CAPITULO XIX

—¿Qué hace ella aquí? —preguntó Vincent, hosco, necesitaba asegurarse que Christine era real y no producto de su imaginación como ya le había pasado en otras ocasiones, en la cuales, gracias a los delirios producidos por el alcohol, la veía con la misma claridad que ahora.

Christine quedó desconcertada, aunque no esperaba que la recibiera con los brazos abiertos, tampoco esperó un trato tan hostil. Antes que pudiera decir nada, Elizabeth llegó hasta ellos como caída del cielo.

—Yo la traje, ¿algún problema por ello? —se enfrentó a su primo, molesta por sus malos modos.

—No te preocupes, Vincent, si no soy bienvenida, ahora mismo me marcho —indicó sin revelar su sentir.

—¡No! —Vincent fue tajante, y eso le dio esperanzas a Christine—. Disculpa si no fui cortés, tu presencia me tomó por sorpresa. Aunque sigo sin entender qué haces aquí. —Comenzó a girar las ruedas para dirigirse a la mesita de los licores.

—Christine está aquí para ayudarte con tu recuperación —comentó Elizabeth esperanzada.

Vincent detuvo su avance y fulminó a las dos mujeres con la mirada, sus ojos centellaron por la rabia que lo embargó cuando se dirigió a Christine.

—¿Vienes a calmar tu conciencia haciendo una obra de caridad con el pobre paralítico? ¡No necesito tu lástima! Así que puedes regresar por dónde viniste —gritó.

—No estoy aquí por lástima, yo ni siquiera sabía que tú...

—¡Dilo!, ¡no te detengas! —ordenó, exasperado, ante el silencio de ella—. ¡Que lo digas, maldita sea! Di que no esperabas encontrar a este despojo humano. —Se señaló.

—Christine no estaba al tanto de tu condición física, yo no se lo mencioné —aclaró Elizabeth.

—Sí, tu querida prima olvidó contarme ese detalle. —La ironía tiñó sus palabras. Lo miró con pesar, el Vincent aguerrido que ella conoció ahora era solo amargura y resentimientos. Reflexionó que lo mejor era portarse inflexible, si le demostraba amor y ternura, él terminaría por creer que en verdad le tenía lástima—. Si tan desagradable te es mi presencia, me marcho, y asunto arreglado —concluyó.

—Qué fácil, ¿no? Me dejas otra vez como si fuera un objeto que ya no sirve.

—¡Yo no te dejé! Fuiste tú el que decidió seguir sin mí y se marchó sin mirar atrás.

Se gritaban el uno al otro como si su vida dependiera de ello, descargando así los sentimientos contenidos.

Elizabeth sintió que la situación se le escapaba de las manos, si no ponía remedio cuanto antes, ese par terminaría pos sacarse los ojos.

—¡Basta los dos! —ordenó con voz firme—. No importa quién dejó a quién, lo importante ahora es que están juntos y así lo estarán aunque no quieran por al menos tres semanas. —Los dos la miraron, expectantes—. El mal temporal mantiene cerrado el puerto y la amenaza de huracanes está latente, así que, por el momento, los viajes están suspendidos —explicó, pidiendo a Dios que ese par se tragara su discurso, el cual no era del todo mentira.

—¿Qué? —preguntaron al unísono.

—Lo que oyen. El próximo barco a Inglaterra zarpará dentro de tres semanas, mientras tanto, les sugiero que pacten una tregua y lleven la fiesta en paz por el bien de su...

—Elizabeth tiene razón —la interrumpió Christine, miró a Elizabeth, suplicante, y esta entendió que por el momento ella no quería hablar de sus hijos.

Elizabeth se preguntó por qué Christine ocultaba la verdad, a su forma de ver las cosas, Vincent tenía derecho a saberlo. La cuestionó con la mirada, y Christine solo le respondió con un callado «Por favor, ahora no es el momento».

—Julian, sírveme un trago —ordenó Vincent de forma arrogante, necesitaba con urgencia el licor para tranquilizar sus nervios. Estaba sumido en sus pensamientos que no se percató del intercambio de miradas entre las mujeres.

—Nada de alcohol —dijo Elizabeth, tajante.

—¡Tú no eres quién para prohibirme nada! —La fulminó con la mirada.

—Te equivocas, primo, evitaré a toda costa que sigas destruyéndote y no descansaré hasta que vuelvas a ser el mismo de antes.

Vincent soltó una carcajada amarga.

—Por si no lo has notado, prima, estoy postrado en una maldita silla. ¡Jamás volveré a ser como antes! —ironizó—. Ya no sirvo para nada, por eso prefiero morir. —Girando las ruedas, avanzó hasta la licorera, pero antes que la tomara, Elizabeth se la apartó.

—Ya te dije que no más alcohol, tienes que estar sobrio y recuperarte, no seas egoísta, piensa en que hay personas que te necesitan y dependen de ti —lo dijo pensando en sus sobrinos, esas inocentes criaturas que no tenían culpa de nada.

Vincent maldijo y soltó improperios al por mayor, Christine sintió su corazón encogerse de tristeza. No encontró palabras para decirle, para calmar ese dolor que la cristalina mirada azul cielo mostraba, por lo que optó por permanecer en silencio.

—¿Por qué no me dejaste decirle de mis sobrinos? —cuestionó Elizabeth a Christine una vez que estuvieron solas.

—Aún no es el momento, no quiero exponerlos a los arranques de furia de Vincent. El síndrome de la abstinencia es muy cruel, ya lo pasé con Andrew, y sé de qué te hablo. Es mejor esperar hasta que él esté más tranquilo. Primero necesita asimilar mi presencia y ya después buscaré el momento oportuno para hablarle de nuestros hijos.

—Comprendo tus motivos, pero estoy segura que si él supiera...

—Por favor, Elizabeth, no te pido que estés de acuerdo, solo que me apoyes en mi decisión.

Elizabeth asintió aun sin estar muy convencida de hacer lo correcto. Ambas informaron al personal que por el momento no era conveniente que Vincent supiera de la presencia de los niños.

Aleida, al igual que Elizabeth, trató de persuadirla, pero Christine no desistió, les prometió a ambas mujeres que hablaría con Vincent de sus hijos cuando lo considerara prudente.

Los días posteriores fueron un verdadero infierno, el síndrome de abstinencia, tal y como vaticinó Christine, fue terrible. Por fortuna, ella sabía de lo que se trataba y cómo enfrentarlo.

El doctor Lewis las había instruido a Mary y a ella en cómo lidiar con los ataques de pánico que sufrían los adictos. Por lo que no se dejó amedrentar ante los arranques de ira, las groserías e insultos que Vincent soltaba cuando le negaban el alcohol.

Christine no perdió la paciencia a pesar de que, en varias ocasiones, Vincent le aventó con furia la charola con los alimentos y se negó a comer si no le daban un vaso con whisky. Estaba de pésimo humor, gritaba maldiciones e improperios que asustarían a cualquiera, pero ella estaba decidida a ayudarlo. Antes de regresar a Inglaterra, se aseguraría que él quedara en paz.

Ordenó que se aseara a diario la habitación, aunque él se opusiera. Estaba decidida a terminar con los malos hábitos que él había adquirido por su adicción.

Después de una semana, el humor de Vincent había mejorado un poco. El padre Thomas le pidió ayuda a Elizabeth para atender un brote de influencia que estaba atacando a un pueblo de las cercanías, por lo cual ella no se pudo negar.

Antes de partir, Elizabeth dio instrucciones a Christine sobre el cuidado de Vincent y le mostró como darle los masajes en las piernas, mismos que el doctor indicó que se hicieran a diario.

Eran pasadas de las diez de la mañana cuando Christine entró en la habitación de Vincent, corrió las cortinas para que entrara un poco de luz, aunque el clima no ayudaba de mucho. Los últimos días, las lluvias parecían interminables, las cuales, a ratos, se convertían en tormentas.

Se acercó a la cama, Vincent parecía dormir, lo contempló en silencio. Aún demacrado, le parecía el hombre más hermoso sobre la faz de la tierra. Decidió no despertarlo y regresar más tarde, estaba por darse la vuelta para marcharse cuando él le habló:

—No te vayas, no estaba dormido, solo meditaba, pues, como comprenderás, no tengo mucho por hacer —sus palabras destilaron amargura.

—He venido a darte tu masaje de rehabilitación —comentó, apenada.

La primera vez que Christine tocó sus piernas, Vincent sintió un pequeño cosquilleo, fue tan fugaz que pensó que había sido cosa de su imaginación, pero entre más posaba ella sus manos en sus engarrotados músculos, más sensaciones le provocaba.

«¡Dios! ¡Estoy sintiendo!», se dijo, emocionado. La sensibilidad poco a poco fue haciéndose más evidente, sus piernas parecían despertar de su letargo.

Christine, con sus manos, no solo le estimulaba los músculos de las piernas, sino más allá. Su hombría comenzó a sufrir las consecuencias de aquel masaje, que no pretendía ser erótico, hasta estar completamente urgido de ella. Emitió un gruñido de frustración, pero ella estaba tan inmersa en su tarea, que ni cuenta se daba del poder que poseía al solo toque.

Avergonzado, se colocó las manos al frente para disimular su evidente excitación.

Christine le daba masajes en las piernas dos veces al día de acuerdo a las instrucciones que le dejó Elizabeth. Y sin que se dieran cuenta, pasó otra semana más.

Vincent cada vez tenía más sensibilidad, inclusive la noche anterior había logrado mover los dedos del pie izquierdo. Estaba tan feliz, que hubiese querido gritarlo al mundo, pero luego decidió guardárselo para sí. No quería hacerse falsas ilusiones, por lo que decidió que esperaría a la opinión del médico.

Los días pasaban en una aparente calma, el trato de Vincent hacia Christine poco a poco fue menos hostil, ella le llevaba los alimentos, le hacía compañía mientras comía y estaba al pendiente de todo lo relacionado con él y su bienestar.

Por las tardes, leía un rato para él, llevaba el té y se quedaba a charlar. Mantenían largas conversaciones, en las cuales se ponían al tanto de sus vidas. Ella le contó sobre el pueblo, el padre John, las clases a los niños, claro que omitiendo todo lo relacionado a sus hijos.

Vincent le habló del trabajo en la plantación y prometió que en cuanto mejorara el clima la llevaría a recorrerla.

Desde que Christine comenzó a ocuparse de él, había algo que lo preocupaba y no dejaba de rondarle por la cabeza. Ella pasaba gran parte del tiempo a su lado, pero, aun así, se ausentaba por largos periodos. Se preguntaba qué hacía cuando no estaba con él.

La notaba extraña y reservada, entonces reparó en que un aire de misterio se extendía incluso al personal de servicio, parecía como si todos supieran qué estaba sucediendo menos él, y eso lo molestaba.

Estaba decidido a resolver el enigma. Averiguaría qué le ocultaban, así tuviera que salir arrastrándose.

La movilidad poco a poco fue regresando a sus piernas, pero seguía sin delatarse. Una mañana, Christine estuvo a punto de descubrir su secreto al derramarle por accidente caldo de gallina caliente sobre su muslo. Tuvo que hacer un esfuerzo sobre humano para no evidenciar que no solo sentía, sino que le dolió. Aun contra su voluntad, hizo una mueca que no pasó desapercibida para ella.

—Te ha quemado, ¿lo sentiste? —Su rostro mostró esperanza.

—No, fue un reflejo involuntario, aún no me acostumbro a no sentir nada de la cintura para abajo, solo reaccioné por instinto, nada más. —La miró serio y reuniendo todo su poder de concentración para no mover su pierna, que deseaba danzar ante el dolor.

Christine retiró la sábana y comenzó a refrescar la zona afectada con agua fría.

—Lo siento, he sido una tonta —se disculpó—. Por un momento tuve la esperanza de…

—Ya ves que no —la interrumpió, conteniendo el impulso de echarse a temblar por el contacto del agua fría. «¡Dios! Esas sí que eran pruebas de vida», pensó mientras luchaba por contener las reacciones naturales de su cuerpo.

—Lo siento, no quise ser tan torpe. Tu pierna alcanzó a lastimarse, será mejor que vaya en busca de Aleida, ella tiene un ungüento maravilloso para las quemaduras y picaduras de mosquitos. —Salió sin darle lugar a protestar.

En cuanto Vincent estuvo solo, ahogó su grito en la almohada. «¡Maldición! ¡Cómo duele!», se dijo, no se explicaba cómo fue que logró fingir ante Christine.

En cuanto ella regresó, se puso manos a la obra y comenzó a frotar el ungüento en la parte afectada del muslo de Vincent. Él tuvo que retirarle la mano, porque su hombría estaba empezando a sufrir las consecuencias de aquel toque mágico, del cual él conocía los beneficios que otorgaba al tocar su piel.

—Ya fue suficiente —dijo con brusquedad—. Creo que ya has hecho bastante, gracias —comentó al ver el semblante de asombro de ella.

—Iré a dar instrucciones a Aleida para la comida y la cena —comentó, resentida, aunque trataba de ser paciente, los malos modos de Vincent la sacaban de quicio.

—¡No! No te vayas aún, quédate. Me disculpo por ser tan poco caballeroso, me imagino que para ti debe ser muy difícil estar aquí cumpliendo con algo que consideras un compromiso.

—No es así, estoy aquí porque quiero estar y no por compromiso u obligación. Aunque te confieso que tú no me lo pones nada fácil.

Vincent le tomó las manos y las besó con adoración, haciendo que el corazón de Christine saltara como miles de saltamontes en un día de verano. Era el primer gesto de afecto que él mostraba hacia ella desde que llegó.

—Discúlpame si me he comportado como un incivilizado, sé que no tengo justificación, pero quiero que sepas que el tenerte aquí en mi casa es el mejor de los regalos. Gracias por brindarme el privilegio de tu presencia. —La miró a los ojos mientras hablaba, y Christine vio sinceridad en la profunda mirada color cielo en verano.

—No tienes nada que agradecer, lo hago de corazón. —Siguiendo un impulso, le acarició el rostro con ternura.

—¿Me harías compañía en lo que termino con mis alimentos? —pidió con una espléndida sonrisa.

Christine respiró hondo para calmar la ola de excitación que se apoderó de ella ante esa sonrisa seductora que conocía muy bien y que tenía poderes catastróficos sobre su persona.

—Por supuesto, será un placer…

Conversaron un momento más hasta que Vincent se quedó dormido, entonces, Christine aprovechó para preguntar a Aleida sobre los niños.

Aleida había bajado la guardia con ella, ya no se portaba apática como en un principio, incluso la trataba como la señora de la casa, le consultaba sobre el almuerzo y la cena, los alimentos de Vincent… Estaba encantada con los niños, esos angelitos se habían ganado el amor de todos de manera casi instantánea.

En ese momento, los angelitos en cuestión, entraron en compañía de Antonia, la hija de Aleida y Julian, que a raíz de su llegada se había convertido en su niñera. Los pequeños eran como un huracán, hicieron que la calma reinante en la cocina saliera huyendo.

Gustosa, Aleida les dio de merendar, se sentía como si fuese la abuela de ese par de traviesos y estaba más que feliz de poder complacerlos con unos deliciosos postres.

Después de causar caos por un buen rato, Antonia se los llevó, pues era hora de la siesta.

Una vez a solas, Aleida le dijo.

—Ahora entiendo por qué el patrón no ha podido olvidarla, aparte de bella, es usted buena persona.

—Gracias, Aleida, es muy amable. Solo espero que Vincent tome para bien lo de los niños. Cuando ya no esté aquí, tengo miedo que él recaiga o se ponga mal, está tan cambiado y lo de su dependencia al alcohol me preocupa mucho. —Tragó saliva ahogando el llanto que amenazaba con salir.

—El patrón es fuerte y se repondrá. Todos rezamos mucho por su salud, no pierda la fe y verá como Dios nos hace el milagro —expresó Aleida, pensando en otro tipo de milagro; el que su patrón espabilara y no dejara escapar la oportunidad de ser feliz al lado de la mujer que amaba y junto a sus hijos—. ¿Cuándo hablará con él?

—Esperaré a mañana, creo que ya es tiempo de que Vincent sepa mi secreto, tiene derecho a conocer la verdad…

Vincent despertó y sintió el vacío de la ausencia de Christine, ya tenía gran movilidad en sus piernas, pero aún no lograba ponerse en pie, por lo que subió a su silla de ruedas dispuesto a ir en su búsqueda y saber qué hacía cuando no estaba con él.

Pidió a Julian y a otro mozo que lo ayudaran a trasladarse a la planta baja, una vez allí, preguntó al mayordomo si sabía dónde estaba Christine, y este le respondió que en la cocina, por lo que sin perder tiempo, se encaminó hacia allá.

¿De qué hablaba Christine? ¿Niños? ¿Cuáles niños? De pronto, recordó que ella le había hablado de los niños del pueblo donde vivía, a los cuales daba clases. Seguramente se refería a ellos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al comprender a lo que Christine se refería; pretendía dejarlo, regresaría a Inglaterra con esos infantes que tanto quería y que llenaban su vida de alegría.

La sola idea de perderla por tercera vez lo llenó de angustia, no podía permitir que se marchara. Tenía que encontrar la manera de conseguir que se quedara a su lado de manera permanente, pero ¿cómo?

Se dirigió a su despacho para pensar, necesitaba poner en claro sus ideas y encontrar el modo de impedir la partida de Christine.

«Dios nos hace el milagro», Christine pensaba en las palabras de Aleida mientras se dirigía a la habitación de Vincent dispuesta a pasar la tarde con él.

Al no recibir respuesta, abrió la puerta; se sorprendió al ver que él no estaba, pues casi nunca salía de su habitación, por lo que se preocupó de que quisiera embriagarse, lo que menos quería era una recaída. Para su tranquilidad, lo encontró en el despacho trabajando.

Vincent, en un principio, no tenía intensión de nada más que pensar, estuvo a punto de tomar un trago, pero decidió que no. No quería decepcionar a Christine ni traicionar su confianza, lo que menos necesitaba era darle armas que ella pudiera utilizar en su contra.

Al ver sobre su escritorio el montón de papeles de asuntos pendientes acumulados por su descuido, se sintió avergonzado. Comenzó por revisar la correspondencia y, sin percatarse, se le fue el tiempo.

—¿Puedo pasar?

—Por supuesto, preciosa, siéntate —ofreció, atento—. Perdona que no me ponga de pie para recibirte. —Sonrió, bromista.

—Me alegra verte de tan buen humor. —Le devolvió la sonrisa.

—Ya era tiempo de que me ocupara de mis asuntos. Aunque Lucas lleva muy bien la administración, hay cosas que requieren de mi atención y he de reconocer que los he tenido muy descuidados.

—Qué bueno que estés tomando las riendas de tu vida, esa ola de autodestrucción no podía conducirte a nada bueno.

—Lo sé y todo esto te lo debo a ti, preciosa. No sé qué haría sin ti. —Fue sincero, le tomó una mano y se la besó—. Ya que estás aquí, ¿te gustaría echarme una mano? Sé que eres muy buena con el manejo de las cuentas, al menos eso dice Andrew —comentó.

—Será un placer, ¿en qué quieres que te ayude?...

Pasaron el resto de la tarde trabajando, no solo eran compatibles en la cama, sino que se complementaban en todos los sentidos.

Vincent se sentía frustrado ante la sola idea de que ella pudiera dejarlo una vez más. Se recordó que tenía que encontrar el modo para lograr se quedara a su lado para siempre.

Ya de noche y en su habitación, Vincent no podía dormir, daba vueltas y vueltas a la conversación que escuchó entre Aleida y Christine. Estaba convencido que, al día siguiente, ella hablaría con él para decirle que se iba.

Sintió la necesidad de verla, de estar con ella. Intentó ponerse en pie, pero no pudo, sus piernas aún no podían sostenerlo del todo.

Recordó que Christine había admitido tener un secreto, y él estaba decidido a descubrir qué estaba pasando. Así tuviera que salir arrastrándose de la habitación, lo haría.

Intentó ponerse en pie unas cuantas veces más, y el resultado era el mismo, se tambaleaba y tenía que volver a la cama. No se dio por vencido, pensó en que tenía toda la noche para probar, así que siguió hasta que lo consiguió.

Ayudándose de la pared y de los muebles, salió de la habitación, las piernas aún estaban muy débiles, pero no le importaba, solo quería respuestas.

Abrió de una por una la puerta de las habitaciones, la de al lado de la suya era la de Elizabeth, eso lo sabía, pero, aun así, la inspeccionó. Se sorprendió al ver que no estaba vacía, ella dormía en su cama. Se preguntó a qué hora llegaría, pues él ni siquiera se dio cuenta de ello.

Siguió con su búsqueda, solo le faltaba la habitación del fondo, por lo que, decidido, abrió la puerta, sintiendo su corazón latir desbocado por la expectación.

La habitación estaba oscura, tambaleándose y con dificultad, llegó hasta la cama y casi se muere de la impresión.

Christine, su Christine, dormía, pero no estaba sola, junto a ella descansaban dos niños pequeños.

Vincent sintió un sudor frío en el cuerpo, se sentó a la orilla de la cama para no desplomarse al suelo. Su cerebro trataba de hilar toda la información recibida.

Los contempló en silencio, y las lágrimas salieron sin poder evitarlo. No hacían falta palabras ni explicaciones, no se podía negar lo evidente: él era el padre de los hijos de Christine. Decidió que lo único importante era que, por ahora, Christine estaba en su casa, con sus dos hijos.

«¡Mis hijos! ¡Dios, esto es un milagro!», reflexionó conmocionado, allí tenía el motivo por el cual ella se quedaría a su lado.

Lloró conmovido como si fuera un niño; nunca antes se había sentido tan feliz como en este momento en que descubrió el regalo que Dios le hacía. ¡Era padre! ¡Padre de dos hermosos niños! Suyos y de Christine.

Su cuerpo protestó, por el esfuerzo realizado, con un mareo. Sus piernas aún estaban muy débiles, por lo que se acostó en la otra orilla y los contempló por horas. No se cansaba de verlos.

Christine y sus hijos estaban en casa con él, por fin su alma encontró paz. Entonces, capto que ella llevaba varias semanas allí y jamás le había mencionado nada de los niños. Se preguntó por qué. ¿Tendría que ver su comportamiento irracional hacia todos? Quizá esa era la razón, lo más probable era que no quisiera arriesgar a los niños a un arranque de furia de su parte.

El pánico se apoderó de él ante una idea. Si Christine estaba allí para ayudarlo a recuperarse y se enteraba que ya podía caminar, se iría de su lado llevándose a sus hijos con ella. ¡No!, no podía permitirlo, si para evitarlo tenía que fingir seguir inválido, lo haría.

Decidido, regresó a su habitación. Una vez allí, se sintió tan solo, su cama le pareció enorme y vacía. Deseó estar como Christine, durmiendo al lado de sus hijos.

«¿Por qué privarse?», le dijo su voz interior. No estaba dispuesto a estar un minuto más separado de la mujer que amaba y de sus recién descubiertos hijos. Decidido, se subió a su silla y se dirigió rumbo a esa habitación que alojaba lo que más amaba.

El sol entró por la ventana anunciando con su cálida luz el comienzo de un nuevo día. Como si el clima comprendiera que ese sería un día especial, cesó las lluvias.

El pequeño Vincent fue el primero en abrir los ojos y se sentó en la cama. Se sorprendió al ver a un extraño junto a ellos, estaba por gritar cuando descubrió a su versión en adulto y comprendió que podría ser su padre.

Cuando llegaron a ese lugar, su mamá le había contado que su papá estaba enfermo y que por eso no lo podían ver, pero el día anterior les había dicho que ya estaba mejor y que pronto lo verían.

Vincent, al sentirse observado, abrió los ojos solo para descubrir a su réplica en versión niño mirándolo con admiración y cariño.

—¡Papito, pod fin! —gritó emocionado y se echó encima de él.

Vincent lo recibió, incrédulo, después, lo abrazó con fuerza. No podía creerlo. ¡Tenía en sus brazos a su hijo! ¡Su hijo y de Christine! Lo besó en varias ocasiones por todo el rostro, el pequeño se sentía feliz en brazos de su padre.

Christine abrió los ojos ante el alboroto, se sentó en la cama, conmovida por la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Los dos hombres de su vida, abrazados y emocionados por su encuentro.

Vincent alzó la vista y, por un instante, se miraron a los ojos. No hicieron falta palabras ni explicaciones.

—Mary Ann, mira quién está aquí —le dijo Christine a la pequeña, tocándola con suavidad para que despertara.

La pequeña abrió sus ojitos y gritó emocionada:

—¡Es papito! —Se abrazó a él de inmediato.

Vincent tenía entre sus brazos a los dos niños que se negaban a soltarlo y lo llenaban de besos.

—Hijos, tengan cuidado, su papito aún esta delicado —comentó Christine, amorosa, y le dedicó a Vincent una cálida sonrisa.

—Déjalos, ellos son mi mejor medicina —pidió emocionado, el saberse padre le llenaba el alma de fuerza y, sobre todo, fe.

Elizabeth escuchó el alboroto y se dirigió a la habitación de Christine y los niños; jamás se imaginó encontrar a Vincent sentado en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera y abrazando a sus hijos. Se quedó en la puerta, emocionada.

—Veo que ya conociste a estos angelitos traviesos. —Se acercó a él—. ¿Cómo te sientes al respecto?

—Feliz —respondió—. ¿Por qué me lo ocultaste, Christine?

—¿Papi podemos id a pasead a caballo? —preguntó el pequeño Vincent, impidiendo que Christine contestara.

—En cuanto estés bien desayunado, te prometo que te llevaré a conocer todo, campeón —aseguró a su hijo.

—Sí, hurra… —respondió el niño, impaciente.

—Yo tabien quiedo id —apuntó Mary Ann, ceñuda, al sentirse ignorada.

—Ya habrá tiempo para eso, mis amores, por lo pronto, debemos dejar a papito para que descanse —les dijo amorosa.

Aleida llegó en ese momento para llamarlos a desayunar y se sorprendió al ver a su patrón en la habitación.

—Veo que ya conoció a este par de traviesos angelitos. Me alegra verlo tan recuperado y de buen ánimo, patrón —comentó emocionada.

—Gracias —respondió, agradecido, por las muestras de cariño.

—Este hombre tiene más vidas que un gato y es más fuerte que un roble —bromeó Elizabeth.

—Aleida, puede adelantarse con mis hijos. —¡Sus hijos!, aún le resultaba increíble incluso decirlo—. Necesito hablar con Christine.

—Por supuesto, señor. Vengan, pequeños, les preparé un desayuno que les encantará.

Los niños se despidieron de su padre con un beso y se fueron felices con Aleida.

En cuanto se marcharon sin más, Vincent preguntó:

—¿Pensabas irte sin decírmelo?

Antes que pudiera decir nada, Elizabeth se adelantó.

—Cuando sufriste el accidente, Lucas, tu administrador, me mandó una carta en la cual me informaba de tu accidente y tu estado de gravedad. De inmediato pedí permiso para venir a cuidarte y estar contigo. —Un nudo en la garganta la hizo callar por un instante—. Tenía tanto miedo de llegar tarde, jamás me lo perdonaría si tú… —Sollozó.

—Tranquila, gracias a Dios, estoy bien —quiso tranquilizarla.

—Sí, pero estuviste a punto de morir —le reiteró—. Y yo no podría permitir que mi estupidez por ayudar a Margot siguiera causando daño, por eso decidí buscar a Christine. ¿Te imaginas la sorpresa que me llevé cuando descubrí que tenía dos sobrinos?

—Por fortuna, no pasó y aún estoy en el mundo de los vivos. Tendrán que soportarme mucho tiempo más. —Miró a Christine con una expresión que ella no supo cómo descifrar—. No pensabas decírmelo, ¿verdad? Si hubiera muerto en ese accidente jamás me habría enterado que soy padre, ¿no es así? —le dijo con reproche.

Elizabeth decidió dejarlos solos para que hablaran.

Una vez a solas, Christine se apresuró a decir:

—Las cosas no son así, Vincent.

—¿No? Entonces, explícame por qué mis hijos tienes tres años en promedio. ¿O acaso me equivoco? —calculó.

—Yo pensaba decírtelo. —Hizo una pausa y tomó una gran bocanada de aire—. Cuando descubrí que estaba embarazada, pasaba por una depresión muy fuerte, el enterarme de mi próxima maternidad me cambió la vida. En un principio, no podía creerlo, el doctor me aseguró que sería imposible volver a concebir y, sin embargo, ahí estaba el milagro más grande que Dios nos hace; la vida misma crecía en mí. Andrew insistía en que tenía que decirte...

—El muy bribón nunca me dijo nada —la interrumpió, molesto.

—Yo se lo pedí. Entiéndeme, Vincent, no sabía cómo reaccionarías al saber que serías padre. Tú y yo terminamos mal, nos lastimamos mucho. Yo te hice mucho daño y es comprensible que no quisieras saber de mí en lo que te resta de vida. La experiencia pasada me marcó, me aterraba la idea de perder al bebé, y lo único que quería era pasar el resto del embarazo lo más tranquila posible. —Se sentó junto a él, mirándolo de frente—. Imagínate mi sorpresa cuando recibí no uno, sino dos bebés. Estaba feliz, entonces Andrew me hizo prometerle que hablaría contigo…

—Me hubieras escrito y yo hubiera ido de inmediato… —le reclamó.

—¿De verdad te hubiera gustado enterarte por una fría carta? Yo quería hacerlo en persona, así que esperé el tiempo que el doctor me señaló para que los pequeños pudieran viajar, pero cuando llegué a Londres me encontré con la sorpresa que te habías venido para América. Decidí esperar tu regreso, pero no contaba con que tú no tenías pensado regresar, ¿no es así?

—Tienes razón, no pensaba regresar, al menos no a corto plazo. Pero eso no cambia las cosas, Christine, me hubieran enviado un carta o qué se yo. —La miró, resentido—. ¡Yo tenía derecho a saber! ¿Qué hubiera pasado si muero en el accidente? Me negaste el derecho de estar en su nacimiento, de verlos dar sus primeros pasos, ¿tanto me odias, Christine?

—¡No te odio! —le aclaró—. Sé bien que me equivoqué, sigo haciéndote daño sin querer. Te juro que nunca fue mi intensión privarte de tus hijos, es solo que mi alma aún no estaba lista para enfrentarte de nuevo. Solo espero que algún día puedas perdonarme. —Intentó ponerse en pie para marcharse, pero él se lo impidió.

—Entonces, si no fue tu intensión privarme, ¿por qué tardaste tanto en venir?

—Porque tenía miedo —admitió.

—¿Qué?

—Cuando Elizabeth llegó a buscarme, ella era la última persona que esperaba ver. Me contó lo que te pasó, y yo no podía creer que en verdad estuviera pasando. Es curioso, pero días antes de que tu prima llegara a pedirme que viniera aquí, yo te había enviado esto. —Sacó de entre sus ropas un sobre cerrado, lo había tomado de entre los papeles que Vincent tenía amontonados en su escritorio el día que trabajaron juntos, al parecer, él no sabía de su existencia. No pensaba dárselo, pero consideró que las circunstancias lo ameritaban y por eso recapacitó.

Vincent lo tomó, incrédulo, y sin esperar más, lo abrió.

Querido Vincent,

Espero que te encuentres bien. Sé que de la última persona que deseas tener noticias es de mí, pero pasó algo que tienes derecho a saber.

Créeme, hubiera preferido decírtelo en persona, pero no me fue posible, cuando llegué a Londres, tú ya no estabas. Esperé por varios meses tu regreso, y entonces Andrew me contó que en tu última carta le hiciste saber que no tienes intenciones de regresar en corto plazo, así que me veo forzada a recurrir a este medio para darte esta noticia que cambiará tu vida para siempre.

Aquella noche que pasamos juntos dio frutos; mi vientre, que había sido condenado a estar vacío, recibió de Dios el regalo más grande; el milagro de la vida.

Así es Vincent, me regalaste tu semilla, y germinó en mí por partida doble. Un pedacito de ti siempre vivirá cerca de mí.

Tienes dos hijos fruto de aquella noche en la cual nos amamos como nunca.

Sé que no quieres saber nada de mí y lo comprendo, solo quiero que sepas que nunca te negaré el derecho de estar con ellos; puedes verlos cuando quieras. Las puertas de mi hogar y de mi corazón siempre estarán abiertas para ti.

Espero que puedas perdonarme, sino por mí, al menos por el bienestar de los niños. Te propongo una tregua; procuremos una relación cordial basada en el mutuo respeto.

La niña se llama Mary Ann, tiene tu cabello y tus ojos; el niño, Vincent, y es idéntico a ti, son como dos gotas de agua, a excepción que él tiene los ojos iguales a los míos.

Ellos son prueba viviente del amor que una vez nos unió, el recuerdo constante del único hombre que he amado y al cual amaré hasta el día que me muera.

Siempre tuya,

Christine Dickens

Vincent la miró, conmocionado, ella le había escrito aun sin saber de su accidente. Recordó la conversación que escuchó en la cocina y por fin le encontró sentido. Christine hablaba de sus hijos, no de los niños del pueblo.

—¿Qué es lo que esperas de mí? —le preguntó sin más, aturdido.

—Entiendo que el hecho de que tengamos dos hijos no cambia en nada el daño que te hice, y no espero que correspondas a mis sentimientos. —Se puso en pie, avergonzada, no era fácil admitir frente a él la verdad—. Como te pedí en la carta, espero una relación cordial basada sino en el mutuo afecto, al menos sí en el respeto.

—Dime, Christine, ¿cómo será eso posible si yo me quedo aquí y tú en Inglaterra? Los niños no son un paquete que se pueda enviar de un lado a otro.

—Tienes razón, Vincent, como ya te dije, no tengo inconveniente en que convivas con ellos, lo único que te pido es que, por favor, no me separes de mis hijos, te juro que sin mis niños, yo me muero. —Se sentó nuevamente frente a él y mirándolo preocupada, le preguntó—. ¿Qué harás al respecto?

—Puedes estar tranquila, jamás te los quitaría, lo que sí, y espero que estés de acuerdo, es que de inmediato iniciaré los trámites para reconocerlos como hijos míos, quiero que lleven mi apellido y sean tratados como lo que son, unos Pembroke.

—Nada me haría más feliz, ellos tienen derecho a su padre, a tener una identidad y una vida lo más plena posible —le respondió; sentimientos contradictorios se adueñaron de ella, por un lado, le alegraba el que Vincent aceptara sin problema a sus hijos, y por otro… «Qué esperabas, tonta? ¿Qué te propusiera matrimonio? ¿Qué te diga que él también te ama?», se dijo.

—Entonces, pediré que inicien con el papeleo cuanto antes —expresó, satisfecho—. Y en cuanto a lo de la convivencia. —Hizo una pausa y la miró con intensidad—. ¿Tendrías algún inconveniente en quedarte tiempo indefinido en América?

Christine lo miró, pensativa.

—¿En verdad quieres tenerme cerca?

—¿Qué otra solución encuentras? —preguntó, temeroso de que ella decidiera irse. Ahora que tenía a su familia reunida y junto a él, no estaba dispuesto a que eso cambiara, pero su orgullo le impedía decirle que la amaba, y mucho menos rogarle que se quedara.

—Podrías regresar tú a Inglaterra, a fin de cuentas, ese ha sido tu hogar —sugirió, decepcionada, ya no tenía dudas, Vincent había dejado de quererla. Sintió como su esperanza de una vida, juntos, se desvanecía.

—Este es ahora mi hogar, Christine, amo estas tierras y me parece que este es el sitio más adecuado para criar a mis hijos. ¿Acaso no te gusta este lugar? ¿No te agrada mi casa?

Christine estuvo a punto de decirle que se había enamorado nada más llegar y que conforme pasaron los días, se convenció que ese era su sitio y nada le gustaría más que quedarse para siempre; guardándose la verdad para sí, le respondió:

—Me gusta mucho, Vincent, es un lugar precioso, perfecto para criar niños, y tu casa es magnífica.

—Entonces, ¿cuál es el problema, Christine? —preguntó con intención, quería acorralarla.

—El problema somos nosotros, Vincent, ¿estás seguro de querer convivir conmigo? En caso de quedarme, ¿en calidad de qué me quedaría yo aquí? ¿Cuál sería mi lugar?

—En calidad de esposa y madre de mis hijos —le respondió, satisfecho, desde el principio ese había sido su objetivo y sin que ella se diera cuenta, guió la conversación para que tomara el rumbo que él deseaba. Christine sería su esposa y, por qué no, también su mujer. Ante ese solo pensamiento, su cuerpo reaccionó y se llenó de deseo por esa mujer que lo volvía loco de amor y pasión desbocada.

—¿Estás seguro? —indagó, incrédula.

—Sí, ¿tú lo estás, Christine? —rezó internamente porque ella no lo rechazase.

—Sí, nada me haría más feliz que quedarme en este magnífico lugar y criar juntos a nuestros hijos en un hogar lleno de armonía, ser una familia completa.

Él sonrió satisfecho.

—Entonces, nos casaremos a la brevedad posible. Sé que no es la boda que siempre soñaste…

—El sueño de un bonito vestido y una gran fiesta ya no es importante para mí, las circunstancias han cambiado y, ahora, lo más importante es mi familia; así que estará perfecto como tú decidas —se apresuró a decir y, sin pensar, lo abrazó, emocionada. Al percatarse de lo arrojado de su atrevimiento, se apartó, apenada.

Vincent la rodeó con sus brazos y mirándola de frente, inclinó el rostro para besarla. Ambos pretendían un beso tierno, dulce, pero, como siempre que sus labios se juntaban, prendió en ellos la pasión incontenible, se entregaron en ese beso todo lo que no se atrevían a confesar en palabras.

Christine sonrió y se apartó, recuperando la cordura.

—Será mejor que te traiga el desayuno. —Se puso de pie y le dio un fugaz beso en los labios.

Vincent respiró complacido, por fin su vida era como siempre deseó. Christine nunca lo había engañado y a pesar de todo, estaba a su lado, tenían unos hijos maravillosos. ¿Qué más le podía pedir a la vida?