CAPITULO II

Vincent llegaba tarde al baile de presentación de Lady Christine Dickens, se había entretenido más de la cuenta con una de sus amiguitas de turno, y por ese motivo, Elizabeth tuvo que adelantarse y aparecer sola.

«Esa no es la mejor manera de cumplir mi promesa», se dijo apenado, pero ya era tarde para arrepentimientos, Elizabeth había llegado bien y unos momentos a solas no le afectarían en nada.

Mientras se dirigía con paso rápido al salón, vio caminar por el jardín de los rosales a la más hermosa de las criaturas, que, bañada por la luz de la luna, parecía una aparición angelical.

Como si un poderoso hechizo hubiese caído sobre él, se dirigió hacia ella, incrédulo de que tanta belleza y perfección existieran en el plano terrenal.

«Esto es solo privilegio de los dioses», pensó fascinado, no podía dejar de admirarla y no quería ni pestañar por miedo a que esa magnífica visión se desvaneciese sin más.

De pronto, llegaron los recuerdos a su memoria. ¿Acaso sería ella? ¿Christine? Intrigado, la observó a detalle.

«¡Sí, es la dulce Christine!», reconoció, impresionado. Ahora tenía frente a él, convertida en la mujer más bella y deseable que jamás conociera, a la adorable chiquilla que con cariño recordaba.

Ausente al escrutinio visual del cual era objeto, ella caminaba con gracia exquisita por el jardín. La vio colocarse junto a los rosales y deleitarse con el delicioso aroma. Sin poder resistirse, se colocó junto a ella y le habló:

—¿Por qué tan sola?

Una voz ronca y en extremo masculina sobresaltó a Christine, sacándola de sus pensamientos. Pudo sentir el cálido aliento acariciar su oído, y eso la estremeció hasta la médula. Se giró para encarar al intruso y casi le da un infarto al verlo.

¡No podía creerlo! ¡Era él! ¡Era Vincent! Se sorprendió al tenerlo tan cerca. Su corazón palpitaba a gran velocidad, contrario a su cerebro que apenas si funcionaba. Permaneció inmóvil como si se tratase de una estatua más de las que adornaban el jardín.

Él sonrió de medio lado de forma seductora y provocativa.

—No es correcto que una damita escape en medio de su fiesta de presentación —le reprochó, divertido.

Christine lo miraba con los ojos muy abiertos. «¡Cielos! ¡Está más guapo que nunca!». Reconoció que sus recuerdos no le hacían justicia al magnífico ejemplar de Adán que tenía parado frente a ella.

No recordaba que fuera tan alto; ahora, sus hombros eran más anchos, y la cintura, estrecha. Dueño de un cuerpo atlético que denotaba gran fuerza y poderío, el Vincent adulto, con la madurez adquirida, se había vuelto irresistible, deliciosamente viril y masculino. Endiabladamente perfecto para su propio bien.

Saliendo de su ensoñación, se cercioró de no tener la mandíbula abierta hasta el piso. Después de comprobar que su cuerpo había reaccionado de forma correcta al no delatar su turbación, levantó el rostro y, con la dignidad de una reina, dijo:

—No escapé, solo salí un momento por un poco de aire fresco.

La magnífica sonrisa que él le mostró provocó que su estómago se precipitara en caída libre, para después convertirse en un alboroto de mariposas aleteando a pleno sol de primavera.

—¿Solo un momento? —Sonrió divertido—. Llevo bastante tiempo observándote y me dio la impresión de que no tienes prisa alguna por regresar a atender a tus invitados.

El muy sinvergüenza se mofaba abiertamente de ella, y eso le molestó. El abandono en el cual él la había tenido, aunado a la rabia contenida por tantos años, hizo mella en su ánimo. Demasiado tiempo esperando su encuentro, soñando con ese momento mágico, ¡y el muy granuja se reía de ella!

Decidió que no le daría el gusto de divertirse más a sus costillas, así que, rápido, ideó la forma de vengarse de ese arrogante. ¡Ya lo tenía!, fingiría no recordarlo. Con el tono más frío e impersonal del cual fue capaz le dijo:

—¿No le parece de muy mala educación andar espiando? Por si no le han enseñado modales, no es correcto hacerlo. Como tampoco lo es el que esté aquí sola hablando con usted, pues ni siquiera lo conozco…

Las sonoras carcajadas de él la desconcertaron por completo. ¿Ahora de qué se reía? Sin lugar a dudas, el hombre se estaba divirtiendo con ella de lo lindo, eso estaba más que claro. —¿No veo qué le causa tanta gracia? Debería contarme el chiste y quizá así nos reiríamos los dos— espetó molesta.

—Vaya que has cambiado, Christine, pero solo en apariencia, en el fondo sigues siendo la misma chiquilla insufrible, y no, no logras engañarme. ¿Olvidas que te conozco bien? Por eso sé que tú a mí también —expresó divertido mientras se acercaba a ella. No sabía por qué, pero le fascinó hacerla rabiar, encontró un dulce placer en ello.

Christine lo miró con fuego en los ojos, estaba que echaba chispas por la rabia y, sin más, le dijo:

—Es usted un majadero y un cretino. Me ha llamado por mi nombre y le recuerdo, señor, que yo no le he dado permiso para tales libertades. Insisto, no sé quién es usted, así que no tengo por qué seguir escuchando sandeces. —Se giró indignada y se alejó de prisa hecha una fiera, pero de unas cuantas zancadas él la atrapó, la volteó hacia sí y la rodeó con sus fuertes brazos.

Se miraron a los ojos, y por un instante el mundo pareció disolverse, como si solo estuviesen ellos dos en total armonía con su más primitiva esencia.

—No me gusta que me dejen hablando solo —advirtió tajante.

Christine permaneció inmóvil, no sabía cómo reaccionar ante todas esas emociones que la atacaron de golpe; por un lado, quería cruzarle el rostro a mano limpia hasta borrarle esa sonrisa burlona, y por otro, deseaba que la besara hasta dejarla sin aliento.

Un escalofrío la recorrió entera al solo pensar en ello. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se sentía así? Tenía que ponerle un alto cuanto antes.

—¡Suélteme! ¡Esto no es correcto! ¿Qué pretende? ¿Acaso quiere que comience a gritar pidiendo ayuda? —Decidida a no claudicar, forcejeó.

—¿Así que no sabes quién soy, Christine? —preguntó irónico—. Eso se arregla fácil…. —Sin más, inclinó el rostro y la besó.

Christine quiso rechazarlo, pero no pudo, Vincent tomaba sus labios con ternura y de manera experta, rompiendo todas sus defensas. Con la humedad salina de su lengua, él no solo despertó sus emociones, sino también lugares en su cuerpo, los cuales desconocía que podían vibrar a así.

Un sutil gemido escapó de la boca femenina, y eso encendió a Vincent, lo llevó a punto de ebullición. Nunca imaginó que besar a esa dulce chiquilla se volvería su vicio y la experiencia más sublime jamás vivida.

Lo que comenzó como un beso de broma, una forma de castigar a la mentirosa dama, se había salido totalmente de su control, convirtiéndose en el más puro, llano y natural deseo jamás sentido por ambos.

Vincent recorría con las manos el cuerpo femenino deleitándose de sus formas, la textura de su piel, su suave aroma… Todo en esa deliciosa Venus lo volvía loco de deseo. Reconoció que jamás sintió algo así por ninguna mujer, y vaya que contaba con experiencia en el tema. Se las arregló para meter la mano dentro del escote en busca del tesoro anhelado, para proclamarse su único explorador y dueño.

Christine, absorbida en su totalidad por las nuevas sensaciones que Vincent le provocaba, sintió como su cuerpo despertaba ante las caricias masculinas y por vez primera se sintió realmente viva.

Nunca fue tan consciente de sus sentidos como lo era en ese momento en que todo su ser vibraba, estaba alerta y a la expectativa de lo que él le daba, pidiendo más de ese algo que desconocía, pero que le hacía hervir la sangre al grado de perder la cordura y el recato.

Vincent no podía controlarse, sus instintos despertaron como si todos los años transcurridos estuviesen dormidos esperando solo por ella. La última vez que la vio era una chiquilla, sin embargo, ahora era toda una mujer. Algo en su interior le dijo que esos níveos senos fueron creados a la medida justa para que sus manos se deleitaran acariciándolos. Agradeció a los dioses por tan sublime regalo.

Trazó un camino de besos en dirección hacia la gloria recién descubierta, la cual lo esperaba con un par de coronas rosadas dispuestas a recibir todo lo que él deseaba darles. Entonces, reemplazó las caricias de sus expertos dedos por los labios; en torturante exploración y reconocimiento, reclamó para sí tan delicioso manjar.

Christine arqueó la espalda de manera instintiva, permitiéndole así actuar con total libertad, por lo que Vincent se tomó su tiempo en saborear a placer ese festín ofrecido solo para él.

Las intrépidas manos masculinas se aventuraron en los dominios de encajes y sedas; en suave y lenta caricia, fue deslizando su tacto por las esbeltas piernas en busca del santuario de Venus.

Christine sintió la invasión a su templo, y eso la estremeció a la par; por el placer culposo que el intruso provocaba en su interior y por la sensación de peligro inminente.

Comprendió que si no ponía un alto, terminaría intimando con él ahí, donde podría verlos cualquiera. A pesar de su falta de experiencia, tenía idea de lo que ocurría entre un hombre y una mujer y lo que eso implicaba: un embarazo.

Esto la sobresaltó, sacándola de golpe del hechizo de seducción al que Vincent la había sometido. Asustada, lo tomó de la muñeca para retirar de su interior al atrevido invasor, pero él no estaba dispuesto a renunciar a tales privilegios, por lo que volvió a envenenar sus labios con besos cargados, intensos, que lograban llevarla a una dimensión nueva y desconocida para ella, en la cual, solo eran un hombre y una mujer en su más primitiva esencia.

Entones recordó que él era un mujeriego, y ella no era una fulana de prostíbulo; se merecía algo muy superior a una primera vez en el jardín como si fueran animales. Eso sin contar con que todo aquello terminaría desatando una tempestad de proporciones catastróficas.

Ella, la siempre bien portada Christine, ¿envuelta en un escándalo? ¡Jamás! Quería y merecía una relación formal, ser su esposa, su amada duquesa; no se conformaría con menos. Vincent no la tomaría en serio y no le haría jamás una propuesta respetable si sucumbía más de lo que ya había hecho. Tenía que pararlo de inmediato, por lo que tomando fuerza, sabrá Dios de dónde, intentó apartarlo, pero él la abrazaba y besaba con total deleite que no se lo permitió, al contrario, la tomó del redondo trasero y la apretó más contra sí.

—Vince, por favor, para ya, esto no está bien, no es correcto... —pidió suplicante entre besos cargados de intensa locura, los cuales amenazaban con destrozar la poca cordura que le quedaba.

Vincent estaba poseído por el más grande y ardiente deseo jamás sentido que ignoró lo elemental: ella lo había llamado como solía hacerlo en el pasado: «Vince». Siguió besándola con toda la pasión que brotaba inagotable de lo más profundo de su ser. Una vez más, asaltó con sus dedos el santuario de Venus, saqueando de su interior el néctar agridulce que se obsequia en exclusiva para el amor.

Christine sintió una oleada de placer recorrer todo su cuerpo, la tentación de abandonarse a él era demasiado fuerte, pero no podía, tenía que comportarse como una dama si quería salir victoriosa.

—¡Vincent Pembroke! ¡Dije que ya basta! —su voz sonó fuerte y clara.

Ante la implacable orden, ahora sí que Vincent captó al instante que ella lo había llamado por su nombre. ¿Qué, no se suponía que no lo recordaba? ¿Qué no sabía quién era él? Ese era el motivo de la disputa, ¿no?

Aunque, después de lo que acababa de ocurrir entre ellos, reconoció que para él era un gran alivio el saber que ella tenía la total certeza de quién era el hombre con el cual había compartido esa intimidad.

Ahora que había probado la manzana de la tentación, al igual que Adán, no estaba dispuesto a dejarla para que otro terminara por morderla. ¡No! Christine tenía que ser de él y solo para él.

Complacido por su pequeña victoria, se enderezó de inmediato y, con una sonrisa de satisfacción total, la cuestionó:

—¿No se supone que no me conoces, que no sabes quién soy? Entonces, explícame cómo es que acabas de llamarme por mi nombre, Christine…

Christine se apartó de inmediato. «¡Qué estúpida! ¿Cómo pude cometer semejante error?», se reprendió en silencio sin comprender cómo fue que le había permitido llegar tan lejos. «Ahora, ¿cómo saldría de semejante embrollo?», se cuestionó.

Incrédula de la situación en desventaja en la cual se encontraba, trataba de pensar cómo salir bien librada, pero su cerebro se negaba en ayudar a la causa pues solo podía prestar atención al dulce recuerdo de esas manos recorriendo su piel, acariciándola con suma posesión, y esos labios… ¡Dios! ¡Esos labios! Y para colmo sentía las mejillas encendidas de la vergüenza e indignación.

«¡Madre mía¡ ¡Él tuvo sus dedos dentro de mí!», se estremeció al recordarlo y, una vez más, se preguntó cómo fue que le permitió llegar tan lejos.

Vincent comenzó a reírse a lo grande…

—Sabía que era bueno con las mujeres, pero jamás imaginé que lograra tales efectos. —La sonrisa burlona y sus ojos mostraban lo divertido que estaba con la incómoda situación.

—Eres un majadero, un cretino, un… un... ¡Te odio, Vincent Pembroke! —fue lo único que atinó a decir mientras se acomodaba el vestido.

—¿Ves como sí me recuerdas? —Sonrió cínico.

«Y después de lo ocurrido entre ellos, ¿cómo podría olvidarlo?», se preguntó Christine, indignada hasta las entrañas. Si antes le era difícil, ahora le sería imposible. Antes de alejarse furiosa, le dedicó una última mirada cargada de rabia y rencor.

—Jamás te perdonaré por esta humillación, espero que estés satisfecho con ello, Vincent. —Dando grandes pasos, se alejó de él. Las piernas aún le temblaban y sentía un bochornoso calor en medio de sus muslos, lo cual la irritaba aún más. ¿Cómo podría verlo a la cara después de lo ocurrido?

Se escabulló al tocador para arreglar en lo posible el desaguisado en que, el canalla aquel, la había dejado.

Al mirarse al espejo de marco de pan de oro, casi le da un infarto; tenía el cabello revuelto y el vestido descolocado. Después de unos instantes y un esfuerzo colosal, logró tener un aspecto presentable. Se observó con atención antes de regresar al salón de baile. Sus labios estaban ligeramente hinchados y en sus ojos brillaba algo misterioso que no supo cómo describir.

—¡Vaya! ¡Por fin te encuentro! —Clarissa llegó hasta ella—. Por un momento creí que te habías escapado en la primera diligencia con rumbo a los glaciares del norte —bromeó alegre, lo cual era típico en ella.

Clarissa tenía un excelente sentido del humor, el cual la contagió en un instante. ¿Por qué amargarse la noche por un patán como Vincent Pembroke?

Con renovados bríos, se irguió y salió del tocador de señoras acompañada de su prima. Estaba decidida a demostrarle a ese libertino que ella estaba muy por encima de las mujeres con las que él estaba acostumbrado a tratar.

A diferencia de la vez anterior, Vincent no la siguió, dejó que se marchara, pues tenía que tranquilizarse. No podía entrar al salón en ese estado de excitación que Christine le había provocado. Aún conservaba la esencia de ella en sus dedos, y los besos que le robó estaban presentes en sus labios, incendiando su sangre al punto que su cuerpo corría el riesgo de arder en combustión espontánea.

¿Qué le había pasado? Él nunca perdía el control y, sobre todo, la cordura de esa manera; una cosa era besar a una mujer, y otra, casi arrancarle la ropa. Eso sin contar que por poco le hace el amor en un jardín donde cualquiera pudiera verlos. Para su fortuna, no fue así, pues si alguien los hubiera descubierto, el precio a pagar sería demasiado alto: matrimonio.

Era verdad que Christine se había convertido en una mujer hermosa, pero eso no justificaba su proceder con ella; se había comportado como todo un granuja aprovechado, sería muy comprensible y lógico que después de semejante experiencia, ella no quisiera verlo nunca más.

Se lamentó por no contenerse, solo pretendía darle un beso simple para hacerla rabiar y ya, ¿entonces? ¿Qué había pasado? ¿Cómo fue que esa dulce e inexperta mujercita logró sacar toda esa pasión en él? Pasión que, instantes antes, desconocía. ¿Cómo era posible tanto fuego, tanto deseo? Eso era un misterio que le intrigaba.

Minutos más tarde, y ya recompuesto, entró en el salón y lo primero que hizo fue buscarla con la mirada, la encontró bailando con Ernest Harper, y eso lo molestó.

Verla sonreír y bailar encantada con otro, después de la intimidad compartida en el jardín con él, le hizo hervir la sangre. ¿Qué demonios le pasaba con ella? Sentía rabia a la sola idea de que alguno de los caballeros presentes pudiese descubrir y reclamar para sí a esa celestial criatura de extrema feminidad. ¿Acaso eran celos aquel sentimiento que le quemaba como hierro incandescente?

¡Sí! ¡Estaba celoso! Reconoció que lo que sintió al verla con otro eran llanos y puros celos. Tenía años sin verla, no debería importarle tanto y, sin embargo, no soportaba el hecho de que los demás hombres se la comieran con los ojos. Si por él fuera, la secuestraría para alejarla de todos esos buitres hambrientos.

En cuanto la pieza terminó, se dirigió hacia ella, pero Christine, adivinando sus intenciones, aceptó de inmediato la mano del que le pedía el siguiente baile sin importarle quién fuera el solicitante.

Y así estuvo ella, evitándolo toda la noche hasta que en una pieza, en la cual se hacía cambio de pareja, terminó en brazos de él.

—¿Lo ves? De nada te sirvió escabullirte, yo siempre me salgo con la mía, y al final terminaste de nuevo en mis brazos, que es a donde perteneces —dijo mientras mostraba esa sonrisa de medio lado tan seductora.

Ella lo miró con recelo.

—¿Cómo te atreves a darme la cara después de lo que has hecho? Créeme que si no fuera porque estamos en medio de un baile, te cruzaría la cara hasta borrarte esa estúpida sonrisa de los labios.

—¿Y qué se supone que he hecho? —preguntó fingiendo demencia, sabía que estaba mal provocar su ira, pero no podía evitar las ganas de hacerla rabiar; era algo más fuerte que él.

Ella soltó el aire, contrariada, pensó en que era inútil tratar de razonar con ese hombre desvergonzado. Por desgracia, no era lo suficiente valiente como para armar un escándalo al dejarlo solo en medio de un baile. Aunque le pesara, él era un duque, ¡el duque Pembroke!, y eso actuaba en su contra, tendría que soportarlo hasta que terminara la pieza.

Sentía la rabia incendiándole las entrañas, pero ¿por qué contenerse? Él quería estar con ella, pues bien, «que se atenga a las consecuencias», pensó.

—Vincent, yo no soy como las mujeres que sueles frecuentar. —El rubor tiñó sus mejillas—. Reconozco que hice mal en dejarme llevar por… ti. —Levantó el rostro con dignidad—. Debes entender que me tomaste por sorpresa, yo jamás esperé... A mí no...

—Jamás te habían besado, lo sé —dijo serio, el gesto burlón y desenfadado había desaparecido por completo—. A mí también me tomó por sorpresa, Christine, yo jamás pretendí que llegásemos tan lejos. Te doy mi palabra de honor que no suelo andar besando mujeres así porque sí, pero he de alegar en mi defensa que me molestó el que quisieras tomarme el pelo. Reconozco que lo que comencé como un juego, solo como una broma para castigarte, se salió totalmente de mi control.

Era el momento de regresarla con su anterior pareja de baile, pero aún no estaba dispuesto a dejarla partir, por lo que le pidió que abandonaran la pieza de baile pretextando necesitar una bebida para refrescarse. Ella no estaba del todo convencida.

—Por favor, Christine, necesitamos hablar.

El gesto suplicante con el cual él se dirigió a ella, le caló hondo y terminó aceptando.

—Está bien, tenemos unos minutos, la cena está por servirse.

Se dirigieron a la mesa de los refrigerios; después, Vincent la llevó a un rincón del salón en el cual podrían hablar sin ser interrumpidos.

—Créeme, Christine —comenzó—. Lo que pasó en el jardín me tomó desprevenido, no fue premeditado. —La miró de frente—. No pretendí ofenderte, y mentiría si digo que me arrepiento, porque la verdad es que no es así. Sé que mi comportamiento no tiene justificación, pero sería muy hipócrita de mi parte negar que he disfrutado de lo que ha sido la experiencia más excitante y maravillosa que jamás he vivido.

Él hizo una pausa y la observó con tal intensidad, que Christine sintió como si sus piernas parecieran de gelatina. Fue consciente que el rubor teñía sus mejillas, pues las sentía arder.

—Christine, en verdad no soy un patán aprovechado. Te ruego que me des otra oportunidad, empecemos de cero y hagamos de cuenta que nada pasó.

Christine permaneció en silencio, y eso lo desconcertó. Era lógico que dudara de él, su comportamiento hacia ella no había sido caballeroso. Intuyendo lo que ella pensaba, continuó:

—Por favor, solo déjame mostrarme ante ti como soy en realidad. Permíteme demostrarte que soy un caballero, un hombre digno de ti. —Ella lo miraba incrédula, y eso lo exasperó—. ¡Por Dios, Christine! ¡Dime algo, no te quedes callada! —explotó.

Jamás le había importado lo que se pensara de él, pero ahora, con ella, todo era diferente; quería que viera más allá de esa máscara de hombre cínico y despreocupado que mostraba al mundo para proteger su verdadero ser. Necesitaba que supiera que podía confiar en él y que era el hombre indicado para ella.

Se sorprendió ante sus propios pensamientos: «¿En verdad quiero ser ese hombre? ¿Que ella sea mi mujer? ¡Cielos! ¿Qué demonios me pasa con ella?».

Reconoció que no eran completamente desconocidos, aunque tampoco había una relación estrecha entre ellos; ¿entonces? ¿Por qué esa mujercita lo tenía trastornado de esa manera? ¿Qué sentía realmente por ella? Le dolió la cabeza de tanto pensarlo.

—Está bien, te daré el beneficio de la duda —respondió ella después de lo que pareció una eternidad. A fin de cuentas, si era sincera consigo misma, tampoco podía arrepentirse de lo ocurrido entre ellos, aunque su pudor de dama la obligaba a llevarse ese secreto a la tumba—. Pero te advierto que yo no soy una mujer cualquiera, y si vuelves a portarte conmigo como un seductor sin escrúpulos, no habrá una segunda oportunidad, Vincent. —Fue contundente.

—Gracias, no te defraudaré —expresó, sintiendo su corazón rebosar de alegría.

A partir de ese momento, se las arregló para acapararla el resto de la noche y sin que ella se diera cuenta, la apartó de todos aquellos buitres que pretendían acercarse.

Para Margot Riquelme, amiga íntima de Elizabeth, no pasó desapercibido el interés que mostró Vincent por la joven debutante, y eso la molestó, pues no estaba dispuesta a perder lo que consideraba suyo...

Elizabeth, sabiendo del interés de su amiga por su primo, había iniciado labores de Celestina, lo atosigaba con ello todo el tiempo, siempre le hablaba de lo buena esposa que sería Margot, por lo que Vincent, con tal de que no lo molestara más con el mismo tema, un día le dijo:

—Querida prima, por el momento no tengo intención de dejar mi soltería, pero si algún día lo hago, quizá lady Margot sería la indicada.

El pobre hombre nunca se imaginó que ambas mujeres se tomarían eso como una promesa…

En los ojos de ambas se reflejaba un profundo desprecio por Christine, que ajena a todo disfrutaba como nunca de la compañía de Vincent, y una vez olvidado el incidente del jardín, el resto de la velada fue magnífica. La conversación era alegre y amena, recordaron viejas vivencias, se pusieron al tanto de sus vidas, de las cartas enviadas, los negocios de él, las actividades de ella...