CAPÍTULO 5
HIXEM I, SEGUNDO EMIR DE AL-ÁNDALUS
‘Abd ar-Rahmān I, como todos los dictadores que en el mundo han sido, quiso dejarlo todo atado y bien atado. Digamos que esa fue su intención, que a la hora de hacerla realidad tuvo sus dudas. No podía ser de otra manera. Cuando se vio entrado en años, pensó resolver la sucesión al trono, y tenía dónde elegir. Hijos engendró bastantes, algunos más lucidos que otros, pero a la hora de la verdad los que podrían ser elegibles fueron tres. Vamos a intentar describirlos brevemente.
El hijo mayor de ‘Abd ar-Rahmān se llamaba Suleyman y había nacido en Siria, antes de la emigración a España. En el año 750 tenía cuatro años y se quedó el pobre más abandonado que la mar, al huir su padre en busca de un nuevo reino. El chico pensaría que lo había perdido para siempre pero éstos no suelen abandonar a sus hijos. Pasados trece o catorce años, ya asentado en el trono cordobés, ‘Abd ar-Rahmān mandó a un emisario que se lo trajera a su lado. A partir de entonces no se separa de él. Aquí es educado y en Córdoba hizo sus primeros pinitos en el arte de la guerra, que era lo primordial en la formación de un príncipe que se precie. Cuando muere ‘Abd ar-Rahmān, Suleyman tenía cuarenta y dos años. Como a casi todos sus paisanos, le pusieron un mote, esta vez evidente. Le llamaban el Sirio, recordando su lugar de nacimiento.
El segundo hijo se llamaba Hixem y su madre era la célebre y preciosa esclava Holal, de quien hablamos anteriormente. Éste tuvo más apoyo cortesano que su hermano mayor. Las mujeres del harén mandaban lo suyo, y por ese lado tenía las cosas de cara. Recibió una educación esmerada y en cuanto a las artes de la guerra, contaba con su padre, que en esos menesteres era un maestro consumado. Apenas llegó a la adolescencia, ya acompañaba a ‘Abd ar-Rahmān en campañas y aceifas por los campos de nuestra España. Tenía treinta años recién cumplidos cuando murió ‘Abd ar-Rahmān.
El tercero, más jovencito pero bastante avispado, se llamaba ‘Abd Alla y todos en España lo conocerán con el apodo del Valenciano y más adelante vais a entender el porqué. Éste tampoco tuvo madre influyente, que a la suya no la conocía nadie en al-Ándalus, y eso era un buen hándicap porque ya os he dicho que las mujeres mandaban bastante, y más si habían dado al emir un hijo decente, fuertote y bien dotado. Eso para ellas era un tesoro que había que potenciar. El Valenciano también fue bien educado y nos salió listísimo, ambicioso, intrigante, inconformista, de esos, en fin, que se agarran a un clavo ardiendo y dan guerra mientras pueden. Era de ese tipo de personajes que, o acaban haciéndose con el mando absoluto, o terminan colgados de un madero, o atravesados por una finísima espada de acero adamascado.
El mayor era valiente, pendenciero, le importaban poco las letras, menos aún la cultura, y de religión, pues la precisa. Eso sí, contaba con el incondicional apoyo de los sirios, que para eso era paisano suyo y, además, habían sacado la conclusión de que se parecía bastante al padre y podría ser un buen puntal para mantener la dinastía omeya en Córdoba. Las cosas no estaban ni claras ni asentadas, por la cantidad de gentes tan diversas como convivían en el reino. Muchos pensaban que si la mano dura del padre fue el elemento aglutinador de unos intereses tan contrapuestos, el heredero debía parecérsele en esto. Podría decirse que era el espejo de su padre, pero en bruto, sin cultura y con más mala leche. Con todo, no penséis que fue descartada su opción así por las buenas. Estas cualidades eran consideradas por bastantes paisanos como muy positivas, y no es de extrañar que así fuera después de que os haya contado cómo andaban los temas de convivencia por estas tierras.
El segundo, Hixem, era la otra cara de la moneda. Ya sabéis, amigos míos, que éstos tenían la manía de llevar a los hijos al astrólogo nada más nacer, que en el caso que nos ocupa, se le ocurrió predecir que el muchacho iba a morir joven. Pues a fuerza de repetírselo, cuando nuestro Hixem tuvo ya su naciente barbita, acabó por creérselo. Y entre que no tenía mucho espíritu para la guerra, entre que era algo pacífico, y encima las predicciones del dichoso astrólogo continuamente repetidas en su presencia, el chico fue a las guerras lo preciso y pasaba el día en compañía de alfaquíes, teólogos y juristas. Y en cuanto a francachelas, borracheras y cosas por el estilo que tan de moda estaban en la corte cordobesa, pues nada de nada. Prefería vestir con sencillez, hacer obras de caridad, mezclarse con el pueblo, ocuparse en suma de aquellas cosas que, según los alfaquíes, eran las más adecuadas para llevar su alma directamente al Paraíso, llegado el momento, se entiende.
A su padre se lo llevaban los demonios al ver a este hijo con ese talante y en esas compañías. Él jamás hizo caso a semejantes personajes, pero ya sabéis que los hijos acaban siempre haciendo su real voluntad, digan lo que digan los padres. El chico no faltaba a las reuniones de oración, acudía puntualmente a las madrasas, era, lo que podríamos llamar un religioso practicante, humilde, sencillo, afable y todas esas cosas juntas.
¿A quién iba a designar ‘Abd ar-Rahmān como heredero al trono cordobés? Los candidatos serios, como habéis comprendido, eran Suleyman e Hixem. Y no lo tenía claro el que debía de tenerlo, que era su padre. ¿Qué perfil debía tener el designado? ¿Mano dura? ¿Mano blanda? ¿Religioso? ¿Algo menos atacado en asuntos de fe y de costumbres?
Yo no estaba allí para contarlo de primera mano, es evidente, pero apuesto doble contra sencillo a que ‘Abd ar-Rahmān valoró a los dos candidatos y aunque le llenaba más Suleyman porque era igual que él, al final, ya cansado de tanta pelea y de tanta lucha, acabó inclinándose por el que le dijeron las mujeres de su harén, por supuesto que influenciadas por Holal.
Bueno. Hay que decir que se inclinó por Hixem. Cuando se vio en las últimas estaban los dos candidatos: el uno, Hixem, de gobernador de Mérida, y el otro, Suleyman, de gobernador de Toledo. En Córdoba mandaba el descartado, que era el Valenciano. Dicen algunos que éste recibió el encargo de entregar el poder a aquel de los dos que llegara primero al Alcázar. Así estaba de indeciso nuestro ‘Abd ar-Rahmān. El caso es que el tercero en discordia, al morir el padre, recibió de los cordobeses el juramento de fidelidad en nombre de Hixem. Era el día 7 de octubre del año 788. La noticia de la muerte se extendió desde Córdoba al resto de al-Ándalus, especialmente a Mérida, donde estaba el nominado y enseguida se celebraron los actos señalados en la liturgia para estos casos. Primero los funerales por ‘Abd ar-Rahmān y a continuación, allí mismo, fue proclamado emir de al-Ándalus Hixem, el sucesor.
La ceremonia fue solemne y vistosa, siguiendo las viejas tradiciones usuales entre los omeyas en Siria. En primer lugar, era el pueblo el que debía aclamar al nuevo emir. Para ello Hixem fue montado en un precioso caballo blanco y paseado por las calles de Mérida. Le seguía la nobleza omeya, la caballería siria, los notables de la ciudad, tanto muladíes como mozárabes, y por fin los alfaquíes, almuédanos y en general los hombres de religión. Las calles estaban adornadas con romero, rosas, claveles, geranios y alhelíes. La ciudad y el reino celebraban con bastante alegría la entronización de Hixem porque conocían de su bondad, su religiosidad, su sabiduría y su templanza. Al terminar el paseo triunfal, que duró varias horas, se dirigieron todos a la mezquita mayor, que estaba atestada de fieles. En ella, como después se haría en todas las mezquitas de España, se hizo la chobta por el emir. El pueblo contestaba a las oraciones del chatib, gritando estas palabras:
—Que Dios ensalce y guarde a nuestro rey Hixem, hijo de ‘Abd ar-Rahmān.
Una vez terminadas las ceremonias en Mérida, Hixem salió enseguida para Córdoba, donde fue recibido con grandes muestras de alegría por los nobles y el pueblo, que palpaba en el soberano sentimientos amables. Hixem los veía contentos. Pero no podía detenerse un momento. Tenía enemigos. Lo sabía.
Bien. Un nuevo emir. Por fin parecía que la dinastía de los omeyas se estaba consolidando en Córdoba. Porque era religioso, templado, buena gente, poco dado a empuñar la espada y mucho a la caridad, a los pobres, al pueblo de al-Ándalus. Como era de esperar, comenzaron a ponerle motes, todos descriptivos de su bondad y de su enorme mansedumbre. Unos le llamaban Aladil, que quiere decir «el justo». Otros El Radhi, «el benigno». ¿Qué más se podía esperar? Pues tampoco éste estaba libre de intrigas, líos y ambiciones. Sus principales enemigos ahora eran sus hermanos y los tenía en casa.
El primero en mostrarse enfrentado al nuevo emir fue su hermano mayor, Suleyman. El Valenciano estaba también que echaba espuma por la boca contra Hixem, y más desde que, a la muerte de su padre, tuviera que hacer el papel de tomar juramento al pueblo en su nombre. Los descartados tuvieron sus conversaciones y se plantearon todo: desde enfrentarse abiertamente a él, hasta irse a gobernar en Mérida y Toledo como soberanos absolutos, con la firme decisión de ayudarse mutuamente si el emir se oponía a sus deseos de independencia.
De entrada, ‘Abd Alla estaba deseando marcharse de Córdoba. No os conté antes que, cuando murió su padre, había hecho un intento de golpe de Estado, modesto si se quiere, pero real. Abandonó su casa y se aposentó en el Alcázar, esperando que los wacires y el resto de la nobleza le diera la enhorabuena y le prometiera obediencia, pero no vino ni uno siquiera, lo que le dejó disgustado con los cordobeses y, por supuesto, con su hermano el emir. Por eso, apenas pudo, pidió a Hixem que le permitiera vivir en Mérida.
El emir lo dejó marcharse, bendito de Dios. Hubiera podido tener a su lado un lugar de privilegio, pero puesto que no lo quería, mejor así. Enseguida encontró a alguien en quien confiar. Tomó en sus manos el sello real y se lo entregó al walí Abu Omeya Abdelgafir al-Gehwara, que había sido gobernador de Sevilla. Él desempeñaría en Córdoba el cargo más importante tras el emir. Sería el hagib, que equivale a primer ministro del reino.
Apenas ‘Abd Alla llegó a Mérida, se encontró con un mensaje de su hermano Suleyman que le pedía ir a Toledo a reunirse con él. Inmediatamente se puso en camino, sin pedir autorización al emir, como era preceptivo. El wacir de Mérida envió mensajeros a Córdoba, poniendo en conocimiento de Hixem lo que estaban cociendo sus hermanos, y el emir, por el momento, se limitó a esperar y ver.
Los dos hermanos tomaron una decisión. La más valiente hubiera sido plantarle cara en una guerra abierta, pero eso no les convencía demasiado. Sabían que el pueblo estaba de parte de Hixem porque sus maneras eran muy diferentes a las de su padre, al que se parecían bastante ‘Abd Alla y Suleyman. Por eso, decidieron hacer otra cosa: gobernarían, el uno en Mérida y el otro en Toledo, como reyes independientes, sin dar cuenta a Hixem de sus actos.
Lo fundamental era buscarse aliados para su proyecto. Pero se encontraron con lo que no esperaban. El primero en plantarles cara fue el wacir de Toledo. Se llamaba Gālib y se consideraba un servidor leal al emir, por lo que afeó su conducta a los dos hermanos y se opuso a sus intentos. Suleyman era terrible. Violento como su padre. Tras escuchar los reproches del wacir, lo mandó cargar de cadenas y meter en una mazmorra.
Hixem se enteró enseguida de la prisión de Gālib. El siguiente paso que darían se lo estaba imaginando, pero como era templado y hasta pacífico, escribió pidiéndoles que liberaran al wacir y volvieran a posiciones de cordura.
Suleyman, al recibir la carta, estalló de ira contra su hermano. En presencia del mensajero, para demostrar su determinación, mandó sacar de la prisión al desgraciado Gālib y clavarlo allí mismo en un palo, donde el pobre acabó sus días. Tras contemplar personalmente la muerte del wacir, se dirigió a voces al asustado mensajero, diciéndole:
—Di a tu señor que nos deje mandar en nuestras pequeñas provincias, que ya está bien. Demasiado poco le pedimos para el agravio que nos ha hecho a nosotros, que merecíamos más que él ser sucesores de nuestro padre. Dile lo poco que vale en Toledo su soberanía. Aquí mando yo, como tú y él podéis comprobar.
Hixem se disgustó profundamente con el comportamiento de sus hermanos. Pero ellos lo habían querido. Mandó correos a todas las ciudades de al-Ándalus para que los walíes, los alcaides y todo el pueblo supieran que sus dos hermanos eran enemigos del Estado omeya. Las ciudades y fortalezas debían defenderse de ellos en caso de ser atacadas. En ningún lugar deberían recibir amparo puesto que era pública y notoria su desobediencia. Acto seguido ordenó que se preparase un ejército para ir contra ellos en el que fuera especialmente fuerte la caballería. Cuando tuvo unos veinte mil hombres, decidió atacar a sus hermanos en Toledo.
Suleyman no se quedó mirando. Como se esperaba una respuesta así, consiguió quince mil soldados, y después de encomendar la defensa de Toledo a su hermano y a su hijo, salió hacia Andalucía para hacer todo el daño que pudiera al emir. Por lo pronto, levantaba en armas a los pueblos y buscaba gentes que lo ayudaran a hacerse independientes, a él y a su hermano ‘Abd Alla.
Los dos ejércitos estaban en marcha y probablemente el enfrentamiento tendría lugar entre Toledo y Córdoba. La pelea iba a ser a muerte. Y eso ocurrió. Se encontraron en las cercanías del enorme castillo de Vílchez, llamado entonces Hisn Bulche. Parecían, y ya eran, enemigos irreconciliables. Se enzarzaron en una sangrienta y feroz batalla, como si no tuvieran la misma lengua, la misma religión, la misma sangre. Ninguno vencía ni era vencido. Pasaron la mañana, la tarde interminable, matándose mutuamente, derramando sangre hermana por las laderas del viejo castillo. Sus fuerzas no flaqueaban y, menos, su odio. Cuando el día se iba marchando, las energías de los hombres de Suleyman iban menguando, como si el sol se las llevara por las montañas. Su derrota se veía venir y solamente la detuvo el manto negro de aquella noche fría e inclemente. El rebelde aprovechó la oscuridad para retirarse del campo de batalla y esconderse en los cercanos montes.
Hixem continuó con su ejército hasta Toledo. No valía la pena buscar y buscar a las huestes de su hermano por aquellos terrenos tan escarpados. Lo más práctico era atacar el foco de la rebelión. Tres días tardaron en acercarse a las murallas de Toledo y sitiarla lo mejor que pudieron.
El sitio de la gran ciudad visigoda e imperial era una de las empresas guerreras más difíciles de acometer por la solidez de sus muros, lo escarpado del terreno, de manera que parecía haber sido edificada inexpugnable. Además, contaba con defensores solventes. ‘Abd Alla sabía cómo lo tenía que hacer y encima era valiente, inteligente y con experiencia en estas lides. No iba a ser fácil conquistarla al ejército del joven emir.
Suleyman bajó de las sierras, reunió a sus gentes e intentó atacar los alrededores de Córdoba hasta que salió contra él un ejército del emir que le hizo de nuevo huir a las montañas, desde donde salió hacia las tierras de Tudmir.
Entretanto, se complicaba la situación en Toledo. ‘Abd Alla estuvo esperando refuerzos de su hermano, pero sabía que se había tenido que refugiar en la lejana Tudmir. Ya escaseaban las provisiones en la ciudad y no veía más camino que la rendición o la derrota. Hixem llevaba dos meses en el cerco y decidió ir a Córdoba, a tomar desde allí el mando de los ejércitos. ¿Qué podría hacer ‘Abd Alla? O mejor, ¿qué era lo más conveniente en estas circunstancias? Porque la situación de Toledo era insostenible.
Lo pensó detenidamente. Su sobrino, el hijo de Suleyman, quedaría al mando de las defensas de la ciudad hasta que él volviera. Sería por poco tiempo. O volvería con tropas para defenderla o volvería con un buen acuerdo para entregar Toledo y ponerse en paz con Hixem. Mandó que uno de sus wacires saliera del cerco, se entrevistara con los walíes del ejército, que le facilitaran la salida de mensajeros hacia Córdoba para pedir al emir su perdón y un buen acuerdo.
Cuando obtuvo el permiso para que pasaran los mensajeros, ‘Abd Alla se disfrazó y salió de la ciudad con su wacir para hacer él mismo las gestiones ante su hermano. Así llegó a Córdoba la comitiva y se presentó ante el emir. Entonces se adelantó el wacir para decir a Hixem que tenía delante a su hermano. El emir lo recibió con los brazos abiertos. El pasado había pasado y… pelillos a la mar. Le entregaría Toledo, le daría riquezas, si es eso lo que pedían, y asunto concluido.
Enseguida salieron hacia Toledo el emir, su hermano y una vistosa comitiva de zenetes, sirios, andaluces y jinetes de otras procedencias. Era una escolta de gala, brillante y hermosa, como lo saben hacer los hombres de Oriente. Hixem subió al Alcázar en compañía de su hermano y su sobrino, así como de los principales de su ejército. La fiesta de ese día fue memorable, como pocas veces antes habían vivido los musulmanes en la vieja ciudad visigoda. Todos juraron obediencia al emir y éste concedió a su hermano poder vivir en una casa magnifica, un antiguo palacio cristiano que había en los alrededores de la gran ciudad.
Cuando supo Suleyman lo que había ocurrido, sintió una rabia tremenda. Desde luego, no aceptaba rendirse a su hermano. Seguiría peleando mientras le quedaran fuerzas. Su lugar estaba en Tudmir, buscando soldados, armas, gentes para aniquilar al que le había usurpado el cariño de su padre y después, nada menos que el trono de los omeyas de Occidente.
Hixem se enteró enseguida de la actitud de Suleyman y pensó que debía rematar la faena. Volvió a llamar a filas a sus mejores soldados y tomó la dirección de Tudmir. Mandando la vanguardia iba su hijo y heredero al-Hakam. Iba a ser su primera batalla pero convenía que se fuera adiestrando en el manejo de las armas y en la dirección de los ejércitos.
La vanguardia esta vez iba muy bien dotada. Bastaba que fuera el hijo de Hixem para que lo acompañara la flor y nata de la caballería omeya. Se adelantó un día al grueso del ejército y en los campos de Lorca encontraron a los de Suleyman. Al-Hakam dio orden de atacar sin esperar a su padre. Su acometida tuvo tal brío, tal determinación, que a pesar de que el enemigo era numeroso y fuerte, los deshicieron en poco tiempo. Los desdichados rebeldes morían por los campos de Lorca, sirviendo de pasto a los buitres y demás fieras del campo. Cuando llegó Hixem ya no había enemigos a los que enfrentarse.
Hixem alabó la valentía de su hijo pero le advirtió que la próxima vez fuera más prudente y cauto, que esas virtudes ayudan en la guerra más que la fogosidad o el atolondramiento. De todas maneras, ante su primera victoria, ambos se fundieron en un abrazo que parecía no terminar nunca.
Suleyman ese día no estaba con sus ejércitos, lo que le libró de acabar allí su ajetreada existencia. Cuando lo supo, anduvo vagando por los campos, lamentándose de su mala fortuna, yendo de acá para allá como un sonámbulo, hasta que comprendió que lo más inteligente era lo que habían hecho su hijo y su hermano ‘Abd Alla. Apenas pudo, transmitió a Hixem su deseo de unirse a ellos y, si es que podía, conseguir algo de dinero y salir de España.
Hixem vio el cielo abierto. Dinero no faltaba en las arcas del reino. Y guerras no quería el bueno del emir. Sería generoso. Les dio sus 70.000 meticales o pesantes de oro, un pastón, y se fueron lejos benditos de Dios, que el reinado de Hixem iba a ser corto según le dijo el astrólogo, y no era cosa de emplearlo en matarse entre hermanos.
Los dos rebeldes volverán a intentarlo más adelante. Ya os lo narraré en su momento. Contaron el dinero la primera vez, pensaron que era mucho y se pusieron contentísimos. Así montaron en sus barcos rumbo a las costas africanas. Cuando lo contaron la segunda vez, ya les pareció poco. Encima España es España, y la morriña no hay quien se la quite a un español, ya sea árabe, moro, beduino, rumano, o nacido en Pampaneira. Mucho menos a quien sueña con reinar en Córdoba. Pero en fin, no adelantemos acontecimientos.
Dejemos al joven Hixem por fin tranquilo, disfrutando del reino y haciendo lo que de verdad le apetecía, que es lo que os voy a contar a continuación.
En la teología de los musulmanes hay dos mandatos divinos que en la España de aquellos siglos fueron especialmente importantes. Me refiero la guerra santa y a la peregrinación que todo musulmán ha de realizar a La Meca. Ambos están reflejados abundantemente en el Corán, así como en los hadices que, como sabéis, son la transmisión oral de las doctrinas del Profeta y sus seguidores primeros. Ambos mandatos conformaron decisivamente la vida de los musulmanes españoles.
Porque fijaos bien. Para eso de combatir con la espada a los infieles, España, tierra de frontera, era un lugar bastante adecuado. Aquí venían jóvenes y viejos, soldados y alfaquíes, gentes preparadas para la guerra y algunos que eran un estorbo en esos menesteres, sencillamente porque a los infieles los tenían bastante a mano. Se apuntaban a una aceifa veraniega, iban a las tierras del norte, peleaban unas veces mejor que otras y, o conseguían hacerse ricos con las rapiñas, o les cortaban la cabeza, con lo que eran pasaportados directamente al Paraíso de las huríes. En ambas hipótesis, la oferta era verdaderamente tentadora y rentable para los fervientes musulmanes.
Y los viajes a La Meca tenían tela que cortar. Cerrad los ojos e imaginad lo que era un viaje de esas características desde nuestra España hasta un lugar tan lejano. Pero dejemos para otro momento la peregrinación a La Meca y su influencia en la España de aquellos siglos para detenemos un momento en la guerra santa. Un hombre religioso como Hixem, arreglados los asuntos de casa, tenía forzosamente que plantearse el tema de la guerra santa. Hablemos de sus actuaciones en este importante capítulo de su programa de gobierno.
Apenas se vio en el trono, nuestro Hixem se puso manos a la obra. Porque aunque era piadoso y tal, lo que le empujaba a la guerra santa, también tenía su espinita clavada ya que su padre había tenido poco tiempo para dedicarse a las aceifas contra Asturias y Galicia, empeñado como estuvo continuamente en guerras contra enemigos internos. Quiero deciros que el nuevo emir se tomó esto tan en serio, que no faltó un año de su corto reinado que no organizara su aceifa contra el territorio asturiano, cuyo rey se llamaba Bermudo. Os contaré las más importantes.
En la primavera del año 791 mandó publicar el emir en toda España el algihed o guerra santa. Salieron sus emisarios hacia las plazas fuertes, las capitanías, los castillos y los puestos avanzados, y las proclamas de Hixem se leyeron en los almimbares de todas las aljamas. Todos los buenos musulmanes deberían acudir al llamamiento del soberano, unos en persona, otros con sus armas o sus caballos, muchos con sus limosnas, porque debían hacerse acreedores a los inmensos beneficios espirituales que el Profeta les anunció a los que contribuyeran a tan grande empresa.
Poco tiempo después salieron de Córdoba hacia el norte nada menos que dos ejércitos. Uno lo mandaba ‘Ubayd Alla ibn Othman y se dirigió por el valle del Ebro hasta tierras de Álava, que entonces llamaban así a esos territorios. Allí hizo morder el polvo a los cristianos, requisó todo lo que pudo en riquezas, presos y cautivos, hizo la guerra santa con todas sus consecuencias y volvieron a Córdoba con la sensación del deber cumplido. El segundo ejército lo mandaba el general Yusuf Ibn Bujt y se enfrentó directamente con el rey Bermudo, causándole un destrozo considerable en sus tropas y su moral, aunque más mal que bien el monarca salvó la piel, dejando, eso sí, en el campo de batalla, cautivos, riquezas y la honrilla. Y es que todavía Santiago Matamoros no había decidido dedicarse a ayudar a los ejércitos cristianos, lo que les hacía luchar en franca inferioridad, ya que los musulmanes contaban desde antiguo con ayuda divina solvente y suficiente, que para eso a esta guerra la llamaban santa.
Un año después, en el 792, de nuevo fueron atacados los territorios de Álava y de Asturias. Ahora los mandaban dos hermanos, llamados ‘Abd al-Malik y ‘Abd al-Karim ben Mugith, de los que hablaremos ampliamente más adelante porque serán los generales más solventes del emirato. Iban, venían, arrasaban ciudades, plazas fuertes y castillos, para volver a Córdoba, casi siempre vencedores. Conseguían lo que se habían propuesto, que era hacer daño, humillar a los cristianos y de paso requisarles cuanto pudieran, que en bastantes casos era muchísimo.
Como consecuencia de estas expediciones, los tesoros de las grandes catedrales visigodas cambiaron de mano y fueron a adornar las recién edificadas mezquitas. Igual ocurrió con los palacios de los nobles y, evidentemente, con las casas de los pobres, que éstos lo aprovechaban todo. Si había oro, oro. Si plata, plata. Si no lo encontraban, pues grano, animales de carga o de carne, en fin, de todo lo que encontraran aprovechable. Y en cualquier caso, cautivos cristianos, que esos eran listos y bien domados serían muy útiles a sus nuevos dueños.
Otras aceifas memorables del tiempo de Hixem se dirigieron a Barcelona, Gerona y la Septimania francesa. Gerona había pasado a ser parte del reino de Aquitania en el año 785, pocos meses antes de morir ‘Abd ar-Rahmān I, y eso fue una afrenta para los omeyas, que enseguida Hixem se propuso reparar. ‘Abd al-Malik ben Mugith, el general de confianza del emir, la atacó, destrozó torres y murallas, se cargó a media guarnición, pero al final no pudo reconquistarla. Desde allí continuó hasta Narbona arrasándolo todo e incluso derrotaron estrepitosamente a los ejércitos franceses. Como es natural, ‘Abd al-Malik no volvió a Córdoba con las manos vacías. El botín de esta campaña fue inmenso. A Hixem, que le correspondía la quinta parte de lo capturado a los franceses, le entregaron muchísimos esclavos, oro, plata, riquezas en fin que no se pueden cuantificar porque los cronistas árabes exageran lo suyo hasta cifras increíbles e imposibles de traer a Córdoba. Hablan de 45.000 los esclavos que le correspondieron al emir. Evidentemente, la mitad de la mitad, que ya eran muchísimos.
Antes de seguir contando las aceifas del reinado de Hixem, tengo que hacer otro paréntesis porque debéis conocer sucintamente cómo era el ejército califal y de qué manera se organizaban esas expediciones musulmanas por las tierras de cristianos. Es necesario si queremos recrear en nuestra mente aquellos tiempos y aquellas circunstancias.
Preparar un ejército les llevaba más de un mes y lo hacían siempre al iniciarse la primavera. Era la época adecuada, porque cualquiera salía en invierno, con las heladas que nos suelen regalar las tierras altas del norte de España. Entonces era cuando se disponía del dinero necesario para esas expediciones.
Los ejércitos califales estaban compuestos esencialmente por tres clases de soldados: los contingentes permanentes suministrados por la recluta de andaluces, los mercenarios extranjeros y por fin los que podríamos llamar refuerzos extraordinarios, que eran los que venían a hacer la guerra santa.
Entre los andaluces había sus clases. En primer lugar, estaban los sirios de origen, sucesores de los chunds de Balch, que vivían en las tierras que les asignaron entonces y que os conté. Estos solían ser los soldados más profesionales, los mejor pagados y los más solventes a la hora de pelear. Aparte, claro está, se contaba con el resto de andaluces, bien fueran bereberes, árabes o españoles. Las reclutas se hacían por provincias o coras, siendo la de Elvira la que más soldados proporcionaba, seguida de Regio, Jaén, Cabra, Morón, etc. Siempre teniendo en cuenta que los que alegaban origen árabe, tenían mejor trato y más consideración.
Los emires se dieron cuenta pronto de que, exceptuando los sirios, los andaluces eran unos pésimos soldados y montaban sus caballerías con bastante poca solvencia, lo que les hizo abrir los ojos y concluir que si querían tener ejércitos adecuados, debían contar con contingentes de mercenarios. Su importancia en el emirato fue mucha y hablaremos de ellos más adelante ampliamente. Fueron la guardia personal del emir, sus tropas de élite, aquellos de quienes se podía fiar porque le obedecían ciegamente y no tenían apenas vínculos con la sociedad andaluza, lo que les daba libertad de movimientos y de ataduras ante cualquier determinación que hubiera de adoptarse.
Estos mercenarios eran principalmente cristianos españoles, franceses o incluso de más al norte. Secundariamente había batallones de bereberes marroquíes, a los que llamaban a veces tangerinos, por proceder de esa bella ciudad africana. En su mayoría eran jinetes.
Además de estos ejércitos, contaban con los voluntarios, que venían a hacer la guerra santa. Eran un grupo numeroso, no creáis, y venían, tanto de las diversas provincias de España, como especialmente de Marruecos y en general del norte de África, que a ver en qué lugar iban a encontrar una guerra decente para partirse la cabeza contra los malditos infieles y ser desde allí pasaportados directamente al Paraíso. Éstos no recibían sueldo, con lo que salían baratos al Estado cordobés. Podían, eso sí, repartirse el botín que se capturara al enemigo.
Por lo general no eran buenos soldados porque su perfil no concuerda con el de esos peregrinos, poco hábiles en el manejo de las armas, escasamente fuertes y algo viejales, dados a la oración y tal por esas rábitas de Dios y desde luego no lo suficientemente ágiles y avispados como para ir a hacer la guerra. Quiero decir que la contribución militar de esos voluntarios al ejército cordobés fue más bien escasa.
Los jinetes eran mayoría, en la proporción de tres para cada soldado de a pie, y tenían derecho a un caballo con su atalaje, armamento, comida y cama, es un decir, así como a alimento para los animales y para ellos mismos. Los caballos usaban indistintamente sillas andaluzas o africanas. Acompañaba al jinete un auxiliar o acemilero, que conducía una mula de carga para el equipaje, en el que estaban incluidas la tienda de campaña, las armas, y los alimentos imprescindibles para el camino.
El armamento ofensivo era similar al de los cristianos. Los jinetes usaban lanza, hacha de doble filo, espada y poco más. Los soldados de a pie tenían pica y maza, el sable, el puñal y en algunos casos la honda y la jabalina. Unos y otros, cuando el caso lo requería, manejaban el arco y las flechas.
Como arma defensiva más avanzada contaban con la cota de malla, que cubría hasta las piernas del jinete, y para los soldados de segundo rango, los vestidos con trozos de cuero o metálicos colocados en sitios vitales. La cabeza la protegían con casco de metal con su visera y otras veces con capacete de metal. El escudo era primordial y diferente en el caso del jinete, que se llamaba broquel, al del soldado de a pie que era la rodela.
El negocio de la fabricación de armamento era bastante boyante. No olvidemos que era necesario contar con una buena producción de artilugios diferentes, como flechas, escudos, espadas, lanzas, etc.[10]
¿Cómo eran las expediciones o aceifas?
Os he contado antes que los preparativos se iniciaban en primavera, aunque la decisión de salir se tomaba a última hora, después de haber comprobado sobre el terreno que en el camino encontrarían cosechas abundantes para alimentar el ganado. Los años secos era una temeridad salir, por más importantes o fáciles que fueran los objetivos militares, porque el ejército iba a perecer por el camino.
Cada expedición tenía un número de soldados, diferente según los casos, las épocas y las circunstancias. Las expediciones importantes llegaron a contar con cerca de 50.000 jinetes; 25.000 soldados de a pie, además de guardias para la custodia de la impedimenta; atabaleros que transmitían las órdenes haciendo sonar sus grandes tambores; acémilas para el transporte del material de guerra, arcas de flechas, espadas o lanzas; máquinas de guerra; ballestas, aceite, nafta, pez y estopa, combustibles útiles en los asaltos; mulos para cargar los grillos con que se encadenarían los soldados presos; otros para las vajillas y demás utensilios que hicieran la vida agradable al emir o al general que mandaba la aceifa; otra buena cantidad de mulos, hasta cien en algunos casos, para transportar los molinos portátiles que eran necesarios para moler la harina y hacer pan para toda esa tropa; otros para cargar y custodiar los tesoros requisados en la aceifa; y, naturalmente, palanquines para acomodar a las mujeres que acompañaban a los soldados en estas expediciones, que aunque os parezca increíble, tampoco las mujeres musulmanas se quedaban en casa así como así, esperando a que volvieran los maridos de sus campañas. No solían usar carretas, a pesar de que los contemporáneos cristianos sí las tenían en abundancia.
El orden de marcha era bastante rígido. Delante iba una vanguardia compuesta por soldados escogidos. Le seguía el grueso de las tropas, que tenía los flancos protegidos por escuadrones de caballería. Así hasta que llegaban al lugar de reunión, una especie de cuartel general, donde se preparaban para la acción inmediata y que durante bastante tiempo solía ser Medinaceli. Cuando se estaban acercando al objetivo, enviaban por delante a los espías, que a veces eran desertores del bando contrario, y conocían muy bien el terreno que pisaban.
¿Qué tácticas empleaban?
Aquí les valían de poco los procedimientos de las arenas del desierto de Arabia. Esto era España, tierra de grandes montañas y cortadas inmensas. Unas veces los vemos empleando cargas de caballería con ataques y repliegues, otras usando añagazas y engaños propios de gentes de gran fantasía…, pero vamos a transcribir lo que nos cuenta un viejo cronista natural de Tortosa:
El orden de batalla usado en España es el siguiente: Los infantes se colocan delante en varias filas, con sus escudos, sus lanzas, sus venablos de acero agudos y penetrantes. Apoyan las lanzas oblicuamente sobre sus hombros, haciendo que la parte de atrás se asiente en el suelo y la punta se dirija al enemigo. Sus rodillas izquierdas están apoyadas en el suelo y el escudo al aire. Detrás de los infantes se colocan los arqueros escogidos, que con sus flechas deberán atravesar las más fuertes cotas de malla de sus enemigos. Detrás de los arqueros se colocaba la caballería.
Cuando los cristianos atacan a los musulmanes, los infantes no mueven su rodilla de la tierra y cuando se acerca el enemigo, los arqueros envían sus ráfagas de flechas, los infantes les lanzan sus venablos y les hincan las puntas de sus lanzas. A continuación, infantes y arqueros abren sus filas moviéndose a derecha e izquierda. A través de ese espacio la caballería carga contra ellos y lo pone en fuga, si Alá así lo ha decidido. [11]
Y por último, ¿qué sacaban en claro con tanta aceifa?
Pues bien poco. Ni consiguieron conquistar territorios establemente, ni llevar la frontera más allá de donde estaba, ni siquiera parece que se lo llegaran a proponer, al menos los emires. Lo que pretendían era humillar al enemigo con derrotas que fueron muchas de ellas bastante aparatosas. Los que venían a hacer la guerra santa, lo más que conseguían era repartirse el botín e irse tan contentos para su tierra, después de haber peleado por Alá, por acá.
Las aceifas tuvieron lo que podríamos llamar un objetivo estratégico o de calado. Era el de conseguir esclavos de ambos sexos. El mercado de esclavos de Córdoba se atiborraba después de cada aceifa, y si fallaban esas expediciones o volvían con derrota, el pueblo se quejaba amargamente porque ello suponía un año de escasez…, de esclavos.
Os estoy dibujando el perfil de uno de los mejores emires con que contó Córdoba y en general el reino musulmán de España. Era temido por sus enemigos y muy querido por su pueblo. Así debía ser un buen emir y sin embargo pocos los consiguieron. Basta recordar a su padre, al que temían absolutamente todos, moros y cristianos, propios y extraños. Hixem se hacía querer por el pueblo, especialmente por los más pobres, fueran musulmanes o cristianos. Vestía modestamente y en las noches de frío o lluvia salía en busca de los pobres para darles cobijo y alimento. Cuando alguno de los suyos moría peleando en las guerras, cuidaba a sus mujeres e hijos. Era, en fin, un hombre piadoso, modesto, cariñoso, templado y querido por todos.
Con el dinero conseguido en aceifas, como la de Narbona, hizo grandes obras en Córdoba. Se puede afirmar que dio un impulso a la propia ciudad, que era pequeña y crecía a ojos vista por las continuas llegadas de emigrantes procedentes de Siria y de África. También por la afluencia de españoles, buscando la gran capital, como ocurre en la actualidad. Hasta su reinado, en la práctica, los núcleos de población eran la medina y el arrabal de la Secunda. Pues los amplió y adecentó, y también sentó las bases para que surgieran otros arrabales extramuros de la medina.
Al morir ‘Abd ar-Rahmān, las obras de la gran mezquita no estaban terminadas y él, en los ocho años de su gobierno, terminó las galerías para la oración de las mujeres, levantó una magnífica fuente de abluciones, levantó un precioso almimbar, etc.
Cuando estuvieron terminadas las obras, la gran mezquita de Córdoba era mejor y más bonita que todas las de Oriente. Tenía seiscientos pies de larga por doscientos cincuenta de ancha. Estaba mantenida por mil novecientas tres columnas y se entraba a su alquibla[12] por diecinueve puertas de planchas de bronce labradas primorosamente. La puerta principal estaba cubierta por láminas de oro. En cada uno de sus lados, oriental y occidental, había nueve puertas. Sobre la cúpula más alta había tres bolas doradas y encima de ellas una granada de oro. Para la oración de la noche, se iluminaba con cuatro mil setecientas lámparas… Una maravilla. Una mezquita como jamás se había construido antes ninguna, ni lo será después.
También acometió otras de gran importancia para Córdoba. El gran puente romano, durante el reinado de ‘Abd ar-Rahmān, había sufrido importantes avenidas de agua, que habían destruido parte de sus arcos. Hixem mandó repararlo. Era una infraestructura de capital importancia para la ciudad y no podía mantenerse inservible. Fue necesario reforzar sus pilares y sus contrafuertes para ponerlo en servicio nuevamente. El emir estaba siempre pendiente de las obras y en esto se emplearon importantes sumas de dinero, provenientes de la aceifa de Gerona y Narbona.[13] Las obras se terminaron en los últimos tiempos del reinado de Hixem.
Construyó otras muchas mezquitas, una de ellas en la Puerta de los Jardines del Alcázar de belleza extraordinaria. En la obra empleó tierra que se había traído de la expedición a Narbona que os acabo de contar.
También construyó cementerios, que los que había se habían quedado pequeños. Los cristianos eran enterrados en las cercanías de sus iglesias, en cementerios propios. Eso ocurría en el de san Zoilo, en san Acisclo y otros. Los musulmanes en el cementerio principal llamado de ‘Amir al-Qurasî. Nuestro califa creó uno de importancia en la Secunda, cerca de un lugar conocido como Campo de la Verdad, que existirá durante todo el califato.
Nuestro emir era un hombre al que gustaban el campo y la poesía. Tenía una almunia en la que pasaba ratos plantando árboles frutales y cuidando las huertas. Pero hasta en esto era modesto. Si le proponían adquirir otras almunias mejores, lo desechaba, simplemente por su templanza.
Le gustaba mucho cazar patos, y como los había en abundancia en la otra orilla del Guadalquivir, un día sí y otro también atravesaba con su cortejo el río por el puente recién restaurado para practicar su diversión favorita. Y como la gente es tan mal pensada, enseguida comenzaron las hablillas. Tened en cuenta que el arrabal de la Secunda, por el que forzosamente tenía que pasar, estaba poblado mayoritariamente por españoles, unos muladíes y otros mozárabes. Se oía decir por tabernas y colmaos que Hixem había mandado reconstruir el puente para su uso personal, precisamente para ir a cazar con mayor comodidad.
Era un hombre, más que sensible, susceptible. Cuando se enteró de lo que la gente se había puesto en la boca, decidió no volver a usar el puente más que cuando tuviera que salir en expediciones militares.
Durante el reinado se fomentaron ampliamente las peregrinaciones a La Meca, otro de los grandes y costosos empeños que debía acometer, de una u otra manera, todo buen musulmán.
Ojo que cumplir este precepto desde España era tanto o más peligroso que hacer la guerra santa. Un musulmán español la guerra santa la encontraba bastante a mano, y si tenía un poco de suerte en las campañas, volvía hasta con sus buenos ahorros. Ir a La Meca desde aquí tenía un rato de conversación. Debían abandonar su patria durante años, su familia, sus negocios y emprender un viaje peligrosísimo. Era preciso atravesar el Mediterráneo, parte en barco, parte caminando, y luego continuar hasta la lejana Arabia, casi siempre andando porque los que tenían una caballería, la perdían en el primer poblado por el que pasaran, a manos de los ladrones del lugar. Las pocas veces que intentaron hacer toda la travesía en barco, acabaron en el fondo del mar. Había que tener mucha fe y ser muy valiente para ponerse en camino.
Sin embargo, a pesar de las innegables dificultades, fue incesante el ir y venir de fieles hasta aquellas lejanas tierras. Iban de todas las razas y clases sociales, tanto árabes como bereberes o muladíes. Y ya que iban, aprovechaban para reflexionar y aprender. Apenas llegaban al norte de África, tenían delante varios miles de kilómetros, que debían hacer en marchas bastante penosas. Casi siempre iban sin dinero, con poca ropa, con un norte que era La Meca. Debían atravesar las estepas de Túnez, los desiertos de Libia, al fin del cual se tomaban un respiro contemplando el delicioso valle del Nilo. Y desde allí, los desiertos de Arabia y por fin la ciudad santa.
¿No hubiera sido normal que el Estado cordobés se rascara el bolsillo en ayudar a estos piadosos peregrinos para realizar el tan deseado viaje? Por raro que os parezca, no vais a encontrar ni un solo caso de ayuda oficial a la peregrinación. Bastante hicieron los soberanos omeyas con dejar a sus súbditos ir a tierras de sus mortales enemigos. Con esto ya se dieron por satisfechos. Por supuesto, ellos mismos jamás lo intentaron. Se exponían a perder el trono por la prolongada ausencia, eso seguro, y a perder la vida a manos de los abásidas.
Estas peregrinaciones tuvieron un beneficio evidente para la España musulmana porque se abrió una formidable comunicación con la sabiduría de Oriente, religiosa y profana. Los alfaquíes se iban empapando en las doctrinas que se enseñaban en Medina. Estos viajeros también nos trajeron modas, música, poesía y tantas cosas buenas que tenía la civilización de Bagdad. Ya que iban, muchos andaluces permanecían allí por años estudiando, aprendiendo, porque su peregrinación se había hecho cumpliendo el rito religioso, el hachch, y también buscando la ciencia, el talab al-‘ilm.
En uno de estos viajes se produjo un hecho de singular importancia que os voy a contar.
Por entonces había aparecido en Medina un personaje que fundará una de las escuelas que van a influir decisivamente en el pensamiento religioso y en la estructura jurídica del califato. Me refiero a Malik ibn Annas, que enseñaba en la ciudad de Medina y fue fundador de la llamada escuela maliquí. Hablemos un poco de él y de sus circunstancias.
Os decía que uno o varios de esos viajeros andaluces, se encontraron en Medina con Malik. Era éste un hombre religioso, sabio, pero digamos que un poco rebelde con el poder de los abásidas. Ya sabéis que la mayoría de los filósofos suelen hacerle el caldo gordo al que manda y sólo muy de vez en cuando aparece uno que les lleva la contraria, por las razones que sean.
Pues Malik se puso enfrente de los abásidas y aunque éstos con el tiempo se habían vuelto más templados, no por ello se libró de persecuciones, torturas, cárceles y demás medicinas que recetaban a los díscolos y mucho más a los revolucionarios. El medinés no acabó demasiado mal para lo que sería de esperar. Por menos se colgaba al más pintado en Medina o en La Meca. Nuestro personaje las debió pasar canutas, pero el asunto acabó en que lo torturaron, le dislocaron hasta hacerle inservible uno de sus brazos, recibió cuatro bofetadas, unos cuantos latigazos y así pasó a lo que podríamos llamar la oposición. Por lo menos lo dejaron seguir con sus enseñanzas.
En estas apareció por su escuela un cordobés berberisco llamado Yahya Ibn Yahya, que, aparte de ser un discípulo fiel y aventajado de Malik, se deshacía contando a su maestro lo buena persona que era Hixem, el emir cordobés, lo cumplidor de sus deberes religiosos, su modestia, su caridad con los pobres, etc.
La reacción de Malik era previsible. Su odio a los abásidas estaba más que justificado y, obviamente, cuando encontró un emir decente, y encima omeya, pues se volcó con él. A partir de entonces transmitió a sus discípulos de allá y de acá que el emir a seguir era Hixem, lo declaró hombre sabio, santo y merecedor de todas las consideraciones en el cielo y en la tierra.
A pesar de la distancia, las noticias volaban entre Arabia y al-Ándalus. No pasó demasiado tiempo sin que se supiera en Córdoba que el teólogo y jurista de más prestigio en Medina, había concluido que el emir cordobés era el referente en el mundo musulmán, por su religiosidad, su ciencia y su forma de gobernar.
Hixem y todo su aparato religioso y jurídico también actuaron de manera obvia. Las doctrinas de Malik se adoptaron como oficiales en al-Ándalus porque el emir dio órdenes a todos los cadíes de que no se rompieran la cabeza buscando hadices o tradiciones del Profeta a la hora de dictar sentencias, que para eso estaba el formulario de Malik, que encima les daba el trabajo hecho. Bastaba con aplicar al caso los recetarios jurídicos del medinés y asunto concluido. Habéis comprendido enseguida que Malik había escrito una especie de código civil, penal y religioso, con su casuística y todo, lo que facilitaba a los cadíes su trabajo de juzgar a los paisanos según el Corán, la sunna y demás legitimidades mahometanas.
Las conclusiones fueron varias. Una, que los cadíes y alfaquíes que aplicaban a rajatabla las doctrinas de Malik, se convirtieron en una especie de aristocracia jurídica y religiosa en España. Y esto durará bastante. Otra que, como los juristas no tenían que calentarse la cabeza con hadices y razonamientos, se empequeñeció el pensamiento en al-Ándalus desde estos puntos de vista.
Y así pasaron los años. Estamos en el 794 y andaba Hixem distrayéndose en una de sus casas de campo, empleando su tiempo libre en lo que más le gustaba, que era plantar árboles o flores, cuidarlas y otros entretenimientos saludables, cuando apareció por su almunia el astrólogo más afamado de al-Ándalus, que era de Algeciras y se llamaba al-Dabbî.
Digo yo que, al verlo aparecer, nuestro emir debió echarse a temblar porque tenía muy presente que cuando era niño le habían dicho que iba a morir joven y la pinta del tío que tenía delante no le hacía pensar que había cambiado el pronóstico. Efectivamente. El adivino lo miró de arriba abajo y soltó lo que tenía que soltar, que era una mezcla de sentencia y sermón, diciendo lo siguiente:
—Señor, trabaja en estos breves días para el tiempo de la eternidad.
El dichoso adivino no las debía tener todas consigo porque una vez soltada su sentencia, dio un paso atrás más asustado que otra cosa. Conocía de primera mano que Hixem era buena persona, pero no ignoraba que por menos habían perdido la cabeza algunos colegas suyos que se atrevieron a hacer negros presagios a muchos hombres poderosos. Sin embargo Hixem no se inmutó, le preguntó por qué le decía eso, a lo que el astrólogo, todavía asustado, respondió que lo había dicho sin pensárselo mucho, que a lo mejor no era tan grave el asunto, por lo que más valía pasar la hoja y punto. El emir insistió en saber el fondo de la cuestión, asegurándole que fuera cual fuera el contenido del presagio, no se lo iba a tomar a mal, ni iba a tomar medida alguna contra él. Entonces el astrólogo, bastante compungido y mirándolo de reojo, le dijo:
—Señor, está escrito en el cielo que antes de dos años vas a morir.
Nuestro emir miró levemente a su interlocutor, le dio las gracias por su profecía, mandó que le regalaran un buen vestido porque tenía pinta más bien de andrajoso, y siguió su tarea como si no hubiera pasado nada. No se le vio un simple gesto de amargura o de tristeza. Siguió cuidando sus flores, luego escuchó las canciones de su cantor favorito, a continuación se echó su partidita de damas con algún noble, y continuó su vida como si tal cosa, aunque, naturalmente cambiando algo sus prioridades, porque tenía mucha tarea por delante para los dos años de vida que le quedaban, que ya él lo daba por hecho.
Tenía dos cosas muy importantes pendientes de hacer: una era fomentar la cultura y la otra, designar al sucesor. Y se puso a ello.
De entrada, aún quedaban muchos cristianos en el reino que vivían en un mundo diametralmente opuesto al musulmán. Seguían hablando y escribiendo en su lengua latina, mantenían sus costumbres de antaño, como si la invasión no hubiera ocurrido, y lo que es peor, continuaban creyendo y practicando su añejo y caduco cristianismo. Él se consideraba un hombre religioso y debía intentar que las cosas fueran de manera diferente. Lo suyo hubiera sido cambiar el fondo, hacerlos a todos musulmanes, pero eso es imposible en una generación. No se pueden arrancar por la fuerza los convencimientos más íntimos de las personas.
Por eso optó por obligar a que cambiaran las formas, y lo más palpable, lo que más diferencias establece, es el idioma. Nuestro Hixem mandó que en todas las ciudades y pueblos de al-Ándalus hubiera escuelas de lengua árabe, donde todo el mundo, obligatoriamente, fuera a aprender, especialmente los cristianos. Les dio un tiempo, a partir del cual, ya ni debían hablar, ni escribir, ni siquiera pensar en latín. Todo debía ser en árabe.
Cuando vio que las cosas estaban funcionando como había planeado, decidió nombrar sucesor. Sabía que todo lo mueve la Divina voluntad según sus designios y no podía dilatar esa decisión, que sería crucial para el futuro del reino. Entonces envió mensajeros para que acudieran a Córdoba todos los walíes principales, los wacires y alcatibes, los secretarios y consejeros del Estado, también los obispos y jefes de los cristianos, los rabíes de las aljamas de los judíos; mandó llamar al cadí de los cadíes de España, a su hagib, y ante todos ellos declaró por su walí alahdi o futuro sucesor, a su hijo al-Hakam. Era el segundo de sus vástagos. El mayor, llamado ‘Abd al-Malik, no fue elegido. Quedó otro doliente por el camino.
Entonces, todos los walíes y wacires, los principales jeques de España, los jefes de los judíos y de los cristianos y todos los allí presentes, juraron serle fieles y obedientes sin condiciones ni reservas, y a continuación le besaron su mano. El príncipe tenía veintidós años y era bastante listo y de muy buena presencia.
En los primeros días de la luna de safar del año 180 (796) Hixem se puso muy enfermo. Se sentía morir. Dice el cronista que pilló una atrabilis, algo así como un cólera negro que por momentos hacía perder el sentido. Le quedaban muchas cosas por hacer, tenía muchas ganas de vivir, pero la vida se le escapaba del cuerpo. Solamente le quedaba, junto a un hilo de vida, un profundo amor por el pueblo de al-Ándalus y un irrefrenable deseo de que su hijo continuara la labor que él dejaba inacabada. Lo mandó llamar a su lado y con voz muy queda le dijo:
—Hijo mío, los reinos son de Dios, que los da y los quita a quien quiere. Hagamos su voluntad, que no es otra cosa que hacer el bien a todos los hombres. Haz justicia por igual a ricos y a los pobres. No consientas injusticias en tu reino, que ese es un camino de perdición. Sé bueno con los que dependen de ti, que son criaturas de Dios. Confía el gobierno de las provincias a hombres buenos y con experiencia. Castiga a los ministros que abusan del pueblo y les ponen cargas en su propio beneficio. Sé firme y noble con las tropas que estén a tu mando. Que ellos sean los defensores del Estado y no sus esquilmadores. Gánate, hijo mío, la voluntad de tu pueblo porque en ellos está la seguridad del Estado. Si tienen miedo o sienten odio hacia ti, esa será tu ruina. Cuida a los labradores que cultivan la tierra y nos dan el sustento. No permitas que talen sus siembras. Haz, hijo mío, de manera que tus pueblos te bendigan y vivan contentos bajo tu protección y bondad. Que gocen seguros de los placeres de la vida. En eso consiste el buen gobierno y si lo consigues serás feliz y lograrás la fama entre los príncipes del mundo.
¡Menudo testamento y menudos consejos los que dio a su hijo! Los firmaría el hombre más virtuoso, justo y honesto de la tierra.
El día 3 de safar del año 180, 17 de abril del 796, murió un príncipe bueno, sabio, religioso y amante de su pueblo. No había cumplido los cuarenta años.