CAPÍTULO 12
AL-HAKAM II, SEGUNDO CALIFA DE AL-ÁNDALUS
Por primera vez no comienzo un capítulo hablando de la proclamación del nuevo soberano, o de su aspecto físico, o de las circunstancias en que se realizó su ascensión al trono. Vamos a hacerlo de manera diferente porque es necesario decir unas palabras sobre la cultura en al-Ándalus, y sobre la influencia de Oriente en las ciencias y las letras de califato omeya de Occidente. Hay que hacerlo así porque hablaremos de un hombre cultísimo, de un sabio, un poeta, un místico, un bibliófilo de los más importantes que ha dado nuestra patria, que todo eso fue el noveno soberano y segundo califa de Córdoba.
Hemos hablado mucho en capítulos anteriores de la influencia que tuvieron en la España musulmana los grandes centros orientales del saber. Es natural si se tiene en cuenta que al fin y al cabo, los invasores vinieron de allá. Sin embargo, esta primera venida se hubiera ido difuminando con el tiempo de no concurrir otro hecho de enorme trascendencia cultural, como fue el deber religioso de todo musulmán de hacer la peregrinación a La Meca, al menos una vez en la vida.
Cuando alguien iniciaba los preparativos de un viaje tan largo en el espacio y en el tiempo, seguro que intentaba cumplir con sus deberes religiosos y también conseguir beneficios secundarios. Muchos de los peregrinos aprovechaban esa oportunidad para obtener una cultura religiosa y profana, que estaba en Bagdad, en Medina o en otras grandes ciudades de aquellos lejanos países. Esos centros del saber los atraían grandemente, de manera que no volvían sin haberse empapado en unos conocimientos que les habrían de dar prestigio y consideración social a su vuelta.
En otros casos, en lugar de traer ciencia y cultura, aprovechaban el viaje para comprar artículos cuya adquisición aquí era difícil, como especias, esclavos, objetos de valor artístico, por tanto ejercían de comerciantes ocasionales. Otros, los menos, iban y venían con más curiosidad que otra cosa, satisfaciendo su espíritu aventurero, si es que lo tenían.
Y ocurrió lo inevitable porque España comenzó a ejercer sobre los habitantes de las grandes ciudades de Oriente una atracción enorme, especialmente en los sabios que tenían dificultades allá por razones políticas o simplemente económicas. Los viajeros contaban que nuestra tierra era preciosa, acogedora para los que quisieran quedarse aquí, una nación privilegiada por la que soñaban con la misma ilusión con que lo han hecho tantas personas a través de la historia. De esa manera, poco a poco, se irán fomentando esas emigraciones, y formando en Córdoba un grupo de personajes muy cultos e influyentes que han llegado desde Egipto, Siria o Iraq y que contribuyen a hacer que se instalen las costumbres refinadas, la cultura, la música, la literatura de sus tierras de origen. Lo vimos en tiempos de ‘Abd ar-Rahmān II con Ziryab y podríamos citar a muchos más.
‘Abd ar-Rahmān III vio esas emigraciones tan abundantes, que por un momento se mosqueó, porque a ver si con ellos venían partidarios de sus enemigos los abásidas, o se colaban doctrinas peligrosas para la integridad del reino como había ocurrido en África con las doctrinas chiita y fatimí. Enseguida se esfumaron esos recelos porque comprobó que los que venían, lo hacían sencillamente buscando el bienestar para ellos y sus familias o, en todo caso, huyendo de enemigos. Córdoba se convirtió para muchos sabios de Oriente en una especie de tierra de promisión. Estas idas y venidas abrieron nuevos horizontes a los intelectuales de al-Ándalus y estimularon el saber tanto en las ciencias religiosas como en las profanas.
Y ahora hablemos del segundo califa cordobés. Es el día 3 de la luna del ramadán y vamos a ser testigos de un espectáculo lleno de colorido, de simbolismo y de fuerza para la corte y para todos los habitantes de al-Ándalus.
Al-Hakam era un hombre maduro que no podía disimular sus cuarenta y siete años. Mientras el cadáver de su anciano padre yacía sobre una enorme losa de mármol blanco en uno de los salones de Madinat az-Zahrā’, a su alrededor se iban arremolinando sus hermanos, sus tíos, los grandes dignatarios, los esclavos más notables, los eunucos y otros miembros de la corte. En los grandes patios de aquella ciudad encantada sonaban los pasos marciales de la guardia compuesta por soldados andaluces y por mercenarios venidos de todas las partes del mundo para luchar en un ejército que iba de victoria en victoria. Todo anunciaba que en cualquier momento daría comienzo la solemne ceremonia de su jura como califa y sucesor de su padre en el trono de los omeyas.
Al-Hakam parecía estar ausente, absorto en sus pensamientos y en sus recuerdos. Todavía le sonaban en los oídos unas palabras que su difunto padre le repetía una y otra vez. Porque en los momentos más impensados, cuando tomaba las decisiones más importantes, se le acercaba como para decirle un secreto o pedirle una especie de disculpa, que siempre era la misma. Esto le decía:
—¡Mi tiempo se prolonga, hijo mío, y defrauda el tuyo, oh Abulasi!
Los recuerdos de su niñez y juventud ya estaban lejos y ahora se agolpaban en su mente los más recientes, cuando acompañaba a su padre en las decisiones importantes o cuando lo veía ya viejo y abstraído, olvidando su gloria pasada como si nunca hubiera existido. El nuevo soberano tenía en esos momentos dos sentimientos contrapuestos. Había muerto su padre, lo que le ponía un nudo en la garganta, y se disponía a afrontar con serena decisión una nueva etapa, porque ahora era el nuevo califa del reino.
Cuando estaba más ensimismado en sus pensamientos, uno de los eunucos principales, los garantes del estricto protocolo cortesano, se le acercó levemente para anunciarle que el acto de su jura debía comenzar.
Al-Hakam se dejó conducir hasta el trono. Sus hermanos y sus primos caminaron tras él manteniendo una distancia de respeto y cuando estuvo sentado, le rodearon haciendo una especie de primera y vistosa guardia de honor. Un poco más alejados estaban los capitanes de las guardias de esclavos, de andaluces y de africanos. El hagib y los wacires estaban situados enfrente. La guardia de esclavos estaba colocada en dos filas, como cercando el gran salón donde iba a tener lugar la ceremonia. Tenían en una mano la espada desnuda, y con la otra agarraban sus grandes escudos. Los esclavos negros formaban otras dos filas. En sus hombros portaban grandes hachas, que eran su arma predilecta. En el patio exterior formaban las guardias de soldados andaluces y africanos. Sus uniformes eran magníficos y sus armas brillaban bajo el sol de aquel día más bien frío del mes de octubre cordobés. Los esclavos blancos enarbolaban en sus manos enormes espadas curvas de templado acero. Cuando todo estuvo dispuesto y en un estricto silencio, se inició la ceremonia de juramento de fidelidad al nuevo califa.
Los primeros en acercarse fueron sus hermanos, que le juraron obediencia sin reservas ni condiciones. A continuación pasaron ante él los wacires y caudillos, luego los nobles según sus categorías, a los que siguió el pueblo que daba gritos de alegría y de alabanza a Dios por haberles concedido un soberano tan recto, tan bueno y tan sabio. El acto acabó en una especie de recepción en la que todos los presentes se deshacían en alabanzas al nuevo soberano y en desearle lo mejor para los años que durase su reinado.
Al día siguiente se procedió al traslado del féretro de ‘Abd ar-Rahmān III a Córdoba, para ser enterrado junto a sus padres en el panteón del Alcázar. El cortejo fue fastuoso, solemne y muy nutrido porque iban en él todos los notables del reino. Al llegar a la ciudad, se les unió el pueblo en masa que lloraba la muerte del gran califa, cada uno expresando sus sentimientos como le salían del corazón. Uno de ellos, seguramente un viejo poeta, levantaba su voz hasta hacerse oír en medio del enorme gentío, y decía estas sentidas palabras:
—Murió nuestro padre. Nos falta ahora su espada, que es la espada del Islam, el amparo de los débiles y menesterosos, y el terror de los soberbios.
El cadáver fue colocado en un magnífico sepulcro donde seguramente reposará para siempre. Ahora todo comenzaba de nuevo. Apenas terminado el entierro, los sabios astrólogos y los poetas anunciaron en sus predicciones y en sus versos que al-Hakam iba a ser el continuador del próspero reinado de su padre ‘Abd ar-Rahmān. Los versos alabando al nuevo califa se oyeron en Córdoba y en todas las ciudades y pueblos de al-Ándalus.
Al-Hakam era un hombre de pelo rubio tirando a rojizo. Sus ojos eran negros y grandes, tenía nariz aguileña y era fuerte, casi grueso. No parecía tener un físico proporcionado ni especialmente agradable porque era de piernas cortas, antebrazos más largos de lo normal y unas mandíbulas salientes que le daban una apariencia poco agraciada. Su salud era más bien frágil, y lo veremos soportando un ataque de hemiplejía en la recta final de su reinado, que lo dejará especialmente inútil.
Al mirar en perspectiva la vida y los hechos del nuevo califa, nos encontramos con cosas convencionales, que son las expediciones a tierras de cristianos o a la cercana África, y la llegada de embajadas para visitar la corte cordobesa. De eso hablaremos ampliamente más adelante. Y también dos cosas poco convencionales y que podríamos llamar las luces y las sombras de un califa que desde luego no fue normal en algunos aspectos de su vida. Una de esas cosas poco convencionales fue su inmensa sabiduría, su dedicación a la cultura, su pasión por los libros, su afán por conservar ese saber y por transmitirlo a la posteridad. Desde luego, lo digo desde ya, pienso que si no hubiera heredado el reino de manos de su padre, habría sido uno de los sabios más importantes que dio nuestra tierra. También de eso hablaremos después.
Hemos hablado de las luces en el reinado de este gran califa. ¿Las sombras? O quizá he hecho mal en calificar como sombra la vida familiar y amorosa de un hombre que tuvo que sacrificarlo todo, hasta eso, por imposición de su padre, que de otra manera no estaríamos hablando de él como segundo califa de al-Ándalus. Voy a intentar explicarme. Volvamos atrás en el tiempo.
Os conté en el capítulo anterior que su padre lo nombró heredero del trono muy pronto, cuando aún era un chico, y que decidió educarlo a su modo y manera. Le puso delante sabios, poetas, literatos y alfaquíes para que hicieran de él un futuro califa instruido, sabio y de una cultura fuera de lo común, y a fe que lo consiguieron. Y como parte de su formación, en asuntos sexuales y amatorios, le prescribió una tajante ley seca, de manera que el chico no podía mirar ni tocar a mujer alguna, ni siquiera pellizcar a una concubina o a una esclava o a una amante cualquiera de esas que tanto abundaban en harenes propios y extraños. He dicho ley seca y con eso lo he expresado todo.
El pobre muchacho se sentiría peor que agobiado para acatar un mandato paterno de imposible cumplimiento para el común de los mortales, a no ser que la orden sea tajante y su desobediencia comporte un castigo que terminara de raíz con los deseos camales, como era el caso, que ‘Abd ar-Rahmān III hubiera cortado la cabeza a su joven retoño si se entera de que andaba por ahí de chicoleo, como hacían los muchachos de su generación en la Córdoba del siglo X.
¿Consecuencia? Que como el chaval no veía ni en pintura a mujeres jóvenes o viejas, ni podía hacer con ellas lo que le apetecía, se aficionó a los muchachos, que a éstos los tenía a mano y la prohibición del padre no llegaba hasta esos extremos. Así que, desde su juventud se entretenía con chavales jóvenes, unas veces esclavos, otras eunucos y otras del común de los mortales, que ya os he contado varias veces que éstos hacían a pelo y a lana sin llevarse un mal rato por la elección. De esta manera pasó el pobre chico la niñez, la pubertad, la juventud, la madurez, llegando a sentarse en el trono de los omeyas sin haberse sentado previamente donde se tenía que sentar, que era en el regazo de alguna joven y bella muchacha de las que podía tener millares a su alcance. Sentarse y más cosas, claro.
Bueno. Pues ya tenemos el agobio, el lío y el conflicto sucesorio. Porque fijaos bien que tenía sus buenos cuarenta y siete años y era de urgente necesidad que la corona tuviera su heredero, cosa ésta imposible sin que al-Hakam hiciera lo que no había hecho en su ya dilatada vida, que era acostarse con una mujer y fabricar entre ambos un vástago para que le sucediera en el trono de sus antepasados.
He dicho que tenemos el agobio, porque había que conseguir algo importante del califa, y ya su mente y su cuerpo estaban bastante desgastados por la edad y por la inveterada costumbre de entretenerse con personas del mismo sexo. Para hacer algo diferente, que era lo que el caso requería, había que someter al monarca a un entrenamiento bastante fastidiado.
Estoy seguro de que para realizar ese plan de acercamiento al sexo femenino, tuvo la ayuda inestimable de los eunucos de palacio, que conocían de sobra el material que tenía esperándolo en el harén, las necesidades del reino y las apetencias del califa. En su afán de calentar al soberano, le debieron traer rubias monumentales, vestidas con leves y sugestivos saltos de cama, a las que el monarca no hacía ni caso. Le traerían morenas macizas de curvas sinuosas, vestidas con sutiles velos de gasa, con idéntico resultado, es decir, con ninguno. Ni en un caso ni en otro se levantaba lo que se tenía que levantar, que era el deseo del califa y algo más, por supuesto. Los pobres eunucos estarían al borde de un ataque de nervios a la vista del escaso resultado de su tarea de acercamiento al sol que más calienta. ¿Qué les quedaba por hacer? Le habían puesto delante a las más bellas hembras del harén y el califa miraba para otra parte, preguntaba por sus libros, o se aburría miserablemente. Sus esfuerzos estaban cayendo en saco roto.
En estas estaban cuando apareció por allí un eunuco algo entrado en años, que conocía la trayectoria vital del actual soberano, sus apetencias externas e internas, y se ofreció a hacer una última y desesperada gestión por conseguir su objetivo. Miró a los demás, les dijo que tuvieran confianza en él por un momento siquiera y se adentró en una de las más escondidas estancias del harén donde creyó encontrar lo que tanto estaban buscando, que era una señora que pusiera como una moto al califa, calentando sus ya fríos y malgastados impulsos de juventud.
Y resulta que, efectivamente, allí estaba lo que con tanto ahínco buscaba, que era una chica pelada a lo garçon, sin apenas delantera ni trasera, algo velluda de cara, musculosa, nervuda, que entretenía su soledad cortando con un hacha los troncos de los árboles del jardín, para emplearlos en quién sabe qué. Y para completar el retrato, debo decir que se vestía como si fuera un muchacho. Era una esclava vasca traída a Córdoba en una aceifa cualquiera, a la que por recomendación habían colocado en el harén, aunque estaban seguros de que su apariencia varonil la excluía de cualquier trato decente con el califa pasado, presente o futuro. Su nombre original era Aurora, aunque todos la llamaban simplemente Sub, que es la traducción al árabe de su nombre cristiano.
Al-Hakam, al verla se deslumbró, porque su presencia, su figura y sus modales venían a las apetencias del califa como anillo al dedo. Sub, la Vascona, lo ponía como una moto, que su apariencia externa le traía recuerdos de pasadas aventurillas, le hacía sentirse joven y le entraban ganas de arrimarse a ella, que era lo que todos estaban deseando. Dicho y hecho. En un pispás ya estaban en la cama el califa y la vasca, lo que puso a dar palmas, vítores y ovaciones al cortejo de eunucos, a los nobles y al personal de la corte. Y el caso es que al soberano le debió gustar la faena porque un día sí y otro también pedía que se la trajeran, luego dijo que no se separara de su lado, en una palabra, que se encaprichó con la joven. Tanto se aficionó a ella que incluso le cambió el nombre, que Aurora no pegaba en una ciudad musulmana y Sub, aunque más decente, no hacía al caso. Prefirió ponerle nombre de muchacho y la llamó ya para siempre Cha’far, que le recordaba a un efebo con el que tuvo sus romances y sus chicoleos en tiempos pasados.
Os advierto, queridos lectores, que estoy contando la historia tal y como es, que yo, ni sé, ni puedo, ni quiero psicoanalizar a un personaje tantos siglos después. Os doy alguna bibliografía para ilustrar al que pueda estar interesado en el tema, o piense que cuento fantasías.[83]
Nuestro califa se enamoró perdidamente de Aurora, a la que hizo un hijo de nombre ‘Abd ar-Rahmān, que murió al poco. Tras largos y denodados esfuerzos, que ya no estaba el horno para bollos, le nació otro chico al que pusieron de nombre Abu-l-Walid Hixem, que será el sucesor.
Esta historia va a tener un recorrido bastante largo y sinuoso. Por ahora nos basta con conocer el perfil psicológico y sexual del califa, la personalidad de su ya descarada favorita y las circunstancias en que nació el heredero. Y por fin, hay que afirmar que Aurora se hizo enseguida el ama del harén y de muchas cosas más que oportunamente os iré narrando poco a poco. Al califa debieron gustarle cosas que nunca había probado, lo que le empujó a consecuciones de mayor entidad que la de Sub, al fin y al cabo una chica con apariencia de muchacho. Algún eunuco le puso delante un bombón de los de verdad, que le hizo ser un auténtico amante de mujeres como Dios manda. A esta segunda concursante sí que le puso nombre de mujer. La llamó Radhia, que en castellano podemos traducir como «Estrella Feliz»[84].
Vamos ahora a referimos a las luces del reinado de nuestro segundo califa.
Jamás contó España con un rey tan sabio, ni antes ni después de al-Hakam. La cultura fue la pasión de su juventud y su madurez, ya que no le dejaron probar otra. Algunos emires fueron cultos, otros se ocuparon de enriquecer sus bibliotecas, pero ninguno como éste buscó con tanta ansia y constancia libros preciosos y raros, estuvieran donde estuvieran.
Se trataba de un hombre especialmente dotado para el estudio, que no tardó en adquirir una profunda formación en todas las ciencias islámicas. Caso de no haber sido príncipe, habría sido sin duda uno de los mejores alfaquíes de la ciudad, porque estaba perfectamente preparado para alternar con los demás sabios en las sesiones que habitualmente tenían. Esa preparación no fue exclusivamente en temas religiosos sino que se extendió al resto de las disciplinas, como la gramática, la lexicografía, la retórica, la poesía, la genealogía, la astronomía o la medicina. Podía enorgullecerse de dominar al menos inicialmente todas las ramas del saber. Era un hombre enciclopédico y con unas ganas de aprender fuera de lo normal.
En su palacio tenía un taller en el que trabajaban una serie de copistas, encuadernadores y miniaturistas que eran verdaderos artistas y que aportaban a la biblioteca del palacio los tesoros bibliográficos que no se habían podido comprar en las grandes ciudades de Oriente. Su biblioteca era inmensa. Algunos cronistas dicen que estaba compuesta por alrededor de cuatrocientos mil volúmenes, que estaban minuciosamente seleccionados por materias, catalogados y colocados en alacenas y estantes, de manera que el propio palacio estaba repleto de ellos. Siendo aún heredero, los había leído todos y los había anotado en su mayor parte. Al principio o al fin de cada libro había escrito el nombre, el sobrenombre, la tribu a que pertenecía el autor y las anécdotas más significativas que se conocían sobre él. Es imaginable que antes de acceder al trono pasara muchas horas al día cálamo en mano anotando manuscritos o tomando nota de ellos.
Cuando era príncipe heredero, hizo también personalmente los índices de esos libros por materias y autores, donde estaban anotados el nombre, la patria, las genealogías, el año de su nacimiento, el de su muerte. Este catálogo o índice estaba compuesto por cuarenta y cuatro cuadernos de veinte hojas cada uno. Por su dedicación a la cultura y a su biblioteca, era el mejor conocedor de la historia literaria. Conocía los libros importantes escritos en todos los grandes centros del saber, ya fueran de Persia, de Siria o de cualquier ciudad de Oriente.
Si se enteraba de que había un sabio en Iraq, por ejemplo, que reunía en un libro las noticias sobre los sabios, poetas o cantores de aquella tierra, le enviaba sus buenas monedas de oro para que le proporcionara un ejemplar apenas estuviera terminado. Se puede afirmar que su generosidad para con los sabios españoles o extranjeros no tenía límites.
Como consecuencia de esta dedicación a la cultura, la universidad de Córdoba tenía fama en el mundo entero. En ella se enseñaban las tradiciones sobre Mahoma, la lengua y la poesía de los antiguos, gramática, medicina, derecho, etc. En esta universidad había miles de estudiantes y la carrera más demandada, la que más salidas tenía, era el fikh, algo así como derecho y teología.
En cuanto al saber popular, la labor de al-Hakam en este sentido fue magnífica. Las escuelas primarias eran muchas y muy buenas, a pesar de lo cual fundó veinticinco más para extender el saber en las clases populares. En al-Ándalus la práctica totalidad de la población sabía leer y escribir mientras que en Europa, excepto los monjes y el clero, el resto del pueblo era prácticamente analfabeto.
A partir del momento en que ocupó el trono, ya no pudo dedicarse a la cultura y a los libros como lo había hecho antes. Tenía demasiadas obligaciones, demasiadas tareas urgentes que no esperaban, por lo que abandonó un poco esa pasión de juventud, dejándola para ratos esporádicos en los que seguía invitando a sabios y poetas a charlas interminables en el apacible retiro de Madinat az-Zahrā’. Su biblioteca la puso a cargo de su hermano ‘Abd al-Aziz, también amante de la cultura, y a su hermano al-Mundir lo puso al cuidado de los centros de enseñanza, las academias, las escuelas y la universidad cordobesa.
Si tenía ratos libres, los pasaba en Madinat az-Zahrā’, gozando de la tranquilidad de aquellos jardines únicos. Y os he contado que cuando ya se vio con el tema de la herencia resuelto gracias a la vasca Aurora, se buscó un ligue decente. Menos mal que el hombre al cabo del tiempo supo rehacer lo que tenía que rehacer, poniéndose a trabajar sexualmente en tareas más gratificantes.
Hemos hecho una breve alusión a al-Hakam como hombre de inmenso amor por la cultura, luego nos hemos referido a su vida sexual y sentimental, y ahora debemos hacer también una referencia breve a su perfil como estadista, como soberano que vela por el bien de sus súbditos y a su actuación como califa. Vamos allá.
Desde luego no tuvo la personalidad de su padre, ni la energía o el vigor que puso su antecesor en todas las guerras y las tareas que llevó a cabo en su dilatado reinado. Las circunstancias eran otras porque los rebeldes interiores habían sido machacados y los exteriores reconocían la supremacía del trono cordobés sobre todos los que podían hacerle sombra. Por eso no fue necesario desplegar tanta milicia por dentro y por fuera de las fronteras. Estamos ante uno de los reinados más pacíficos y más fecundos de toda la dinastía. Va a ser rey durante quince años únicamente pero serán muy buenos para el pueblo, para la estabilidad del trono y para la cultura española y universal.
Había tenido tiempo para aprender de su padre, que lo designó heredero muy joven, pasando a ocupar el trono cuando ya era un hombre maduro. Su experiencia en asuntos de Estado había sido grande, llegando a tomar decisiones importantes en esa época. Por eso le dio tiempo a reflexionar sobre la oportunidad de sus decisiones y la conveniencia de ponerlas en práctica. Cuando sucedió a su padre, era un hombre sereno, formado y pacífico. No tenía el menor interés por empuñar las armas si no era estrictamente necesario. Para él las reglas que estableció su padre eran sagradas. Le habían dado resultado y se esforzaba por mantenerlas como estaban, sin cambiar ni alterar más que lo de fuera imprescindible. Lo mismo intentó hacer en su política militar o en sus relaciones con los reinos vecinos, tanto cristianos del norte de España como con los africanos. De cualquier manera no tuvo ni el pulso, ni la energía, ni mantuvo la política autoritaria de su padre, sencillamente porque ni iba con su carácter ni a estas alturas era completamente necesario.
Fue un rey que se ocupó de que su pueblo viviera bien en el más amplio sentido de la palabra, y conforme a la ley musulmana. Valgan un par de ejemplos para que conozcamos esta faceta de al-Hakam.
Primer ejemplo, el vino. ¡Dichoso vino!
Los más estrictos alfaquíes fueron un día a visitar al califa para pedirle que pusiera remedio a algo que se les estaba escapando de las manos. Había arraigado en al-Ándalus una mala costumbre que estaba echando raíces en el pueblo y, lo que es peor, en muchos alfaquíes. Decían algunos de estos últimos, y lo pregonaban por mezquitas, calles y plazas, que era lícito beber vino. Y no sólo lo decían sino que lo practicaban más de cuanto fuera aconsejable. Habían llegado a extremos verdaderamente escandalosos porque lo bebían en walimas, esas comidas que se hacían para celebrar las bodas con asistencia de los parientes, con hombres y mujeres mezclados y bailando en sus zambras con músicas amorosas cantadas por mujeres de vida algo disoluta. De ahí en adelante, todo lo que os podéis imaginar y más. Porque las tabernas de Córdoba se contaban por centenares y estaban hasta los topes de clientes que no se cortaban un pelo, que llegaban a sus casas borrachos perdidos, sin saber dónde estaban o con quién se habían corrido esas monumentales francachelas. A esta situación había que poner remedio y eso se lo pidieron al califa los atribulados alfaquíes garantes de la moralidad del pueblo a ellos encomendado.
Al-Hakam, que era un hombre religioso en extremo, que por supuesto no bebía, que yo sepa, más que lo justo, y que conocía al dedillo todas las disposiciones del Corán y de la sunna al respecto, convocó una reunión de sus más afamados alimes y alfaquíes y sometió a su consideración, en primer lugar las causas del abuso generalizado en la ingesta de vino que se daba en España en general y en Córdoba en particular, y en segundo lugar la manera de poner remedio a esos desmanes, si es que la había. Porque no se conformaban con el vino tinto, que al fin y al cabo un trago de ese delicioso caldo no es para tanto. Se bebían todo lo que les caía en las manos, desde el tinto, pasando por el clarete, seguramente también el pajarete, y terminando por el vino de dátiles, de higos y muchos otros de diferentes calidades, graduaciones, sabores y borracheras.
Alguno de los asistentes trató de ilustrar un poco al califa y le dijo que el asunto no era como para escandalizarse porque en el reinado de su antecesor el emir Muhammad, q.e.p.d., se determinó que estando los musulmanes españoles en continua guerra contra los enemigos del Islam, podían beber vino porque les daba fuerzas para luchar y valor para enfrentarse al mismísimo Santiago si hiciera falta. Le afirmó que gracias al vino habían ganado infinidad de batallas y que por tanto, si quería que sus soldados continuaran siendo fuertes y valientes como hasta ahora y le proporcionaran sonadas victorias, ya sabía lo que tenía que hacer.
Al-Hakam escuchó atentamente a su interlocutor, pero siendo un hombre religioso y culto, no hizo ni caso a esa exégesis coránica algo alocada y bastante interesada, habida cuenta de que el que hablaba era dueño de unas cuantas tabernas de Córdoba. Tras escuchar a algunos consejeros más, hizo lo que le parecía bien, que era mandar que arrancaran las viñas de toda España incluidas las de la campiña cordobesa. Luego se lo pensó mejor, comprendió que su mandato era algo ilusorio y decidió que cortaran dos de cada tres viñas, porque no iba el hombre a privar de comerse un racimo de uvas recién cortado a cualquier paisano que se precie. Y si llegaba el caso, también era saludable el arrope, o las pasas de Málaga, o la miel de uvas, y si me apuráis hasta el mosto espesado que tiene efectos medicinales, y si no que se lo pregunten al fraile de la Quina San Clemente. Con ese dictamen califal ocurrió lo que por otra parte era normal. Se comenzó cortando algunas viñas, luego, para decir que cumplían la ordenanza, siguieron cortando una de cada diez, y al final todo quedó en una simple poda de viñas escogidas de entre las más raquíticas. Porque a ver quién es tan guapo de quitarle un chupito de buen vino a los cordobeses en particular y a los andaluces en general.
Como veis, el hombre daba una de cal y otra de arena, no era lo radical que su padre, y llegado el caso, templaba gaitas para tener contento al personal, que la verdad es que se lo merecía.
Segundo ejemplo, ¡los impuestos!
No. No os imaginéis que al-Hakam era un practicante del modelo económico liberal y que rebajó los impuestos para hacer crecer el producto interior bruto más y mejor que las naciones de su entorno. Sus razones fueron otras, que las arcas del Estado y las suyas eran la misma cosa y ese hipotético crecimiento le importaba bien poco. Lo hizo simplemente por aliviar las cargas de sus sufridos súbditos, que los pobres soportaban pagos de impuestos más elevados que si vivieran en Suecia. Y, desde luego, les rebajó los que podríamos llamar en nuestro lenguaje actual los extracanónicos, es decir, los no regulados por la sunna, que eran bien pocos. Pero algo es algo.
Por esa época también se dedicó a hacer lo que hoy llamaríamos obras de caridad, tales como dar libertad a algunos esclavos, aportar bienes propios para costear con esos fondos escuelas para niños y jóvenes de escasos recursos y, en general, buscar la compañía de santones y alfaquíes, consciente de que su reinado iba a ser corto y pronto tendría que dar cuenta a Dios de sus actos.
Una de sus actuaciones más importantes desde el punto de vista arquitectónico fue la ampliación de la mezquita de Córdoba. Digamos una palabra sobre ella.
Es seguro que ‘Abd ar-Rahmān III dejó sin realizar uno de sus proyectos más deseados, la ampliación de la gran mezquita, que se había quedado pequeña en vista del incremento poblacional que experimentó la ciudad en los últimos tiempos. Algún cronista nos cuenta que se produjeron masificaciones dentro del recinto que pusieron en peligro la vida de muchos fieles. Por otra parte, la belleza ornamental de Madinat az-Zahrā’ había eclipsado completamente a la mezquita, dejándola en lugar secundario entre los monumentos cordobeses. Yo creo que estas dos razones debieron influir en ‘Abd ar-Rahmān para tener muy avanzado el proyecto de la ampliación de la mezquita. No se explica de otra manera que el mismo día del fallecimiento ya tengamos una orden, la primera del recién nombrado, de comenzar la mencionada ampliación.
Casi inmediatamente tenemos la primera reunión, digamos técnica, para afrontar el proyecto. El cadí Ibn Said se reúne en el oratorio con el encargado de las obras piadosas y algunos testigos para ver si con el dinero de las donaciones llamadas habices, había suficiente para costear ese proyecto. A esa reunión se unen el propio califa, sus jeques y los arquitectos escogidos para trazar los planos y ultimar detalles, memorias de calidades, etc., y se sacaron dos conclusiones: que la ampliación se haría en dirección sur y que las obras estuvieran dirigidas por su liberto y mano derecha para estos menesteres, un eslavo llamado Cha’far. Él se encargaría de buscar materiales, especialmente piedra, y comenzar las obras inmediatamente. No olvidemos que esta reunión se celebró al día siguiente de su proclamación como califa, lo que demuestra que no fue idea de al-Hakam, o en todo caso la tuvo cuando era heredero.
Nada más comenzar los trabajos, se les presentó el gran problema. Os conté en páginas pasadas que la mezquita edificada por ‘Abd ar-Rahmān I y ampliada por ‘Abd ar-Rahmān II, estaba mal orientada según las normas de la sunna porque su eje estaba desviado considerablemente hacia el oeste. Ya sabéis que el mihrab debe estar perfectamente orientado hacia La Meca, como por otra parte estaba el recientemente construido de la mezquita de Madinat az-Zahrā’. Al-Hakam planteó la necesidad de rectificar esa orientación con motivo de las obras que se iban a iniciar y sometió el problema a la discusión de arquitectos, alfaquíes, sabios y astrónomos cortesanos.
Era este un tema grave y tal vez trascendental si se tienen en cuenta las mentalidades de la época, donde religión, astronomía, astrología y tantas cosas mantenían el cordón umbilical de un pensamiento y de una civilización que ahora nos impresiona conocer. Las discusión fue aguda, ardua y con argumentaciones más acaloradas de lo que ahora nos parecería razonable. Los arquitectos eran de la opinión de mantener las cosas como estaban y no modificar la orientación, que al fin y al cabo era un lío de muchísimo cuidado para resolver algo tan poco sustancioso como unos cuantos grados al este o al oeste. Los astrónomos miraban despectivamente a los arquitectos, queriéndoles meter en la mollera que una mezquita así de mal orientada podía perder su virtualidad existencial, dejando el lugar sagrado a la altura moral de una rábita cualquiera. Éstos eran los que gritaban más fuerte a sus interlocutores, insistiéndoles en dar al recinto sagrado la orientación que estaba mandada en los libros sagrados.
Cuentan los cronistas que apareció por allí un piadoso alfaquí que intentó poner algo de cordura en la discusión. Estos personajes vivían como ermitaños, calzaban babuchas bastante deterioradas, vestían sayales de lana marrón, cubrían sus cabezas con una capuchas puntiagudas, se pasaban el día mesándose las sucias barbas y recitando azoras y aleyas del libro sagrado, sus jaculatorias, e iban de acá para allá soltando sentencias de esas que dejan sentado al más fino pensador o más afamado técnico en cualquier cosa. Os decía que se presentó un viejo alfaquí, se hizo un lugar en la acalorada discusión, mandó callar a tirios y troyanos, y cuando lo hubo conseguido engoló la voz y les soltó la siguiente sentencia:
—El que sigue la tradición, acierta. Fracasa el que se entrega a las novedades.
Unas palabras que me parecen obvias y que hoy día no hubieran merecido más que una menguada consideración, pero que desde al-Hakam hasta el último alime las tomaron como dogma de fe. Bajaron todos la cabeza, dieron por resuelta la discusión y decidieron mantener la orientación de la mezquita tal y como estaba, que es como se conserva en la actualidad.
¿En qué consistió la famosa ampliación?
En primer lugar, derribaron el pasadizo que se había mandado construir el desconfiado emir ‘Abd Alla para llegar desde el Alcázar hasta la mezquita. Luego prolongaron hacia el sur las once naves. Se añadieron alrededor de 46 metros y quedó ampliada la sala de la oración en 2.850 metros cuadrados que, unidos a los 1.800 y 2.700 que existían anteriormente, la dejó con un espacio de 7.350 metros.
En cuanto a la riqueza de materiales, su disposición arquitectónica y la belleza extrema de su ejecución, no me puedo extender porque sería materia de un libro diferente. Son una maravilla los arcos de herradura de diferentes formas, unos agudos, otros de lóbulos y otros entrecruzados. Extraordinarias son sus cúpulas, el mihrab, las techumbres, las portadas, las celosías, los mosaicos, sus preciosas y variadas policromías que hacen un conjunto arquitectónico único en el mundo musulmán y cristiano. También es de al-Hakam una ampliación de Madinat az-Zahrā’ en que tampoco me detengo.
Llevamos algunas páginas con al-Hakam y, cosa rara, no hemos mencionado ninguna aceifa, ningún hecho de armas o cosas por el estilo. Quiero decir que en este reinado no veremos tan acentuada la faceta bélica como en muchos de sus antepasados. Sin embargo hay que afirmar que guerras las hubo. Pero antes de mencionarlas, hablemos de tres de los personajes más importantes con que contó nuestro califa, que si él mismo no era un hombre valiente o un consumado estratega, supo rodearse de personas que suplieron esta carencia suya, por otra parte normal en una persona que ha pasado ampliamente la cuarentena. Esos mandos militares fueron un marino, el almirante de la flota califal llamado ‘Abd ar-Rahmān ibn Rumahis, el liberto Gālib ibn ‘Abd ar-Rahmān convertido en el general de más prestigio del ejército, y por fin el primer ministro Abu Hassan Cha’far al-Mustafí.
Ibn Rumahis fue el almirante por excelencia del califato. Ningún marino antes tuvo su fama ni la tendrá después. Lo veremos librando batallas navales contra los normandos que vinieron de nuevo, contra los musulmanes africanos, y lo vamos a ver haciendo sus expediciones por esos mares de Dios a ver lo que conseguía capturar, que por cierto en una de ellas se trajo a Córdoba y vendió como esclavos nada menos que a los grandes rabinos de las academias rabínicas de Surah y Pobenditah de Oriente, que serán el germen de las academias judías de España y de la Edad de Oro del judaísmo español.
A Gālib ya lo vimos en el reinado anterior y dijimos que era un liberto de ‘Abd ar-Rahmān III que llegaría a convertirse en el general más valiente y más eficaz del reinado anterior y del que estamos tratando. Lo usa al-Hakam para defender la frontera, acuartelando las tropas a su mando en Medinaceli, la antigua Medina Selim. Otras veces lo envía al Magreb o a lugares donde hay que sacar las castañas del fuego al califa. Es un personaje central de este reinado y del siguiente. Y lo veremos luchando a brazo partido contra Almanzor, seguramente que por defender al califa de la ambición de este último.
Y por fin, al-Mustafí, un amigo de infancia de al-Hakam ya que su padre había sido preceptor suyo cuando fue heredero al trono. Por eso, bastante antes de llegar al poder lo tuvo como persona de su máxima confianza, primero como secretario particular, luego lo hizo gobernador de Mallorca, más tarde, al ascender al trono al-Hakam, lo nombró visir y secretario de Estado y al final como una especie de regente.
Bien. Hemos intentado hacer una especie de retrato de los personajes y de la situación del califato en tiempos de al-Hakam. Vamos a contar ahora sus relaciones con los cristianos primero, con los africanos después y por fin nos extenderemos en narrar la situación del reino con un califa viejo y enfermo, con un heredero que era un niño, con una vasca mandando todo lo que podía y más, y con un vivales ambicioso del que ahora no quiero extenderme más, pero cuya vida y milagros dan para un libro entretenido y extenso.
La muerte de ‘Abd ar-Rahmān III las monarquías leonesa y navarra la celebraron como si de una fiesta se tratara. De llorar al difunto, nada, a pesar de las promesas de fidelidad, de adhesión y de afecto que le hicieron en vida. Enseguida miraron de reojo al heredero, se dieron cuenta de que en energía y ganas de pelea no se parecía a su padre, y a partir de ahí no pensaron más que en zafarse de los compromisos que habían firmado, dejar de pagar los impuestos a que les obligaban esos tratados y en sacudirse una pretendida protección que maldita la falta que les hacía. Al-Hakam era un hombre pacífico por naturaleza y ellos pensaban que no les iba a exigir lo firmado y, en caso de que el asunto pasara a mayores y tuvieran que pelear, estaba por ver si era valiente como su padre y si tenía la suerte que casi siempre acompañó al progenitor.
Al-Hakam, que de tonto no tenía un pelo, se dio cuenta enseguida de la actitud de ambas monarquías y se dispuso a estudiar en serio la situación con sus dos más estrechos colaboradores, Gālib y al-Mustafí. Al primero que pasaron revista fue a Sancho, el que en tiempos fue gordo como un zambullo y ahora presumía de la cintura de avispa que le dejó decente nuestro viejo amigo el judío Hasday. Resulta que en pago por los servicios médicos y por la contrastada eficacia militar, gestiones ambas que le devolvieron al trono, debía pagar al califato diez fortalezas y el asunto había quedado en el cuento de las cien zorras. De pagar lo debido, nada de nada. Cuando el cobrador de turno pasaba a reclamarle la deuda, siempre encontraba excusas para no hacerlo o para dejarlo para mañana.
Eso por ahí. En León había también incumplimientos bastante palpables. El califa había pedido la entrega de Fernán González y no solamente no lo habían hecho, sino que le dejaron libre como una paloma. El caso es que entre una cosa y otra habían cansado a al-Hakam, que a pesar de su natural templado, en el año 962 tomó la decisión de escribir a sus generales y darles orden de preparar una inminente campaña para que no le tomaran el pelo ni ahora ni en el futuro.
A todo esto, otro peligroso frente se abría delante del rey de Pamplona, el moroso Sancho. Recordad que, gracias a la intervención de Doña Toda y a los buenos oficios de Hasday, el gordo recuperó en trono, echando de mala manera a su primo Ordoño, al que sus paisanos apodaban el Malo, una persona que hacía honor al mote, y encima era jorobado, además de un pelota de mucho cuidado.
Sabemos todos por haberlo vivido alguna vez, que personas así defenestradas, no suelen olvidar afrentas pasadas y remueven el cielo con la tierra hasta conseguir que el oponente pague con creces el daño que supuestamente le ha inferido.
Y eso hizo, o al menos intentó hacer Ordoño el Malo, como enseguida os voy a contar, que estuvo comiéndose el coco, y sabiendo que en Medinaceli estaba el general con más prestigio del califato, se marchó allí con los veinte señores que le mantenían lealtad, para entrevistarse con Gālib e intentar su mediación ante el califa para que se diera una vez más la vuelta a la tortilla y su humilde persona recuperara el trono de que había sido desposeído.
Cuando Ordoño y su cortejo llegaron a Medinaceli y vieron preparativos de expediciones inminentes, en un primer momento se asustaron un poco pero enseguida vieron un resquicio, habida cuenta de que esas aceifas no iban contra ellos sino contra su odiado primo, por lo que podía aprovecharse el viento favorable. Encima, el mensaje que le iba a transmitir a Gālib para que se lo hiciera llegar al soberano, era nítido y bastante concluyente. Si Sancho había sido un desagradecido, un mal pagador de las ayudas recibidas, él, Ordoño, era de otra pasta y le iba a pagar al día lo que hiciera por su persona. Si su primo había recuperado el trono gracias a la ayuda de ‘Abd ar-Rahmān, él podría recobrarlo a manos de al-Hakam, aprovechando que de todas maneras las tropas califales lo iban a vapulear de lo lindo por su manifiesta morosidad y por su contrastada deslealtad. En resumidas cuentas, que Ordoño quería ir a Córdoba e implorar la protección del monarca, ofreciéndole la lealtad y la sumisión de que había carecido su desgraciado primo, a cambio de recuperar el trono que le correspondía y al que se sentía con más derecho que él.
Gālib lo escuchó atentamente, se tomó su tiempo para pensar la respuesta y le mandó esperar, porque convenía consultar al califa qué hacer o qué determinación tomar acerca de aquella extraña e inesperada visita. Ya sabéis que los embajadores solían esperar a veces durante años para ser recibidos en audiencia, así que Ordoño el Malo y su cortejo se acomodaron en Medinaceli lo mejor que pudieron hasta que el mensaje de al-Hakam llegó de vuelta.
Al califa al fin y al cabo no le parecía mal tener de su parte a Ordoño, entre otras cosas porque así debilitaba a su adversario. No le importaba que viniera a Córdoba a repetir el número que se montó con Sancho y Toda, pero de comprometerse, nada de nada. Si aceptaba venir en esas condiciones, le recibiría encantado.
Y ya los tenemos otra vez de viaje. Imaginad los preparativos de ambos, la marcha inicialmente animosa y luego cansina haciendo un trayecto más que largo. Mirad sus caballos de montura vistosamente enjaezados, sus acémilas para cargar la impedimenta, sus criados, la escolta de caballería califal, a Gālib montando con gesto altanero en un precioso caballo negro azabache, a Ordoño, menos marchoso y queriendo poner rígida su chepa para aparentar majestad, miradlos a todos buscando cada uno sus intereses en una aventura que nadie sabía cómo iba a terminar.
Cuando faltaban dos días para llegar, les salió al encuentro un escuadrón de caballería califal que al-Hakam había enviado para hacerles compañía y en el último día apareció un segundo destacamento para hacer los honores a los huéspedes y probablemente también para impresionarlos. Ordoño se deshacía en gestos de agradecimiento, hacía reverencias a diestro y siniestro intentando ganarse a los enviados de la manera más obvia, que era mostrando su admiración, aunque la verdad es que se estaba comportando como un descarado adulador del tres al cuarto.
Llegaron a Córdoba el 8 de abril del 962, y antes de cualquier recibimiento, Ordoño preguntó por la tumba de ‘Abd ar-Rahmān III, y cuando lo llevaron hasta el lugar, se quitó la gorra, se hincó de rodillas, volvió su mirada hacia La Meca y fingió mascullar una plegaria que no decía nada, porque a ver qué oración iba a recitar, a qué Dios se iba a encomendar y en qué términos, habida cuenta de que el califa difunto era la persona que más daño le había hecho después de su primo Sancho el Craso. Como veis, no tenía el menor escrúpulo en arrastrarse con tal de conseguir el favor del califa reinante para recuperar el trono.
El califa había designado para alojar a sus huéspedes un palacio extraordinario, la almunia de Na’ura, donde descansaron del camino, repusieron fuerzas e intentaron recobrar la compostura antes de ser recibidos por al-Hakam. Y allí estuvieron hasta que se recibió la orden de que podían ir a Madinat az-Zahrā’, donde serían recibidos por el soberano.
Llegado el día, Ordoño escogió minuciosamente las ropas con las que se vestiría, y para demostrar sumisión lo hizo con un sayo modesto, encima del cual se colocó una capa de seda blanca en homenaje al color de los omeyas. Se puso en la cabeza una gorra adornada con piedras preciosas. El protocolo de palacio había ordenado que acompañaran a los visitantes el juez de los cristianos de Córdoba, llamado Walid, también ‘Ubayd Alla, metropolitano de Toledo, que vinieron a buscarlo a su palacio y lo llevaron a Madinat az-Zahrā’, donde les servirían de asesores del protocolo y de intérpretes. Digamos entre paréntesis, que los dos eran mozárabes distinguidos que hacían vida en el entorno del califa para ayudarle en lo que fuera menester, además de las funciones propias de sus cargos, que eran la de juez de los cristianos uno y arzobispo de Toledo el otro.
Al llegar a la entrada de aquella espléndida ciudad palacio, se encontraron con filas de soldados rindiéndoles honores, presentando sus armas y en cierto modo atemorizándolos. Ordoño y sus acompañantes hicieron ostensibles gestos de asombro y de miedo ante aquella desafiante exhibición militar, bajando la mirada y haciendo la señal de la cruz. Cuando llegaron a la primera puerta, desmontaron los personajes de segundo rango y en la puerta de la Asuda todos los acompañantes más notables, excepto Ordoño y uno de los generales cordobeses que era el encargado de presentarlo al califa. A continuación llegaron a un pórtico donde habían colocado sitiales para que se acomodaran Ordoño y sus acompañantes, que era justamente el mismo donde su primo Sancho había esperado para ser recibido por ‘Abd ar-Rahmān años antes. Una casualidad minuciosamente calculada por la puntillosa corte cordobesa.
Unos minutos después recibieron permiso para entrar en la sala de audiencias. Ordoño, visiblemente nervioso, se quitó la gorra y la capa en señal de respeto. Entonces se le dijo que podía entrar. Cuando el jorobado se vio ante el califa, se arrodilló mientras intentaba reprimir su nerviosismo y contemplar el espectáculo de aquella corte maravillosa. Al-Hakam estaba sentado en un trono magnífico en el que lucían infinitas piezas de oro preciosamente labrado. Le rodeaban sus hermanos, sus sobrinos, los visires, el cadí principal del reino y los alfaquíes más sabios y notables. Ordoño se arrodillaba, se levantaba, se volvía a arrodillar, deslumbrado por una escena que lo dejaba atónito pero en la que quería él también impresionar a su vez, aunque le era imposible disimular su inquietud, hasta que por fin el califa extendió su mano al visitante para que se la besara en señal de respeto y veneración. Ordoño se la besó fugazmente y se retiró enseguida cuidando no dar la espalda al soberano hasta sentarse en un sofá que le habían preparado y que estaba situado a una cierta distancia para demostrar el respeto que el visitante debía al soberano. Entonces llegó el turno al acompañamiento de leoneses que repitieron idéntica maniobra ante la atenta mirada del juez de los cristianos de Córdoba que ejercía de maestro de ceremonias y de intérprete al mismo tiempo.
Al-Hakam permanecía en silencio. Sabía que la ceremonia impresionaba a sus huéspedes y esperó unos minutos para que se repusieran del susto. Cuando lo vio conveniente, miró a Ordoño con una mezcla de desdén y compasión y le dijo:
—Alégrate de haber venido. Puedes esperar mucho de nuestra bondad pues nuestra intención es concederte más de cuanto has podido imaginar.
Cuando el intérprete tradujo a Ordoño las palabras del califa, hasta su joroba se estremeció de regusto. Su cara no podía disimular una alegría que nunca pensó que fuera tan rápida y rotunda. Entonces se levantó y comenzó a besar nerviosamente la alfombra que cubría las escaleras del trono mientras decía con voz entrecortada por la emoción:
—Yo soy esclavo del Príncipe de los Creyentes. Confío en su magnanimidad y en su alta virtud estoy buscando su apoyo. Le doy plenos poderes sobre mí y sobre los míos y le serviré lealmente.
Al-Hakam, como mandaba el protocolo, se tomó unos segundos antes de contestar la ferviente proclama de Ordoño y le dijo:
—Nosotros te creemos digno de nuestras bondades. Vas a quedar muy satisfecho cuando veas hasta qué punto te preferimos a todos tus correligionarios. Te vas a alegrar de haber buscado el amparo de nuestro poder.
Ordoño abría los ojos mostrando asombro, alegría y muchas cosas más. Lo que acababa de oír era tan bueno que no entraba siquiera en sus mejores expectativas. Profundamente turbado, se arrodilló nuevamente, pidió la bendición de Dios para el califa y continuó manifestando su petición, esta vez en términos más concretos. Con voz que trataba de inspirar compasión y mirando fugazmente a los ojos de al-Hakam, dijo:
—Tiempo atrás vino aquí mismo mi primo Sancho para demandar al califa difunto ayuda contra mí. Y consiguió esa ayuda siendo socorrido como nunca pudo soñar porque se la pidió a uno de los soberanos más grandes y magnánimos del universo. Yo también vengo a pedir ayuda al gran hijo de aquel califa, pero entre mi primo y yo hay una fundamental diferencia. Él vino aquí obligado por la necesidad porque sus súbditos criticaban su proceder y lo odiaban. Ellos me habían elegido a mí en su lugar sin que yo hubiera ambicionado ese honor. De esto pongo a Dios por testigo.
Y continuó:
—A fuerza de súplicas obtuvo del difunto califa un ejército que lo restableció en el trono. Él, sin embargo, no ha agradecido este inmenso servicio y no ha cumplido con aquello a que se había obligado, ni con su bienhechor ni contigo, ¡oh príncipe de los creyentes! Yo he dejado mi reino por mi voluntad y he venido a visitar al emir de los creyentes para poner a su disposición mi persona, mis soldados y mis fortalezas. Tengo razón al decir que hay una gran diferencia entre mi primo y yo y me atrevo a añadir que he dado pruebas más que suficientes de mi confianza y de mi generosidad.
Al-Hakam miró a Ordoño con gesto de desprecio porque sabía perfectamente que aquello era teatro y nada más que teatro. Ni Ordoño era un ferviente seguidor suyo, ni él mismo estaba por sacar las castañas del fuego a un desgraciado que se arrastra ante su peor enemigo con tal de conseguir una pizca de gloria. Si estaba sentado en el trono recibiendo a un miserable adulador, era por demostrar al pueblo de Córdoba y demostrarse a sí mismo que las embajadas continuaban viniendo a buscar cualquier cosa y que era un digno sucesor de su padre en el trono de los omeyas. Todo esto le pasó por la cabeza en ese breve tiempo que se tomó para contestar a Ordoño, al que por fin dijo:
—Hemos escuchado tu discurso y hemos entendido lo que piensas y lo que deseas. Ya verás de qué manera vamos a recompensar tus buenas intenciones. En una sola vez vas a recibir tantos beneficios de nosotros como tu competidor recibió de nuestro padre de feliz memoria aunque él fuera el primero en venir a visitamos. Te haremos volver a tu país lleno de júbilo, afirmaremos las bases de tu poder real y te haremos reinar sobre todos los que quieran reconocerte por rey. Tú firmarás un tratado en el que se fijarán los límites de tu reino y los del de tu primo. Impediremos que él te moleste en tu territorio. Te aseguro finalmente que los beneficios que recibirás de nosotros excederán a tus esperanzas. ¡Dios sabe que estamos diciendo lo que realmente sentimos!
Ordoño no paraba quieto de nerviosismo y de emoción contenida. Se arrodilló nuevamente mientras manifestaba una y mil veces su agradecimiento, y se dispuso a salir del salón del trono dando marcha atrás y sin volver la espalda al soberano. Cada poco se levantaba, se volvía a arrodillar, repitiendo ese gesto en ridículas manifestaciones de gratitud que no se creía ni él. Así llegó hasta la sala contigua donde le esperaban numerosos eunucos.
El corazón le latía al mil por hora. Habían sido demasiadas emociones en tan poco tiempo que no sabía qué decir ni a qué santo encomendarse. A los eunucos que lo rodeaban, les manifestaba insistentemente en su lengua romance que jamás podía haber imaginado el espectáculo que acababa de contemplar. El colorido, la liturgia del acto, la majestad del califa y el ornato de aquellos salones inmensos le habían dejado sobrecogido y con una emoción de que tardaría mucho tiempo en sobreponerse. Pasó al lado de un sillón secundario en el que el califa solía sentarse para descansar y se arrodilló delante, como queriendo terminar de dar las gracias al emir de los musulmanes.
Desde allí lo llevaron en volandas a encontrarse con el primer ministro Cha’far al-Mustafí, que lejos de serenarlo lo puso más nervioso todavía. Ante todo le hizo una profunda reverencia e intentó besarle la mano pero éste se lo impidió, le dio una especie de abrazo, le aseguró que el califa cumpliría todas las promesas que le había hecho y mandó que se sentara a su lado a ver si se tranquilizaba un poco. Luego ordenó a sus esclavos que le dieran los vestidos que el califa les había regalado, que recibieron él y sus acompañantes según sus categorías. Hecho esto, volvieron a saludar al primer ministro y se retiraron de la estancia buscando el pórtico de salida de aquel palacio maravilloso.
En el pórtico se encontraron con otra agradable sorpresa. El califa regalaba a Ordoño un espléndido caballo tordo, enjaezado con arreos extraordinarios, hechos con primor por artesanos reales. Cuando el monarca cristiano se vio montado en aquel animal soberbio, sintió de nuevo latir fuertemente su corazón, convencido de que sus deseos iban a verse cumplidos con creces. De esta manera toda la comitiva hizo el camino de vuelta al palacio donde el califa había preparado su alojamiento.
Estas visitas o embajadas en modo alguno eran viajes de rápida solución y pronta vuelta a casa. Lo normal era que se dilataran las negociaciones, las esperas se hicieran interminables y muchas veces, como en el célebre cuento, eran de irás y no volverás. Nuestra embajada cristiana estuvo aguardando largo tiempo el modo y la manera que arbitraría el califa para cumplir con su promesa y la verdad es que la espera fue larga. Los hechos que se sucederán a continuación fueron en realidad una serie espaciada de actuaciones que terminaron en nada. Primero firmaron un tratado. Luego prepararon un ejército a las órdenes de Gālib para ayudar supuestamente a Sancho. Cuando éste se enteró del cariz que tomaban los acontecimientos, envió otra embajada a Córdoba para hacer que el califa mirara para otro lado. El resumen fue que Sancho y Ordoño firmaron por separado fidelidad y pleitesía al califa por siempre jamás, sin que el jorobado consiguiera absolutamente nada a pesar de su sarta de adulaciones y de lloriqueos que lo dejaron a él por los suelos, a su primo en el reino de Navarra y al califa sobresaliendo varios palmos por encima de la estatura moral, personal y militar de unos reinos cristianos que no valían absolutamente para nada.[85]
Ordoño murió en Córdoba sin hacer el camino de vuelta y su primo Sancho respiró tranquilo, libre de parientes indeseables y desde luego sin la menor intención de pagar al califa lo que prometiera en su día. En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, al-Hakam no tuvo otra opción que poner en marcha sus ejércitos para hacer entrar en razón a sus enemigos cristianos. Lo haría ordenadamente. Uno detrás de otro, pero lo haría.
Es el verano del año 963 cuando al-Hakam se pone personalmente al frente de sus ejércitos para emprender su primera expedición de castigo a tierras de cristianos. A su lado va el general Gālib. También Sa’id, otro antiguo esclavo liberto del soberano. No es, por tanto, una expedición mandada por cortesanos ni un paseo militar. Los dos generales tenían todas las ganas del mundo de labrarse un nombre en la Córdoba del siglo X, plagada de aristócratas árabes que se sentían con todos los derechos y con pocas obligaciones y sin ganas de arriesgar sus vidas por el califato.
La primera batalla la dieron en San Esteban de Gormaz y sin muchas complicaciones se apoderaron de la plaza, sometiendo una vez más al conde Fernán González, que levantaba la cabeza un día sí y otro también cada vez que se la hacían bajar los soldados cordobeses. Luego se apoderaron de Calahorra, un castillo fortificado y con una dotación de soldados más que notable. Y de ahí en adelante hasta que se cansaron de conquistar posiciones enemigas.
No había color. El ejército cordobés mostraba una supremacía incontestable mientras que sus enemigos eran cada vez más débiles. Se palpa una decadencia política de los reinos de León, de Navarra y en general de todos los cristianos del norte de España. De esta manera, las fronteras del Islam con tierras de cristianos estuvieron aseguradas y tranquilas durante un largo tiempo. El califato está en su época de mayor esplendor. Su supremacía sobre la España cristiana garantiza una paz general, como nunca antes la tuvo.
Pero la paz no iba a durar mucho tiempo. Los enemigos estaban en todas partes, no únicamente en las marcas o fronteras exteriores del reino sino que los tenían también en tierras más lejanas o allende los mares. Aún se recordaban en Sevilla y en todo al-Ándalus las invasiones de los normandos y el daño que fueron capaces de hacer en ciudades y pueblos de nuestra tierra. No se había olvidado aquella desgracia y algún mensajero se encargó de recordarles que el peligro no había desaparecido. En los primeros días del ramadán de ese año se extendió por todas las tierras de al-Ándalus un grito de angustia que no era la primera vez que se oía por estos pagos.
—¡Que vienen los manchus! ¡Los normandos, a quienes Dios maldiga, quieren atacar nuestras costas, matar a nuestras mujeres e hijos, llevarlos como esclavos, robar nuestras casas y arruinar nuestras vidas!
Era el grito recordado y temido que se oyó en tiempos pasados y que trajo la desolación y la muerte a Sevilla y a las tierras del bajo Guadalquivir. Las gentes sencillas de las aldeas costeras se alborotaron y el miedo se sentía hiriente como un cuchillo recorrer las espaldas de los buenos musulmanes. Naturalmente que esas noticias llegaron enseguida al palacio real provocando reacciones inmediatas y enérgicas.
Al-Hakam se preocupó bastante y mandó llamar a Ibn Rumahis, el almirante de la armada que ocasionalmente se encontraba en Córdoba. La orden fue que saliera inmediatamente para Almería, reuniera la flota del Mediterráneo, la armara eficaz y rápidamente y se hiciera a la mar en dirección al Algarbe, donde se uniría a la armada que estaba fondeada en Sevilla y en otros puertos del Atlántico. El almirante partió para Almería el 3 de julio del 971.
A continuación, al-Hakam mandó llamar al militar de su máxima confianza, el liberto Gālib, con quien tuvo una reunión privada, analizando la situación, estudiando los lugares más vulnerables, examinando las armas con que contaban para hacer frente a aquella amenaza y sacando sus consecuencias. La primera decisión fue poner a Gālib al frente de todas las fuerzas califales, tanto de tierra como de la armada. Y la segunda fue no esperarlos sentados sino ir a por ellos dondequiera que estuvieran para atacarlos en sus bases, sin darles lugar ni tiempo para que se apoderaran de nuestras costas.
El califa tenía con Gālib una relación casi familiar, a pesar de lo cual le dio órdenes estrictas que debía cumplir al pie de la letra. Era notoria la inteligencia del liberto, su fidelidad al monarca, su valentía y su capacidad para llevar a buen puerto una aceifa que no era normal sino extremadamente comprometida para el bienestar de sus súbditos. Lo encomendó a Dios y le ordenó que comenzara inmediatamente los preparativos. Al despedirse, el califa lo acompañó, le dio su bendición y le pidió a Dios que le concediera su ayuda a él y a todos los musulmanes para conseguir un resultado feliz.
Los preparativos para estas expediciones suponían todo un ritual bien definido, en el que los símbolos tenían una importancia muy grande. En la mañana del jueves 15 del ramadán, el 13 de julio del 971, se desarrolló una ceremonia especial. Se trataba de anudar las banderas que han de preceder a los soldados en sus campañas.
El califa dio órdenes de que sacaran de los almacenes de pertrechos tres estandartes que tenían para ellos un marcado simbolismo: el de ‘Uqda, el ‘Alam y el Santrany, llamado por ellos del ajedrez. Colocaron en una especie de mesa de mármol una almalafa completamente nueva y enrollaron dentro de ella las banderas. Luego sacaron unas lanzas especiales y las envolvieron también para a continuación amarrar cada enseña en las lanzas a modo de banderas que sirvieran de guía al ejército que iba a partir de inmediato.
Conforme se iban entregando las banderas a los militares, los alfaquíes, acompañados de sus almuédanos, recitaban azoras y aleyas del Libro Sagrado implorando la ayuda del Altísimo para los que partían con la misión de defender a los musulmanes del ataque de los normandos. Lo soldados salieron por la puerta de la Asuda cantando invocaciones, jaculatorias y canciones de guerra. En esa puerta les estaba esperando un espléndido destacamento de chunds, la vieja caballería siria, perfectamente armado, equipado y engalanado, que rodeó a los portadores de las banderas, caminando todos juntos hasta la puerta de la casa de Gālib que los estaba esperando, ya dispuesto para partir. Cuando llegaron, montó a caballo y dio órdenes de salir para su campaña acompañado de pertrechos, municiones, mantenimientos, y por supuesto, rodeado por los chunds que ocupaban toda la ruta.
Pocos días después llegó a Córdoba otra noticia preocupante. Un embajador de los reyes cristianos de León les trajo una carta fechada el 9 de julio dando cuenta de que el sábado anterior los manchus se habían internado por el río Duero atacando la ciudad de Santaver y volviendo al ancho mar sin hacer demasiados daños. Una noticia más para preocupar al califa, que mandó requisar víveres, provisiones, armas y soldados a las provincias de Sidonia y de Málaga y enviarlas a la escuadra que estaba a punto de zarpar hacia el Algarbe.
A finales del ramadán, por fin embarcó el almirante Ibn Rumahis en el puerto de Pechina y la escuadra zarpó con dirección a Sevilla, para unirse a las demás naves califales en la desembocadura del Guadalquivir, partiendo hacia las duras costas del Atlántico portugués. Una vez allí, se recibieron noticias tranquilizadoras. Los manchus habían terminado por abandonar sus propósitos de ataque a las tierras de al-Ándalus. Seguramente se enteraron de que encontrarían una feroz y organizada resistencia, por lo que optaron por volver a sus bases con las manos vacías. Menos mal. Ibn Rumahis, tras una minuciosa y detenida inspección de aquellas costas, hizo volver a la armada a su base en las costas de Almería.
Echemos ahora un vistazo a la política de al-Hakam en lo que hoy conocemos como Marruecos.
Al final de su reinado, ‘Abd ar-Rahmān III había ido perdiendo progresivamente influencia en las naciones del Magreb. Los zenetes y demás tribus que se habían ganado para el califato cordobés a costa de talonario y buenas palabras, poco a poco habían variado sus querencias de manera que al llegar al poder al-Hakam apenas contaba con Ceuta, Tánger y poco más. El caso es que enviaba emisarios con dinero, prebendas y promesas cada vez más tentadoras, a las que los idrisíes hacían el mismo caso que los zenetes, que era ninguno.
Ocurrió algo providencial y completamente inesperado para el soberano andaluz. El califa fatimí del Magreb, el enemigo público número uno de al-Hakam, se puso a mirar para otro lado y enseguida os contaré hacia dónde y por qué. Si analizamos el perfil habitual de estos líderes iluminados, integristas y ultramontanos, solemos encontramos siempre con lo mismo. Son seres a los que les importa un comino cortar una o mil cabezas de paisanos, y más si es en nombre de algo sobrenatural, y no suelen mantener objetivos fijos, más bien son inconstantes que miran para el norte pensando hallar allí la salvación eterna de su pueblo, para inmediatamente mirar hacia el sur afirmando que esa salvación la van a encontrar en otro lado.
Pues el califa fatimí que se llamaba al-Mu’izz, harto de pelear en el Magreb con regulares resultados, decidió que la salvación eterna la iba a encontrar conquistando Egipto, para desde allí continuar su incursión hasta Siria, que iba a ser un bocado más apetitoso que el anterior para sus sueños sobrenaturales de extender el mensaje chiita y fatimí por aquellos preciosos andurriales. Y eso hizo. En el verano del año 969 uno de sus generales entra en Fusat y, como no le debió gustar demasiado para residencia de su soberano, funda una nueva ciudad, a la que bautiza y todo con un nombre que va a tener recorrido. Esa ciudad se llamará al-Qahira, que en castellano quiere decir «la triunfadora», y para que conozcamos definitivamente la envergadura de aquella fundación, es preciso decir en román paladino que se trata ni más ni menos que de El Cairo. Las regiones del Magreb quedarán a partir de entonces como provincias del imperio fatimí con capital en El Cairo.
El norte de África quedó a merced de jeques y jefes de tribus para todos los gustos, unos sinhayas, otros zanata que se mataban entre sí y se declaraban alternativamente por los fatimíes o por los omeyas según calentara el sol aquella temporada, es decir, sin criterio alguno.
En el año 971 las cosas se revolucionaron bastante, con amenazas de guerra en frentes diferentes. La narración del cronista es tan interesante que la vamos a seguir en lo posible, usando nuestro lenguaje y manteniendo el sentido.[86]
Resulta que uno de los gobernadores de aquellas provincias llamado Cha’afar, se apartó del califa fatimí y se puso de parte del nuestro, que era, para entendernos, al-Hakam. Esto le colocó en el punto de mira de los bereberes sinhaya, que se habían declarado fervientes partidarios del chiita y ya sabéis que éstos no se andaban con chiquitas a la hora de ajusticiar enemigos, estuvieran donde estuvieran. En resumen, que Cha’afar y sus bereberes zanata estaban de parte del cordobés y los sinhaya de parte del chiita que andaba, como os he contado, por Egipto.
Los zanata partidarios de al-Hakam, se tomaron la delantera en eso de ajustar cuentas, organizaron la correspondiente expedición punitiva para congraciarse con el califa cordobés y cortaron la cabeza al jefe del bando contrario, un sinhaya llamado Zirí, que de no haber acabado como acabó, la matanza hubiera ocurrido igualmente, con la variante de que los damnificados hubieran sido los del bando opuesto. Y concluido el ajusticiamiento, se trataba de correr lo más deprisa posible en dirección a Córdoba con dos objetivos: el primero era el de congraciarse con el califa, buscar su protección y ofrecer a al-Hakam las cabezas de Zirí y de muchos de sus enemigos, para lo que prepararon convenientemente los trofeos, los cargaron en mulas ligeras como el viento y pusieron rumbo salvador a nuestra Córdoba. El segundo objetivo era, como habéis comprendido, poner tierra por medio, que los partidarios del muerto eran muchos y les seguían al galope tendido para hacer en ellos la carnicería que nos podemos figurar.
Los zanata, mandados por sus jeques Cha’afar y Yahya, acompañados de sus familias, sus ejércitos y del cortejo habitual en estos casos, salieron de África, literalmente de estampida, buscando el manto protector de al-Hakam. Con ello quiero decir que embarcaron en el lugar más cercano a su alocada huida y así fueron llegando bastante desordenadamente a las costas de al-Ándalus en la esperanza de que el califa les dispensara una acogida bien diferente a la despedida que tuvieron en su tierra africana.
El primero que llegó a Córdoba fue el secretario o katib de Cha’afar, un tipo oriundo de Bagdad, que llevaba una carta explicando a al-Hakam lo que les había ocurrido por decir que el califa decente era él y no el chiita. A esta explicación seguía un ruego encarecido de protección y buena acogida porque las represalias del bando contrario no se harían esperar y a ver qué camino tomaban los zanata, sin nada que hacer en África, en el supuesto caso de que tampoco tuvieran mucho que hacer en al-Ándalus.
La acogida que recibió de parte de al-Hakam fue cuando menos esperanzadora. El pobre respiró porque le constaba que los sinhaya estaban literalmente echando el aliento en el cogote a los zanata, con toda la pinta de que podrían apresarlos si no se daban prisa en embarcar para puertos más seguros, que eran los andaluces.
El 3 de agosto se supo en Córdoba que acababan de arribar a puertos distintos cercanos a Almería algunos magnates de los zanata por un lado, y Yahya, el hermano de Cha’afar, por otro. En su equipaje traían las cabezas del célebre Zirí y de sus partidarios. Eran una especie de trofeo, también una prueba de fidelidad y una macabra ofrenda que presentar al califa de los andaluces. Los pobres llegaron más descompuestos que otra cosa, porque tenían un enemigo cierto detrás y no sabían todavía qué acogida les daría el califa cordobés. Pero eso se resolvió pronto porque el katib oriundo de Bagdad que llegara anteriormente, se puso en camino hacia Pechina para tranquilizar a los suyos, que falta les hacía. Le acompañaban un par de dignatarios de la corte de al-Hakam con distinto material para hacerles el viaje hasta Córdoba lo más cómodo posible porque acababan de llegar con lo puesto, sin ropa ni elementos de transporte ni nada que se le parezca.
Les llevaban 68 caballos con sus bridas y sillas de última generación, 150 mulas de carga para que trasladaran lo que habían conseguido traerse de sus casas africanas, tiendas para albergarlos de las que cuatro eran de cuero, también les traían paños, tapices y otras ropas de lino o de lana para vestirse y arroparse en el caso improbable de que las noches almerienses lo requirieran.
El día 30 de agosto desembarcó en el puerto de Bezmiliana, cercano a Málaga, una nueva expedición. Al frente de ella llegó el mismísimo Cha’afar acompañado de sus mujeres, de sus hijos, de sus servidores y clientes más distinguidos. Se trataba de huir de África lo más rápido posible y de acogerse al único amparo que tenían en esos momentos, que era el de al-Hakam. Si querían vivir con cierta tranquilidad en el futuro, esa era la única salida posible.
El califa se enteró enseguida de esa nueva e ilustre arribada a puerto español y volvió a demostrar su agradecimiento a los africanos, su generosidad y la hospitalidad con que eran recibidos. Envió una especie de delegación para ayudar a los viajeros y darles su más cálida y cordial bienvenida a tierra amiga, que les llevó cuatro hermosos caballos de raza y una mula blanca escogidos de las cuadras reales como regalo especial para Cha’afar. Para su séquito le envió 50 caballos de su ejército aparejados con sillas y bridas, 200 acémilas para transportar la impedimenta, tiendas lujosas, amplios pabellones, también fardos con preciosos tapices, mantas, cobertores, vasos, platos y otros utensilios por el estilo. También les llevaron una serie de mulas robustas y tranquilas aparejadas con jamugas, otras con literas y palanquines adornadas con cobertores y telas, destinadas a transportar ocultas a las mujeres de Cha’afar en su largo viaje hasta Córdoba.
Con más alegría de cuanto pudieron imaginar, los africanos iniciaron su viaje a la soñada ciudad de Córdoba, donde el recibimiento fue sonado para alegría de los africanos, regocijo de los cordobeses, satisfacción del propio califa y para la elevación de su prestigio en el firmamento de los reyes musulmanes del mundo. Fueron jornadas memorables por la vistosidad y rango de visitantes y residentes, tanto que los relatos de estos hechos fueron motivo de conversación, rindiendo propios y extraños tributo a la generosidad del califa.
Al-Hakam hubiera hecho bien en olvidarse de África, que al fin y al cabo no le traía más que quebraderos de cabeza para nada, porque mantenerse allí le exigía muchas guerras, mucho gastar dinero para no sacar en claro absolutamente nada. Sin embargo, como nuestros omeyas no daban su brazo a torcer, hacia el año 972 envió para África a uno de sus mejores generales llamado Ibn Tomlos para que hiciera entrar en razón a aquellas gentes de la única manera que era posible hacerlo, que era matando a cuantos más mejor y dejando a los demás para el arrastre. Tomlos reunió un ejército lo más solvente que pudo, atravesó el Estrecho, pasó por Ceuta, de donde se llevó a casi toda la guarnición, y se dirigió a Tánger, pieza clave de los bereberes africanos y por esa misma razón objetivo preferente de las tropas califales cordobesas.
El resultado de esa expedición fue nefasto porque los cordobeses sufrieron una derrota de las que hacen época. Murió desde el primero hasta el último, tomando como primero al general Tomlos que acabó allí sus ajetreados días, sin que me moleste en contaros quién fue el último, porque no hace ninguna falta.
Al-Hakam se preocupó bastante porque si se envalentonaban sus enemigos del otro lado del Estrecho y si hacían lo que estaban deseando los fatimíes africanos, de un día a otro iban pasar a este lado, a nuestra querida al-Ándalus, y se iban a dedicar a cortar la cabeza a los omeyas, a sus clientes y amigos, arrasar Córdoba y todo lo que encontraran de paso.
¿Qué debía hacer el califa ante una inminente amenaza como la que acabo de insinuar? Pues para eso tenía un hombre ideal, completamente fiable, valiente, experto en asuntos de guerra y con ganas de comerse el mundo, porque había salido de la esclavitud gracias a la generosidad del padre de al-Hakam y quería demostrar su valía a los cuatro vientos. Era el general Gālib, que en esos momentos estaba en Medinaceli vigilando las fronteras con los cristianos del norte.
El general emprendió urgentemente el viaje porque el correo le había comunicado que debía presentarse ante al califa para solventar un asunto de extrema importancia. Por eso apenas descansó, viajó de día y de noche hasta que llegó a Madinat az-Zahrā’ y enseguida pasó a ser recibido por al-Hakam. Cuando lo tuvo delante, puso un gesto serio, le miró con ojos en que se podía entrever una pizca de angustia y le dijo:
—Parte hacia África, Gālib. Cuídate de volver como vencedor. Entérate de que si eres derrotado, únicamente te perdonaré si mueres en el campo de batalla. No economices el dinero. Repártelo a manos llenas entre los partidarios de los chiitas para hacerlos cambiar de bando. En cuanto a los idrisíes, destrónalos y envíalos a España.
Gālib debió salir de la audiencia bastante más asustado de lo que entró, habida cuenta de la habitual templanza del califa reinante, bien distinto, por ejemplo, de su padre. Luego lo pensó mejor porque, al fin y al cabo, la vida se la jugaba cada día en la marca superior ¿qué más daba si ahora tenía que jugársela en África? Como el momento era más grave de cuanto pudo imaginar, se empleó en preparar un buen ejército y en allegar cuantos más fondos mejor, que ya sabéis que entre la espada y el dinero se vencen enemigos, sean fuertes o débiles, sean irreductibles o de pura conveniencia.
Pero dejemos a Gālib preparando su ejército para embarcarlo y hacerlo luchar en África. Volvamos atrás en el tiempo. Es necesario hacerlo así porque no tenemos más remedio que hablar de un personaje legendario, más incluso que bastantes emires y califas. De un hombre valiente, de un arribista, un villano, de un descarado, de un líder de masas llamado Almanzor.
Estamos en Córdoba y es el año 962, casi al comienzo del reinado de al-Hakam. En uno de los jardines de la ciudad estaban comiendo sus bocadillos cinco estudiantes. El ambiente entre ellos era de un cierto jolgorio, propio de los años y de la amistad con que se trataban. Eran compañeros de carrera, ya que todos estudiaban el fikh, lo que más salidas tenía entonces porque les formaba en derecho y en teología, y con esa preparación podrían ganarse la vida en el mundo económico y financiero de una ciudad próspera como Córdoba.
A las claras se podía percibir que eran una panda de bromistas cachondos, acompañados a la distancia por uno que era más bien taciturno, que hablaba poco y pensaba mucho. Era un joven algo jorobado, alto, de aspecto digno y con apariencia de querer dominar a sus colegas de penas y fatigas. Y daba la impresión de estar soñando, o pensando en algo importante o quién sabe qué. No habían terminado su bocata cuando el joven taciturno miró fijamente a los demás y les dijo:
—Yo seré un día el dueño de este país. No tengáis duda en lo que digo porque va a suceder.
Los otros cuatro estudiantes soltaron una estruendosa carcajada, señal de que se estaban cachondeando de los sueños de su amigo, que por momentos daba la impresión de ser un iluminado de esos que predican cosas buenas o malas sobre el presente, el pasado y el futuro. El joven no hizo ni caso a las risas de sus amigos y elevó el tono de su voz para hacerse oír por ellos más claramente:
—Decidme cada uno de vosotros el puesto que quiere ocupar en el reino cuando yo sea el soberano.
De los cuatro chicos, tres lo tomaron por lunático y el cuarto lo miró fijamente, dudando de si estaría ante un loco de atar que, además de ambicionar lo imposible, estaba adivinando un porvenir que no entraba en la cabeza a nadie que estuviera en su sano juicio. Al final, todos terminaron tomando a broma las ocurrencias del colega, que no se cortó ni un pelo y continuó sin pestañear:
—Venga. Decidme cada uno de vosotros en qué puesto queréis que os coloque cuando llegue el momento que os acabo de anunciar.
—Pues a mí me gustan mucho los buñuelos —respondió uno de ellos—. Si no te importa me nombras inspector del mercado. Así me pondré como el quico sin gastar dinero en ello.
—Yo —dijo el segundo—, soy malagueño y tengo predilección por los higos de mi tierra. Si te parece bien me nombras cadí de mi ciudad, que es preciosa y se vive estupendamente en ella.
—A mí me encantan los jardines cordobeses —dijo el tercero—. Elijo que me nombres prefecto de la ciudad.
El cuarto estaba hasta las narices de las bobadas de su compañero que, además de loco, quería tenerlos a todos embebidos en sus sueños imposibles y en sus delirios de grandeza. Mirándolo a la cara y queriéndolo confundir, le dijo:
—Cuando tú mandes en España, fanfarrón de mierda, ordena a alguno de tus esbirros que me unten con miel para que las moscas y las abejas vengan a picarme. Luego haz que me monten encima de un burro mirando a la cola y que me paseen de esa manera por las calles de Córdoba.
El joven lunático soñador de imposibles a punto estuvo de dar un par de puñetazos al que se había expresado de esa manera. Sin embargo se reprimió y le dijo:
—Pues bien. De acuerdo. Cada uno de vosotros será tratado según acaba de manifestarme ahora mismo porque no olvidaré lo que me habéis dicho en este día.
Así, los cinco reunidos liquidaron su bocadillo y cada uno salió para su casa, o al menos a su lugar de residencia porque no todos eran de Córdoba. Nuestro personaje central, el de los sueños de grandeza, se fue al lugar donde vivía alojado, que era la casa de unos parientes de su madre. Cuando llegó, la dueña de la casa le abrió la puerta y apenas sin decirle buenas noches, el chico se marchó a su habitación, que era una especie de buhardilla situada en el último piso. Ni siquiera la había mirado, ni había intercambiado con ella más palabras que un cortante saludo, tras el cual se encerró en su habitación.
Era ya bien entrada la mañana del día siguiente y el joven soñador de grandezas imposibles continuaba en su mutismo. Ni se oía una mosca en su habitación, ni siquiera había bajado para desayunar, cosa rara en un muchacho de su edad. La dueña de la casa, extrañada por la tardanza en bajar de su pupilo y pensando simplemente que se le habían pegado las sábanas, entró sin llamar y volvió a quedar sorprendida por lo que estaba viendo. El chico no se había acostado en toda la noche porque la cama estaba sin tocar y el joven permanecía sentado en una vieja silla, apoyaba sus codos en una mesa renqueante que le servía para el estudio, aguantando su cabeza en las manos que de alguna manera la abrazaban como queriendo exprimir y concretar los pensamientos que le habían tenido toda la noche en vela. La dueña le habló con cierta delicadeza, sin quererlo molestar demasiado, consciente ya de que el chico, o se traía entre manos algo importante, o estaba loco de atar. Por eso le dijo:
—¿Es que no te has acostado en toda la noche? ¿Te ocurre algo? ¿Te puedo ayudar en alguna cosa? ¿Qué negocio tan importante te ha tenido toda la noche sin pegar ojo?
El estudiante de sueños imposibles y mente calenturienta, contestó a su patrona:
—Es verdad. No he podido dormir en toda la noche. Una idea rara, tal vez extravagante, me ha tenido la cabeza como hirviendo y no he podido conciliar el sueño. Pensaba en que, cuando yo gobierne España y haya muerto el cadí que tenemos actualmente, habré de nombrarle un sustituto. He repasado en mi mente la lista de candidatos y no conozco más que a un hombre con capacidad suficiente para desempeñar ese cargo. Ese hombre es Muhammad ibn as-Salim.
La patrona ladeó la cabeza entre incrédula y complaciente, sin saber qué pensar. Una de dos, o estaba ante un muchacho listo, ambicioso en extremo, al que nada se ponía por delante, o era más bien un iluso soñador de fantasías imposibles de las que como mucho sale una entre un millón. De todas maneras, ¿quién era ella para poner en duda lo que acababa de decir el chico, para dilucidar si estaba ante un fanfarrón, ante un iluminado o ante alguien carente de escrúpulos? Lo más prudente era oír, ver y callar, así que bajó con dificultad las escaleras desvencijadas de su estrecha y vieja vivienda y dejó al chico con su ensimismamiento, sus pensamientos de grandeza y sus torturas nocturnas. Al fin y al cabo, era uno de los muchos jóvenes que venían a Córdoba desde las distintas coras de al-Ándalus para estudiar y forjarse un porvenir. Y éste tenía toda la pinta de ser un buscavidas.
El joven se llamaba Abu ‘Amir Muhammad ibn Abi ‘Amir al-Ma’afirí y había nacido en el año 938 en un lugar llamado Torrox, un castillo situado en las orillas del río Guadiaro, cerca de Algeciras.
Sus familiares era árabes yemeníes, nobles pero de alguna manera venidos a menos. Un antepasado suyo llamado ‘Abd al-Malik era de los pocos árabes que desembarcó con Tārik, formando parte de aquel ejército compuesto principalmente por bereberes que entró en España y de que hablamos en páginas anteriores. Estuvo al mando del destacamento que se apoderó de la ciudad romana de Carteya, la primera española en ser conquistada por los musulmanes. Como premio de esta gesta memorable, recibió el castillo de Torrox con todas las tierras que lo rodeaban.
El padre de nuestro estudiante fue un teólogo y un jurista de algún prestigio en Córdoba, que había hecho la peregrinación a La Meca, con todo lo que eso suponía de ciencia añadida, de prestigio social y de consideración religiosa del que se había sometido a un viaje de ese monumental calibre. Eran, por tanto, gentes nobles pero no demasiado, más trabajadores que ilustres pero que se aplicaban a todo en la España del siglo X.
Y un día abandonó el viejo castillo de sus antepasados, sencillamente porque allí no hacía nada, y se encaminó a Córdoba para estudiar en su universidad, donde daban sus clases los maestros más renombrados del mundo en disciplinas tan útiles para el futuro como el derecho, la teología, la gramática, la retórica, la poesía, la historia y otras por el estilo.
Era un chico especial. Tenía una inteligencia privilegiada, a la que se unía un corazón valiente, dispuesto a arriesgar si era necesario por conseguir sus objetivos, exaltado, algo lunático, imaginativo, impetuoso, pero ante todo era ambicioso en extremo. Era un ávido lector de historias pasadas y se entusiasmaba cuando encontraba personajes históricos que partiendo de la nada habían llegado a lo más alto del poder, de la fama, del dinero y de todo cuanto un hombre puede ambicionar.
Los que lo rodeaban lo llamaban cabeza loca, y no era para menos, que los personajes de este perfil suelen acabar mal, o ajusticiados por el poderoso, o apuñalados por algún paisano al que han tocado las narices más de la cuenta. Almanzor, que quiere decir «el victorioso», era un ganador nato, un hombre nacido para vencer por más difícil que le resultara conseguirlo. Tenía un gran talento, era firme, constante, flexible a veces y, sobre todo, podríamos decir de él que no tenía escrúpulos porque cuando se trataba de conseguir sus objetivos, ni se paraba en nada, ni tenía miramientos o contemplaciones de ningún tipo. Así era nuestro estudiante, así terminó sus estudios de Derecho y Teología y ahora se trataba de buscarse la vida en la populosa y rica ciudad de Córdoba.
Su primera idea fue abrir una especie de bufete en las puertas mismas del Alcázar cordobés para escribir pulcramente las cartas de los que querían hacer alguna petición al califa. Y lo hizo pero por poco tiempo porque Almanzor no tenía vocación de simple escribiente. Apenas encontrara un puesto más adecuado a su personalidad, lo iba a dejar.
No tardó en hallar una colocación de subalterno en el tribunal cordobés, a las órdenes de su añorado Muhammad ibn as-Salim, aquel personaje que en tiempos postulaba para cadí cuando él desempeñara el mando absoluto en el reino y que había conseguido antes de tiempo el puesto que le prometiera en sus ensoñaciones Almanzor. Seguramente le fue a visitar, le mostró su absoluta consideración y muchas cosas más, como consecuencia de las cuales Salim le dio el puesto de trabajo que tanto deseaba y que le añadía una consideración social importante.
Pero, ¡amigo mío! Almanzor era uno de esos personajes difíciles de manejar, al que pocas personas aceptarían como subalterno. En lugar de estar pendiente de hacer bien su trabajo, andaba siempre maquinando, buscando rentabilidades secundarias a sus tareas, y era lo que se dice un culo inquieto, que no tenía sosiego para realizar decentemente los trabajos propios del empleo que tanto buscó. Encima, su cometido requería una lealtad absoluta al cadí y Almanzor de eso entendía poco, que su obsesión y su objetivo era medrar él a costa de lo que fuera y de quien fuera, incluido su patrón. La conclusión fue que el cadí estaba deseando quitárselo de encima y lo iba a hacer apenas se le presentara una oportunidad.
Porque estamos en el año 961, el califa tiene 46 años y su esclava, la joven vasca de nombre Aurora, acaba de parirle un hijo al que pusieron de nombre ‘Abd ar-Rahmān, con la pretensión de que fuera el cuarto con ese lucido nombre en la dinastía de los omeyas cordobeses. La autoestima del califa había subido bastantes enteros y la consideración social de Aurora multiplicó por mucho esa explicable subida, habida cuenta de que ya nadie esperaba grandes cosas de un califa religioso, amante de los libros y de los rezos más que de las señoras. La vasca paseaba su porte por el harén, haciendo ver a propias y extrañas que no hacía falta ser un monumento para mandar en el califa y de paso en el reino más bonito de cuantos pudieron soñar los musulmanes.
Pero ocurrió el desastre. El chico murió con dos o tres años, lo que hizo volver la inquietud en al-Hakam, en los nobles, en todo el pueblo, y por supuesto en la vasca que ya se las prometía felices de ser la madre del futuro califa y ahora corría el peligro de que a su amante esposo le diera por probar manjares diferentes, de los que eventualmente consiguiera dejar preñada a alguna paisana, y a ver en qué quedaban sus sueños de mando en un harén multitudinario pero que por eso mismo era un avispero. Se trataba por su parte de valerse de todas las artes y artimañas habidas y por haber para que al-Hakam II, sin dedicarse a experimentos nuevos ni a nuevas aventuras amorosas, se aplicara a la tarea que tiempo atrás le diera magníficos resultados, a ver si conseguían repetir la proeza, que era dejar preñada por segunda vez a la vascona de apariencia más que dudosa.
Debieron sudar lo suyo pero el caso es que se repitió el milagro. El califa, un declarado cincuentón, le hizo a la vasca un segundo retoño al que pusieron el nombre de Hixem, y que tuvieron desde que nació entre algodones hasta que lo lograron, no sin muchos desvelos, infinitos cuidados y cantidad de precauciones. Por cierto que el ceremonial de estos bautizos musulmanes era algo peculiar y os lo voy a contar.
A la ceremonia la llamaban nuestros antepasados musulmanes hacer buenas fadas y era una fiesta familiar que se celebraba al octavo día del nacimiento del chaval o de la chavala y su objetivo era poner nombre al recién nacido. En las familias normales, la tarde anterior al festejo degollaban una buena res y el día señalado se reunía la familia. Entonces, el abuelo y el padre de la criatura invocaban el nombre de Alá y a continuación se acercaban al oído del chaval, diciéndole el nombre por el que se le conocería a partir de entonces. A continuación hacían su buen banquete y daban también de ello a los pobres. Los más ricos, además de degollar más y mejores reses, tenían la extraña costumbre de pesar sus cabellos, ignoro cómo y con qué instrumento, para entregar su peso en oro a los pobres.[87]
De este nacimiento bastante tardío se van a deducir innumerables consecuencias que no es cosa de ponerlas ahora todas juntas una tras otra. Durante el resto de mi libro vais a ver muchas de ellas sin necesidad de que yo lo diga. Las dos más obvias fueron, una, que el califa respiró tranquilo, se sintió hecho un hombre pero en el buen entendido de que seguramente dio por concluidos sus esfuerzos amorosos con la vascona. Como había aprendido, buscó manjares más apetitosos para lo que le quedara de vida. Y los obtuvo, como anteriormente os conté y es fácil de imaginar, con unos harenes tan nutridos como los califales. La segunda consecuencia obvia os la voy a contar más detenidamente porque el asunto tiene tela que cortar.
Ya tenemos a Aurora hecha el ama del cotarro. Cuando se dejaba ver, la miraban con admiración propios y extraños porque el milagro de dar dos hijos a un califa que era casi un viejo y más con la pinta que ella tenía, eso era al menos notable. A partir de aquí comenzó a exigir su parte, empezando por algo que parecía lo más natural del mundo y que hemos visto tantas veces cuando unos hijos pequeños cuentan con progenitor rico y ya pasado de años. Enseguida se le instaló un deseo que pronto se convirtió en obsesión y que inmediatamente trasladó a al-Hakam:
—Este niño tiene toda la vida por delante y lo normal es que su padre muera sin verlo hecho un hombre y sin poder darle el dinero y las riquezas que le corresponden según su alcurnia y dignidad. Es urgente dotarlo de capital suficiente para que viva como un príncipe o como un rey, y además es necesario buscar un administrador hábil para acrecentar las riquezas del heredero y que no se pierda nada por el camino.
Al-Hakam entendió enseguida que había que complacer a la vasca. ¡Si será por dinero! Las arcas estaban repletas y por esa parte no había problema. ¿Un administrador hábil para la fortuna de sus hijos? Pues no es que fuera lo más urgente porque ahí estaba él para supervisar el asunto. Sin embargo, en su corta relación con las mujeres, había aprendido lo pesadas que se ponen cuando quieren conseguir cualquier cosa. Por eso le pareció oportuno aceptar las dos peticiones de Aurora. Pondría el dinero en cuenta aparte a nombre de sus hijos, les entregaría bienes, posesiones, mansiones y haciendas, y encargaría al visir que buscara la persona adecuada para administrar los bienes, bajo la supervisión de Aurora, con la que el nominado tendría línea directa.
El visir de Córdoba recibió el encargo de buscar ese administrador y, como no conocía a ninguno competente, le preguntó al cadí, a nuestro viejo amigo Salim, el patrón de Almanzor, el que estaba deseando perderlo de vista. Y como éstos eran lo mismo de vivos entonces que ahora, vio el cielo abierto porque la ocasión de quitarse de encima a un sujeto como Almanzor la tenía en la mano. Ni corto ni perezoso, recomendó vivamente a nuestro personaje, que enseguida fue aceptado por el visir, el califa ni lo miró siquiera, dándole el visto bueno sin más exámenes ni disquisiciones, y le pasaron el personaje a Aurora, que era la que debía estar contenta con el nombramiento, y, por supuesto, darle el beneplácito.
Las fuentes musulmanas, tan explícitas al contar todo lo referente a la relación entre Aurora y Almanzor, no nos dan detalles sobre este primer encuentro, pero no es difícil imaginar lo que voy a contar.
Almanzor era un hombre de 26 años y Aurora le debía andar por ahí, más o menos. El califa, lo he dicho antes, tenía 50 tacos y las pocas ganas de juerga a estas alturas las reservaba para algún chaval de los que tanto disfrutó en sus tiempos mozos, y para su actual amor, Radhia, la «Estrella Feliz» de que os hablé y que era un auténtico bombón. Desde luego, la comparación entre una y otra no tenía color. Lo que quiere decir que la vasca no tenía con quién consolar sus penas en las noches larguísimas del invierno cordobés.
Almanzor tenía fuerza, gancho, ambición como para comerse el mundo, era listo, joven y no se le conocían harenes ni otros amores que los que el hombre encontrara en las tabernas cordobesas. Era de la clase de persona capaz de administrar todo lo que le pusieran delante, entre lo que se incluían los bienes de los hijos del califa y por supuesto que los furores uterinos más que explicables de Sub, la Vascona. Decir que desde el momento de conocerse hubo química entre ambos, es decir bien poco porque hubo química, física, matemáticas y todo lo que podáis imaginar. Hay que afirmar rotundamente que nuestro estudiante de Torrox, Almanzor, que quiere decir «el victorioso», obtuvo su primera victoria en una carrera que no va a parar aquí porque será de largo recorrido. Quiero decir que el sábado día 23 de febrero del año 976, Almanzor fue nombrado intendente de los bienes de los hijos del califa y sus nombramientos no pararán ni mucho menos.
Ahí comenzó la carrera del extraordinario personaje que fue Almanzor. Como el tío sabía lo que quería y para eso era fundamental tener controlada a Aurora, a ello se aplicó con todos sus sentidos hasta que consiguió todo lo que quiso. Poco después es nombrado también intendente de los bienes personales de Aurora y unos meses más tarde recibe otro nombramiento, por supuesto que gracias a la influencia de su protectora. Nada menos que Inspector de la Moneda del Califato.
Ya tenemos a Almanzor forrado, disponiendo de bienes ajenos hasta límites que jamás pudo imaginar y poniendo en práctica uno de sus objetivos fundamentales, que era hacerse con un grupo de incondicionales, porque su ascensión a lo más alto no había hecho más que empezar. Y, ¿qué método emplear para conseguir ese grupo de adeptos a la causa, dispuestos a apoyar a muerte a su jefe?
La técnica para esos casos, amigos, míos, es tan vieja como la vida misma. Se trata simple y llanamente de hacer favores, repartir dinero a manos llenas, sacar a flote al que está ahogado, con el agravante de que eso lo hizo nuestro Almanzor con dinero ajeno, que si llega a ser propio, éste no lo hubiera regalado tan alegremente. El dinero, digámoslo claramente, procedía de los fondos reservados del tesoro cordobés. No quiero entretenerme en contar las dádivas, préstamos y demás regalías que entregó nuestro hombre a sus amigos para conseguir tener un buen lobby que lo apoyara en momentos que seguramente se iban a producir andando el tiempo. Ahora vale decir que se había ganado a la vasca, a un montón de amigos y a bastantes mujeres del harén, que tenían un califa para pocos trotes y éstas estaban deseando encontrarle un sustituto como lo había encontrado la sultana.
Córdoba era y es pequeña, así que todo se termina sabiendo por más que se trate de disfrazar o de ocultar. En primer lugar, las mujeres del harén estaban al cabo de la calle de los amores entre Aurora y Almanzor. Resulta que éste les quería tapar la boca con regalos, y entre esas dádivas y otras hipotéticas ilusiones y quién sabe si el asunto quedó ahí, las tenía con la boca abierta hasta el punto de que el califa creo yo que llegó a mosquearse un poco, que si no, de qué manera se entienden estas palabras que pone en su boca el cronista. Un día, reunido con algún amiguete, le hizo la siguiente confidencia:
—Yo no sé qué hace este joven para ganarse el corazón de las damas de mi harén. Yo les doy todo lo que puedan desear pero nada les agrada si no proviene de él. No sé si hay que mirarlo como un servidor de gran inteligencia o como un mago. Desde luego, estoy muy preocupado por el dinero público que he puesto en sus manos.
Como veis, las cosas se estaban poniendo delicadas para nuestro personaje, que tanto subir y subir mosquea al más pintado. Como era natural, conseguir grandes amigos de esa manera tenía como contrapartida ganarse enemigos en la misma proporción, algunos de los cuales fueron a ver al califa a decirle que Almanzor era un indeseable y que tuviera cuidado con los fondos que había puesto en sus manos a ver si no había un desfalco o un déficit de mucho cuidado.
Al-Hakam hizo algo que también es convencional, que fue enviarle una auditoría para ver si cuadraban las cuentas o si, como sospechaba, había gastado lo que no era suyo para conseguir poder en el califato. Así que era urgente ir al Alcázar a dar cuentas al califa negro sobre blanco de todos los fondos que se le habían confiado, reservados o no.
Almanzor se vio literalmente pillado porque él sabía que las cuentas no las cuadraba ni a martillazos, ya que había empleado un buen montante en atender necesidades ajenas, mejorando de paso las propias. Estaba seguro de que iba a recibir en el Alcázar un golpe muy duro, quizá definitivo para su vida y su carrera, cuando se le presentó uno de los que había beneficiado en el pasado, un tal Ibn Hodiar, que le puso encima de la mesa el dinero necesario para cubrir el déficit y quedar ante el califa mejor que bien, que sus acusadores iban a pinchar en hueso y él seguramente recibiría palmadas, parabienes y excusas de todas clases. Era la suerte de los pillos que esta vez benefició a uno de mucho cuidado, que poco a poco se estaba haciendo dueño del cotarro en al-Ándalus.
A partir de entonces iba a subir como la espuma. El califa lo alabó, se fió de él y le dio cargos y más cargos. A los treinta años ya acumulaba cinco o seis destinos importantes en el reino y vivía mejor que quería. Su lujo ya era comparable solamente con el del propio al-Hakam. Se construyó en el barrio de la Ruzafa una fenomenal residencia, en la que tenía siempre la mesa puesta para agasajar a conocidos y amigos, obteniendo de esa manera apoyos y voluntades. Tenía a su disposición un ejército de funcionarios, elegidos de las clases más pudientes y desde su palacio se gobernaba todo y se repartía todo porque él aprovechaba cualquier ocasión para ganarse a las gentes, que estaban encantadas con él, con su cortesía y especialmente con su generosidad. Para tenerlo todo, le faltaba el ejército pero con paciencia le llegaría la ocasión de tenerlo también controlado.
Bien. Dejemos a Almanzor y volvamos unas páginas atrás. Recordad que estaba el general Gālib preparando su ejército para una expedición a tierras africanas en la que al-Hakam no le iba a perdonar que volviera derrotado. El dilema para él era claro: victoria o muerte. Menos mal que tenía dinero suficiente como para ganar batallas comenzando por el bolsillo. Gālib pasó el estrecho y desembarcó entre Ceuta y Tánger, continuando enseguida hacia su objetivo, que era acabar con el edrisita Ibn Kennum allá donde estuviera. Y como ya sabía más de lo que le habían enseñado, inició las maniobras de conquista comprando voluntades de los ayudantes de su enemigo con el abundante dinero que había traído de Córdoba para ese menester. Y lo consiguió, al menos en parte, que a unos regalaba espadas adornadas con piedras preciosas, a otros vestidos de seda bordados en oro, a otros simplemente un puñado de monedas que brillaban ante los ojos de los avaros africanos, ablandando de esa manera su inclinación patriótica por las banderas de aquellas tierras e inclinándolos a besar fervientemente la bandera blanca de los omeyas. El caso es que Ibn Kennum, a la vista del cariz que tomaban los acontecimientos, no tuvo otra salida que encerrarse en una fortaleza inexpugnable en lo alto de una montaña, a la que llamaban la Roca de las Águilas.
Las noticias de estas batallas llegaban enseguida a Córdoba, que para eso tenían comunicaciones fiables. Al-Hakam se puso contentísimo del éxito de su mejor general. Seguramente preocupado por el buen uso de los fondos que le entregó para la campaña, preguntó por lo que había gastado en comprar voluntades y al enterarse de que en vez de pelear, Gālib había soltado dinero a manos llenas, se echó las manos a la cabeza y como le había tomado el gusto a la auditoría desde que se la hizo a Almanzor, decidió repetir la faena y pedirle cuentas al antiguo liberto de su padre, para lo que nombró a Almanzor interventor general del ejército y lo envió a África para ver qué uso había dado a los fondos reservados.
Y de nuevo al-Hakam mete a la zorra a guardar gallinas. Tan listo como era para sus libros de materias diversas, y tan torpe para ver lo que estaba pasando en su propia casa. ¡Qué barbaridad! No tuvo bastante con abrir de par en par las puertas de su palacio y de su harén a un tío listísimo, sin escrúpulos, ambicioso y maldito de cocer, sino que ahora le da mando en plaza y le otorga poder en el Estado y en el ejército. Que no penséis que Almanzor cumplió con su cometido de examinar facturas y justificantes de los pagos que hiciera el infeliz de Gālib. ¡Ni mucho menos! Eso sería no conocerlo. Le hizo ver que lo tenía en sus manos, se tomaron sus copitas, le dio un par de palmaditas en la espalda y a vivir que son dos días con un amigo más con el que podría contar llegado el caso.
De entrada, Almanzor ya había puesto sus manos sobre el ejército, que era lo que le faltaba. Mientras que Gālib hacía sus expediciones para rematar la faena en África, se trataba ahora de ganarse a los generales. Y de paso conseguir el favor de la tropa, cosa que hizo de maravilla porque al poco los soldados rasos le adoraban.
Una vez cumplida la misión que le encomendara el califa, Gālib pasó el Estrecho de vuelta a España, esta vez acompañado por Ibn Kennum el emir edrisita y por sus más notables príncipes y cortesanos que venían a mostrar obediencia al soberano cordobés. El califa, acompañado por la nobleza y por el pueblo, salió a recibir a los expedicionarios victoriosos. Eso ocurrió el 21 de septiembre del año 974 y fue uno de los recibimientos más lucidos y más multitudinarios de cuantos se dieron jamás en al-Ándalus. Un inmenso gentío acudió a ver la entrada de los vencedores, de Gālib y de la caballería andaluza. Cuando llegaron al Alcázar, al-Hakam ofreció al emir edrisí su protección y amparo y le mandó hospedarse junto a su familia en uno de los palacios de su propiedad. A los notables de su corte también les asignó casas principales. Luego les entregó cantidades suficientes como para resolver su vida en esta parte del mundo.
Con los vencidos fueron generosos, desde el califa hasta el último, hasta el punto de que olvidaron su tierra africana, se buscaron aquí trabajos decorosos y se instalaron ellos y sus familias. Todos menos su emir, que pidió licencia al califa para volver a su tierra. Al-Hakam se lo pensó un poco antes de tomar esa decisión y, como en el fondo era una buena persona, le concedió la petición a cambio de algo importante. Algún personaje le había dicho que el emir africano había traído consigo un trozo de ámbar de gran tamaño que algún súbdito encontró a la orilla del mar. Pues a cambio de la licencia para volver, tuvo que regalarle al califa su preciosa y extraña joya, que se conservó como parte del tesoro cordobés hasta el final del califato.
Gālib recibió del califa una distinción sin precedentes. Le otorgó algo así como nuestro actual rango de mariscal, que era el título supremo en la jerarquía militar, y le puso su sobrenombre, que de eso no se privaban. Le llamaron a partir de entonces el poseedor de las dos espadas. Y una vez colmado de parabienes y honores, lo mandó a Medinaceli, seguramente para tenerlo lejos y apartado de ambiciones palaciegas.
Dejadme que os cuente, siguiendo al viejo cronista, algunas cosas más de la vida de este califa, probablemente de menos importancia pero no por ello menos interesantes o dignas de ser conocidas.
El día 30 de agosto del año 971 se inician las obras para reparar el grandioso y útil puente romano que une una parte y otra de la ciudad.
Lo primero que se hizo fue construir una presa con ramaje de jara traída de la sierra, encajando en ella grandes piedras ensambladas con arena y arcilla. Se pretendía desviar la corriente por aquella zona para dejar en seco los pilares que habían perdido el revestimiento por la acción del agua y de los años, y eso hacía temer sencillamente que el puente se viniera abajo.
Cuando la corriente estuvo desviada, se comenzaron los trabajos para levantar nuevos pilares e igualar los deteriorados. Centenares de obreros se empleaban en afirmar y reforzar los pilares con grandes cajones de madera, gruesas barras de hierro y enormes y duros bloques de piedra traídos de las canteras. Exteriormente, todo estaba revestido por manos expertas con cal que le daba al conjunto un aspecto sólido y bello al mismo tiempo.
El califa venía personalmente a inspeccionar las obras o se quedaba en la azotea que hay encima de la puerta de la Asuda, desde donde podía ver lo que se estaba haciendo como si estuviera al lado mismo de los obreros. Así permanecía horas y horas contemplando los trabajos, dando opiniones unas veces, instrucciones otras y animando siempre a los que trabajaban en tan grande proyecto.
Meses más tarde las obras habían conseguido que el puente fuera más robusto y más seguro. Los trabajos continuaron hasta que la restauración estuvo concluida, desapareciendo el riesgo de que se viniera abajo algo tan vital para la ciudad y para el reino. Todo estuvo acabado el 18 de noviembre del 971, cuando se acercaba el invierno y las lluvias podían amenazar las obras inconclusas. Ese día montó a caballo e hizo el recorrido que hay entre el Alcázar y el puente, cruzó el río y examinó detenidamente la terminación de las obras, dando gracias a Dios por su ayuda para concluir una empresa de tanta envergadura.
Al concluir los trabajos al-Hakam había puesto sus manos para embellecerlas en las cuatro maravillas por las que es conocida Córdoba en el mundo, y que son la Gran Mezquita, el Puente Romano, las Madrasas y la ciudad palatina de Madinat az-Zahrā’.
Otra obra también de menor importancia, fue el traslado de la casa de correos que estaba al occidente del Alcázar, hasta la casa de las acémilas, situada en la Musara, a las afueras de la ciudad. En el lugar de la casa de correos se instalaron las tiendas de los ropavejeros (el célebre Zacatín, esta vez cordobés), ensanchando de esa manera el zoco porque los vendedores se quejaban de lo estrecho que era. Esta ampliación los dejó satisfechos.
¿Decimos una palabra sobre los mozárabes durante este reinado?
No podemos afirmar que en tiempos de al-Hakam existieran persecuciones o matanzas contra los cristianos, o simplemente posturas hostiles hacia ellos como ocurrió en épocas y reinados anteriores.
Muchos habían emigrado a la España cristiana, donde la vida les era más fácil. Tenemos inscripciones y lápidas que lo atestiguan. Para poner un ejemplo, en Sanabria existía un monasterio cisterciense que fue abandonado y estaba en ruinas hasta que vino de Córdoba un abad llamado Juan que lo reconstruyó y lo puso otra vez en disposición de acoger a una comunidad de monjes. Así que monjes cordobeses buscaban mejores aires en tierras del norte y se empleaban en reconstruir monasterios para vivir en ellos el tiempo que les quedara de vida. El monasterio se llamó de san Martín de Castañeda y existe actualmente, supongo que con algunas modificaciones, derribos y actuaciones posteriores a la época de que estamos hablando. Está a unos 22 kilómetros de Puebla de Sanabria, formando parte del románico zamorano.
En cuanto a comunidades cristianas estables, también consta que había en la provincia de Málaga, concretamente en Comares, donde se encontraron lápidas, que por cierto están en un museo de Berlín. También existen lápidas que se refieren a comunidades cristianas en Jotrón, que en tiempos fue un poblado y actualmente forma parte del parque natural de los Montes de Málaga, al que se llega por un sendero desde la Fuente de la Reina. Allí, junto a una población de mediana entidad, había un monasterio del que se poseen datos epigráficos.
En la ciudad de Córdoba los hemos encontrado, como os conté en páginas anteriores, acompañando a Ordoño el Malo en su visita a al-Hakam y sirviéndole como traductores y como introductores de embajadores. Allí estaban el juez de los cristianos de Córdoba y el arzobispo de Toledo al que llamaban ‘Ubayd ‘Alla ibn Qasim, que por cierto, me he preguntado varias veces qué pintaba en la corte cordobesa un Primado de España si sus diocesanos estaban en otro lugar.
Sigamos.
Algunas veces os he dicho que el papel que actualmente desempeña la prensa en la vida ciudadana, lo desempeñaban entonces los poetas, en el sentido de que a ellos correspondía transmitir las noticias cantando sus versos por ciudades y pueblos, como también era función suya criticar al político de turno con buenas o malas maneras, faena en la que, evidentemente, exponían su vida. Permitidme que os cuente ahora algo que sucedió en abril del año 972 y que en mi opinión se parece bastante al uso y abuso de la libertad de expresión y al castigo que se recetaba a los transgresores en regímenes como el que nos ocupa.
Es sábado, 12 de abril del año 972. El zalmedina, que así llamaban nuestros musulmanes al jefe de policía, había recibido órdenes de al-Hakam para proceder contra una partida de poetas insolentes, que iban y venían por plazas y mercados burlándose del califa, y esto con lenguaje bastante obsceno en la mayoría de los casos. Los más conocidos eran un katib al que apodaban Sabarico, otro katib liberto de un tío de al-Hakam, otro apodado Saddán, otro al que llamaban Abu Ceniza y algunos más que se dedicaban a hablar fatal del califa en versos y canciones populares, con el agravante de que la mayoría de las veces eran malos de solemnidad.
Al-Hakam se enteró de la desfachatez de aquellos malditos y decidió poner coto a tanta maldad, cortar de raíz los estragos que su osadía pudiera ocasionar en la opinión pública, para lo que ordenó al zalmedina quitarlos de en medio, meterlos en la cárcel y castigarlos con todo el rigor de la ley, que era la suya, por causa de la ruindad de sus acciones y la falsedad de su lengua.
Casi todos acabaron en la trena, pagando de esa manera lo que ahora llamaríamos derecho a la libertad de expresión, y entonces consideraban delito de lesa majestad. Todos menos el más espabilado, que era el tal Abu Ceniza, quien consiguió esconderse durante algún tiempo esperando que amainara el temporal o que por lo menos se olvidaran de él.
Pasaba tiempo y tiempo sin que al zalmedina se le olvidara la orden del califa y por consiguiente sin que hubieran prescrito las fechorías del fugitivo, hasta que se convenció el desgraciado de que era lo mejor entregarse porque lo iban a encontrar aunque se metiera debajo de las piedras. Sabía que apenas se entregara lo iban a degollar pero eso era preferible a llevar una vida de fugitivo, muriendo cada día y poniendo en peligro de muerte a los que lo escondían, que dicho sea de paso, eran cada vez menos.
El pobre Ceniza se puso en camino de la prisión para ahorrarles a ellos y ahorrarse él mismo la fatiga y el trabajo de trasladarlo a rastras. Iba con el rostro desfigurado, con la cintura bien ceñida y con una alfombrilla de fieltro colocada encima de la cabeza para usarla en la cárcel como colchón en el supuesto caso de que no lo finiquitaran nada más verlo llegar. De esta manera se presentó el muy desgraciado en la puerta misma de la cárcel cordobesa y apenas vio al guardián se dirigió a él con estas tristes y resueltas palabras:
—Yo soy Abu Ceniza, al que andáis buscando por todas partes por una historia que no es el caso repetir ahora. Vengo a presentarme yo mismo. Metedme en el último rincón y avisad al zalmedina de que aquí me tiene.
Como era de esperar, los guardianes se le echaron encima y en un santiamén ya estaba atado, amordazado, cargado de cadenas y encerrado, esperando las decisiones del zalmedina sobre el particular. Se trataba de una especie de prisión preventiva, en espera de decisiones superiores, que eran las del jefe de la policía, en funciones de juez para estos casos de justicia sumarísima por orden del califa.
Cuando le pareció bien al zalmedina, mandó que lo trasladaran a la jefatura de policía, que eran las dependencias del gobierno y estaban en la medina. Se trataba de hacerle un hábil interrogatorio en espera de acontecimientos. Al pobre Ceniza lo amarraron de pies y manos como si fuera un caballo desbocado, le pusieron una soga al cuello y así lo presentaron ante la autoridad competente. Cuando lo tuvo delante pensó que lo más adecuado era que la suerte del poeta maldito y de sus compañeros, que andaban también por allí, la decidiera personalmente el califa ya que suya había sido la orden de detenerlos y castigarlos. Lo prudente era escribir a al-Hakam notificándole la detención de la cuadrilla de poetas deslenguados, decirle que estaban a su disposición para lo que gustara mandar, y esperar acontecimientos.
Al-Hakam, como he repetido varias veces, no era un ser cruel, vengativo, iracundo como lo fueron casi todos sus antepasados. En el fondo sintió compasión por el Ceniza, al fin y al cabo un poeta, y él sentía una sincera admiración por todos los que recitaban sus versos en al-Ándalus. Al mismo correo que le trajo la carta del zalmedina lo despidió con la indicación de que lo dejara en libertad, y ya de paso que se liberara a toda la cuadrilla de deslenguados, maledicentes y criticones que lo habían puesto de vuelta y media en Córdoba y sus alrededores.
Era mediados de junio del 972 y el zalmedina los mandó llamar a todos. Un rato después fueron llegando el Sabarico, el Ceniza, el liberto y el resto de sus compinches, todos inteligentes, todos listos como el hambre, cultos hasta dejárselo de sobra pero con más miedo que vergüenza. Los pobres se iban presentando con un aspecto bastante fastidiado porque estaban amarrados de pies y manos, con la soga al cuello y con la clara sensación de que en un rato iban a dar término todas sus poesías contra el poder, sencillamente porque les iban a cortar la cabeza. Iban con la frente baja y sin muchas ganas de escuchar el sermón del zalmedina porque sabían lo que les iba a decir.
Cuando los tuvo delante, comenzó a soltarles una filípica de mucho cuidado, afeándoles su conducta y diciéndoles claramente que su proceder era contrario a las leyes divinas y humanas y les iba a llevar al patíbulo. A continuación, pasó a hablarles de la magnanimidad del califa reinante, momento en el cual levantaron la cabeza, miraron con desconfianza al zalmedina con unas ganas tremendas de que terminara el discurso porque tenía toda la pinta de que se iba a producir el milagro de su liberación. Instantes después, cuando les dijo que no se les ocurriera volver a criticar al califa, pues les entró la risa floja porque no sabían si reír, si llorar, si dar las gracias al zalmedina, besar sus pies o echar a correr para huir lo más lejos posible del lugar donde habían cometido la estupidez del criticar al representante de Alá, al califa de todos los musulmanes.
Hablemos de nuevo de los normandos, que amenazaban incesantemente las costas de al-Ándalus.
Era el mes de junio del 972. Estaban en pleno ramadán y el califa convocó un consejo de gobierno especial porque le llegaban noticias de que los normandos intentaban de nuevo arrasar las costas españolas y establecer aquí sus colonias. Éstos sabían que los descendientes de aquellos que el siglo anterior se quedaron en las marismas del Guadalquivir, vivían mejor que querían, en tierras bellísimas, ricas en pastos para sus ganados, en luz, en sol, que no admitían comparación con la dureza de sus países de origen. Y ya sabéis que los manchus no se lo pensaban dos veces, se ponían su casco de cuernos de toro, se ceñían monumentales espadas, agarraban chaquetas y calzones de cuero, largaban sus velas al viento y…, a remar, a bogar hacia mares cálidos y transparentes.
La orden del califa era perentoria y de inmediato cumplimiento. Era necesario organizar una aceifa por mar y por tierra hacia el Algarbe, que por allí se estaban ya sufriendo ataques normandos.
Un mes después recibió el califa a los armadores más importantes de Pechina y les mandó que unieran sus barcos a las dos flotas que estaban listas para zarpar, la de Sevilla y la de Almería. Como regalo especial, les entregó ropas de honor, espadas que eran auténticas joyas y abundantes donativos en metálico para hacer más llevadera la campaña. También los cargó hasta arriba de armas y demás pertrechos necesarios para la expedición que iban a emprender. Así, entre gritos de ánimo y oraciones por el éxito de la aceifa, partieron unos y otros por distinto camino en busca del enemigo común.
El 17 de diciembre de ese mismo año volvió la aceifa, presentándose sus dirigentes ante el califa para dar cuenta de sus peleas, sus éxitos y eventualmente de sus fracasos, si es que existieran. Los que marcharon por tierra habían llegado a Santarem y desde allí hasta el mar por Peniche. La armada penetró en el estuario del Tajo, subiendo también hasta Peniche sin que encontraran enemigos a la vista. Por las noticias que les dieron los lugareños, los manchus sabían que al-Hakam estaba preparado para recibirlos, conocían las dos expediciones que salieron contra ellos, una terrestre y otra por mar, en vista de lo cual pusieron proa hacia el norte buscando lugares más saludables. Ya veis. Unas veces hacían guerras y otras, bastaba con una contundente disuasión, que eso es una extraordinaria defensa.
Es el mes de febrero del año 974 y algo va a ocurrir en la casa real que va a perturbar grandemente al califa y a todo su entorno. El príncipe heredero Hixem, el único descendiente de al-Hakam, amaneció el día 11 con toda la pinta de haber pillado una viruelas de esas que se llevaban por delante a cualquier chaval, sea o no heredero al trono de los omeyas. Aquello daba la clara impresión de que acabaría con el muchacho, que a la sazón tenía 7 años y que nunca fue un niño fuerte ni con salud de hierro, sino que se crió entre algodones, por tanto estamos hablando de un ser más débil que otra cosa.
El califa se echó literalmente a temblar por el peligro que corría su único hijo y por las consecuencias que podía tener la enfermedad para el reino. El pobre no sabía qué hacer. Por momentos daba la apariencia de estar perdiendo el sentido de la realidad y acto seguido tomaba decisiones francamente inteligentes para un padre más que angustiado. Su primera reacción fue llamar al anciano Hasday que tenía 64 años y que desde luego era el más afamado médico del reino. Cuando el judío pasó a reconocer al heredero, se mesó levemente sus blancas barbas, ladeó la cabeza y dijo a al-Hakam que estaban ante una enfermedad gravísima de la cual salían dos de cada diez que la padecían. No obstante, recetó al chico sus medicamentos, dio indicaciones sobre cocciones y brebajes que debían suministrársele y pidió un lugar donde alojarse porque no se movería del lado del enfermo para vigilar sus movimientos y aplicar los remedios más útiles en cada momento. Él, al fin y al cabo, era un anciano que había servido lealmente a ‘Abd ar-Rahmān III y ya no le importaba el casi seguro contagio a que se iba a exponer, o la misma muerte porque sería en cualquier caso el último servicio que prestara a los omeyas.
Al-Hakam estaba preocupadísimo con la salud de su hijo. Cuando contemplaba las manchas que salpicaban su cara, se sentía muy mal. Y no sabía qué hacer. En un arrebato irracional, tomó grandes sumas de dinero y comenzó a repartirlas a voleo, sin saber a quién ni con qué criterio, pidiendo a todos los agraciados que rezaran a Dios por la desaparición del mal de su hijo.
Los grandes dignatarios del palacio, sus servidores y los visires más allegados se acercaban a él sin saber qué decir, simplemente con el deseo de compartir su pena y de que los sintiera cercanos en este momento tan duro. Constituían una especie de enjambre que se arremolinaba en torno al califa preguntándole por el chico, dándole ánimos y asegurándole sus oraciones por la curación del muchacho.
Así se pasaron dos semanas en las que la fiebre no remitía y los granos de su cara y su cuerpo iban evolucionando hasta dar la apariencia de que se iban secando poco a poco. Por fin, el día 28 de marzo, tras 17 días de sufrimiento e inquietud, el bueno de Hasday pudo dar al soberano la noticia de que se estaba restableciendo milagrosamente la salud. La fiebre había remitido, las llagas se secaban y al muchacho se le veía cara de querer hablar y hasta de jugar con sus amigos.
El califa estaba exultante de alegría. Su cara había cambiado radicalmente porque se trataba de la salud de su hijo y además de un importantísimo asunto de Estado. Inmediatamente reunió en su Alcázar de Madinat az-Zahrā’ a su consejo privado y a los visires para darles cuenta de la curación del enfermo. Los asistentes se alegraron muchísimo, dieron gracias a Dios por el palpable milagro y por la perpetuación del califato. El califa y los asistentes, que habían hecho muchas promesas al Altísimo en caso de que otorgara la curación del paciente, se dispusieron a cumplir sus votos, repartiendo cuantiosas limosnas entre los menesterosos de la ciudad y del reino.
Dos meses después, el 8 de abril, se celebró en el Alcázar de Córdoba una brillante recepción destinada a compartir con los grandes personajes del Estado la felicidad de la curación de Hixem El príncipe en persona se colocó en un estrado al que rodeaban los altos dignatarios de la corte y recibió primero a los visires que se sentaron ante él alabando en voz alta a Dios por haber curado al príncipe. El pobre chico, a pesar de estar ya de por vida pintado de viruelas, estaba más contento que el mundo, con ganas de jugar y de que lo dejaran de ceremonias. Recibió a los funcionarios según sus categorías, el cadí o juez mayor, el zabazoque o inspector de policía de los mercados, el alfaquí y cadí de la cora de Regio, y por fin a los alamines, que eran los oficiales encargados de calibrar las pesas y las medidas. A estos últimos les entregaron sacos conteniendo sumas considerables de dinero que debían repartirse entre las familias venidas a menos y entre los menesterosos, en acción de gracias al Altísimo por la curación tan portentosa que se había producido en la persona del príncipe Hixem. A esa recepción asistió el anciano judío Hasday, el médico en cuyas manos estuvo el príncipe, y que si ya tenía fama suprema entre los médicos de al-Ándalus, con motivo de esta enfermedad subió aún más, si ello fuera posible.
Pocos días después, el 30 de noviembre del 974, el califa cayó enfermo. Tenía casi sesenta años y su salud no era buena. Para decir la verdad, nunca lo fue. Sentía unos dolores muy fuertes que le impidieron aparecer ante los dignatarios de la corte. Esa incomunicación duró hasta el 15 de enero del año siguiente en que consiguió sobreponerse y por fin se comunicó a duras penas con el zalmedina. Mala cosa. La estrella de un califa sabio y bueno estaba a punto de eclipsarse definitivamente.
Es el año 975. El califa tiene casi sesenta años y su heredero diez. Un buen problema para la continuidad de la dinastía. De esto era consciente más que nadie el propio al-Hakam que pensaba continuamente en ello, conocedor de la escasa lealtad de sus súbditos, empezando por los más cercanos. ¿Sería alguna vez califa su hijo Hixem? Era un pensamiento que no le abandonaba y que era necesario de alguna manera afrontar de la mejor forma posible. Porque encima, corría de boca en boca una fastidiada predicción que había hecho un afamado astrólogo que aseguraba el fin de la dinastía el día en que la sucesión al trono saliera de la línea directa. El califa daba completo crédito a estas predicciones y se había convertido para él en una obsesión conseguir que le sucediera su hijo y nada más que su hijo. Y para ello no veía otra opción que proclamarlo heredero lo antes posible.
Punto y aparte era Aurora, que estaba todo el día dale que te pego, recordándole lo que a él no se le olvidaba nunca. Encima, no se sentía bien. Sus miedos se mezclaban con negros presentimientos para él y para el destino de todos los omeyas en esta parte del mundo. Era un desatino que no hubiera podido engendrar un hijo hasta una edad tan madura. Esto no se lo había perdonado a su padre, un hombre tan grande y tan listo para muchas cosas y tan torpe para un asunto tan trascendental. Pero, en fin, ya no había otro remedio que afrontar la realidad tal y como era, haciendo las cosas de la mejor manera posible.
Tras muchas vacilaciones, el 5 de febrero del año 976 convocó a los grandes del reino a una sesión solemne. Aunque no se anunció previamente el objeto de esta convocatoria y de esta sesión, todos sabían que el califa trataba de hacer que se jurara fidelidad al heredero y lo aceptaran como tal aunque era un niño de corta edad. Y en el semblante de los convocados se podían apreciar sentimientos de preocupación ante el futuro del trono, porque iba a ser más que imposible que llegara a buen fin una fidelidad como la que pretendía el anciano califa. Por otra parte, estos festejos eran tradicionalmente expresiones de inmensa alegría, de júbilo multitudinario, momento único para que se lucieran los poetas, los músicos y los artistas venidos de todas las coras de al-Ándalus.
Poco a poco fueron llegando los walíes o gobernadores de las principales provincias, los wacires, los alcatibes o secretarios, los caudillos de todas las plazas fuertes del reino. Luego se acercaron los nobles, empezando por los familiares directos del monarca y siguiendo la nobleza de Córdoba y de las demás ciudades y castillos del reino. Cuando estuvieron reunidos dio comienzo una sesión especialmente solemne en la que pasaron en fila de a uno ante el trono de al-Hakam y tras hacerle una profunda reverencia, firmaron un acta en la que Hixem era declarado heredero del trono.
Nadie se atrevió a negar esta petición del califa. ¡Faltaría más! Entonces al-Hakam, para dar más realce a aquella firma y para comprometer a todo el pueblo, mandó que Almanzor y un liberto de Aurora llamado Maisur hicieran muchas copias de esa acta y fueran enviadas a todos los confines del reino, tanto en tierras españolas como africanas para que estamparan su firma y rubricaran su compromiso con esta decisión del califa, no solamente la nobleza y los mandos del ejército sino también el pueblo llano. A partir de entonces, el nombre de Hixem fue pronunciado en las oraciones de los viernes en todas las mezquitas, dando así un contenido religioso al compromiso que habían adquirido todos, desde el primero hasta el último.
Con ese motivo se iniciaron una serie de festejos que fueron memorables porque el soberano quería dar especial solemnidad al acontecimiento. El pueblo se divirtió con fiestas populares, juegos ecuestres, bailes y zambras donde multitud de saltimbanquis hacían las delicias de chicos y grandes con sus piruetas, sus malabarismos, sus juegos de manos y sus trucos de funambulista. Hubo de todo porque el monarca costeó de su peculio que se degollaran reses suficientes como para alimentar y saciar a todos los que habían acudido a la fiesta.
El rey era un amante de la poesía, así que los mejores poetas le presentaron sus versos, que recitaron elegantemente ante la nutrida concurrencia, siendo muy felicitados por su ingenio y por su dominio de la lengua. Sería prolijo enumerar el nombre de los poetas y su procedencia porque vinieron de Jaén, se lucieron muchos que residían en Córdoba, otros llegaron desde Elvira, o de Guadalajara, o de Badajoz, de Toledo, etc. Había también mujeres que escribían versos de gran calidad porque en el retiro de sus harenes se dedicaban a estudiar la gramática, la retórica y a leer los poemas de los más diversos y afamados autores.
El rey tenía en su palacio a una chica bellísima llamada Lobna, experta en gramática, en poesía, en aritmética y en otras ciencias, que escribía unos versos espléndidos con una caligrafía de extraordinaria calidad y que también se lució leyendo sus composiciones y admirando a todos con su arte y su sabiduría. Junto a ella recitaron otras muchas poetisas cantando las excelencias del monarca, deseándole larga vida y augurando feliz reinado y gran prosperidad al heredero Hixem.
Pero ¿quién cuidaba de Hixem? ¿Quién gobernaría el reino hasta su mayoría de edad? Al-Hakam sabía que por muchas componendas que se hicieran ahora, las cosas saldrían según fueran discurriendo los acontecimientos. De todas maneras, intentaría dejarlo todo lo mejor posible. Al frente del aparato del Estado, con poderes de primer ministro, estaría su amigo de infancia, su fiel visir Abu Hassan Cha’far al-Mustafí. Al frente del ejército contaba con su más fiel soldado, el liberto Gālib. Como tutores del heredero puso a dos personas, a su propio hermano llamado al-Mugīra, que tenía veintisiete años, y al cada vez más poderoso Almanzor, éste por encargo insistente de Aurora.
A partir de ese día al-Hakam pareció entrar en una especie de estado de nostalgia, acariciando a su hijo pequeño, intentando darle consejos imposibles, como queriendo acompañarle en un futuro que para él resultaba muy lejano y probablemente inalcanzable. Se le veía cariñoso con el chico como nunca antes lo estuvo, nostálgico, triste a veces, consciente de que su tiempo era corto y el futuro de su heredero y del propio reino estaban en el aire. Por eso rezaba al buen Dios para que le protegiera de la traición, de la maldad que tanto abundaba en todas partes y también en al-Ándalus. Algunas veces tenía que esconder una lágrima que podía escapársele, mientras daba al chaval unos consejos que ni intentaba escuchar, ocupado como estaba en juegos o en simples nimiedades. Esto le decía:
—Hijo mío, no hagas guerras si no es absolutamente necesario. Mantén la paz para tu felicidad y la de tus pueblos. No saques la espada sino contra los injustos. ¿Qué placer hay en invadir y destruir pueblos, en arrumar estados y en llevar estragos y muerte a los confines de la tierra? Mantén la paz y la justicia en los pueblos y no te deslumbren las falsas vanidades. Que tu justicia sea como un lago, siempre claro y puro. Modera tus ojos y pon freno al ímpetu de tus deseos. Confía en Dios y llegarás con serenidad al aplazado término de tus días.
Hixem, como podéis comprender, ni podía ni quería prestar atención a los angustiosos consejos de su viejo padre. Era un niño y para un niño el futuro es simplemente lo que contemplan sus ojos en cada momento.
Al-Hakam, el rey más sabio que nunca tuvo España, iba a dejar un país próspero, grande, con seis grandes ciudades capitales de provincia, con ochenta algo más pequeñas pero muy pobladas, con trescientas que podríamos calificar como de tercera clase, con infinidad de aldeas, lugares, torres y alquerías. Dicen que en Córdoba había doscientas mil casas, seiscientas mezquitas, cincuenta hospicios, ochenta escuelas públicas y novecientos baños para el pueblo. Las cifras bailan según los cronistas pero una cosa era cierta y es que Córdoba era una de las ciudades más grandes, con más poder y más bellas del mundo.
Las rentas del Estado eran inmensas. Había en al-Ándalus muchas minas de oro, de plata y de otros metales: algunas eran propiedad del rey y otras de particulares. También había yacimientos de rubíes por Málaga y por Beja. Del mar se pescaban corales de singular belleza por las costas de Andalucía y de Tarragona. Gracias a la paz que hizo posible este monarca, se fomentó la agricultura en España, se hicieron acequias de riego en la vega de Granada, de Murcia, de Valencia y de Aragón. Se construyeron embalses para regar en tiempos de sequía y se plantaron árboles y semillas de acuerdo con el clima y con la calidad de la tierra. Este rey hizo que sus súbditos dejaran guardadas lanzas y espadas y que a cambio tomaran en sus manos azadas o rejas de arados, convirtiendo a los fieros soldados y hombres de armas en labradores o ganaderos pacíficos que empleaban sus manos en obtener riquezas en lugar de procurar muertes.
El califa más bueno, más culto y más triste de cuantos tuvo Córdoba había sufrido una enfermedad que lo tenía postrado la mayor parte del tiempo. Y si caminaba, un lado de su cuerpo se inclinaba, como si algún maleficio le impidiera dominar media parte de su vieja anatomía. Fue para él un palo tener que abandonar las funciones de califa. Menos mal que tenía a su fiel visir Abu Hassan Cha’far al-Mustafí, en cuyas manos puso el reino y su propia persona. Era un hombre fiel, amigo de la infancia y una persona con el puño cerrado, que para nada iba a dilapidar los inmensos tesoros del Estado, sencillamente porque eso no iba con su persona.
Si se miran bien las cosas, los nombramientos para gobernar el Estado hasta la mayoría de edad del heredero estaban bastante pensados y hubieran sido los adecuados si ese conglomerado de personajes tan dispares compusiera algo así como un espacio de paz. Pero eso iba a ser imposible como enseguida se verá. Un ambicioso como Almanzor, al lado de un descarado pretendiente al trono como era al-Mugīra, componían una mezcla explosiva que más pronto que tarde provocaría una tragedia de incalculables consecuencias. Porque nadie se creía a estas alturas que al-Mugīra, hermano de al-Hakam y de pura sangre omeya, iba a guardar el trono durante al menos quince años para que su sobrino lo desempeñara llegado el momento. Quitaría el trono a su sobrino para ocuparlo él. Esto era lo más obvio y desde luego lo que todo el mundo en Córdoba esperaba que sucediera. ¿Y Almanzor? Había subido como la espuma en muy pocos años, era el dueño de la ceca, cadí de Sevilla, jefe máximo de los más importantes puestos en el reino y por supuesto, dominaba el corazón y más cosas de la sultana más influyente que nunca existió en Córdoba. ¿Iba a detener su ambición? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar? Si al-Mugīra conseguía el califato, desde luego debería decir adiós a todas sus ambiciones y a sus irrefrenables impulsos de llegar a lo más alto.
Como era de esperar, movió ficha el más ambicioso, que fue Almanzor. Y el que más estorbaba a sus planes, por el momento, era al-Mugīra. Se trataba de aliarse con unos para derribar a otros en un juego sucio que causa asombro al estudiarlo con cierto detalle. Pero acabar con el hermano del califa no era fácil, habida cuenta del entramado de intereses contrapuestos que componen todo este cuadro. Pero Almanzor tenía salidas para todo. En primer lugar, intentó enemistar al visir Cha’far al-Mustafí con al-Mugīra, convenciendo al primero de que en el segundo tenía a su más acérrimo enemigo y de que apenas muriera al-Hakam, al-Mugīra se haría con todos los resortes del Estado después de haber despachado a Hixem. Y como era bastante verosímil la idea, consiguió su objetivo poniendo a Mustafí en la órbita de Almanzor y enemistándolo con al-Mugīra.
Cuando tuvo ese flanco asegurado, trató de organizar las cosas de manera que ni el califa ni el pueblo se enteraran de la fechoría que iba a cometer. Pero no adelantemos acontecimientos que de eso hablaremos en el próximo capítulo.
Así, en medio de este fenomenal avispero se pasaron los días de este rey virtuoso, que tanto hizo por conseguir la prosperidad de España. Pero el tiempo pasa también para estas personas como si fuera un agradable sueño del que quedan recuerdos cada vez más imprecisos y borrosos. Él murió el día 1 de octubre del año 976 en brazos de sus dos principales eunucos, dos pájaros de cuenta llamados Fayic y Djaudhar, de quienes hablaremos en el capítulo siguiente.