarraconense.

Los nobles se lo aguantaron al padre pero esto era más de lo que podían soportar, así que se organizó un buen grupo de presión entre los magnates a fin de que se hicieran las cosas como Dios manda, lo que para el caso era que se eligiera democráticamente al sucesor de Witiza, sin más chanchullos que los normales del caso.

Ahí tenemos ya organizado un lío que va a tener nefastas consecuencias. Cuando murió Witiza, su hijo Akhila siguió entre Tarragona y Narbona, sin pasar por Toledo, donde le esperaban los magnates, disgustados y dispuestos a hacerle pasar por las urnas. Akhila, su madre y sus hermanos, que se llamaban Olmondo, Ardabastro y Don Oppas, éste obispo, prefirieron meter la cabeza debajo del ala y marcharse a Galicia donde soplaban para ellos mejores vientos.

La oposición, pasado un tiempo sin que apareciera Akhila, tomó la determinación de entregar la corona al duque Rodrigo, que era gobernador de Córdoba y que a partir de entonces pasó a ser el rey Don Rodrigo de nuestras leyendas.

Lo primero que hizo el monarca recién designado (corría el año 710), fue neutralizar a la facción opuesta, que al ver cómo pintaban las cosas, decidió, ahora sí, salir de su refugio en Galicia para armar por acá la bulla que fuera menester para recuperar el trono. Los de Akhila enviaron contra Don Rodrigo un ejército, pero al primer envite fueron derrotados y aniquilados.

Los hijos de Witiza, los tres, se asustaron, pensaron que en Galicia estaban al alcance de los de Don Rodrigo y decidieron poner agua por medio. Embarcaron en Algeciras y marcharon a África, donde ahora mandaban los musulmanes que acababan de llegar de sus bases de Oriente.

Los musulmanes, liderados por los árabes, acababan de apoderarse del norte de Marruecos. Su conquista hacia el oeste se detenía ante el Atlántico. ¿Hacia dónde seguir? ¿Tal vez marcharían al sur, atravesarían las montañas para llegar a los enormes desiertos de arena que tan familiares les eran? ¿Y pasar el Estrecho? Más al norte había tierras muy ricas, paisajes increíbles, preciosas ciudades que todavía conservaban el viejo atractivo que les dejaron los romanos. España les atraía enormemente pero temían embarcarse en una aventura que consideraban peligrosa. El obstáculo era pequeño y muy grande a mismo tiempo. Un brazo de mar, aun siendo pequeño, era suficiente para pararles, al menos por el momento. Sabían que tenían delante una empresa muy arriesgada. Emprenderla suponía ser temerarios. Si no recibían algunos estímulos desde España era difícil que se decidieran a cruzar el Estrecho y adentrarse en una tierra demasiado lejana de sus bases de Oriente.

La conquista del norte de África por los musulmanes aún no estaba completa. Habían hecho en años anteriores algunas correrías por el Magreb, pero sin resultados palpables. Allá por el año 681 el general Ibn Nafi llegó a Tánger, luego a la romana Volubilis, pero fue una incursión rápida que consiguió muy pocas adhesiones a la nueva religión. Posteriormente fueron enviados por los califas algunos generales para someter a los bereberes. Más tarde, a la muerte del califa Marwan, ocupa el trono su hijo Walid. Es el año 705 cuando se plantea la conquista definitiva de Marruecos. Walid había nombrado gobernador del Magreb a Musa ibn Nusayr, un personaje que va a pasar a la historia como el que dirige la invasión de España.

Musa era un soldado ambicioso, con ideas propias de cómo hacer las cosas, que en Oriente había desempeñado tareas importantes. Tomó parte en la conquista de Egipto y otras expediciones bajo el mando directo del califa. Como jefe de su vanguardia iba Tārik ben Ziyed. del que hablaremos también. Su conquista de Marruecos fue un éxito. Consiguió llegar a lo más alejado del territorio y someter a bastantes tribus bereberes del Atlas. Luego se hizo dueño de Tánger, dejando de lado a Ceuta, que era una especie de presidio en poder de los bizantinos. Aparte de esa plaza, consiguió hacer de los bereberes africanos unos creyentes de la religión de Mahoma, hasta convertirlos en fervientes propagandistas del nuevo credo. Hecho esto, pensó que había cumplido con su cometido y decidió volver para entrevistarse con el califa, pero algo singular llamó su atención hacia el norte.

Era gobernador de Ceuta el conde Don Julián, un personaje legendario, del cual habéis oído hablar en muchas ocasiones. Os quiero adelantar que algunos narradores de historias dicen que fue el causante fundamental de la invasión musulmana.

Sabéis que entonces el poder de los bizantinos en este lado del Mediterráneo había quedado reducido a la plaza de Ceuta, que ellos habían convertido en un presidio. Don Julián quedó al mando de la citada plaza y se familiarizó con los invasores que llegaban de Arabia, tanto con Ibn Nafi como posteriormente con los seguidores de Musa. Era completamente necesario para él establecer buenas relaciones con los nuevos dueños de las tierras que rodeaban la plaza bajo su mando. Es seguro que se puso de parte de los hijos de Witiza, contrario a la designación de Don Rodrigo como rey de España.

Cuentan las viejas leyendas que Don Julián tenía una hija muy guapa que, según era costumbre entonces, fue enviada a la corte de Toledo para recibir una educación imposible de conseguir en Ceuta, donde, por lo demás, iba a ser hartamente improbable conseguir un buen casamiento, cosa mucho más fácil de lograr en la Imperial Toledo. Don Rodrigo vio a la joven, se quedó prendado de ella y la llevó a su palacio para convertirla en su amante. Por cierto que unos cronistas llaman a esta chica Florinda y otros la Cava, seguramente por el nefasto interés que tenemos los habitantes de estas tierras de poner motes a todo lo que se mueve. La llamaron la Cava, que quería decir que la joven se liaba con el más pintado. Los musulmanes cuentan una cosa, los cristianos refieren algo diferente, y yo voy a dejar que sea el viejo romance el que os lleve la narración de los hechos que entonces ocurrieron.

Estamos en Toledo, se supone que en algo parecido al Colegio Mayor donde nuestra Cava residía, que debería tener bastantes jardines, piscinas y toda clase de facilidades para pasar bien la etapa de estudiante. Era sobre mediodía, cuando la canícula agota las fuerzas físicas y aparecen los deseos de darse un buen baño, desnudo si las circunstancias lo permiten. Eso hizo nuestra joven, y como era de esperar, entre los setos del jardín, miraban admirados y hechos un flan los ojos, nada menos que del rey Don Rodrigo. Dejemos que siga la narración el poeta:

De una torre de palacio

se salió por un postigo

la Cava con sus doncellas

con gran fiesta y regocijo.

Metiéronse en un jardín

cerca de un espeso ombrío

de jazmines y arrayanes,

de pámpanos y racimos.

Junto a una fuente que vierte

por seis caños de oro fino

cristal y perlas sonoras

entre espadañas y lirios,

reposaron las doncellas

buscando solaz y alivio

al fuego de mocedad

y a los ardores de estío.

Daban al agua sus brazos

y tentada de su frío,

fue la Cava la primera

que desnudó sus vestidos.

En la sombreada alberca

su cuerpo brilla tan lindo

que al de todas las demás

como sol ha oscurecido.

Pensó la Cava estar sola,

pero la ventura quiso

que entre unas espesas yedras

la mirara el rey Rodrigo.

Puso la ocasión el fuego

en el corazón altivo,

y amor, batiendo sus alas,

abrasóle de improviso.

De la pérdida de España

fue aquí funesto principio

una mujer sin ventura

y un hombre de amor perdido.

Florinda perdió su flor,

el rey padeció el castigo;

ella dice que hubo fuerza,

él que gusto consentido.

Si dicen quién de los dos

la mayor culpa ha tenido,

digan los hombres: la Cava

y las mujeres: Rodrigo.

Don Julián se enteró enseguida de los amores de su hija. La versión que le llegó fue que el oprobio había caído sobre él, que Don Rodrigo la había deshonrado de mala manera, y procedió como es normal en estos casos. Marchó a Toledo, agarró a su hija de un brazo, se la llevó de vuelta a casa y pasó el resto de sus días maquinando una venganza lo más dura posible contra el maldito conde que de forma tan desconsiderada había actuado contra su bella Florinda. Un musulmán contemporáneo a los hechos, pone en boca de Don Julián estas palabras:

—Por la religión del Mesías, que he de trastornar tu reino y he de abrir una fosa bajo tus asquerosos pies.

Dejemos nuevamente hablar al viejo poeta. Es una pena que hayan desaparecido estos personajes que iban contando en versos las historias, que así pasaban de boca en boca y llegaban hasta el más remoto rincón de España. Esto decía un viejo cristiano:

En Ceuta está Don Julián,

en Ceuta la bien nombrada:

para las partes de allende

quiere enviar su embajada.

Moro viejo la escrebía

y el conde se la notaba.

Después que la hubo escrito

al moro luego matara.

Embajada es de dolor

dolor para toda España.

Las cartas van al rey moro

en las cuales le juraba

que si de él recibe ayuda

le dará por suya a España.

Madre España, ¡ay de ti!

en el mundo tan nombrada,

de las tierras la mejor,

la más apuesta y ufana,

donde nace el fino oro,

donde hay veneros de plata,

abundosa de venados

y de caballos lozana,

briosa de lino y seda,

de óleo rico alumbrada,

deleitosa de frutales

en azafrán alegrada,

guarnecida de castillos

y en proezas extremada.

Por un perverso traidor

toda serás abrasada.

¡Pobre España! Tú, la más bonita, la tierra donde los caballos bailan al son de las guitarras; la más rica en oro, en plata, en piedras preciosas; la tierra del aceite, de los mejores frutales, de los paisajes más asombrosos; la que por tu belleza eres reina de las naciones del mundo, vas a sufrir un destino de esclava. Entre un despechado griego, el conde Don Julián, y unos ambiciosos malditos, los hijos de Witiza, te van a entregar a los bárbaros que vienen de Oriente. Unos y otros se van a unir a los extraños contra sus propios hermanos. Y es que la ambición y el despecho transforman al hombre de tal manera que no acepta reparos morales con tal de mandar y hacer daño. Esto va a ocurrir siempre. El que manda ahora, con tal de que no le quiten lo que ha conseguido, está dispuesto a destruir, a aniquilar lo más sagrado. Hasta la patria. La vida es así. Las personas somos así aunque la envidia haga más daño al que la tiene que al que la padece.

Don Julián, nada más llegar a Ceuta, emprendió el camino de Ifriqiya para encontrarse con el gobernador Musa ibn Nusayr. Se trataba de plantearle la invasión de España de la forma más atractiva posible, de ponerle un caramelo en la boca para que se le hiciera apetecible pasar el Estrecho, conseguir botines y hacer daño a los que él tanto odio profesaba. Su hija, a estas alturas, le traía sin cuidado. Quería vengar su honor herido.

Cuentan los narradores de romances que Florinda siguió en amores con Don Rodrigo. No sé si es verdad o no lo es. Ya a estas alturas importaba poco. El mal estaba hecho. Musa había decidido emprender una expedición de castigo sobre España. ¿Qué pasaría en adelante? Ni se lo planteaba ni esperaba gran cosa. Era una aventura, ni más ni menos.

Musa aceptó encantado la oferta del conde y le ordenó que fuera él mismo quien hiciera un reconocimiento previo del litoral. Vuelto a Ceuta, el bizantino preparó un pequeño contingente de tropas y con ellas hizo una audaz incursión en las costas de la bahía de Algeciras, consiguió un importante botín de cautivos y riquezas, y en unos días regresó a Ceuta. Era el mes de noviembre del año 709 de la era cristiana, finales del 90 para los musulmanes.

Los habitantes de Tánger y de los alrededores quedaron vivamente impresionados del éxito de esta correría. Musa comprendió que las indicaciones de Don Julián eran ciertas y decidió preparar otra expedición sobre las tierras de España, pero de mayor envergadura. Sin embargo, por más que el califa estuviera lejos, no podía acometer una incursión de ese calibre sin obtener previamente su autorización.

Cuando llegó el mensajero, no encontró al califa al-Walid muy decidido. Le parecía una empresa, cuando menos temeraria. Un brazo de mar, por pequeño que sea, era un obstáculo formidable para los pequeños barcos de que disponían. Además, no estaban preparados para transportar por mar un cierto número de efectivos militares. Y los españoles eran unas gentes legendarias, que había hecho frente muchas veces a los romanos y posteriormente a los poderosos arrianos. ¿Cómo tomarse a la ligera una expedición así? Sus órdenes fueron terminantes. Musa, en todo caso, debería limitarse a recorrer con su caballería las tierras de la costa, sin adentrarse en el interior. De esta manera comprobaría si de verdad los visigodos eran tan débiles como le anunciaban Don Julián y los hijos de Witiza. No era aceptable para el califa exponer a sus soldados a una expedición que se le antojaba temeraria por el peligro en el mar y por los enemigos que previsiblemente iban a encontrar en tierra. Su mensajero transmitió a Musa estas palabras de parte del califa:

—Haz explorar España por tropas ligeras, pero guárdate, por ahora, de exponer a un gran ejército a los peligros de una expedición de ultramar.

Musa contestó que no se trataba de un mar sino de un estrecho porque desde una orilla se podía ver perfectamente la otra, a lo que el califa replicó:

—Aunque sea así, antes de desembarcar, infórmate bien por medio de exploradores.

Corría el mes de julio del año 710 cuando se produjo el primer desembarco propiamente dicho. Era un puñado de hombres, casi todos bereberes africanos, no más de cuatrocientos, de los cuales cien eran de caballería. Los mandaba un oficial bereber llamado Tārif ibn Malluk. Montaron en cuatro embarcaciones que les había agenciado el conde Don Julián y desembarcaron en una pequeña isla, cercana a un lugar que luego llevaría para siempre el nombre de este caudillo. Se llamará a ese lugar Tarifa. Tomaron como base esa isla y recorrieron el litoral cercano requisando cuanto encontraron. Joyas, alimentos excelentes, esclavos, especialmente muchachas españolas, cuya belleza los encandiló.

Volvieron enseguida, más convencidos que nunca de que tenían al alcance de la mano aquella tierra por sus escasas defensas. Una parte del botín se lo enviaron a Musa, incluida una belleza andaluza que aceptó encantado. Estaba el gobernador en Kairuán, la capital de Ifriqiya, y se aseguró de las posibilidades de conquista que se le ofrecían en el norte de aquella estrecha franja de agua. Enseguida dio las órdenes oportunas para preparar más a fondo otra expedición, mejor equipada y con metas mucho más ambiciosas.

La que podríamos llamar tercera expedición de conquista se la encomendó Musa a un liberto suyo llamado Tārik. Era un hombre de su total confianza, a quien había nombrado gobernador de Tánger. Debía acompañar la expedición el conde Don Julián. Él aconsejaría a Tārik en caso de necesitarlo. Atravesarían el Estrecho con barcos de los que hacían habitual mente el trayecto entre los puertos africanos. Rodrigo estaba en estos momentos luchando en tierras del norte. Era la oportunidad de hacerlo con pocos riesgos.

Entre Tārik y Don Julián armaron un ejército considerable, pero en modo alguno exagerado. Unos siete mil hombres en total, que fueron llegando escalonadamente. Los mandos, muy pocos, eran árabes de pura raza. Iban también un número pequeño de libertos con funciones de mandos intermedios. Los soldados, en su mayoría, eran bereberes norteafricanos, recién convertidos a la nueva religión. Tārik pasó el Estrecho y se hizo fuerte al pie de la montaña de Calpe, que en adelante llevará el nombre de Monte de Tārik, dando así cada uno de los dos invasores el nombre a dos plazas emblemáticas del sur de España. Tārif a Tarifa y Tārik a Gibraltar. Se instalaron en las cercanías de esa montaña e hicieron sus primeras incursiones por la bahía. Enseguida encontraron una isla verde, donde instalaron otra base de apoyo para caso de tener que salir precipitadamente de España. A esta isla la llamaron por su nombre en árabe, al-chazira al-jadra, que conservará en adelante en boca de musulmanes y cristianos. Algeciras, la verde. Allí se quedó el conde Don Julián. Es la primavera del año 711 cuando los musulmanes establecen por primera vez una base en nuestra España.

Don Rodrigo estaba combatiendo en Pamplona y a estas alturas ya sabía que se habían invadido sus costas. Sabía que sus enemigos interiores se habían unido a unos poderosísimos y fanatizados personajes que intentaban hacer aquí la misma revolución que habían hecho en Arabia, en Mesopotamia y el norte de África. El godo entendió que era urgente organizar una respuesta adecuada al invasor. Se puso en camino hacia Córdoba para preparar allí un ejército tan fuerte y numeroso como pudiera.

Don Rodrigo era un hombre indeciso, que unas veces miraba al sur y otras al norte, sin criterio fijo. Sabía que tenía enfrente a los hijos de Witiza y en lugar de desconfiar de ellos, trató de ganárselos, dándoles el mando en dos de los cuerpos del ejército que acababa de preparar. Ni se le pasaba por la cabeza que pudieran traicionarle. No supo descubrir a unos enemigos interiores que deseaban verle derrotado para volver a recuperar la corona que les había usurpado.

Temía a los invasores y a la par los infravaloraba. Era imposible, pensaba, que vinieran a conquistar España. Se conformarían con hacer una razzia, conseguir un suculento botín y volver a sus tierras africanas.

Tārik supo inmediatamente que Don Rodrigo venía hacia el sur para echarle de las costas que acababa de conquistar. En principio tenía intención de ir sobre Sevilla pero dejó de lado ese proyecto y se dedicó a pedir refuerzos a sus hermanos que estaban acuartelados en África. En pocas semanas consiguió reunir doce mil soldados, además de un buen puñado de españoles contrarios a la monarquía visigoda, que prefirieron mantenerse en las cercanías de Algeciras y esperar la llegada de Don Rodrigo.

Luego se movió hacia el oeste de Tarifa, hasta la laguna de la Janda, que discurre paralela a la costa y desemboca en el mar por un río plagado de peces, especialmente barbos. Ese río, por la abundancia de peces de esa clase, era conocido por todos como el río Barbate. El ejército parecía estar protegido por la propia laguna de un lado, y resguardado en el otro por la sierra del Retín.

Estando así las cosas, apareció el ejército de Don Rodrigo. Lo acompañaba la flor y nata de la nobleza española, aquellos que tanto lo detestaban. Era una muchedumbre inmensa. Dicen algunos que iban nada menos que cien mil soldados. No creo que fueran tantos. Desde luego, eran una masa de gentes de procedencia diversa, sin interés por la victoria, sin moral y sin objetivos. Los dos ejércitos acamparon a distancia respetable, esperando el momento de destrozarse mutuamente.

Cuentan los antiguos cronistas que los nobles enemigos del rey, al ver el ejército musulmán, se reunieron secretamente y se decían unos a otros:

—Este hijo de mala mujer se ha hecho dueño de nuestro reino sin ser de estirpe real. Es, incluso, inferior a nosotros. Los musulmanes que tenemos enfrente no quieren establecerse en España, sino apropiarse del botín que encuentren a su alcance. Cuando lo consigan se marcharán por donde han venido. Cuando comience la pelea, debemos emprender la huida para que ese hijo de perra sea derrotado.

El rey pasó revista a sus tropas y las dispuso para una lucha que consideraba inminente. Luego les dirigió unas palabras llenas de ánimo, tratando de infundirles deseos de pelear por su patria. Iba rodeado de su guardia y revestido de una pompa exagerada, que resaltaba la majestad del soberano. Lucía los más preciosos ornamentos reales y montaba en una soberbia carroza de oro y marfil, tirada por dos mulos ricamente enjaezados. Cuando vio que se acercaba el momento de la lucha, se apeó de la carroza y montó en un caballo tordo, sobre una silla chapada en oro y recamada de piedras preciosas. Se puso al frente de sus tropas, rodeado también de nobles y magnates, adornados y vestidos de parecida manera que su soberano.

El rey dirigió el combate y peleó él mismo de manera portentosa, pero los que inclinaron el resultado del lado musulmán fueron los hijos de Witiza, con mando en las tropas cristianas pero que deseaban la victoria de los invasores. Eran dos los traidores y, apenas iniciada la lucha, mandaron retirada a sus soldados y dejaron a los del rey cristiano en la más absoluta indefensión. Don Rodrigo hizo esfuerzos denodados por resistir pero no tuvo otra opción que retroceder, presionado por los ataques de los musulmanes. Enfrente veía, junto a las enseñas de árabes y bereberes, las banderas de los traidores hijos de Witiza y del desgraciado conde Don Julián. Sentía una rabia inmensa. No podía imaginar hasta dónde llegaría aquel ejército pero sabía dos cosas: que aquello era muy grave y que, a no ser por los españoles traidores a su patria, él no estaría retrocediendo. Entre estos españoles incluía, naturalmente a los judíos, sustento y apoyo de los desgraciados musulmanes.

Era la noche del día 19 de julio del año 711. Día tremendo, fatídico. Las orillas del río Barbate estaban viendo un auténtico desastre para España. Don Rodrigo consiguió salir con vida pero sus enemigos destruyeron completamente su ejército, apoderándose de todo cuanto desearon de los campamentos cristianos.

Días después los poetas españoles cantaban sus romances por pueblos y aldeas para que todo el mundo supiera qué había pasado el 19 de julio del año 711. Con una entonación que reflejaba tragedia, decían así:

Las huestes de Don Rodrigo

desmayaban y huían

cuando en la octava batalla

sus enemigos vencían.

Rodrigo deja sus tiendas

y del real se salía,

solo va el desventurado

sin ninguna compañía;

el caballo de cansado

ya moverse no podía,

camina por donde quiere

sin que él le estorbe la vía.

El rey va tan desmayado

que sentido no tenía;

muerto va de sed y hambre,

de velle era gran mancilla;

iba tan tinto de sangre

que una brasa parecía.

Las armas lleva abolladas,

que eran de gran pedrería;

la espada lleva hecha sierra

de los golpes que tenía;

el almete de abollado

en la cabeza se hundía;

la cara llevaba hinchada

del trabajo que sufría.

Subióse encima de un cerro,

el más alto que veía;

desde allí mira su gente

cómo iba de vencida;

de allí mira sus banderas

y estandartes que tenía,

cómo están todos pisados

que la tierra los cubría;

mira por los capitanes,

que ninguno parescía;

mira el campo tinto en sangre

la cual arroyos corría.

Él, triste de ver aquesto,

gran mancilla en sí tenía,

llorando de los sus ojos

desta manera decía:

«Ayer era rey de España,

hoy no lo soy de una villa;

ayer villas y castillos,

hoy ninguno poseía;

ayer tenía criados

y gente que me servía,

hoy no tengo ni una almena

que pueda decir que es mía.

¡Desdichada fue la hora,

desdichado fue aquel día

en que nací y heredé

la tan grande señoría,

pues lo había de perder

todo junto y en un día!

¡Oh muerte! ¿Por qué no vienes

y llevas esta alma mía

de aqueste cuerpo mezquino,

pues se te agradecería?»

España estaba indefensa ante aquel puñado de fanáticos musulmanes. Sus puertas estaban abiertas, diciendo al invasor que podía entrar sin oposición alguna. Tārik, evidentemente, aceptó la invitación y penetró en el interior de Andalucía. No eran esas las instrucciones que tenía del gobernador Musa pero ¿cómo no iba a aprovechar una ocasión tan clara y tan favorable?

Los cristianos huyeron hacia donde el viento les empujó, y Tārik estuvo a punto de perseguirlos, pero Don Julián se le acercó y le dijo:

—Es conveniente que continúes la conquista ordenadamente. Divide a tu ejército y envía unos a Córdoba, otros a Regio, otros a Elvira, y tú marcha a Toledo, la capital del caduco reino visigodo. Yo te daré guías que les enseñen el camino hacia esos lugares.

Se dirigió a Écija, donde presumiblemente se habían refugiado los derrotados de Barbate, pero no encontró resistencia. Al revés. Miles de soldados de Don Rodrigo se le unieron y le invitaban a seguir y seguir conquistando cada vez más adentro las preciosas tierras de Andalucía. Muchos de los que se entregaban a Tārik eran esclavos que a estas alturas sabían que podrían ser libres con sólo decir que renegaban de la religión cristiana y abrazaban la de Mahoma. Desde luego los judíos acudieron en masa a recibir a los invasores como si fueran sus salvadores. Y es verdad que para ellos lo eran. Las condiciones que les impusieron los reyes españoles desde que abandonaron la Iglesia arriana, eran muy duras. El ejército musulmán fue para los judíos un libertador.

Las cosas se presentaban cada vez más favorables a los musulmanes. Nada se oponía a sus soldados. Todo lo contrario. Daba la impresión de que la mayoría de los españoles estaba deseando quitarse de encima una monarquía corrompida, injusta, dura con ellos. Ahora el objetivo era nada menos que Córdoba.

¿Cómo era la Córdoba romana y visigoda? ¿Qué paisaje encontraron aquellos extraños personajes que venían a conquistarla?

Hay que decir en primer lugar que era una ciudad fuertemente amurallada, y no solamente por razones defensivas, sino también por el propio concepto de ciudad que heredaron de época romana. Las murallas en las ciudades romanas eran algo así como una línea mágica que separaba el núcleo urbano del resto del territorio. Dentro estaban los vivos, las actividades públicas, administrativas, los mercados, las iglesias, la ley y el derecho de los ciudadanos. Fuera estaban los cementerios, las actividades agrarias, los santuarios, las temibles fuerzas de la naturaleza, el poder militar y el derecho a la guerra.

Suponiendo que se acercaran siguiendo el cauce del río, contemplaron una ciudad encerrada en sí misma por enormes murallas con sus torres, sus innumerables puertas, sus barbacanas, con iglesias preciosas sobresaliendo por encima de casas y palacios, y con un puente algo maltrecho pero imponente que comunicaba las dos orillas del río. Al final de ese puente había una enorme puerta en cuya parte más alta sobresalía la imagen de la Virgen María, como si quisiera defender de alguna manera a los habitantes de la ciudad de unos hipotéticos invasores. En la orilla sur de ese río había unas alquerías a las que los cordobeses habían dado el nombre latino de La Secunda.

Extramuros, diseminados por las laderas de la sierra cercana, había cantidad de monasterios, como si alguna mano mágica los hubiera querido plantar en aquellos parajes únicos para que dieran a los cordobeses frutos de cultura, de religiosidad y de amor a su patria.

Mugith, uno de sus generales, marchó sobre Córdoba y acampó en un bosque de alerces que había entre las alquerías de la Secunda, al otro lado del río. Los cristianos de dentro estaban verdaderamente asustados, y los musulmanes no sabían por dónde asaltar unas murallas que se les antojaban imponentes. Menos mal que uno de los adalides encontró a un pastor, al que llevaron a presencia de Mugith. De él obtuvo una información que les resultó preciosa. La gente principal había huido a Toledo, con la idea de hacerse fuertes allí. En Córdoba no quedaban más de cuatrocientos defensores, pero gente de poca importancia. Y en cuanto a las murallas, le dijo que eran muy fuertes pero que sobre la Puerta de la Estatua había una hendidura por la que podrían penetrar fácilmente.

Mugith tomó buena nota de la información que le pasó el pastor y esperó a que llegara la noche para entrar en acción. Cuando el sol dejó de alumbrar aquella preciosa campiña, comenzó a caer agua como si fuera el diluvio, mezclada con una fuerte granizada. Esto favorecía sus planes porque los centinelas habían buscado lugares escondidos para resguardarse del aguacero. Hizo que su gente pasara el río con ánimos de atacar pero no encontraron la dichosa hendidura de la muralla. Volvieron a llamar al pastor, que los llevó al lugar adecuado. Por él, los hombres de Mugith fueron entrando en la ciudad, mataron a los guardianes de la Puerta de la Estatua, rompieron los cerrojos y el ejército ocupó la ciudad sin resistencia.

El gobernador había abandonado su palacio, que ocupó Mugith, y se había encerrado con sus cuatrocientos soldados en una iglesia dedicada a san Acisclo y que estaba en el barrio de los Pergamineros, pero su resistencia fue inútil. Córdoba era musulmana. Mugith escribió a Tārik para darle la magnífica noticia.

Por cierto que el gran al-Maqqari nos narra una anécdota la mar de chusca de aquella conquista que os quiero contar.

Dice que Mugith se apoderó de la ciudad mientras el gobernador cristiano y sus 400 soldados se fueron a refugiar a la iglesia de san Acisclo, sencillamente porque en ella había un nacimiento de agua, imprescindible para poder soportar el asedio como el que desgraciadamente tuvieron que afrontar. Gracias a esa agua y a las pocas provisiones que consiguieron reunir, resistieron unos tres meses, tiempo suficiente como para impacientar a Mugith, que se preguntaba cómo era posible que aguantaran tanto tiempo sin víveres y sin agua.

¿Qué se le ocurrió hacer? Un general solvente lo primero que hubiera hecho habría sido recurrir al espionaje para saber de una vez cómo era posible que aquellos desgraciados aguantaran tanto durante tanto tiempo, y encima encerrados en una iglesia. Y eso hizo nuestro personaje. Primero ver qué ocurría allí dentro, que después se tomarían las oportunas decisiones.

Mugith tenía para esos menesteres al hombre ideal. Era joven, fuerte como un toro, valiente como un torero, escurridizo como una anguila y que fácilmente se podía confundir en el paisaje nocturno cordobés, sencillamente porque era negro, pero negro, negro de esos subsaharianos, que una vez convenientemente instruido de su tarea y de la manera de llevarla a la práctica, una noche saltó las tapias del recinto sagrado que albergaba a sus enemigos, se encaramó a un árbol y se dispuso a desarrollar la labor de espionaje que tenía entre manos.

Y, ¿qué creéis que ocurrió? Pues que como era previsible, fue descubierto por los sitiados, con la particularidad de que ni los más viejos del lugar habían visto un negro en su vida por aquellos andurriales, así que fue objeto de todas las maniobras de admiración y choteo de parte de los asustados e incrédulos paisanos, que lo desnudaron, lo llevaron a la cañería por donde les entraba el agua, se hartaron de frotarlo con estropajos, jabones y demás utensilios al caso, sin conseguir dejarlo blanco y limpio como un san Luis, que era lo que esperaban de sus enérgicas maniobras. La verdad es que no sé cómo acabó el pobre pero nos lo podemos imaginar. El hecho notable es que por primera vez, que yo sepa, aparece un hombre de raza negra por nuestra ciudad de Córdoba.

Tras someter a los cordobeses, la expedición siguió adelante y fue conquistada la provincia de Regio por un destacamento que, una vez concluido su trabajo, marchó hacia Elvira. También se apoderaron de ella y al encontrar muchos judíos, los dejaron como guardianes de esa conquista.

Los ejércitos invasores se dirigieron a Tudmir, cuya provincia era Orihuela. Allí mandaba un godo llamado Teodomiro, bastante listo y al que sobraban ganas de vivir su libertad. Cuando vio que los invasores venían a conquistar sus ciudades, en principio les plantó cara, con poco éxito porque sus escasos efectivos militares menguaron considerablemente. Pero el hombre tenía bastante fantasía como para amilanarse. Lo primero que hizo fue encerrarse en Orihuela con los soldados que le habían quedado vivos y cuando vio acercarse a los musulmanes, mandó que las mujeres tomaran la apariencia de hombres y se asomaran a las murallas como que eran aguerridos soldados. Cuando comprobó que sus enemigos no las tenían todas consigo ante la aparente multitud de defensores, pidió parlamentar.

Nuestros musulmanes, ya os lo he contado, aceptaban enseguida sumisiones y tratados con tal de que reconocieran que ahora mandaban ellos y les pagaran los impuestos que manda la sunna para estos casos. El resultado fue que salieron las mujeres de las almenas y los invasores no se inmutaron ante el engaño porque iban a lo que iban, así que se firmó un celebre tratado entre invasores e invadidos que vino estupendamente a las dos partes.

El tratado va a ser un hito en las relaciones entre españoles y musulmanes en nuestra España. Teodomiro se mantenía en el poder, pero sería vasallo de los musulmanes, que respetarían su religión, sus costumbres, sus bienes y su mando en las ciudades de Orihuela, Valencia, Alicante, Mula, Hellín, Lorca y Cehegín, con sus villas y lugares. A cambio, cada habitante cristiano debía pagar al gobierno musulmán una moneda de oro, cuatro almudes de trigo, cuatro de cebada, cuatro cántaros de arrope o jarabe de mosto, cuatro de vinagre, dos de miel y dos de aceite. La cantidad era considerable pero a la vez pequeña si se considera que los españoles pudieron mantener una cierta libertad, que ya se sabe que no hay dinero en el mundo que la compre.

Tārik decidió conquistar Toledo, que cayó prácticamente sin oponer resistencia. Era el corazón de la monarquía que acababa de derrocar y cuando entraron la encontraron vacía. Los magnates visigodos habían huido como ratas. Tārik tomó posesión de una ciudad riquísima, llena de iglesias con tesoros de enorme valor, de palacios de ensueño. Los ojos de árabes, bereberes y libertos jamás habían contemplado maravillas como aquellas. Era el 11 de noviembre del año 711. Hacía más o menos tres siglos que Alarico saqueara Roma al frente de sus visigodos. Muchas de las riquezas fruto de aquel saqueo fueron a parar a Toledo y ahora estaban en manos musulmanas.

Desde Toledo siguió adelante hasta Guadalajara. En un pueblo cercano a esta ciudad encontraron un tesoro inimaginable: una mesa, que llamarán del Rey Salomón, toda entera de oro y adornada en bordes y patas con trescientas sesenta y cinco preciosas esmeraldas verdes. Era una especie de atril en el que se colocaban los Evangelios los días de celebraciones litúrgicas solemnes de la catedral toledana. Probablemente se trataba de una joya bizantina, que en tiempos de los godos fue algo así como una insignia nacional. Al pueblo lo llamaron Almeida, una palabra árabe que en nuestro idioma traducimos por «la mesa».

Musa, el gobernador de Ifriqiya y jefe directo de Tārik, se enteraba de los éxitos de su subordinado y conforme le iban llegando esas noticias iba aumentando su irritación. No sabría decir si sentía celos o ira porque le llegaban puntuales correos anunciando cómo Tārik desobedecía sus órdenes de no adentrarse en España. El caso es que se sintió profundamente disgustado. Tārik era un liberto, un don nadie y la suerte le estaba brindando éxitos insospechados.

Tārik también a estas alturas estaba muy preocupado. ¿Era posible conquistar todo aquello sin ninguna resistencia? ¿No encontraría de buenas a primeras un formidable ejército cristiano, que quizá le barrería del mapa? Mejor pedir ayuda a su jefe ante una previsible respuesta que podría ser formidable.

Musa decidió entrar en España. Preparó unos 20.000 soldados, todos árabes, acompañados de sus séquitos de clientes. Estos sí que eran unos profesionales. Nada menos que la caballería siria, los baladíes, los valientes yemeníes, los qaisíes, la aristocracia de Oriente. Junto a ellos venían algunos misioneros, hombres de religión y de ciencia. Llegaron dos discípulos de los compañeros del Profeta, los venerables Hanas ibn ‘Abd Alla al-San’aní y Abu ‘Abd ar-Rahmān al-Habalí. Ellos fundarán las primeras mezquitas en Elvira y Zaragoza y a ellos encomendarán la orientación de la alquibla en estas mezquitas y en las cordobesas. Era el mes de junio del año 712 cuando los embarcó con destino a Algeciras.

Ya en España sintió el irrefrenable deseo de ir a Toledo, castigar al insolente Tārik y, de paso, contemplar detenidamente y poseer aquella preciosa ciudad. Eso era lo que le pedía el cuerpo. Sin embargo, se lo pensó mejor. No era él un personaje para seguir la estela de un desgraciado. Además, algunos socios españoles le habían aconsejado seguir un camino diferente al de Tārik. Haría sus propias conquistas. Le quedaban por conquistar partes muy importantes de Andalucía, especialmente Sevilla, y desde allí podría hacer una conquista similar a la de Toledo. Nada menos que Mérida, la gran ciudad romana capital de la Lusitania. Luego ya haría sus planes según le fueran las cosas.

Se dirigió en primer lugar a Medina Sidonia y la conquistó con más dificultad de la esperada. Luego fue a Alcalá de Guadaíra, a continuación a Carmona. Allí consiguieron entrar valiéndose de engaños. Gentes españolas encuadradas en su ejército, penetraron en la ciudad fingiéndose fugitivos, abrieron las puertas por las que entró la caballería de Musa y así se apoderaron de la preciosa ciudad, que sería en adelante un gran baluarte en la defensa de al-Ándalus.

A continuación marchó sobre Sevilla. Sus edificios y monumentos cristianos eran imponentes y en ella quedaban muchos nobles cristianos, especialmente los más doctos en letras sagradas y profanas, y también los jurisconsultos del reino. Después de unos meses de asedio, fue conquistada por Musa, huyendo los cristianos a Beja.

Desde Sevilla, Musa emprendió la romana Vía de la Plata camino de Mérida, que era impresionante. Tenía un grandioso puente romano, también alcázares e iglesias de una riqueza monumental fuera de lo común. Allí encontró una resistencia formidable. Había muchos partidarios de Don Rodrigo que la defendían con uñas y dientes. Tuvo que asediarla y pasar así todo el invierno. La conquistó nada menos que en junio del año 713, la fiesta del Fitr o del fin del ramadán, pero obtuvo su recompensa. Se apoderó de incalculables riquezas.

Musa entonces puso sus ojos en Toledo. Pero antes pensó que era el momento de ajustar las cuentas con el díscolo y desobediente Tārik. Lo mandó llamar y ambos se encontraron en un lugar cercano a Talavera, que en adelante se llamará para siempre Almaraz, palabra árabe que significa «el encuentro».

Dicen los cronistas que Tārik, al divisar al ejército de Musa, bajó de su caballo en señal de respeto y se acercó caminando a pie durante un buen trecho. Cuando se encontró ante su jefe, bajó los ojos e hizo ademán de besarle los pies y las manos. Musa empuñó un látigo, la emprendió con su subordinado y estuvo azotándole hasta que se cansó de dar golpes. Esto le decía mientras sus ojos parecían rayos que lo querían fulminar:

—¿Por qué avanzaste sin mi permiso? ¿No te había ordenado hacer sólo una razzia y volverte a África enseguida?

Entonces dejó caer al suelo el látigo pero le colmó de improperios. No se atrevió a degollarle allí mismo por temor al califa, pero a partir de ese momento le retiró de cualquier mando en las tropas que acababan de conquistar España.

Musa fue a Toledo. Lo deseaba. Allí Tārik le hizo entrega de todos los tesoros que acababa de requisar a los cristianos, entre ellos la mesa de Salomón. Ocurre que el subordinado se olía el percal, sabía que se iba a quedar sin su más preciado tesoro y no se le ocurrió otra cosa que arrancar una pata y esconderla bien, que cualquiera sabe para qué le iba a ser útil.

Cuando pensó que había hecho justicia con Tārik, Musa escogió el mejor palacio y se instaló en él dando a entender que era el nuevo soberano de al-Ándalus. Lo proclamó a los cuatro vientos y con toda solemnidad. Su poder era vicario del califa de Damasco. Enseguida, para no se llevaran a engaño, hizo saber a los hijos de Witiza que fueran olvidando sus apetencias al trono de su padre.

En el fondo era un golpe de Estado, esperado según se iban desarrollando los acontecimientos, pero no por ello menos doloroso para los que creían haber llamado a un aliado cuando en realidad habían entregado el trono de España a un nuevo dueño. Pero todo con su liturgia y con cierto tacto. Allí, al lado de Musa, estaba el conde Don Julián, al que importaba bien poco lo que perdieran los pretendientes españoles. ¿Y los demás? Si recibían recompensas adecuadas tampoco iban a poner el grito en el cielo, si es que podían. Don Oppas, arzobispo de Sevilla e hijo de Witiza, recibió de Musa el arzobispado de Toledo. ¿Podía esperar algo más?

Musa, de todas maneras, deseaba dejar claro que él mandaba ahora, y nada mejor para eso que dar un escarmiento a los que habían hecho intentos de oponerse al dominio musulmán. ¿Y a quién recurrir para que le delatara a esos insurrectos? Ahora tenía de su lado al arzobispo Don Oppas, que no tuvo el menor empacho en decirle uno a uno quiénes se habían opuesto a la instauración del poder que representaba. Y los mandó ajusticiar, no sólo a los delatados por Don Oppas, sino a todo aquel que le pareció sospechoso de traición. La sangre se derramó en Toledo. Muchos nobles y plebeyos cayeron bajo el hacha del verdugo, mostrando de esa manera lo que esperaba a los que intentaran oponerse a los nuevos dueños.

A partir de entonces ya no hubo miramientos ni paños calientes. Un contemporáneo de los hechos, conocido como el Pacense y otro, el musulmán Maqqari, nada sospechoso de estar contra los suyos, dicen lo siguiente:

Los árabes y bereberes dieron entonces rienda suelta a sus instintos de ferocidad y de pillaje. Un rastro de humo y de sangre marcaba el paso de las huestes y así anunciaba Musa la suerte que tenía preparada a quien osara resistirle.

Los musulmanes quemaron hermosas ciudades, crucificaron a muchos patricios, mataron a puñaladas a niños de pecho y llevaron a todas partes la desolación y el espanto.

Allí pasó el otoño y el invierno. En la primavera del 714 por fin decidió enviar correos a Damasco para dar cuenta al califa de sus formidables expediciones y éxitos militares en España.

Musa siguió sus conquistas. Marchó sobre Zaragoza, que conquistó en el mismo año 714. El resto de España fue un paseo militar. Se apoderó de Briviesca, Astorga y llegó hasta la lejana Asturias. La resistencia no existía. Los españoles no tenían jefe, ni plan de acción, ni motivación.

Quiso seguir adelante pero le llegó de vuelta el mensajero que había enviado a Damasco. Traía una orden expresa del califa al-Walid. Tārik, Musa y Mugith debían comparecer inmediatamente en su presencia y darle expresa cuenta de sus expediciones en España. Como gobernador de al-Ándalus quedará ‘Abd al-Aziz, el hijo de Musa, que se estableció en Sevilla.

En el otoño del 714 Musa abandonó España por un lado y Tārik por otro, ambos camino de Siria. Les acompañaba el desgraciado conde Don Julián. Pasaron por Kairuán y llegaron justo después de la muerte del califa al-Walid. Iban los dos cargados de tesoros de España, nada menos que treinta carros llenos de oro, de alhajas que habían adornado a las esposas de los señores visigodos. Llevaban también muchos prisioneros, personas distinguidas por su riqueza y nobleza.

Cuentan las viejas leyendas que Suleyman, el sucesor en el califato, ordenó que se presentaran ante él. Quería enfrentar sus opiniones, conocer de primera mano qué clase de tierras acababan de conquistar, qué tesoros le traían como botín y dilucidar cuál de los dos era un bellaco, o si lo eran ambos. El primero en hablar y en ofrecer sus presentes al soberano fue Musa, y entre los infinitos tesoros que presentó, sobresalía la preciosa mesa, fabricada en oro y adornada con monumentales esmeraldas verdes que la hacían resplandecer y ser admirada por toda la corte que rodeaba al califa. A esa mesa le faltaba una pata, que Musa había repuesto, mandando fabricar otra, también de oro, y colocar en el lugar de la que faltaba.

Acto seguido, le tocó el turno a Tārik, que desenvolvió y expuso ante el soberano muchas joyas de singular belleza, piedras preciosas, lingotes de oro fundido de las minas de Rodalquilar. Cuando comprendió que había encandilado al monarca, sacó de una talega una pata de oro adornada con esmeraldas verdes y la colocó en la mesa que trajo Musa. Al ver que encajaba perfectamente, Suleyman comprendió que el primero que consiguió la mesa fue Tārik, y que Musa había intentado robarle el obsequio para hacerse grato al monarca.

Un cronista, llamado Alí ben Abd al-Arman ben Hudeil de Granada, nos cuenta que el califa mandó llamar a Musa para informarse de cómo era España y cómo los españoles. Entre ellos se desarrolló el siguiente diálogo:

—¿Has encontrado pueblos fuertes en tus conquistas? —preguntó el califa.

—Señor —contestó Musa—, muchos más de cuanto yo podría describirte.

—Pues dime, ¿cómo son los cristianos de las tierras conquistadas?

—Son leones en sus castillos, águilas en sus caballos y se comportan como mujeres cuando forman escuadrones de a pie. Si ven una buena oportunidad, la saben aprovechar. Pero cuando se ven vencidos son como cabras a la hora de escapar por los montes. De tanto como corren no ven la tierra que pisan.

—Y dime —volvió a preguntar Suleyman—, ¿cómo son los bereberes africanos?

—A la hora de acometer —contestó Musa—, son muy parecidos a los árabes. También son semejantes a nosotros en su fisonomía y en su hospitalidad pero al mismo tiempo son traicioneros, son los más pérfidos del mundo porque no cumplen jamás con la palabra dada y piensan que los pactos están para no cumplirlos.

—Y ¿cómo son los cristianos del norte, de las tierras que aún no hemos podido conquistar?

—Son muchísimos, señor. Infinitos, diría yo. Están siempre dispuestos para acometer y nunca retroceden.

—Y ¿cómo te ha ido con estas gentes? —volvió a preguntar el califa.

—-Señor —-contestó Musa—, jamás me han arrebatado una bandera. Mis musulmanes han dado siempre la cara aunque fueran cuarenta contra ochenta.

Suleyman ya sabía cuanto deseaba. Miró a Musa con desprecio, lo despidió de mala manera, lo encarceló, lo expuso al sol ardiente de aquella tierra, lo mandó azotar, le arrebató los tesoros que trajera de España y aquí terminaron sus días de gloria. De Musa volveremos a hablar más adelante. De Tārik, nunca más se hace mención en la historia. Dos héroes para los musulmanes, que ellos mismos hacen desaparecer sin pena ni gloria. Seguramente algún genio maléfico los apartó así de la historia por el tremendo desastre que provocaron en nuestra España.

España se sometió a los musulmanes. La conquista prácticamente terminó en el año 718. Las plazas del norte en realidad no lucharon. Negociaron, aceptaron a los nuevos dueños y recibieron un trato decoroso. En la mayoría de las ciudades del sur, desde Toledo hacia abajo, hubo unas peleas tremendas y a los vencidos se les aplicó con todo rigor la nueva ley. Quedaron libres unos cuantos en el norte donde algunos españoles van a protagonizar una odisea impresionante que os intentaré contar poco a poco. Los posibles brotes de rebeldía fueron sofocados sin que opusieran una resistencia demasiado dura. Y es que la dominación musulmana se les antojaba en la práctica igual que la visigoda. Los conquistadores dejaron sus leyes a los vencidos, los gobernadores y jueces eran de su raza y las tierras que antes eran de los patricios o de la Iglesia pasaron a poder de los nuevos dueños, que se las dieron al pueblo para que las cultivara a cambio de una cantidad en arrendamiento.

En comparación con las condiciones de vida que debieron soportar durante el reinado de los visigodos, aquello no era nada excesivo. En cierto sentido, os repito que al principio, la invasión fue hasta buena para España. Produjo una especie de revolución social que acabó con los abusos del anterior poder. Las tierras pasaron al pueblo, lo que hizo que floreciera la agricultura. Realmente desapareció la esclavitud. Mahoma había ordenado que se permitiera rescatar esclavos con tal de que aceptaran su religión. Los esclavos cristianos lo tuvieron fácil. Les bastó con abrazar la religión musulmana para ser libres para siempre. Casi todos abandonaron el cristianismo a cambio de su libertad. Traían una especie de mandato religioso por la que los oprimidos de antaño pasaban a mejorar sus condiciones de vida de una manera notable.

Junto a la conquista militar de las ciudades y plazas fuertes de España, se produce una invasión cultural y religiosa de inmenso calado. La cultura venía con los invasores, herederos del saber de los griegos.

Se convierten a la nueva religión, os lo he contado, los esclavos, que recuperan su libertad con sólo decir que Mahoma es el Profeta de Alá, Dios único y verdadero. Muchos cristianos no amaban en realidad su religión. Los musulmanes dejaron cierta libertad de elección. Los que quisieran seguir siendo cristianos tenían como única carga pagar un tributo especial y basta. Ocurre que los que no estaban demasiado convencidos, al poco tiempo, deciden que es lo más práctico hacerse musulmanes para dejar de pagar esa cantidad. Muchos patricios hicieron exactamente igual. Si la cultura estaba en manos musulmanas, el poder también y, encima, ser cristianos les salía caro, ¿qué hacer? ¿No era más práctico convertirse a la religión musulmana aunque no estuvieran demasiado convencidos?

¿Y la Iglesia? Para la Iglesia fue un desastre por muchas razones, y os voy a mencionar una. Si hasta ahora los reyes godos tenían la facultad de convocar concilios, esa facultad había pasado a los sultanes. Y así, cuando convocaban un concilio, sabían que estarían presididos por la autoridad musulmana. Les quedaba el consuelo de ver sentados en lugar preferente a sus obispos, al lado de los ulemas y rabinos.

Así las cosas, la conquista fue militar, cultural y moral. Los españoles se acabaron rindiendo a los musulmanes hasta lo más hondo de su ser. Otra desgracia, porque si alguno se había convertido por una pasajera decisión, sin valorar bien las consecuencias, se vio más liado de lo que esperaba porque estos musulmanes reclaman que todos sean libres para abrazar su religión pero cortan la cabeza al que abandona los preceptos de Mahoma. Literalmente, si decidían los españoles que su conversión había sido poco meditada y andando el tiempo pretendían volver a la fe en Jesucristo, eran inmediatamente decapitados, sin mayor juicio ni empacho de parte del legislador ni del verdugo.

Ocurría a menudo que el padre se convertía a la religión musulmana por pura conveniencia y pasado un tiempo añoraba su viejo cristianismo. Él quizá no se sintiera con tuerzas para volver a su fe pero inculcaba a sus hijos las creencias que sentía. Esos hijos se hacían mayores, pensaban volver al cristianismo y se encontraban con la seguridad de que les iban a corlar la cabeza de un tajo si lo hacían. La Iglesia musulmana te agarra en la cuna y no te abandona hasta la tumba. O mueres musulmán de viejo, o por cualquier epidemia, o mueres musulmán de un espadazo si quieres volver al cristianismo.

Por todo esto, os aseguro que los que más acabaron perdiendo fueron los que añoraban su cristianismo y su vida como auténticos españoles. A estos los llamaban los adaptados, en árabe mowallad, los célebres muladíes de quienes hablaremos ampliamente.

La posición social de estos adaptados fue en general muy mala. No podían ocupar puestos de relevancia y eran tratados con un desprecio enorme por los musulmanes. Fueron los grandes perjudicados y con el tiempo veremos su reacción. Os contaré más adelante cómo fueron protagonistas de rebeliones notables, para conseguir volver a su cultura, su independencia, su libertad, su religión y su identidad española.

Para ellos cambiaron demasiadas cosas. En primer lugar, la lengua culta comenzó a ser el árabe, idioma al que se debieron acostumbrar poco a poco. No solamente por poder comunicarse con los nuevos dueños de España sino también por pura necesidad, por dinero, por supervivencia o, sencillamente, porque ellos les pedían traducciones de obras literarias y científicas desde las lenguas originales, el griego o el latín, al árabe. A partir de entonces comienza a existir en España una literatura hispanoárabe, obra de esos españoles. Ellos nunca olvidaron su lengua latina o hispano-latina. Es más, fueron los guardianes fieles de esa lengua, de la poesía y de las costumbres de sus antepasados.

En unos años cambiaron los nuevos dueños, no solamente los de arriba sino también su camarilla de adláteres. Los hijos de Witiza, en los primeros tiempos, fueron encumbrados. Don Oppas, ya os lo he contado, pasó de arzobispo de Sevilla a ocupar la sede de Toledo. Aquila, Olemundo y Ardabastro, los tres fueron colocados en primera fila. Eran la nueva nobleza. Claro que se llevaron un chasco porque lo que querían era recuperar el trono de su padre y los nuevos dueños se encargaron de decirles que se olvidaran de ello, que el nuevo mandamás era diferente y lo iba a seguir siendo. Si recibieron premios, riquezas y puestos cercanos al poder, fue más por interés del musulmán que porque tuviera intención de regalarles nada. No olvidéis que los musulmanes conocían poco España y necesitaba la ayuda de los nativos. El caso es que debieron renunciar a los derechos sobre la corona y a cambio recibieron tierras, ciudades, cortijos y otras muchas posesiones.

¿Y los judíos? ¿Qué pasó con la población judía de España, que habitaba aquí desde tiempos antiguos y que había hecho de Sefarad su Tierra Prometida?

Éstos ganaron. Ellos se mostraron tan contentos con el dominio musulmán. Dicen algunas personas que fueron de los que llamaron a los musulmanes para que invadieran España. No estoy del todo convencido de que fuera así. Lo que es seguro es que facilitaron la entrada a los invasores en muchas ciudades y quedaron en ellas como guardianes encargados por los hombres de Musa. Eso ocurrió en Córdoba, en Sevilla, en Elvira y en otras ciudades. Cuando los musulmanes conquistaban una ciudad y había en ella una colonia judía, los reunían en la alcazaba o el castillo y les confiaban la defensa de la plaza. Era la única manera de que el grueso del ejército invasor pudiera seguir adelante en su conquista.

La inmensa mayoría de los españoles debieron pactar con los musulmanes las condiciones para sobrevivir en una tierra de la que ya no eran dueños. No podían acabar con los españoles ni les convenía hacerles la vida imposible porque los invasores eran simple y llanamente soldados y no les pasaba por la cabeza repoblar España con gentes de su casta y religión. ¿Quién iba a cultivar los campos? ¿Quién fabricaría los útiles necesarios para la agricultura, tejidos, manufacturas para el comercio? España era un país agrícola, cosa de la que no sabían absolutamente nada los árabes o los bereberes. Esa tarea era despreciable para ellos. Era vital para los conquistadores que los españoles continuaran sus trabajos de agricultura, industria y comercio, porque eso los beneficiaba. ¿De dónde, si no, iban a sacar el dinero para hacer la guerra? Les convenía dejarlos hacer con tal de que les pagaran los tributos. Por lo demás, que siguieran, si querían, con su religión y con sus leyes con tal de que obedecieran a los nuevos amos.

A los españoles les interesaba aceptar esta nueva situación. Cuando comprendieron que la invasión era un hecho irremediable, y de imposible solución a corto plazo, prefirieron creerse las promesas de los musulmanes. Era demasiado pronto para que olvidaran la dureza del régimen visigodo, así que les convenía creer a los nuevos dueños. Los más pobres estaban encantados de que hubieran desaparecido los tiranos visigodos. Los colonos continuaron cultivando sus tierras. Los que así lo desearon abandonaron sus casas, sus bienes, y marcharon a las montañas del norte esperando el momento de tomar la revancha, si es que podían.

Con los monasterios que encontraron en tierras conquistadas no se portaron del todo mal. Estaban por lo general situados en lugares aislados y los monjes se dedicaban a rezar y a trabajar, ¿qué daño podrían esperar de ellos los musulmanes? Más que nada, a la vista de los invasores, eran fincas magníficamente cultivadas y lugares que, en caso de necesidad, podrían servirles de refugio. Generalmente los respetaron a condición de que debían dar cobijo y ayuda a los moros que transitaran por las cercanías de los monasterios. Igual hicieron con las iglesias.

Al conquistar pueblos no creyentes, los musulmanes impusieron unas condiciones de vida y unas leyes basadas en el Corán, la sunna y los tratados que firmaban eventualmente con los pueblos conquistados. Y con estos espartos los cristianos las tenían crudas porque esas leyes les eran esencialmente contrarias. Si se leen tanto el Corán como la sunna se comprende perfectamente lo que acabo de decir. Es verdad que algunas veces el Corán parece querer hacer distinciones favorables a los cristianos, pero esto en contadas ocasiones. Por lo general, podemos sacar la conclusión de que considera a los creyentes en Jesucristo como infieles, a los que hay que convertir o perseguir.

Son muy notables las continuas referencias que hace el Corán a los personajes bíblicos. Podríamos decir que son una especie de hilo conductor de todo el texto. Abraham y Moisés son ejemplo de guías de un pueblo desde el paganismo a la verdadera religión. Noé es repetidamente citado como paradigma de la división entre creyentes y los que no lo son.

Jesús es un gran profeta para Mahoma. Sin embargo, una y otra vez insiste es que es solamente eso, un gran profeta y en manera alguna Hijo de Dios. También rebate insistentemente el misterio de la Trinidad. Resonaban en sus oídos las disputas teológicas de los siglos IV, V y VI de la era cristiana. El arrianismo, el monofisitismo, el nestorianismo, las discusiones bizantinas de la Iglesia de los tiempos inmediatamente anteriores a Mahoma, seguramente las tiene presentes cuando imparte una nueva doctrina a sus seguidores, que sin duda se asienta en la Biblia pero que la da por superada en sus enseñanzas. También es muy notable la veneración con que trata a la Virgen María.

Este fue el mundo que les puso delante aquella invasión. Fue una auténtica desgracia. Aquí había unos dueños, los musulmanes, y otros que eran esclavos. Unos tenían derecho a todo, los árabes invasores, los bereberes y la multitud de españoles que se hicieron musulmanes por conveniencia, y otros, los cristianos, que únicamente podían sobrevivir si pagaban religiosamente sus impuestos y no hacían demasiado ruido.

La Iglesia debía estar sometida a la legislación musulmana. Es natural si se tiene en cuenta que Mahoma inculcó a sus seguidores que el islamismo había terminado con todas las religiones, especialmente la judía y la cristiana. Por eso, aunque estaba permitida la práctica de la religión cristiana, de hecho estaba sometida a infinidad de limitaciones. Debía ejercerse en absoluto secreto; no se podían construir iglesias adicionales a las que ya existían, tampoco poner signos externos en las fachadas de las iglesias; no estaban permitidas las procesiones, ni llevar cirios en los entierros; las campanas, de tocarse, debían hacerlo bajito porque ese ruido molestaba especialmente a los musulmanes.

Las puertas de las iglesias debían estar abiertas tanto de día como de noche para que pudieran alojarse en ellas los transeúntes musulmanes. Esto era muy odioso para los cristianos, no solamente por la falta de intimidad que ello suponía, sino porque cuando entraban en ellas, lo hacían con absoluta falta de respeto, dejaban por los suelos inmundicias y hacían dentro cantidad de cosas impropias del decoro y el respeto que merecen los templos.

Estaba completamente prohibido a los cristianos hacer proselitismo de su fe mientras que los que se hacían musulmanes obtenían enormes ventajas materiales.

Por el contrario, si un musulmán se convertía a la religión cristiana, o si un cristiano se convertía a la religión musulmana sin reflexionar demasiado y luego quería dar marcha atrás, se encontraba con una ejecución sumarísima. La duda no era si le mataban o no, sino si le mataban inmediatamente o le daban unas horas para pensarse lo que le esperaba si continuaba en su idea de volver al cristianismo.

Esto era una tragedia por la que pasaron muchos españoles. Se convertían pero ni su corazón era musulmán ni tenían nada en común con árabes o bereberes, a quienes seguían considerando como invasores. Pues tampoco podían volver a la fe que sentían sin percibir amenazante sobre sus cabezas la espada del verdugo. Estos no se lo pensaban dos veces y, desde luego, no les temblaba el pulso para ejecutarte. No pensaban que toda persona debe ser libre para sentir o no sentir su fe.

De ahí en adelante, pues todo lo que os podéis figurar. Un mozárabe no podía heredar de otro mozárabe. Un cristiano no podía heredar a un hijo que se hubiera hecho musulmán. Los casamientos estaban bien legislados en cuanto a la igualdad de creencias. Y así hasta el infinito. Las normas por las que se regía la sociedad española quedaron totalmente abolidas. En las poblaciones conquistadas, los españoles quedaban completamente a merced del vencedor, que había nombrado a una serie de personas, funcionarios, en quienes estaba delegada la potestad de dirigir la convivencia y ejercer la justicia.

Bien. Poco a poco os he ido haciendo un retrato de cómo fue la invasión, cómo había sido la vida de los españoles antes de que llegaran los musulmanes y qué pasó con ellos a partir de esos fatídicos tiempos en que se aposentaron aquí e hicieron de esta tierra su casa. En resumidas cuentas, que la codicia y el ansia de poder de los invasores había reducido a la pobreza a los españoles que vivían aquí desde tiempos remotos.

Los propios escritores musulmanes cuentan que hacia el año 740 los conquistadores vivían aquí como auténticos reyes. Los sirios, que llegaron prácticamente en la miseria, eran los ricos y los poderosos en esta tierra. Los cristianos, por el contrario, estaban en la más absoluta pobreza. Os diría que en la miseria. El poder del clero y de la aristocracia estaba reducido a la nada. Los que no habían muerto habían huido a las montañas del norte.

Los siervos y los esclavos de antaño nada tenían antes de la conquista y nada tuvieron después. La esclavitud entre los árabes no era duradera. Al cabo de algunos años el esclavo era declarado libre, sobre todo si se hacía musulmán.

Pero la institución que más sufrió en sus carnes la invasión fue la Iglesia. Atacaron su organización, su culto, su libertad. Se destruyeron grandes santuarios y muchas obras de arte cayeron bajo la piqueta de la barbarie y muchos sacerdotes debieron huir a las montañas del norte. Huyeron bastantes obispos y muchas diócesis fueron borradas del mapa o al menos quedaron reducidas a la nada.

Quedó bajo jurisdicción musulmana todo lo referente a la sociedad civil y también lo eclesiástico. Así, por ejemplo, convocar concilios era potestad de la máxima autoridad musulmana de España. Elegir obispos igualmente. ¿Qué quedó de nuestro cristianismo? ¿Fueron tolerantes con los pueblos invadidos? ¿Nos fue posible continuar manteniendo nuestras creencias, nuestras costumbres?

Es una candidez decir que la convivencia entre musulmanes y cristianos fue ejemplar. Y si alguien os dice que eso es posible cuando el poder está en manos musulmanas, decidle simplemente que lea el Corán a ver si el Libro Sagrado deja un resquicio a la libertad de conciencia y a la tolerancia de ideas religiosas del otro.

Si miramos el asunto al contrario, los sentimientos eran idénticos. Si queréis saber qué opinión tiene alguien de vosotros, basta con preguntaros qué opinión tenéis vosotros de esa persona. Los musulmanes no querían ni la compañía ni la amistad de los cristianos. Tanto es así que vivían en barrios separados. Hay muchos ejemplos. Si en una ciudad había muchos cristianos, allí no se iban a vivir los musulmanes. En Toledo, ciudad poblada por cristianos, los árabes o los bereberes se iban a vivir al campo. Eso mismo ocurrió en Málaga, Archidona, Elvira, etc.

El caso más típico de lo que acabo de decir está en dos pueblecitos, que antes eran uno, enclavados en el precioso valle de Lecrín, de la actual provincia de Granada, que se llaman Talará y Chite. Talará se llamaba en tiempos musulmanes Harat-alarab, que en árabe quiere decir «arrabal de los árabes». Allí vivían únicamente personas de ascendencia árabe o musulmana. El pueblo vecino se llama Chite, corrupción del Civitas latino, habitado exclusivamente por cristianos. ¿Hay quien dé más?