CAPITULO VI

El gran día llegó, y en la mansión Dickens todo era un caos, gente de aquí para allá atareados en ultimar detalles para la ceremonia y el gran banquete. El mayordomo daba órdenes a diestra y siniestra supervisando hasta el más mínimo detalle.

Christine se despertó con un sabor amargo en la boca y un desagradable olor impregnado en la nariz, le dolía el cuerpo y se sentía inquieta.

Mary, como siempre, estaba a su lado, pero ahora la miraba de forma extraña, como si quisiera preguntarle algo y no se atreviera. «Seguro que son los nervios por la boda», se dijo para justificar la inusual actitud de su doncella.

—¡Buenos días, señorita Christine! —saludó Mary—. Hoy es su gran día y debemos darnos prisa, no queremos que se nos haga tarde para llegar a la iglesia.

—¿Qué hora es? —preguntó somnolienta.

—Las diez y cuarto —respondió la doncella a la expectativa y mirando con atención a su joven patrona.

La notaba más despeinada de lo que se consideraría normal, el camisón estaba rasgado de un tirante y sus labios parecían un poco hinchados; eso, sin contar con lo de la chaqueta y el zapato, que era de lo más raro. Reflexionaba la joven doncella cuando la señorita Christine habló, sacándola de sus cavilaciones.

—¿Por qué me dejaron dormir tanto? ¡Dios mío! Es tardísimo —exclamó Christine, irritada, se levantó de prisa y los nervios comenzaron a hacer de las suyas.

Apenas si fue capaz de probar el desayuno, sentía el estómago revuelto y temía que el malestar aumentara al recargarlo con alimento, por lo que se limitó a tomarse un zumo de frutas.

Paseó por el gran salón, este estaba rebosante, adornado con exquisitos arreglos de rosas coral y amarillo que inundaban el lugar de una deliciosa fragancia.

Tomó una rosa y aspiró el suave perfume, no pudo evitar recordar su vida desde que conoció a Vincent. Como si el tiempo regresase atrás, se vio a sí misma siendo solo una niña, paseando por el salón del té, cuando su madre la llamó para presentarla con el duque Pembroke y su joven hijo.

Reflexionó sobre lo que esa cena significó en su vida, pues a partir de entonces, su existencia nunca volvió a ser la misma. Contemplar extasiada a ese joven de mirada enigmática, que la cautivó sin proponérselo, fue el comienzo de su historia de amor.

Mientras recorría el salón, recordó a detalle todos aquellos años en los cuales él no estuvo a su lado, pero se dijo que la espera bien había valido la pena si al final Vincent terminó enamorado de ella y, en menos de dos horas, la convertiría en su amada duquesa.

Por un momento, el pánico se apoderó de ella al pensar en lo que eso implicaba, ser duquesa no era lo que deseaba, pero era inevitable si quería estar con Vincent. Él no podía evitar ser quien era, el título nobiliario era una responsabilidad que su amado llevaba con orgullo y, siendo honesta, lo hacía bastante bien.

Aunque la aterraban las responsabilidades que adquiriría al convertirse en su esposa, estaba dispuesta a poner todo de su parte para estar a la altura del duque Pembroke. Sabía que saldría del anonimato, en el cual había vivido hasta ahora, para estar siempre bajo la lupa del escrutinio público.

La sociedad siempre estaría al pendiente de todo lo concerniente a ella: su indumentaria, modales, desempeño en los actos sociales y benéficos, en fin, su comportamiento en general estaría siempre vigilado.

Pero, para su infortunio, lo amaba demasiado, por lo que no podía renunciar a él, Vincent era parte de ella, y eso era algo que no podía cambiar, era demasiado tarde para dar marcha atrás, pues ya no concebía su vida sin él.

—Señorita, por fin la encuentro —dijo Mary, agitada por la carrera—. Tiene que prepararse para la boda, es muy poco el tiempo que nos queda, por favor, no se demore más o su madre me mandará a la horca si no está lista antes de la hora señalada.

La habitación de Christine era un verdadero caos, gente entraba y salía, mujeres aquí y allá… La modista daba los últimos retoques a su vestido, pues madame Lucyle se había empeñado en estar presente cuando se colocara el ajuar de novia, quería que su creación estuviera perfecta, a la altura de una duquesa.

—Señorita Christine, es usted la novia más hermosa que he visto nunca, y vaya que me ha tocado vestir a muchas a lo largo de mi vida —comentó madame Lucyle, mirándola con ojos brillantes.

Mary la observaba con auténtica admiración y cuando comenzó a peinarla, le dijo con verdadero afecto:

—En verdad le deseo que sea muy feliz, es muy buena y merece serlo. La extrañaré mucho, señorita Christine.

—No, no vas a extrañarme, tú vienes conmigo. —Sonrió.

—¿De verdad? —preguntó incrédula.

—Sí, se lo pedí a Vincent, y aceptó, por lo que esta mañana hablé con papá, y él estuvo de acuerdo.

—Gracias, no sabe lo feliz que me hace —respondió la doncella con lágrimas en los ojos.

—No, Mary, no te pongas sentimental porque me harás llorar a mí también y no queremos que la novia termine hecha un desastre, ¿verdad?

—Por supuesto que no, eso nunca. Hoy es su gran día y tiene que estar perfecta.

Christine se miraba al espejo de cuerpo entero, el vestido de novia era precioso; el peinado que le había realizado Mary, espectacular. Por un momento, pareció desconectarse del planeta, tuvo la sensación de estar sola en medio de todo ese ajetreo. Sintió deseos de llorar, pero se contuvo.

«¡No puedo creerlo! ¡Hoy seré la duquesa Pembroke!», pensó con una mezcla de emociones; por un lado, estaba más que feliz, por fin se casaría con el amor de su vida, y por el otro, sentía pánico por lo que eso implicaba.

Su mirada se nubló por un momento, ese día desde que abrió los ojos se sentía extraña, una inusual sensación de ansiedad la embargaba. «Algo no está bien», le decía su voz interior.

En ese momento, su padre entró en la habitación para avisar a las mujeres que ya era la hora de partir. Se tomó unos minutos para contemplar a su niña, no podía creer lo rápido que había crecido. Su dulce nena ahora era una mujer y estaba a punto de convertirse en duquesa.

Gran parte de la mañana, Christine había tenido el estómago revuelto y un mal presentimiento la atormentaba sin piedad. Alzó los ojos y vio a su padre de pie tras ella contemplándola con infinito amor y ternura.

Por un breve instante, deseo pedirle que cancelaran todo, que la tomara en sus brazos y no la soltara nunca. «¿Qué rayos me pasa?», se preguntó. Solo se iba a casar, no se iría lejos, estaría en la misma ciudad, cerca de su familia. ¿Entonces? ¿Por qué sentía como si esa fuera una autentica despedida?

—Papá, ¿podrías abrazarme y no soltarme jamás? —pidió con lágrimas en los ojos, se sentía como en un sueño, uno de esos raros en los que nada es lo que parece.

Su padre la envolvió con sus brazos protectores y la besó en la frente.

—Tranquila, princesa, es normal que te sientas así, son los nervios de la boda, solo es eso —le dijo con una sonrisa y ojos brillantes—. Vamos, ha llegado la hora —pronunció esto último con voz quebrada.

Su madre la miraba con lágrimas en los ojos y los sentimientos a flor de piel.

—Estás hermosa, mi niña. —La besó en ambas mejillas.

Su belleza no tenía comparación, y sus ojos azul metálico brillaban de manera especial, parecía un auténtico ángel en resplandeciente blanco inmaculado.

Christine se observó por última vez al espejo, soltó el aire y tomó el brazo que su padre le ofrecía, caminó con él para dirigirse a su destino.

Cuando llegó a la iglesia, todo estaba listo, pero Vincent aún no había llegado.

—Aún es temprano, debe estar por llegar —dijo su madre tratando de calmarla.

Conforme pasaban los minutos, la sensación de que algo estaba mal fue haciéndose más fuerte. Estaba convencida que algo le había pasado a Vincent, él nunca la dejaría, de eso estaba segura.

Bajó del carruaje y levantándose el vestido para poder andar más rápido, se dirigió a Maxwell Mcquenzie, que era el mejor amigo de Vincent, y le suplicó que fuera en su búsqueda.

—Por favor, Maxwell, estoy segura que algo no está bien. Vincent jamás se retrasaría, y menos aún en nuestra boda —dijo al borde del llanto.

Maxwell la escuchaba atento, él también estaba sorprendido por la tardanza de su amigo.

—Está bien, iré a buscarlo a su casa, quizá tuvo algún inconveniente con el carruaje y eso lo está retrasando. —Aunque en el fondo sabía que esa era un excusa absurda, si ese fuera el caso, Vincent solo tenía que tomar su caballo y asunto arreglado. Pero tenía que tranquilizar a Christine, pues la joven parecía a punto de sufrir un ataque de pánico.

Maxwell estaba por partir cuando Vincent llegó. Todos los presentes lo miraron sorprendidos, y por supuesto los murmullos no se hicieron esperar.

Christine se giró para recibirlo y se quedó pasmada al verlo, pues Vincent tenía un aspecto deplorable y estaba totalmente ebrio.

—¡Por Dios! ¿Qué te pasó? —preguntó horrorizada mientras caminaba hacia él.

—No te acerques. —Cortó su andar con la tajante orden, misma que fue pronunciada arrastrando la lengua, evidenciando así su estado inconveniente—. Me das asco —alegó con una mueca de desagrado; después, gritando, continuó—: Solo he venido a decirle de frente al señor Dickens que no me casaré con su hija. Ella es una pérdida… Peor que una cualquiera...

Maxwell quiso detenerlo, pero él se zafó y continuó con su discurso:

—Usted es un buen hombre que no se merecía una hija como esa, esa… —La señaló—. Es la peor de las fulanas. —Ante la algarabía de incrédulos comentarios agregó—: Anoche la descubrí con su amante y la muy… —dio un trago a la botella— ni siquiera se levantó de la cama donde se revolcó con ese tipo cuando los descubrí. El cobarde quiso huir en vez de darme la cara.

La miró con tanto desprecio que Christine se sintió desfallecer. ¿De qué estaba hablando? ¡Ella era inocente de todo cuanto él decía! Sintió como si fuera a desvanecerse, pero se obligó a permanecer en pie. ¡No!, no podía desmayarse; tenía que mantenerse fuerte para aclarar las cosas.

Él extendió su retahíla.

—No te maté porque quería matarlo a él primero, por eso lo perseguí —hipeó—, pero el muy maldito se me escapó. Dime, Christine, ¿dónde se esconde tu amante? ¿Eh? ¿Desde cuándo se habían estado burlando de mí?

Christine lo miraba consternada. «Tengo que estar soñando, esto es una pesadilla y pronto despertaré», se decía al borde de la histeria.

—¿Por qué, Christine? Yo te amaba… —Quiso irse contra ella, pero Maxwell se lo impidió, y, esta vez, Philip, que se había mantenido al margen, lo ayudó a someter al encabritado hombre.

—No es verdad lo que dices; yo jamás te he engañado, ¿por qué me estás haciendo esto, Vincent? —Lloraba descompuesta e incrédula.

—¿Yo? ¡Tú fuiste la que se revolcó con ese tipo como una cualquiera! No, tú eres peor, porque al menos esas desdichadas mujeres lo hacen por necesidad, en cambio tú...

Christine no aguantó más la humillación que sentía y le cruzó la cara con todas sus fuerzas, indignada hasta las entrañas.

—Si no querías casarte conmigo, me lo hubieras dicho y ya. ¿Para qué armar todo este teatro? —gritó furiosa y dolida.

—¿Cómo puedes ser tan cínica? ¡Te vi, Christine! ¡Yo te vi! Nadie me lo contó, por favor, deja de negarlo y acepta lo que hiciste... —En un descuido, se escapó de Maxwell y de Philip, la sacudió de los hombros con fuerza mientras le gritaba un sinfín de insultos a la cara. Entonces, el señor Dickens se acercó y lo apartó de su hija.

Philip lo sometió con fuerza.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Son acusaciones muy fuertes para tomarlas a la ligera, es la reputación de una dama la que está en juego, ¿Lo comprendes verdad, Vincent?

—¿Dama? ¿Cuál dama? ¡Aquí solo hay una ramera…! —No pudo terminar de hablar porque el puño del señor Dickens se estrelló contra su rostro.

—Te exijo en este momento que te retractes de todo lo que acabas de decir, ¿cómo te atreves a calumniar a mi hija así? Ella es una verdadera dama de conducta intachable. Estás demasiado bebido y no sabes lo que dices.

—¿Calumnia? —Se carcajeó—. Ojalá… Sí, estoy ebrio —aceptó cínico—, pero estoy así por lo que vi, porque quería mitigar el dolor que esta mujerzuela me causó con su traición.

—Lárgate de aquí —le exigió, rojo de ira, el señor Dickens, y Philip junto con Maxwell se lo llevaron ante las miradas atónitas de los asistentes.

Christine miraba horrorizada como los dos hombres arrastraban a Vincent mientras él no dejaba de insultarla. No pudo evitar las lágrimas, lloraba a raudales, no entendía nada. ¿Por qué Vincent le hacía eso? ¿Por qué le hablaba así? ¿Qué rayos estaba pasando?

En ese momento, su padre la tomó del brazo con fuerza y la arrastró con rumbo al carruaje para alejarla de la enardecida multitud que no dejaba de cotillear sobre lo ocurrido.

—Padre, te juro que yo no he hecho nada. No entiendo qué está pasando, ¿Por qué Vincent me ha humillado así? —preguntó suplicante, sin poder dejar de llorar.

Su padre la miró con dureza y dudas, después de un largo silencio, solo dijo:

—Ya hablaremos de esto en casa, este no es el lugar ni el momento adecuado. Espero que Vincent tenga una buena justificación para esto o de lo contrario lo mataré sin piedad.

—¡No! —apenas si pudo pronunciar su negativa—. Por favor, padre, eso no, no quiero sangre ni muerte —suplicó.

Estaban a unos pasos del carruaje cuando su padre se detuvo y Christine vio, como si el tiempo se volviera lento, como él se tocaba el pecho al tiempo que se desplomaba al suelo, pálido, y con una mirada de reproche en sus ojos azul metal que eran idénticos a los suyos.

Se quedó horrorizada, no podía reaccionar, se llevó las manos a la cabeza mientras murmuraba:

—Esto no está pasando, esto no está pasando…

Su padre yacía muerto a sus pies. Su madre lloraba y le gritaba histérica. Clarissa, que al parecer acababa de llegar, la abrazaba mientras le hablaba, pero ella era incapaz de oírla o entender lo que le decía…

—¡Es tu culpa! ¡¡¡Tú lo mataste!!! —gritó su madre.

Después, solo oscuridad...